ARTÍCULOS ORIGINALES
Filosofía de la enfermedad: vulnerabilidad del sujeto enfermo
Dr. Gonzalo Pérez Marc*
* Servicio de Pediatría del Hospital Francés.
Correspondencia: gperezmarc@yahoo.com.ar
La enfermedad como representación múltiple
Intentar precisar el concepto de enfermedad
mediante una definición única y
abarcadora es, desde el inicio, una empresa
sumamente dificultosa. No sólo
por las múltiples concepciones existentes,
según la disciplina desde la que se
afronte su análisis, sino también debido
a la multiplicidad de marcos teóricos
desde los que es posible llevar a cabo
dicha investigación. La disparidad existente
al respecto, no sólo entre diferentes
sociedades o culturas, sino incluso entre
diferentes agentes relacionados, implica
la necesidad del reconocimiento de variadas
posibilidades de estudio.
La caracterización de la enfermedad
puede realizarse desde múltiples perspectivas,
que, en ciertos casos, se complementan
y, en otros, se oponen de manera
irreconciliable. Sin duda, todos coincidiríamos
en que no es posible equiparar la
concepción que el enfermo tiene sobre su
propio padecimiento con la del médico
que lo trata. Sin embargo, ambos agentes
podrían sostener percepciones similares
de lo que implica "sentirse enfermo" o
sobre cómo sería más beneficioso "acompañar"
a una persona enferma.
La forma elemental de la enfermedad
difiere de manera notable según se distinga
su carácter objetivo o su carácter subjetivo.
El paciente y el médico son quienes
más se relacionan con la primera de las
concepciones: el paciente es el portador
de cierta patología psicológica u orgánica
que debe ser objetivada mediante diferentes
estudios y análisis requeridos por
el médico. En una segunda instancia, este
último instaurará un tratamiento determinado
e intentará, en una tercera instancia,
objetivar también los resultados obtenidos
con dicho tratamiento.
Sin embargo, si bien es cierto que el
enfermo presenta ciertas alteraciones orgánicas
pasibles de ser evaluadas en forma
objetiva, tampoco es menos cierto que la
percepción de ese fallo (o carencia, o defecto)
es del todo subjetiva. No sólo el
dolor o la angustia son experiencias que el
enfermo asimilará y expresará de manera
absolutamente personal, sino que también
deberá asumir el rol que su propia
sociedad (que incluye al médico tratante)
le asignará en su carácter de "persona
enferma". Es este carácter subjetivo -desarrollado
y sostenido en mayor medida
por la sociedad en su conjunto- el responsable
directo de la construcción de una metáfora de la enfermedad que influirá sustancialmente
en su evolución.
Afección, dolencia, padecimiento, indisposición,
mal, trastorno, daño, son todos
sinónimos con los que se describe a la
enfermedad de forma elemental en los
diccionarios generales y en los libros de
empleo exclusivamente médico.
En muchos de estos últimos, simplemente
no se define a la enfermedad como
entidad, sino que sólo se alude al enfermo
en cuanto "paciente que se relaciona con
el médico". Es notable que en todos estos
libros (manuales de medicina clínica, diccionarios
médicos, revistas de divulgación
científica) el médico sólo se enfrenta
a la enfermedad únicamente a través de la
mediación que representa el paciente enfermo.
Se comprende, entonces, que no
haya interés de introducir al lector en el
conocimiento de la patología en sí misma,
sino sólo en la relación que aquél debe
sobrellevar con quien la sufre: son múltiples
las consideraciones acerca del ideal
respecto de la práctica del arte de curar.
Sin embargo, la casi totalidad de las
referencias a dicha práctica médica se centran
en la enfermedad como "versión",
"afección" o "vivencia" del paciente, sin
mención alguna sobre el vínculo que el
profesional tratante pueda tener con ésta,
ya sea en tanto sujeto expuesto a sufrirla, cuanto a espectador privilegiado del padecimiento
ajeno. Este trabajo intenta proponer a la enfermedad
como un concepto múltiple, que incluye aspectos
necesariamente relacionales: enfermedad-paciente,
enfermedad-médico, enfermedad-sociedad y sociedad/
médico-paciente. Todos ellos son díadas con una
dinámica intrínseca sustentada en rasgos particulares
que afectan la estructuración de la identidad
del sujeto enfermo. Es precisamente esta articulación
la que intentaremos explorar y describir en
este trabajo.
Las formas elementales
En su libro Antropología de la Enfermedad1,
François Laplantine postula formas elementales
de la enfermedad y de su curación. A las primeras
las denomina "modelos etiológicos", a las segundas,
"modelos terapéuticos". Luego de su lectura
se hace evidente la necesaria correspondencia, en
casi todos los casos, de un modelo etiológico con uno
terapéutico. La relevancia de esta clasificación estriba
en que cada uno de los modelos describe a la
perfección la tensión existente entre dos formas
determinadas de comprensión de la enfermedad.
Los agentes están dados, no sólo por el enfermo y
su médico, sino también por la totalidad de la
sociedad dentro de la cual se desarrolla la relación
entre los anteriores. Laplantine distingue diferentes representaciones de la enfermedad que se enfrentan
conceptualmente:
1. La enfermedad -y su naturaleza física- como
centro de la medicina (modelo ontológico), en
contraposición a las medicinas enfocadas en el hombre enfermo (modelo relacional o funcional).
