ARTICULOS
El punto de encuentro entre la teoría penal y la teoría democrática de Carlos Nino
Carlos Nino’s Criminal and Democratic Theories: A Meeting Point
Roberto Gargarella
Universidad de Buenos Aires - Universidad Torcuato Di Tella - CONICET
Resumen
En el trabajo, intento repensar la teoría penal de Carlos Nino, desarrollada durante sus estudios doctorales y posdoctorales, a la luz de su teoría de la democracia deliberativa, elaborada desde los años 80. Nino no tuvo la oportunidad de revisar plenamente sus estudios penales en la materia, luego de desarrollar su teoría de la democracia y este artículo se propone entonces dar algunos primeros pasos en esa dirección y explorar algunas posibles implicaciones de dicha tarea.
PALABRAS CLAVE: C. S. Nino; Teoría penal; Castigo; Democracia; Igualdad; Amnistías; Derechos humanos.
Abstract
In this work, I try to re-think Carlos Nino’s theory about the Criminal Law, which he developed while he pursued his doctoral and post-doctoral studies, under the light of his deliberative theory of democracy, which he elaborated since the 1980s. Nino had no chance to develop this revision, so this article suggests ways to begin with this required re-elaboration.
KEY WORDS: C. S. Nino; Criminal Law Theory; Punishment; Democracy; Equality; Amnesties; Human Rights.
En el año 1977, el profesor Carlos Nino (1943-1993) obtuvo su
doctorado en leyes en la Universidad de Oxford, bajo la dirección de John
Finnis y Tony Honoré. La tesis se titulaba Towards a general strategy for
criminal law adjudication, y estuvo marcada, como todos sus escritos,
acentuadamente y desde entonces, por una filosofía de impronta liberal,
claramente asociada al ambiente académico que conociera en Inglaterra.
Sin embargo, todos los trabajos producidos por él en la última larga década
de su vida, mostraron otra impronta dominante, relacionada con sus
estudios en torno a la democracia, que comenzaron a tomar protagonismo
a través de investigaciones desarrolladas al calor de la transición
democrática argentina que comenzara en 1983. Esta nueva línea de
reflexión llevó a Nino a rever algunas de las conclusiones a las que llegara
en su etapa más joven, por ejemplo en lo referido a la naturaleza u origen de los derechos, o en relación con el papel de los jueces y el control de
constitucionalidad. Notablemente, sin embargo, los estudios que
realizara en materia penal, en aquella etapa temprana distinguida por
su liberalismo oxoniense, no fueron modificados de modo significativo
por la llegada del “vendaval democrático” que definiría sus trabajos,
claramente y al menos, desde 1982. La teoría de la pena que él
desarrollara en Inglaterra –la que él presentara como una teoría
consensual de la pena– quedaría así, fundamentalmente (aunque no por
completo) “incontaminada” por sus estudios de teoría democrática,
relacionados de modo especial con su concepción deliberativa/epistémica de la democracia (véase, en particular, Nino 1984, 1996; Elster 1998;
Bohman 1996).1 En este trabajo, por lo dicho, quisiera ocuparme de esa
conexión poco explorada por Nino, y ver de qué modo sus últimos
trabajos en torno a la teoría democrática podrían impactar sobre sus
primeros trabajos en materia penal.2 En particular, me concentraré aquí en una cuestión, relacionada con el origen democrático y la validez de
las normas penales.3
Mi análisis tomará como punto de partida el caso que representara
el primer, crucial, y casi único punto de encuentro entre la vieja teoría
penal y la nueva teoría democrática, dentro de la obra de Carlos Nino: me
refiero a los aportes que hiciera en torno a la validez del derecho (Nino
1985), a la luz del grave debate que se diera en la Argentina en torno a
cómo tratar la ley de autoamnistía que impulsara, en 1983, el último
presidente militar que gobernó el país.
Democracia deliberativa y castigo: el debate en torno a la autoamnistía militar
La discusión sobre la validez de la ley de autoamnistía militar
representa un llamativo punto de inflexión en la biografía académica de
Carlos Nino que coincide con un momento fundamental (tiempo de “renovación y cambio”) en la historia del país.4 En lo que hace a la
biografía de Nino, cabe recordar que él había vuelto hacía poco al país,
luego de terminada su tesis doctoral sobre teoría penal en Inglaterra.
Llegado a la Argentina, Nino se encontró con la euforia propia de la vuelta
a la democracia, y prontamente se vinculó a la política de la mano del líder
de la Unión Cívica Radical que llegaría en esas elecciones a la presidencia
del país. Como asesor del futuro presidente Alfonsín, Nino se involucró de lleno en una diversidad de debates de primera importancia,
relacionados con la recuperación y reconstrucción democrática en el país.
No casualmente, el eje de sus estudios académicos empezó a virar,
entonces, desde la esfera penal a la teoría democrática y los fundamentos
del constitucionalismo. Como se puede advertir, este cambio que se daba
en la orientación de los trabajos académicos de Nino, acompañaban al
quiebre que se estaba terminando de afirmar, en la política del país, entre
el autoritarismo político y la vida democrática.
Ese momento de cambio –ese punto de quiebre– encuentra una
expresión de primerísima importancia en la discusión en torno a la
autoamnistía militar. La pregunta era entonces qué es lo que debía hacer
el nuevo gobierno democrático en relación con la última normativa militar,
que impedía toda investigación sobre las atrocidades cometidas por los
militares, cuando la amplia mayoría del país consideraba que debía haber “juicio y castigo” para los culpables de las masivas y gravísimas violaciones
a los derechos humanos cometidos durante los tiempos de la dictadura
(1976-1983). Para ilustrar la relevancia pública que adquiriría la cuestión,
baste señalar que dicha norma de autoamnistía sería finalmente
invalidada por el nuevo Congreso democrático que, simbólicamente,
convertiría a dicho acto en la primera ley dictada por la nueva democracia.
