Garreta Leclercq, Mariano; Legitimidad política y neutralidad estatal.
Buenos Aires, 2007, Eudeba
Legitimidad política y neutralidad estatal puede ser considerado como
un intento de responder a la pregunta que un defensor de una doctrina
comprehensiva religiosa, filosófica o de la buena vida, podría realizarle a un
Estado liberal: ¿por qué debo aceptar que las decisiones sobre políticas públicas
se justifiquen por valores neutrales y no por los de la doctrina a la cual
adhiero, los cuales considero como verdaderos y correctos?
La importancia de una respuesta adecuada radica en que, de acuerdo
con Garreta Leclercq, uno de los principales objetivos del liberalismo contemporáneo,
surgido a partir de la obra de John Rawls, consiste en brindar una
conexión coherente entre tres ideas básicas: la de legitimidad política -según
la cual los principios que guían el accionar estatal no deberían poder ser rechazados
razonablemente por los ciudadanos razonables-, la de neutralidad
de justificación -de acuerdo con la cual el Estado no debe apelar a la verdad
de doctrinas comprehensivas para fundamentar su ejercicio del poder político
- y la de persona razonable, es decir, un individuo que, por un lado, renuncia
a usar el poder estatal para imponer su doctrina como verdadera y, por el
otro, participa del esfuerzo cooperativo para alcanzar fundamentos políticos
que sean independientes de la aceptación de una determinada doctrina
comprehensiva.
La prolífica y vibrante discusión que generó la problemática tratada,
reavivada con el diseño rawlsiano del "liberalismo político", es reconstruida y
criticada detalladamente en los siete primeros capítulos del texto, los cuales
podrían ser clasificados en tres grande grupos.
El primero de ellos está compuesto por argumentos consecuencialistas,
como los de W. Kymlicka, B. Ackerman, E. Rivera López, J. S. Mill, entre
otros; su objetivo es mostrar que un Estado neutral tendría consecuencias menos
perjudiciales para la libertad y la autonomía individual que si se estableciera
un Estado perfeccionista, según el cual una de las obligaciones públicas es
promover un ideal correcto de la buena vida. Según el autor, ninguno de ellos
es capaz de satisfacer conjuntamente los dos objetivos buscados: o bien no
combaten adecuadamente a las distintas formas del perfeccionismo estatal o
bien lo hacen, pero no pueden justificar la tesis de la neutralidad estatal.
El segundo grupo de argumentos examinados intenta establecer, por
una vía clásica del liberalismo, la idea de la neutralidad del Estado partiendo
de la noción de autonomía personal. Este camino, no obstante, también parecería
incorrecto porque debe apelar o bien a una idea de la corrección de las
elecciones y formas de vida o bien a ideas sustantivas y altamente controvertidas.
Por otra parte, el mismo ideal de la autonomía ha sido utilizado para
concluir lo opuesto: de acuerdo con J. Raz, el principio de la neutralidad estatal
no sería útil si se contara con una concepción adecuada de la autonomía; de
hecho, a partir de ella, Raz propone justificar un Estado liberal perfeccionista
pero no coercitivo. Según Garreta Leclercq, esta conexión no justificaría exclusivamente
políticas liberales perfeccionistas sino varios tipos de medidas
perfeccionistas no liberales, con lo cual tampoco se mostraría la pertinencia
de una conexión interna entre la autonomía y el perfeccionismo.
El tercer grupo de argumentos considerados por el autor se centra en la
justificación rawlsiana de la neutralidad y en argumentos desarrollados por
otros autores embarcados en el proyecto rawlsiano (B. Barry, L. Wenar, etc.).
Los argumentos que esgrimía Rawls en Political Liberalism aparecen,
a primera vista, como sumamente promisorios para los objetivos de nuestro
autor, ya que es el propio Rawls quien designa a su concepción de la justicia
como política y como independiente de las doctrinas comprehensivas; sin
embargo, a juicio de Garreta Leclercq, esos argumentos planteados caerían en
una autocontradicción al justificar la neutralidad estatal, ya que o bien implican
un juicio desfavorable hacia las doctrinas comprehensivas razonables o
bien introducen ideas propias de algún tipo de liberalismo comprehensivo.
