ENTREVISTAS
Dr.
José María Soto Rábanos
Consejo
Superior de Investigaciones Científicas
(Madrid – España)
Por Gerardo Rodríguez
Investigador del C.S.I.C. de Madrid, José María Soto
Rábanos es un destacado especialista en pensamiento filosófico-religioso
medieval y en historia de las instituciones jurídico-canónicas. Es autor de
numerosos libros y artículos, entre los que se cuentan: El matrimonio "in fieri" en la doctrina de san Ambrosio y de san Juan Crisóstomo.
Estudio comparativo (tesis doctoral, Roma, 1976), "Los saberes y su
transmisión en la Península Ibérica (1200-1470)", Medievalismo 5
(1995) -en colaboración con H. Santiago-Otero-, "Pedagogía medieval
hispana: transmisión de saberes en el bajo clero", Revista Española de
Filosofía Medieval 2 (1995) e "Introducción del rito romano en los
reinos de España. Argumentos de Gregorio VII", Studi
Gregoriani, XVI (1992). Ha tenido a su cargo la
edición del De Indiarum iure de Juan Solórzano Pereira (Madrid,
1999-2001, 3 vols., en colaboración), como así también de la Colección
Diplomática Medieval de la Orden de Alcántara (1157?-1494). Tomo I: De los
orígenes a 1454. (Madrid, 2000, en colaboración). Por otro lado, ha
coordinado la obra Pensamiento Medieval Hispano. Homenaje a Horacio
Santiago-Otero (Madrid 1998, 2 vols.).
Ha participado en varios proyectos de investigación, como así
también en coloquios y jornadas relativos a sus temas de interés. En la
actualidad, está trabajando sobre la obra de Diego García, Planeta y en
torno a la figura de Clemente Sánchez y su Sacramental.
- ¿Podría indicarnos los motivos que lo llevaron a realizar estudios relacionados con la historia de la Iglesia y de la religiosidad?
- Diversas circunstancias me fueron encaminando a una dedicación que, en principio, no había previsto, si bien creo que a ese recorrido no le han faltado unos cuantos gramos de lógica. Después de realizar los estudios de Derecho Canónico en Salamanca, me doctoré en la Universidad Gregoriana de Roma (1974). El director de la tesis, profesor Olís Robleda, un jesuita entusiasta del que guardo muy buenos recuerdos, me animó a seguir por la senda de la investigación jurídico-canónica y me puso en contacto, de nuevo, con la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca. En ella, ya había realizado los estudios de licenciatura y el curso de doctorado y, además, había iniciado los primeros pasos en un tema de doctorado sobre la obra de un canonista medieval, Bernardo Ramón de Mallorca, concretamente sobre un extenso comentario al Libro Sexto de Bonifacio VIII, bajo la dirección del profesor Antonio García y García, reconocido historiador del Derecho Canónico. Este tema lo había abandonado, debido a que la institución agustiniana, a la que yo pertenecía, tenía la intención de fundar un Instituto Patrístico (que, de hecho, creó en Roma) y deseaba preparar profesores en diversas materias, incluyendo el Derecho. Pero, defendida la tesis, yo acepté otras propuestas de la Institución, como fue la dirección del Colegio San Agustín en Salamanca (1974-1978). Una vez allí, volví a relacionarme con el profesor Antonio García y García, el cual, a su vez, me puso en contacto con Horacio Santiago-Otero, investigador del CSIC, con quien estaba colaborando en un proyecto de Historia de la Teología Hispana (1978). Antonio García y García y Horacio Santiago-Otero me propusieron entrar en el proyecto. Yo me ocuparía de la teología pastoral, es decir, de los escritos dirigidos a la cura de almas. Desde entonces, los primeros años con becas postdoctorales y, desde 1985, como investigador en plantilla, esta temática ha sido para mí una dedicación, no exclusiva, pero sí preferente.
- Existe una larga tradición que relaciona estas investigaciones con la "vieja historia" de corte institucional. Sin embargo, en sus trabajos, la historia de la Iglesia se relaciona con la historia social. ¿Podría indicarnos cuáles son las razones de esta propuesta?