Pues bien, ese primer acto de la nueva democracia argentina representó el momento fundamental de cambio en los estudios de Nino y pasó a
constituirse en el gran punto de encuentro entre la vieja teoría penal y
la nueva teoría democrática.
Conviene repasar brevemente los antecedentes propios de la
discusión de esta norma. Ante todo, corresponde recordar que la norma
que está aquí en juego es la ley 22.934 o de autoamnistía, dictada bajo
el gobierno del dictador General Bignone, el 23 de septiembre de 1983,
a semanas de la asunción del nuevo gobierno democrático argentino. La
norma en cuestión tuvo como objetivo declarado el de “pacificar al país” y asegurar la “reconciliación social” y estuvo dirigida a perdonar todos los
actos “subversivos o antisubversivos” cometidos entre mayo de 1973 y
junio de 1982, cubriendo a los responsables directos de los crímenes en
cuestión, y a quienes habían colaborado con ellos.
En los tiempos previos a la primera elección de la restauración
democrática, uno de los dos partidos políticos más importantes del país–el partido peronista, encabezado entonces por el jurista Ítalo Luder– propuso simplemente reconocer la validez de aquella norma de
autoamnistía, como si la democracia no contara con herramientas jurídicas
apropiadas para enfrentarla. La combinación del art. 2 del Código Penal
(ley más favorable) y el 18 de la Constitución (no irretroactividad de las
normas penales) se aliaban para que juristas como luder, y partidos
políticos como el que él encabezaba, arribaran a tal conclusión. Desde las
cercanías del segundo partido político más influyente en esos años (el
radicalismo) se ensayaron mientras tanto algunas respuestas jurídicas
alternativas. Genaro Carrió, por ejemplo (quien presidiría la Corte
Suprema desde 1983), impulsó una embestida contra la autoamnistía
militar, en base al artículo 29 de la Constitución, que impedía la concesión
de facultades extraordinarias al Poder Ejecutivo. Nino, en cambio,
favoreció otro acercamiento al problema, que combinaba su crítica al
positivismo jurídico (en la vertiente extrema que él llamaba “positivísimo
ideológico”), y su embrionario acercamiento “epistémico” a la democracia–una posición que dejaría en claro en un temprano artículo aparecido en
el diario jurídico La Ley (Nino 1983a, y en general Nino 1993, pp. 64-66).
Su idea era, por un lado, que había una típica falacia naturalista en la
idea de que la fuerza normativa de una disposición legal podía derivarse
de cuestiones fácticas, como las vinculadas con el poder coercitivo
concentrado en las manos de quien la había dictado; y por otro, que solo
las normas surgidas de un procedimiento de debate democrático gozaban
de una presunción de aceptabilidad moral y, finalmente, de una
presunción de validez jurídica. Nino desarrollaría estas ideas, de modo
especial, en su libro de 1985 dedicado a la validez del derecho (Nino 1985).
En sus trabajos más detallados sobre la democracia (que aparecen
consolidados en Nino 1984), Nino precisó los contornos de su acercamiento“epistémico” a la democracia, dejando en claro que un proceso de discusión colectiva ampliamente inclusivo, maximizaba como ningún otro
procedimiento alternativo la posibilidad de tomar decisiones imparciales,
esto es decir, decisiones respetuosas de los puntos de vista de todos los
involucrados (esto así, aclararía Nino, en cuestiones de moral
intersubjetiva, aunque no en cuestiones de moral privada). Su visión sobre
este punto, en cierta manera, retomaba el principio distintivo de la
concepción habermasiana de la democracia referido a la discusión entre
todos los potencialmente afectados (Habermas 1996).
Para Nino, un proceso de discusión con las características citadas
favorecía la imparcialidad al asentarse en el intercambio de razones; al
alentar la circulación de información relevante; y al ayudar a los procesos
de mutua corrección. En definitiva, lo que vemos aquí es de qué modo, la
necesidad de reflexionar sobre la validez de la ley de autoamnistía había
llevado a Nino a reflexionar sobre cuestiones filosóficas relativas a la
validez del derecho y a precisar a partir de allí los contornos de su teoría
democrática.
La anulación de la ley de autoamnistía argentina y la distinción con la amnistía uruguaya
Tenemos ya delineados los primeros rasgos de la reflexión
inaugurada por Nino sobre el origen de las normas y el derecho penal. La
idea es que la validez de las normas (penales en este caso) resulta
socavada en la medida en que pretende asentarse sobre la mera fuerza
o capacidad coercitiva ejercida por quien las dicta (una cuestión
fundamental, que venía a disputar lo que era la posición dominante dentro
de la jurisprudencia y doctrina nacionales, forjada en torno a la
inaceptable doctrina de facto). Para Nino, la validez de las normas se veía
favorecida y reforzada por procesos de discusión como los que resultaban
propios de un sistema democrático. El proceso de creación de la ley
aparecía así conectado con la fuerza normativa de su contenido. Y aunque,
en principio, teóricamente, una norma podía terminar siendo justa o
injusta con independencia de su proceso de creación, Nino diría que el
proceso democrático nos confiere razones especiales para considerar que
el contenido de la norma es justo. El debate democrático ayudaba entonces
a que las normas así generadas cuenten con una fuerte (aunque rebatible)
presunción de validez.
La muy dura batalla jurídica en torno a la validez o no de la ley
de autoamnistía, concluyó con la nulificación ex nihilo de aquella, hecha
por el Congreso y basada en una nueva doctrina en torno a las normas
de facto, en buena medida hija de las reflexiones de Carlos Nino. La anulación de la ley de autoamnistía pasó a ser entonces la primera ley
aprobada por el nuevo Congreso democrático reinstalado en 1983 (ley
23.040). Terminada dicha batalla, Nino apartó del centro de sus
reflexiones a las cuestiones relacionadas con el derecho penal, para –en
sintonía con los nuevos debates que instalaba la naciente democracia– comenzar a trabajar sobre cuestiones constitucionales más directas, como
las relacionadas con la reforma constitucional, la reforma de la Justicia,
o la ley de radiodifusión. Solo ocasionalmente, y de modo más bien
excepcional, Nino volvería a desarrollar sus puntos de vista sobre la
materia (y, en particular, sobre las conexiones entre origen democrático
de las normas y derecho penal).
