HUMANIDADES Y CIENCIAS SOCIALES: INVESTIGACIÓN
Líneas quebradas. Una reflexión sobre la comunicación ciudadanía/gobierno*
Broken lines. A reflection on citizenship/governmet communication*
Sergio Caletti**
*) Este artículo surge de textos escritos entre 1998 y 2000, como parte del Informe
Final del PID Nº 3114, Fa-cultad de Ciencias de la Educación, financiado por SICTFRH,
UNER. Participaron (particularmente en el trabajo de campo) Juan Manuel Jiménez,
Aurora Ruiu, Alejandro Ramírez y Patricia Fasano, junto a las becarias de Iniciación en
la Investigación Fabiola Claret y Andrea Valsagna. Asimismo, estos avances integran
parcialmente los resultados del Proyecto Cód. 42715, financiado conjuntamente por el
CONACYT e instituciones participan-tes: UAM-X, UBA, UNC y UdeG. Recibido para
publicación en octubre 2005 y aceptado en marzo 2006.
**) Profesor titular ordinario de Investigación en Comunicación, Fac. de Cs. de la
Educación, UNER, Director del referido PID; Profesor titular regular de Teorías de la
Comunicación III, Fac. de Cs. Sociales, UBA. E-mail: scaletti@datamarkets.com.ar
Resumen
La llamada democracia se ha hecho parte sobreentendida de la escena política argentina, pero el pacto que la hace posible y que le da sentido viene siendo puesto en entredicho por la propia ciudadanía. Aunque el texto se aboca al caso argentino, la problemática señalada es, en rigor, propia de la política contemporánea: mientras el régimen de gobierno que llamamos hoy democracia se encuentra (en el planeta) más extendido y menos cuestionado que nunca, parece alejarse también crecientemente de la antigua aspiración de ser efectivamente el gobierno del pueblo que lo caracterizó programática y políticamente durante casi dos siglos. En este marco, aquí se vuelcan dos fragmentos de un trabajo de investigación que resumen lo avanzado sobre este punto. En el primero, el acento está puesto en el registro empírico de algunos rostros de esta debilidad; en el otro, la carga se inclina hacia una elaboración conceptual posible de lo que se supone que estos registros visibilizan.
Palabras clave: Vida política; Calidad de la democracia; Medios masivos; Representación.
Abstract
The so-called democracy has become an aspect taken for granted in the Argentine political setting, but the pact that makes it possible and provides sense to it has been questioned by the citizens themselves. Although the text is devoted to the Argentine case, the problem indicated is, strictly speaking, proper of contemporary politics: while the government regime we call democracy today is more spread (in the planet) and less questioned than ever before, it seems to be getting away increasingly from the old goal of effectively being the government of the people, which characterized it programmatically and politically during almost two centuries. Within this framework, two fragments of a recent research study are included here, which summarize the extent to which we have advanced on this issue. In the first one, the emphasis is on the empirical record of some aspects of this weakness while in the second one a possible conceptual production of what these records are supposed to evidence is strenghtened.
Key words: Political life; Quality of democracy; Mass media; Representation.
I. La política nuestra de cada día
I.1. Introducción
Desde la finalización de la dictadura militar, una presunta paradoja
signa el proceso político argentino. Tal vez, ella podría resumirse del
siguiente modo: mientras desde 1984 y a lo largo de estos años se ha
venido afianzando paulatinamente, y aun con altibajos, el carácter
democrático del régimen que nos gobierna, la calidad de la relación que
mantiene la ciudadanía con los miembros y con las actividades de la clase
política da señales de deteriorarse en progresión inversa. La faz más
evidente de este deterioro se condensa en el enorme desprestigio en el
que ha caído la política, en su acepción más amplia.
Es tal la naturalización de la que se inviste este desprestigio que su
sola mención invita a asociar inmediatamente con una cadena de lugares
comunes (corrupción, crisis de representatividad, etc.), al punto tal que
un tratamiento sistemático del tema enfrenta la dificultad de estos falsos
sobreentendidos que campean sobre ella, y que hacen suponer un
engañoso dejà vu cuando, en rigor, la cuestión es apenas como el síntoma
en el que cobra forma visible un arco de problemas de cierta densidad y
que, según parece, no han sido conveniente o adecuadamente analizados.
Las tonalidades extremas que asume el fenómeno aludido en el
momento de escribir estas páginas pueden observar, como ya lo han
hecho más de una vez en este período, variaciones, altibajos, cambios
de humor relativamente bruscos. El reciente caso de entusiasmos y
desencantos en torno de la Alianza así lo ilustra(1). Valdrá entonces aclarar
que la cuestión principal, a nuestro juicio, no es la de las mediciones del
día de popularidad o impopularidad. Ése no sería más que, en definitiva,
el aspecto llamativo y trivial del problema. En este contexto, la pregunta
básica que el fenómeno debería tal vez propiciar está considerablemente
ausente del debate. A saber: ¿de qué tipo es entonces este afianzamiento
de lo democrático que puede prescindir de -o incluso resulta capaz de
moverse en sentido contrario a- una consolidación correlativa de los lazos
que vinculan a representantes y representados, lazos que se encuentran
en la base misma del pacto constitucional? O, de otro modo: ¿es esta
democracia efectivamente la misma de la que hemos hablado
tradicionalmente?
Hay elementos para pensar que no. Más: a nuestro juicio, hay elementos que invitan a pensar si el ejemplo argentino no es uno entre
otros, y si acaso no estamos en los umbrales de un cambio relevante y
duradero en aquello que cabe denominar, con más propiedad, el régimen
de gobierno del Estado. Un cambio, o mejor, un proceso de cambios,
en los que se estaría forjando un espécimen nuevo en el género de las
formas con que hemos conocido hasta ahora a las democracias liberales
de Occidente.
En las páginas que siguen se exploran algunos de estos horizontes a
partir de lo avanzado en un Proyecto de Investigación cuyos inicios se
remontan a 1993 y concluido en 2000. El proyecto tenía por objetivos
mayores indagar en las condiciones generales de posibilidad para la
emergencia de nuevos actores políticos en sectores populares, a partir
de las nuevas formas de pobreza que comenzaban a generalizarse en laépoca. Los resultados de un primer trabajo de campo, realizado en 1994,
mediante técnicas cualitativas y cuantitativas, en barrios marginales de las
ciudades de Santa Fe y de Paraná, orientaron a una reprogramación del
trabajo en virtud de la relevancia alcanzada por algunos indicadores. Se
planificó entonces una segunda toma de campo, realizada en 1997, para
un universo mayor y con las más rigurosas técnicas de encuesta. Los datos que se vuelcan en cuadros más adelante(2) corresponden a uno de
los aspectos sondeados, el que refiere directamente a los vínculos que el
universo muestreado mantiene con la dirigencia política, esto es, el nudo
problemático al que venimos aludiendo desde un principio.
Partimos del contexto argentino por una triple razón. Por una parte,
como puede ima-ginarse, porque éste ha sido el espacio de referencia
de nuestras interrogaciones primeras. Para una generación que se educó en la idea según la cual la política era el campo de los más intensos,
creativos, universales y honorables juegos de interacción en el espacio
social, y que se habituó asimismo a concebir la política como el primer
y más abarcador prisma cotidiano para la inteligibilidad del mundo, de
sus acontecimientos, y aun de la propia vida, la Argentina de hoy -con
seguridad no sólo ella, pero en principio ella- resulta un escenario capaz
de promover desconcertantes extrañamientos, como los que surgen
cuando -al cabo de fragores y esperanzas, dictaduras, muertes y exiliosse advierte que la política ha ido deviniendo, para muy amplios sectores
de la población, en una suerte de especialización profesional sospechada
y ruin, de la que por fortuna se ocupan otros.
En segundo lugar, y como parte de un interés teórico, porque
hipotetizamos precisamente (en relación con lo ya insinuado como no
exclusivamente local) que a la Argentina le toca el raro privilegio de
integrar una suerte de destacamento avanzado de naciones donde la
emergencia de nuevas formas de democracia al estilo de ésta, la nuestra
y paradójica, ha comenzado a desplegarse con mayor velocidad y
extensión que en otros países de Occidente.
No suponemos de modo alguno, claro está, que el ejemplo argentino
guarde similitudes inmediatas con otros contextos nacionales. Pero
entendemos sí que pueden establecerse conexiones significativas de
distintas características tanto con otros países de América Latina como
con algunos de Europa Occidental y otros de Europa Oriental. De todos
modos, las referencias que formulamos en estas primeras páginas omiten
aquellas conexiones y se circunscriben a la Argentina.
Pero, tercero y sobre todo, partimos del caso argentino porque a él
volveremos, literalmente, en función de los resultados de una indagación
empírica bajo cuyo estímulo y requisitoria -ambas cosas, sin duda- se
inspiraron y orientaron muchas de estas reflexiones, como una suerte de
marco interpretativo para el procesamiento y análisis de los datos
producidos.
I.2. Los rostros de la des-representación
Para dar cuenta de algunos de los principales resultados de campo
obtenidos a través de encuestas, es inevitable referirnos en primer término
a aspectos relativos a las técnicas de trabajo que se utilizaron. Nos
limitaremos a aquellas referencias imprescindibles para facilitar la lectura
de los números que se expondrán, así como de lo que es nuestra lectura
de tablas.
Permítasenos entonces, en primer término, ubicar al lector respecto
de la organización de los datos a desplegar. Dado que tanto en la
construcción del cuestionario como en la codificación de las respuestas
(todas abiertas) se siguieron algunos caminos no del todo convencionales,
rogamos, en ese sentido, la paciencia de atravesar ahora la secuencia de
estas aclaraciones introductorias.
En un primer corte, los datos recogidos refieren a las dos grandes
instancias hacia las que, por hipótesis, hemos enfocado nuestro análisis,
a saber, la que denominamos espacio público-televisivo y la que denominamos socialidad inmediata.
Para cada una de estas dos instancias, se formularon preguntas
dirigidas a producir indicios acerca de cómo se distribuye (a) la asignación
de confianza política, (b) la apreciación de virtudes, y (c) la identificación
de tipo simpático entre las figuras que pueblan respectivamente ambos
espacios desde la perspectiva del encuestado. De esta manera, el cuerpo
central del cuestionario (a la vez, el tramo sistemáticamente reiterado en
las distintas tomas de campo) se construyó con reactivos distribuidos de
este modo:
Tabla 1:
Esquema de reactivos utilizados
En otras palabras, se trata de una secuencia de 17 reactivos que de
manera del todo homogénea explora los tipos de vínculo entre la
ciudadanía y quienes se supone la representan, tanto en el pequeño
espacio público construido en términos de las relaciones con el mundo
inmediato (familia, vecinos, barrio, etc.) como en el ámbito del gran espacio público, básicamente delimitado por la oferta massmediática. En la
presente sinopsis, nos limitaremos a volcar referencias únicamente de este"espacio público televisivo", en sus aspectos generales.
No se preguntó, sin embargo, "que opinión le merece" o "como
calificaría", ni muchos menos "cuál de los siguientes 5 atributos mejor le
corresponde a Fulano de Tal", sino que se ofrecía el atributo preguntando
a quién se lo aplicaría. Así, en vez de someter al entrevistado a la mecánica
de definirse respecto de una "realidad" que viene implícitamente construida
desde el cuestionario, se propició que, en cambio, el entrevistado
construyera él una "realidad" en los términos que más le cuadrasen, sobre la base de un grupo de significantes relativamente libres de referencialidad.
