ARTÍCULOS
Imágenes de la escuela rural.
Apuntes sobre las fotografías de Cecilia Gallardo
Nicolás Arata *
Dr. en Educación; Prof. de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana, Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de Río Negro. E-mail: nicolasarata@yahoo.com.ar
Resumen
A partir de la muestra fotográfica Zona desfavorable de Cecilia Gallardo, en este artículo propongo una interpretación de esas imágenes a la luz de las preocupaciones actuales del campo historiográfico educativo. La presencia de la fotografía escolar en la historia de la educación argentina se remonta a finales del siglo XIX; desde entonces la cámara ha registrado el desenvolvimiento de las prácticas escolares; ha retratado a sus protagonistas -maestras, maestros, alumnos-; ha dejado testimonio de sus espacios y rituales, entre otros aspectos de la vida en las escuelas, contribuyendo a formar un valioso acervo de fuentes documentales que permiten reconstruir diferentes tramos y aspectos de la experiencia escolar. Por otra parte, el interés por la fotografía escolar se ha renovado en los últimos años como resultado de los nuevos modos en que los documentalistas y fotógrafos registran los eventos educativos, y de las estrategias y marcos conceptuales que emplean los historiadores para interrogar las fuentes visuales. En este caso me apoyo en las imágenes elaboradas por Gallardo sobre la escuela rural N° 282 situada en El Desvío para plantear, desde una perspectiva histórica, algunos problemas y sugerir algunos enfoques en torno al estudio de las formas que adopta la escuela de "tierra adentro".
Palabras clave: Fotografía escolar; Escuela rural; Cultura material; Historia de la educación.
Abstract
In this article I propose an interpretation of the images taken from the photographic exhibition "Zona Desfavorable" / "Unprivileged zone" by Cecilia Gallardo, given the actual concerns of the historiographical field of education. The presence of scholar photography in the history of Argentinean education goes back to the late nineteenth century, since then the camera has recorded the development of school practices, it has portrayed their protagonists -teachers, students-; it has left testimony of their spaces and rituals, amongst other aspects of life in schools, helping to create a valuable body of documentary sources that allow to reconstruct different sections and aspects of the school experience. In addition, the interest in scholar picture has been renewed in recent years as a result of the new ways in which documentalists and photographers record educational events, as well as the strategies and frameworks used by historians to interrogate visual sources. In this case, I lean on Gallardo's images about the Rural School Nº 282 located in "El Desvío" to pose, from a historical perspective, some problems and suggest some approaches to study the forms that the "inland" school, adopts.
Key words Scholar Photography; Rural School; Material Culture; History of Education.
"Hoy abundan las imágenes por donde quiera.
Nunca se había retratado ni observado tanto"
(Berger, La forma de un bolsillo,
2002)
La muestra titulada "Zona desfavorable"1 de Cecilia Gallardo es una
contribución importante a un género
que despierta gran interés entre
quienes estudian las prácticas y
la cultura material de la escuela: la
fotografía escolar. Las quince imágenes
que conforman la obra componen
un retrato de la escuela rural
N° 282 de El Desvío, un paraje de
la provincia de Santiago del Estero
perteneciente a la comuna Vilelas,
ubicado a 180 kilómetros de la ciudad
capital.
Tomé contacto con la obra de Cecilia
trabajando en un proyecto del
Ministerio de Educación que proponía
presentar: mediante estampas
armar una crónica de los acontecimientos
educativos argentinos más
significativos de los últimos 200
años para vestir un stand de la XX
Cumbre Iberoamericana de Presidentes2.
Una foto de Cecilia formaba
parte de la muestra. El resto lo hizo
posible internet. Le escribí el 13 de
enero de 2011, para invitarla a participar
en un manual sobre historia de
la educación en el que me encontraba
trabajando junto a Marcelo Mariño3.
Nos habíamos propuesto potenciar
los textos a través del montaje
con imágenes y las fotografías de
Cecilia ofrecían esa posibilidad.
La atención depositada en las fotografías
escolares no representa
una novedad, aunque sí los modos
en que nos acercamos a ellas y las
formas de interrogarlas. El empleo
de las imágenes como fuente de la
investigación social no solo representa
una oportunidad para que
la historiografía educativa revise el
modo en que los documentos visuales
fueron utilizados en el análisis
del pasado educativo. Como sugiere
Inés Dussel, tan importante como
eso es aprovechar ese envión para
generar una renovación del campo
de estudios, a partir de la elaboración
de nuevos conceptos que permitan
pensar y trabajar con imágenes
de otras maneras (mimeo). Por
consiguiente, se trata de explorar
el universo de imágenes educativas
con el propósito de identificar
nuevos objetos de investigación (o
de redefinir los que ya fueron abordados)
tanto como de repensar las
relaciones entre imagen y escritura
a partir del uso de nuevos enfoques
metodológicos y categorías4.
En este ensayo ilustrado quisiera
realizar un ejercicio en esa dirección.
Para ello, me propongo establecer
un diálogo con las fotografías que
componen "Zona Desfavorable"
desde un enfoque especulativo; es
decir, desde un punto de vista que
no pretende ser verdadero ni falso,
que no busca transformar las imágenes
en fuentes para someterlas a la
rigurosidad del análisis histórico, así
como tampoco se preocupa por su
veracidad. Un pensamiento especulativo
persigue, en cambio, un tipo
de saber que apela a la imaginación,
intenta pensar a partir de imágenes
y procura encontrar aquello que
quiere decir en la creatividad del
lenguaje (Ludmer, 2010).