2. La enfermedad como intervención exterior o extrañeza
del sujeto (modelo exógeno), en oposición
a la concepción de la enfermedad con origen
en el propio individuo (modelo endógeno).
3. La enfermedad como enemigo positivo (modelo
aditivo) o la enfermedad como carencia (modelo
sustractivo).
4. La enfermedad percibida en su sentido negativo
(modelo maléfico) frente a la experiencia mórbida
como valor positivo (modelo benéfico).
Si bien, como afirmáramos, Laplantine describe
exhaustivamente a los modelos terapéuticos,
también es cierto que estos últimos están determinados
casi en su totalidad por los modelos
etiológicos. Dice el autor: "En efecto, se estima
que para intervenir con eficacia y perdurabilidad,
se debe conocer previamente la causa de la enfermedad.
El proceso lógico -que consiste en identificar
y designar con claridad al adversario, hacerlo
nominalmente responsable de la enfermedad-
es de lejos, obviamente, lo más tranquilizador
tanto para el espíritu humano como para el grupo
social"1 Es por esto que nuestro análisis se centra
exclusivamente en la enfermedad en cuanto representación
múltiple, que admite la necesaria influencia
de la instauración de un tratamiento particular
en cada caso, pero que lo relega a un lugar secundario
en su construcción. Esta representación
múltiple, no sólo involucra las posiciones asumidas
por el paciente, el médico tratante y la sociedad
que los incluye frente a la patología orgánica
o psicológica, sino también las diversas etapas o
fases que el enfermo atraviesa en el devenir de su
enfermedad. La multiplicidad no está dada sólo
por la cantidad de los agentes, sino también por la calidad de relación del agente principal con su
experiencia mórbida.
Identidad y enfermedad
La cuestión de la identidad se ha desarrollado
de muy diversas formas en la filosofía contemporánea.
El debate principal ha girado, quizás, en torno
a la noción de "identidad personal". Al respecto,
Amélie Rorty describe las cuestiones sobre las que
se centran actualmente las principales controversias:
el análisis de la diferenciación de las
categorías, de la diferenciación entre los individuos,
y de identificación y reidentificación de las
personas. Esta autora alude a la noción de "identidad
esencial" constituida por aquellas características personales
que "identifican a una persona como siendo
por esencia lo que es".2 Descripta, tanto acerca de
personas individuales como de grupos humanos,
se encuentra ligada necesariamente a las contingencias
históricas, sociales y políticas. Al igual
que otros autores (Ricoeur, Arendt), Rorty entiende
como requisito primordial (pero no exclusivo)
en la mayoría de las culturas, a la continuidad
espacio-temporal del individuo. Pero toda identidad
es también el relato de esa temporalidad. Según
Arfuch, el proceso del devenir del sujeto se define
por nuestra utilización de los recursos discursivos:
el lenguaje, la historia y la cultura estructuran una
narración, una representación en el tiempo del
individuo. La acción y el discurso son los elementos
a partir de los cuales los hombres revelan
quiénes son: su identidad está implícita en sus
palabras y sus actos.
Sin dudas, la reflexión acerca del carácter narrativo
de la identidad alcanza su punto más alto en la
obra de Paul Ricoeur. En su libro Sí mismo como otro,
la indagación involucra al propio proceso de individualización
del sujeto, explora cómo se posibilita
el reconocimiento del "sí mismo" al estar atravesa do por esa "otredad" que implica la temporalidad.
La identidad se construye como una bipolaridad
dialéctica entre dos modelos de permanencia
temporal del individuo: a) la identidad concebida
como un conjunto de disposiciones durables que
distinguen a una misma persona (carácter), y b) la
identidad en tanto fidelidad a sí mismo, constituida
como la capacidad de "mantenerse" en el transcurso
del tiempo. La resolución del problema le
proporciona la identidad narrativa: es ésta la que
resuelve el dilema entre la identidad entendida en
el sentido de un mismo (ídem) y la identidad entendida
en el sentido de un sí mismo (ipse).
Así, es la dimensión narrativo-discursiva-literaria
la que configura a la identidad. El lenguaje es
necesariamente dialógico,3 en cada enunciación el
sujeto "comparte" el lenguaje con siglos previos
de enunciaciones. Todo lo expresado es dicho en
un contexto histórico y social que forma parte de
un devenir constante. Esa multiplicidad de voces
es la que permite a Arfuch introducir a la otredad
en el "corazón mismo del lenguaje".4 Es evidente
que entonces la construcción de la identidad no
puede menos que sustentarse en la diferencia que
ese otro partícipe de mi lenguaje me impone. Se
abre de esta manera todo un nuevo terreno a
explorar: ¿cómo es que se constituye la identidad
del sujeto enfermo, teniendo en cuenta esa doble
experiencia de otredad que implican las relaciones
sujeto-enfermedad y sujeto-cuerpo?
