Crisis y recomposición de la respuesta estatal a la acción colectiva desafiante en la Argentina 1989-2004
Marcelo Gómez
Centro de Estudios e Investigaciones Universidad Nacional de Quilmes
mgomez@unq.edu.ar
Licenciado en Sociología de la UBA (1985) y Máster en Ciencias Sociales
de la FLACSO (1991), profesor titular del área de Sociología y Política en
la Universidad de Quilmes y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de
la Universidad de Buenos Aires. Ha realizado numerosas investigaciones y
publicaciones nacionales e internacionales en temas de educación y trabajo,
y de sociología de la acción colectiva y los movimientos sociales en argentina
y América Latina.
Abstract
La interacción entre los procesos de movilización contestataria y las respuestas estatales a sus desafíos
constituye un factor fundamental del cambio social. La respuesta estatal a la organización
y la acción colectiva disruptiva puede ser estudiada en dos dimensiones analíticas inseparables:
las formas de reconocimiento o rechazo a los movimientos y sus acciones, y las formas de
concesión o negación a sus demandas e intereses.
En la Argentina, el ciclo ascendente de acción colectiva de protesta protagonizada por diversos
actores sociales ("piqueteros", asambleas barriales, ahorristas estafados, empresas recuperadas
por sus empleados, etc.) se asociaba a una crisis profunda de las capacidades estatales y de la
autoridad política institucional. Las características de las distintas políticas económicas, los
programas sociales, las medidas de seguridad ante las protestas públicas, los discursos oficiales
y las estrategias frente a los sectores descontentos muestran patrones de reconocimiento y
concesiones (diferentes tipos de integración/exclusión institucional, represión, persecución,
compensaciones y paliativos, concesiones selectivas, cambios de orientación y reformas más
amplias) que van cambiando con los distintos gobiernos, coyunturas económicas y formatos
asumidos por la conflictividad social.
En este artículo se analizan las formas de respuesta estatal a la acción colectiva en la Argentina,
desde la implementación, consolidación y crisis de las reformas neoliberales de los '90, hasta los
diversos intentos de recomposición de los últimos años, en donde se observa una relegitimación
de la autoridad política institucional y cambios en las orientaciones de las políticas estatales de
concesiones y reconocimientos frente a los sectores movilizados.
Palabras clave: Estado; Políticas públicas; Acción colectiva; Conflicto social; Argentina.
The interaction between processes of contentious mobilization and the state's responses to its
challenges constitutes a key factor of social change. State response to disruptive collective organizing
and action can be studied in two inseparable analytic dimensions: the ways in which the
state have acknowledged or rejected these movements and their actions, and the ways in which
it has granted or denied their demands and interests.
In Argentina, the rising cycle of demonstrations and collective action carried out by diverse
social actors ("picketers", neighborhood assemblies, groups of swindled savers, companies reclaimed
by their employees, etc.) was associated to a deep crisis of state rule and institutional
political authority. Throughout the different administrations, economic junctures, and formats
of social conflict, the government's economic policies, social programs, security policies vis-à-vis
public protest, official discourses and political strategies to deal with social discontent, have
shown changing patterns of acknowledgment and concessions (different types of institutional
inclusion/exclusion, repression, persecution, compensations and palliative measures, selective
concessions, orientation changes, and large reforms).
This paper analyzes the varied forms of state response to collective action in Argentina. From
the implementation, consolidation and crisis of the 1990s Neo-liberal reforms, to these last
years attempts at state recovery, there is a process of re-legitimation of institutional political
authority and changes in the directions of concession and compensation policies vis-à-vis
mobilized sectors.
Key words: State; Public Policies; Collective Action; Social Conflict; Argentina.
1. Introducción y algunas premisas teóricas
Las teorías de la acción colectiva han replanteado en los últimos años la
relación entre Estado y conflicto social. Mientras los enfoques "clásicos"1 se
centraban en la problemática de la contención del conflicto, la neutralización
de las clases "peligrosas" y la compatibilización de las demandas sociales con
el régimen de acumulación (relación Trabajo/Capital) y con el régimen político
(relación Estado/Masas), ahora las teorías de la acción colectiva enfocan
el revés de la trama: cómo la estructura institucional, el régimen político y
las políticas públicas brindan oportunidades para la organización y la acción
colectiva contestataria (Tarrow, 1997; Kriesi, 1999; Rucht, 1999). Según estos
enfoques podría pensarse tanto una instrumentación/desviación/neutralización
de la acción colectiva por el Estado, como lo contrario: aprovechamiento
de las decisiones estatales, los recursos existentes o las contradicciones en las
"élites" gobernantes, por parte de los grupos descontentos.
Tarrow (1999: 76), siguiendo a Tilly, plantea audazmente que "el Estado
se hace y rehace permanentemente a través del conflicto", y propone un enfoque
dinámico de la estructuración política de los movimientos sociales. Los
procesos de confrontación contribuyen a formar al Estado y lo remodelan
continuamente, de la misma forma que sus políticas y acciones constituyen
un factor fundamental de los procesos de movilización social.
Toda forma de conflicto no convencionalizado que implique alguna clase
de ruptura del orden público plantea al Estado un desafío y una incertidumbre
respecto de su capacidad de garantizar el orden y de mantener su pretensión
de monopolio de la autoridad y la fuerza legítima. Las respuestas a la acción
colectiva disruptiva por parte del Estado no pocas veces implican mutaciones
importantes en sus diversas dimensiones constitutivas (elencos, organización
interna, políticas, definición de aliados y adversarios, etc.), conformando una
de las claves fundamentales de todo proceso de cambio social y político.
Profundizando en el análisis de esta dialéctica que une al Estado con la
acción colectiva contestataria, Kriesi (1999: 232 y ss.) plantea cómo los contextos
políticos y la acción estatal influyen sobre la estructura organizacional
de los movimientos sociales, y que el Estado, visto desde ellos, aparece en dos
dimensiones: fuerte/débil, en tanto su capacidad de imponer decisiones, y excluyente/
incluyente, en tanto contempla o niega reconocimiento y/o concesiones.
Offe (1996) ya había resaltado la cuestión de la variedad de las respuestas
estatales a los nuevos movimientos sociales, pudiendo señalar dos planos: a)
el del "reconocimiento", según el cual los detentadores del poder estatal aceptan
o rechazan a las organizaciones, los representantes y/o los líderes de los
movilizados, es decir, en qué medida el Estado los toma en consideración, de
qué modo los interpela o cómo los trata, y b) el de las "concesiones", es decir,
en qué medida las políticas y decisiones de los detentadores del poder estatal
contemplan o toman en consideración positiva o negativamente las demandas
o reclamos, es decir, de qué modo aceptan o rechazan las reivindicaciones o
intereses de los grupos movilizados.
A su vez, la respuesta estatal puede ser caracterizada según el grado de fortaleza
o debilidad: aquellas respuestas que muestren capacidad de imposición,
de condicionamiento o de iniciativa sobre los movimientos y las acciones
desafiantes pueden ser llamadas "activas"; en cambio, podemos llamar "pasivas"
a aquellas respuestas en donde el Estado se limita a intentar no dejarse
condicionar por los movimientos y sus acciones, cediéndoles la iniciativa.
Los siguientes Cuadros A y B ofrecen una clasificación elemental de la variedad
de respuestas estatales en ambos planos. En general, la literatura tiende
a mostrar una cierta correspondencia "natural" entre ellos: la no concesión a
las demandas se asocia a las políticas de exclusión y no reconocimiento de los
movilizados, en tanto las políticas reformistas concesivas pueden asociarse con
diversos niveles de integración e institucionalización.
CUADRO A: Tipología de respuesta estatal de reconocimiento a los movimientos
CUADRO B: Tipología de respuesta estatal de concesiones a las demandas de los movilizados.
Sin embargo, como veremos en el caso de la Argentina a través de distintos
períodos, el Estado puede también llevar adelante una estrategia oblicua
o sinuosa con formas de inclusión/exclusión selectivas que apuntan a fragmentar
los movimientos, y también puede combinar concesiones unilaterales
a las demandas manteniendo estrategias de no reconocimiento (persecución
o represión) o, al revés, rechazar los reclamos sin realizar concesiones, pero
ofreciendo una inclusión formal y un fuerte reconocimiento simbólico.
En los últimos años, en América latina, la movilización generalizada contra
gobiernos y políticas económicas ha tenido por protagonistas principales a
actores sociales con repertorios de acción y organización colectiva novedosos
que han tenido impactos significativos sobre las orientaciones de las respuestas
estatales (Gómez, 2003).
Uno de los casos m ás interesantes en este punto es el de la Argentina, en
donde la espiral ascendente de acción colectiva de protesta protagonizada por
piqueteros, asambleas barriales, ahorristas estafados, empresas recuperadas
por sus empleados, etc.; total o parcialmente ajenos a los sistemas institucionalizados
de intermediación de intereses, se asocia a una crisis profunda de
las capacidades estatales y de la autoridad política (Sidicaro, 2002). El carácter
destituyente de la acción colectiva generalizada, que se extiende desde 2001
hasta mediados de 2002, fue seguido de un período de fortalecimiento del
sistema político institucional de la mano de cambios en los liderazgos políticos,
en los contenidos de las políticas estatales y en las estrategias frente a los
sectores movilizados. En este trabajo vamos a ensayar un análisis de los dos
planos de la respuesta estatal frente a las acciones colectivas desafiantes en la
Argentina del período 1989-2004, utilizando datos cualitativos y estadísticas
de conflictos sociales e información pública oficial sobre las distintas políticas
gubernamentales2.
2. Reforma estructural y respuesta estatal a los desafíos de la acción colectiva en los ´90
Podrían diferenciarse tres grandes etapas o momentos de la reforma del capitalismo argentino y sus aparatos del Estado bajo las políticas neoliberales: la implementación, la consolidación y la crisis. Como veremos, cada una de estas etapas tuvo diferentes problemáticas desde el punto de vista de la intervención estatal y el conflicto social.