Mirar escuelas
Retratar escuelas es un oficio con
historia. El trabajo de Cecilia Gallardo
se inscribe en una tradición estética
de largo aliento -la fotografía
escolar-
probablemente inaugurada
en nuestro país por el fotógrafo
Samuel Boote hacia 1889. Él y
su hermano Arturo (argentinos de
primera generación descendientes
de una familia inglesa) capturaron
una serie de vistas y costumbres de
la Argentina de finales de siglo XIX
donde se retrató un conjunto de
sujetos y edificios envueltos por un
aura de modernización. Ambos fotógrafos
fueron contratados por el
Estado con el propósito de enlazar,
a través de esas imágenes, dos discursos:
el que exaltaba el proceso de
modernización abierto por el Estado
nacional desde su conformación en
1880 (modernización que ya podía
palparse en el progreso material de
Buenos Aires) y el llamado a la consolidación
de una identidad nacional
(a través de la invención de una
historia patria que identificaba en
las luchas por la independencia y la
batalla de Caseros sus puntos más
fuertes). La combinación de ambos
discursos dio lugar a una mirada estrábica,
que con un ojo observaba el
pasado para ordenarlo y con el otro
se dirigía hacia el futuro, de donde
emanaba la fuente de legitimación
del progreso. Bajo esa peculiar mirada,
la ciudad oficiaba como núcleo
del relato modernizador y el "ser
argentino" consistía en asumirse y
formar parte de un proceso civilizatorio
sin precedentes en la historia
nacional.
Aquella "república fotográfica" estaba
compuesta por un repertorio
preciso de imágenes (La Administración
de Rentas, el Consejo Nacional
de Educación, la Estación de Ferrocarriles,
el Congreso) que construían
"un modelo de inteligibilidad para la
ciudad" (Cortés-Rocca, 2011). En ellas
se podían distinguir con claridad los
elementos urbanos que encarnaban
el progreso -el centro, el ferrocarril,
el edificio escolar,
de sus antónimos
-la carreta, la zona del bajo, la práctica
de ciertos oficios-.
Al igual que
el afamado fotógrafo Christiano Junior,
los hermanos Boote pretendían
capturar en cada retrato de la edilicia
pública una imagen del futuro.
En ese sentido, se puede pensar la
fotografía como un potente recurso
pedagógico a través del cual se buscaba
educar la mirada enseñándole
al ojo qué paisajes formaban parte
de la república moderna y cuáles,
en cambio, quedaban confinados al
pasado. Las fotografías de la Nación
en ciernes no dejaban, sin embargo,
de presentar una particularidad: las
imágenes de Buenos Aires devuelven
la vista de una ciudad que se expandía
del centro hacia la periferia
gracias a la infraestructura y los empréstitos
británicos, siguiendo criterios
estéticos franceses y ejecutada
por arquitectos italianos, donde lo
único "argentino" que se puede encontrar
en ellas es, precisamente, la
mirada de los hermanos Boote.
¿Qué hay con las escuelas? Hacia
1889, El Estado nacional, a través
del Consejo Nacional de Educación,
volvió a contratar los servicios profesionales
de Samuel Boote para fotografiar
los edificios escolares de la
Capital que habían sido inaugurados
oficialmente entre 1884 y 18865. La
cámara de Boote retrató fachadas
monumentales, aulas luminosas y
batallones escolares disciplinados.
Observados de manera aislada, aquellas
fotos despiertan curiosidad; colocadas
en serie, producen en quien las
observa un impacto acumulativo. Las
fotografías escolares de Boote contribuyeron
a configurar una mirada de
larga productividad en el imaginario
educativo nacional. Las 40 fotos que
componen el Álbum de Vistas de escuelas
comunes ofrecen una de las
primeras imágenes modernas sobre
las escuelas argentinas6. ¿Por qué?
Porque en ellas, además de verse
reflejado un programa arquitectónico,
urbano y cultural, se plasmó lo
que Pablo Pineau llamó "una estética
civilizada-
basada
en conceptos como
la higiene, el recato y el control de los
excesos-"
(2012, pág. 80) que mostraban,
entre otras cuestiones, cómo tenía
que lucir una escuela del Estado
y de qué manera había que disponer
los cuerpos.
El ejercicio visual que despliega Cecilia
Gallardo forma parte de la tradición
de fotografiar escuelas, aunque
cambie el paisaje y las tecnologías
de la imagen sean otras, sus intereses
estén animados por otros motivos
y su exploración estética se ubique
en las antípodas de los retratos
monumentales de Boote. Intenté
leer las imágenes que forman parte
de "Zona desfavorable" guiado por
la siguiente pregunta: ¿qué revelan
las fotografías de Gallardo sobre la
escuela rural respecto a otros discursos
que han vuelto su atención
sobre ella?
¿Qué hace a una escuela, escuela?
La obra de Cecilia Gallardo hace
foco en una región de la experiencia
escolar que, a pesar de ser una realidad
notablemente extendida a lo
largo y ancho del territorio nacional,
no ocupa un lugar preponderante
en nuestro imaginario educativo: la
escuela rural. Realicé una primera
aproximación a través de las estadísticas.
El relevamiento anual efectuado
por la Dirección Nacional de
Información y Evaluación de la Calidad
Educativa en 2005 registró la
existencia de 11.454 establecimientos
estatales de educación primaria
común rural; las mismas representaban
entonces el 61,6% del total de
las unidades educativas públicas del
país y sus aulas recibían a 563.092
alumnos y alumnas, es decir, el
15,7% de los alumnos matriculados
del total país7. Entre 2006 y 2009, el
Relevamiento de Escuelas Rurales
estableció la existencia de 15.596
edificios de educación común y gestión
estatal, esta vez tomando en
cuenta los niveles inicial, primario y
medio8.
¿Qué expresan estos números? En
principio, que la escuela rural es
una realidad institucional cuyo peso
es muy significativo si la miramos
desde una perspectiva nacional (ya
que más de la mitad de las escuelas
públicas del país cumplen con
este perfil) y tiene una incidencia
sensible en algunas regiones. Al
mismo tiempo, puede inferirse que
las escuelas rurales emplazadas a lo
largo y ancho del territorio nacional
proveen educación a un número
relativamente bajo de alumnos si
se lo compara, por ejemplo, con la
matrícula que asiste a las escuelas
públicas de la provincia de Buenos
Aires. Claro que estamos hablando
de números y no de derechos inalienables,
o de los instrumentos de
los que dispone el Estado para garantizar
el acceso a una educación
de calidad para todos.
