RESEÑAS
Roberto Gargarella y Félix Ovejero (compiladores), Razones para el socialismo, Barcelona, Paidós, 2001.
El año 1978 vio la publicación de la influyente obra de G. A.
Cohen, Karl Marx's Theory of History. Allí el profesor de la universidad
de Oxford procuraba aplicar las refinadas herramientas de la
filosofía analítica a la reconstrucción de la teoría marxista de la historia.
El importante libro de Cohen dio origen al programa de investigación
denominado marxismo analítico, que se continúa hasta
nuestros días, y en el que se inscriben figuras de la talla de Jon Elster,
John Roemer y Philippe Van Parijs. Es a este enfoque al que
pertenecen los ensayos recopilados por Roberto Gargarella y Félix
Ovejero en Razones para el socialismo. Por cuestiones de espacio no
podré hacer mención de todos ellos ni del gran valor de las ideas
que, sin excepción, cada uno contiene; en lugar de ello, me concentraré brevemente en las tres "propuestas utópicas reales" a las que
Eric Olin Wright pasa revista ("Propuestas utópicas reales para reducir
la desigualdad de ingresos y riqueza") y que, de algún modo,
representan –aunque, por supuesto, no agotan– las estrategias de
cambio social que distinguen a esta variante del socialismo y que los
demás trabajos de la compilación exploran con mayor detalle.
Al tratar temas que no son cubiertos, ni siquiera tangencialmente,
por el ensayo de Wright, corresponde mencionar explícitamente
los artículos "¿Qué tiene que ver el feminismo con la igualdad
sexual?", de Anne Philips, y "¿Ha pasado de moda la igualdad?", de
Samuel Bowles y Herbert Gintis. El primero de ellos ofrece un interesante
análisis de la compatibilidad entre el liberalismo y el feminismo,
con importantes implicancias para la teoría de la justicia
rawlsiana (y en particular para su "principio de la diferencia"); el segundo
explora de manera brillante las relaciones entre el igualitarismo,
la herencia cultural y la psicología evolutiva, examinando la
plausibilidad de ciertas propuestas de cambio social a la luz de los
condicionantes culturales y genéticos que limitan los valores morales
que puede esperarse que las personas adopten.
La idea detrás del capitalismo de subsidio único, propuesto
por Bruce Ackerman y Susan Alstott en 1999, es sumamente simple:
al cumplir 21 años, cada ciudadano recibe, por única vez e independientemente
de la clase social a la que pertenezca o de lo que haya
hecho para merecerla, una suma de dinero fija, que los autores estiman
en U$S 80.000 para los Estados Unidos. Los fondos para costear
el programa se obtendrían, en un primer momento, de un impuesto a la riqueza del 2%; con el correr del tiempo, dicho impuesto
sería reemplazado por un gravamen al patrimonio sucesorio, conforme
al cual el Estado retendría una suma igual a la obtenida por
el subsidio.
El programa de Ackerman y Alstott permite paliar las desigualdades
de ingresos en el mercado de trabajo. En particular, ofrece
la posibilidad de mejorar las oportunidades de los ciudadanos en
los mercados educativo, inmobiliario, crediticio y de inversiones.
Disponer de un capital inicial considerable es crucial en cada uno de
estos mercados; al garantizarlo a todo ciudadano mediante el subsidio,
la propuesta reduciría sustancialmente las desventajas comparativas
injustificadas en la inserción en el mercado laboral
generadas por la procedencia de una familia de bajos ingresos. El
programa tiene, además, otras virtudes: es técnicamente simple y
de fácil implementación, no supone conocimiento adicional sobre las
preferencias de los individuos, y carece casi por completo de costos
de supervisión. Más aún, al ser universal, el subsidio legitima, a los
ojos de los contribuyentes, la obligatoriedad del impuesto a la herencia:
el deber de tributar U$S 80.000 puede ser visto simplemente como
una devolución de la suma que el Estado necesariamente le dio
al individuo cuando éste alcanzó la mayoría de edad.
Este último mérito, sin embargo, constituye también uno de
sus principales deméritos: al ser compatible con un ethos individualista,
el programa no contribuye a fomentar los valores comunitarios
con los cuales el socialismo ha estado tradicionalmente comprometido
y que parecen, en cualquier caso, constituir una fuerza motivacional
imprescindible para la realización definitiva del ideal
socialista. El programa es objetable, además, por paliar solo una de
las fuentes de desigualdad en el ingreso: las concentraciones de capital
resultantes de las transferencias interpersonales o de las rentas
sobre bienes de capital subsistirían aun cuando el subsidio
universal fuera implementado eficazmente e incluso cuando rindiera
todos los frutos que promete rendir.