Identidad narrativa e historia clínica
Si comprendemos entonces a las personas como
entes sociales e históricos cuya formación de la
subjetividad es eminentemente narrativa, no podemos
dejar de soslayar el papel que juega la
historia clínica en la conformación de la identidad
del sujeto enfermo. Al fin y al cabo, la estructura
narrativa de la identidad se construye mayormente
alrededor de la pregunta ¿quién es?: su respuesta
no es sólo el relato que ese quién lleva adelante,
sino también aquel concebido por los demás (por
la sociedad en pleno) acerca de él. Y en el caso del
enfermo -fundamentalmente en el de los enfermos
graves o crónicos-, esa narración se conforma,
en gran medida, a partir del registro escrito u
oral de toda la progresión de la patología: la
historia clínica. Esta es de carácter exclusivamente
formal y se encuentra regida por una normatividad
que el enfermo habitualmente ignora y que la
determina en su legalidad. Aun más, la multiplicidad
de agentes participantes y, en muchos casos,
responsables de la continuidad de este registro,
acrecienta de forma notoria la "distancia" existente
entre la persona enferma -aquí, personificando
a la perfección su rol de paciente- y la narración
formal de su carácter de enfermo.
¿Qué es lo que sucede, entonces, con un individuo
acuciado por una enfermedad cuyo relato
particular es trazado por otros? ¿Qué posibilidades
le caben a este individuo en este nuevo camino de
identificación, de constituirse en un sujeto moral
capaz de "controlar" la progresión de su propia
historia de vida?
La historia clínica es un documento que incluye
necesariamente la anamnesis realizada por el
profesional de la salud al paciente (que en casos
como los de la psicología y la psiquiatría depende
fundamentalmente de éste), pero es escrita y
concebida casi en su totalidad por los médicos.
Esta "ausencia" del sujeto en el proceso de conformación
de su narración clínica llega al extremo
de la sustitución de uno por otro: son frecuentes
las ocasiones en que un médico descree de la
palabra del paciente porque ésta no concuerda
totalmente con lo documentado antes por otro
profesional en la historia clínica.
En estas situaciones, el enfermo advierte no
ya su extrañeza respecto al relato, sino que éste
se contrapone a su propia historia: la escisión es
aquí completa. El que el sujeto va a ocupar el sitio
de coautor y no el de autor en esa dinámica que
implica su relación con su propio relato en tanto
enfermo: la historia clínica, relato pormenorizado
de la relación sujeto-enfermedad, no es "escrita"
por el sujeto en ningún caso. Éste constituye, en
última instancia, sólo el agente de todo el proceso.
Sus consecuencias no son menores; el enfermo
no puede sino comprender que la propia noción
de pertenencia de sus experiencias a sí mismo
entrañan un sentido ambiguo: su historia de vida
se ha visto afectada trascendentalmente por la
enfermedad pero la construcción de esta nueva
historia, la narración de su identidad modificada,
no recae en sus propias manos sino en las de
una multiplicidad de autores que lo determinan
ahora de forma novedosa.
La identidad narrativa representa la integración
de las acciones del sujeto en un proyecto
global, en un plan de vida. Es este último el que
necesariamente se ve modificado durante el padecimiento
de una enfermedad invalidante o de
gravedad potencialmente mortal. En este contexto,
la redacción de la historia clínica por parte -
exclusiva- de los médicos, habitualmente caracterizada
por su rigidez y distancia con respecto al
paciente, no hace más que acrecentar la sensación
de éste como agente y autor secundario de su propia historia. Llegado a este punto, el sujeto
enfermo se encuentra en un estado de indefensión
absoluta, librado casi totalmente a la voluntad de
los profesionales tratantes quienes, en general, no
son conscientes de la situación y por ende no
llevan a cabo acción alguna tendiente a revertirla.
Este proceso determina la conformación, por parte
del sujeto sufriente, de una identidad particular
atravesada por la enfermedad y sustentada por la
extrañeza respecto del propio relato de su reciente
"vida enferma".
Rasgos constitutivos comunes
Hemos progresado hasta proponer la existencia de una identidad determinada del sujeto enfermo crónico o grave. Sin embargo, nada hemos dicho acerca de las características específicas de esta identidad, ni del porqué del estado de indefensión en que se ubica al individuo que la experimenta. Si bien cada caso particular es incontrastable con otro, creemos que existen rasgos esenciales comunes que constituyen de forma dinámica la identidad del sujeto enfermo. Describiremos tres rasgos principales: el rasgo clínico, el rasgo metafórico y el rasgo tecnológico.
El rasgo clínico
Definimos al rasgo clínico como la articulación
dialógica entre objetividad y subjetividad representadas,
en su aspecto objetivo, por la enfermedad
en cuanto afección orgánica o psicológica, y en su
aspecto subjetivo, por la relación médico-paciente.
Ambos aspectos incluyen de forma sustancial a la
definición clásica del término: "Clínico: a) Se designa
con él la parte práctica de la medicina, o sea su
aplicación al tratamiento de enfermos";5 que se
amplía a un diálogo bidireccional entre los agentes
implicados en la práctica médica: enfermedad, sujeto
que la padece y médico que la trata. La
objetivación de la enfermedad aparece como una
necesidad del sujeto en el proceso de comprensión
de su nuevo estado de "enfermo".
