¿No deberíamos, cada vez, en cada serena y feliz ocasión en la que abrimos un libro, reflexionar sobre cómo fue posible el milagrode que este texto llegara hasta nosotros? Hay tantos obstáculos. Tantasbibliotecas fueron incendiadas
Es sabido que las cosas siempre empiezan antes. El vínculo del arquitecto, urbanista, historiador del arte y escritor Ángel F. Guido (Rosario, 1896-1960) con la República Oriental del Uruguay despuntó con antelación a sus conferencias pronunciadas en la década del 30, que originaron el libro Redescubrimiento de América en el arte (1940). En efecto, diez años antes de esas conferencias, más precisamente un sábado 12 de junio de 1920, Guido conoce en Córdoba a la uruguaya Bertha Eirin1, actriz de la compañía de Orestes Caviglia2. Ángel -veinticuatro años, pelo revuelto, pañuelo de seda al cuello- es un joven militante reformista, a punto de recibirse de arquitecto e ingeniero en la Universidad Nacional de Córdoba. Subyugado ante la presencia de Bertha en el escenario, no puede dejar de mirarla y no se detiene sino hasta la puerta del camarín. Conversan. Combinan un encuentro para el día siguiente. Con puntualidad, Ángel la pasa a buscar en automóvil, pasean por la manzana jesuítica, le enseña unas construcciones arquitectónicas del siglo XVII y le habla con entusiasmo de sus últimas investigaciones arqueológico-estéticas (Cfr. Osorio, 1991, p. 15; Guido B., 1971) y de sus preocupaciones sobre un arte americano emancipado de la pedestre copia ramplona. A su vez, la escucha hablar sobre la quinta aledaña al parque Larrañaga (el parque Rodó) y sobre ese cuadro de José Gervasio Artigas que se conserva en el living de su casa montevideana. Se siente fascinado por los relatos literarios de Bertha que discurren en torno a Ibsen y Maeterlinck, a su amistad con Rubén Darío y esa familia de suicidas que desciende de uno de los Treinta Tres Orientales. Pero, sobre todo, le impacta su belleza, aquella que llevó al pintor mexicano David Alfaro Siqueiros a decir en una misiva: “sus manos y sus ojos y su piel son un atentado a la Revolución. Blanca Luz dice que las lava en leche de cabra, ¿es cierto?” (Guido B., 1973, p. 97). Noche a noche, función tras función, Ángel está atornillado en la platea del teatro (Cfr. Osorio, 1991, p. 179). A los pocos meses de aquel primer encuentro -Bertha tenía 22 años-, se casan y el 13 de diciembre de 1922 nace en Rosario la primera hija de la pareja, la futura escritora Beatriz Guido.
En Una madre (1973), Beatriz delinea una suerte de confesión filial cuyo personaje principal es Bertha. Hecho con fragmentos de cartas y recuerdos, el texto pretendidamente bio y autobiográfico da lugar a una superposición de voces: una carta de Bertha a su otrora novio Ángel; otra de Silvina Ocampo a Beatriz, a propósito de la muerte de su madre; una contribución del escritor Edgardo Cozarinsky, quien, como crítico de cine, pero más aún como amigo, conocía muy bien el universo de Beatriz. Así, a modo de palimpsesto, se construye el libro con retales de estos y otros recuerdos; y es sugestivo precisamente por sus carencias: de unidad y de homogeneidad. Este apelar a escritos de diferentes plumas intercalados con relatos de la propia Beatriz y de otros familiares de Bertha, comienza con la muerte de la actriz para luego, ahora sí diacrónicamente, avanzar con el Uruguay y sus antepasados, construyendo de este modo una biografía de la madre, pero, sobre todo, un relato de sus fantasmas: el teatro, la crueldad, el humor, los muertos. Escribe Beatriz:
Al atardecer, después de una larga siesta, volvían a visitarte tus muertos. Era equipaje muy pesado para no poder llorarlos en escena, gritar o reír con las palabras de otros textos. Ahora solamente los tuyos. Otros textos para salvarte. Demasiado niñas, nosotras. Fuiste amada, pero el fin de un mundo, no te perdona que no entres a las cocinas ni manejes la aguja y el dedal (1973, p. 51).