El ingreso básico universal incondicional, defendido principalmente
por Philippe Van Parijs y, en la Argentina, por el economista
Rubén Lo Vuolo (uno de los libros editado por Lo Vuolo, Contra la exclusión –Buenos Aires, Miño y Dávila, 1995– recoge ensayos
de Van Parijs y del propio Gargarella que merecen ser leídos),
es también conocido bajo el nombre de ingreso ciudadano y consiste
en otorgar a cada persona –nuevamente, sin que importe su clase
social o desempeño pasado– una suma mensual suficiente para su fragar sus necesidades básicas. A diferencia del subsidio único, el ingreso
básico universal se entrega de manera constante a lo largo de
la vida de la persona, desde el momento de su nacimiento (administrada
por sus padres durante la minoría de edad) hasta su muerte.
Este rasgo permite que el ingreso básico supla todo programa redistributivo
preexistente, como los seguros de desempleo, los sistemas
previsionales y las asignaciones familiares (aunque no los programas sociales, como los de salud o educación pública).
El ingreso básico universal tiene varias virtudes. La más obvia
de todas es que elimina por completo la pobreza –junto con todos
los problemas asociados a ella–. Si el sistema funciona, es, por
definición, imposible que alguien no tenga sus necesidades básicas
satisfechas. (En rigor, al consistir en sumas de dinero entregadas de
manera discreta –i.e., mensualmente– podría concebirse la existencia
de "pobres intermitentes", quienes dilapidarían el dinero antes
de recibir la suma siguiente y, consecuentemente, sufrirían privaciones,
breves pero recurrentes –y, por tanto, moralmente pertinentes– en ciertos períodos del mes. Pero la dificultad que esta objeción
plantea puede resolverse incrementando la frecuencia con el que el
dinero se entrega y disminuyendo, proporcionalmente, la suma entregada.)
El ingreso básico comportaría, además, un mayor igualitarismo
en el mercado laboral, pues es de esperar que una porción de
los trabajadores que habitualmente desempeñan trabajos mal pagos
opten, bajo el esquema presentado, por renunciar a sus puestos.
Quien carece de medios de producción no se vería, en la expresión
de Marx, "forzado por las circunstancias" a vender su fuerza de trabajo
para procurar sus medios de subsistencia; al disminuir la oferta
de mano de obra barata, la demanda, que permanecería
constante, generaría un aumento en los salarios mínimos.
Pero al igual que lo que sucedía con el subsidio único, este
punto a favor del ingreso básico representa también un importante
punto en su contra. En el contexto actual de gran movilidad de capitales
pero en el que los Estados nacionales continúan siendo la
unidad sobre la que se implementan las políticas públicas, la introducción
de una propuesta como la de Van Parijs se toparía con el conocido
obstáculo del "socialismo en un solo país" –que en este caso
revestiría la forma de una fuga de capitales hacia naciones (apropiadamente
denominadas) "más capitalistas"–. Por otra parte, y debido
a que los fondos para distribución no caen como maná del cielo
sino que son una función de la producción y de la porción de esta que
se destina a fines redistributivos, el cambio en la estructura de in centivos que ocasionaría la introducción del subsidio único podría
conducir a una merma en la producción y, consecuentemente, a una
disminución en los fondos de las arcas estatales, de donde debería
provenir el dinero necesario para el pago del salario mensual. Podría
responderse que si los fondos disminuyesen, el salario reflejaría
esa disminución y que, al recibir menos, habría personas
dispuestas a trabajar más –lo cual a su vez incrementaría la producción
y los fondos para distribución–. Con el tiempo, se llegaría a un
punto de equilibrio que fijaría un monto que, para adoptar un giro
propio de la teoría evolutiva, sería "evolutivamente estable". Sin
embargo, no hay nada que garantice que el subsidio único que resultaría
de este proceso vaya a cubrir las necesidades básicas –lo cual,
recuérdese, constituye el propósito del programa–; más bien parece
lo contrario: en tanto los individuos puedan tener sus necesidades
fundamentales satisfechas, muchos de ellos van, presumiblemente,
a optar por no trabajar.
Por último, el socialismo de mercado como la tenencia igualitariauniversal de acciones ha sido defendido, entre otros, por John
Roemer y David Schweickart (cf., respectivamente, los artículos "Estrategias igualitarias" y "¿Son compatibles la libertad, la igualdad
y la democracia?"). En la versión de Roemer, el programa supone
una distribución igualitaria de las acciones de las empresas que
cotizan en bolsa: al llegar a su mayoría de edad, cada ciudadano recibe,
no ya un cierto monto de dinero –como en la propuesta de Ackerman
y Alstott–, sino una cartera de acciones de empresas
nacionales. Las acciones pueden ser canjeadas por bonos para comprar
otras acciones tantas veces como se quiera, pero los bonos no
pueden (con una excepción que no viene al caso mencionar) ser convertidos
en dinero. Las acciones proporcionarían a sus tenedores ganancias
en concepto de dividendos, pero no como fruto de la
especulación financiera. (Por supuesto, todavía subsistiría un incentivo
para especular: la obtención de mayores bonos como frutos de
dicha actividad podría luego ser usada para comprar más acciones
y recibir mayores dividendos; pero la especulación nunca sería, como
en la actualidad, una fuente directa de ingresos.) Al morir el individuo,
sus bonos volverían al erario estatal.