Llegados a este punto, es interesante resaltar que, al argumentar
a favor de la anulación de la ley de autoamnistía, Nino no trazó una
distinción categórica entre normas válidas y no válidas. Más bien, Nino
se ocupó de presentar un ideal regulativo –al que denominaba el discurso
moral ideal, de pleno acuerdo entre todos los afectados– que nos permitía
pensar en gradaciones o presunciones de validez. Las normas democráticas,
en general, gozaban de una fuerte presunción de validez, mientras que
las normas surgidas en una dictadura, no. Pero otra vez, la distinción por él propuesta no debía ser reducida al trazado de una línea gruesa entre
autoritarismo y democracia. No: la validez de una norma podía ser mayor
o menor conforme (pongamos) a los niveles de discusión e inclusión propios
de la misma, ya sea que hablemos de regímenes autoritarios o
democráticos. Por supuesto, y en general, las normas surgidas en una
dictadura van a gozar de una bajísima presunción de validez –cercana a
0– debido a que (y en la medida en que) en tales condiciones se extreman
la falta de discusión y de inclusión social, requisitos esenciales para
maximizar la imparcialidad de una ley. las normas democráticas, mientras
tanto, van a gozar en principio de la presunción de validez de la que no
gozan las normas autoritarias, que por lo demás va a aumentar o disminuir
conforme –otra vez– a los ingredientes de (digamos) inclusión e inclusión
social de que estén rodeadas. Lo que me interesa destacar, entonces, es
de qué modo Nino abría la puerta para la discusión en torno a los grados de validez de las normas.
Afortunadamente, contamos con otro ejemplo especialmente
pertinente para apoyar la discusión que aquí estamos dando: el caso de
la Ley de Caducidad (o amnistía) aprobada en Uruguay, por el nuevo
Congreso democrático, al final de la dictadura que también azolara a dicho
país. La amnistía uruguaya, conforme veremos, tuvo un origen, y por tanto
unas condiciones de validez, completamente diferentes de la autoaministía
argentina. No se trata, simplemente, de que ley del caso no era una ley de autoamnistía (dato relevante, pero que estimamos secundario frente
al siguiente) sino, sobre todo, de que se trata de una amnistía aprobada
y ratificada popularmente, en condiciones democráticas excepcionales (a
diferencia de las condiciones excluyentes que distinguieron a la
amnistía argentina).
En efecto, la así llamada “ley de Caducidad de la Pretensión
Punitiva” fue promulgada el 22 de diciembre de 1986 por el Congreso
democrático de Uruguay. Poco después, la misma fue ratificada en
procesos de consulta directa a la ciudadanía uruguaya en dos
oportunidades. La primera vez, a través de un referéndum realizado en
abril de 1989, en donde la norma fue sostenida por el 58% de los votos. Más tarde, y ya con el Frente Amplio en el poder (agrupación que no había
propuesto derogar ni anular la ley en cuestión), la ciudadanía juntó las
firmas necesarias para volver a poner bajo consideración popular a la
norma objetada. El plebiscito se terminó realizando el 25 de octubre del
2009, y los votos a favor de la invalidación de la ley llegaron
aproximadamente al 48%, con lo cual la misma mantuvo su vigencia.
Nos encontramos entonces con una amnistía que, a diferencia de
la aprobada en la Argentina por la dictadura, fue el producto de condiciones democráticas verdaderamente excepcionales, muy poco
habituales para cualquier norma aprobada en democracia, en cualquier
país de la región, a la largo de toda su historia. La norma, en efecto, resultó discutida popularmente, en los diarios, en las calles, a través de
manifestaciones recurrentes, y por todos los poderes del estado, en varias
oportunidades. ¿Qué decir, entonces, frente a la validez de dicha decisión
colectiva de perdonar? Y, más precisamente para el marco de esta
investigación: ¿qué podría decir una teoría como la de Nino, frente a una
norma semejante?
Desgraciadamente, Nino falleció antes de que se completase todo
el proceso de discusión y ratificación de la normativa uruguaya. Por suerte,
en cambio, Nino supo de la aprobación de dicha norma por el Congreso
uruguayo y supo también del resultado obtenido luego del primer
referéndum. Por ello mismo, y reconociendo el valor distintivo de lo que
ocurriera en Uruguay, le dedicó algunos breves pero sugerentes
párrafos en su libro Radical Evil on Trial. En dichos párrafos, Nino dejó trascender, por un lado, su incomodidad frente a la norma, pero asimismo,
y mostrando la genuina honestidad de su teoría, Nino hizo explícito
reconocimiento del carácter especial de la misma, y el riesgo de “elitismo
epistémico” propio de quienes, sencillamente, impugnaban su validez.
Escribió Nino entonces (luego de referirse a otros procesos de justicia
transicional, como los de Alemania y Grecia):
El caso más difícil es el de Uruguay, donde un acto democrático –un referendo realizado luego de la transición- garantizó la amnistía a los violadores de derechos humanos. Cuando el proceso democrático resulta en un balance de derechos e intereses que apunta hacia el perdón, se presume, aunque siempre sea posible el disenso, que este curso de acción es el correcto. Esto se sigue de una justificación del castigo que no descansa en la retribución, sino en razones prudenciales de protección social y del rechazo de una postura epistémica elitista acerca de cuándo es que las precondiciones del castigo correcto se encuentran satisfechas (Nino 1996, pp. 163-164).