- No es que
haya buscado expresamente la relación de la historia de la Iglesia con la
historia social, rechazando el aspecto institucional. Y tampoco se trata de
enfrentar una historia con otra. Simplemente ha resultado así, quizás debido a
que la investigación de corte institucional me resultaba demasiado fría y
sometida a unas rigideces estructurales, si no empobrecedoras, sí
condicionantes del trabajo investigador. Al menos, así lo entiendo yo. Sin
olvidar que la historia religiosa tiene su vivencia real en una sociedad, máxime en la
época medieval.
De otra parte, tuve claro desde el principio de mi
dedicación que debía desligarme de cualesquiera métodos de trabajo investigador
que ataran con apriorismos. De acuerdo con esta premisa, no he investigado
nunca para demostrar esto o aquello sino que, cuando he abordado un tema
concreto, a medida que he ido recogiendo datos, he tratado de hacer hablar a
esos datos desde el contexto en el que aparecen: tiempo, lugar, antecedentes,
sujetos activos y pasivos (es decir, autores y destinatarios), etc. Como dijo
Polibio (Historias, lib. III, 1, 4), se trata de exponer el cómo, el cuándo y el por qué
(modo, tiempo, causa). En la medida en que soy consciente, no impongo un
objetivo a los datos, ni en su análisis parto de tal o cual supuesto teórico,
porque por ese camino tendería más fácimente a forzar la interpretación. Creo
que cualquier historiador, una vez que ha analizado bien los datos de que se va
a servir para un determinado estudio, se va haciendo una idea de por dónde
camina la realidad sobre la que su estudio versa; y cuando se lleva un cierto
tiempo en estas tareas, se arrastran, en mayor o menor medida, pre-conceptos.
No obstante, todo nuevo estudio, supone, o debería suponer a mi entender, una
especie de autolavado para arrastrar los menos pre-conceptos posibles. Aun así,
no resulta una tarea fácil; y sin duda, en mis trabajos, no dejará de haber más
de un «a priori», a pesar de mis propósitos. En cualquier caso, el hecho de
haber intentado la desconexión institucional y los apriorismos, y en la medida
en que lo he podido conseguir, ha dado como resultado natural la vinculación de
mis trabajos con la historia social, que cabe apreciar en ellos.
- ¿Qué matices daría usted a la noción de religiosidad? ¿Considera superado el debate generado en torno al concepto de «religiosidad popular»?
- Pienso que
el hombre puede sentirse, y ser, religioso, es decir, puede dar contenido a la
religiosidad sin transcender de su naturaleza, sin acudir a algo fuera de la
vida misma, como un sentimiento que anida en su interior y que le orienta hacia
el respeto a sí mismo, a los demás, a la vida en general, con independencia de
creer o no en un ser transcendente, infinito, todopoderoso, en Dios. No
obstante, creo que con ese término solemos referirnos más en concreto al
fenómeno o hecho religioso que tiene su origen en un sentimiento del ser racional
que le impulsa y no sé hasta qué punto le obliga, a dar sentido transcendente a
su existencia. De otra parte, quiero responder a la pregunta a partir del
contenido vivencial y transcendente de la religiosidad, supuesta «ya la
existencia de los hechos religiosos» -parafraseando el trabajo de Ramiro
Flórez, "Contenido y objetivación de la vivencia religiosa", en A.A.V.V., Religiosidad popular en España, San Lorenzo del Escorial, Edes, 1997, p. 11-.
Llegado a
este punto, me parece que el primer matiz de la religiosidad es el respeto
reverencial a la relación que el hombre entiende que se establece entre su
existencia relativa y la transcendencia, que es como decir, Dios. En segundo
lugar -y como derivación-, el respeto por la vida, o sea, por sí mismo, por los
demás hombres y por los seres animados e inanimados, lo que conlleva un
conjunto de deberes y derechos en relación con uno mismo y con el entorno. De
modo que todo lo que se comprende en ese respeto obtiene la categoría de sagrado, concepto
que se aplica a los sujetos implicados: Dios, hombre y, por extensión, a
animales, vegetales, cosas y acciones relacionadas institucionalmente con lo
sagrado. La expresión de este sentimiento adquiere modalidades muy varias en
razón de las circunstancias personales y materiales: tiempo y espacio, usos y
costumbres, formas de vida y de organización social y otros condicionamientos
naturales y adquiridos. Y, además, las expresiones del sentimiento religioso
juegan con dos sentimientos encontrados; de un lado, de sometimiento (actitudes
de temor, de dolor y de súplica) y de liberación (actitud festiva, de
celebración, de alegría). Con ambos se juega tanto en la religiosidad oficial, como en la popular.