2.1 La neutralización de las resistencias a la implementación de las reformas
La estrategia general de avanzar con la reforma "sin concesiones" hacia
los afectados fue elocuentemente graficada por la retórica insistente del presidente
Carlos Menem: "Cirugía mayor sin anestesia", "vuelo sin paracaídas",
"el único camino en el mundo", etc. Al comienzo de su gestión (años '89 y
'90), los costos en términos de recesión y empobrecimiento fueron imputados
a la crisis del modelo "estatista-inflacionario" anterior, reforzando el consenso
sobre la urgencia, necesidad y profundidad de las reformas. La mística
reformista y la estrategia activa de no ceder a las demandas de los perdedores
movilizados asumieron formas de extrema dureza, recurriendo a una sucesión
de gestos políticos irritativos, incluso para los propios aliados3. Para tener una
idea del alcance "disciplinador" de la política de no concesiones basta retener
el dato de que el 60% de los decretos de necesidad y urgencia sancionados por
el Poder Ejecutivo en 1989 fueron de control salarial y de limitación en la
aplicación de los Convenios Colectivos de Trabajo, como forma de combate
contra la inflación (Palermo y Novaro, 1996: 263).
Aunque esta intransigencia en el plano de las concesiones generó fuertes
descontentos y reacciones de protesta y de conflicto, éstos no alcanzaron a
traducirse en problemas políticos importantes para el gobierno peronista, que
había logrado edificar una heterogénea "coalición reformista" sustentada en el
uso intensivo de estrategias de reconocimiento de sectores importantes entre
los mismos afectados -presentes y futuros- por las reformas. Muestra de ello es
la cesión de la cartera de Trabajo, de la Administración de la Seguridad Social
y del Servicio de Salud para los Jubilados y Pensionados -cajas presupuestarias
muy importantes del Estado nacional- a sectores importantes de la dirigencia
sindical (el "grupo de los 15" y el barrionuevismo).
Con otros sectores gremiales críticos de las políticas neoliberales, pero
renuentes a desafiar al gobierno (el sindicalismo histórico tradicional del
peronismo, conducido por Lorenzo Miguel), las respuestas estatales adquirieron
formas intermitentes de reconocimiento pasivo: infatigables cruces de
declaraciones, posteriores "reconciliaciones", mesas de negociación y algunas
concesiones secundarias (especialmente en materia de ayuda para las obras
sociales sindicales), con el evidente propósito de provocar un desgaste, sin asumir
costos de enfrentamiento. Con aquellos sectores que resistían las reformas
o se posicionaron en contra del "modelo" (los restos del "ubaldinismo" que
había jaqueado al gobierno anterior de Alfonsín, principalmente los docentes,
los transportistas, parte de los estatales y los sindicatos de las primeras empresas
estatales a privatizar), se practicó un nítido no reconocimiento activo,
evitando caer en formas represivas o persecutorias manifiestas: la ya mencionada
regulación del derecho de huega, la ilegalización de algunas huelgas, las
sanciones o bloqueo de fondos a las obras sociales de algunos gremios díscolos
y la demonización ideológica de aquellos que se enfrentaban a las políticas
en ciernes, invocando incansablemente "la caída del muro de Berlín" y "el
indetenible proceso de globalización". Las acciones colectivas más disruptivas
que caracterizaron las primeras privatizaciones de empresas públicas (tomas
de edificios públicos, bloqueos de aeropuertos, huelgas ferroviarias prolongadas)
no fueron respondidas con represión, pero tampoco con concesiones
ni apertura de instancias de negociación significativas ("Mil marchas no me
detendrán", exclamaba Menem sin perder la calma). La estrategia de desgaste
ante la opinión pública y los medios de comunicación pareció ser el recurso
principal que sirvió para aislar y finalmente doblegar las resistencias.
Con el Plan de Convertibilidad de abril de 1991, el ingreso de capitales, la
conquista de la estabilidad monetaria y una fuerte reactivación económica, la
respuesta estatal fue mutando de manera significativa, y el último tramo de la
implementación de las reformas se realizó en un contexto diferente.
Con un visible apoyo electoral y consenso en la opinión pública, la política
de no concesiones activa fue atenuándose mediante una estrategia de
compensaciones para los afectados por las reformas y de políticas sociales más
activas para paliar las consecuencias iniciales de su implementación: un seguro
de desempleo (Ley Nacional de Empleo 23013/91) con una cobertura limitada,
pues excluía a los desempleados provenientes del sector informal, y algunas
otras políticas pasivas de empleo, con bajas de costos laborales y cargas sociales
para los empleadores privados (Programa de Empleo Privado), o subsidios a la
capacitación (Proyecto Joven) para incrementar la "empleabilidad". Las políticas
activas de empleo con componentes más asistenciales, como los Programas
Intensivos de Trabajo (PIT), eran reducidas y, en cierta medida, satanizadas,
como una concesión al gasto público improductivo y "político".
La fuerte reducción del empleo público merced a las privatizaciones y
la racionalización de la Administración Pública Nacional (Orlansky, 1994)
fueron acompañadas por el señuelo de Programas de Participación Accionaria
para los trabajadores que quedaban en las empresas. Los grandes operadores
privados multinacionales a cargo de las flamantes empresas privatizadas reforzaban
esta política de compensaciones: achicaban la planta no mediante
despidos unilaterales sino ofertando montos indemnizatorios superiores a
los fijados legalmente, con tentadoras ofertas de "retiro voluntario" o "jubilaciones
anticipadas". En otros casos se promocionaba la incorporación del
personal desvinculado a microempresas proveedoras de las privatizadas, a las
que les ofrecían jugosos contratos de tercerización de obras y servicios por un
par de años.
Por otra parte, mediante una astuta estratagema, se pagan deudas previsionales
con bonos de las empresas privatizadas, de forma tal de realizar
simultáneamente una concesión activa a un sector fuertemente movilizado
como el de los jubilados y reforzar el apoyo -o al menos la no oposición- a
las privatizaciones.
La política social estatal promovía estrategias individuales de reinserción
laboral en el corto plazo y se dirigía a anticipar posibles resistencias a la
implementación de las reformas mediante la oferta de compensaciones que
desincentivaran el descontento con las privatizaciones y el desempleo.
Sin embargo, la persistencia de la conflictividad laboral de los bancarios,
los jubilados, los docentes y los transportistas (Gómez, 1997) durante la fase
expansiva del Plan de Convertibilidad, muestra una respuesta estatal diferente
a la cerrada inexpugnabilidad de los primeros tiempos : aumentos salariales
en algunos sectores como la banca pública y el transporte, mejoras en las
condiciones de trabajo de los choferes, una Ley Federal de Educación que
fija pisos de aumento al presupuesto educativo y, sobre todo, la renuncia del
Ministro de Educación (un adalid de la privatización) ante la avalancha de
conflictos docentes, con un formato de protesta de alto impacto mediático:
"La marcha blanca", con la convergencia de columnas de docentes, padres y
alumnos de todo el país hacia la Plaza de Mayo. Los incidentes desencadenados
por misteriosos desconocidos encapuchados y la posterior represión policial indiscriminada generaron reacciones generalizadas contrarias al gobierno,
mostrando una vez más la inconveniencia de adoptar respuestas de este tipo
frente a la protesta.
Algo similar ocurría con los jubilados que luchaban no solamente por una
recomposición de haberes, sino por deudas previsionales y por mejoras en la
atención de su obra social (PAMI), utilizando medidas que incluían elementos
dramáticos como "huelgas de hambre" de los ancianos, además de llegar
a roces y altercados con la policía o, incluso, con algunos legisladores, lo que
les daba una gran visibilidad mediática y obligaba al gobierno a realizar gestos
de reconocimiento pasivo.
El éxito del Plan Cavallo no tardó en traducirse en un visible cambio en
las políticas de reconocimiento: el sector "aliado" del sindicalismo no sólo es
desplazado de los lugares de decisión que detentaba a manos de cuadros políticos
y técnicos vinculados al ese entonces "Súper Ministro" de Economía, sino
que debe afrontar cambios adversos en las agendas gubernamentales por la
inclusión de la reforma de la legislación laboral (la llamada "flexibilización")
en ellas. De un reconocimiento activo, con plena integración formal y poder
de decisión, se pasa a un reconocimiento pasivo y a una negociación no exenta
de tironeos: la central obrera (CGT) realiza el primer paro nacional contra el
gobierno en noviembre de 1992. El alejamiento de los sindicalistas del poder
político es compensado abriendo negocios para las organizaciones sindicales
en diversas privatizaciones, como las de salud y jubilación privadas4.
La acción colectiva sindical aún continuaba siendo la instancia fundamental
de canalización de demandas, pero se mostraba sensible a la estrategia
estatal de concesiones pasivas y compensaciones a cambio de apoyo o "tranquilidad"
para lograr las reformas: los conflictos ante la privatización de la
acería estatal SOMISA y, luego, de la petrolera YPF fueron encarados por los
sindicatos de manera muy diferente a la que había dominado en las primeras
privatizaciones. Las protestas, que en algunos casos incluyeron tomas de
plantas, grandes movilizaciones e incidentes con la policía, terminaron en
negociaciones pivotando sobre aumentos en el monto de las indemnizaciones
o sobre los contratos para microempresas de ex empleados, sin amenazar el
proceso privatizador.
Sin embargo, no toda la acción colectiva era encarada exitosamente por
la estrategia oficial: tempranamente, conflictos como el del cierre de la mina
de HIPASAM en Río Negro (1992), convertido en una suerte de pueblada
pacífica, la violenta rebelión popular encabezada por empleados públicos
en Santiago del Estero y, sobre todo, el conflicto metalúrgico en Tierra del
Fuego (1994), que se extendió por varias semanas y rápidamente adoptó formas
muy organizadas de lucha, preanunciaban cambios en el escenario de la
conflictividad (Gómez, 1997 y 2005b; Villanueva y Gómez, 2001).
La respuesta represiva gubernamental ante estas conmociones del orden
público asumía un carácter reactivo, disuasivo y blando (en general, limitándose
a tácticas antidisturbios). Sólo se hace presente de manera cruenta,
punitiva y con intención "ejemplarizadora" con el asesinato de un obrero de
la construcción que participaba de las movilizaciones en la capital fueguina
(CELS, 2003), aunque el grave conflicto recién logró encauzarse por nuevas
concesiones del gobierno y las empresas a los obreros metalúrgicos.