Es decir, a pesar de la perplejidad que le producía el caso y la
dificultad que en principio le generaba su tratamiento, Nino tenía claro–contra una vasta mayoría de sus colegas– que esa norma no podía
considerarse, simplemente, como norma inválida, por el hecho de generar
un resultado con el que muchos podíamos estar fuertemente en
desacuerdo. Lamentablemente, sin embargo, dicha norma fue rápida y
superficialmente considerada inválida por la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, en un fallo (Gelman) de febrero del 2011 que de modo
sorprendente descartó todo valor al componente democrático de la norma
cuestionada, al que consideró entonces como un dato simplemente “formal” y finalmente irrelevante. La Corte IDH, entonces, terminó por equiparar
y poner a la misma altura a la vergonzante ley de amnistía dictada por
la dictadura argentina, y a la ley de Caducidad uruguaya, aprobada en
condiciones democráticas únicas, difícilmente repetibles en la historia de
la región (Gargarella 2013).
Conviene retomar, al menos brevemente, lo que se dijera en el fallo
Gelman, de la Corte IDH contra la normativa uruguaya, dado que el citado
fallo recuperó, de modo sintético, la esencia del argumento hostil-a-lademocracia que ha distinguido siempre, y sigue distinguiendo aún hoy,
a la doctrina penal latina.
La línea argumental recorrida por la Corte IDH fue la habitual en
estos casos: i) las cuestiones democráticas no tienen nada que ver con las
cuestiones sobre derechos; ii) cualquier intervención democrática sobre
temas de derechos debe ser rechazada y atacada (invalidada); y iii) son
los jueces los únicos que están realmente capacitados para entender qué es lo que significan los derechos, e institucionalmente designados para
defenderlos. En este sentido, la Corte IDH reivindicó e hizo propios
muchos de los dichos de la Corte Suprema uruguaya en el caso Nibia
Sabalsagaray Curutchet, en la que aquella se ocupara de la ley de
Caducidad. La Corte de Uruguay, típicamente, había apoyado su decisión en posiciones hostiles a la democracia penal, como la del iusfilósofo italiano
Luigi Ferrajoli (autoridad de referencia permanente de la jurisprudencia
latinoamericana en cuestiones relacionadas con el castigo penal). Junto
al italiano, la Corte uruguaya había suscrito la idea conforme a la cual
existe una esfera de lo no decidible ajena a cualquier interferencia
democrática, y a cargo del resguardo judicial. Citando directamente a
Ferrajoli, el tribunal uruguayo sostuvo:
las cuestiones pertenecientes a lo que he llamado ‘esfera de lo decidible’, los derechos fundamentales están sustraídos a la esfera de la decisión política y pertenecen a la que he llamado ‘esfera de lo no decidible’ […] Siempre que se quiere tutelar un derecho como fundamental se lo sustrae a la política, es decir, a los poderes de la mayoría […] como derecho inviolable, indisponible e inalienable. Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede decidir su abolición o reducción.5
Posturas como las de la Corte IDH en Gelman, o la de la Corte del
Uruguay en Nibia Sabalsagaray, ilustran bien cuál es el modo de pensar
dominante dentro de la doctrina penal contemporánea, al menos en el
mundo latino. Dicha forma de pensar, que hace centro en el papel de los
jueces y desconfía de cualquier “interferencia” democrática en materia penal,
se encuentra en las antípodas de la postura que elaborara y dejara sugerida
Nino a través de sus escritos. En efecto, y con el correr de los años, para
Nino estuvo cada vez más claro que los derechos no podían ser entendidos
como “derechos naturales” autoevidentes (tal como los entendiera John
Locke y la tradicional doctrina liberal que se elaborara a partir de los
escritos del pensador inglés); que la esfera de la democracia y la esfera de
los derechos se encontraban obviamente vinculadas entre sí; y que la
discusión en torno al significado y alcance de los derechos no podía quedar
atrapada dentro de las estrechas paredes de la decisión judicial.
Por lo dicho, la plebiscitada decisión uruguaya resulta de especial
interés para pensar la teoría de Nino sobre la validez de las leyes: ella–a diferencia de la autoamnistía argentina– estuvo rodeada de amplios
e inclusivos debates públicos, que culminaron en diversas instancias
plenamente abiertas a la participación popular.6 La teoría de Nino, a diferencia de lo hecho por la Corte IDH en el fallo Gelman, nos da buenas
razones para distinguir y pensar críticamente en torno a ambas amnistías.
Nos da razones para impulsar la anulación de la ley de autoamnistía, a
la vez que nos permite reconocer por qué la autoamnistía uruguaya es
diferente y merece por tanto un tratamiento también diferente.
Grados de validez I: la especial dificultad que afecta a las normas penales
La autoamnistía militar en la Argentina y la amnistía ratificada
popularmente en Uruguay, constituyen dos casos reales, públicamente muy
relevantes y a la vez muy distintos, sobre los modos en que se puede pensar
y construir el derecho penal. Si miramos dichos casos desde la perspectiva
de una teoría deliberativa, como la que defendiera Nino, nos encontramos
con que dichos casos se sitúan en polos opuestos, dentro de un continuo.
Tal como hemos dicho, la autoamnistía argentina ilustra bien el polo “negativo” de normas creadas sin discusión y a partir de la exclusión.
Mientras tanto, la amnistía uruguaya ilustra bien el polo “positivo” de
normas discutidas y aprobadas colectivamente. En el medio,
esperablemente, nos encontramos con muchas otras “estaciones” o “paradas” posibles, que ameritan una consideración especial, conforme al
lugar en el que se sitúen dentro del continuo referido. La aproximación de
Nino nos ayuda a reconocer, entender e interpretar esos diferentes matices.
En este sentido, la visión de Nino en torno a los “grados de validez” de las normas, parece retomar y mejorar el acercamiento que fuera propio
de un colega suyo de la Universidad de Yale, Bruce Ackerman, quien
distinguía entre normas originadas en “momentos corrientes” (propias del
funcionamiento normal, anodino, de una democracia de baja intensidad,
caracterizada por una muy modesta participación cívica y bajos niveles
de discusión colectiva) y normas surgidas en “momentos constitucionales”,
caracterizados por la presencia de un “pueblo puesto de pie”, que debate
en las calles, en los periódicos, en los foros políticos y no políticos acerca
de algún asunto de interés común (el gran ejemplo de Ackerman, en este
respecto, es la discusión que rodeó al surgimiento del New Deal).