Que las herramientas estadísticas
son un instrumento valioso para
conocer e interpretar la realidad
educativa, no hay dudas. Sucede
que al procesar una multiplicidad
de experiencias para transformarlas
en datos, indefectiblemente se
generan algunos problemas que
ponen en tensión diferentes modos
de construir un saber sobre la
escuela rural.
Un ejemplo. El criterio
estadístico que se implementó para
el relevamiento de escuelas rurales
consistió en identificarlas dentro
del grupo de establecimientos que
están emplazados en poblaciones
de menos de 2000 habitantes o en
campo abierto. Pero ¿qué es lo que
le confiere a la escuela rural su carácter
específico? ¿La distancia que
la separa de una urbanización? ¿Una
localización específica? En otras palabras:
¿qué hace a una escuela, una
escuela rural?
Hay al menos tres dimensiones a ser
tenidas en cuenta a la hora de pensar
este interrogante:
- En primer lugar, como advierte
Elsie Rockwell, lo que fue definido
como "lo rural" en el dominio
educativo, siempre fue una idea
relativa que dependió de con qué
se la comparara (Rockwell, 2010).
Las definiciones que remiten a lo
rural y a lo urbano cambiaron con
el tiempo. Esos cambios tuvieron
lugar en diferentes planos y niveles.
De ahí que resulte indispensable
contrastar las transformaciones
que sufrió la noción de educación
rural desde una perspectiva
diacrónica, así como de observar
lo que la normativa educativa
o la estadística define como "lo
rural", con lo que puedan estar
indicándonos sobre los procesos
de escolarización rurales las culturas
locales y las instituciones
del campo, así como el modo en
que maestros y alumnos, padres y
madres perciben a la escuela. Con
ello no resigno toda posibilidad
de construir miradas de conjunto
sobre la escuela rural; en cambio,
acepto que puede haber muchas
narrativas para un mismo objeto
y que si seguimos, por ejemplo, el
camino de los estudios etnográficos,
seguramente realizaremos
más descubrimientos que comprobaciones.
- En segundo lugar, como indica
Alicia Civera, la escuela fue incorporando
características propias al
introducirse en ella el mundo rural:
"los problemas de inasistencia
según las temporadas de siembra
y cosecha, la dificultad de los niños
para asistir a la escuela por su actividad
laboral, los accidentes del
terreno o la movilidad de las personas
hacia las fuentes de trabajo"
(2011, pág. 13). Por ello, para comprender
las lógicas de la escuela
rural hay que empezar por dejar
de verla como una institución que
simplemente se posa en un paisaje
distinto al urbano y comenzar a
estudiar cómo se producen las interrelaciones
entre lo escolar y lo
rural y qué efectos concretos tienen
sobre las prácticas educativas
que allí tienen lugar.
- En tercer lugar, es importante
mencionar que no existe una
sino varias ruralidades y que estas
pueden pensarse, al menos, a partir
de dos tópicos: como un modo
de habitar el espacio o como un
modo de imaginarlo. Respecto
al primero, estos pueden distinguirse
unos de otros "según las
formas de propiedad de la tierra,
la producción y sus formas de comercialización,
su cercanía o lejanía
de centros urbanos, sus formas
de relacionarse con el Estado y el
mercado interno..." (Civera, 2011,
pág. 10). Con relación al segundo,
se pueden identificar un conjunto
de reflexiones gestadas durante
el siglo XIX, donde se puso de manifiesto
una voluntad interpretativa común que identificó "lo rural"
con "lo desierto". Para no pocos
hombres de letras, lo rural-desierto estableció con la ciudad un par
de opuestos que se implicaban
mutuamente como localizaciones
de la cultura desde las cuales era
posible imaginar el propio lugar
en el mundo, es decir, un modo de
ser argentino. El par urbano-rural
fue, entonces, algo más que la referencia
a lugares concretos. Son,
en palabras de Malosetti Costa,
espacios que "Condensan ideas,
sentimientos, deseos y frustraciones
en relación con la sociedad y con la
política. [...] Involucran las ideas de
progreso y de tradición, de acción
y contemplación, de guerra y paz"
(2007, pág. 7).
La condensación de estos relatos
se cuela en las imágenes de Gallardo.
Aunque sus fotografías sugieran
distancia, silencio, pero no vacío.
Esto tiene que ver con el punto de
vista que adopta la autora para capturar
las imágenes. Haciendo foco
en la escuela, caracterizada por
el discurso pedagógico moderno
como un puesto de avanzada de la
civilización,las
imágenes también
retratan la torre de una iglesia o la
presencia de un aljibe. Esos objetos
nos recuerdan que la escuela moderna,
estatal y laica coexistió y coexiste
con otras instituciones con las
cuales la educación pública llegó a
rivalizar pero que, al menos en este
caso, forman parte de un mismo
paisaje. ¿Qué relación establecerá el
maestro con el cura del paraje? ¿Será
una cimentada alrededor de la colaboración
sincera o, por el contrario,
se tratará de un vínculo astillado por
miradas recelosas? ¿Y el aljibe? ¿Se
inscribe dentro de un imaginario
modernizador que lo concibe como
una rémora del pasado, o bien se lo
asocia con una herramienta cotidiana
e imprescindible, ligada a la más
elemental subsistencia? Claro que
no se trata de preguntas dirigidas a
las fotos, sino de interrogantes que
emanan de ellas cuando las observamos.