De este modo, y reteniendo el eje de lo político como organizador
conceptual del conjunto de categorías, optamos por agrupar los nombres
ofrecidos de manera abierta por los entrevistados en los siguientes tres
grupos:
• el de los integrantes de una representación propiamente "política",
en adelante RP (básicamente dirigentes partidarios y funcionarios de
cualquier nivel y/o rama de gobierno);
• el de los integrantes de una representación "sustituta" (de la
propiamente política), es decir aquellos que sin ser propiamente "políticos" aparecen vinculando su propio decir a asuntos convencionalizados como
'políticos', u ostentando características que permitirían ubicarlos en ese
rol: periodistas de programas informativos y de opinión, pero también
figuras de programas humorísticos que "dicen cosas", caricaturizan, etc.,
en adelante RS, nombres que subdividimos en "informadores" y "opinadores", y
• el de los integrantes de una representación "desplazada" (respecto
de la política), esto es, el de las figuras que lejos de desarrollar actividades
concomitantes con los asuntos de la vida política, resultan empero
depositarios potenciales o efectivos de una "representatividad":
conductores con escaso o nulo ejercicio del comentario político como
los de programas de entretenimientos, o bien artistas, figuras del
espectáculo, personajes de ficción, arquetipos (en adelante RD,
subdivididos en "presentadores", "figuras con arte propio" y "figuras de
ficción/arquetipos").
Podrá entenderse que "sustituta" y "desplazada" son denominaciones
convencionales e internas a los mismos presupuestos de investigación que
precisamente intentan facilitar la visibilidad de los desarreglos que sufre
hoy el canon republicano de la representación política, al tiempo que
permiten esbozar algunas hipótesis de lectura.
A estas tres categorías, tuvimos que añadir una cuarta, que
llamaremos de "representación cero" (en adelante RC), dado el alto número
de respuestas del orden de la negatividad (del tipo: "nadie", "ninguno",
etc.) y dada, también, una fluctuación de rango llamativamente amplio
en las respuestas del tipo "no sabe / no contesta", lo que habla a todas
luces de algo más que de la típica ausencia de opinión propiamente dicha
que, sea por error de aplicación o por falencia del encuestado, tiene siempre su cuota en cualquier sondeo, si bien en proporciones raramente
superiores a un dígito(3). RC abarca entonces ambas respuestas -tanto
negativas como elusivas- aunque, de todos modos, y por razones de
transparencia, las mantenemos discriminadas.
Hechas estas aclaraciones mínimas, creemos que la manera más
directa de anticipar la organización de los datos que se expondrán es
presentar el diseño total de las categorías y sus intersecciones, a través
de un cuadro (ver Tabla 2), donde puede apreciarse el modo en el que
funcionaron los distintos reactivos y códigos de agrupamiento de
respuestas con los que trabajaremos. Vayan entonces, estos cuadros
vacíos, a los fines de una más rápida visualización.
Tabla 2
Espacio Público Televisivo - Diseño TOTAL
Los tres primeros reactivos que analizaremos son los que buscaron
explorar el estado de las relaciones propias de una delegación política
implícita, vinculada a un ejercicio de confianza, con todo el peso que este
término arrastra desde la teoría política de la democracia(4). Es sabido que
de las tres formas bajo las cuales se ensayó resolver los problemas de la
representación en la historia política de las repúblicas modernas -el
mandato, la afinidad, la fiducia-, ha sido esta última, vale decir, el depósito
de confianza junto al otorgamiento de una amplia autonomía para usar
de ella ejerciendo la representación, la modalidad que prevaleció en las
repúblicas representativas de hoy. Es por ello que indagar por ese vínculo
de confianza se vuelve, a nuestro juicio, decisivo.
Lo primero que salta a la vista en los datos que estos reactivos
producen son, sin duda, las proporciones en las que se confirma una
condición que se entiende por demás sabida respecto de la vida social
contemporánea: la población no cree en los políticos ni los visualiza como
aquéllos que se supone que son, esto es, sus representantes. Condición
sabida, hemos dicho, pero respecto de la cual es muy poco lo que aún
hoy puede decirse "a ciencia cierta"(5).
La más elemental, la más clásica, la más abierta de las formas de la
representación de talante político -la capacidad de expresar en público
lo que otros piensan- coloca a los políticos, de acuerdo a estos datos,
en un lugar misérrimo. Veamos el Cuadro 1.
Cuadro 1.
Datos '97¿Quién dice cosas que usted piensa? ¿Cuáles? En %
Si se trata de explorar la medida en que el segmento de los políticos "dice" lo que la ciudadanía piensa o, mejor, la medida en la que ésta se
siente presente en lo que los políticos dicen, este reactivo funcionó, en
un sentido, de manera óptima. Esto es, en relación con la apertura que
el propio instrumento buscaba posibilitar, de modo que los entrevistados
expresasen con la mayor espontaneidad posible los lugares de depósito
de la fiducia, sin resultar excesivamente constreñidos por los cánones de la representación propiamente política.
Así ocurrió. Los respondientes no necesariamente percibieron el
interrogante como de carácter "político", por lo que las respuestas pueden
considerarse ampliamente fidedignas respecto de la medida en que cada"grupo de roles" captura la representación espontánea de la ciudadanía.
No se nos escapa que, a la vez, a la mencionada ventaja puede señalársele
su punto negativo: podría contraargumentarse que indicar que, precisamente, la ausencia de una específica delimitación al carácter político
de "las cosas que usted piensa" facilita excesivamente las respuestas"descentradas". Pero, ¿no sería este argumento acaso el resultado del
hábito instalado respecto de lo político como una "especialización", en
la acepción negativa que lo distancia de lo que constituye el desarrollo
mismo de la vida en común?
Valga señalar -porque en cualquier caso resultará extremadamente útil
a la hora situar de qué estamos hablando- una casi obviedad en este
cambio de siglo en que vivimos, obviedad que sin embargo es, o debería
ser, motivo de escándalo. La perspectiva que nos interesa obliga a
recordar que, de acuerdo a cánones, correspondería que prácticamente
la totalidad de la respuestas fuese del tipo que aquí hemos denominado
RP, salvo el porcentaje de Ns/Nc.
Pero no es éste el resultado. Cabe formular los siguientes
señalamientos en relación con los datos:
a) El grupo de respuestas que espontáneamente señaló a políticos
como aquellos que dicen lo que uno piensa es el más bajo de todos los
agrupamientos posibles: 5.6% del total.
b) De ningún modo cabe pensar que la pregunta desvió a asuntos
del "decir" y del "pensar" ajenos a la vida en común: los que se llevaron
las palmas en esta pregunta fueron precisamente aquellos que, a través
de programas periodísticos, hablan de la actualidad y dicen cosas
(comentan o incluso hacen bromas), exactamente sobre esas cosas sobre
las que también hablan los políticos; y muchas veces lo hacen con ellos
o en referencia a ellos; este grupo obtuvo el 32.8% del total, y si el
agrupamiento se extiende a los periodistas-locutores-conductores de
programas periodísticos en general, asciende al 41.2%, lo que significa
una relación de casi 8 a 1 respecto de los políticos.
c) Hay más. En definitiva, entre periodistas y políticos, se acumula el
46.8% de las respuestas. ¿Qué ocurre con el resto, holgadamente la mitad más uno de la población muestreada? Como se ve en el Cuadro 1, son
dos las grandes vías de dispersión. Por una parte, las figuras del
espectáculo (presentadores y con arte propio), que suman el 24.2% de las
respuestas. Por el otro, el 29% que, por una u otra vía, se resiste a
designar el nombre de quien lo "representa".
d) Vale la pena detenerse en este 29%. Son tres las modalidades de
respuesta que lo integran. La mayor numéricamente y también la más
directa, clara y tajante, la de aquellos que lisa y llanamente respondennadie, ninguno, etc.: 14.6%. En segundo lugar, la de quienes optan por
el elusivo "no sé", "no tengo idea": 9.6%. En tercer lugar, pero de ninguna
manera menos significativa que los anteriores, la modalidad adoptada por
quienes responden lo imposible (figuras de ficción / arquetipos): Chuck
Norris, La Biblia, Atahualpa Yupanqui
(6), etc., y que suman 4.7%.
La medida de esta desacreditación general de la llamada "clase" política había sido uno de los aspectos más llamativos de los resultados
obtenidos en los sondeos preliminares (Datos '94). Como se verá enseguida, en algunos casos, las dos tomas presentan diferencias (aunque
nunca sustantivas). Pero si hay un caso de consistencia de los datos, eséste. Véase el detalle comparativo en el Cuadro 2 y, en particular, la
coincidencia de los totales asignados a cada una de las cuatro grandes
categorías (en negrita).
Cuadro 2.
Comparativo Datos '94 /Datos '97. ¿Quién dice cosas que usted piensa? En %
El total de los tres reactivos utilizados en relación con la confianza
política entrañan una progresión en varios sentidos, aunque es posible
que los intervalos semánticos que las separan -en caso de poder
establecerse su magnitud- no sean homogéneos (algo que intentó compensarse con la ubicación de los respectivos reactivos en la secuencia
del cuestionario). Se trata, claro está, de tres reactivos que apuntan por igual, bajo distintas modalidades, a la sindicación de los atributos propios
de una confianza política, que es a su vez base de la representación en
el sentido clásico del término.
Esta progresión es la que se plantea entre "expresar" al otro haciendo
presente sus formas de ver, "dirigir" al otro en tanto se lo orienta en general
respecto de las cuestiones de interés común (incluidas eventualmente las
posiciones frente al poder establecido), y "gobernar" al otro, esto es,
tomar las decisiones que habrán de afectarnos, en el marco del sistema
que nos rige colectivamente. Me expresa, me orienta, me gobierna,
pueden pensarse así, esquemáticamente, como tres niveles sucesivos de
focalización en la política convencionalizada como tal, y también, por lo
tanto, tres niveles sucesivos de sujeción implícita del entrevistado a lógicas
establecidas para la formulación de sus respuestas.
Este último aspecto tiene su importancia: es considerablemente más
difícil responder Chuck Norris o Susana Giménez si lo que se pregunta es
por quién merecería ser gobernante que simplemente por quién dice lo
que diríamos nosotros. Veamos entonces, en el Cuadro 3, la serie de
datos de los tres reactivos.
Cuadro 3. Datos '97.
Respuestas indicativas de una relación de confianza política. En %
Tal como se señaló, dos de las tres preguntas de este grupo se
dirigían explícitamente a la zona convencionalizada de lo político, en la
acepción casi profesionalista del término. De acuerdo al sentido común,
los reactivos parecían en este caso correr el riesgo de recortar a priori el
universo de las respuestas posibles al mundo de la clase dirigente. Pero no ocurrió así. La pregunta por el buen dirigente, por ejemplo, llevó a
que sólo uno de cada cuatro entrevistados se sintiera compelido a -o
eligiera- mencionar políticos.
Nos interesaba aquí indagar también en las diferencias que pudieran
establecerse entre estos dos matices (gobernar, dirigir) en la organización
de las cosas que los entrevistados hicieran a través de sus propios
registros de lo político. El registro respectivo fue capturado doblemente:
a través de las preguntas mismas, y a través de la codificación. Los
resultados ratificaron una conjetura de la investigación, pero
probablemente en una medida menor a la esperada. Entre otras cosas,
influyó el hecho de que por el propio sistema de notación adoptado,
figuras como la de Ramón Palito Ortega y, en algunos casos, el propio
Duhalde o Graciela Fernández Meijide, fueron considerados dirigentes (7).
En este marco cabe señalar un aspecto que puede resultar de
particular interés. De acuerdo a lo visto hasta aquí, podría decirse en
principio que la ciudadanía aparece "des-representada" -desde su propia
percepción- en relación con el conjunto de la clase dirigente que,
ocupando posiciones de relieve en el sistema institucional, no refrenda
sus títulos. Y, sin embargo, no existe el llano, esto es, el espacio político
donde la confianza de la ciudadanía supuestamente se recrea en nuevas
o terceras figuras que se preparan para disputar lo que ha sido vaciado o
expropiado. Por el contrario, la "des-representación" ciudadana no tiene
que ver con unos políticos, con unos partidos, con unas específicas
instituciones incluso. Tiene que ver, antes bien, con la política.
En el conjunto de datos volcados hay otros elementos de juicio que
se plantean rápidamente ante la lectura en el sentido señalado. ¿Qué implica que 6 de cada 10 entrevistados no mencionen a ningún político
ante una pregunta tan sesgada en esa dirección como ¿Quién diría usted
que merecería ser gobernante?, de los cuales a su vez casi la mitad
responden explícitamente nadie u optan por designar lo imposible?