Para Ackerman, las normas surgidas en “momentos
constitucionales” debían considerarse como iniciativas dotadas de una fortaleza normativa especial. Tanto así, que Ackerman sugería considerar
a las mismas como reformas constitucionales de hecho (Ackerman 1993).
Frente a Ackerman, Nino consideraba que esa división dual que el
norteamericano proponía era en efecto relevante, en tanto nos iluminaba
sobre matices que la teoría constitucional contemporánea no nos ayudaba
a ver: las teorías dominantes, en efecto, tendían a “aplanar” todo el
derecho, considerando que todas las normas aprobadas por el Congreso
eran lo mismo: ya sea (en las lecturas “constitucionalistas” habituales)
normas sometidas igualmente a la supremacía de la Constitución, ya sea
(en las lecturas más “rousseaunianas”) normas merecedoras del máximo
respeto en tanto expresiones de la más alta soberanía popular. A la vez,
Nino criticaba por esquemático el abordaje de Ackerman, que si bien
introducía algún input crucial sobre las doctrinas dominantes, no nos
permitía todavía reconocer otros matices necesarios: en el mundo real, las
normas no se dividen entre normas de rango constitucional y normas
corrientes. existen normas extraordinariamente debatidas (como la
amnistía uruguaya); normas muy discutidas (como el divorcio o el
matrimonio igualitario en la Argentina); normas aprobadas en sesiones
oscuras, en medio de la noche; normas basadas en una drástica exclusión
social (como la autoamnistía argentina); etc., etc.7
Una vez que contamos con herramientas como las ofrecidas por Nino
para la evaluación “democrática” de la validez de las normas, puede tener
sentido poner a prueba dicho aparato teórico para evaluar otras normas
penales, menos excepcionales, más cotidianas, menos extremas que las
ejemplificadas por la amnistía uruguaya y la autoamnistía argentina.
El campo de las normas penales, vale aclararlo, nos ofrece un
terreno de análisis particularmente sugerente y relevante. Ello así, porque
se trata de un área ávida de una sólida y especial justificación, dadas sus
implicaciones coercitivas; un área que, a la vez, y por lo que sabemos,
resulta especialmente deficitaria en términos de justificación. En otras
palabras, aquí necesitamos, como en pocos otros casos, de normas
respaldadas por un amplio proceso de discusión e inclusión, ya que no
podemos correr el riesgo de que las más severas formas de la coerción
legítima se ejerzan indebidamente. Contra lo que resultaría deseable y
exigible, solemos encontrarnos aquí, según diré, demasiado cerca del polo “negativo” marcado por la presencia de normas creadas, aplicadas e
interpretadas a través de procesos excluyentes y poco discutidos.
Sobre la especial necesidad de justificación del derecho penal no
es mucho lo que deba agregar: asumo aquí que el derecho penal versa
sobre un área del derecho particularmente sensible y necesitada de
justificación. ello, ya que esta porción del derecho trata acerca del uso de
la violencia legítima, por parte de un estado que se ha arrogado el empleo
de la fuerza, incluyendo modos como los del castigo que –siguiendo a H.
Hart– nos refieren a la “imposición deliberada de dolor” (Hart 1968). En
definitiva, las normas penales requieren de una ultrajustificación, dada
la importancia de lo que allí está en juego y los riesgos que el uso de ese
monopolio estatal de la violencia implican. Según podría predecir una
teoría como la de Nino, en ausencia de una discusión amplia e inclusiva,
correríamos el riesgo de que las normas penales resulten creadas y
administradas por una elite, en su propio favor, y en contra de sectores
sociales que les son ajenos. Sin tomar a este dato impresionista como
decisivo, mencionaría al hecho siguiente, en respaldo a la predicción
anterior: en sociedades como la nuestra, marcadas por una composición
social fuertemente heterogénea, hemos tenido desde nuestra fundación,
composiciones carcelarias fuertemente homogéneas. La teoría de Nino,
según entiendo, nos ayuda a prever este tipo de resultados. En teorías
como las de Nino, en efecto, la discusión inclusiva no es valorada por
cuestiones caprichosas, sino porque se entiende que necesitamos del punto
de vista de todos –y particularmente de los más afectados– para saber si
estamos tomando decisiones justas, respetuosas de las distintas
pretensiones sociales en conflicto propias de toda sociedad heterogénea.
En los hechos, y conforme anticipara, la práctica histórica del
derecho penal nos sugiere que, contra lo señalado, el derecho penal –que
tan especial justificación requiere– se muestra por lo general aislado y
resistente frente al debate colectivo inclusivo. En efecto, y según lo que
la sociología del derecho penal nos explica, el derecho penal tiende a oscilar
en estos tiempos entre el welfarismo penal y el populismo penal. En otros
términos, el derecho penal que conocemos puede considerarse como un
permanente producto de elites, ya sea elites animadas por propósitos
bienestaristas/garantistas, ya sea elites animadas por la búsqueda del
endurecimiento de las penas. En ocasiones, dicho elitismo surge de teorías
(welfaristas) que invocan, en su respaldo, el resguardo de los intereses de
la ciudadanía. En otras ocasiones, dicho elitismo es producto de teorías
populistas que invocan, en su respaldo, el respeto de la voluntad de la
ciudadanía. En ambos casos, sin embargo, nos encontramos frente a
teorías que, a pesar de sus invocaciones, dan la espalda, directamente,
a cualquier intento genuino y efectivo de consulta o diálogo con la
ciudadanía democrática. Este hecho, bien documentado por sociólogos penales como David Garland para el ámbito anglosajón, ha sido bien
respaldado por sociólogos penales como Máximo Sozzo (un discípulo de
aquel), para ámbitos como el argentino (Garland 2001, cap. 7; Sozzo 2011).