La escuela de tierra adentro
En algunas fotografías, Cecilia Gallardo
retrata una escena de límites
imprecisos, desprovista de accidentes,
sin variedad ni contrastes, sin
orden ni medida. Una escena donde
la naturaleza se abre frente a nuestra
mirada recreando un paisaje no
intervenido por el hombre, bajo un
infinito cielo de pampa. Me gusta
imaginar ese espacio como un mundo
de tradiciones autosuficientes,
sin dilemas de identidad, seguro de
sí. Un mundo donde la escuela es
un punto blanco, un accidente de
la civilización, una isla de cemento
rodeada de tierra parda. Aún más:
me inclino a pensar que nuestras
escuelas rurales están mucho más
determinadas por su geografía que
por su historia; en el caso particular
de la escuela de El Desvío, creo que
esa inmensidad de tierra que la recibe
y la rodea es la que le otorga
su verdadero carácter y le imprime
su misión: contener el desierto allí
donde se impone la opresión de lo
abierto. Si esto fuese cierto, entonces,
tal vez sea más pertinente preguntarse
dónde empieza la escuela
que cuándo se fundó.
Vale una aclaración. En este caso
no apelo a la palabra desierto para
describir una vasta extensión de
médanos transitada por beduinos
y salpicada de tanto en tanto por
algún oasis. Pienso aquí al desierto
como "una suerte de artefacto discursivo
que provee las imágenes en
torno a las cuales se hace, se deshace
y se rehace el sentido de vacío de lo argentino"
(Rodríguez, 2010, pág.13).
Una larga tradición literaria argentina
hizo de la llanura su desvelo.
El desierto como el grado cero de
la literatura nacional y la literatura
nacional como el punto de partida
hacia el desierto. Porque mucho
antes que la brújula, el teodolito o
el sextante hicieran su ciencia, la llanura
fue hablada por la literatura; allí
donde el saber técnico del cartógrafo
aún callaba, la imaginación literaria
dio testimonio.
En Facundo, Domingo F. Sarmiento
dió cuerda y echó a andar ese artefacto
discursivo, ejecutando con
palabras un desplazamiento de sentidos:
a la llanura pampeana la nombra desierto y al desierto lo equiparó
con "la imagen del mar en la tierra"
(1977, pág. 24). El mar simboliza el límite,
pero también la imposibilidad
de lo público. Si el desierto, como el
mar, conforma un mundo sin historia,
sus habitantes no pueden más
que vagar libremente por él, sin ningún
tipo de sujeción a la autoridad y
sin la necesidad de tener que identificarse
con el Estado ni con el mercado.
Claro que aquella imagen del
desierto puede asociarse también
con una utopía; me gusta entrever
en esa imagen del desierto el origen
de Acracia, la patria del libertario: un
país utópico, sin gobierno, a-monetario,
sustentado en acuerdos mutuos, preñado de solidaridad.
La historia de la escuela de tierra
adentro configura una zaga que va
desde las escuelas de primeras letras
que pretendía fundar José de San Alberto
en las zonas más despobladas
del obispado de Córdoba del Tucumán
hacia fines del siglo XVIII, hasta
las Aldeas escolares que impulsaba
el presidente del Consejo Nacional
de Educación Ramón Cárcano en el
sur del país, en la década de los 30.
Se trata de una tradición muy rica en
términos de su extensión temporal
-así como de los matices que presenta-
que fue muy poco estudiada
en nuestro país. Un trabajo de investigación
de estas características
podría enseñarnos mucho sobre los
distintos perfiles que asumió la escuela
rural en el espacio abierto, la
población que recibió y los modos
en que encaró la labor educativa,
además de contribuir a desmitificar
algunas de las ideas románticas que
pesan sobre ella y que impiden pensarla
en su devenir histórico9.
¿Cuáles son las improntas que tallaron
los perfiles de las escuelas rurales
en nuestro país? Con seguridad,
las experiencias más interesantes
que registra la historia de la escuela
rural durante al menos la primera
mitad del siglo XX en Argentina, estuvieron
vinculadas a iniciativas individuales
más que al despliegue de
políticas de Estado. Mientras que en
México la escuela rural fue un espacio
de fuerte intervención política y
cultural en el que se buscó configurar
una identidad revolucionaria, en
Argentina la escuela rural circulaba
en el imaginario normalista como
un destino profesional poco menos
que incómodo, muchas veces rehusado,
o bien aceptado a regañadientes
por numerosos maestros.
El tiempo de la escuela rural llegaría
durante las décadas de los 20 y 30;
entonces las pedagogías ruralistas
cobrarían nuevos bríos cuando una
serie de acontecimientos brotados
de las rebeliones subjetivas de un
grupo de maestros y maestras colocaron
en el centro del debate la
importancia del ensayo pedagógico
en las aulas. La escuela rural fue percibida
por algunos maestros como
un territorio fértil en tanto se prestaba
a la experimentación pedagógica.
No faltaban las fuentes de inspiración,
entre las que se contaban la
iniciativa de Jesús Aldo Sosa -Jesualdo-
en la escuela de Canteras, Uruguay,
y el trabajo que desarrollaban
las hermanas Cossettini en el barrio
Alberdi, en las afueras de Rosario.
En Argentina, una de las iniciativas
más relevantes que tuvo lugar
en una escuela rural unitaria, por
su difusión y trascendencia, fue la
emprendida por el maestro Luis
Iglesias. Entre 1938 y 1957, Iglesias
desarrolló una experiencia educativa
en la escuela N° 11 de Esteban
Echeverría, provincia de Buenos
Aires, a la que había sido enviado
"castigado" por dejar entrever su
posición política durante un acto
escolar. ¿En qué consistía el castigo?
Precisamente, en que la escuela
estaba ubicada a 8 kilómetros de la
urbanización más cercana y, por lo
tanto, era la más alejada del distrito.
Más que un castigo, Iglesias veía
en aquella distancia la condición de
posibilidad para llevar adelante un
ensayo pedagógico sin padecer el
control permanente del inspector.