En cuanto a
si considero superado el debate en torno al concepto de religiosidad popular,
responderé con la conocida sentencia ciceroniana: Quot
homines, tot sententiae. De otra
parte, la religiosidad popular tiene una serie de elementos definitorios, que todos
los tratadistas aceptan. Hay, pues, una coincidencia, que estimo fundamental,
de modo que cuando utilizamos la expresión religiosidad popular, nos damos cuenta de a qué nos
referimos básicamente. Los matices diferenciales emanan, en mi opinión, de los
enfoques teóricos y metodológicos con los que cada estudioso afronta el tema.
En este sentido, no sólo no creo que esté superado el debate conceptual sino
que pienso que seguirá siempre abierto, aunque en unos tiempos se hará más
presente y en otros menos. Lo que considero importante y muy positivo es que el
tema, desde el punto de vista de la historia -con todas sus posibles conexiones
y tangencias- sigue mereciendo el interés de los investigadores.
- ¿A qué denomina usted "cultura clerical"?¿Existen relaciones entre esta cultura y el saber de una época?¿Cuáles serían los caminos o vasos comunicantes?
- Con la
expresión «cultura clerical» me quiero referir al conjunto de saberes que, en
la literatura de carácter pastoral, se
consideraban propios de los que pertenecían al estado clerical. Es preciso
tener en cuenta que la literatura pastoral del bajo medievo presenta el saber como un
bien relativo, que no halla plena justificación en sí mismo, como un bien
instrumental, en cuanto sirve a un fin que es lo realmente bueno en sí. El
saber está, pues, en función del oficio que a cada clérigo se le confía con
respecto a la misma Iglesia y a la sociedad; viene a ser un deber. Por ello, la
exigencia de conocimientos varía en intensidad y en extensión, a partir de un
mínimo, conforme al grado de cada uno en la organización jerárquica eclesial,
desde el simple tonsurado hasta el obispo. De otra parte, atendiendo a las
circunstancias del momento, tales exigencias se pueden incluso modificar algo,
si bien lo más corriente es que la normativa eclesiástica insista una y otra
vez en la adquisición de los mismos saberes, o sea, aquéllos que
tradicionalmente son propios para cada oficio. Con relación a los laicos, sin
entrar en la ciencia necesaria para la profesión u ocupación de cada uno, en
referencia exclusiva a la exigencia de los saberes religiosos, la cultura que se les pide se limita, en
teoría, a lo que les enseñen los clérigos (el contenido abreviado de la
doctrina cristiana) y a lo que puedan ir aprendiendo de forma consuetudinaria,
como se afirma en el Libro sinodal que el teólogo dominico Gonzalo de Alba promulgó en
el sínodo de Salamanca de 1410.
Ahora bien,
la cultura clerical, incluso para el clero bajo, sobre todo si es curado, es decir, si
tiene cura de almas, no se debía limitar al ámbito de los saberes estrictamente
religiosos sino que debía extenderse al conocimiento de las ciencias profanas y
de los asuntos seculares. A la triple pericia se refiere Raimundo de Peñafort:
«Sacrae Scripturae... saecularium litterarum... saecularium negotiorum" –Summa de poenitentiae,
lib. 3, tít. 5-. Estos conocimientos no estrictamente clericales se pueden y se
deben adquirir en la medida, y sólo en la medida, en que son útiles para la scientia pietatis. A fin
de cuentas, el clérigo tenía abierta la puerta al estudio de todas las
disciplinas, del trivium y del quadrivium, aunque las del quadrivium quedaran fuera del programa oficial que se
dibuja para el curado. La lectura de autores no cristianos se admite de modo
general, por la misma razón instrumental que el trivium, y el estudio de la medicina se admite con
excepciones, pues quedan excluídos los monjes, los religiosos y los clérigos
curados ya sacerdotes. En cuanto al estudio de las leyes, mientras que algunos
lo sitúan al lado de la medicina (Raimundo de Peñafort y muchos escritores del
género que le siguen), otros, como el autor de la obra Speculum
peccatoris, confessoris et praedicatoris (escrita probablemente entre 1431-1435), ponen el estudio del derecho
civil para el clérigo curado a la altura de la teología y del derecho canónico,
corroborando la relación que llegan a tener a lo largo de la baja Edad Media