En definitiva, el hecho es que –contra lo que podríamos esperar,
y sobre todo exigir– las normas penales que nos rodean aparecen
significativamente afectadas en términos de imparcialidad. Así, y por un
lado, nos encontramos con déficits en lo que hace al requerimiento de
inclusión (en conflicto con el carácter excluyente de los métodos propios
del elitismo y el populismo penal), y por otro, nos encontramos con
dificultades en lo que concierne al requerimiento del debate público (una
exigencia que afecta de modo especial y habitual a las iniciativas
populistas).
Grados de validez II: el derecho penal en sociedades desiguales
Carlos Nino fue muy consciente, según entiendo, de la especial
necesidad y la particular dificultad que existe en torno a la justificación
de las normas penales. Sobre todo en la segunda etapa –la más “democrática” – de su vida académica, tales preocupaciones resultaron
más notorias, aun cuando Nino no encontrara el tiempo o el espacio
suficientes para escribir detalladamente sobre ellas. De todas formas, aun
así, nos encontramos con algunos artículos de su autoría, bastante
explícitos e interesantes, en la materia.
Un texto particularmente relevante en este respecto es el que
aparece en 1989 bajo el título “Democracy and the Criminal Law”, y que
es incluido por Gustavo Maurino en la compilación que edita en el año
2007, en la que reúne textos dispersos publicados por Nino en el área
penal. En el artículo citado, Nino sostiene, por ejemplo, que “el origen
democrático de ciertas reglas como las leyes penales fundamenta una
presunción revocable de que su contenido es justo” (Nino 2007, p. 21).8 En el último párrafo de dicho artículo, Nino afirma asimismo que
el origen democrático de las leyes penales afecta profundamente la justificación moral de estas leyes: provee una presunción de que su contenido es justo, lo cual es condición que se combina con otra, como el consentimiento, para la legitimación de su aplicación coercitiva a través de la imposición de castigo y, dada la limitación de esta presunción a las cuestiones de moral intersubjetiva, genera, en combinación con los supuestos liberales, un fuerte escudo contra intrusiones penales sobre la autonomía personal (Nino 2007, p. 24).
Quedan así combinadas, de una forma muy plena, sus intuiciones
democráticas por un lado, y por otro sus preocupaciones por el
resguardo de la autonomía personal, dentro del área del derecho penal.
Aún cuando Nino no dedicara trabajos sustantivos especiales sobre
la materia, resultaba claro, a partir de textos como el citado, que en esta
segunda etapa de su vida académica, Nino empezaba a explorar más
directamente las implicaciones de su teoría democrática para la
justificación de las normas penales. Bastante más que ello: escribiendo
desde una sociedad profundamente desigual, como la Argentina, Nino
encontró la oportunidad para dejar en claro el punto que aquí más nos
interesa enfatizar, referido a las implicaciones de dichas conexiones (entre
democracia y derecho penal) para sociedades fuertemente desiguales como
la Argentina. Nino sostuvo entonces no solo i) que las normas penales
debían originarse democráticamente, y ii) que dicho origen democrático
favorecía la presunción de validez de tales normas. Él se ocupó de dejar
en claro, también, cuál era la excepción más importante, frente a dicha
presunción de validez democrática.
En efecto, en opinión de Nino, la “principal excepción” a dicho
principio general (acerca de la presunción de imparcialidad de las normas
que son producto de un debate democrático) aparece (obviamente
agregaría) “cuando las condiciones básicas que permiten al proceso
democrático tener valor epistémico están ausentes: por ejemplo, cuando
algunos grupos son impedidos de expresar sus opiniones a través de
persecuciones o cuestiones similares” (Nino 2007, p. 21, el énfasis es mío).
El punto refuerza, estructura mejor y ayuda a iluminar otro similar
que se derivaba de su peculiar teoría consensual de la pena (teoría que
marca desde los inicios de su vida académica su visión sobre la pena): “si
no hay una relativa igualdad en las posibilidades de elección de los
individuos, no se puede otorgar validez a su consentimiento de asumir una
cierta responsabilidad, con el objeto de justificar que se le imponga a él
una pena socialmente útil” (Nino 1991, p. 6). Se trata de una cuestión que
es crucial para nuestros propósitos, y viene a afirmar algunos de los
estudios que hemos hecho sobre el tema y las expectativas que teníamos
respecto de las implicaciones de una teoría como la de Nino, aplicada alámbito penal (cf. Gargarella 2011). Lo que la teoría de Nino nos ayuda
a decir, en particular, es que en contextos de grave desigualdad, las
normas (penales en este caso) empiezan a perder la presunción de validez
de la que pretenden gozar, en tanto normas aprobadas por un Congreso democrático. El estado, correlativamente, empieza a perder autoridad
para ejercer su autoridad coercitiva.9 Queda en cuestión, de este modo,
la autoridad del estado para utilizar sus poderes coercitivos que,
previsiblemente –y como la teoría de Nino nos ayudaba a predecir– van
a afectar, fundamentalmente, a los sectores sociales más necesitados de
su ayuda; ayuda que el estado les debe a aquellos en razón de los
amplísimos compromisos de rango constitucional que ha asumido hacia
los más desaventajados.