En la escuela plurigrado de Esteban
Echeverría, Iglesias desarrolló una
experiencia de escolarización rural
centrada en las necesidades de sus
alumnos, procurando que esta "se
adecuara a sus condiciones de vida,
fundamentalmente su alternancia
con el trabajo rural" (Padawer, 2008,
pág. 166). En La escuela rural unitaria (1958) Iglesias dejó testimonio de
aquella experiencia, para la cual desarrolló
técnicas originales de enseñanza
(los "guiones escolares"), promovió
el trabajo cooperativo y favoreció
la autoconducción del grupo
sin que recayera sobre los niños la
intervención constante del maestro.
"Mi papá es maestro rural"
También podemos leer las fotos de
Cecilia como una forma de trabajo
sobre las narraciones familiares. El
origen de la escuela de El Desvío se
remonta a la década de 1980, cuando
el maestro Ignacio y don Leocadio
comenzaron a tramar una idea:
levantar un edificio donde pudiera
funcionar la escuela. Entretanto, Ignacio
continuaría reuniendo a sus
alumnos bajo una enramada, para
dar la clase. Ignacio es el padre de
Cecilia. Ella me cuenta que su padre
se presta a relatar esta historia
cada vez que ella lo visita. En cierto
punto, creo que muchas de las imágenes
que retrata Cecilia Gallardo
ya estaban alojadas en su memoria,
y que sus fotografías son una forma
de extender y compartir ese relato,
como si lo estuviera viendo.
Cecilia Gallardo conoce muy bien la
escuela. Las imágenes que captura
son el resultado de un proceso en el
que se combina un intenso trabajo
de campo y la elaboración de la memoria
personal y familiar. Ese saber de la artista afecta al modo en que
ve el paisaje que envuelve la escuela
o al modo en que los alumnos se
relacionan entre sí. Imagino que un
tipo de conocimiento así, se construye
en relación con el entorno y
se agudiza cuando quien porta la
cámara se interna en el paisaje, dispuesto
a retratarlo. Como sostiene
Berger, cada imagen encarna un
modo de ver del fotógrafo, y cada
vez que miramos una fotografía
"somos conscientes, aunque solo sea
débilmente, de que el fotógrafo escogió
esa vista de entre una infinidad de
otras posibles" (1972, pág. 6).
Quiero volver sobre el texto que
acompaña la muestra, porque encuentro
allí un síntoma. Gallardo
compartía con los visitantes de la
muestra parte de la historia familiar:
Mi papá es maestro rural. Se llama Ignacio. Él dice que quería ser ingeniero.Yo creo que, aunque no lo supiera, desde siempre quiso ser maestro. Cada vez que lo visito, le pido que me cuente cómo fue que fundó la escuela de El Desvío. Él me cuenta cada detalle, todas las veces. Que se encontró con don Leocadio Cano y querían una escuela. Que hicieron un censo. Que comenzó a enseñar bajo una enramada. Que les donaron un predio. Que "Lupín" levantó las paredes. En El Desvío no hay agua, ni hay luz. Ni tele. Ni médico. Pero hay una escuela. La escuela del maestro Ignacio. Algunos piensan que es una zona desfavorable. Yo creo todo lo contrario.
En la historia de la escuela pública
argentina podemos encontrar este
gesto fundacional repetido innumerables
veces. Hombres y mujeres
que, de manera individual o colectiva,
se hicieron eco del mandato
civilizatorio y, anticipándose a la
acción del Estado (o compensando
su ausencia), dispusieron tiempo,
capital y energía para levantar el
edificio escolar del barrio o del paraje.
Se puede identificar esta pulsión
colectiva con varias generaciones
de hombres y mujeres para quienes
ser argentino fue una misión y una apuesta al futuro. Pero, también, con
los distintos colectivos sociales que
renegaban de la educación oficial
(o la consideraban insuficiente) y se
lanzaban a fundar círculos culturales,
bibliotecas populares, escuelas
libres, racionalistas o modernas que
compensaran o suplieran la educación
estatal.
A mi lado tengo dos obras que retratan
los avatares del trabajo docente
en ámbitos rurales. Se trata de Un
maestro. Una historia de lucha, una
lección de vida, de Guillermo Saccomanno,
y El inspector Ratier y los
maestros de tierra adentro, de Adriana
Puiggrós, publicados en 2011 y
2012 respectivamente. Una hojeada
rápida basta para identificar algunos
puntos en común: los dos sitúan
buena parte de su relato en la región
patagónica, su narrativa se sustenta
en el trabajo con los archivos (orales,
en el caso de Saccomanno, y escritos,
en el caso de Puiggrós) y en ambos
se retrata la experiencia de ser maestro
en la Patagonia argentina. Destaquemos
ahora las particularidades
de cada libro.
En la novela de Puiggrós conviven
hombres y mujeres cuya existencia
puede ser datada y personajes a los
que la autora define como "imaginarios
en lo referente a su identidad,
pero probables en el contexto del discurso
pedagógico de su época" (2012,
pág. 13). La pluma de Puiggrós talla
una imagen del inspector patagónico
agitado por un espíritu inquieto
y resuelto, sensible a la inmensidad
de la Patagonia y a la introspección
de sus habitantes. Es precisamente
esa sensibilidad lo que lleva a Ratier
a indignarse por el contraste que
existe entre el rancho donde funciona
la escuela y la caballeriza de portland
del estanciero, o a contrariarse
(al igual que Raúl B. Díaz, aquél otro
peregrino del sistema educativo
y quien fuera su predecesor en el
cargo de inspector de Territorios)
cuando debía colocar la transmisión
de los valores y leyes nacionales por
encima de los saberes y tradiciones
que portaban los pueblos originarios
o los inmigrantes europeos que
habitaban la Patagonia.