ambas disciplinas. Podemos afirmar, por tanto, que la cultura clerical estaba
bien vinculada al saber en general de la época; hasta el punto de que el
término clérigo significaba persona culta, lo que no quita, de otra parte, para
que los menos cultos, de entre los clérigos, fueran precisamente los curados,
los encargados de dar el pan del saber religioso a los fieles laicos. Las
«escuelas de gramática», para el grado medio, y los «estudios generales», para
el grado superior, fueron los cauces de adquisición de los saberes. En las
iglesias catedrales y en algunas iglesias principales (de colegiatas, por
ejemplo) debían existir -y consta que existieron en bastantes de ellas-
escuelas de gramática y, en algunas, con mayor o menor fortuna, hubo estudios
generales; sin contar con que los religiosos mendicantes que, a partir de su
aparición en el siglo XIII, se incorporan a la tarea pastoral a las órdenes,
conjuntamente, de los obispos y de sus superiores directos, tenían también sus
propios «estudios». Para promocionar y facilitar la asistencia a las «escuelas»
y «estudios», se crearon ayudas directas e indirectas; es decir, de una parte,
los obispos tenían la obligación de enviar algunos de sus clérigos a estudiar
y, de otra, se facilitaba que los clérigos pudieran acudir voluntariamente
mediante concesiones económicas, manteniendo a los beneficiados sus ingresos
durante un tiempo prudencial mientras estaban estudiando y concediendo nuevas prebendas
ad hoc.
- En cuanto a la documentación, ¿qué límites encuentra en ella?
- Responderé brevemente, pues no veo demasiado campo para extenderme y tampoco se trata de dar un repaso a la documentación ideal y real. Fuera de que pueda faltar mucha documentación porque, sencillamente, se haya destruido de mil maneras, que van desde la incuria hasta los accidentes, un límite que tiene remedio para dejar de serlo es la dificultad, no sólo de saber la documentación que hay en muchos archivos eclesiásticos sino también la de consultar lo que se sabe que hay y lo que se intuye que puede haber. En algunos, por no decir en muchos, se acumulan todavía papeles sin ordenar. Es cierto que la situación ha ido mejorando y es de esperar que mejore aún más. De otra parte, hay que tener en cuenta que la documentación sobre el tema, por lo general, nos habla más de la teoría, del ideal que se persigue, de la mentalidad que se pretende favorecer, que de la realidad existente. Lo cual impone límites interpretativos. Quiero decir que el estudioso de esta documentación debe analizarla con mucha cautela, tratando de ver dónde hay un dato histórico concreto, descriptivo de hechos, sucesos y comportamientos y dónde está el discurso, el mensaje más o menos subliminal o directo, de carácter religioso y político, que se quiere difundir y su conexión mayor o menor con el discurrir de los acontecimientos. Hay, por lo tanto, en esta documentación, unos límites externos, ajenos al investigador y unos límites interpretativos, a disposición y criterio del investigador.
- Las normas de conducta establecidas en los sínodos castellanos, ¿eran respetadas u observadas?
- Si interpretamos sin cautela alguna lo que se nos dice en los sínodos, castellanos o de cualquier otra zona de la cristiandad, tenderemos a la afirmación de que las normas de conducta no eran respetadas en absoluto, pues se están recordando e intimando una y otra vez, como para indicar que no se cumplían. Pero esa interpretación puede ser tan errónea como simple es. Con las normas sinodales pasaba lo mismo que ha pasado siempre, sigue pasando ahora y pasará, sin duda, en el futuro con cualquier normativa de cualquier tipo, civil o religioso: que algunos las cumplen y otros no; y entre quienes las cumplen, unos las cumplen mejor que otros; y entre quienes las incumplen, asimismo unos lo hacen con mayor gravedad que otros. Además, a la hora de valorar las referencias sinodales, hay que tener en cuenta que los sínodos tienden a resaltar lo negativo de la situación, por su propio carácter de instrumentos de gobierno, corrección y reforma.
- En la baja Edad Media, ¿qué nociones de judío y musulmán plantean los sínodos? ¿Existen relaciones con las nociones planteadas por otras fuentes, dentro y fuera del ámbito eclesiástico?