2.2 La consolidación del "modelo" y sus costos estructurales: la respuesta estatal concesiva ante el desarrollo de nuevas formas de protesta
El éxito en la implementación de la reforma para superar los escollos y la
resistencia de los perdedores se extingue en gran medida con su consolidación,
en medio de la crisis recesiva que sobreviene con el "efecto Tequila", entre
1995 y 1996. Los conflictos comienzan a adquirir significados y características
nuevas. Ya no son resistencias a la implementación de las reformas, sino las
reacciones a las consecuencias estructurales de su consolidación: reconversión
con achicamiento industrial, crisis económicas regionales (fiscales y productivas)
y desempleo endémico. Empieza a generalizarse la percepción de que
el "modelo" dejaba un tendal de víctimas, ya no coyunturales por los costos
transitorios de implementación de las reformas ("Estamos mal pero vamos
bien", decía Menem), sino "estructurales" y permanentes por la configuración
cristalizada de ganadores y perdedores que comenzaba a hacerse visible5.
Estallan graves conflictos con los trabajadores del sector público en Córdoba,
Río Negro y Tucumán, que se sumaban a la tumultuosa Jujuy y a los
cierres de fábricas y despidos en los grandes distritos industriales. Comienza
a implementarse la ayuda social directa a los desocupados, aumentando
drásticamente la cantidad mensual promedio de prestaciones para desempleados
(Gráfico 1).
GRÁFICO 1: Conflictos de Movimientos de Desocupados y Planes de Empleo.
Promedios mensuales -1993-2001.
Se produce un cambio significativo en las características de la
conflictividad: es regional pero masiva, multisectorial, fuertemente disruptiva
sobre todo en materia de ocupación y violencia contra edificios públicos,
desafía o resiste la represión antimotines y sus dirigentes locales intentan nuclearse
en instancias regionales e intersindicales novedosas, que no responden
mecánicamente a las cúpulas sindicales tradicionales.
El gobierno nacional "provincializa" las crisis, dejando a los estados provinciales
(gobernados en estos casos por fuerzas no peronistas) con toda la
responsabilidad y sin auxilio financiero, condenándolos a agravar el conflicto
al no poder ofrecer respuestas concesivas ni represivas ante la movilización.
Así, mientras los gobernadores de Córdoba y Río Negro debían renunciar, al
carecer de soluciones para no irritar aún más a los vastos sectores movilizados,
el Estado nacional preparaba una respuesta de concesiones pasivas: un plan
de empleo de nuevas características y mucho mayor alcance y presupuesto
(Plan Trabajar).
Así, los planes de empleo manejados desde el Ministerio de Trabajo de la
Nación y el Banco Mundial, que proporcionaba su financiamiento, se fueron constituyendo rápidamente en la respuesta estatal más significativa para enfrentar
el conflicto social en el interior del país.
2.3 La crisis del "modelo": el colapso progresivo de la respuesta estatal a la generalización de la acción colectiva
A partir de 1996, las crónicas periodísticas muestran las primeras participaciones
en protestas públicas de grupos de desocupados y despedidos al lado
de empleados provinciales en Tucumán y Jujuy, de maestros en Neuquén, de
productores rurales en Córdoba y hasta de trabajadores industriales en Tierra
del Fuego y San Lorenzo (Santa Fe), incorporando a las agendas de reclamos
la necesidad de respuestas para atender la emergencia social.
Bajo este nuevo escenario de proliferación de la acción colectiva disruptiva
en el interior del país, el Plan Trabajar (en adelante PT) y la política de
multiplicación de planes de empleo, que alcanza su pico en 1997, no pueden
interpretarse al margen de dos fenómenos: a) los grandes conflictos en Neuquén,
Salta y Jujuy, donde los cortes de ruta se convierten en puebladas6 multisectoriales
que duran varios días e incluyen episodios de violencia y represión,
y en los cuales los desocupados asumen un protagonismo central ("fogoneros",
"piqueteros"), impactando vivamente en la opinión pública, y b) la multiplicación
de organizaciones de desocupados y cortes de ruta en ciudades importantes
como Mar del Plata, La Plata y algunos distritos del GBA. El Gráfico
2 muestra cómo la distribución de planes respondía al patrón geográfico de
activismo reivindicativo de los nacientes movimientos de desocupados.
GRÁFICO 2: Evolución de la participación % de Beneficiarios de Planes de Empleo
en Distritos con Alta o Baja Conflictividad de Desocupados 1994-2004.
Sin embargo, pronto se vería que lejos de neutralizar el potencial desafiante
de los desocupados, la distribución del PT impulsó aún más la organización
a nivel territorial por medio de la autogestión de la llamada "contraprestación"
obligatoria para los beneficiarios, capitalizando los planes en términos
de organización colectiva y presencia en los barrios, sustrayéndose progresivamente
a la influencia de las redes clientelares del peronismo y los políticos
locales (Delamata, 2004; Mazzeo, 2004). Los PT abrían también una suerte de
ventana de reconocimiento para las organizaciones sociales por parte de las
burocracias estatales mediante la aprobación de los proyectos comunitarios
presentados por las organizaciones.
La generalizaci ón de la distribución de planes y su inclusión en todas
las mesas de negociación modifican el perfil de los conflictos, que habían
comenzado siendo multisectoriales y centrados en los gravísimos problemas
de las economías regionales y en las demandas de empleo genuino, inversión
en obra pública, estímulos fiscales para la radicación de nuevas empresas o
incorporación de personal a las grandes empresas petroleras instaladas en los
pueblos movilizados. Los planes de empleo como respuesta a las "puebladas"
procuran desagregar intereses mediante una respuesta paliativa diferenciada
para el sector que había demostrado mayores capacidades de acción colectiva
disruptiva: los desocupados.
La estrategia de la pol ítica estatal de contención del conflicto social
mediante los PT constituye un tipo de concesión pasiva, que intenta desviar
las demandas y los reclamos originales de empleo genuino. La entrega de PT
como moneda de cambio frente a los desocupados movilizados contribuyó a
estructurar un nuevo tipo de conflicto más "regulable", con menor nivel de
incertidumbre7, más aislable y menos masificable. Adicionalmente, esta estrategia
de concesión hace variar la estrategia de reconocimiento con una suerte
de tácita y vergonzante aceptación estatal -y también de la opinión pública- a
formas inéditas de organización, de acción y hasta de identidades colectivas y
símbolos políticos de las clases populares.
La estandarizaci ón de los PT como respuesta estatal ante los movimientos
de desocupados contribuye a dar forma a un actor social diferenciado por su
imagen social (piquetero), por sus reivindicaciones (planes y ayuda social) y
por el tipo de acción colectiva (cortes de ruta). Los conflictos bajo el formato
de "puebladas", con sus asambleas masivas, sus coordinaciones multisectoriales
y sus pliegos infinitos de reivindicaciones, irán dejando paso a las nuevas
organizaciones "piqueteras".
Las crisis provinciales y la irrupci ón de los cortes de ruta tienen costos políticos
altos: fuerte emblocamiento de la dirigencia sindical, que entre 1994 y
1997 convoca a ocho paros generales, algunos con cortes de ruta y disturbios,
y pérdida de apoyo electoral del justicialismo gobernante, como muestran las
elecciones legislativas de octubre de 1997.
A partir de 1998, temiendo caer en una situaci ón de aislamiento, el gobierno
intenta recomponer lazos con el sindicalismo removiendo de la cartera
laboral a un cavallista y dejando de lado la agenda reformista anterior, impulsa
un proyecto de ley que elimina varias figuras de la flexibilización laboral,
congela el programa de desregulación de obras sociales y coquetea con un
reconocimiento formal a la central sindical opositora (la CTA).
La respuesta estatal tendr á sus frutos pero serán amargos: por un lado, los
años '98 y '99 muestran una merma en la conflictividad de los desocupados
y menores niveles de confrontación con la dirigencia sindical pero, por otro,
surgen innovaciones inquietantes en los repertorios de protestas: aparecen
los "pedidos" de los desocupados que se movilizan a las puertas de grandes
supermercados a pedir alimentos, agitando el fantasma de los "saqueos" y
generando gran repercusión mediática. Los PT estaban fracasando en desactivar
o moderar el conflicto social haciéndolo más previsible, estructurándolo
sobre la base de una demanda cuantificable negociable (cupos de cantidades
de planes) pero al costo de brindar un incipiente reconocimiento institucional
y recursos a estas organizaciones que hacían gala de una notable autonomía
política y un enorme potencial disruptivo.
Al novedoso accionar de los desocupados se a ñade una incipiente predisposición
a la acción colectiva de los sectores medios urbanos (la mayoría
de los cuales había apoyado las políticas de reforma neoliberal en el pasado),
descontentos con los aumentos de tarifas y peajes, los precios de los combustibles,
las deficiencias y los abusos en los servicios prestados por las empresas
privatizadas, y también con el alza del desempleo que comenzaba a afectarlos.
Aparecen, así, protestas como "descuelgues telefónicos", "boicots a petroleras",
"apagones" y finalmente, en febrero de 1999, una gigantesca reacción de vecinos
de Buenos Aires contra la suspensión por más de dos semanas del servicio
eléctrico en una gran cantidad de barrios de la ciudad, incluyendo cortes de
calles y avenidas con fogatas en las esquinas que generaron un verdadero caos
y una ola de indignación, verdadero antecedente de lo que ocurriría a fines
de 2001. Nuevamente, se observaba también la absoluta imposibilidad de
reprimir y el gobierno estuvo casi obligado por la opinión pública a aplicar
sanciones contra la empresa responsable.
La crisis de la respuesta estatal de concesiones pasivas mostraba la imposibilidad
de "contener" el conflicto disruptivo, sin lograr evitar el desarrollo de
mayores capacidades de organización y acción colectivas de los desocupados
a quienes comenzaban a sumarse ahora otros sectores descontentos, en una
suerte de sinergia que llegará a su paroxismo durante el gobierno de la alianza
antimenemista triunfante en las elecciones.
A fines de 1999, el nuevo gobierno encabezado por Fernando De la R úa
se encontraría con un sindicalismo mayoritariamente reagrupado en la oposición
y con un movimiento de desocupados fragmentario y lleno de contrastes
pero extenso geográficamente, con suficiente conocimiento de los accesos
institucionales a los recursos de los planes sociales y con una envidiable capacidad
de movilización y organización.