La sensibilidad que experimenta
Ratier por la Patagonia y sus maestros
tenía su correlato en las ideas
pedagógicas del inspector. Aunque
se identificara con el "Loco"
Vergara, Ratier no había sido bendecido
con la verba incendiaria del
mendocino. Ni era un agitador de
conciencias, ni corría por sus venas
el llamado a una reforma moral de
tono krausista. Ratier sabía que el
Consejo Nacional de Educación -la
patria chica del magisterio- estuvo
atravesada por debates y polémicas
desde el momento de su fundación
(la relación que mantuvo
Sarmiento con los vocales, cuando
se desempeñó como Superintendente
de escuelas no calificaría de
"armoniosa", precisamente). Sabía
también que, en reiteradas oportunidades,
la resolución de los debates
había derivado en la exclusión
de los que imaginaban una escuela
distinta. Ratier no era así. Mientras
recorro la novela de Puiggrós me figuro
al inspector patagónico como
una suerte de equilibrista; uno que
debía plasmar su ideario educativo
sin caer en "las teorías del científico
de la educación más importante de
la época, Víctor Mercante", manteniendo
cierta distancia de los mandatos
normalistas que postulaban
la transmisión de "disciplinas y saberes
disciplinados" pero sin derrapar
en "las peroratas de los maestros
libertarios [que] no entienden que
hace falta un equilibrio" (ibíd., pág.
104).
Su programa se inscribió en ese mosaico
de experiencias que nosotros
llamamos el escolanovismo. Dentro
de ese mundo de módicas reformas,
Ratier libraba sus batallas contra
los usos y costumbres normalistas.
Cuestionaba el uso de láminas escolares
por su estilo perfeccionista
y poco natural (¡y por el tiempo que
debían dedicarle los maestros!) y
proponía, en cambio, que se las reemplazara
con la creación de museos
escolares (Rosario Vera Peñaloza
se ubicaba en la misma sintonía,
aunque desconozco si hubo o no
algún tipo de contacto entre ellos).
Ratier también tendió puentes entre
el arte y la enseñanza, estimuló a los
maestros de su región a incorporar
las artes plásticas, el teatro y la música
en la enseñanza (aunque más no
fuera utilizando un peine para emitir
sonidos). Además, supo encontrar
tiempo para dictar conferencias y
mantener intercambios epistolares
con Benito Quinquela Martín, las
hermanas Cossettini y Javier Villafañe,
entre otros.
¿En qué medida estas pequeñas reformas
se inspiraban en la especificidad
del trabajo en las escuelas de
tierra adentro? Me interesa destacar
una de las novedades que introdujo
Ratier en las escuelas patagónicas,
que se va construyendo en torno a
la amistad que mantiene con Javier
Villafañe. Puiggrós relata cómo, entre
1937 y 1938, el inspector y el titiritero
recorren las escuelas del sur
leyendo poesía, contando cuentos y
pidiéndoles a los chicos que dibujen
los paisajes en los que viven para
que Villafañe pueda compartirlos
luego con los niños de otras regiones
del país. Creo identificar en esos
gestos trashumantes que conectan
escuelas, un esfuerzo por elaborar
y reelaborar también, la noción de sistema educativo.
El protagonista de Un maestro es
Santiago, el Nano Balbo. Maestro y
militante político; fue detenido de
manera ilegal durante el golpe de
Estado de 1976, sufrió el exilio y regresó
al país durante la reapertura
democrática. Balbo había trabajado en la Campaña para la Reactivación
Educativa del Adulto para
la Reconstrucción (CREAR), lanzada
en 1973. El objetivo de la Campaña
no consistía tanto en la transmisión
mecánica de técnicas de lecto-escritura
como en la prosecución de
una causa emancipatoria; la CREAR
concebía la educación de adultos
como el escenario donde podía
articularse "lo político y lo educativo
como parte de un proceso de recuperación
de la cultura popular" (Bottarini
y Medela, s/f, pág. 4).
Hasta el golpe, Balbo se desempeñó
como maestro de una escuela
rural situada en Cipolletti. Para entonces,
ya había tomado contacto
con las ideas de Paulo Freire y
descubierto "la importancia de la
pregunta en el tiempo pedagógico"
(Saccomanno, 2011, pág. 73). Dice
sobre aquella institución: "Era una
escuela marginal. Los alumnos eran
los hijos de los peones golondrina.
Y las autoridades consideraban a
los pibes como delincuentes juveniles.
(Ibíd, pág. 79). En realidad, sus
alumnos eran en su mayoría canillitas
que trabajaban de noche y asistían
a la escuela durante el día. La
experiencia quedó interrumpida el
24 de marzo de 1976, cuando Balbo
fue detenido, conducido a la U9 de
Neuquén -donde estuvo 6 meses-,
luego fue trasladado a un penal de
Rawson durante un año y medio, en
el que fue sometido a torturas, hasta
que logró exiliarse en Italia.
Al regresar al país, Balbo se conectó
con el Obispo don Jaime de Nevares
y con la Universidad del Comahue.
A través de ellos llegó a Huncal, un
paraje ubicado a 350 kilómetros de
la ciudad de Neuquén. Entonces,
Huncal estaba habitado por la comunidad
mapuche Millain Currical,
integrada por 800 familias. No se trataba
de un territorio escolar yermo.
Desde 1911 existía en el paraje una
escuela rural que durante 70 años
no había tenido un solo egresado.
¿A qué había ido allí? En un sentido,
a emprender un proyecto de alfabetización
con la comunidad. No obstante,
en su testimonio, Balbo subraya
que ese destino no representaba
ni una salida económica ni un gesto
romántico (pág. 170), sino un "autoexilio
para sacarse el exilio" (Ibíd,
pág. 179). Hay en esta expresión dos
nociones interpuestas: la del exilio
como el lugar que se deja o pierde
y la de autoexilio como aquel lugar
que se busca o encuentra.
Las clases tenían lugar en el local
donde funcionaba la cooperativa
y en dos casas prestadas (vuelvo a
insistir aquí con la pregunta: ¿qué
hace a una escuela, escuela? ¿El edificio?
¿Una situación de enseñanza?
