El río infinito, novela reciente del escritor peruano Manuel Cornejo Chaparro, es un policial étnico que homenajea y a la vez reinterpreta en clave amazónica las clásicas aventuras del inspector Lituma de Mario Vargas Llosa. Al construir el correspondiente escenario sórdido de los crímenes que sacuden la serenidad abúlica de Iquitos, la novela hace desfilar gringos, mestizos, indígenas, misioneros, chamanes, mitos, anacondas mágicas, sombras fantasmagóricas y todo un mundo nostálgico en el cual todavía resurgen, en cada rincón y en cada momento, los recuerdos fabulosos de la época del caucho. Sin embargo, más allá de los roles protagónicos del clásico detective experimentado, cansado de la vida, del amigo erudito, de la muchacha mitad ingenua y mitad femme-fatale y sobre todo de Yaquichán, el joven héroe indígena que alterna entre investigador de la historia amazónica, soñador chamánico y detective involuntario, encontramos como telón de fondo, desde las primeras líneas, a otro actor secundario, tal vez más insospechado: “Había pasado el amanecer, el resto de la mañana, el mediodía, el inicio de la tarde, y el aguacero continuaba. Siempre le decía a su mujer que, en época de lluvia, el mundo parecía al revés: el río encima de ellos. Algunos días, el ruido del agua que rebotaba en el asfalto era peor que el de las mototaxis que ensordecían la ciudad” (Cornejo Chaparro, 2021: 10).
Tan evidente como naturalizado, ese rumor incesante de las motocicletas se nos presenta como una parte más del paisaje cotidiano y, en efecto, la invasión masiva de motocicletas no sorprende a quien conozca el interior de la actual Sudamérica indígena (Villar, 2023). Las motos están por todos lados. Mientras parte de la academia sigue encandilada con las amenazas cósmicas del Antropoceno y la destrucción medioambiental, los llanos, las sabanas, las selvas y las ciudades fronterizas del llamado “Sur global” desbordan de motocicletas (https://pric.unive.it/projects/motoboom/home). Vale la pena, de hecho, detenerse en algunas de las expresiones puntuales de los investigadores que en todo el mundo comienzan a hacer de este asunto un objeto de reflexión: la “fiebre de la moto” (Pâpoli-Yazdi, 1982), la “democratización” y la “revolución urbana y rural” de la moto (Seignobos, 2012), la “locura de la motocicleta” (Arve Hansen, 2015), el “azote de las moto-taxis” (Keutcheu, 2015). Asimismo, toda una serie de estudios documenta procesos como “la revolución de las motos de nieve” (Pelto y Müller-Wille, 1987) o la “gentrificación de la motocicleta” (Jderu, 2015). Lo que quiero decir con esto es que, con más o menos reflejos, las ciencias sociales se ven actualmente obligadas a lidiar con aquello que llaman “paratránsito” motociclístico (Agbiboa, 2020). Mientras la moto llega a ser el principal medio de transporte en muchas regiones, comienzan a aparecer las primeras investigaciones colectivas sobre la motocicleta como auténtico “hecho social total” (ver, por ejemplo, el dossier de Blundo y Guézéré eds., 2022) y se publican cada vez más estudios sobre la amplia gama de relaciones entre la moto y todo un universo de problemas distintos: la antropología de la cultura motociclística (McDonald-Walker, 2000; Pinch y Reimer, 2012), la historia social del diseño de la moto (Rapini, 2007), las relaciones entre motociclismo y las identidades de género (Maxwell, 1999; McDonald-Walker, 2000; Schouten y McAlexander, 1995), la etnografía del uso de motocicletas en la rutina cotidiana de diversos grupos étnicos (Fraser, 2018; Pâpoli-Yazdi, 1982), la traducción o categorización lingüística de la motocicleta en lenguas indígenas (Montani, 2017; Preci, 2020), las consecuencias medioambientales de la introducción de las motos de nieve en el ártico (Helander-Renvall, 2008; Usher, 1972; Pelto y Müller-Wille, 1987), el uso de la moto en la militarización radicalizada (Beevor, 2023; Seignobos, 2014) y, por fin, una literatura tan exuberante como la novela de Cornejo Chaparro y tan inabarcable como la propia marea de las motos, sobre el boom contemporáneo del mototaxismo en regiones como el África subsahariana (Amougou, 2010; Diaz Olvera, et al. 2020; Doherty, 2022; Ehebrecht et al., 2018; Evans et al., 2018; Marchais, 2009; Tano, 2018), el sudeste asiático (Frey, 2020; Hansen, 2015; Qian, 2015; Sopranzetti, 2014; Truitt, 2008) o hasta Sudamérica (Boose, 2022; Burgos Ortiz, 2016; Castillo Osorio, 2010; Cerquera et al., 2019; Lewis, 2021).