La hija repite una y otra vez cuán amada fue Bertha por Ángel y cómo el teatro la ayudó a exorcizar sus muertos. En otro pasaje, se recoge:
Mientras tanto recuerdas a quien te vestía en el camarín. Se llama Libertad del Ponzio y no puede creer que abandones las múltiples imágenes en el espejo por un historiador del arte3 y tres delirantes embarazos4. Y un solo tinglado con cortinados y canceles de hierro cuartos tapizados de libros y consolas con tallas churriguerescas5. Pero el tinglado se levanta en una ciudad de provincia6. ¡Que se levante ya! Los espectadores: tus hijas y unos pocos amigos.
Yo me sentaba a tu lado por las mañanas, junto a la mecedora de mimbre, debajo de una higuera, junto a un aljibe. Te peinabas para recibir a Gabriela Mistral7 o a la Medina Onrubia de Botana o a Delia Capdevila o a Juanita Lugones y Angélica de Arcal8 (1973, pp. 46-47).
Bertha dejó una promisoria carrera artística en Uruguay para casarse con Ángel y se mudó a Rosario. Sin embargo, no dejó la actuación. Beatriz concluye que, en realidad, su madre hizo del mundo su escenario. La colección de arte colonial que Guido consiguió en sus viajes al altiplano peruano-boliviano9, con sus profusos angelotes y piezas de altar barroco, iba a ser su decorado suntuoso y fantasmagórico, así como también el espacio donde crecieron sus tres hijas: Beatriz, Bertha (“Tata”) y María Esther (“Beba”) (Cfr. Cozarinsky, 1973, pp. 115-119).
Su escenario fue también el Monumento Nacional a la Bandera, proyecto que insumió quince años de trabajo de Guido en la ciudad puerto, urbe que sin fundación debía a esta conjunción de un rascacielos y un barco su carta de ciudadanía, y hoy diríamos también su marca ciudad. En otro pasaje de Una madre expresa:
Los bellos días fueron muchos porque amabas a mi padre. No solo admirabas sus éxitos de investigador de arte en congresos internacionales -a los cuales nunca asististe con el pretexto de mantenerte cerca de nosotras- sino, por el gran espectáculo que fue ver crecer piedra a piedra, un Monumento Patrio10. Entonces la ciudad de Rosario se volcó hacia tu casa. Se abrieron nuevamente los portales y las rejas de la casa colonial11, para dar paso a un pueblo que festejaba la erección de un futuro monumento histórico. Adquiría así su carta de ciudadanía, una ciudad que no se sabe muy bien si la había perdido o no la tuvo nunca; esa ciudad que para vos era la ‘no tradición’, el descastamiento; portuaria y fenicia, no solo te había vuelto a dar una casa quinta, te dio una universidad de muros grises y ahora te hacía el regalo de un espectáculo estético: el Monumento a la Bandera.
Y acompañaste a mi padre -bella consciencia reformista, los de la Tercera Internacional cantan Sean eternos los laureles12- a levantar un altar de mármoles perecederos. Pienso hoy que tu influencia nacionalista fue decisiva. No podías olvidar tampoco las demarcaciones de fronteras. Y si no te nacionalizaste nunca y el Uruguay fue en tu corazón llama sagrada, llena de admiración y ternura, en mi país fuiste quien ayudó a que piedra sobre piedra se levantara ese monumento a la Patria.
Si no asististe a los actos públicos de inauguración fue porque preferías amarlo a la hora del atardecer. Y se te veía caminar por los estrados del monumento y sus propileos con tu inolvidable amiga la poeta Angélica Arcal, quien sustituyó a Delmira Agustini13 y a María Eugenia Vaz Ferreira14 en los largos recitados de Darío y Neruda o Vallejo.