El nombre de la enfermedad implica el descubrimiento
de su causa y de su origen, y marca el
inicio de la demanda -del enfermo a su médico-
para su resolución. Sin embargo, la faceta "orgánica"
u objetiva de la enfermedad se expresa, habitualmente,
a partir de la más subjetiva de las sensaciones:
el dolor. Pero no hay contradicción alguna
en este punto sino que, por el contrario, confirma lo
que sostenemos en este estudio: que la noción de
"diálogo" entre objetividad y subjetividad encuentra
en el dolor su encrucijada. El dolor, en sus dos
formas, como "malestar corporal" o como mera
"angustia" (el malestar indeterminable a nivel físico),
es el síntoma esencial de toda enfermedad, lo
que el individuo sufre, padece; es decir, lo que lo
transforma en paciente-enfermo. No existe requerimiento
más desesperado por parte del enfermo
hacia su médico que el de la supresión del dolor.
Así, la objetivación de este dolor por parte del
médico en el contexto de la subjetividad de su
relación con el paciente constituye el cierre del ciclo
orgánico-relacional del rasgo clínico de la enfermedad.
Rasgo dialógico que, como vemos, implica
una dinámica entre dos extremos no opuestos sino
continuos. Esta continuidad de lo subjetivo en la
objetividad y de lo objetivo en la subjetividad está
dada por el dolor, que adquiere su carácter de nexo,
tanto como síntoma de una determinada anomalía
orgánica como en su necesidad de "lectura" y
resolución por parte del médico. Esto nos ubica
frente a nuestro próximo desafío: la descripción del
ámbito en el que se desarrollará ese intento por
mitigar el dolor. Este ámbito no puede ser otro que
el que se circunscribe a partir de la relación médicopaciente,
el extremo subjetivo del rasgo clínico.
Pocos aspectos de la medicina han sido tan
tratados y con tanta profundidad como esta relación.
Al respecto, puede decirse que han alternado
dos paradigmas éticos claramente diferenciados: el
que dominara la práctica médica hasta mediados
del siglo XX, centrado en el médico y basado en una
radical asimetría entre éste y su paciente; y el que lo
reemplazara, con su acento puesto en la autonomía
del paciente y basado en un modelo contractual
que involucra a ambos agentes. En este último,
médico y enfermo comparten -idealmente- la autoridad
y la responsabilidad médica.
Las críticas actuales apuntan al lugar sobredimensionado
que adquiere el concepto de autonomía
del paciente, derivado de la percepción de la
persona enferma como socialmente aislada y
desencarnada.6 Por lo tanto, todo intento de análisis
de la relación debería centrarse, tanto en las
posiciones de ambos participantes como en el
discurso que la rige. La imposibilidad del médico
de actuar como un observador ético imparcial
y el riesgo de malinterpretación del discurso por
parte de los agentes impiden, desde el inicio, una
lectura unicista de la relación.
Nos preguntaremos entonces, cuál es la posición
del médico y cuál la del enfermo dentro de esa
articulación que postuláramos como responsable
del éxito de cualquier tratamiento, ya sea de tipo
curativo o paliativo. En general, la enfermedad
comprendida como alteración biológica por el médico
es vivenciada por quien la padece como un
acontecimiento psicológico y social. La distorsión entre
ambas ópticas es insalvable en tanto el médico
no emprenda el giro valorativo que implica la concepción
del paciente como un individuo humano y
no como un cuerpo en deterioro. Giro que, por otra
parte, ocurre de manera espontánea cuando el
médico es el que asume la posición de enfermo.
Aquí, su rol de médico se ve desplazado en la
dirección contraria: "los intercambios entre el pensamiento
científico y el no científico se efectúan en
ambos sentidos",7 la relación médico-paciente es la
resultante directa del compromiso establecido por
ambos integrantes desde sus ópticas particulares.
Finalmente, también en el nivel discursivo de la
relación se refleja la dicotomía sobre las percepciones
de la enfermedad. Mientras que el enfermo se
vale de imágenes y resabios del lenguaje científico
previamente tamizados por la cultura popular, el
médico parte de un cientificismo estricto y desarrolla
un proceso de simplificación y metaforización
de los conceptos, que son comprendidos por el
paciente de forma personal y en la mayoría de los
casos, caótica. El diálogo transcurre así a través de
una trama de significación y resignificación conceptual
que distorsiona la relación discursiva
bidireccional.
Sin embargo, no todo es desentendimiento y
diferencia en este "ir y venir" entre médico y
sujeto enfermo. La convergencia entre ambos espectros
se produce en un nivel superior que permite
la existencia y el funcionamiento -aunque
imperfecto- de la relación: el del modelo biofísico de
la enfermedad. Y suscribimos el modelo biofísico en
la medida en que consideramos a la enfermedad
como un "problema" que afecta sólo al cuerpo que
lo padece. Cuerpo y no persona: el sujeto como
recipiente de una causa patológica -exógena o
endógena- de resolución puramente entrópica.