Sin embargo, tal como afirma el sociólogo rumano Gabriel Jderu (2023) en su nuevo libro Fixing Motorcycles in Post-Repair Societies. Technology, Aesthetics and Gender, toda esa bibliografía suele analizar la producción, uso y consumo de la motocicleta. A partir de lo que llama repair studies, Jderu opta en cambio por recortar un objeto de estudio bien determinado: si, en efecto, de lo que se trata es de trazar la “biografía” que cifra la vida social de la moto, también es posible hacerlo a partir de un componente esencial de la cadena operatoria que articula la producción y el consumo motociclístico pero que, paradójicamente, está casi siempre ausente en la literatura -por más que, como es natural, existan excepciones (ver, por ejemplo, Tastevin, 2011, 2012). En efecto, el canon de los estudios sobre las “moto-movilidades” (Pinch y Reimer, 2012) suele privilegiar la producción y el uso vehicular y, al hacerlo, relega involuntariamente la reparación y el mantenimiento de esas máquinas a una suerte de trastienda marginal: como si fueran completamente funcionales en todo momento y en todo lugar, y estuvieran allí listas aguardando, perpetuamente disponibles, sin jamás resistirse, fallar o romperse.
En cambio, la antropología de la reparación motociclística que propone Jderu se arraiga en un escenario histórico bien determinado, que permite entender la composición y evolución a través del tiempo del parque motociclístico rumano desde la Segunda Guerra mundial hasta la actualidad, pasando por las décadas de dominio soviético. Y, al hacerlo, nos propone otra forma de acceso a la sociología de ese mundo singular. Para ello el autor parte de una constatación empírica que, en principio, parece indiscutible: más allá de la función estrictamente vehicular, el mantenimiento de las motocicletas puede ser tanto una fuente de sentido para el individuo como a la vez un potente disparador de identidades sociales. Es sólo cuestión de enfocar la atención sobre la propia tecnología motociclística y, sobre todo, en sus efectos tangibles en la subjetividad de los usuarios: identidades personales y comunitarias, redes de solidaridad, circuitos de intercambio, valores morales. Esta cultura motociclística supone entonces una capacidad conectiva que trasciende las meras propiedades tecnológicas y forma parte de un verdadero sistema sociotécnico (Pfaffenberger, 1992) que, como constata reiteradamente el autor, puede ir más allá del propio consumo para estructurarse en torno de la agenda de la reparación y la sustentabilidad. A la vez, la innovación tecnológica condiciona a la propia cultura de la motocicleta. De lo que se trata entonces es de plantear una genealogía de la técnica con sus respectivos estratos, fases o capas de conocimiento mecánico (Richard et al., 2016), que pregunte cuál es la relación entre conocimiento tecnológico y la sociabilidad a través del tiempo, y cuál es la forma en que cada contexto histórico fomenta o desincentiva la adquisición individual y colectiva de determinados saberes mecánicos.
Las páginas más sustanciosas de Jderu analizan lo que podríamos entender como el período clásico de la motocicleta, protagonizado por la tecnología de la carburación. Llegando hasta finales del siglo 20, la era del carburador cifra el período crítico que define las principales líneas de sustento de la cultura motociclística y, en el centro de esa cultura, encontramos la primacía de las prácticas de mantenimiento y reparación. La centralidad de la mecánica tiene a la vez condicionantes técnicos: las propias características del motor de las motocicletas fabricadas entre las décadas de 1950 y 1980 configuraban una tecnología básica, sencilla, relativamente accesible a todos. Como los principios mecánicos fundamentales -encendido, carburación, lubricación- eran ciertamente intuitivos, bastaba un simple razonamiento de causa y efecto para lidiar con la mayoría de las averías y las reparaciones eran realizadas por los propios motociclistas junto con sus familiares, vecinos y amigos, generando un alto grado de interacción entre la gente y sus máquinas.