- La noción de
judío que, a mi parecer, transfiere la literatura pastoral en general y los sínodos en particular, no
parte de una diferenciación de carácter étnico sino de creencia religiosa, si
bien esta diferenciación religiosa tenga de hecho consecuencias políticas y no sólo
religiosas. Y en cuanto al musulmán, el concepto básico que nos transmiten las
normas sinodales es también de carácter de creencia religiosa y le sitúa, en
cuanto a tratamiento, al lado del judío. Esta noción afecta al musulmán
individualmente. Ahora bien, como pueblo constituido en un territorio
conquistado y que el Estado cristiano está reconquistando, a esa noción puramente religiosa se añaden
una serie de connotaciones políticas, que se traducen en normas específicas.
Desde el
punto de vista religioso son judíos los que mantienen la ley de Moisés a la
letra, practican la circuncisión y otras normas legales. Se atienen al Antiguo Testamento y no
aceptan el Nuevo. Son esclavos de la ley, no hijos de la gracia. La convivencia
con los cristianos viene de antiguo pero la separación religiosa lleva a una y
otra parte a una cierta separación de vida, que se nota más o menos según
momentos y lugares. Los sínodos tratan de señalar los límites de la relación
religiosa y social, al tiempo que ponen de manifiesto los incumplimientos de
los límites marcados.
El musulmán
no acepta ni el Nuevo ni el Viejo Testamento. Tiene su origen en la esclava de
Abraham, Agar, aunque la denominación de sarracenos provenga de su esposa, Sara. Su gran profeta
es Mahoma. A los musulmanes que viven en el territorio de dominio cristiano se
les equipara prácticamente en todo a los judíos y se les nombra con el
apelativo de moros (mauri). Aunque cabe observar algún matiz diferencial -como que al judío no
se le aplica en ningún caso el calificativo de pagano o gentil y sí al musulmán-, en general se habla
indistintamente de moros y judíos, judíos o moros, porque para la normativa
sinodal vienen a ser lo mismo; unos y otros son simplemente no cristianos, por
lo que, además, son en cierto modo extranjeros. En cuanto a los musulmanes que forman
pueblo aparte, dueños de territorios que han hecho suyos y que limitan con
territorios cristianos, la noción básica no cambia, pero sí el tratamiento.
La norma sinodal se orienta más a la conquista de los territorios ocupados que a la
conversión, si bien la conquista se acompaña siempre de la cristianización del
territorio y busca la conversión de sus habitantes no cristianos.
Se percibe a
través de las normas que la comunidad cristiana se siente investida de una
clara superioridad sobre las comunidades de judíos y musulmanes; superioridad
que se pone de manifiesto no sólo en los ámbitos propios del creyente sino
también en los demás aspectos de la vida cotidiana. Pero esta convicción de
superioridad no se desborda en las normas sinodales hacia provocaciones y
llamadas a la violencia sino que se mantienen en una línea de mesura. La
instigación de persecuciones y pogroms hecha desde púlpitos se debe en exclusiva a
la desmesura de algunos clérigos.
Esta noción
sinodal de judío y musulmán es básicamente la misma que se desprende de otras aguas eclesiásticas, ya
que proceden del mismo manantial. Con respecto al ámbito civil cristiano, no me
atrevo a una afirmación tajante, puesto que no he analizado dichas fuentes con
el detenimiento requerido para ello pero mi impresión es que, aparte matices,
también vale en ese ámbito la noción sinodal.
- En cuanto a las Sagradas Escrituras, ¿qué textos se difunden y consideran en la baja Edad Media castellana?
- No me siento
capaz de dar una respuesta satisfactoria, pues no me he ocupado de examinar
bien este punto. En términos generales, se percibe que las Sagradas Escrituras
se utilizan de modo constante, pues decir Sagradas Escrituras es decir
teología, y la teología es, sin duda, la disciplina principal en la cristiandad
medieval. Dentro del ámbito de la literatura pastoral, de la teología práctica, o sea, de un
complejo de doctrina o verdades de fe, de derecho o normas a cumplir y de moral
o formación de la conciencia individual, parece lógico que se difundan textos
de ambos testamentos, especialmente los que tienen que ver con la ejemplaridad
de vida. Pero esto no se cumple apenas en la documentación sinodal y conciliar,
que atiende más a la normativa práctica que a la doctrina teórica y que va,
endogámica y jerárquicamente, de los concilios ecuménicos a los nacionales y
legatinos, a los provinciales y a los sínodos diocesanos. No obstante, los
tratados o manuales pastorales, sean de instrucción de la doctrina o de confesión,
sí acuden más a los textos escriturarios. Los propios tratadistas son los
interesados en anunciar que sus escritos se apoyan, ante todo, en las Sagradas
Escrituras. Valga como ejemplo Juan Martínez de Almazán en el proemio de su Tratado de confesión: «Lo
que en esta parte sin ficción pudo entender por las santas scripturas sin
inuidia yo lo comunico a la vuestra karidat» (Ms 5-5-27, f. 83 rb, de la
Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla). Siendo un tratado breve, de un
total de 48 citas, 32 son de las Sagradas Escrituras, lo que da un porcentaje
de dos tercios (66,6%). Clemente Sánchez, en el proemio a su Sacramental, hace referencia a las fuentes de su obra y,
por supuesto, la primera es la Biblia –incunable 75-VI-15, f. IX v, real
Biblioteca de San Lorenzo del Escorial-. Aunque no he hecho un recuento de las
citas bíblicas, la frecuente consulta de esta obra para algunos de mis trabajos
me permite afirmar, sin entrar en detalles, que el recurso a las Sagradas
Escrituras es constante.