Quizás, sea ésta una visión extremista o demasiado
desesperanzada, pero es un correlato seguro
de la tendencia dominante en la medicina científica
contemporánea y en el inconsciente colectivo
de los pacientes. Como lúcidamente Laplantine
nota , el discurso biomédico prevalece en la construcción
del particular lenguaje que constituye la
relación paciente-enfermedad-médico. Tanto en
el dominio de la epidemiología como en el del
diagnóstico, la cuantificación (la administración
de la prueba mediante la medida) es comprendida
por nuestra sociedad como criterio de validez o
falsedad. En el ámbito de la medicina no existe
sitio alguno para las dimensiones conceptuales
accesorias: la dimensión es única e irremplazable,
incuestionable. La serie de representaciones que
conforman el modelo biomédico dentro de nuestra
cultura (occidental, cristiana y contemporánea)
se rigen mayoritariamente por la antinomia
etiología-terapéutica, en donde la primera debe encontrar
-en todos los casos- una opción de la
segunda. No importa cuál sea el rol del agente en
ese diálogo que se establece a partir de la enfermedad
entre médico y paciente, ambos se encuadran
dentro de la misma concepción paradigmática,
colaboran en su extensión a toda la sociedad y la
fortalecen a través de las épocas: se trata de un
cuerpo enfermo, de un mero organismo fisiológico, que
disfunciona y debe ser reparado por la ciencia.
El rasgo metafórico
La metáfora atraviesa la enfermedad. Y esto
sucede siempre, en todo tipo de patologías: graves,
leves, crónicas o agudas. Su carácter es tanto positivo
como negativo y permite la estructuración de
simbolizaciones que pueden orientar al sujeto a
una reformulación favorable de su enfermedad,
como se ha comprobado en diversos estudios con
pacientes portadores de VIH o enfermos de cáncer,
8,9 pero habitualmente la configuran de una
forma oscura. Todo enfermo conoce la angustia
que implica sentirse un poco más cerca de la muerte.
Eso es lo que significa, en definitiva, el "sentirse
enfermo": el inicio de un camino que, en menor o
mayor medida, de forma más rápida o más lenta,
conduce directamente al fin de la existencia. Podría
argumentarse que infinidad de enfermedades o
heridas de carácter leve quedan al margen de
nuestras disquisiciones.
Sin embargo, podríamos preguntarnos ¿qué otra
cosa significan el temor o la sensación de malestar
-así sean mínimos- que experimentamos en cada
uno de los casos anteriores, sino la certeza de que
estamos "un poco menos vivos" que en los instantes
previos al padecimiento? En tanto campo de
acción de la metáfora muerte-castigo-culpabilidadrechazo,
la enfermedad la resignifica más allá de su
capacidad de dar a ciertas cosas los nombres de otras
cosas.10 Dicha relación metáfora-enfermedad inicia
su construcción a partir del individuo enfermo y
desde éste se desplaza al resto de la sociedad, que
la abastece de una compleja red y la restituye al
individuo de la forma más nociva: la de la extrañeza
y el rechazo.
Es por esto que la metáfora merece incluirse
como uno de los rasgos constitutivos básicos de la
identidad del sujeto enfermo. Presenta múltiples
formas, algunas contemporáneas, otras sucesivas,
pero siempre socava un relato de la enfermedad
que, como ya hemos visto, se halla herido por diver sas armas. A continuación, se describen las formas
metafóricas más comunes:*
1. La enfermedad como castigo: desde la literatura
presocrática hasta nuestros días, la enfermedad
ha sido considerada como pena o sanción: tanto
en la forma de posesión demoníaca o de acción
de agentes naturales (en la antigüedad) como
en la de consecuencia de una vida malsana (en
la actualidad cristiana: alcohólicos, fumadores,
promiscuos). En todos los casos, los comportamientos
considerados como "peligrosos"
conllevan el "pago" posterior con la moneda salud: la enfermedad es justa pena por la
trasgresión cometida.
2. La enfermedad como expresión del carácter: el enfermo
es quien "crea" a la enfermedad, es la
víctima la que modela el mundo de manera enfermante. Se destacan la característica mental
de la patología y la "voluntad" del sujeto para
enfermarse. Es el enfermo quien, al no expresar
sus emociones -al "reprimirse"- favorece el
"crecimiento" de la enfermedad dentro suyo.
3. La enfermedad como insulto: el "ser enfermo" es
sinónimo de trastorno mental o de perversidad.
Una situación es "enfermante" o "enfermiza"
cuando se vuelve intolerable. La metáfora gana
en agresividad y virulencia.
4. La enfermedad como muerte: la enfermedad deja
de ser parte posible de la vida. Se delimita la
contraposición vida-muerte/enfermedad, un
ámbito donde convivir con la enfermedad es sentirse muerto.
5. La enfermedad como guerra: el sujeto enfermo se
constituye en un mero "campo de batalla" en el
que se desarrolla el combate entre el agente
patógeno (el agresor) y el sistema inmunitario
(o las defensas) del paciente. Es por esto que,
en el caso de enfermedades como el SIDA que
afectan fundamentalmente al sistema inmunitario,
la batalla ya se considere como perdida desde su inicio. Como en un relato de ciencia
ficción, el "invasor" toma posesión del cuerpo y
lo somete a su antojo.