A pesar de estas acechanzas, el gobierno modificar á la respuesta estatal a la
movilización de los descontentos: la crisis fiscal, financiera y de vulnerabilidad
externa de la economía es encarada con un regreso inesperado a las políticas
menemistas iniciales de "no concesión activa", con la confianza de que la elevada
legitimidad electoral alcanzada en los comicios daba sustento suficiente
para contener o enfrentar la protesta social y los reclamos gremiales.
La recalcitrante cerraz ón ante las demandas eran consistentes con los drásticos
planes de ajuste: frente al sindicalismo se retoma la agenda reformista
de los ´90, impulsando nuevamente un proyecto flexibilizador y rebajando
los sueldos de una parte de los empleados públicos, y frente a las luchas de
los movimientos de desocupados se reducen los presupuestos para planes
sociales, disminuyendo la cantidad de beneficiarios (Gráfico 1) y el monto
de los beneficios. De esta forma, el flamante gobierno descargaba, sin piedad,
costos adicionales sobre los sectores que habían demostrado mayor capacidad
de movilización y de acción colectiva disruptiva en el pasado: los empleados
públicos y los desocupados.
Los registros de cortes de ruta muestran claramente que las reducciones
de planes son enfrentadas casi inmediatamente con fuertes acciones colectivas
en los distritos de Jujuy, Neuqu én y Salta, poniendo de manifiesto una gran
capacidad de resistencia a la represión. Además, la sustitución de los PT por
los Programas de Emergencia Laboral (PEL) dotaba de mayor autonomía a
las organizaciones sociales, tanto para la presentación de proyectos como
para el manejo de las contraprestaciones de los beneficiarios, por lo cual
en muchos barrios los movimientos de desocupados comenzaron a crecer
exponencialmente. Por si fuera poco, las designaciones en la cartera laboral
significaban una voluntad de confrontar con la dirigencia sindical tradicional,
restringiendo completamente los espacios de interlocución y negociación, es
decir, impulsando una estrategia de no reconocimiento activa que forzó al sindicalismo
a pasar en bloque a una oposición encarnizada (diez paros generales
convocados en dos años).
La respuesta estatal hacia la proliferaci ón de cortes de ruta y puebladas
aparecía como motivo de división dentro del elenco gobernante. Mientras
algunos se oponían tajantemente a las soluciones de fuerza e impulsaban negociaciones
sobre la base de reconocimientos y concesiones, otros integrantes
del gabinete parecían inclinados hacia soluciones represivas contra los cortes
de ruta, de persecución judicial contra los líderes o de quite de beneficios a
las organizaciones. Además, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en
manos de Carlos Ruckauf (posible candidato presidencial justicialista), y los
intendentes de varios distritos del conurbano no temían presionar al gobierno
nacional fomentando el desarrollo de las protestas, lo que generaba una muy
amplia "ventana" de oportunidad política para desarrollar acciones colectivas
de gran repercusión.
Los esc ándalos de corrupción política por los sobornos para lograr la
sanción de una ley de reforma laboral, que derivaron en la renuncia del vicepresidente
Carlos "Chacho" Álvarez, y la permanencia de los jueces de la
Corte Suprema de Justicia heredados del período menemista, agregaban a la
masividad de los reclamos de base reivindicativa una fuerte dosis de demandas
cívicas y de recambio político.
En octubre de 2000, cerca de 5000 personas cortan una ruta nacional en
el distrito de La Matanza a pocos kil ómetros de la Casa de Gobierno, precipitando
un efecto cascada durante 2001, con nuevos grandes cortes de ruta
y hechos violentos en diversas provincias. El gobierno no podrá sostener sus
posturas de no concesión y no reconocimiento a ultranza y se verá obligado a
ampliar el número de planes para intentar contener la avalancha incontrolada
de protestas, utilizando un criterio de distribución exclusivamente destinado
a intentar calmar a los movimientos.
El aumento de la presión impositiva y la confiscación de los depósitos
bancarios volcaron de manera contundente a las clases medias urbanas a la
protesta, mediante un recurso convertido en el icono del momento: "el cacerolazo".
La combinación con la ola de saqueos a comercios de mediados de
diciembre de 2001 precipitó la escalada de acción colectiva generalizada (que
ahora sumaba a comerciantes, profesionales, cámaras empresarias, vecinos,
etc.), culminando con los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001,
la caída del gobierno y la instalación en amplios sectores de la opinión pública
de la consigna "que se vayan todos"8.
La respuesta estatal de aquellos días es completamente confusa: el intento
de reflotar la Mesa de Diálogo Argentino auspiciada por la Iglesia Católica y
las Naciones Unidas, la represión de algunos intentos de saqueo a las grandes
cadenas de supermercados y la declaración del estado de sitio, para culminar
con una respuesta represiva tardía, sangrienta y absurda que terminó con un
saldo final de treinta muertos en todo el país.
Las élites políticas y las clases dominantes parecían haberse quedado sin
respuestas, vacilando ante dos cuestiones: cómo parar la movilización de "la
gente en la calle" y su poder destituyente (represión o "restablecer la confianza
en las instituciones") y cómo salir del régimen de convertibilidad (dolarización
o devaluación).
El regreso del peronismo al gobierno mostrará cómo trabajosamente se
intentará rearticular una respuesta político-estatal eficaz frente a la generalización
de la movilización no institucionalizada.
3. Los fracasos iniciales de las primeras formas de recomposición de la respuesta estatal a la movilización colectiva
El período que va desde el brevísimo interinato de Adolfo Rodríguez Saá hasta la masacre del Puente Pueyrredón en junio de 2002 se caracteriza por tres rasgos: la continuidad y aún la radicalización de la acción colectiva generalizada, la incertidumbre institucional y el agravamiento intolerable de la situación social de pobreza y desempleo derivados de la devaluación del peso.
3.1 Rodríguez Saá: concesiones y reconocimientos selectivos a los movimientos
El Presidente interino arrancó dando un mensaje contundente de reposicionamiento
parcial del poder político frente a las demandas sociales y la
protesta generalizada. Por un lado, los anuncios grandilocuentes del default
de la deuda externa, de la creación de un millón de puestos de trabajo y de la
masificación de la ayuda social alimentaron las expectativas de las organizaciones
de desocupados y del movimiento obrero, cuyos principales dirigentes
fueron recibidos casi inmediatamente por el Presidente junto con los organismos
de DD.HH., inaugurando un audaz intento de abrir el reconocimiento
institucional a una parte de los actores movilizados. La derogación del estado
de sitio y un nuevo discurso oficial de tolerancia a la protesta social y de investigación
de la represión cruenta del 20 de diciembre, daban una inequívoca
señal de cambio que permitía descartar un proceso de represión/radicalización
de la acción colectiva.
Pero, por otro lado, se evidenciaba una ausencia de respuestas a los ahorristas
confiscados y la falta de recepción a las demandas de amplios sectores
medios movilizados contra la corrupción de "la clase política"9.
Así, el intento de sustentar el poder político con el apoyo sindical y de las
clases populares movilizadas, prescindiendo del consenso de la dirigencia política
tradicional y de las clases medias urbanas, que comenzaban a organizarse
en las llamadas "asambleas barriales", fracasó a los pocos días, sumergido por
la radicalización de la movilización y los cacerolazos de estas últimas.
3.2 Duhalde: realineamiento de las élites, exclusión de los movimientos y concesiones restringidas
El advenimiento de la máxima figura política de la dirigencia tradicional,
Eduardo Duhalde, generaba una expectativa de cambios de estrategia en
materia económica (devaluación), social (generalización de planes sociales),
de actitud política frente a las organizaciones sindicales tradicionales (cooptación),
y frente a los movimientos sociales y al conflicto social (control estricto,
judicialización y, eventualmente, represión). La idea parecía ser recomponer
la autoridad política estatal, lejos de coqueteos con los movimientos sociales,
recostándose exclusivamente en las dirigencias tradicionales, incluyendo a parte
del sindicalismo, a la Iglesia Católica, y a un sector importante del empresariado,
beneficiado por la devaluación y la licuación de deudas dolarizadas.
La recomposición del poder estatal (que no excluía la represión del desorden
público, ni tampoco el aumento de la recaudación fiscal, con retenciones
masivas a los exportadores) y la estabilización de la economía permitirían
satisfacer las demandas de los desocupados por medio de la asistencia masiva
a la emergencia social, deslegitimando las protestas públicas y debilitando el
poder de convocatoria de sus organizaciones.
La conformación del gabinete con la designación de menemistas en la
cartera política y en la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado) mostraban
a las claras las respuestas en las que estaba pensando el gobierno frente a la
alteración del orden público por la protesta generalizada.
Durante los primeros cuatro meses, las consecuencias del shock devaluatorio
sobre el costo de vida, junto con la crisis fiscal heredada -que obligó,
incluso, al gobierno nacional a pagar salarios con bonos-, hicieron retrotraer el
escenario hacia el peor momento del gobierno delarruista: no había respuestas
para casi ninguna demanda de los sectores movilizados.
Esperando los recursos fiscales para el financiamiento suficiente de la
universalización de los planes, el gobierno no tuvo más remedio que reducir
su ejecución, lo cual generó una reacción inmediata de la mayoría de los
movimientos, en esos meses (Gráfico 3). En la primera mitad del año, el
crecimiento de los cortes de ruta es exponencial y la actividad reivindicativa
de los movimientos de desocupados tocaba su techo histórico, superando los
niveles previos de 2001.
GRÁFICO 3: Cortes de ruta y Planes de Empleo. Evolución mensual 2002-2004.
Aparece una sucesión de ocupaciones de empresas en quiebra por parte
de los trabajadores -cobrando fuerza el llamado movimiento de "fábricas
recuperadas"- considerada como única forma de mantener sus fuentes de
trabajo, pero afectando de manera evidente los derechos de propiedad y de los
acreedores de las empresas, etc. El nuevo gobierno tampoco tenía respuestas
satisfactorias para el reclamo de los ahorristas, ya que con la llamada pesificación
asimétrica de deudas abandonó rápidamente la promesa inicial de
devolución de los depósitos bancarios en dólares, y vacilaba para incluir en
su agenda de prioridades la depuración de la Corte Suprema de Justicia y la
reforma política. Solamente los anuncios de restitución del régimen de asignaciones
familiares (recortadas por Menem y De la Rúa) y la continuidad de
restricciones a los despidos intentaban satisfacer los reclamos de la dirigencia
sindical.