¿La presencia de un sujeto dispuesto
a enseñar?). Balbo chocó con las
representaciones sobre lo que es
una escuela y un maestro que tenía
la comunidad. Recuerda que el empleo
de historietas y de las láminas
que dibujó Mariano Villegas demostraron
ser instrumentos útiles para
iniciar la enseñanza, pero no corrieron
la misma suerte los métodos
participativos. Sobre sus alumnos
pesaba una concepción tradicional
del aprendizaje escolar, organizada
a partir de una relación asimétrica
entre la posición del maestro como
portador del saber y la del alumno
sumido en la ignorancia. Un día,
Nano decide guardar en un cajón de
manzanas todas las metodologías y
los recursos. Había que volver sobre
esa memoria de la escuela, recorrer
el camino de la educación tradicional
con la esperanza de alumbrar,
durante el recorrido, un nuevo tipo
de vínculo pedagógico.
Aquí aflora una diferencia central
entre Ratier y Balbo. La pedagogía
que intentaba poner en práctica
Balbo no gravitaba en torno al eje escuela tradicional-escuela nueva o
al de sujeto de la educación pasivosujeto
activo; Nano partía de otro
fundamento filosófico: aquél que
sostiene que una sociedad cualquiera
puede ser leída en clave de
opresores y oprimidos. Ratier estaba
imbuido del optimismo pedagógico que cimentó la identidad del magisterio
argentino; Balbo en cambio
sospecha del ser maestro y buscaba
respuestas en los fundamentos pedagógicos
que, como el de Freire,
fueron concebidos y ensayados más
allá del ámbito escolar.
Una fotografía de Cecilia distrajo mi
atención sobre estos textos. En ella
veo un pizarrón con números romanos.
Vuelvo a ver la foto mientras por
la espalda me recorre un escalofrío
freireano. ¿Números romanos? Apenas
podría sostenerse el valor de
enseñarlos en una escuela urbana.
¿Quién podría interpretar que su enseñanza
en una escuela de Santiago
no fuese otra cosa que tiempo perdido?
La respuesta provisoria estaba
a vuelta de página. Saccomanno
narra una escena en la que Waico, el
paisano que oficiaba de intermediario
entre la gente de la comunidad
y el maestro, le transmite a Nano el
interés que existe en el pueblo por
aprender los números romanos.
En un primer momento, el maestro
rechaza la solicitud argumentando
que los números romanos no se
utilizaban más. Waico insiste y Nano
accede a enseñarlos, aunque seguía
sin comprender lo que motivaba
aquel pedido. Ese día la capilla donde
tenían lugar las clases rebasaba
de gente. Después de explicar el porqué
de la base diez, Balbo comenzó
a escribir en el pizarrón los números
romanos al lado del número arábigo
correspondiente. Cuando llegó al XV,
más de la mitad de la gente se había
retirado del reciento. ¿Qué había pasado?
"Un par de años atrás había pasado
un mercachifle por la comunidad.
Les había vendido unos relojes rusos de
bolsillo con números romanos. Y ellos
no podían leer la hora" (Ibíd, pág. 187).
Los números romanos significaban algo antes que el maestro los enseñara
y, por lo tanto, formaban parte
de la experiencia común de la comunidad,
aunque Balbo lo ignorara.
Tomé nota sobre la importancia de
apartar mi propio cajón de manzanas.
Historia visual, historia material
¿Qué tienen en común una pizarra,
el frontispicio de un edificio
escolar y un sacapuntas? Que todos
ellos son objetos mudos. Aunque
ese silencio no implica que
no puedan ser interrogados. "Los
objetos materiales son, como es sabido,
objetos que hablan a quienes
les hacen hablar. Contienen, en ese
sentido, memoria" (Viñao, 2012,
pág. 10). La memoria de un objeto
está hecha de pliegues y repliegues;
estos pueden distinguirse
entre la memoria de su creación
(¿En qué pensaba quién diseñó tal
o cual objeto? ¿De qué materiales
y técnicas se valió? ¿A qué problemas
pretendía dar solución?), y la
memoria de sus usos (¿Cómo utilizó
el objeto en cuestión su propietario?
Esos usos, ¿cambiaron
con el tiempo? ¿Existe o no una
correspondencia entre las funciones
para las cuáles fue diseñado el
objeto, respecto de las formas en
que fue empleado?). La memoria
de los objetos nos recuerda, en
última instancia, que aquellos son
el resultado de "una construcción
cultural que expresa y refleja, más
allá de su materialidad, determinados
discursos" y representan "una
fuente silenciosa de enseñanzas"
(Escolano, 2000, pág. 184-185).
Las quince piezas que conforman
la muestra de Cecilia Gallardo están
impregnadas de esa materialidad.
Pero dos en particular hacen
foco en su forma específica. ¿Cómo
pueden ayudarnos los objetos materiales
a comprender las relaciones
y los procesos que tienen lugar
en el salón de clases? La materialidad
de los objetos escolares, sus
formas, texturas, tamaños e incluso
su durabilidad, son matrizados por
la cultura escolar al tiempo que
contribuyen a matrizarla. Las fotografías
pueden ser un medio para
explorar la capacidad informativa
que portan estos objetos. Por otra
parte, no sostengo que las respuestas
a todas las preguntas sobre
la cultura material puedan encontrarse
en estos objetos, ya que
en muchos casos sólo a través de
rodeos y empleando otras fuentes
pueden ser interpretadas. Pero sí
creo que lo que estos objetos nos
informan sobre las formas escolares
pueden ayudarnos a identificar
nuevas canteras documentales, a
formular nuevas preguntas a las
fuentes habituales y a instalar una
mirada oblicua sobre los problemas
de siempre (Gorelik, 1998).
¿Cómo pueden ser leídas estas
imágenes? Walter Benjamin sugería
que el modo en que ha transcurrido
una velada con invitados era
algo que, quien se quedase hasta
el final, podía apreciar dando una
ojeada a la posición de los platos
y las tazas, las copas y las fuentes.