Entonces el propileo15 fue tuyo. Un proscenio en donde ardía la llama sagrada16, donde no te interesaba ya imaginar las marchas militares y hubieras preferido en vez de Wagner y su Ocaso de los Dioses a un Brahms melancólico (1973, pp. 67-68).
Sobre las paradojas de la escritura de biografías, J. L. Borges comenta en el comienzo del segundo capítulo de Evaristo Carriego: “Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía” (1930, p. 113). A contrapelo de la biografía de Bertha, entonces -o quizás mejor, entre sus restos-, se puede auscultar la de Ángel, quien dedicó su vida al nacionalismo cultural a través de la arquitectura, la historia del arte17 y la docencia y gestión universitarias. Quizás sirva para robustecer la estampa biográfica precedente, una misiva18 muy posterior, del 24 de diciembre de 1954, dirigida a su maestro, el escritor nacionalista Ricardo Rojas19 (San Miguel de Tucumán, 1882 - Buenos Aires, 1957), en donde Guido se autopercibe en estos términos:
Con irregular fortuna he tratado de ser útil a la ciudad donde nací, no importa la ingratitud con que, en ocasiones, fuera estimado mi esfuerzo. Como urbanista proyecté, para Rosario, el primer Plan Regulador del país20; como universitario fui su rector durante tres años21; como arquitecto levanté algunas residencias y edificios en el estilo de América conforme a la doctrina del Maestro de Eurindia22; como historiador del arte americano en el Museo Histórico Provincial de Rosario está presente mi obra de formación euríndica en el arte mestizo de la colonia; finalmente, como artista he sido el creador del Monumento a la Bandera próximo a terminarse23. Pero desde hace algunos años he deseado correr la aventura de escribir una novela sobre mi ciudad24. Aquellas obras dejaban en blanco una página romántica que puntualmente denunciaba su presencia entre los resquicios del oficio técnico o la plástica estética. Romanticismo insobornable aprendido de usted, de su conducta ejemplar de hombre argentino y de artista, mi querido maestro (Instituto de Investigaciones del Museo Casas Ricardo Rojas, Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas, Rosario, 24 de diciembre de 1954) [Carta inédita].
Hal Foster (2017) nos habla de “un impulso de archivo entre cuyos objetivos encontramos el deseo de recuperar historias menores, dejadas de lado por las historiografías oficiales, o volver a leer, mediante otras claves interpretativas, grandes relatos” (Cit. en Cámara, 2022, p. 12). Menores, claro está, en la clave teórica en que Deleuze y Guattari (1978) leyeron la literatura kafkiana como una literatura menor, no porque careciera de importancia o eficacia.
Redescubrimiento de América en el arte (1940) es un compilado de intervenciones y conferencias que cristaliza su labor de investigación sobre el nacionalismo y el americanismo en el arte y la arquitectura durante las décadas del veinte y treinta. Esas conferencias montevideanas configuran textos de madurez que fueron repasados, corregidos y editados: las nociones -el barroco, por caso- fueron discutidas frente a interlocutores variopintos y cinceladas en las aulas de la otrora Universidad de Montevideo y de la Universidad Nacional del Litoral.
En esta comunicación, nos interesa auscultar Redescubrimiento…, desde una perspectiva del contraarchivo, esto es, desde el trabajo de reescritura de relatos históricos que desmontan jerarquías y cánones de relatos hegemónicos (Cámara, 2022, p. 13) para inscribirlos en un debate por un arte y una arquitectura emancipados, preocupación que espoleó a Guido desde su juventud. El ejercicio crítico que aquí proponemos incluye textos inéditos, entre los cuales se destaca la correspondencia que trocó con su referente intelectual, Ricardo Rojas, y la recuperación de textos de historia del arte y de la arquitectura no reeditados, en el marco de una tarea de largo aliento25 que venimos desarrollando desde hace una década, en pos de ampliar los márgenes de lo que entiende como su obra intelectual (Antequera, 2023, 2020a, 2020b, 2020c, 2020d, 2019).