Hasta mediados de 2002, el gobierno debi ó afrontar una colosal movilización
de las capas medias y de los desocupados, frente a los que no tenía ni
respuestas favorables ni actitud "negociadora". Además de los cortes de ruta,
se realizaron "cacerolazos" nacionales, y todos los jueves las asambleas barriales
se concentraban con varios miles de vecinos frente al Palacio de Tribunales
para pedir la renuncia de la Corte Suprema. Proliferaban movilizaciones de
boicot contra las remarcaciones de precios en supermercados y combustibles,
y protestas callejeras de deudores hipotecarios, de comerciantes, de empresarios
inmobiliarios y de las asambleas barriales que, además, ocupaban edificios de
bancos quebrados o predios vacíos. Las protestas apelaban de forma creciente
a repertorios cada vez más agitativos, especialmente de parte de los ahorristas
que, en varios casos, atacaban las vidrieras de los bancos, y de las asambleas
barriales que "escrachaban" los domicilios e intimidaban a políticos, sindicalistas,
ex funcionarios, etc. Estas formas de acción no estuvieron desprovistas
de incidentes con la policía, destrozos en bancos, golpizas a algún personaje
de la dictadura militar o el menemismo e intimidación a jueces de la Corte
Suprema.
Solamente el apoyo del conjunto del sistema pol ítico y la dirigencia
tradicional, incluidas la Iglesia y las Fuerzas Armadas, hacía que el gobierno
pudiera sostenerse en un clima de desorden público cotidiano que podría
caracterizarse como de acción colectiva generalizada (Goldstone, 1997). Las
respuestas represivas que venían recibiendo muchos conflictos no hacían más
que potenciarlos e incrementar la incertidumbre institucional. Era evidente
que la estrategia mantenida por el conjunto de los grupos de interés y factores
de poder tradicionales alineados detrás de los beneficios de la devaluación
no podía desarticular la capacidad de "veto" que emanaba de la movilización
callejera. Sin reconocimiento y sin concesiones significativas, no podían garantizarse
las condiciones de gobernabilidad y de orden público.
4. La rehabilitación de la autoridad institucional: la acción colectiva entre la integración política y el conflicto social
Si bien es cierto que los cambios favorables en el contexto económico, con los aumentos en los precios internacionales de las materias primas exportables, acertadamente aprovechados por el nuevo Ministro de Economía, Roberto Lavagna, junto con el lanzamiento de planes de asistencia de carácter universal, constituirán un punto de inflexión del proceso de deterioro de la respuesta estatal, no menos cierto es que el giro definitivo a los desafíos de la acción colectiva es detonado por ella misma: las consecuencias no previstas ante la opinión pública de la masacre del Puente Pueyrredón. La gigantesca movilización de repudio a la represión aceleró cambios en el discurso ante la protesta social, apuró la implementación de planes sociales, precipitó los anuncios del cronograma electoral y provocó cambios ministeriales.
4.1 El giro hacia una política activa de concesiones y reconocimiento institucional atenuado: el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados
Como era previsible en el discurso oficial, la política social pasaba a ser el
eje fundamental impulsando un plan de asistencia universal a desocupados,
financiado con las retenciones a las exportaciones petroleras y agropecuarias.
El hecho de que esta importante iniciativa se haya canalizado por medio de
la Mesa de Diálogo Argentino tenía el doble efecto de intentar rehabilitar a
los grupos de interés tradicionales como interlocutores ante la crisis y quitarle
protagonismo a los grupos movilizados, no reconociéndolos como interlocutores
necesarios ni como representantes de los futuros beneficiarios. Se legitimaban
las demandas pero acompañadas con un intento apenas disimulado de
desarticular a los movimientos que las impulsaban, para evitar que aparecieran
como una concesión.
La implementación del Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados (en
adelante PJJHD), a partir de mayo de 2002, incrementará exponencialmente
la cantidad de beneficiarios (Gráfico 3), modificando todos los elementos
que habían propiciado o facilitado la acción y la organización colectivas. La
magnitud de la cobertura, la lógica universal de la distribución y el carácter
exclusivamente individual del beneficio reducen drásticamente los incentivos
a la acción colectiva que habían impulsado el dinamismo de los movimientos
hasta entonces.
Los impactos del PJJHD sobre las acciones colectivas no se hicieron esperar:
no solamente se reduce la cantidad de conflictos desde mediados de
2002, sino que también cambian sus características: comienzan a disminuir
la cantidad y la proporción de conflictos por otorgamiento, por pérdida de
planes o por atrasos en los pagos, mientras empieza a instalarse el tema de la
insuficiencia de los montos. La acción colectiva de los desocupados, lejos de
desaparecer, se desplazó hacia cuestionamientos a las políticas y las orientaciones
gubernamentales, no sólo en materia de políticas sociales: los criterios
de distribución de los planes (contra el clientelismo político, discriminación
en contra de los movimientos para la realización de contraprestaciones, etc.),
pero también en solidaridad con otros grupos en conflicto, contra la criminalización
y la persecución, las negociaciones con el FMI, la política económica,
las empresas privatizadas y hasta contra la guerra en Irak, etc., manteniendo
un protagonismo político envidiable.
Lavagna adoptó posiciones más duras frente a los acreedores y los organismos
internacionales y tomó medidas que oxigenaron las expectativas: un
significativo aumento salarial por decreto y la devolución del 13% descontado
a los agentes estatales por el gobierno de De la Rúa, mostrando un regreso a
la estrategia de concesiones.
Además, la incorporación de representantes de los movimientos de desocupados
a los Consejos de administración de los planes sociales (Roca, 2003;
Cortés, 2003) comenzaron a modificar las expectativas de reconocimiento
estatal de los sectores movilizados, modificando la actitud de reticencia inicial.
Desde los Consejos, los movimientos lograron un grado no desdeñable de
capacidad institucionalizada de veto y de decisión sobre la ejecución del Plan,
a nivel local y municipal. La implementación del PJJHD otorgó a los movimientos
nuevas oportunidades de protagonismo en los barrios: sus organizaciones
eran una usina de proyectos de contraprestación para los beneficiarios
y una plataforma para ejecutarlos, con evidente superioridad de capacidad de
gestión por sobre las vaciadas estructuras políticas punteriles y los desmanejos
administrativos de muchas intendencias.
El Estado nacional delegó en instancias locales las respuestas a varias de
las demandas de los movilizados, dejando de reconocer su carácter político
prioritario y tratando de reducir su grado de exposición en los conflictos.
Si bien el PJJHD no afecta o amenaza de manera significativa a las organizaciones
que habían llegado a consolidarse en la fase de movilización
ascendente anterior, sí en cambio parecen obturar de forma categórica las
posibilidades de multiplicarse geográficamente en barrios o pueblos en los
cuales no habían alcanzado a tener presencia: allí es donde por medio del Plan
las estructuras estatales y las políticas tradicionales vuelven a marcar presencia
y se recuperan, como punto de referencia del acceso a los recursos y la ayuda
para las poblaciones pobres.
El escenario electoral también lleva a modificar el repertorio de acciones
colectivas (Cuadro 1): menos medidas agitativas, se reducen drásticamente
los cortes de ruta y los bloqueos a la ciudad, aumentan la proporción de
movilizaciones a sedes del poder político y las marchas pacíficas en lugares
públicos, buscando repercusión mediática y protagonismo, evitando irritar a
la opinión pública.
CUADRO 1: Evolución de los promedios mensuales de conflictos de trabajadores
ocupados y desocupados según periodo y características principales.
A partir de febrero de 2003, comienza también a marcarse un nuevo elemento:
aparecen claros indicios de que la aceptación social de los cortes de
ruta se reduce, al tiempo que las divisiones y los enfrentamientos entre grupos
se hacen notorios.
Aunque los grupos de ahorristas siguen movilizándose a Tribunales, al
Congreso y a las sedes de algunos grandes bancos privados en varias ciudades,
las asambleas vecinales comienzan a languidecer, concentrándose en iniciativas
barriales, algunas de las cuales vienen acompañadas de ocupaciones a edificios
de bancos abandonados y lugares públicos como plazas, y al apoyo a las experiencias
de ocupación de empresas y a la asistencia solidaria a desocupados y
cartoneros, que proliferan en varias ciudades.
La campaña electoral había mostrado a Néstor Kirchner como una opción
de continuidad del gobierno de Duhalde y una garantía de "desmenemización"
política, en un marco de moderación y estabilidad.
Sin embargo, tras su asunción se verá que sus posicionamientos en diversas
políticas y, sobre todo, en materia de respuestas estatales a la acción colectiva
de protesta ofrecerán cambios importantes. Las elecciones no habían logrado
resolver el problema de la reconstitución de la legitimidad de la autoridad
política: Kirchner había perdido las elecciones de primera vuelta con Menem
mostrando un magro apoyo electoral (25% de los votos), pero lograba acceder
a la presidencia de manera precaria por la no presentación de Menem a la
segunda vuelta, temeroso de una segura derrota catastrófica.
4.2 Kirchner: ampliación de concesiones y reconocimientos e integración política selectiva
Los sorpresivos primeros gestos de autoridad del Presidente frente a las
FF.AA., incluyendo cambios drásticos en sus cúpulas, el decidido impulso a
iniciativas de los organismos de DD.HH., la rehabilitación simbólica de la generación
militante de los ´70 y la apertura de canales de diálogo muy amplios
con gran parte del abanico de movimientos de desocupados y del sindicalismo
combativo, mostraban una política novedosa de receptividad10 y respuesta que
la gestión de Duhalde no había tenido, temerosa de los desbordes o de perder
apoyo en factores de poder tradicionales.
Kirchner no vacila en realizar gestos políticos "irritativos" para las élites
tradicionales y manifiesta una clara predilección por las organizaciones sociales,
al punto que no hay entrevistas con la CGT oficial, y se demoran contactos
con la dirigencia empresarial, además de entrar en rápida colisión con los
ruralistas y con sectores eclesiásticos y militares.