Es necesario pensar el problema en toda su magnitud: el conjunto
de las respuestas agrupadas como RS, RD y RC/Neg para cada uno de
los tres reactivos -es decir, en el orden de su presentación, 84.8%, 63.7%
y 50.4% condensa el orden de las proporciones con que la representación
política fracasa como tal, la magnitud en la que puede pensarse que los
supuestos cánones han dejado de ser precisamente tales. Estas proporciones crecerían considerablemente si, como parece lógico, asumiésemos que entre los que no contestan hay también una importante
dosis de "des-representación": el orden de los que se resisten a ofrecer
un nombre en estas preguntas es, en promedio, el mayor de toda la serie
de respuestas del tipo Ns/Nc.
Detenerse en el análisis de este grupo de respuestas (Ns/Nc) lleva a
ratificar la sospecha. No sabe, no contesta es, sin duda, una clasificación
empobrecedora, aplanadora de respuestas que, como las siguientes,
quedaron bajo esa gris denominación:
- Ay! me mataste con esa pregunta....
- No sé, porque el presidente que nos hace cagar a todos de hambre, él ni dice nada...
- La verdad que a esto no sé qué decirte..
- No sé, si todos dicen y no cumplen las cosas, qué voy a decir!
(8)
La contracara de este presunto fracaso casi gigantesco de la
representación política del sistema es que ya ni siquiera se lo protesta,
sino que es asumido con la naturalidad del paisaje, y el escándalo se
acalla. La suma de quienes no encuentran (entre quienes se supone que
deberían) a aquel que merezca gobernar, ni a quien pueda ser buen dirigente, ni a quien diga lo que uno piensa -esto es, respectivamente, 60%,
75% y 95%- constituye la cifra de la distancia que mantiene (y reproduce)
la organización institucional del Estado con la propia ciudadanía que le
da sustento. Al menos, en el espacio del universo muestreado.
No es nuestro propósito fundamentar con estos números conjeturas
apocalípticas. Hasta cierto punto, se sabe propia de las democracias
contemporáneas la tendencia a separar precisamente el andamiaje
legislativo y tecnoburocrático de gobierno de la sociedad civil y sus
intereses cotidianos (la generalización del lobby, por la inversa, denuncia
el fenómeno). Esta tendencia descansa a su vez en la delegación que la
ciudadanía hace de su soberanía a unos funcionarios que cumplen, como
diría Kelsen, con la ficción de la representación. Pero esta ficción tiene
un requisito sine quae non: ambos términos sociales de la ecuación
(representantes y representados) deben creer en ella, y no precisamente
como ficción. De qué manera puede sostenerse la representación cuando
los representados no la reconocen, es una pregunta que no merece
apocalipsis, pero sí reflexión.
Decíamos presunto fracaso: también cabe la posibilidad -es la
hipótesis que sostenemos- de avizorar en estos datos los indicios de un nuevo régimen de gobierno, democrático en el sentido de Robert Dahl(9) pero ya no más republicano, que parece capaz de sostenerse sobre las
bases de la relativa prescindencia ciudadana. Precisemos aún la cuestión.
La lógica de cualquier sistema político de tipo democrático supone, de
manera inexcusable, la existencia de un espacio en el que pueda cumplirse
con la representación ciudadana bajo alguna modalidad, sea ésta -tal y
como suele estipularse, y ya recordamos- por afinidad, por mandato o,
como es lo arquetípicamente republicano, fiduciaria por selección
periódica. Cuando es fiduciaria, como en nuestro caso, la falta de la
llamada "credibilidad" se torna en una grave paradoja.
Permítasenos ahora un comentario casi técnico que hace
absolutamente a la lectura de los datos. En alguna medida imposible de
cuantificar, estos resultados generales adquieren mayor peso si se
considera lo que podríamos denominar como ciertas condiciones sociales
de producción de los datos por encuesta. Veamos. Por más cuidadosas
que sean las técnicas aplicadas y por más "espontánea" que sea la
respuesta del entrevistado, esta "espontaneidad" no es abstracta sino que
se inscribe -y debe entenderse- en el marco de lo que él supone que son
las condiciones bajo las cuales es interrogado, condiciones que a su vez
infiere de los indicios de la situación que se le presenta, a la luz de sus
propias competencias culturales.
De aquí se sigue que desde la perspectiva del entrevistado resulta
considerablemente más fácil y presumiblemente más adecuado contestar
el nombre de un político conocido y no el de un héroe de película cuando
se le pregunta quien es o sería un buen dirigente. Para responder algo
que el entrevistado puede suponer en ruptura con las reglas implícitas de
la situación que en ese instante sostiene frente a y con el entrevistador
son necesarias una cierta convicción y una decisión de enunciarla para
nada desdeñables. Con frecuencia, las respuestas elusivas (no sé, no tengo
idea, etc.) ponen de manifiesto la disonancia entre lo que el encuestado
cree o siente y las reglas implícitas bajo las cuales se supone interrogado,
disonancia que zanja eludiendo el punto. En nuestro caso, las
instrucciones de campo apuntaron especialmente a aligerar todo lo
posible el peso de estas reglas, intentando controlar la invocatoria
implícita a cualquier requisito de "racionalidad" en las respuestas,
racionalidad que suele no ser otra cosa que un efecto de hegemonía, vale
decir, de subordinación al código de las legitimidades presuntas.
Salvo mediante la aplicación -más compleja- de algunas escalas
actitudinales, las técnicas habituales de encuesta de opinión omiten ese
elemento decisivo de juicio que no es la frecuencia de una respuesta sino
la intensidad(10) con que es formulada. Los porcentuales que aquí comentamos deberían pues leerse asumiendo que quien profiere el nombre
de un héroe de película para señalar a su dirigente ideal lo hace con
alguna cuota de desafío hacia los políticos consagrados, cuota que es
mayor que la de quien evita la respuesta y probablemente mayor aún que
la de quien propone un periodista.
En este contexto de lectura, los datos expuestos añaden ribetes de
mayor relieve a la inconsistencia que se deja ver entre lo que suponemos
habitualmente que es nuestra democracia política, incluso con sus
reconocidas debilidades, y, por el otro lado, la manera en que esta
supuesta democracia se procesa, se significa y al mismo tiempo ¿se
completa? en y desde la subjetividad de la ciudadanía. Es por todo ello
que, a nuestro entender, este conjunto de datos grafica con crudeza la
magnitud de los procesos que, relativamente carentes de una expresión
política "objetivada" (porque no hay votaciones ni encuestas de opinión
que se publiquen al respecto) están sin embargo modificando de modo
profundo el sentido de las instituciones sobre las que se soporta la vida
política del país.
Mientras tanto, cabe advertir hasta qué punto una técnica de investigación, la encuesta, que suele darse como expresión misma de la verdad,
depende, también ella, de los encuadres previos de la investigación. La
observación resulta pertinente en un tiempo como el actual, en el que se
ha vuelto casi cotidiana la medición por sondeo de las inclinaciones
políticas de lo que ahora se llama "la gente", mediciones que los medios
publican con notable efecto de cientificidad e impacto de opinión. Por lo
común, en estos estudios se incluyen nombres entre los cuales el
encuestado marca sus preferencias. Es difícil que figure en el contexto
teórico de estas indagaciones, realizadas a pedido y con fines inmediatos
y restringidos, la posibilidad de que el hecho mismo de tener que elegir
entre cualquiera de ellos constituya, por ejemplo, una opción poco
halagüeña.
Si asumimos que los tres reactivos cubren, a nuestros fines y
tentativamente, un cierto campo de significaciones (respectivamente: el
de la confianza depositada para decidir el rumbo general, el de la confianza para orientar la posición de los más afines, o bien la confianza
como para asumirse expresado por), y construimos sobre esa base una
media teórica, veremos que la percepción de una "representación cero" constituye el resultado de mayor frecuencia relativa. (Ver, al respecto,
Cuadro 4)
Cuadro 4. Datos '97.
Media teórica para el campo de conceptos vinculados. En %
A la vez, la suma de quienes optan por mencionar una figura
absolutamente ajena al quehacer específico (desde el conductor del
programa de chistes, juegos y música Marcelo Tinelli hasta Bruce Willis)
más aquellos que no quieren o no pueden dar nombre alguno cuando lo
que se pregunta, en tres ocasiones distintas y bajo distintos aspectos, es
en quién depositaría usted su confianza política, supera la mitad de la
muestra (!!), frente a un magro 24% que decide nombrar -porque de verdad
lo siente o porque le parece adecuado decirlo- a figuras del campo de la
actividad política reconocida como tal.
Vale la pena comparar estos resultados con los que se habían
obtenido preliminarmente en el sondeo realizado en dos barrios marginales
de Santa Fe y Paraná, tres años antes. Es lo que se pone en evidencia
en el Cuadro 5.
Cuadro 5
Datos'94. Media teórica equivalente. En %
¿Qué es lo que en rigor está en juego en estos números? La respuesta
supone otra pregunta: ¿qué implica para un cuerpo social, o para un
segmento de él, que una cada dos personas rehúsen sentirse parte de la
institucionalidad política en la que sin embargo están inscriptas en la
condición de meros ciudadanos? Aunque no apresuremos ninguna
conjetura, queremos sí señalar que interrogarse por estas implicaciones
incluye, cuando menos, tres asuntos de distinta índole, a saber:
a).¿Qué implica para el que se rehúsa, esto es, qué consecuencias
tiene su rechazo en sus propias disposiciones hacia lo político?
b).¿Qué implica para el que no se rehúsa, vale decir, de qué calidad
es su adscripción de confianza a políticos, asumiendo que unos y otros
entrevistados conviven e intercambian experiencias cotidianamente, que
no constituyen universos estancos, que, en definitiva construyen en común
el sentido de las cosas?
c).¿Qué implica para el sistema político cuya legitimidad supone a
ambos por igual y por igual requiere de ellos?
Los dispositivos de la representación constitucionalmente prescriptos
se cumplen, pero la relación de representación que surge de este
cumplimiento parece ahuecada de sentidos.
Durante décadas y más, los debates teóricos en torno al problema
de la representación estuvieron abocados al polo del representante, en
cuyas manos yacía la decisión de interpretar de un modo u otro las
obligaciones de su condición. Tal vez no sea ya éste el problema a debatir
sino, por el contrario, la manera en que la relación representacional se
tensa o se diluye cuando es el elector quien, luego de votar, mira para
otro lado.
Pero este carácter hueco de la representación política propiamente
dicha bien podría no entrañar de modo necesario el desarrollo de una
conflictiva inmanejable para el sistema político, en tanto aparato
especializado, en la medida en que la ciudadanía cumple con su
obligación como cuerpo electoral y, en lo básico, se ajusta al orden. Y
tampoco sería necesariamente insoportable para la ciudadanía, en la
medida en que el régimen de libertades individuales tiende a preservarse,
al tiempo que no existen en el cuerpo social otras condiciones a la vista
para emergencias de tipo utópico que entren en colisión con las
instituciones. En otras palabras: son muy pocas las patologías que conducen inevitablemente y con rapidez a la muerte. Esta, más bien, puede producir una convalescencia prolongada y degradante.
Podríamos pensar que el tratamiento dado a los números en los que
nos apoyamos para semejantes reflexiones es, por resumir, demasiado
grosero. Pongamos entonces a prueba nuestros propios números. Así,
cabría por ejemplo desprender del cálculo a aquéllos que, influidos por
la incorporación ya experimentada de estrellas a la política (Palito Ortega,
Lole Reutemann, etc.), no habría que interpretar como autoexcluyéndose
de la dinámica republicana por el simple hecho de señalar al conductor
de programa de entretenimientos Marcelo Tinelli o al futbolista Diego
Maradona a título de depositarios eventuales de la propia confianza
política. Y también podría retirarse del cálculo a todos aquéllos que se
niegan a contestar (ns/nc) ya que -supondremos por un instante- los reactivos desconciertan a tal punto a los entrevistados que efectivamente
sus palabras elusivas configuran ausencia de opinión.