Frente a esta inconsistencia de la teoría rawlsiana, se examinan tres
argumentos (T. Nagel, C. Bird, Ch. Larmore) que pretenden ofrecer una justificación
neutral de la neutralidad, es decir, que no involucre, por un lado, un
juicio de valor epistémico hacia las doctrinas comprehensivas y, por el otro,
que evite tomar posiciones escépticas respecto a la objetividad de los juicios
morales.
Como puede verse, los argumentos revisados por el autor parecen no
contestar adecuadamente a la pregunta que motiva la investigación sobre la
neutralidad, ya que, en el mejor de los casos, logran únicamente un "empate"
entre las doctrinas comprehensivas razonables y las concepciones políticas
neutrales. Con el fin de lograr un "desempate" favorable a éstas, Garreta
Leclercq ofrece dos argumentos.
El primero de ellos busca una justificación neutral que resulta de la
combinación de dos ideas presentes en la cultura política de sociedades democráticas
-la de igual respeto y la de justificación de la acción política- con una
reinterpretación de las cargas del juicio de Rawls; este último elemento parece
particularmente interesante para la discusión, ya que, además de añadir una
nueva carga de juicio -que distingue entre el acceso y la competencia para
comprender una justificación de una doctrina comprehensiva-, no implica ningún juicio de disvalor o de calidad epistémica hacia las doctrinas
comprehensivas ni implica nociones de progreso o de escepticismo moral,
algunos de los motivos esgrimidos para desechar argumentos previos. Por el
contrario, este primer argumento evita estos juicios y estipula que el objeto
sobre el cual debe regir la tesis de la neutralidad estatal no son todos los ámbitos
cubiertos por una doctrina comprehensiva y ni siquiera todos los ámbitos
públicos, sino sólo aquellos que caen dentro de la esfera política estatal.
El segundo argumento ofrecido por el autor también surge de una combinación
de conceptos, en este caso de una tesis falibilista con una distinción
epistemológica entre "razones para creer" y "razones para actuar". La necesidad
de esta distinción, reformulada a partir de ciertos ejemplos generados por
G. Gaus y R. Nozick, estriba en que las apelaciones al falibilismo descartadas
previamente tenían un alcance tan global sobre las creencias de las personas
que no tenían consecuencias prácticas razonables. La distinción permite, por
un lado, no caer en un juicio escéptico acerca de las doctrinas comprehensivas
y, por el otro, generar consecuencias prácticas de suma importancia; cuando
existe una mínima posibilidad de error en nuestras creencias -lo cual no implica
ni que ella es de hecho falsa ni que debamos dudar de ella- y ese error
podría acarrear como consecuencia posibles daños a terceros, existen razones
morales de peso para abstenernos de actuar según nos indican tales razones.
Trasladado al campo político y a la acción estatal, reconocer esta falibilidad de
las doctrinas comprehensivas conduce a que las decisiones políticas -que, por
definición, afectan a terceros- no puedan ser perfeccionistas, ya que esa posibilidad
pequeña pero significativa de error debería llevarnos a evitar una acción.
Sin embargo, esto todavía no muestra por qué un Estado neutral es
preferible, ya que las políticas neutrales también se verían afectadas por la
tesis falibilista. La estrategia de Garreta Leclercq consiste en mostrar, por un
lado, que una política basada en razones neutrales es menos ambiciosa en sus
afirmaciones y, por lo tanto, tiene menor probabilidad de error y, por el otro,
que no produciría daños a terceros, entendidos como el resultado de una relación
asimétrica de poder.
La relación entre estos dos argumentos permite, de acuerdo con el autor,
justificar internamente la neutralidad estatal y mostrar su preferibilidad a
Estados perfeccionistas.
Aun si aplicáramos la tesis falibilista que suscribe Garreta Leclercq al
propio texto, es innegable la originalidad de Legitimidad política y neutralidad
estatal, en especial, en estos dos últimos argumentos; tal originalidad surge
de una combinación poco frecuente de tesis propias de la filosofía política
con algunas extraídas de las teorías del conocimiento contemporáneas. El resultado
pareciera ser, en última instancia, que no sólo es preferible la neutralidad estatal sino que, además, es lo que exige una razón pública consciente de
sus limitaciones.
Facundo García Valverde
(UBA - Agencia)