El abandono de las políticas de judicialización o represión selectiva de
la protesta, la instalación del problema del combate a la corrupción en la
Policía, junto con el cambio en la composición de la Corte Suprema y las
designaciones en el área de Justicia y Seguridad equivalían a tratar de evitar
todo escenario de confrontación con el conjunto de los movimientos, bloqueando
completamente la posibilidad amenazante de que se abra un ciclo
de represión/radicalización que había condicionado al gobierno de Duhalde
como una espada de Damocles. Las designaciones en la cartera de Trabajo y en
Educación de prestigiosos académicos de perfil progresista, pero vinculados al
sindicalismo, también contribuyeron para generar nuevas expectativas.
Por si fuera poco, la respuesta social del gobierno, con una proliferación
de planes sociales y el activismo de la Ministra del área (Alicia Kirchner,
hermana del Presidente), contribuyó también a un cambio de expectativas
en una parte importante de los movimientos de desocupados, sobre todo en
aquellos con estructuras organizativas más desarrolladas y experiencia en el
uso de los canales institucionales estatales, que sintonizaron inmediatamente
con las nuevas orientaciones políticas. Indudablemente, para estos sectores que
habían sido históricamente excluidos de las agendas gubernamentales se les
abría una notable ventana de oportunidades políticas (Gamson y Meyer, 1999:
404), tanto en el acceso a la gestión y los recursos estatales como de influencia
en el proceso político, por medio de un Presidente casi sin estructura política
propia, quien necesitaba equilibrar su dependencia de la dirigencia partidaria
tradicional del Justicialismo, recostándose en estas organizaciones sociales y
en la conquista del apoyo de la opinión pública.
Una política activa en materia de salarios, que incluyó incrementos en el
sueldo mínimo, en las jubilaciones, hasta aumentos por decreto de sumas fijas
para el sector privado y otros gestos como la rápida reacción frente a un par
de conflictos docentes provinciales, poniendo fondos para pagar inmediatamente
las deudas salariales reclamadas, mostraba también señales auspiciosas
para los asalariados.
Asimismo, el gobierno no tarda en iniciar la embestida por la depuración
de la Corte Suprema de Justicia nombrada por Menem y contra uno de los
focos más visibles de corrupción en el Estado, interviniendo la Obra Social
de los Jubilados, mostrando también concesiones para los reclamos de depuración
y ética públicas efectuados por muchos movimientos.
Los ahorristas recibieron propuestas de devolución de los depósitos que
mejoraban un poco las presentadas anteriormente, pero sus organizaciones y
líderes seguían sin recibir reconocimiento de ningún tipo, negándose a recibirlos
y forzándolos a una suerte de movilización permanente pero cada vez
más minoritaria. Las asambleas barriales languidecientes no fueron hostigadas,
pero su supervivencia comenzó a descansar en la voluntad militante de minoría
activas y eventualmente en su interlocución con las burocracias de las
administraciones a nivel local.
De esta forma, el perfil inicial que asumía el gobierno de manera resuelta
daba amplias respuestas concesivas a la mayoría de las reivindicaciones de los
movimientos, desde una imagen o estilo presidencial audazmente "distanciado"
del Justicialismo y de las dirigencias política y sindical tradicionales.
El cambio de estrategia gubernamental generó inmediatas consecuencias,
agudizando los antagonismos entre los movimientos de desocupados, amigos
del gobierno y opositores. La "integración" política adquiría la forma de participación
activa en una profusa oferta de diversos planes y programas, con
las consiguientes transferencias de recursos e incluso, y con la designación de
dirigentes piqueteros como funcionarios en áreas de Desarrollo Social. Además
impulsaban la conformación de una estructura política de apoyo al Presidente
llamada Frente Transversal y Popular, presente en todos los actos oficiales,
donde los líderes "piqueteros" ocupaban lugares destacados dentro del protocolo,
haciendo las delicias de algunos medios de comunicación y causando estupor
en las "élites" tradicionales. La expansión de la oferta oficial de recursos
mediante múltiples programas incentivaba la búsqueda de vinculación con las
nuevas autoridades, no sobre la base de la protesta y la negociación sino sobre
entendimientos políticos y lealtades que, sin duda, contribuyeron a reducir el
caudal disruptivo del accionar de estas organizaciones y su autonomía política,
pero que aumentaron de manera muy importante sus recursos organizativos,
su capacidad de reclutamiento y su tamaño. No escapa al análisis que los
movimientos con mayores estructuras y capacidades demostradas de gestión
de proyectos sociales (FTV, CCC, Barrios de Pie) son los más interesados en
apoyar/aprovechar inicialmente estas políticas del gobierno, en tanto aquellos
movimientos con demostradas capacidades de movilización y protesta pero
con menores estructuras y experiencia organizativa en la gestión de proyectos
y administración de recursos son los que permanecen en la oposición11.
Pero la política de concesiones generaba también oportunidades para
posicionamientos opositores: un sector significativo del movimiento de desocupados
asumió la nueva coyuntura para sostener un protagonismo político
de mayor nivel, explotando su capacidad de movilización que seguía suscitando
atención en los medios de comunicación y aprovechando la notable
"ausencia" y el desdibujamiento de la oposición del resto de la dirigencia
sindical y político-partidaria. Tanto el sector que responde al liderazgo de
Raúl Castells como una parte importante de los vinculados a los partidos de
izquierda, que habían sufrido un verdadero desastre electoral en las elecciones
presidenciales, apostaron a ganar posiciones, quedando de hecho como la
única expresión opositora nítida en el escenario político nacional. Esta tesitura
acarrea un cambio importante en las características de la conflictividad de las
organizaciones sociales contestatarias y principalmente implica un proceso
de politización acelerado: los cuestionamientos al gobierno y sus políticas y
decisiones tienden a convertirse en ejes centrales que se yuxtaponen a la acción
económico-reivindicativa (ver Gráfico 3).
Además de reducirse los cortes de ruta, aparecen nuevos repertorios de
medidas de lucha: los "escraches" o bloqueos a empresas de servicios públicos,
petroleras, subterráneos, boleterías del FF.CC., estaciones de peaje de autopistas
o, directamente, de ministerios u organismos públicos, intentando contrarrestar
el rechazo de automovilistas y transeúntes, que se multiplica en los
medios de comunicación. Asimismo, surgen intentos de articular acciones de
trabajadores de esas empresas o empleados públicos en conflicto. En muchos
casos los desocupados reclamaban la creación de puestos de trabajo genuinos
en dichas empresas, lo cual implicaba una reformulación importante de sus
demandas.
Al mismo tiempo, las vertientes piqueteras "oficialistas" redireccionaron
los oponentes de la acción colectiva: protagonizaron en varias oportunidades
bloqueos a refinerías y sedes de las empresas petroleras y de servicios públicos
privatizados, "acompañando" la política de "disciplinamiento" y dureza ensayada
por el gobierno frente a las privatizadas en el tema tarifario. La presión
de la acción colectiva se convierte en recurso político "oficial". Inclusive, en
algunos casos, las declaraciones del Presidente han sido interpretadas como
propiciatorias de estas formas de protesta, por lo que tendríamos un caso
inusual en el cual la acción colectiva disruptiva parece ser "integrada" como
un recurso político "paraestatal".
4.3 La relegitimación del control sobre la protesta: represión incruenta y política social de concesiones preferenciales
A partir de 2004, con un gobierno afianzado que goza de un notable éxito
en materia de recuperación económica y una no menos notable aceptación en
la opinión pública, la estrategia inicial frente a los movimientos sociales y la
acción colectiva sufre un cambio importante. Por un lado, la movilización de
las capas medias presenta una alteración notable: se instala el reclamo de la seguridad
contra los secuestros extorsivos que generaron una serie de resultados
trágicos por el asesinato de los rehenes. El gobierno no dudó en utilizar una
táctica de concesiones y reconocimientos, evitando todo tipo de conflicto con
los grupos movilizados: apoyó las modificaciones al Código Penal, obtenidas
en tiempo récord, y estableció niveles amplios de interlocución con el líder
del movimiento.
Por otro lado, desde fines de 2003 comienza una sucesión de hechos de
violencia que reabren, sorpresivamente, la posibilidad de un escenario de radicalización/
represión: el 20 de diciembre de 2003 estalla una bomba en un
acto donde movimientos opositores y partidos de izquierda conmemoraban
"el argentinazo" de 2001, y en abril de 2004 se produce el asesinato de un
militante perteneciente a una de las organizaciones de desocupados adeptas al
gobierno y la más grande del país (la FTV), que desencadenó una reacción casi
inconcebible y con pocos antecedentes: la toma de una comisaría en la propia
Capital Federal, encabezada por Luis D'Elía, líder piquetero abiertamente
aliado al Presidente, generando un delicado dilema político-institucional12.
Estos incidentes, hasta ahora no esclarecidos, vuelven a demostrar la
inconsistencia estatal en la respuesta a la acción colectiva disruptiva y los
intentos de sabotear, desde dentro del Estado, la estrategia oficial: la represión
ilegal encubierta con la intención de provocar reacciones y la actitud policial
oscilante entre una total pasividad y la represión desmedida parecen mostrar
este patrón.
Ante esta nueva situación, el gobierno abandonó la estrategia inicial
de tolerancia irrestricta a la protesta. Béliz debió renunciar y los temas de
Seguridad pasaron a la órbita del Ministerio del Interior y a manos de dirigentes
políticos tradicionales del Justicialismo provenientes del duhaldismo
(algunos partidarios de una represión selectiva y otros adeptos a una permisividad
restringida o judicialización de la protesta). El discurso público de
los funcionarios y del Presidente, que incluye la novedosa amenaza de una
"represión sin armas de fuego" (es decir, represión sin sangre), significa una
dura advertencia a los grupos movilizados, ya que una represión de este tipo
podría tener el apoyo de la opinión pública y de los comunicadores sociales
más importantes.
El gobierno pasa de la permisividad a la prevención/represión, en un
marco de deslegitimación de la protesta, intentando disminuir su exposición
al poder de "veto" residual que significa la capacidad de alteración del orden
público por parte de grupos de desocupados opositores. Además, con una
parte importante de las organizaciones de desocupados como aliadas integradas
a su frente político, el retorno del gobierno a una estrategia de control
de la protesta y de no reconocimiento activo de los movimientos opositores
significa, también, la negativa a convalidar el lugar de oposición a los movimientos
sociales y que algunos líderes piqueteros adquieran un rango de
figuras políticas.