Sin ocultar cierta nostalgia, Jderu describe las condiciones materiales que generaba la propia economía del período socialista. La falta de piezas hacía que las mismas fueran especialmente preciadas y que se prolongase su vida útil mucho más allá del plazo para el cual estaban originalmente diseñadas. De esta forma, la comunidad de usuarios compartía un conocimiento concreto sobre quién tenía tal o cual pieza de recambio, qué tipo de conductor era, por cuántas manos había pasado el repuesto, hasta qué punto era operativo y quién estaría dispuesto a intercambiarlo por otra pieza usada. Podría decirse, incluso, que la propia tecnología de la carburación propiciaba una suerte de colectivismo mecánico al requerir una suerte de sintonización sensorial con la máquina que se refinaba gradualmente con la experiencia. En este contexto la dinámica funcionamiento/avería no era binaria (la moto funciona/la moto está rota), sino que más bien se gestionaba a partir de la percepción situacional de la falla que se iba revelando a través de diversos signos: traqueteos, sonidos extraños, anomalías de movimiento. Los motociclistas aprendían a anticipar las averías, a equipar la moto con un juego de herramientas portátil, a almacenar piezas de repuesto y a viajar en grupo para lidiar conjuntamente con las emergencias de la ruta. La tecnología de la carburación diluía los límites entre los roles del usuario y el mecánico y propiciaba que la reparación no fuera una labor solitaria, esotérica, propia de especialistas: todos armaban y desarmaban las motos, las toqueteaban, las arreglaban y también muchas veces las descomponían, y aquellos que no lo hacían participaban asimismo del espectáculo observando -y discutiendo- lo que hacían los demás. En estas condiciones, la mayoría de los usuarios lograban dominar por sí mismos las operaciones más habituales de mantenimiento: poner a punto el carburador y las válvulas, engrasar la cadena, cambiar las bujías. Y todos se ocupaban de sus propias motos pero también participaban en mayor o menor medida de las reparaciones de las ajenas, porque nadie dominaba la mecánica al cien por ciento pero se conformaba a la vez una comunidad de uso en gran sintonía con los vehículos.
Pero no sólo eso. Jderu se atreve a componer un erudito catálogo analítico de tipos ideales de intervenciones mecánicas sobre las motocicletas, más o menos complejas, más o menos extendidas, algunas propias del período socialista y otras que se adaptaron o extendieron hasta ser prácticamente universales: 1) operaciones de mantenimiento simple (lubricar, cambiar aceite, sustituir bombillas o pastillas de freno, ajustar los cables del embrague); 2) corrección reparadora de los defectos de fabricación (cuando el fabricante no ofrecía actualizaciones, se improvisaban arreglos con piezas de otras marcas de motocicletas compatibles e incluso de automóviles); 3) accesorizaciones y decoraciones artesanales de orden estético (añadir parabrisas o espejos, sustituir el asiento, el manillar o las ruedas estipuladas por los fabricantes); 4) ampliaciones y mejoras funcionales (mejora del encendido eléctrico, suspensión adicional, soportes para equipaje); 5) personalizaciones de partes del motor; 6) “camaleonización” o creación de vehículos híbridos para emular el diseño más prestigioso de las marcas alemanas, japonesas, británicas y estadounidenses; 7) reparación de averías graves y fallos críticos; 8) reacondicionamiento de piezas viejas para prolongar su vida útil en ausencia de piezas de recambio (reconstrucción de árboles de levas, cilindros, cámaras de combustión, suspensiones y pistones); 9) hibridación “interespecies” de distintas especies de vehículos (motocicletas de distintas marcas o incluso motos y coches); 10) ensamblaje de motocicletas compuestas con piezas de diferentes modelos y marcas, y 11) lo que Jderu llama “motos zombi” (motocicletas antiguas que básicamente sirven de “donadoras de órganos” o piezas de recambio).
Con el cambio de siglo, toda esa cultura orgánica de la motocicleta se ve sacudida por la revolución tecnológica que supone el motor de inyección digital. La innovación técnica entra en escena como el cambio social, la colonización o la propia historia lo hacían en las viejas etnografías y constituye, así, el auténtico drama sobre el cual bascula el argumento del libro. En efecto, la digitalización limita drásticamente la sintonía o “intimidad tecnológica” de los motociclistas con sus máquinas: relegada la mecánica a sistemas expertos que poco a poco reemplazan las viejas habilidades prácticas e intuitivas de los motociclistas-mecánicos, la depreciación cultural del mantenimiento y la reparación constituye un verdadero cambio de paradigma que a su vez se cristaliza en lo que el autor llama “sociedad de la post-reparación”. En términos sociológicos, este cambio de la carburación a la inyección digital traduce entonces una suerte de pasaje de la comunidad a la sociedad que genera nuevas identidades o subjetividades relacionales como los “motociclistas a-técnicos” que no pueden, no quieren o no se interesan por reparar sus vehículos, las cada vez más numerosas mujeres motociclistas, o bien los usuarios de mediana edad con trabajo estable y estudios superiores que persiguen una utopía de autenticidad y masculinidad al convertir la vieja epistemología mecánica en una nueva “creatividad” individual -es decir, lo que el autor, un poco provocativamente, llama gentrificación de la praxis mecánica.