Una
respuesta más precisa necesitaría de un estudio de fuentes de cada tratado,
como el que ha realizado José Barbosa Machado, Profesor de la Universidad de
Tras-os-Montes e Alto Douro, en su edición del Tratado de
Confissom –según su único
ejemplar conocido, incunable de Chaves de 1489-. Este autor señala un total de 79 citas
escriturarias, 34 del Antiguo Testamento y 45 del Nuevo, siendo los libros más
citados, por este orden, el Evangelio de san Mateo, en 21 ocasiones; los
Salmos, en 12, Epístolas paulinas, en 8; etc. Hay fundamento bastante para
creer que el recuento del profesor Barbosa Machado no se diferenciará
substancialmente de otros tratados del mismo género, mutatis
mutandis, es decir, teniendo en
cuenta, respecto a la cuantía de las citas, la extensión de cada tratado.
- ¿Cuál es la importancia de la figura de la Virgen María en estos ámbitos?
- Nos consta por muchas vías de información que la figura de la Virgen María en los siglos XIV y XV ocupaba un puesto destacado en la piedad y la devoción de los cristianos y que las autoridades eclesiásticas alentaban discretamente la devoción mariana. En cuanto a la literatura de carácter pastoral, la información que nos dan sobre el puesto de María en la Iglesia y en la piedad no es abundante, es sobria en general y relativamente escasa, tanto en los sínodos como en los tratados de confesión. Hay que espigar aquí y allá para recoger algunos datos indicativos. María aparece, de forma prácticamente unívoca, como mediadora y abogada; los fieles ruegan a María «que quiera ser su abogada». Los tratados de pastoral que no son propiamente tratados de confesión (aunque incluyan el modus confitendi) sino instrucciones de la doctrina -si son suficientemente extensos y se detienen en exposiciones y detalles de los temas y no una simple instrucción sumaria-, pueden incluir un comentario más o menos breve, una explanatio, del Avemaría[1], la oración mariana por excelencia y una de las tres oraciones principales del fiel cristiano junto al Credo y al Paternoster, quedando la Salve en un segundo lugar. Pero los tratados de confesión, incluidos los más extensos, no incluyen en su temario comentario alguno a este aspecto devocional; se limitan a enunciar la doctrina y la forma de confesarse y a comentar lo que creen oportuno dentro siempre del entorno del pecado, y sólo ocasionalmente se encuentra en ellos alguna referencia a la devoción en general y a la devoción mariana en particular. Valga como ejemplo el Libro de las confesiones de Martín Pérez, obra de gran extensión escrita en 1316, que ha sido recientemente impresa en edición crítica, a cargo de Antonio García y García, Bernardo Alonso Rodríguez y Francisco Cantelar Rodríguez (Madrid, 2002, BAC Mayor 69). Sin embargo, los sínodos son algo más generosos, dentro de la escasez. A través de ellos nos damos cuenta de cómo la figura de María aparece más y más en los acontecimientos de carácter religioso; vemos que aumentan sus días festivos y sus advocaciones y que interviene más y más en la vida diaria del cristiano: el rezo diario del Avemaría, el rezo y canto de la Salve, el sábado mariano, el oficio parvo, la misa devota, etc. Estos actos marianos aparecen reglamentados en varios sínodos. En cuanto al Avemaría, adquiere un desarrollo litúrgico propio con el rezo del Angelus[2] cada anochecer, previo el toque de campanas a este efecto. En definitiva, dentro de la literatura pastoral en general, la figura de la Virgen María ocupa un lugar moderado pero va creciendo a buen ritmo, lo cual se observa mejor a través de la documentación que proporcionan los sínodos, ya que los tratados de confesión no tratan el tema de la devoción mariana de manera expresa y, entre las instrucciones de la doctrina cristiana (denominadas más tarde catecismos), sólo algunas de cierta extensión incluyen un comentario explicativo del Avemaría. Así, pues, de los sínodos se obtienen datos que ayudan a conocer la evolución de la devoción mariana.