Mientras tanto, se refuerza la política social hiperactiva del gobierno,
mostrando su adaptación a las necesidades de armado político, de cara a la
crucial "interna" de poder dentro del Justicialismo con el sector tradicional
liderado por el ex presidente Duhalde.
Las modificaciones en las políticas sociales vuelven a alterar la estructura
de incentivos a la organización, la acción colectiva y, sobre todo, la direccionalidad
política: se reduce la cantidad de beneficiarios del PJJHD pero se
reintroducen cuantiosos planes y programas, bajo criterios de elegibilidad y
autoadministración, destinados no a individuos sino a organizaciones (los
PEC, Manos a la Obra, Plan Federal de Emergencia Habitacional) que reinstalan
una preferencialidad, ya sea técnica o política, sobre la distribución de
los recursos, relegando la importancia del PJJHD y concitando la atención de
las organizaciones más grandes y con mayor capacidad de gestión. Solamente
aquellos movimientos con acceso a estos recursos diferenciales pueden pensar
en un crecimiento geográfico y organizativo.
Esta situación tiene efectos contradictorios sobre la organización y la acción
colectivas: la accesibilidad por vía política y técnica a los recursos deriva
en una mayor centralización del manejo y la gestión de las organizaciones.
Los grupos en los barrios consiguen los recursos no mediante la acción colectiva
sino por sus gestiones con los decisores internos del movimiento, lo
cual amenaza diluir el carácter fuertemente horizontalista que los había caracterizado.
Asimismo, la obtención de concesiones centralizadas por medio
de compromisos políticos con el gobierno, comienza a involucrarlos en las
disputas y negociaciones por espacios de poder, ampliando sus objetivos y
politizando su accionar, haciendo innecesaria la movilización desafiante para
conseguir recursos.
Los ejes reivindicativos de la obtención de planes pierden valor relativo
como motivación para la acción y, consecuentemente, continúan deslizándose
hacia el "trabajo genuino", la oposición a la política económica o el aumento
de los montos de los planes. El gobierno convalida directamente este último
reclamo al conceder el "aguinaldo piquetero" de $50. -a fines de 2003 y de
$75.- en 2004, para los beneficiarios del PJJHD.
La progresiva integración a la política institucionalizada de una parte significativa
de las organizaciones de desocupados alcanza su tope con el proceso
electoral de 2005 que desata la pugna con la dirigencia tradicional del peronismo
por la integración de dirigentes piqueteros como candidatos en las listas
del Frente para la Victoria, expresión política del oficialismo que confronta
electoralmente con el Partido Justicialista (en manos del duhaldismo) en el
distrito político más importante: la provincia de Buenos Aires. La amplísima
victoria del oficialismo en octubre de 2005 significó que treinta dirigentes de
organizaciones de desocupados obtuvieran cargos electivos en la Legislatura
provincial y en los Concejos Deliberantes municipales del conurbano (Fraga,
2005: 49), contrastando estos resultados con la muy mala elección de los partidos
de izquierda vinculados con movimientos sociales opositores y las pocas
iniciativas de participación electoral directa de los movimientos, como fue el
caso de Raúl Castells y de un grupo de asambleas barriales en Capital Federal,
que casi no obtuvieron votos.
A pesar del crecimiento económico y los éxitos que las concesiones salariales
tuvieron al comienzo de su gestión, a partir de mediados de 2004
la situación se modifica significativamente, planteando nuevos desafíos al
gobierno: surgen conflictos en todos aquellos sectores no directamente beneficiados
por la política económica y la devaluación del peso. Telefónicos,
trabajadores de la salud pública, de los subterráneos, docentes universitarios,
bancarios y maestros bonaerenses protagonizan conflictos de alto voltaje. Los
repertorios utilizados fueron altamente disruptivos, como la toma de edificios
estratégicos de la empresa durante once días por parte de los telefónicos, o con
altos impactos sociales y sobre la opinión pública como en el caso de paros
sorpresivos de subtes, de recolectores de residuos, trenes o movilizaciones a las
casas matrices de algunos grandes bancos privados.
Algunos de estos conflictos, como el de subtes y el de telefónicos, fueron
impulsados por sectores alejados de la dirigencia sindical tradicional, pero otros, como los conflictos de camioneros, colectiveros, ferroviarios, bancarios
y judiciales, se encuadraron nítidamente en el sindicalismo tradicional.
El gobierno se manejó en dos frentes ante esta nueva situación. En el
sector privado, por un lado, descartando soluciones represivas o ilegalizando
conflictos y propiciando instancias de negociación que, de hecho, culminaban
con la concesión de aumentos por parte de las empresas privadas. Por otro
lado, el Ministro de Economía y otros funcionarios políticos advertían sobre
los peligros de las expectativas inflacionarias y la necesidad de mantener la
evolución salarial bajo control, además de la preocupación por los "abusos"
de los trabajadores en sus formas de protesta.
En el sector público, con el Estado como empleador, las respuestas fueron
bastante distintas: los conflictos con los trabajadores del Hospital de Pediatría,
con los docentes universitarios y con los maestros de la provincia de Buenos
Aires fueron prolongados, trabados, con gran reticencia oficial en el plano de
las concesiones y hasta con intentos fallidos de soluciones no negociadas y
amagos represivos. No obstante, con el advenimiento del escenario electoral,
la totalidad de los conflictos lograron ser destrabados, con concesiones para
los trabajadores.
5. Conclusiones
Por medio de la comparación entre los diversos procesos analizados se
podrían intentar extraer algunas constantes en el patrón de uso de las diversas
formas de reconocimiento y concesiones estatales frente a la acción colectiva
contenciosa. Para ello, vamos a agrupar los procesos esquemáticamente -a riesgo
de simplificar obviando importantes circunstancias históricas- de acuerdo
con dos parámetros elementales que definen las coyunturas políticas desde el
punto de vista de la respuesta del Estado: la disponibilidad de recursos estatales
para satisfacer concesiones y el nivel de apoyo o consenso del que goza el
gobierno y marca sus necesidades de reconocimiento. El primero está dado por
el momento ascendente o descendente del ciclo económico y las finanzas estatales,
y el segundo viene definido principalmente por el apoyo electoral, de la
opinión pública y de los factores de poder y grupos de interés dominantes.
En este esquema podemos comparar coyunturas completamente adversas
para la respuesta estatal, donde la recesión económica se combina con una
baja en la legitimidad o apoyo al gobierno (el último año y medio de Menem,
el año 2001 de De la Rúa, el breve interinato de Rodríguez Saá y el primer
tramo de Duhalde hasta mediados de 2002), con coyunturas completamente
favorables en las que picos de legitimidad y de apoyo se combinan con fases
de crecimiento y de holgura fiscal (Menem en los primeros años de la Convertibilidad,
'91-'94, y Kirchner en 2004-2005). Igualmente interesantes son las
coyunturas "complejas" en donde no hay recursos para concesiones pero se
mantienen niveles suficientes de apoyo y legitimidad (los primeros tiempos
de Menem, previos a la Convertibilidad y la crisis recesiva del "efecto Tequila"
entre 1995 y 1996, y los primeros meses de De la Rúa, en los que gozaba de
la legitimidad del triunfo electoral). También son coyunturas particularmente
"curiosas" aquellas donde el ciclo económico es favorable a las concesiones
pero se presenta un déficit de legitimidad o apoyo (Duhalde en su segundo
tramo de gobierno y Kirchner luego de asumir sin haber ganado las elecciones
y con escasa cantidad de votos).
Las coyunturas adversas muestran dos casos exitosos (Menem '98-'99 y
Duhalde 2002) y dos casos fallidos (De la Rúa 2001 y Rodríguez Saá 2001).
Los dos primeros comparten elementos comunes: la prioridad a los apoyos de
los poderes y los intereses tradicionales, pero también la búsqueda de formas
pasivas de concesiones a los movilizados, tratando de evitar la agudización
de las impugnaciones y caer en el aislamiento. Tanto Menem como Duhalde
apelarán a las políticas asistenciales (PT y PJJHD) y a buscar apoyo entre la
dirigencia sindical o al menos impedir que se sume a los sectores movilizados.
En este punto Menem mostró un alto grado de pragmatismo, al dar marcha
atrás con la flexibilización laboral para "reconciliarse" con una parte del
espectro sindical.
Aquí, ambos se diferencian de De la Rúa, quien ante la pérdida de consenso
buscó resguardarse exclusivamente en el apoyo de los grupos dominantes,
intentando llevar adelante una política de confrontación indiscriminada con
los descontentos movilizados. El caso de De la Rúa muestra a las claras la
indispensable sintonía fina del balance necesario entre respuestas de concesiones
y de reconocimientos: la falta de disponibilidad de concesiones puede ser
balanceada con estrategias de reconocimiento (y viceversa). La "sub-respuesta"
estatal de De la Rúa contrasta con la breve intentona de Rodríguez Saá: carente
de apoyo y legitimidad previos, intenta una "sobre-respuesta" estatal selectiva
a las demandas de algunos de los sectores descontentos (desocupados y sindicatos),
prescindiendo del apoyo del resto de las clases subordinadas, las élites
tradicionales y las clases dominantes.
El intento de Rodríguez Saá de valorización de la acción colectiva como
capital político será reeditado con mucho éxito por Néstor Kirchner, en una
situación económica con muchas mayores disponibilidades para las concesiones.
En ambos casos, se observa que la ausencia de estructuras políticas
propias de envergadura y de vínculos más sólidos con las élites dominantes
les dan la apariencia de "recién llegados" resistidos por el establishment, que
los predispone a constituir su propio capital político aun buscando apoyo en
los nuevos actores sociales "amenazantes" surgidos en la crisis. Esta estrategia
obedece, sin dudas a que sin bases propias de poder firmemente arraigadas
en el sistema político como las que podían ostentar Menem, Duhalde o De
la Rúa, los márgenes de libertad frente a las élites dominantes se estrecharían
enormemente, quedando prisioneros de ellas y cancelando la necesaria "autonomía
relativa estatal", fundamento de toda forma de legitimidad duradera.