De manera análoga, podemos inferir
qué sucedió durante una jornada
escolar por la disposición en
la que se encuentran los pupitres
o los restos de escritos en el pizarrón.
Se trata, por cierto, de un
saber indiciario elaborado a partir
del esfuerzo por descifrar las huellas,
síntomas y trazos que forman
parte de una situación de aula.
Muy probablemente, la potencia
de este saber puede desplegarse
más y mejor en la construcción de
hipótesis que en la elaboración de
definiciones.
Liernur advierte que la expresión
benjaminiana puede emplearse
como una poderosa metáfora para
representar los intereses que organizan
la tarea de reconstrucción
historiográfica. Así, sostiene, "mientras
los historiadores de objetos no
se hubieran preocupado por lo que
sucedió en la velada, dedicándose a
una clasificación y descripción de la
vajilla, los historiadores de la velada
no se hubieran preocupado por
la vajilla, dedicándose a la biografía
de los comensales" (2010, pág. 25).
Mucho se ha escrito ya en el ámbito
de la historiografía educativa sobre
las consecuencias que acarrea un
enfoque que aborde las ideas pedagógicas
sin problematizar la relación
que éstas mantuvieron con las
prácticas concretas (o con las "traducciones"
realizadas por quienes
las implementan). Algo semejante
podríamos advertir sobre los problemas
que se desprenden del estudio
de la cultura material cuando
ésta se limita pura y exclusivamente
al análisis de las meras formas de
los objetos.
La premisa que debería guiar nuestras
indagaciones sobre la cultura
material de la escuela (en su doble
función de "guías hacia" el pasado
de la cultura escolar y como "manifestación
de" ella) podría resumirse
en el apotegma: todo es relación,
nada es sustancia. Como señala Antonio
Viñao, "El mobiliario como tal
no existe de forma aislada, sin relación
alguna con las personas [...] que
lo utilizan" (Ibíd, pág. 12). Por ende,
el interés que despierta en nosotros
no deriva de su condición de objetos
o artefactos, sino de las conexiones
que nuestra mirada puede establecer
entre ellos y sus contextos de
producción y uso.
Tomando en cuenta los puntos
mencionados, sumemos algunas
preguntas a nuestra inquietud especulativa.
Antes nos cuestionábamos
qué hace a una escuela, escuela.
Desde el punto de vista de la
cultura material, la pregunta pertinente
sería: ¿por qué las escuelas
son como son?, o mejor aún, ¿porqué
sus formas son las que son? (o,
como advierte Kate Rousmaniere:
¿cómo sabemos que eso es una
escuela, si ninguno de nosotros
estuvo cuando esas fotos fueron
tomadas? (2010). Desde el punto
de vista de las relaciones que se
establecen entre materialidades y
prácticas: ¿hasta dónde la forma de
un lápiz o un pupitre se relaciona
con la cultura escolar? ¿Qué podemos
alcanzar a vislumbrar a través
de estos objetos? ¿Qué nos permiten
inferir estas imágenes sobre la
cultura material de una escuela?
¿Qué nos dicen sobre sus alumnos
y maestros?
El discreto encanto de fotografiar
En estas páginas procuré establecer una relación especular entre texto e imagen. Especular porque mi intención no consistió tanto en ilustrar las palabras con imágenes, sino en pensar a partir de ellas algunos problemas que de otra forma muy probablemente no se me hubieran figurado. No se piensa lo mismo con palabras que con imágenes y, por lo tanto, hay que servirse de ellas para identificar problemas nuevos, desplegar nuevos ángulos de lectura o reformular viejas preguntas de investigación. En este sentido, a partir de la observación de las fotografías de Cecilia Gallardo sobre la escuela rural, me pregunté qué revelaban respecto a otros discursos que hablaron de ella. Las estadísticas, la literatura y la cultura material fueron registros que se prestaron para realizar una lectura potenciada a partir de las imágenes. En ese sentido, el trabajo de Cecilia Gallardo permitió interrogar qué sabemos sobre la escuela rural, al tiempo que nos desafía a construir un contexto para cada fotografía en concreto; un contexto que sólo puede ser construido a través de palabras. Así, el ensayo se revela como una forma de ejercer la traducción. Tomar fotografías, en cambio, es algo más puntual, más instantáneo. Una foto llama la atención, apunta, señala. Recorta algo de su contexto y lo vuelve visible: descubre. Nuestras palabras solo pueden intentar acercarse a ese arte silencioso, que detiene todo lo que se mueve.
1 La muestra se expuso en la 4ta. Bienal Argentina de Fotografía Documental, entre el 15 de octubre y 14 de noviembre de 2010, en San Miguel de Tucumán y en Rayuela Resto Bar, entre el 19 de marzo y 20 de abril de 2011, en San Miguel de Tucumán. La obra de Cecilia Gallardo puede visitarse en: http://ceciliagallardo.blogspot.com.ar.
2 La cumbre tuvo lugar en la ciudad de Mar del Plata los días 3 y 4 de diciembre de 2010.
3 Entre los estudios que realizan aportes en este sentido, subrayamos el trabajo de Daniel Feldman: "Imágenes en la historia de la enseñanza", en Educação & Sociedade, Campinas, vol. 25, Nº 86, pág. 75-101, 2004. Disponible en: http://www.cedes.unicamp.br
4 Un informe sobre la construcción de los 40 edificios escolares inaugurados durante la primera presidencia de Julio A. Roca (1880-1886) puede encontrarse en Zorrilla, Benjamín: "Los edificios de la Capital: el grande acontecimiento", en Educación Común en la Capital, Provincias y Territorios Nacionales. Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna Nacional, 1887.
5 Una versión del álbum: "República Argentina. Consejo Nacional de Educación. Vistas de Escuelas Comunes. 1889" puede consultarse en el banco fotográfico digital de la fototeca de la Biblioteca Nacional (http://www.bn.gov.ar/fototeca).
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Recibido el 8 de marzo de 2013
Aceptado el 10 de julio de 2013