Es interesante reconocer, en este punto, que conclusiones como la
citada (acerca de la baja presunción de validez de las normas penales
creadas en contextos de desigualdad), que Nino apenas sugiere (aunque
de modo explícito) en el texto mencionado, parecen propias de una
literatura que, de modo más abierto, ha ido tejiendo conexiones entre
derecho penal y democracia deliberativa. Pienso, en particular, en las
concepciones comunicativas sobre la pena, tales como la que ha
desarrollado, de modo bastante excepcional, Antony Duff (Duff 2001,
2004).10 Aunque con un acercamiento distinto al de Nino en relación con
el castigo, Duff trabajó de modo muy cuidadoso sobre la idea –también
sugerida por Nino– conforme a la cual, en condiciones de injusta
desigualdad, la fuerza autoritativa del derecho penal se debilita. Para
Duff, las teorías comunicativas no solo aparecen particularmente
interesadas en la cuestión sobre la autoridad moral del estado para
realizar determinados reproches, sino que además resultan especialmente “iluminadoras” en este sentido (dado el carácter de “ida y vuelta” de estas
teorías, que requieren que ponga atención no solo en las acciones del
imputado, sino también en las condiciones propias para hacer la
impugnación del caso) (Duff 1999, p. 61). Como señalara Duff, el criminal
puede reconocerse culpable de una cierta falta, pero aun así preservar una “carta ganadora” frente al estado, expresada en una pregunta como la
siguiente: “yo he cometido una falta, sí, pero ¿quién es usted para
reprochármela?” (Duff 2004). En condiciones de injusta desigualdad, el
estado, diría Duff, pierde legitimidad moral (moral standing) para ejercer
ciertos reproches. En tal tipo de contextos resultan socavadas las
precondiciones del reproche estatal (Duff 2001).
Permítanme insistir en la reconstrucción de lo dicho en términos
de la teoría democrática de Nino: en situaciones de fuerte exclusión social,
es dable esperar que las normas sean el resultado de la creación, aplicación
e interpretación de una elite. Esa forma tan imperfecta de generación del
derecho (dependiendo, obviamente, de las características del caso concreto)
tiende a afectar la validez del mismo. Ello, porque en la medida en que
ciertas voces se encuentren sistemáticamente ausentes de tal proceso
creativo, y otras resulten indebidamente predominantes en el mismo, el
derecho, previsiblemente, va a comenzar a sesgarse. Ya no puede
presumirse, entonces, que el derecho va a resultar imparcial respecto de
las pretensiones de todos. Por el contrario, lo que puede preverse es que
en tales situaciones el derecho va a tender a constituirse en el derecho
propio de una elite, creado por una elite, para su propio beneficio. Dicho
derecho, por tanto, debe concebirse como situado cerca del extremo
negativo del arco delineado por el ideal de la democracia deliberativa–muy cerca del área que Nino considerase como caracterizada por una
presunción de validez cercana a cero. En tales situaciones, agrega Duff,
es previsible que la voz del derecho comience a resultar para muchos una
voz ininteligible, ajena, “una voz extraña que no es ni podría ser de ellos” que abre dudas acerca de que esas personas puedan considerarse como
ciudadanos “atados a las leyes”. La idea de que ellos “deben responder a
la comunidad, se convierte en una idea vacía” (¿en reciprocidad a qué es
que los ciudadanos deberían responder a los llamados del estado?) (Duff
2001, pp. 195-196; Murphy 1973). La presunción de que el estado, en tales
condiciones, tiene el derecho de seguir haciendo uso de su poder más
gravoso, pierde fuerza también.
La situación que imaginara Nino, como aquella que describiera
Duff en el párrafo recién citado, tiene cierta analogía con la posición en
que se encuentra un padre abusador cuando quiere reprochar a su hijo
por una falta que este ha cometido (aun reconociendo los problemas obvios
que existen para el uso de este tipo de analogías entre familia y estado).
El hijo puede reconocer, frente al padre, que la conducta que ha cometido
es incorrecta; como puede reconocer además que él es responsable de
haberla cometido. Sin embargo, nada de ello le impide seguir impugnando
la autoridad del padre para reprocharle esa inconducta. El hijo puede repetir entonces, frente al padre abusador, la misma pregunta en la que
Duff pensaba: “yo he cometido una falta, sí, pero ¿quién es usted para
reprochármela?”11
Conviene insistir en esto: impugnar la validez de las normas
penales creadas en determinados contextos y de determinadas formas,
e impugnar por tanto la autoridad penal del estado para hacer uso de
la coerción penal, no implica negar la responsabilidad de un determinado
sujeto –pongamos, de clase baja– en la comisión de un determinado
crimen. El punto es relevante porque, en las últimas décadas del siglo
XX, parte de la doctrina y la jurisprudencia se esforzaron por impugnar
la responsabilidad criminal efectiva de las personas nacidas en
contextos de extrema vulnerabilidad. Ello, en razón de lo que se
denominara “el contexto social de podredumbre” (rotten social
background) en el que esas personas habían nacido y crecido. Fue famosa,
en tal sentido, la iniciativa avanzada por el juez Bazelon en casos como
United States v. Alexander (471 F. 2nd. 923, 957’65 (D.C. Cir. 1973,
Bazelon, C.J., disidencia), y desarrollada luego en una serie de artículos
académicos, Bazelon 1976a, 1976b, 1988; Delgado 1985).12 De modo nada
sorpresivo, esta línea de reflexión generó fuertes resistencias dentro del ámbito penal (Moore 1985, Morse 1976a, 1976b).13 Claramente,
posturas como las que aquí hemos defendido, de ningún modo nos llevan
a renunciar al reconocimiento de la responsabilidad de quienes han
cometido una falta. Podemos seguir llamando crimen al crimen, y
criminal ha quien lo ha cometido. Pero ello no nos libra de la pregunta fundamental sobre la autoridad que tiene (o no) el estado para castigar
ese crimen.