Lo dicho basta para apreciar la densidad antropológica de una obra sólida e informada que, más allá de cierto carácter repetitivo, triunfa al mantener vivo en cada página el interés del lector. Después de todo, la historia de la motocicletas rumanas es la historia de Europa oriental desde 1950 a la actualidad, pasando por el apogeo del socialismo, la caída de la influencia soviética y la prepotencia contemporánea del capitalismo global, y esa suerte de racionalización weberiana de la movilidad motociclística nos ayuda a comprender el impacto de la técnica en la transformación de las subjetividades y las identidades colectivas.
Como toda trama implica una selección, es natural que, al narrar esa historia, Jderu conceda más atención a algunos aspectos que a otros. En este sentido, el subtítulo del libro (“Tecnología, estéticas y género”) es representativo de los grados decrecientes de relevancia que concede a cada uno de esos temas: claramente, el punto fuerte del análisis es la descripción etnográfica de la cultura de la motocicleta en la era de la carburación, y las relaciones de la tecnología motociclística con la estética y las relaciones de género ocupan un espacio argumental menor. Así, por ejemplo, si el motociclismo era tradicionalmente un campo dominado por los hombres, el libro registra diferentes modulaciones relacionales entre mecánica y género a través de cuatro pequeñas biografías de mujeres, a fin de documentar qué ámbitos concretos de la cultura mecánica se han abierto a los usuarios femeninos y cuáles siguen siendo predominantemente masculinos, y observa cómo algunas de ellas transfieren por completo las actividades de mantenimiento y reparación a los varones mientras que otras maniobran en busca de una mayor autonomía técnica. Si bien esta observación tiene indudablemente interés, hay que decir que no está a la misma altura cualitativa que las excelentes páginas sobre la cultura motociclística bajo la órbita soviética, repletas de anécdotas, entrevistas, observaciones de color y un extenso material de archivo que constituyen una lectura apasionante -por citar un solo ejemplo, los coloridos pasajes sobre las alquimias frankensteinianas en la construcción artesanal de máquinas híbridas a partir de los stocks vehiculares de la era socialista. Y, en el nivel tal vez más abstracto de la ciencia de lo concreto, es realmente una pena que el autor haya dejado pasar la oportunidad de hacer dialogar sus hallazgos con la idea lévi-straussiana del bricoleur (Lévi-Strauss, 1990), que revela una productividad inesperada en diversos aspectos de la investigación social (Altglas, 2014; Johnson, 2012).
Sin embargo, la misma policromía del libro hace que Jderu nos ofrezca algo más sustancioso que una mera etnografía descriptiva de la moto-movilidad, ya que consigue demostrar la dialéctica entre el sistema sociotécnico de la moto y una serie notable de campos relacionales. Seguramente tenga algo que ver su propia afinidad electiva con el mundo mecánico. Además de llevar a cabo su investigación en el terreno con motociclistas, coleccionistas, asociaciones de motoaficionados y talleres mecánicos, Jderu se presenta a sí mismo como practicante confeso de esa nueva religión que es “amar a las máquinas” (Blanco et al., 2015): siendo personalmente motociclista y mecánico certificado su trabajo se nutre de una sintonía casi existencial con la tecnología, y ese involucramiento simondoniano con la máquina como objeto técnico, sin duda, contribuye a dar fuerza a su aporte indiscutible a la historia comparativa de la tecnología (Mumford, 1967; Simondon, 2017), al estudio antropológico, histórico y comparativo de los efectos sociales de la diseminación mecánica (Richard et al., 2016; Richard et al., 2021; Villar, 2022) y, en particular, a un conocimiento más profundo del aparentemente incontenible auge contemporáneo del motociclismo.
Venecia, 30 de noviembre de 2023