Lo que nos resta de este modo es un porcentual por supuesto menor,
pero sobre cuya intensidad y significado caben, ahora sí, muy pocas
dudas: uno de cada cuatro entrevistados (23.4%) lisa y llanamente desafía
la lógica republicana de la representación recurriendo a figuras de ficción
(3.2%) o señalando Nadie (20.2%). Léase esta suma en contraposición a
la del segmento que asocia los atributos de la confianza política con sus
titulares naturales (24%), así como en relación con la del amplio grupo
que oscila entre ambos (52.6%), vale decir, que "sustituye" a estos titulares
naturales por figuras vinculadas al acontecer, o bien "desplaza" el
problema buscando referencias que pueda sentir o imaginar equivalentes
en rostros que le suscitan algún tipo de confianza.
I.3. El resto es desierto
Ahora bien, nos importa también, en particular, tener algunos
elementos de juicio respecto del lugar que ocupan los políticos, la política
convencionalizada y las preocupaciones que al margen de ella pueden
merecer el nombre, en el marco general de la heterogeneidad de asuntos
y figuras que ocupan el espacio de lo público, cuando no están de por
medio las cuestiones que más "naturalmente" se vinculan a lo político. Por
caso: ¿es la actividad política fuente de referencias en algún otro sentido?; ¿hasta dónde llega el rechazo que parece impregnar a sus figuras?
En el mismo segmento de la encuesta donde se formularon las
preguntas correspondientes a los datos comentados hasta aquí, y con los mismos procedimientos, se incluyeron tres reactivos que permiten
aproximarnos a otra instancia de valoración de las figuras de la esfera
pública, más vinculada a la distribución de atributos habitualmente
considerados positivos y que cubren tres diferentes facetas de los
desempeños sociales. Se trata de aquello que al principio de este texto
anticipamos como "apreciación de virtudes".
Uno de estos reactivos (¿De todos ellos, quién le parece más
inteligente?) alude al rasgo que quizá, en el orden de los talentos
personales, más comúnmente resulta objeto de valoraciones sociales. Otro
de los reactivos (¿De quién diría que tiene realmente éxito?) apunta
directamente a la relación entre los esfuerzos y los logros en el sentido
más amplio de la expresión, aunque frecuentemente medido en términos
materiales. El tercero (¿De quién diría que aprendió alguna cosa?) es elúnico que indaga explícitamente por un vínculo entre el respondiente y la
figura que nombre, vínculo en particular asentado en una zona lindante
con lo moral en el triple sentido de:
• resultado de una sabiduría sobre la vida,
• que se reconoce relevante más allá de las circunstancias, y
• que existe para ser entregado de unos a otros en el espacio social.
En conjunto, los tres reactivos bocetan un cierto perfil acerca del valor
social del que inviste la actividad política, en la carnadura de quienes la
realizan, y a los ojos de los entrevistados.
En la serie de datos relativos a estos reactivos, tres fenómenos llaman
inicialmente la atención (Ver Cuadro 6):
Cuadro 6. Datos '97.
Respuestas indicativas de una apreciación de "virtudes". En %
• los políticos existen menos todavía que en la serie anterior,
• no hay ninguna correlación directa entre las tres "virtudes" y, por último,
• el requerimiento de "alguien de quien hayamos aprendido algo en
la vida" concentra una frecuencia abrumadora de respuestas del tipo "nadie".
Los datos del Cuadro 6 son contundentes en las tres direcciones
señaladas más arriba. Y no sólo en ellas. En conjunto, las respuestas
grafican una sociedad de apreciaciones inmediatistas y lastimada en su
capacidad de balance. Inmediatismo: (relativamente) más inteligentes son
los que opinan algo (opinadores, 32.4%); éxito es lo que lograron
(relativamente) las caras evidentes de la tevé (presentadores tipo Susana
Giménez y Marcelo Tinelli: 59,1%). Pero calidades morales que admirar,
de las cuales aprender, no es lo que signa ni a los inteligentes ni a los
exitosos, sino que es (relativamente) lo que no tiene nadie (nadie/ninguno,
41.9%): sociedad lastimada.
Regresemos a nuestro eje principal. Si en la serie de respuestas
indicativas de una confianza de corte político, los porcentajes
correspondientes a las figuras de la política oscilaban entre un 40 y un 6,
en esta nueva serie el techo es lo que allá era el piso. La inteligencia -el
atributo dentro de todo más reconocido a los políticos- no es lo que precisamente caracteriza a los titulares de la representación ciudadana, en
la percepción de los entrevistados. Cualquiera de la subcategorías abiertas
por fuera de la actividad política concentra más frecuencias que todos
los políticos juntos.
Pero semejante pobreza de presuntas inteligencias es lo de menos.
Más fuerte es otra evidencia: virtualmente a nadie se le ocurre mencionar
a un político cuando se trata de pensar de quién aprendimos algo a lo
largo de la vida.
Nótese precisamente en el Cuadro 6 la manera en que se distribuye
la atribución de un saber, de un decir o de un hacer que resulte ejemplar,
esto es, al que se le reconozca entidad como para que merezca o haya
merecido extraer de él alguna enseñanza, moral o práctica: la mayor
frecuencia (41.9 %) fue la abiertamente negativa, la segunda a figuras del espectáculo, reales o ficcionales, con 37.9%, la tercera, a comunicadores
(11.1%) y en particular a aquellos que dan opinión (8.8%), y la última a
políticos (1.0%).
Nótese igualmente que, entre tener algo que valga la pena ser
aprendido y el éxito atribuido, la correlación es escasa. Más aún: allí donde verdaderamente se da el éxito, entre las figuras del espectáculo,
el otro de los reactivos mencionados produce sólo una mitad de
asociaciones (de 74.8% a 37.9%). Pero en esta relación entre ambos reactivos, es todavía más llamativa la forma en que allí donde el éxito es más
nítido y contundente (RD/presentadores: 59.1%) lo que vale ser aprendido
sigue una curva inversa hasta separarse en razón de casi 6 a 1 (10.4%).
Nótese, por último, y contra lo que podría pensarse, que inteligencia
y éxito no tienen una correlación significativa. El éxito se asigna a lo que
podríamos considerar como mundo del espectáculo [la frecuencia más
alta de toda la serie, 74.8%, en general, y casi 4 de cada 5 de ese
porcentaje, para presentadores: 59.1%] mientras que la inteligencia se
asigna a la palabra y al comentario, vinculados a los fenómenos del
acontecer (¿al hecho de conocer y/o dilucidar ese acontecer?), a la
interlocución, encarnada ahora sí en los comunicadores y en particular,
claro está, en aquellos que hacen de la opinión su oficio [42.8% en
conjunto y 32.4% la categoría específica]. Pero la inteligencia, que se ha
visto que no es productora de éxito, tampoco es fuente de ejemplos que
valga aprender: así lo testimonian tanto políticos como periodistas. En
otras palabras, la inteligencia es patrimonio predominante de losopinadores, mientras que el éxito, que evidentemente no está vinculado
ni a la inteligencia ni a la capacidad de entregar nada recordable al
prójimo, se concentra en las figuras del espectáculo y particularmente en
los denominados presentadores, figuras por excelencia de la farándula y
entre las que ocupan lugares muy destacados los conductores de
programas televisivos de éxito.
Podrían invertirse los términos del análisis y decirse que lo que aquí encontramos es la definición por parte de nuestros entrevistados de qué cosa es éxito (lo que asiste a Susana Giménez y a Marcelo Tinelli, de
manera prototípica) y qué cosa es inteligencia (la que ostentan Guinzburg
o Mariano Grondona). Ni una ni otra corona la actividad política. En rigor,
nada positivo la corona, como se verá después. Y si, en todo caso, unos
pocos pudieron reconocer inteligencia en algún funcionario (algunas menciones previsibles al presidente Menem o al ex ministro Cavallo o al
gobernador Duhalde), lo que no pasa por la cabeza de la población
muestreada es que a lo de ellos se lo pueda llamar éxito.
Tal vez por eso -como se ve más adelante, en los Cuadros 7 y 8- sólo a 27 personas entre 650 (Datos '97) o a 7 personas entre 200 (Datos
'94) le gustaría desarrollar alguna actividad que asocia a la política,
mientras que un 50 ó 60%, según los casos, encuentra sus modelos de
referencia en el mundo del espectáculo, y un 10 ó 15%, aproximadamente,
en actividades que se vinculan a lo periodístico. Para estos últimos, es
posible presumir que el rasgo de inteligencia es responsable de volver
atrayentes sus figuras ("manera de ser"), aunque este efecto de atracción
sea indudablemente menor que el provocado por el éxito en el mundo
del espectáculo.
Cuadro 7. Datos '97
Respuestas indicativas de relaciones de identificación. En %
Cuadro 8. Comparación Datos '94/Datos '97
Respuestas indicativas de una apreciación de "virtudes". En %
Pero este atributo forma parte de la última batería de reactivos. Se
trata de otros tres que operaron sobre resortes análogos pero planteados
con vistas a sondear posibles vínculos identificatorios con esas figuras.
Ellos fueron:
- ¿Quién diría que es más atrayente...que le gusta más por su forma
de ser?;
- ¿A quién elegiría como padrino de su hijo?; y
- ¿Quién hizo o hace cosas que a usted le gustaría hacer?
Los datos resultantes -ver Cuadro 7- vuelven a colocar en general a los políticos en el lugar de lo no deseado.
A veces todo ocurre como si los datos hablaran y, más aún, como si
hablaran con una lógica apabullante. En el contexto que se viene
describiendo, resulta previsible que el reactivo menos favorecedor para
los políticos haya sido el que pregunta por quién agrada por su manera de ser, y que los mismos políticos alcancen aproximadamente los mismos
rangos ya vistos para dice cosas que usted piensa o le parece inteligente
(en torno al 5%) cuando se pregunta por quién hace cosas que a usted le
gustaría hacer. La opción por las figuras políticas se eleva hasta el rango
del 10% cuando lo que se pone en juego implica, amén del vínculo
empático, la posibilidad de un trueque de beneficios materiales. Nótese
que la propuesta del padrinazgo es, de las tres de esta serie, la que más
distribuye sus frecuencias, en tanto que las otras dos -manera de ser; hace/
hizo cosas que a usted le gustaría hacer- concentran respuestas en las
figuras del espectáculo, mientras dejan por el suelo a los políticos y
colocan en un lejano segundo lugar en un caso a los opinadores -manera
de ser: 14.8%- y en otro a las respuestas tipo negativas -hace cosas:14.7%-
que ascienden respectivamente al 27% y al 24% para los totales de su
categoría (RS/T; RC/T).
Resultados de este tipo habían aparecido ya durante los sondeos
preliminares realizados en los dos barrios inicialmente seleccionados.
Como ya se señaló, fue su llamativa rotundez lo que aconsejaba realizar
otra medición, con mayor representatividad estadística, el mayor de los
rigores muestrales posibles y un cuidado criterio de aplicación.
Vale la pena detenerse un instante en el panorama general
comparativo, expuesto en los Cuadros 8 y 9 para preguntarse cuál es el
lugar genérico que esos datos construyen en relación al sentido que los
entrevistados asignan a los políticos y sus características percibidas.
Cuadro 9. Comparación Datos '94/Datos '97
Respuestas indicativas de relaciones de identificación. En %
En ambos cuadros, y para ambas mediciones, resulta evidente que
la relación imaginaria que la población consultada parecería tener con los
políticos, en su conjunto, es considerablemente menos significativa para
sus propias vidas que la mantenida, en cambio, con una importante
variedad de fenómenos y asuntos no políticos que ocupan crecientemente
el espacio público.
¿Es posible trasladar este mapa de rasgos atribuidos a las figuras del
amplio arco de lo público a las respectivas zonas de actividades que ellos
desempeñan y encarnan? Con más claridad y en el caso que nos importa
directamente: es posible interpretar que lo que se atribuye a los políticos
se atribuye a la política misma, o cabe la posibilidad de pensar que es a "estos" políticos a los que se descalifica, salvando la actividad. Nos inclinamos decididamente por la primera alternativa, y amén de supuestos
teóricos en ese sentido, el total de los datos así lo señalaría.