Nos interesa producir los documentos, en el sentido que le imprime Michel De Certeau, “por el hecho de recopilar, transcribir o fotografiar dichos objetos cambiando a la vez su lugar y su condición” (De Certeau, 1985, p. 92). Ese archivo con el que Guido está maniobrando -americanista, fusional entre el legado indígena y el español- se coloca en el centro de una operación en curso, en las artes, que no consiste en transcender la tradicional problemática del coleccionismo, sino en dislocar sus usos (Antelo, 2014), como intentaremos esbozar en estas páginas.
Un obrero de la cultura
En la actualidad se leen más cartas que nunca, según expresa la investigadora Ana Gallego Cuiñas (2016, p. 578). El intenso y extenso intercambio epistolar entre Ángel Guido y Ricardo Rojas -que próximamente publicaremos en su totalidad y que involucra setenta y siete piezas de inestimable valía, en el arco temporal entre 1925 y 1955- funciona, en un sentido amplio, como un laboratorio de ideas (Maíz, 2018) porque sirve para auscultar los sones de un afán intelectual compartido, una confluyente mirada nacionalista sobre el arte. Los une la pasión por Eurindia26, un modo de entender el arte y la arquitectura que hace de la fusión entre el elemento europeo y el legado indígena, su razón de ser y su horizonte de expectativa (Antequera, 2017). Las cartas remiten, además, a las lecturas, las gestas e intereses en común, y traslucen confesiones íntimas. Como dice Guido en una misiva del 5 de enero de 1928: “Téngame, pues, en este sentido, como un celoso velador de sus intereses, motivo que constituye una satisfacción más para mí, por tratarse de usted, a quien tanto admiro”.
En realidad, comparten vínculos ideológicos, pero también afectivos; son cartas de amistad y de admiración de Guido por su maestro Rojas, cuyos motivos nucleares grosso modo incluyen: la urgencia de instaurar a nivel continental el pensamiento americanista que los convocaba y que ellos denominaron euríndico; la concreción de trabajos en común, como por ejemplo la construcción de la casa de Rojas por Guido en la década del veinte y la escenografía de la tragedia Ollantay en la del treinta; las gestiones de Rojas en pos de la obtención de la beca Guggenheim para Guido; el discurrir en torno a un arte emancipado de la copia europea ramplona; las labores concretas, como la participación en concursos, para materializar esos intereses americanistas, entre muchos otros tópicos.
De igual manera, este epistolario podría pensarse como una parafernalia de autorrepresentación: treinta años de diálogo epistolar en donde solo tenemos las misivas escritas por el arquitecto por la voluntad patrimonialista de Rojas, pone sobre la mesa de montaje de la crítica no solo las inquietudes en torno a un arte americano emancipado de Europa (su profundo anhelo intelectual), sino que construye un cómo se quiere ser recordado. Razón por la cual, estos egodocumentos detentan una seducción bifronte. Por un lado, constituyen una escritura que se representa a sí misma y que responde a una pregunta venida del futuro, la del lector por venir y, en este sentido, portan una pulsión de trascendencia: el epistológrafo sabe que su imagen de escritor se cimentará a través de estas cartas y que lo trascenderá. Por eso, no tienen ningún dejo de ingenuidad27. Sin embargo, por otro lado, en los intersticios del trocar se condensan las vicisitudes y las contrariedades del diario vivir28, los pareceres más nimios, las rivalidades y amistades, que suscitan curiosidad en un lector -lectora por caso- fisgón.
Es así que conviene leer en los intersticios de la obra publicada y las cartas -en su doble bascular, ser originadas en lo íntimo y saber que por ser un personaje público en algún momento se van a dar a conocer-, en el entre-lugar de la práctica proyectual concreta y la obra inédita, en los escritos sobre historia del arte y la poesía de juventud, siempre atentos a las lógicas dispares y a las emergencias (Antelo, 2015; Didi Huberman, 2021), esto es, friccionando el contacto entre las piezas documentales. De este modo, contribuimos a la ampliación de los márgenes de lo que se entiende por obra intelectual de Ángel Guido, yendo más allá del librocentrismo.