- Las posturas mantenidas y defendidas por la Iglesia ¿se encuentran socialmente difundidas o, por el contrario, esta difusión es escasa y estamos ante un amplio margen de heterodoxia?
- Mi parecer, en general, con todas las cautelas que me merece un tema que admite enfoques muy varios, es que la Iglesia Católica, desde su reconocimiento oficial en el ámbito del imperio romano, ha conseguido difundir con suficiencia su mensaje, tanto en lo relativo a las creencias como a los usos y costumbres, a través de sus dirigentes, e implicar en él, más o menos, según los momentos, a las autoridades civiles. Lo cual no quita para que en la evolución, por demás lógica, de los contenidos y de las formas de su mensaje, haya siempre un lugar para las diferencias y, también, para la heterodoxia, que no sólo dimana de su propia evolución interna sino también del choque de culturas que halla a su paso en el proceso evangelizador. Creo que esto es válido para el ayer, para nuestro tiempo y para el mañana.
- ¿Cuáles son hoy las líneas de trabajo e investigación en España?¿Se pueden plantear estas mismas líneas a nivel europeo?
- Supongo que
la pregunta hace referencia a los estudios relacionados con la Historia de la
Iglesia y de la religiosidad. Confieso que no dispongo de referencias
suficientes para dar una opinión tan fundada como desearía. A mi entender, este
tipo de investigaciones está demasiado relegado todavía, aquí en España, a las
instituciones eclesiásticas, que tienden a elaborar estudios de corte
institucional. En cualquier caso, ello no es obstáculo para que se realicen
trabajos con la objetividad que los estudios históricos merecen. No me atrevo,
de otro lado, a señalar qué líneas de trabajo e investigación son prioritarias
en la actualidad en España. En realidad, no lo sé. Son muchas las revistas que
proceden de grupos de trabajo de universidades y centros de la Iglesia, no
pocas son históricas y algunas son de historia de la Iglesia; pero cada una
tiene sus matices, de modo que las líneas de investigación son muy variadas.
Fuera de los centros eclesiásticos, la dedicación a estos temas es ocasional y
la línea de trabajo es personal. En mi opinión, haría falta un planteamiento
serio por parte de la Iglesia, en colaboración con el Estado, para determinar y
apoyar algunas líneas de investigación dentro de la historia de la Iglesia, que
ni necesaria ni preferentemente tengan que ser protagonizadas por personal
eclesiástico; es decir, incorporar la historia de la Iglesia a la mecánica
investigadora normal, para lo cual, dada la fuerza de la inercia, se precisa de
un impulso inicial, que no veo en perspectiva. El hecho religioso
cristiano-católico tiene tal importancia en la historia hispana que merece una
atención especial, científica, dejando a un lado mecanismos de apologética y
propaganda.
En cuanto a
las líneas de investigación a nivel europeo, tampoco creo que haya propiamente
un nivel europeo. Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia, Portugal, por poner
ejemplos de naciones con las que he tenido algún contacto investigador en
Europa, tienen su propia tradición en este terreno, si bien desde hace ya
bastantes años, las relaciones entre investigadores de estos países, y con
España, son muy frecuentes y día a día más intensas, por lo que las líneas de
trabajo se entrecruzan, se plantean en congresos internacionales y se llegan a
plasmar en proyectos comunes. Creo, pues, que se puede responder positivamente
a esta parte de la pregunta.
Notas
[1] Por ejemplo, Clemente Sánchez en su Sacramental, le dedica el título XII, ff. 22r–25v, a continuación de la exposición del Pater noster.
[2] Utilizo este término por ser de común entendimiento hoy en día. Los documentos de la época, desde finales del siglo XIV y durante el siglo XV, concretamente los sínodos, hablan del tañer del Ave Maria.