Cabrían, empero, sólo dos aclaraciones. Una: en el caso de las figuras
de la ficción que, como veremos enseguida, ocupan un lugar relativamente
relevante dentro de las opciones del tipo RD, su "zona de actividades" es
la vida misma, y el detalle no carece de interés. Dos: los rasgos atribuidos
-permítase el juego- a nadie, son también respuestas que ameritan una
consideración específica. No provienen de un bloque de respondientes
que insistió sistemáticamente en su negativa ante todas las preguntas. De
ningún modo. A nuestro entender, es precisamente la fluidez con que estas"negatividades" circulan aquí y allá en el discurso social lo que les da un
valor particular. Teniendo en cuenta los tonos predominantes de protesta
sorda de las respuestas registradas, hipotetizamos que esta atribución "al
vacío" señala los puntos móviles de una disconformidad que satura la percepción.
Estas nuevas aproximaciones enriquecen y contextualizan el análisis.
Los datos reunidos en relación con una cierta apreciación de "virtudes" y
con atributos propios de una relación simpática no ofrecen ya razón para
el escándalo: en muchos casos, las preguntas formuladas escapan
abiertamente a la política y no habría por qué reclamar por el carácter
lateral con que aparecen funcionarios y dirigentes en materias tan propias del "mundo de la vida" como de quién aprendió uno algo que valga
recordarse o quién hace lo que uno quisiera hacer.
Y sin embargo, ante los números, un cierto asombro persiste. Tal vez
mencionamos ya su fuente: el carácter notoriamente lateral con que
aparece lo que se enuncia a sí mismo como político (y que el común de
los mortales reconoce como tal) en el marco específico de la percepción
de la esfera de lo público. Veamos esta lateralización en un resumen de
las medias teóricas para las tres dimensiones, en ambas mediciones.
El Cuadro 10 permite apreciar con una sola mirada el valor de los
indicadores que intentan dar cuenta de los valores que cimentan la relación
de la ciudadanía muestreada con las figuras que hemos denominado de
la representación política, de la representación sustituta y de la
representación desplazada, junto a las respuestas que reniegan de toda
representación. Y ello, comparando la medición de 1997 con la de 1994,
Cuadro 10. Comparación Datos '94 - Datos '97
Resumen de medias teóricas en los tres campos semánticos. En %
¿Cuál es, a juzgar por estos números, el lugar que ocupan los
protagonistas del acontecer político en la configuración que los
entrevistados se hacen del espacio de lo público? No es ignorancia de sus nombres ni, mucho menos, ignorancia de su existencia lo que puede
dar cuenta de esta posición en la que son colocados, posición de
referencia prescindible hasta para lo que les es más específico. ¿Es posible
no pensar que existe alguna vinculación significativa entre los dos
resultados más abrumadores -en el doble sentido, aritmético y conceptual-
de esta tabla, a saber, la existencia virtualmente omitida de los políticos
y la magnitud de las respuestas negativas/elusivas? ¿Es posible no suponer
la presencia de un deterioro grave en los términos de la vida política y
social cuando la convocatoria a pensar en las figuras públicas produce,
en general, resultados de tanta dificultad para el propio reconocimiento
en aquellos que ocupan supuestamente posiciones de dirección?
Supongamos por un instante que en la propia construcción del
problema nos hemos tendido una celada conceptual y que, dada la
impregnación de la popularidad televisiva en los más distintos niveles de
las relaciones imaginarias que entablan los públicos de una sociedad
fuertemente mássmediatizada, las figuras que encarnan este tipo de popularidades polivalentes, difusas y omnipresentes, emergen en un
automatismo de respuesta ante cualquier reactivo. Esto explicaría los altosíndices que, en general, han obtenido los que se categorizaron como RD/
p, esto es, los "presentadores", los rostros de la tevé por excelencia, los
significantes capaces de incluirse en cualquier cadena sintagmática, los
Marcelo Tinelli y las Susana Giménez, etc.
Pues bien, de tener pertinencia una conjetura de esta índole, cabría,
claro está, una reflexión específica y para nada liviana: supondría algunos
interesantes rasgos respecto de la relación de este Olimpo de la fama
con la sociedad que lo concibe. Por nuestra parte, tendemos a pensar
que, sin mengua de una cierta pertinencia de esta perspectiva de análisis,
ella habilita para avanzar en la índole de algunas de las "representaciones" predominantes pero no bastan en absoluto para dar razón del
desplazamiento general que observan los liderazgos de origen político.
De todas maneras, cabe el juego aritmético de restar las frecuencias
obtenidas por los "presentadores" y redistribuir los porcentuales
respectivos entre las demás opciones: como si cada vez que un
entrevistado hubiese depositado los sentidos propuestos en una de estas
figuras encandilantes, se le hubiese avisado que estaban descartadas, que
debía arreglárselas sin ellas, aceptando que entonces su respuesta se
hubiese dirigido proporcionalmente hacia las otras alternativas. El ensayo vale, particularmente, en aquellas series de reactivos donde los "presentadores" alcanzan los rangos más altos. Veamos pues, en el
Cuadro 11, cómo quedarían los números.
Cuadro 11. Datos'97
Redistribución de las medias teóricas, sin "presentadores". En %
Como se ve, suspendido el posible efecto encandilante de los rostros típicos de la tevé, hay una escena que permanece.
II. La precarización de la ciudadanía
La constitución del lugar de la ciudadanía como objeto de reflexión
posible y pertinente se entiende a partir de la distancia que es dable e
inevitable establecer entre, por una parte, los iguales que han sido
elegidos para gobernar a todos y, por el otro lado, los muchos que han
intervenido en esa designación. A su vez, la distancia mencionada (al
margen de si poca o mucha) es una consecuencia directa de la autonomía
que se ha resuelto conceder a esos iguales en tanto que representantes
en las tomas de decisión, otro elemento del cuadro que parece inevitable.
La cuestión de la calidad de las relaciones, distancias y cercanías,
entre los iguales-representantes y los muchos, está inevitablemente
referido a la definición del lugar que ocupa el demos -bajo su moderna
forma ciudadana- en el desempeño concreto de los institutos
especializados del poder político. Plantearse el lugar de la ciudadanía
supone así aludir a dos aspectos que nos interesa asociar:
• el más obvio, el de la problematización en general de la condición
de ciudadanía, y, a la vez,
• las relaciones de la ciudadanía con su propia inscripción
Dicho en otros términos: hay un lugar -objetivo- que define la
inscripción de la ciudadanía en el sistema político, básicamente estipulado en el cuerpo jurídico del Estado, y hay un lugar, no escrito ni regulado,
subjetivo, que la ciudadanía se da a sí misma.
La mayor parte de los problemas políticos concretos que se suscitan
en lo que puede entenderse como cuestiones vinculadas al tema de las
fuentes y de los fines en el desempeño habitual de los regímenes
denominados poliárquicos(11) (situaciones de crisis de legitimidad;
cumplimientos o no de las promesas electorales; generalización de
prácticas económicas ilegales, tales como el contrabando o la evasión
impositiva, etc.) tiene que ver con las formas y características de ese lugar,
en su doble definición.
A nuestro modo de ver, en un régimen democrático, cuando la
ciudadanía cambia los términos de su consideración y de sus relaciones
con la esfera de lo político -y, por tanto de su consideración y sus
relaciones de y con su propia condición- termina siendo la propia lógica
que gobierna esa esfera la que se modifica. A menos que -e ingresaríamos
en el terreno de una contradicción ab initio- supongamos un régimen
democrático de gobierno cuyo sistema institucional pueda comprenderse
en total desvinculación de la sociedad cuyos destinos rige.
En las tradiciones clásicas de conceptualización de la ciudadanía, esta
dimensión de las relaciones de sentido con la propia condición y las
consecuencias que de ellas se derivan es antes una ausencia que una zona
de trabajo frecuente, en el marco general más amplio de la desatención
creciente de la ciencia política a las instancias de la subjetividad. La
cuestión se hace más notoria hoy cuando las problematizaciones sobre
la subjetividad en general resultan a la orden del día. El lugar de la
ciudadanía es, antes bien, un lugar concebido en su objetividad, tan fijo
como estables son las regulaciones jurídicas que lo encuadran. Veámoslo
rápidamente.
Junto a una serie de usos diversos y poco estrictos del concepto
(que lo extienden con cierto facilismo a regiones que cabría suponer que
le serían ajenas), las tradiciones del debate clásico han otorgado un cierto
privilegio a dos de las dimensiones definicionales de la ciudadanía, a las
que podremos referirnos -más allá de algunas diferencias terminológicas
con que aparecen- como las dimensiones vinculadas, por un lado, a la
pertenencia al demos (y, por ende, a las cuestiones de igualdad que esta
pertenencia funda) y, por el otro, a la cuestión de los derechos de los
que son titulares sus miembros, esto es, los ciudadanos (y, por ende, a las cuestiones de libertad individual frente al Estado en el ejercicio de estos
derechos).
La cuestión de los derechos individuales es de obvia raigambre.
Corazón de la teoría liberal y verdadero meollo en el nacimiento de la
ciudadanía moderna, no es necesario volver aquí sobre sus alcances. Sus
ecos recorren por entero este corto siglo XX -que al decir de Hobsbawm
se despliega desde la Gran Guerra hasta el Muro- en las luchas que van
desde los entonces nacientes derechos laborales hasta las más recientes
batallas por los derechos reproductivos de la mujer.
Por su parte, la instancia definicional de la pertenencia, que en rigor
antecede a la cuestión de los derechos individuales en la misma medida
en que se asocia a la delimitación del demos y por tanto al pacto mismo
que da lugar a la organización política, no dejó nunca de constituir una
zona de discusión, y su peso se advierte hoy de plena relevancia.
Para decirlo con Robert Dahl, la discusión clásica se vincula a la
contraposición entre los principios catégorico y de contingencia(12), esto
es, entre el principio que exige que todo el que se encuentre bajo el
imperio de unas leyes sea miembro pleno del demos (categórico), versus
el principio de contingencia, que califica a los miembros del demos como
aquellos que están en condiciones de gobernarse a sí mismos y, por tanto,
de gobernar a secas, instalando implícitas o explícitas restricciones a la
universalidad.
Ahora bien, ocurre que en el marco de estas dos grandes líneas de
análisis y definición queda en las sombras una serie de aspectos
concomitantes vinculados a las condiciones de formación de los sujetos
en tanto que ciudadanos de un Estado de derecho y de los ciudadanos
en tanto que sujetos de toda intervención en la esfera de lo común, así
como, eventualmente, los requisitos que esta doble constitución reclama,
y el papel especifico que sus modalizaciones cumplen en la esfera política.
El punto es relevante si, pese a los olvidos corrientes, retenemos que la
ciudadanía es parte constitutiva de la organización jurídico-política de la
vida social (el Estado) y sustento de las instituciones que la regulan a
través de su gobierno.
Para decirlo con tres referencias veloces, entre otras posibles:
• si las democracias liberales contemporáneas descansan en sistemas
de representación bajo el criterio de fiducia, ¿de qué tipo es este "depósito
de confianza" que los ciudadanos realizan en las personas de sus representantes?, ¿cómo se forma y que alcance tiene?;
• si el consenso suele ser concebido por algunas tradiciones como
la base para la legitimidad del imperium que un régimen de gobierno
supone y requiere, ¿cuáles son las "disposiciones culturales" de los
agentes que intervienen en su formación?, ¿de qué manera se tramitan
las marcas sociales generales en su otorgamiento y preservación o
mutación?;
• si a lo largo de más de un siglo, la literatura política marxista
subrayó que para producir una situación que revolucionara el orden
jurídico-político del Estado se requería de la convergencia de una doble
serie de "condiciones", objetivas y subjetivas (aunque por cierto fue siempre
precario el tratamiento teórico de las segundas, más allá de las
consabidas estipulaciones en torno de lo ideológico), ¿qué luz puede hoy
echar la teoría política sobre esta componente de aquellos procesos
generales de cambio en el orden de lo político en los que de toda
evidencia intervienen hombres y mujeres del común?