Las coyunturas "brillantes" de coincidencia de apoyo y de recursos que
unen a la etapa expansiva del Plan de Convertibilidad con Menem y el espectacular
crecimiento económico de un Kirchner bendecido por el electorado y la
opinión pública muestran, de nuevo, la importancia fundamental del capital
político previo para orientar las estrategias de concesiones y reconocimientos.
Menem aprovechó la disponibilidad de recursos y el apoyo popular para
profundizar las políticas de reforma estructural del capitalismo, ensayando
una estrategia de concesiones "pasiva" de carácter preventivo, mediante una
generosa oferta de compensaciones y estímulos, intentando evitar exceder un
umbral de descontento que pusiera en peligro el consenso político y social sobre
el avance de las reformas. Asimismo, aprovechó también para desprenderse
de sus aliados sindicales en la gestión del Estado, es decir, una estrategia de
no reconocimiento o atenuación del reconocimiento que permitía concentrar
y aumentar su control del comando político, fortaleciendo su vínculo privilegiado
con las clases dominantes. El comportamiento de Menem permite
extraer una conclusión muy importante: la diponibilidad de concesiones y
consenso aumenta el costo relativo de la ampliación del reconocimiento, dado
que obliga a distribuir entre más actores los beneficios del apoyo logrado con
las concesiones y también exige compartir el poder de decisión en más temas.
Cuanto mayor es el capital político previo con que cuenta un gobierno, menor
es el beneficio esperado de aumentar el espectro de reconocimientos.
El caso de Kirchner es el inverso: el apoyo popular y la bonanza económica
intentan ser convertidos en capital político al margen de las élites tradicionales,
echando mano selectivamente de estrategias activas de reconocimiento
y concesiones a los actores sociales movilizados. La selectividad es un rasgo
fundamental de esta estrategia: las concesiones y reconocimientos a los actores
que demuestran capacidades de intervención política mediante la acción
colectiva no pueden ser indiscriminados por el riesgo de diluir el control del
comando político o padecer la interiorización del conflicto por demandas
o intereses cruzados e incompatibles, afectando en ambos casos la necesaria
"autonomía" de la autoridad estatal. A medida que el gobierno fue ganando
apoyo y legitimidad, ajustó la selectividad en los reconocimientos, aunque
la holgura económica le permite sostener políticas amplias de concesiones,
que en las democracias electorales constituyen las fuentes más seguras de legitimidad
y sustentación. Así, las fases expansivas por las que atravesaron los
tres gobiernos peronistas permitieron articular respuestas concesivas distintas
frente a la acción colectiva: mientras Menem las utilizó para evitar o prevenir
la movilización de oposición a las reformas, Duhalde intentó detener el desarrollo
amenazante de las capacidades de acción colectiva, y Kirchner intenta
aprovecharlas capitalizándolas políticamente y fortaleciendo la libertad de
maniobra del Estado ante las clases dominantes.
Por último, resta analizar el caso de las coyunturas "anómalas". Menem
atravesó dos veces este tipo de situaciones, donde tenía fuerte legitimidad y
apoyo pero graves restricciones en el campo económico. Es notable que la resolución
haya sido distinta en ambas. En la primera, al comienzo de su primer
mandato ensaya la implementación del programa reformista "sin concesiones"
pero con una activa política de reconocimientos. En la segunda, entre 1995
y 1997, donde tuvo que lidiar con la recesión y con los costos estructurales
antes ocultos de la consolidación del modelo, utiliza concesiones pasivas para
frenar las "puebladas" y los nacientes movimientos de desocupados, al tiempo
que afronta el peor momento de confrontación con el movimiento obrero en
todas sus vertientes. Como la dinámica del conflicto caía fuera del control
sindical, los costos del reconocimiento hubiesen sido seguramente mayores
a sus beneficios, y lejos de permitir el "ahorro" de concesiones las hubiese
acentuado. Posteriormente, al caer el apoyo al gobierno y ante el riesgo de
aislamiento, Menem tuvo que retroceder y ofrecer algunas concesiones a los
sindicatos y formas de reconocimiento al final de su mandato.
Una coyuntura aún más "extraña" es la de la reactivación económica
notable entre los últimos meses de 2002 con Duhalde y el primer año de
Kirchner, donde la debilidad en términos de legitimidad y apoyo era notoria
para ambos, pero coexistía con la posibilidad de ejercer una política activa de
concesiones. Las resoluciones inversas de uno y otro para el problema fueron
notorias, y más allá de factores ideológicos y estilos personales no puede
soslayarse la variable del capital político previo: Duhalde buscando resistir
los embates de la acción colectiva disruptiva, fortaleciendo sus lazos con gran
parte de las élites dominantes (excluyendo al "capital financiero"), y Kirchner
intentando capitalizarla en su favor, de manera selectiva, para evitar justamente
ser cautivo de los sectores dominantes.
Las diferencias detectadas no obstan para reconocer que las estrategias estatales
de los sucesivos gobiernos post-crisis 2001 intentaron, mediante distintos
tipos de "selectividad", dar un trato diferencial a los diversos movimientos y
actores movilizados, con el obvio propósito de fragmentar, dispersar o capitalizar
el potencial político de la acción colectiva desafiante. El reconocimiento
postrero de cierta legitimidad y capacidad de veto a las organizaciones de desocupados
y su posterior incorporación "selectiva" a la política institucional
contrastaron con el no reconocimiento a los movimientos de ahorristas estafados
y las asambleas barriales, cuyas capacidades de acción colectiva no han
sido valorizadas como capital político.
Sin dudas, la recomposición de la autoridad política y de las capacidades
de intervención estatales ha reducido el protagonismo de los movimientos.
Pero tampoco caben dudas de que el cambio en las agendas políticas, sociales
y económicas, y los procesos tibios y contradictorios de renovación de elencos
gubernamentales, ofertas electorales y orientaciones políticas globales no
pueden entenderse sin el papel disruptivo jugado por el fuerte desarrollo de
organizaciones sociales contestatarias.
Notas
1. Ver los textos clásicos de Offe (1990), Ashford (1989), Giddens (1990) y Held (1991).
2. La base empírica corresponde a los relevamientos de información de conflictos sobre cinco diarios nacionales, realizados por el Proyecto PICT02 "La constitución de sujetos sociales en la crisis: identidad, organización y acción colectiva en la Argentina, 1991-2002" (CEI-UNQ y IIGG-UBA), dirigido por Ernesto Villanueva.
3. Mencionaremos dos de los más impactantes: la designación de María Julia Alsogaray (dirigente de un partido ultraliberal e hija de un viejo político ferviente antiperonista) al frente de la privatización de la empresa nacional de telefonía (ENTEL) primero y de la principal acería estatal (SOMISA) después; y la reglamentación del derecho de huelga (Dec. 2184/90), que incluye severas restricciones a las mismas en servicios públicos (increíblemente incluye el clearing bancario dentro de los "servicios esenciales"), que es dada a conocer el 17 de octubre, fecha emblemática para el movimiento obrero peronista celebrada como el Día de la Lealtad a Perón.
4. Respecto de esto, pueden verse los casos estudiados por Murillo (1997) y Etchemendy (2001) para algunos sectores sindicales.
5. Palermo (1999) señala que los costos de implementación de la reforma resultaron, en cierta medida, menores a los de su consolidación. La habilidad para diferir, disfrazar o amortiguar resultados negativos iniciales puede ser decisiva para el éxito de las reformas. Sin embargo, es más difícil intentar controlar posteriormente los efectos negativos de carácter estructural. El proceso político, con Menem, muestra un éxito muy grande en el primer caso y un fracaso no menor en el segundo.
6. La naturaleza de los reclamos que originaron las primeras movilizaciones en Neuquén, Salta o Córdoba puede verse en Taranda y otros (2003), Laufer y Spieguel (1999) y Scribano (1999).
7. Acerca de este importante concepto para analizar los componentes contextuales de la acción colectiva, ver Tarrow (1997: 181 y ss.). No hace falta aclarar que los cortes de ruta seguían teniendo fuertes componentes disruptivos de desafío a la autoridad pública y que los diversos ensayos de represión habían mostrado sus elevados costos políticos, obligando a las autoridades a alguna clase de escenario de negociación con los movimientos.
8. Son muchos los trabajos que abordan los acontecimientos de esos días, intentando interpretar estas consignas emblemáticas. Son particularmente relevantes los de Iñigo Carrera (2003), Godio (2002), Lewkowicz (2002) y Schuster (2004).
9. La designación de algunos personajes procesados por corrupción en el pasado mostraba, de manera diáfana, que el nuevo gobierno no se haría cargo de las demandas ciudadanas de ética pública y renovación política.
10. Recibió a la casi totalidad de las organizaciones de desocupados a las dos semanas de haber asumido, a pesar de que varias de ellas habían marchado en su primer día de gestión a la Plaza de Mayo y otras habían ocupado edificios públicos.
11. El corte de apoyo/oposición al gobierno se superpone en buena parte, en este momento inicial, al de matriz sindical (FTV, CCC)/matriz política (Polo Obrero, MTV, MTL), y al de organizaciones con capacidades de gestión/organizaciones con capacidades de protesta (MIJD). La vertiente "autónoma" (MTD, MTR), que también tenía una excelente experiencia acumulada en gestión, asumió posicionamientos más ambiguos y cambiantes frente al nuevo gobierno. Las organizaciones más pequeñas, como el MTD Evita y otras, se sumaron al oficialismo o tuvieron posiciones flexibles, puesto que la única posibilidad de crecer dependía del acceso preferencial a los recursos. Sobre las posiciones de los distintos movimientos ante la política, ver Svampa y Pereyra (2003) y Mazzeo (2005).
12. Siguiendo a estos hechos hubo incidentes con destrozos y refriegas durante varias horas ante la Legislatura porteña por la discusión de un código que limitaba los derechos de la protesta callejera en la ciudad y, días más tarde, grupos radicalizados chocaron con la policía en Plaza de Mayo y arrojaron bombas incendiarias durante la visita del Director del FMI, quien debió ser trasladado del lugar con urgencia.
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Aceptado: 5 de abril de 2006