Así, la metaforización de la enfermedad (en cualquiera
de sus formas) entraña un rasgo decisivo en
la construcción identitaria de quien la padece. La
estigmatización que implica tanto a nivel social
como individual no hace más que continuar el proceso
de debilitamiento de la identidad y la acentuación
de la vulnerabilidad del sujeto. Éste queda
inmerso en un mundo fantástico que no representa
de manera alguna la realidad de su estado: factor
esencial en la imposibilidad de resolver los temores
y las angustias que conlleva el sentirse enfermo y, al
mismo tiempo, un extraño en el propio relato.
El rasgo tecnológico
Con la aparición de las tecnociencias y la disolución
del principio de separación entre "técnica"
(en tanto ciencia aplicada o conocimiento del hacer)
y ciencia, el desarrollo de las técnicas biológicas
o biotecnologías aparece como el resultado de un
proceso lógico que incluye, como especificación
de las anteriores, a las tecnociencias biomédicas. Éste
es el marco ideal para la naturalización de la
diferencia antropológica (el hombre como un mero
"componente natural" más), causa directa de la
modificación del objeto de estudio y acción de la
tecnociencia. La transición sujeto-objeto se produce
naturalmente: ya no hay un hombre (sujeto)
que observa y actúa-domina a un objeto inanimado
de la naturaleza, sino que ahora es ese sujeto el
que se vuelve objeto de acción por parte del hombre
mismo. La tecnología orgánica asume entonces
como su objeto de dominio al que es su propio
productor; se inicia así una nueva etapa en la que
el hombre es abordado no sólo como sujeto, sino
también como "complejo biofísico contingente y
modificable en su genoma, su cuerpo o su cerebro,
desde la concepción hasta la muerte, pasando por
los procesos de la senescencia".11
Quizás, el ámbito del accionar médico sea el
plano donde estas características se expresan de
manera más notoria. "Hay que observar que para
el médico la materia en la que ejerce su arte, la que
"elabora", es en sí misma el fin último: el organismo
humano vivo como objeto de sí mismo. El
paciente, ese organismo, es el alfa y omega en la
estructura del tratamiento".12 Es claro que esto
implica la necesaria identificación por parte del
médico con el mismo objeto de su acción en el arte
de curar. Esta premisa que inicialmente puede
sugerirse como evidente, adquiere aún mayor
importancia si se tiene en cuenta que la salud sólo
se convierte en "fin" en presencia de la enfermedad.
Es decir, en ningún caso la salud es un objetivo
por sí misma en ausencia de la anterior. Esto
replantea una vez más la relevancia del carácter de
enfermo en la construcción, no sólo de la relación
médico-paciente sino de los cimientos mismos de
toda técnica biomédica. Así, el trato del médico con
su objetivo en tanto igual lo coloca en una posición
inédita con respecto a la historia de la técnica, que
lo conmina a un accionar centrado en la
intencionalidad ética y responsable.
Al respecto, es revelador el pensamiento de
Hans Jonas acerca de la medicina: "con la meta
inequívoca de la lucha contra la enfermedad, la
curación y el alivio, se ha mantenido hasta ahora
éticamente incuestionable y expuesta tan sólo a la
duda de su capacidad en cada momento. Pero
hoy, con medios de poder enteramente nuevos -
su parte de ganancia en el progreso general científico-
técnico-, puede plantearse objetivos que escapan
a esa incuestionable beneficencia; incluso
puede perseguir sus fines tradicionales con métodos
que despiertan la duda ética".13 Debe ser clara
la percepción del médico respecto del carácter de
ese ejercicio del poder humano que significa su
participación de la técnica biológica y acerca del
constante riesgo de automatización que su aplicación
conlleva, que no puede separarse en ningún
caso de la acción colectiva. De esta manera, su
expansión se propone como probablemente desmesurada
y carente de control, y ubica a la actividad
médica en la contradicción que supone la
ampliación de su campo de acción y la limitación
de sus recursos materiales. En este contexto, el
sujeto enfermo no puede menos que verse incluido
en una dinámica sobre la que no posee control
alguno pero que se centra en su persona y su
enfermedad: se reitera su impedimento para la
delimitación de un espacio propio, de un relato
que lo tenga no sólo como actor sino también
como autor. De allí la relevancia que se le otorga
aquí al rasgo tecnológico, al que consideramos -al
igual que a los rasgos clínico y metafórico- como uno
de los responsables de las lesiones que modifican
desde el mismo contacto inicial entre el sujeto y su
enfermedad, la posibilidad de una construcción
voluntaria de su identidad narrativa.
La cuestión del otro en el sujeto enfermo
Dentro del paradigma biomédico previamente
descripto, en el cual el modelo etiológico-terapéutico
se sostiene en causales de enfermedad de origen
ontológico, exógeno o maléfico, la cuestión del otro y de la alteridad se afirma como prioritaria en
la adecuada comprensión del relato de identidad de
la persona enferma. No existe aquí intención de
resumir el tratamiento teórico que esta cuestión
ha recibido por parte de la filosofía, dado que la
comprendemos como una estructura compleja
dentro de la cual se entretejen infinidad de conceptos
metafísicos, gnoseológicos y éticos. El enfoque
recae entonces sobre aquellas particularidades que
se evidencian exclusivamente en el contexto de la
relación individuo-enfermedad-sociedad, con especial
centro sobre el enfermo en tanto díada
sujeto-cuerpo y sobre la sociedad en cuanto incluyente
del mundo médico.