Todo ocurre como si la corriente principal de la ciencia política diese
por supuesto:
a) una deshistorización de los términos del pacto constitucional,
como si efectivamente se tratase de un mito de origen que inmutablemente
todo lo abarca, de modo de establecer la condición de los ciudadanos
que lo suscriben como
b) objetos de un orden cuyo problemas nodales de equilibrio se
restringen a una administración especializada y se resuelven en y con la
consulta periódica, donde recuperan instantáneamente una delgada
condición de sujetos -pero a la manera de los ideales del Siglo XVII-
conscientes, racionales, libres y de voluntad "automática" a los que poco
o nada cabe agregar una vez suscripto el pacto original y proferidos sus
refrendos periódicos.
El campo de problemas vinculado a la cuestión de la pertenencia nos
acerca considerablemente más a nuestros interrogantes que el de los
derechos. Mientras este último configura su ratio en una relación defensiva de los ciudadanos ante el Estado, esto es, preservando sobre todo su
condición de particulares, la cuestión de la pertenencia establece su centro
en la consideración positiva de estas relaciones, vale decir, reteniendo el
carácter decisivamente político de la condición ciudadana, en tanto
miembros de esa comunidad de hombres libres que fundan la organización estatal.
El lento establecimiento del sufragio universal, desde las luchas
cartistas del siglo XIX hasta el voto de la mujer bien entrado el XX, grafican
con claridad el peso de la cuestión. Buena parte de los debates
contemporáneos más directamente ligados a los procesos y conflictos
políticos reactualizan y prolongan la discusión de esta instancia de la
ciudadanía alrededor de, por ejemplo, los problemas que avanzan sobre
el par inclusión/exclusión. También muchos de los conflictos políticos que
hoy tienen lugar sobre la base de los fenómenos de multiculturalismo
pueden entenderse como una irresolución en este punto. Típicamente, las
consecuencias de las migraciones africanas y asiáticas hacia Europa
Occidental, pero también el problema de las minorías étnicas en los Estados Unidos, etc. En horizontes infinitamente más cercanos, vale aquí hacer
referencia a los problemas que derivan de lo que Guillermo O'Donnell ha
llamado ciudadanía de baja intensidad para referirse a la situación que
revisten vastos sectores pobres o empobrecidos de América Latina y que
constituyen otro capítulo acuciante de la misma historia(13).
En una importante medida, las formulaciones acerca de una
radicalización de las condiciones democráticas de la vida social se
vinculan legítimamente a sus densas derivaciones, sea respecto del
necesario carácter inclusivo de la democracia de la universalidad en la
pertenencia al demos (restringido con frecuencia hoy por aspectos ya
socio-económicos, ya étnico-culturales, etc.), sea respecto del alcance y
efectiva vigencia de los derechos humanos, civiles, de información y
políticos, la expansión de los derechos de los que sus miembros sean
titulares.
Ahora bien, las condiciones de formación de los sujetos en tanto
ciudadanos y, eventualmente, los requisitos que esta constitución reclama,
así como el papel especifico que sus modalizaciones posibles cumplen
en la esfera política, se han hecho presentes en las tradiciones clásicas o
bien de manera muy extendida pero poco específica, a través de las
consabidos comentarios del liberalismo respecto de la "responsabilidad
ciudadana", de los "deberes cívicos", etc., o bien de manera implícita a
través del meneado concepto de "participación", o bien -en el campo de
la filosofía política- a través de las discusiones de vieja data pero
reactualizadas con gran vigencia hoy entre liberales y comunitaristas (v.gr.:
Rawls, Walzer, MacIntyre, etc.) (14).
Estas tres vías de tratamiento sintetizan el estado de vacío en el que
se encuentra la cuestión. Los aludidos comentarios clásicos del liberalismo
no se separan de las tradiciones instituídas por el Derecho -desde Hobbes
en adelante- como una regulación de la vida social de personas físicas,
vistas desde "lo alto" (al decir de Foucault(15)) que la administración de la
ley supone. En contrapartida, el concepto de participación buscó actualizar la relevancia de lazo entre demos y kratia. Los debates entre
liberales y comunitaristas, por su parte, enseñan cuál es el lugar preferente
(eminentemente filosófico) en el que la época puede reasumir y repensar
los dilemas asociados.
De acuerdo a este enfoque, los antecedentes que más importa discutir
aquí tal vez sean los relativos a la controvertida idea de "participación",
más que a los debates filosóficos en curso, en la medida en que no se
trata tanto ahora de elucidar la relación última al bien común o a la
sociedad de individuos como fundamentos de lo político, sino más bien
de preguntarnos hasta qué punto y de cuál modo la democracia que los
ciudadanos constituyen necesita de las propias disposiciones que ellos
pueden poner en el juego de la Historia. O, lo que es lo mismo pero a la
inversa, hasta qué punto y de cuál modo la definición de ciudadanía debe
incluir una instancia que aluda a la condición también subjetiva de la
sociedad política en la que esa ciudadanía se inscribe, y que es esa
ciudadanía quien hace posible.
La defensa de la idea de "participación" como condición de una
auténtica democracia y de la noción misma de ciudadanía tuvo un
momento fértil en los años '60 y '70, no casualmente al calor de los
propios movimientos políticos y sociales independentistas y/o
revolucionarios en las colonias británicas (particularmente la resonante
campaña de Gandhi en la India, luego Egipto, Kenya) y francesas
(Indochina, Argelia), que implicaban por entonces un incremento de hecho
en la participación política del demos, así como también probablemente
como una consecuencia de las ideas que fueron hacién-dose dominantes
luego de la posguerra acerca de las posibilidades de desarrollo y
bienestar indefinidos y como una prolongación de las experiencias
acumuladas durante la ocupación alemana en Europa y luego de la derrota
nazi.
Sin embargo, y pese a haberse intentado formular incluso una "teoría
participativa de la democracia", el debate fue apagándose. Los vectores que incidieron en ello fueron de distinto orden. En primerísimo término,
deben consignarse los callejones teóricos para los que no se encontró salida. ¿Qué cosa es, en definitiva, participación? ¿Cómo discriminarla?¿Cuándo requerirla? ¿Es posible hacer compatibles sus formas conjeturales
con la democracia liberal existente? ¿Hasta qué punto sus planteamientos
no remedaron la mucho más antigua y casi ya bizantina discusión entre
democracia representativa y democracia directa? Uno de los mayores
exponentes de su defensa, C.B. Macpherson, fue crudo al plantear las
dificultades para el desarrollo del modelo que él mismo propugnaba(16).
Por otra parte, tampoco puede ignorarse que en el abandono de estos
debates incidieron fuertemente las derrotas políticas sufridas por las
fuerzas que, precisamente a través de distintas formas de desarrollo de la
participación ciudadana, habían buscado torcer los destinos de la
democracia liberal.
Señalar este antecedente no aspira a ninguna actualización de sus
términos. No es ése el horizonte problemático al que nos dirigimos, ni la
democracia llamada a veces participativa constituiría la contrafigura de
nuestra poliarquía "neodemocrática". Más bien, en cambio, se trata de
poner de relieve lo que tal vez haya sido el último capítulo escrito en una
historia de interrogantes y dilemas de ancha base e intrincados itinerarios
a lo largo de estos últimos dos siglos y medio. Y poner de relieve, al
mismo tiempo, la secundarización general en la que se ha sumido el
debate en torno de las cuestiones implicadas, y en el marco del
desplazamiento general de las orientaciones dominantes de la teoría
política de los clásicos problemas de la voluntad popular como origen y
el bien común como destino, hacia las vertientes para las cuales la
discusión decisiva versa sobre procedimientos y sobre la ingeniería de
las instituciones de gobierno.
Pero al margen de las formas que asumió en los años '60 y '70, y de
las connotaciones con que el término se cargó en ese marco, el problema
de la "participación" es, sin embargo y en rigor, todo el asunto al que
buscamos referirnos: mucha o poca, real o imaginaria, argumentativa o
humoral, continua o esporádica, masiva o de élites, heterogénea u
homogénea, por la vía de la acción o de la información, etc., sus formas
concretas son las formas que asume la relación de la ciudadanía con sus
institutos y éste es el problema por excelencia de la calidad democrática
que los siete requisitos poliárquicos no mencionan pero que sin embargo suponen cumpliéndose para, a su vez, poder hablar de ellos con sentido.
¿Es posible retomar la tarea teórica en torno de esta dimensión
definicional de la ciudadanía? A nuestro juicio, más que posible es
necesario. En el complejo haz de fenómenos que indican la presencia de
significativas mutaciones en las reglas del juego de la vida política
contemporánea, hay uno que resulta difícil obviar y que se encuentra en
la médula de los desafíos que se ciernen sobre la vida democrática. Nos
referimos a la tendencia generalizada en las ciudadanías, tanto de América
Latina como de otras latitudes de Occidente, a sustraerse de la dimensión
política de la propia vida social: una tendencia que, bajo términos tan
livianos como "descreimiento" o "apatía", opaca la presencia de una suerte
de llamativo contrasentido, el de una ciudadanía que parece "retirarse" del pacto, desconocerse a sí misma como ciudadanía.
Lejos, pues, de las nociones de una democracia "participativa" en la
acepción que la bibliografía ha definido, nos interesa apuntar el
contrasentido señalado aun en la dirección de aquello que la propia teoría
liberal de la democracia supone como base que da vida al régimen
republicano, esto es, sustento y garantía de su naturaleza. En palabras
de un exponente ya citado de las tradiciones teóricas liberales y
procedimentalistas, Robert Dahl, la posibilidad de la democracia en las
organizaciones estatales contemporáneas está íntimamente asociada a la
posibilidad de que el demos ejerza el control último sobre el programa
de acción que, por delegación, llevan a cabo sus élites. Y ello, subraya,
supone una "masa crítica" de ciudadanos bien informados, lo bastante
numerosa y activa(17). Cuando el demos -remata- no resulta en condiciones
de desempeñar este papel -y la reflexión de Dahl al respecto nos resulta
del todo relevante- la democracia se desliza hacia el tutelaje. Si bien este
autor rastrea los orígenes del tutelaje en Platón y persigue sus huellas en
la historia de la teoría, estas últimas referencias vienen dichas a raíz de
los horizontes y desafíos que enfrentan hoy las poliarquías avanzadas (18).
III. Una tesis: la poliarquía tutelar
A nuestro juicio, un cierto tutelaje -claro que no el de los sabios,
pregonado por Platón- es un componente que comienza a tornarse
decisivo en las poliarquías contemporáneas y que -sostendremos-
constituye la perfecta correspondencia en términos del sistema político de lo que cabría denominar democracias deshabitadas y que con tanta
claridad asomaba en los datos empíricos revisados páginas atrás. A tal
punto que sería pertinente abandonar ya esa denominación cuasi literaria
para referirse a los fenómenos que busca capturar introduciendo la
categoría de poliarquías tutelares.
Con este nombre establecemos una especie dentro del género, sin
renunciar a sus aportes. Trataremos de dar algunos pasos en su
tratamiento, aunque desde ya cabe aclarar que la tarea excede
previsiblemente estas páginas.
Introduciremos ahora dos conceptos complementarios que seránútiles al desarrollo de nuestra tesis sobre la poliarquía tutelar. El primero
de ellos, es que la ciudadanía del régimen poliárquico tutelar
contemporáneo es una ciudadanía precarizada. Entendemos por ella la
ciudadanía de un régimen que ha quebrado, desvirtuado o llevado a su
mínima expresión, la regla del concernimiento recíproco (segundo
concepto) que vincula, desde el pacto constitucional, a los institutos
especializados del poder político y a los miembros del demos que les
dan sustento.
Puede cerrarse el círculo. El detrimento de la regla del concernimiento
recíproco no puede sino precarizar -volver a la vez pobre de recursos y
débil para su ejercicio- la condición ciudadana: el peso propiamente
político de la ciudadanía está en relación directa con su capacidad, de
la que por definición es titular, para controlar y/o evaluar la simétrica
relación de concernimiento que los institutos del gobierno mantienen con
ella. Y para llevar a cabo esa evaluación y/o control en plenitud de
influencias, debe pagar el precio de su propio compromiso. No hace falta
acudir a Hegel para sostener que, en última instancia, la posibilidad de
la libertad política de la ciudadanía, la posibilidad misma de su ejercicio,
radica en su atadura a este compromiso con las instituciones a las que
ha dado vida.