Ahora bien, cuando Guido profiere sus conferencias en Uruguay entre 1939 y 1940, ya había obtenido, gracias al lobby de su maestro Rojas, la prestigiosa beca Guggenheim, que le permitió viajar a EEUU en 193329, ampliar su base de adhesión al credo nacionalista y obtener un doctorado honoris causa de la Southern California University (1933)30. Sabemos por las cartas que aquel viaje importador y exportador de conocimientos significó un parteaguas en su carrera de arquitecto y un modo de legitimarse, a la vuelta, frente a sus pares argentinos (Antequera, 2020b). Sin dudas, Guido había podido robustecer su prestigio profesional en el país del norte. Si -como expone en una misiva a Rojas del 26 de septiembre de 1931-, EEUU lo inquieta; Uruguay, en cambio, lo entusiasma. No solo porque “la generosa simpatía y la cálida acogida con que mis colegas y amigos del Uruguay recibieron aquellas disertaciones, comprometieron muy seriamente mi reconocimiento” (Guido, 1940, p. 9), sino porque al llegar a Montevideo, la ciudad lo distinguió como visitante ilustre.
Cabe destacar que, con el intendente, el arquitecto Horacio Acosta y Lara (1875-1966), eran ya viejos conocidos y no tenían una mirada en común sobre el arte y la arquitectura. Podemos reconstruir este dato también por una misiva a Rojas del 8 de abril de 1929, con motivo de sustanciarse un concurso organizado por la Unión Panamericana, para emplazar en la ciudad de Santo Domingo31 (República Dominicana) el Monumento a Colón32. El jurado estaba conformado por Acosta y Lara, presidente del tribunal y representante de América Latina; Eliel Saarinen, de Finlandia, por el continente europeo; y Raymond Hood, estadounidense, quien lo hacía por América del Norte (aunque en 1931 fue sustituido, nada más y nada menos que por el arquitecto Frank Lloyd Wright de quien también se ocupa en Redescubrimiento…). Escribe Guido a raíz del concurso con cierto pesar:
Desde hace pocos días, sin embargo, que nada valdrán su admirable bondad, ni el esfuerzo americanista de mi proyecto, dado a la selección del jurado por América Latina, recaída en un arquitecto uruguayo, H. Acosta y Lara, excelente caballero pero con prevenciones para las artes con tendencia americanista y de dedicación comercial en la profesión de Arquitecto, como Empresario de Obras en Montevideo. Los otros dos miembros, un finlandés y un yanqui, naturalmente que poco o nada estarán enterados de las inquietudes de los arquitectos latinoamericanos, ni conozcan sus elementos de inspiración en las formas indias e hispanistas. Fácil es pronosticar, pues, que muy poca suerte le espera a mi trabajo (Instituto de Investigaciones del Museo Casas Ricardo Rojas, Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas, Rosario, 8 de abril de 1929) [Cursivas nuestras].
En dicho certamen, se presentaron 455 anteproyectos de 1926 arquitectos, procedentes de 21 repúblicas americanas. Guido no se equivocó con respecto a su poca suerte: no pudo alzarse con ninguno de los 300 000 dólares destinados para emplazar el monumento. Pero, como le cuenta a Rojas en una misiva posterior, ganó otro premio:
Recibí su muy amable carta y le agradezco efusivamente el envío del artículo de Blanco Fombona sobre el Faro a Colón. Por lo visto, el Concurso fue exclusivamente yanqui y europeo, en espíritu y en obras, y no hubo alusión ninguna a Colón y a América. He tenido ocasión de ver, por fotografías, la mayor parte de los proyectos premiados y fácil es demostrar que pueden ser más alusivos a cualquier prócer europeo que a Colón. Como yo lo presumí se hizo caso omiso de lo único que justifica la grandiosidad de Colón: América.
Pero -como otra vez le dijera- su aplauso vale bien un gran premio. Y ese premio me ha caído en suerte. (Instituto de Investigaciones del Museo Casas Ricardo Rojas, Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas, Rosario, 30 de julio de 1929) [Cursivas nuestras].