Finalmente, lo que afirmaría es que cualquier comunidad tiene el
derecho de seleccionar conductas públicas (en el ámbito que Nino llamaba
de “moral intersubjetiva”) que considera impermisibles, y establecer
formas particulares para reprocharlas. Pero reprochar –y hay muchas
formas de reprochar– no es lo mismo que castigar (definiendo al castigo
en los modos arriba explicitados). El estado que quiere imponer dolor a
través de los medios coercitivos que monopoliza (y, muy en particular, pero
no solo, si quiere disponer de la violencia de los modos en que hoy lo hace),
asume sobre sí mismo una carga justificativa extraordinaria, que no puede
simplemente ignorar o minimizar. Muchísimo menos en situaciones de
injusta desigualdad. Teorías democráticas como la de Carlos Nino nos
ayudan a reconocer por qué es que las normas penales creadas por una
elite, en el marco de sociedades profundamente desiguales, pierden
presunción de validez (y así, presunción de constitucionalidad); por qué es que, entonces, las justificaciones que hoy el estado ofrece a favor de
su uso de la coerción no resultan persuasivas; y por qué es que su
autoridad termina quedando, en tales condiciones, cuestionada.14 La
teoría de la deliberación democrática elaborada, entre otros, por Carlos
Nino, sigue contando con una potencia extraordinaria para ayudarnos a
pensar en temas cruciales sobre el derecho penal y el castigo.
1 La “teoría consensual” que él elaborara, marcada por el liberalismo, se caracterizaría por una preocupación muy particular por los rasgos distributivos de la pena; y aparecería moldeada y limitada a la vez por principios como los de autonomía, inviolabilidad y dignidad de la persona, que Nino defendería con detalle, más adelante, en Ética y derechos humanos (1984).
2 Un primer intento importante de conectar ambas esferas del trabajo de Nino, en de Greiff (2002).
3 Durante la última década de su vida, Nino concentró sus trabajos principales en otras áreas de la teoría y el derecho (incluyendo, de modo especial, al derecho constitucional, pero también, por ejemplo, al derecho de familia, a la filosofía política, a la sociología política y a la teoría democrática). En esta última etapa, él no volvería a ocuparse, prácticamente, de los asuntos penales. De todos modos, en uno de sus últimos libros –Radical Evil on Trial– Nino se dedicó a repensar críticamente los juicios a la Junta Militar promovidos durante el gobierno democrático de Ricardo Alfonsín (juicios en cuyo diseño Nino estuviera involucrado de modo directo), pero manteniendo tanto a su teoría de la pena como a su teoría democrática básicamente separadas entre sí, como ocupando esferas diferentes.
4 Valga aclarar que “renovación y cambio” era el lema de la facción del partido radical a la que Nino adhería, y que en ese momento ganara la presidencia democrática del país, bajo la dirección y el liderazgo del Dr. Raúl Alfonsín.
5 Caso Nibia Sabalsagaray Curutchet, p. 32
6 El resultado –cabe aclarar y enfatizar este punto– fue, como podía esperarse, especialmente interesante en términos de imparcialidad: no se trató de una amnistía “a secas”, en donde una parte de la sociedad simplemente impuso sobre la otra su deseo de olvidar, sino una decisión reflexiva y matizada: Uruguay condenó políticamente lo ocurrido; hizo declaraciones públicas desde las máximas instancias, en tal sentido; promovió su propio informe “nunca más;” realizó homenajes, construyó monumentos, realizó ejercicios de memoria; investigó ampliamente lo ocurrido durante los años atroces (Gargarella 2013).
7 De hecho, puedo dar testimonio de las discusiones entre Nino y Ackerman sobre el punto, en donde Nino le criticara al último su división en “dos momentos”, y la necesidad de reconocer la importancia de los matices y los grados de validez.
8 Algunas consideraciones aparecen también en su debate con Raúl Zaffaroni, publicado en la revista No hay derecho (Nino 1991).
9 Entiéndase bien, de todos modos: lo que queda en cuestión no es, simplemente, el mal ejercicio de sus poderes coercitivos. Que el estado, contemporáneamente, haya convertido a las cárceles en mecanismos cotidianos de tortura solo agrava los hechos del caso.
10 A diferencia de las visiones expresivas sobre la pena –que justifican al castigo como un modo de expresión pública de reproche hacia el criminal– teorías como las de Duff entienden al castigo como una relación comunicativa, de ida y vuelta (no de “una sola vía”), en relación con el ofensor (Feinberg 1965, Hampton 1984). Por lo demás, teorías comunicativas como la de Duff han explorado de modo muy interesante de qué modo una teoría de la democracia con estos rasgos deliberativos/comunicativos podría intervenir para repensar los aspectos básicos del derecho penal –una exploración que Pablo de Greiff realizara, de modo pionero, tomando como eje directamente el trabajo de Nino (de Greiff 2002).
11 Duff piensa, en verdad, en dos situaciones capaces de socavar el “standing moral” del demandante. La primera, relacionada con mi falta de vínculos apropiados con la persona acusada, o con la acción en cuestión: puede ocurrir, por ejemplo, que dicha persona pueda ser juzgada por otros, pero no por mí porque, digamos, yo no forma parte de la comunidad jurídica relevante para intervenir en el caso. La segunda situación es la que aparece cuando mi “standing moral” resulta socavado en razón de “mis acciones previas” en relación con la persona impugnada (lo que no implica que esto justifique o excuse la acción del caso sino, simplemente, que yo no tenga legitimidad moral para criticarla). Véase, en general, Duff 1999, pp. 61-62.
12 En dicho caso, Bazelon propuso comparar la extrema pobreza con la insania, y propuso tratar a ambas de la misma manera, mitigando radicalmente la responsabilidad criminal de los ofensores del caso.
13 Autores como Stephen Morse –un abogado y psicólogo– sostuvo que el trabajo de Bazelon era empíricamente equivocado (la mayor parte de los desaventajados tendían a obedecer al derecho), poco persuasivo, además de “impracticable” (Morse 1976a, p. 1251; Bazelon 1976b, p. 1269). Otra crítica crucial contra tales posturas provino de criminólogos como Michael Moore. Para Moore, la postura de Bazelon asumía criterios “elitistas y condescendientes”, que terminaban por negar la “igual dignidad moral” de los menos aventajados (Moore 1985).
14 Las razones prudenciales, instrumentales, que puedan existir para preservar la paz social, no pueden reemplazar en dicho contexto las razones que son necesarias que el estado dé, para ganar autoridad para castigar.
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Recibido el 2 de septiembre de 2014; aceptado el 15 de noviembre de 2014.