Comprendida la enfermedad por la cultura
occidental como afectación por un elemento extraño
y hostil a quien la padece (enfermedades
infecciosas, excesos de consumo, estrés, etc.), la
otredad se instala a partir de la afirmación de esa
introducción (de un otro en mí) con un fin patológico
determinado. Esta concepción de la "enfermedad
como un otro" es la primera de las formas en que
la alteridad extiende su problemática a la de la
identidad del enfermo, y da origen a la segunda
forma, íntimamente relacionada con ésta: la del
"enfermo como un otro". Es evidente que ante la
aceptación de una enfermedad cuya patogenia es
eminentemente exógena respecto del individuo,
su tratamiento también se efectuará de manera
pura y exclusivamente externa. Esto implica la no
participación del enfermo en el proceso de curación
y el necesario requerimiento de un otro encargado
de llevarlo a cabo: el médico. Como producto
del modelo médico teórico causalistamecanicista
imperante, las dos primeras formas
de la otredad eluden las características sociales,
históricas y culturales que toda interrelación entre
paciente, enfermedad y médico presenta. Así,
la enfermedad considerada como alteridad expresa
el hecho de ese sentirse otro que el sujeto enfermo
padece respecto a las normas vigentes en su
propia sociedad.
La tercera forma de otredad se reduce al propio
cuerpo del enfermo. Como vimos, en nuestra
sociedad la patología no se comprende como una
conmoción del individuo en su totalidad, sino
sólo como una afección de su cuerpo o, incluso, de
una determinada parte suya. Así, el cuerpo es
experimentado como un otro: no se enferma el
sujeto, es su organismo el que ha enfermado.
Enfermedad y exclusión
Este atravesamiento por la otredad -en sus tres
formas de la enfermedad, la sociedad y el cuerpo-
que el enfermo sufre durante su padecimiento, es
uno de los componentes sustanciales de los rasgos
constitutivos que delineáramos previamente. La
cuestión del otro se vislumbra constantemente en el
marco de la relación médico-paciente (u otro-sí
mismo), ya sea en la metáfora social acerca del otro
enfermo o en la aplicación reparadora de las tecnologías
sobre el cuerpo disfuncional.
El sujeto enfermo es un extraño respecto de sí
mismo, de la sociedad en la que vive y de su
estado de paciente. Y esta extrañeza se desdobla
en rechazo y exclusión por parte de su mundo
externo, es decir, la sociedad en pleno. El hecho
de que la medida de la normalidad se ubique del
lado de la sociedad no enferma evita la inclusión
de todos los afectados por alguna de las enfermedades
graves o crónicas -es decir, de una anormalidad
extrema- en aquel "campo de aparición"
esencial para la existencia humana en tanto
individualidad explícita y no mera "cosa viva o
inanimada": la exclusión, el aislamiento, imposibilitan
la acción humana14 y degradan al sujeto
en su mismidad. Es absolutamente comprensible
que en una sociedad que percibe a la enfermedad
como "aberración" biológica, psicológica, social,
política y económica, sean los enfermos quienes
deban cargar con el peso de la culpa por la anormalidad que representan.
Este es el corolario del minucioso "proceso de
distinción y distanciamiento"15 que la propia sociedad
lleva a cabo: la creación de un grupo de exclusión
dentro del cual las historias de vida de sus
participantes parecerían no formar parte de las de
nadie más. Queda expuesta una vez más la dificultad
para construir un relato propio por parte del
enfermo que refleje la adecuada conjunción entre
agentes y pacientes, y trasunte la capacidad para
formar parte del mundo que lo rodea.
CONCLUSIONES
El sujeto moral frágil
Durante la progresión de este trabajo se recorrieron
los diferentes factores actuantes en la formación
de una identidad debilitadora del sujeto enfermo.
Desde una aproximación filosófica y social se describieron,
inicialmente, las características del concepto
enfermedad para luego identificar como narración
o relato de una historia de vida al proceso por el que
una identidad se va construyendo. En el caso del
individuo sufriente de una enfermedad, se desarrollaron
ciertos rasgos constitutivos comunes: la
clínica, la metáfora y la técnica en tanto limitantes de
la acción e identificación del sujeto y propiciadoras
de una concepción sociocultural errónea y nociva
de la enfermedad.
Finalmente se evidenció cómo esa alteridad
resultante de la particular edificación identitaria
del sujeto enfermo resultaba en su exclusión del campo de aparición, a partir de un complejo proceso
de distanciamiento y distinción del resto de la
sociedad, lo que permitió evidenciar cuán lejos se
está aún de la concepción de ese otro en tanto
poseedor de una historia, una identidad y una
construcción afectivo-emocional singulares.