Un beneficio obvio del socialismo de mercado lo constituye su
eliminación de una de las fuentes más importantes de desigualdad
en el ingreso: la que debe su origen a la desigualdad en las inversiones.
Las desigualdades resultantes del mercado de trabajo subsistirían,
pero no se potenciarían por esta fuente adicional generadora de desigualdad. Por otra parte, la distribución igualitaria de las acciones
conduciría a lo que Schweickart ha llamado democracia económica:
en este esquema, los ciudadanos no sólo podrían votar en la
arena política sino también –a través de sus decisiones como accionistas– en el ámbito económico. Si se considera deseable que el principio
de "una cabeza, un voto" rija las decisiones de una comunidad,
la extensión de la aplicación del mismo que genera el socialismo de
mercado se vuelve un punto a favor suyo.
Por contraste, la principal falencia de esta propuesta resulta
de su alta complejidad relativa; a diferencia de las anteriores, no es
claro qué es exactamente lo que debe hacerse para aplicarla a una
sociedad. Esto supone una incertidumbre que se traduce en dificultades
de diseño institucional. Más aún, no parece que estos problemas
sean en principio solubles. En el contexto de alta complejidad
que adquieren los mercados en sociedades industrializadas, la falta
de previsibilidad y control bien podrían ser endémicas a un modelo
que, como el socialismo de mercado, presupone su existencia. La dificultad,
de este modo, es doble: no solo dista de ser evidente cuál sería
la forma concreta que adquiriría una sociedad ordenada bajo el
modelo defendido por Roemer y Schweickart, sino que, una vez que
la misma existe, tampoco sería previsible para los propios ciudadanos
que vivieran en ella.
Es difícil exagerar las virtudes de Razones para el socialismo;
al excelente nivel teórico de los ensayos incluidos en el volumen se
suma el notable acierto de los compiladores en elegir una serie de
artículos que, en conjunto, ofrecen un panorama representativo de
las cuestiones que han sido tratadas por esta tradición, permitiendo
al lector formarse una idea razonablemente buena de las cuestiones
que ocupan la reflexión de quienes se inscriben en ella. La muy
valiosa introducción de los compiladores y la notable calidad de las
traducciones son, asimismo, logros que no deben dejar de reconocerse.
Pero si hay una virtud que merece ser especialmente destacada
por sobre las demás es su potencial de romper con las falsas dicotomías
que rigen el modo en que el marxismo se teoriza y practica en
estas latitudes. "Pocas dudas caben de que, en la actualidad, la concepción
dominante a la hora de pensar acerca de cómo ordenar las
instituciones básicas de la sociedad es el liberalismo en sus múltiples
variantes", sostienen Gargarella y Ovejero en su ensayo introductorio
(p. 30). La afirmación, correcta tanto en el contexto anglosajón
como en el latinoamericano, adquiere, curiosamente, distintas
acepciones según se la entienda en uno u otro. En los países de habla inglesa, la izquierda se identifica con los ideales liberales; en
nuestras latitudes, se define por oposición a ellos. Pero sea por sinonimia
o antonimia, lo cierto es que el liberalismo hace las veces de
una suerte de principio rector, en torno del cual la izquierda busca
y encuentra su lugar en el espectro político. De la mano del liberalismo
han venido otros valores intelectuales que, por conexión causal
o conceptual, han sido asociados a aquél. En particular, se ha
creído ver en la tradición analítica, con su preocupación por la claridad,
el rigor lógico y la adecuación empírica, una tradición afín a
la teoría política liberal, y, conversamente, se ha pensado que la oscuridad,
el irracionalismo y el "antipositivismo" constituían rasgos
distintivos del antiliberalismo abrazado por la izquierda vernácula.
Es a la luz de este fenómeno que Razones para el socialismo puede
hacer su contribución más valiosa. Pues si Cohen logró convencer a
algunos liberales analíticos anglosajones de que cambien el liberalismo
por el marxismo, no veo por qué no podría esperarse que Gargarella
y Ovejero inciten, con los ensayos que su compilación recoge,
a que los marxistas antianalíticos locales incorporen el enfoque
analítico al estudio de las doctrinas de Marx.
(Pablo Stafforini)