Entendemos asimismo a la regla del concernimiento recíproco (en
adelante RCR) como la que es capaz de dar cuenta, por lo mismo, de la
configuración de los ciudadanos como sujetos del mencionado pacto
constitucional, base de las democracias repu-blicanas modernas. La RCR
es aquella que debe cumplirse para que la representación fiduciaria que
enlaza a titulares de la soberanía y élites elegibles y elegidas en las democracias liberales contemporáneas sea efectivamente un depósito de confianza y conlleve la expectativa y la esperanza que son consustanciales
a la política.
En otras palabras: si los institutos especializados del poder político
en una democracia republicana tienen por razón y horizonte (la versión
que se quiera de...) el bien común, aun ilusorio o falaz, la ciudadanía se
funda y vuelve cada vez a fundarse -delimitado el demos al que pertenece
y asegurados los derechos civiles que protegen a cada uno de sus
miembros- en la relación de concernimiento (ratio y horizonte) con el
desempeño de esos institutos. Una ciudadanía que se sustrae al
concernimiento que a su vez entraña el pacto constitucional que la funda,
es una ciudadanía mocha, que se desconoce a sí misma, que demerita
sus propios títulos, que por tanto sólo sostendrá relaciones precarias,
porque es precaria la delegación misma de su titularidad.
La ciudadanía precarizada del régimen tutelar contemporáneo se
constituye al margen o en los umbrales de la RCR. Por lo que la condición
fiduciaria de la representación se torna abstracta. Y ello es posible,
cuando menos, bajo dos condiciones complementarias. A saber:
• desde el punto de vista del régimen, la complejidad e hiper-profesionalización crecientes que requieren e imponen los procesos de
decisión, parcialmente convertidos en procesos altamente técnicos de
gestión y administración;
• desde el punto de vista de la ciudadanía, la despolitización en el
sentido preciso de una definición de sí en ajenidad (producida bajo
condiciones de ajenidad y vivida como ajena) a estos procesos técnicos
de gestión y administración que, sin embargo, continúan afectando los
marcos generales de la vida social y a la propia ciudadanía.
Nuestra paradoja inicial de un proceso democrático que a la vez se
consolida y se desprestigia ya no es tal. La representación cabe -pese a
todo- ser llamada fiduciaria en la medida en que cumple con las
condiciones formales que, para su producción, le están prescriptas: al
cumplir con la obligación del voto (o votando sin la obligación respectiva)
y consagrar funcionarios de un gobierno que gozarán de notabilísima
autonomía respecto del demos, los ciudadanos pueden satisfacer o bien
las previsiones de un ritual administrativo o bien llevar a cabo un acto
político. Cuando los ciudadanos cumplen con el ritual administrativo y
no con el acto político, pero hacen como si se tratase un acto político,
lo que adviene es la ficción fiduciaria y el debilitamiento grave de la RCR. Lo que se trastoca entonces allí son las condiciones subjetivas que están
presupuestas en la suscripción del pacto constitucional que a su vez
habilita y justifica la regla de la representación.
Los factores que en los últimos años suelen resumirse bajo el
paraguas de la llamada "globalización" tienden a acentuar el despliegue
de ambas condiciones. En el caso de la primera, por dispositivos que
resultan obvios. En el de la segunda, en tanto la autodefinición en ajenidad
guarda una correspondencia lógica y -cabe decirlo- casi material con la
fuga de los dispositivos de decisión de los ámbitos no sólo económicos
sino territoriales/jurídicios/políticos -nacionales por petición de principios-
en los que la ciudadanía está en posibilidad de establecer los alcances
prácticos de su concernimiento.
Valga aquí una brevísima digresión acerca de la mentada ciudadanía
global, u otro contrasentido que busca empero referirse a este desfase
entre los institutos involucrados en procesos de decisión -ahora
supranacionales o económicos transnacionales no-estatales- y los
miembros de la societas afectada por esas decisiones. Nuestra digresión
es pesimista: los episodios del tipo Seattle o Washington o Praga podrán
multiplicarse y extenderse, y probablemente así ocurra. Pero hasta que
las fuerzas de la llamada "sociedad global" no se configuren a través de
una regulatoria precisa del tipo Unión Europea u otra -cosa que si bien
puede ocurrir en ciertos aspectos o regiones, de ningún modo resulta un
futuro necesario en el marco de los procesos aludidos-, carecerá de algún sentido más que periodístico hablar de "ciudadanía global": la
ciudadanía es una contraparte, una configuración relacional, no una
sustancia abstracta.
La despolitización propia de la ciudadanía precarizada no debe
interpretarse como resultado ni de un estado de ánimo ni de uno de
conciencia. Bajo distintos matices, ambas interpretaciones contribuyen a
expulsar la explicación posible del terreno de la política: despolitizan la
despolitización. Y las definiciones de "apatía" o "desinterés" resultan, en
este sentido, tan idealistas en sentido estricto como, por su parte, propias
de un materialismo vulgar -por seguir con un lenguaje del siglo XIX-
aquéllas que la atribuyen a la industria del entretenimiento y los mass
media. A nuestro modo de ver, la ciudadanía se constituye como tal en
el espacio de lo público, la instancia por excelencia de articulación,
disputa y controles mutuos entre el Estado y la sociedad de particulares. Es en relación con esta instancia que adquiere todo su sentido la regla
del concernimiento recíproco. Y es en esta constitución donde debe
indagarse por el abandono que la ciudadanía parece hacer de la
política(19).
La despolitización de la ciudadanía (que torna precaria su propia
condición) ocurre en un contexto en el que:
• el acople que la modernidad republicana había canonizado entre
lo político y lo público se desarticula paulatinamente;
• la política no sólo retorna en medidas significativas a las sombras
del Palacio sino que, además, el sentido común supone lógico que así sea;
• lo político pierde su centralidad en el espacio de lo público, y éste
-tradicionalmente metaforizado en la mitológica idea del ágora- se
recompone en condiciones de ser más bien metaforizable por la feria
renacentista, donde payasos, artistas, vendedores ambulantes y echadores
de suertes discurren en el regocijo de su autorreconocimiento, bajo rasgos
de lejanía, ajenidad y disgusto por la política del Palacio y por el Palacio mismo -ni monolítico ni siquiera homogéneo en su composición
interior- del cual se mofan y por el cual blasfeman, aunque de él, entre
otras muchas cosas, dependan los impuestos que pagan, con ignorancia
de su administración y destino.
Esta modificación sustantiva de las relaciones entre lo público y lo
político no pone en riesgo inmediato la libertad de los particulares ni sus
derechos individuales, pero deteriora seriamente la posibilidad misma deldemos y somete a muerte lenta la res publica: instituye y cimenta ante
los propios ojos de sus integrantes una definición de la vida en común
radicalmente ajena al horizonte de la polis. Y la afirmación que se
preocupe por sostener que las mofas y blasfemias proferidas en la feria
(o la propia exterioridad con la que la feria se configura respecto de la
estructura jurídica que sin embargo la regula) conforman una construcción
eminentemente política, aparecerá ella misma como si fuese una afirmación
investida de irrealidad, pese a lo exacto de su aserto. El investimiento de
irrealidad -efecto de sentido- consigue, por lo demás, banalizar las cargas
de los términos en juego: política, ciudadanía, gobierno.
Interesa ahora aclarar otro aspecto de nuestra tesis. La RCR no
presupone automáticamente la forma del voto por alternativas que
compiten libremente, esto es, el llamado pluralismo. Nuestra elaboración del concepto está dirigida a enriquecer el análisis de los regímenes
poliárquicos porque es allí donde este concernimiento alcanza el estatuto
de punto de partida del pacto constitucional, porque es allí donde con
frecuencia se incorpora de algún modo al edificio jurídico, porque es allí donde se vuelve de interés para reponer las discusiones olvidadas sobre
la democracia. Porque es allí, por fin, donde su infracción es capaz de
poner en tela de juicio la validez de más de uno de sus siete requisitos.
Aunque, en principio, la RCR puede hacerse presente o ausente con o
sin pluralismo.
Lo que denominamos RCR nace más bien de la definición que el
propio régimen haga de sí en vinculación -ni más ni menos- con la
voluntad popular como origen y el bien común como propósito, y se
despliega en las formas en que estas autodefiniciones del régimen se
cultiven y se prolonguen. En este sentido es que la RCR resulta una
herramienta teórica que adquiere valor al ser cruzada con los criterios
procedimentalistas de la democracia. Pero no está de más aclarar que
los efectos de un régimen que ha infringido la RCR no constituyen
patrimonio excluyente de las poliarquías. De manera arquetípica, la tiranía
puede ofrecer ejemplos de la misma misma ausencia de concernimientos,
aunque -otra vez- tampoco necesariamente.
De manera inversa, algunas formas contemporáneas de dictadura -e
incluso las formas constitucionales de partido único- si las analizamos
desde el punto de vista del cumplimiento de una cierta RCR, pueden
alertarnos respecto de la especificidad de ciertos componentes perdidos en los laberintos de la ingeniería: valgan los ejemplos, diferentes entre sí,
de Cuba y de México para pensar la posibilidad de regímenes de
gobierno que durante décadas han dado lugar al cumplimiento de una
regla que de algún modo ha sido de concernimiento recíproco, con
escasa o nula atención a otros presupuestos poliárquicos(20).
Se trata, en ambos casos, de regímenes no pluralistas pero que han
satisfecho uno de los presupuestos más antiguos de una teoría de la
democracia: definirse a sí mismos como resultado de la voluntad popular
y, en diferentes medidas y por diferentes caminos, cultivar este origen y
resguardar ese estatuto, al menos durante un cierto período.
Estas puntualizaciones son de significativa importancia. La tiranía
desconoce cualquier regla de concernimiento con sus súbditos (valga Idi
Amin, Pol Pot, etc.) sin que ello implique infracción alguna a su propia ley. Las dictaduras modernas con fuertes cargas de legitimidad popular
(desde Napoleón a Fidel Castro) plantean el para nada menudo desafío
de la conceptualización posible para los cambios de régimen. El caso
de las poliarquías frente a lo que hemos llamado la RCR, tiene de
específico el hecho de que su infracción -cuando ocurre- se realiza
suponiendo que en realidad se la cultiva. Ese es el caso de las poliarquías
tutelares: que suelen construir apenas un simulacro de concernimiento
recíproco(21). Por eso se desenvuelven en el culto de los derechos y
garantías individuales junto a la tutela política.
En la poliarquía tutelar, la precariedad que habrá de caracterizar así a las relaciones políticas de la ciudadanía (únicas que puede en rigor tener)
se opaca considerablemente. Conviene detenerse en este punto. Se trata
del régimen que enaltece la opinión de los ciudadanos, al tiempo que la
banaliza: esta operación doble y perversa es la que ha convertido a los
sondeos de opinión en una de las piezas claves de las poliarquías
tutelares contemporáneas y muy probablemente uno de sus mejores
emblemas. La "opinión" se instituye como un objeto naturalmente volátil y
cambiante, pasible de ser aglomerado o desagregado, perseguido, observado y adorado, pero a la vez reducido a términos siempre elementales,
y producidos por lo general en el marco de una oferta (otra vez) de
opciones previas.
No se trata, creemos, de insistir de modo principal en la exclusión
que las encuestas, por definición, operan sobre toda estructura
argumentativa. Ni siquiera esto es tan cierto, en la medida en que la
argumentación es el papel que sustitutivamente cumple el "encuestólogo" o "analista político" que forma parte del mismo paquete y, por lo común,
presupuestado también él en sus marcos. Los expertos de la agencia de
sondeos, encargados de "leer" los resultados obtenidos suelen construir
en términos más o menos argumentales la propia decodificación de estas
señales que produce ese extraño oráculo que es la voz de la muestra.
En realidad, es el proceso social y no la estructura argumentativa lo
que es cancelado/expropiado en los sondeos estadísticos. Se trata sobre
todo de advertir que esta "opinión" ha partido por lo general de reducir
todos los atributos de una secuencia de formación de posiciones a una
microingeniría de operaciones tuteladas donde los titulares de la soberanía
resultan ellos mismos reducidos a la condición kantiana de la minoridad,
a la que, con tintes posmodernos, se le trata de dar los gustos pero cuidando de evitar toda travesura.