Cabe entonces preguntarse ¿cuál es el resultado
de este curso de acontecimientos y simbolismos
que recaen sobre el sujeto desde su contacto inicial
con la enfermedad? ¿Y qué respuesta puede dar la
filosofía práctica desde la ética para contrarrestar
sus efectos? En la respuesta a la primera pregunta
se halla implícita la revelación de la segunda: es el sujeto moral frágil el producto final de este proceso.
Este sujeto que por su afección plantea la cuestión
de su nueva identidad desde su reivindicación o su
rechazo, hecho este último que sucede en la gran
mayoría de los casos, se ubica en el marco de un
gran malentendido entre su demanda y su experiencia
de la enfermedad por un lado y la visión que
de ella tienen todos los que no la padecen (incluido
el médico tratante) por otro.
Así, la exclusión es vivida como desocialización y la subjetivación del sufrimiento como des-realización.16 Este otro excluido es el otro del "nopoder",
ese otro que no posee poder de decir,
poder de obrar ni de construir de manera coherente
su propia historia de vida desde la enfermedad
que lo aqueja.17 La comprensión de la enfermedad
como sujeto de angustia para el ser humano y el
reconocimiento de la vulnerabilidad intrínseca
que el fenómeno vida conlleva, tal vez sean las
mejores armas que la filosofía pueda esgrimir en
el intento por revertir la metáfora generalizada
acerca de la enfermedad.
¿Es posible pensar al sujeto enfermo como
poseedor de una verdadera individualidad libre?
Es precisamente a la afirmación de ese interrogante
a la que deben dirigirse todas nuestras intenciones
analíticas. El no desconocimiento de la enfermedad
como "un aspecto insoslayable, importante
y constitutivo de la condición humana y el
reverso obligado de la salud"18 y como una de las
formas específicas de vulnerabilidad, es el punto
de partida de toda crítica al modelo tradicional
del sujeto de la bioética.
Este reconocimiento de la diferencia debe ser la
afirmación de un "nosotros" social, cuya fuerza se
sostiene en la solidaridad que implica la disposición
a reconocer aquello que "resuena" dentro de
cada uno de los individuos (es decir, la experiencia
de la enfermedad) ante la presencia de eso
mismo en otros seres humanos. La amistad, el
amor y el cuidado son las normas que nos deben
guiar en el tratamiento y la inclusión del otro, del
enfermo, del vulnerable: de ese sujeto moral frágil
cuya posibilidad de conformación de una identidad
narrativa se determina en contradicción pura
con sus intereses.
Notas
* Modificado de Sontag S. La enfermedad y sus metáforas.
Madrid, Taurus 2003.
1. Laplantine F. La antropología de la enfermedad. Buenos Aires: Eds. del Sol, 1999;237.
2. Montefiore A. Identidad moral. La identidad moral y la persona. En Canto-Sperber, M. (ed.), Diccionario de Ética y Filosofía Moral. México: Fondo de Cultura Económica 2001; 2;768.
3. Bajtín M. Estética de la creación verbal. Buenos Aires: Siglo XXI Eds., 2005.
4. Arfuch L. Identidades, sujetos y subjetividades. Buenos Aires: Trama editorial/Prometeo libros 2002;27.
5. Moliner M. Diccionario de uso del español. Madrid: Gredos, 1998;1.
6. Luna F, Salles A. Bioética: investigación, muerte, procreación y otros temas de ética aplicada. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 2000;123-124.
7. Laplantine F. La antropología de la enfermedad. Buenos Aires: Eds. del Sol, 1999;268.
8. Grimberg M. Narrativas del cuerpo. Experiencia cotidiana y género en personas que viven con VIH. Cuadernos de Antropología Social, Buenos Aires, 2003;17:79-100.
9. Hunt L. Strategic suffering: illnes narratives as social empowerment among Mexican cancer patients. En: Cherril Mattingly & Linda Garro (eds.) Narrative and the Cultural Construction of Illnes and Healing. California: University of California Press, 2000;88-107.
10. Sontag S. La enfermedad y sus metáforas. El SIDA y sus metáforas. Madrid: Taurus, 2003;93.
11. Hottois G. Técnica. De la téchne a las tecnociencias. En: Canto-Sperber, M. (ed.). Diccionario de Ética y Filosofía Moral. México: Fondo de Cultura Económica, 2001; 2;1563.
12. Jonas H. Técnica, medicina y ética. Buenos Aires-Barcelona: Paidós, 1997;99.
13. Jonas H. Técnica, medicina y ética. 1a ed. Buenos Aires- Barcelona: Paidós, 1997;13
14. Arendt H. La condición humana. Buenos Aires: Paidós, 2003;221.
15. Laplantine F. La antropología de la enfermedad. Buenos Aires: Eds. del Sol, 1999;248.
16. Laplantine F. La antropología de la enfermedad. Buenos Aires: Eds. del Sol, 1999;255-256.
17. Ricoeur P. Séptimo estudio. El sí y la intencionalidad ética. En: Sí mismo como otro. Madrid: Siglo XXI Eds., 1996;108.
18. Bonilla A. ¿Quién es el Sujeto de la Bioética? Reflexiones sobre la vulnerabilidad. En: Losoviz AI, Vidal DA, Bonilla A, Bioética y salud mental. Intersecciones y dilemas. Buenos Aires: Akadia, 2006;73-88.