Robert Dahl formuló sus advertencias respecto del tutelaje en una
obra publicada originalmente en 1989. Parece obvio que el proceso de
deslizamiento al que se refiere -con las características que nosotros le
hemos atribuido ahora, por nuestra entera cuenta y riesgo- no se inició recién, pero tampoco hunde sus raíces demasiado lejos en el tiempo.
Quizá quepa conjeturar que en los últimos 25 años se recorrió en esta
dirección un significativo tramo del camino. La derrota planetaria de los
movimientos sociales y políticos que animaron el siglo, rematados en el
fin de bipolaridad -de cuyas consecuencias desestabilizadoras parecemos
aún no hacernos cargo- han cumplido seguramente un papel destacado
en este trayecto, junto con el gigantesco proceso de recomposición,
rediseño, concentración y expansión de las organizaciones industriales,
comerciales y financieras. Es en este contexto al que suele aludirse con
la palabra globalización, donde se hace visible que una dimensión de las
ciudadanías, aquella que apunta a los derechos y garantías individuales,
gana espacio y se consolida, pese incluso a las numerosas contramarchas
que puedan registrarse aquí y allá. Hay, en cambio, otra dimensión que
no ha hecho sino debilitarse: la dimensión de la reflexividad que hace del
ciudadano un sujeto de las cosas públicas, y por ende, de las cosas
comunes. La posibilidad de que la ciudadanía sea sujeto de la cosa
pública es, para ella, la posibilidad misma de intervenir/participar en los
procesos políticos, aun en la democracia representativa, deliberando,
controlando a sus representantes, reconociéndolos. El punto tiene
relevancia. Si la política como opresión se hace presente hasta en la vida
privada de los particulares, la política como autonomía sólo puede tener
lugar en el espacio público (entendemos que las logias, mafias, o
cualquier desempeño clandestino, son ajenos a este concepto de lo
político democrático).
Si acordamos que no hay política sin sujeto, el problema, en este
sentido, es entonces el de un escenario en el que la ciudadanía diluye su
condición de tal. Y la debilidad aludida deja crecientemente la política
en manos de nuevas formas oligárquicas (o, si se quiere, tutelares), aunque
el demos haya sido definido por la regla de la universalidad. Una
paradójica herencia de Locke + Bentham parece haber terminado por
imponerse por sobre la herencia de Rousseau. Analizar la ciudadanía -dice Held (1997)- consiste, entre otras cosas, en examinar los distintos tipos de lucha emprendidas por los diversos grupos, clases y movimientos, para
obtener mayores grados de autonomía sobre sus vidas ante las distintas
formas de estratificación, jerarquía y obstáculos políticos(22). Pero ocurre,
si se nos permite la expresión, que la ciudadanía agonista ha venido
cediendo el paso a favor de una ciudadanía feriante, en el doble, irónico,
sentido del giro. Si democracia es -según muchos procedimentalistas- la
garantía de elecciones periódicas bajo condiciones de libertades civiles,
cabe que nos preguntemos qué votos se depositan entonces cada dos o
cuatro años. Mejor dicho: ¿cuáles sujetos de qué política los depositan?
Puede discutirse si las poliarquías tutelares promueven una ciudadanía
despolitizada -en el sentido que le hemos dado- o si la ciudadanía que
se ha vuelto precaria reclama de facto una poliarquía tutelar. Tal vez no
quepa sino comprender ambos aspectos como anvés y revés de un mismo
proceso. Pero si de recuperaciones democráticas se trata, no cabe duda
de que no será por el lado de los tutores por donde se pueda esperar el
cambio deseable.
1) A raíz de las elecciones legislativas de 1997 y con vistas a las presidenciales de 1999, los partidos políticos que en comicios anteriores habían venido ocupando el segundo y el tercer lugar en el favor de las urnas (Frente País Solidario, FREPASO; Unión Cívica Radical, UCR), decidieron coaligarse (agosto de 1997) en lo que se de-nominó oficialmente Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación. Triunfante en 1999, condensó fugazmente unos aires de renovación y esperanza de parte de la ciudadanía que, sin embargo, con sorprendente rapidez trocaron en nueva decepción y hartazgo multiplicado. Vale señalar que, a nuestro juicio, la crisis 2001/02 puede leerse como expresión máxima de las 'líneas quebradas' a las que aquí se alude, y que los fenómenos posteriores a esa crisis -que parecen suturar algunos de los resquebrajamientos producidos- no modifican la tendencia general que aquí trata de caracterizarse.
2) Los datos referirán a las dos distintas tomas de campo mencionadas. La primera, realizada en 1994, con técnicas casi artesanales, en dos barrios marginales. La muestra se integró con 200 casos por cuotas. La segunda se realizó en 1997, con una muestra de 650 casos, levantados domiciliariamente, y con una técnica mixta (por cuota/aleatoria) destinada a representar el 40% ciento inferior de la pirámide sociodemográfica de ambas ciudades. Se estableció un margen de error de 3,5% y una confianza de 95%.
3) El 'ideal' de encuesta -el canon preferente- supone indagar por alternativas respecto de las cuales los miembros del universo considerado ya tienen una opinión formada y cuya legitimidad social es equivalente. Por dar unos ejemplos cualesquiera: "¿qué bebida gaseosa prefiere usted consumir habitualmente?", o "en caso de tomar una semana de vacaciones en contacto con la naturaleza, ¿prefiere usted el mar o la montaña?". Aquí, la ausencia de respuesta suele ser virtualmente inexistente, pero crece en la medida en que los reactivos se alejan de las opiniones constituidas o generan dificultades de legitimidad.
4) El pacto de confianza entre los actores sociales e institucionales es precisamente la base de posibilidad de cualquier régimen político de gobierno ni despótico ni autocrático. Ver, entre otros, de Giovanni Sartori, Teoría de la democracia, Alianza; vol. II: "Los problemas clásicos".
5) Cabe señalar que el descrédito de los políticos ocupa tres niveles distintos del debate contemporáneo, a saber: 1) el del sobreentendido que se comparte ampliamente en el marco del propio discurso político y que otros sectores han hecho suyo; 2) el de los datos que arrojan los sondeos de opinión encargados por las mismas fuerzas políticas y, en general, sometidos a las lógicas de lo inmediato; 3) el de una cierta tematización de la teoría política a la manera de la "antipolítica". Sin embargo, y de acuerdo a lo que conocemos, no existe un análisis y conceptualización concretas sobre este descrédito que, así, parece simplemente en condiciones de integrarse al paisaje de los hechos de fin de siglo.
6) Estas respuestas, entre otras del mismo tipo, se encuentran respectivamente en los cuestionarios Nº 255, 357 y 536.
7) Decimos "en algunos casos" porque la notación se subordinó deliberadamente a la modalidad expresiva del respondiente. Es el caso, por ejemplo, si Duhalde o Reutemann eran claramente mencionados como dirigentes justicialistas y no como miembros de una constelación de figuras que, por sus cargos, se encuentran en capacidad de tomar decisiones. En cualquier caso se trata de zonas borrosas respecto de las cuales todo lo que es posible es intentar controlar la distinción. En el momento de levantamiento de campo, Ramón Ortega se vislumbraba como precandidato presidencial del PJ para las elecciones de 1999, Eduardo Duhalde era gobernador de la provincia de Buenos Aires, y Graciela Fernández Meijide legisladora de la ciudad de Buenos Aires. Cuando la enunciación de las respuestas (producidas por ciudadanos de otros distritos electorales, Entre Ríos y Santa Fe) habilitaban a interpretar que la referencia a esas figuras aludían principalmente a su condición de referencia de posiciones específicas en el campo de las luchas políticas antes que al ejercicio de sus funciones en el "sistema" político, es que se optó por codificar"dirigentes" y no "funcionarios". De todos modos, inevitablemente, la frontera sigue siendo borrosa.
8) Cuestionarios Nº 091, 202, 383, 431.
9) Nos referimos al concepto de poliarquía, que Dahl expone en sus obras, y en particular a los siete requisitos definicionales del concepto. Con detalle, ver La democracia y sus críticos, Op. Cit.
10) Ver Dahl, Op. cit., la Introducción del autor.
11) Aludimos a la noción de poliarquía acuñada por Robert Dahl, en línea on los criterios procedimentalistas de Joseph Schumpeter. El concepto de poliarquía caracteriza a las democracias liberales representativas "realmente existentes" (permite su discriminación empírica) sobre la base del cumplimiento de siete requisitos observables, los principales de los cuales giran en torno de las condiciones que permiten a distintas élites competir libremente entre sí por el voto libre -e informado- de la ciudadanía, de modo periódico. Una denominación menos técnica y más extendida (también quizá más engañosa) de este tipo de régimen es el de "democracia pluralista".
12) Dahl, R., Op. cit., pp. 149 y ss.
13) O'Donnell, G., Contrapuntos, Paidós, 1997, Buenos Aires; p. 259 y ss.
14) Es a través de ellas, precisamente, que la cuestión del bien común ha tenido una significativa reaparición en la filosofía política.
15) Foucault, M., Microfísica del poder, La Piqueta, Barcelona, pág 143.
16) Macpherson, C.B., La democracia liberal y su época, Alianza, 1982, Madrid. En particular, pág 119 y ss.
17) Dahl, R., La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 139-41 y 405-7 [el subrayado es nuestro].
18) Para una consideración en detalle de la idea de tutelaje en la obra de Dahl, ver en particular los capítulos 4 y 5 de la obra citada, así como las numerosas referencias en otras secciones.
19) Es necesario hacer aquí una aclaración respecto de este espacio de lo público. Proponemos en otro lugar una revisión del concepto (sobre la base de la noción habermasiana, aunque liberada de la restricción raciocinante) como la instancia no sólo de la visibilidad sino también, y a partir de ella, de la autorrepresentación de la vida social y, por ende, de la modalización de la subjetividad de los particulares qua ciudadanos. Dicho de otro modo, allí donde los particulares reclaman la visibilidad de los actos de gobierno, allí donde se vuelven visibles a sí mismos, allí donde en la modernidad pugnan por instalar la actividad política en general, sustrayéndola del Palacio, allí es pues donde la reflexividad que va implícita permite la constitución de quienes sean sujetos de esta dialéctica con el Estado. Las formas que son universalmente visibles -en el más amplio sentido del término- de la socialidad de los particulares no sólo tendrán lugar en el espacio de lo público sino que lo configurarán, y lo harán siempre a través de una mediación técnica que presta su arquitectura a estas relaciones de visibilidad, sea dicha mediación la de la prensa, o bien la de la televisión, o aún antes que de la prensa la del teatro, o bien después de la televisión, tal vez, la de internet. Es así posible pensar lo público desde una óptica que se desprenda radicalmente de la partición juridicista público/privado en tanto objetos de derecho, partición que recorre la teoría del Estado de Hobbes a Kelsen y que está en la base de la tendencia a superponer y confundir lo público y lo político, obturando el análisis de las relaciones entre ambas instancias, que abarcan una porción importante de las relaciones generales sociedad/Estado.
20) Es obvio que, en el caso de México, hacemos alusión al régimen del PRI que
concluyó oficialmente en las elecciones generales de julio de 2000. No nos referimos
empero a las formas que asumió este régimen durante los últimos años y, de modo,
más que notorio desde el fraude electoral de 1988, si bien tal vez cabría decir que
incluso desde los sangrientos episodios de 1968, sino a las que le fueron características
hasta entonces. En el caso de Cuba, es posible que nuestra observación tampoco
guarde validez para la totalidad del período que arranca en 1959. No estamos en
condiciones de fijar una periodización, pero es razonable pensar que, cuando menos,
la afirmación guarda validez para no menos de sus primeros 20 años, hasta la toma
de la embajada de Perú en 1980 y el subsiguientes flujo de balseros a Florida.
21) Usamos aquí el término en el sentido trabajado ya casi clásicamente por Jean
Baudrillard en. "La precesión de los simulacros", incluido en Cultura y simulacro",
Kairós, Barcelona, 1978.
22) Held, D., La democracia y el orden global, Paidós, Barcelona, 1997; pág 91.
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