Retornemos a Montevideo, “aquella hermosa y hospitalaria ciudad” (Guido, 1940, p. 9), donde los agasajos proliferaban. Al llegar, fue recibido por la Comisión Municipal de Cultura presidida por su amigo Orestes Baroffio, quien ya había auscultado la ciudad capital en su volumen El Espíritu de mi ciudad (1939) y era el director de la revista Mundo uruguayo, destinada para un público masivo de clases medias. También fue invitado por la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República, cuyo Consejo Directivo tampoco se privó de distinguirlo: “Sumamente honroso fue para mí, en efecto, la distinción del Consejo Directivo de la Facultad” (p. 9), profirió. En ese entonces, el rector era el destacado filósofo Carlos Vaz Ferreira (1872-1958). Además, la Sociedad Central de Arquitectos del Uruguay lo nombró como Miembro correspondiente. “Por último -expresó Guido- debo añadir a la lista el nombre de dos amigos: el Ministro de Defensa del Uruguay, arquitecto Alfredo R. Campos y mi ilustre compatriota, el embajador argentino Dr. Roberto Levillier, quienes gentilmente honraron con su presencia -que es cultura y señorío- aquellas disertaciones tan generosamente auspiciadas” (1940, p. 10)33.
Como vemos, esos viajes a Uruguay significaron un reconocimiento a su trayectoria. Dictó dos ciclos de conferencias que motivaron la aparición del volumen en 1940, editado por la Facultad de Ciencias Matemáticas, Físico-químicas y Naturales aplicadas a la industria de la UNL, casa de estudios en donde ejercía la docencia como profesor titular en las cátedras de Arquitectura, Historia de la Arquitectura y Urbanismo. A juzgar por el apartado preliminar de Redescubrimiento…, titulado “Advertencia”, Guido sentía una deuda de gratitud con los colegas uruguayos; esta razón sumada a la necesidad perentoria de claridad conceptual y didáctica (Guido, 1940, p. 9-10) terminaron de definir la publicación del material. El volumen está dedicado a sus amigos uruguayos (p. 10).
En las primeras páginas, se autodefine como un obrero de la cultura (1940, p. 10). Quizás podríamos decir, un obrero de la palabra, porque el libro, decíamos, es tributario de un formato comunicativo que utilizaba habitualmente, las conferencias que, como eventos estructuradores del mundo intelectual de la época (Gómez, 2008), y como género privilegiado de esta escena de interpelación (Aguilar y Siskind, 2002, p. 372) en su mayoría fueron proferidas en ámbitos universitarios y constituyeron una atractiva forma de dar a conocer las ideas. A la sazón, varios de sus libros fueron acuñados originariamente de este modo34.
Como explican Aguilar y Siskind (2002), “los recorridos, los contactos formales e informales, las conferencias, los brindis y las reuniones sociales son los diferentes actos (en el sentido teatral) por los que el viajero debe pasar para lograr sus objetivos” (p. 373). Es así como en esta escena de interpelación se entrecruzan
[…] un cuerpo que atrae las miradas y un discurso que intenta legitimar su propia autoridad, un anfitrión que cede un espacio y un género (la conferencia de ideas) en el que se invierte una expectativa. La confluencia de todos estos elementos le otorga sentido a la palabra del viajero cultural (Aguilar y Siskind, 2002).
En su mayoría, los oradores -habitualmente profesores universitarios o figuras de importante trayectoria intelectual- no recibían estipendio, hecho que mostraba que su interés de participación podía radicar en la propia publicidad y en el prestigio que de allí podrían obtener; la asistencia, por su parte, era gratuita (Gómez, 2008, p. 267).
A partir de la década del 20 y a juzgar por sus publicaciones que consignan que antes fueron disertaciones, Guido fue un prolífico conferencista. Este dato reviste relevancia porque nos conduce a pensar que tuvo un amplio acceso a las instituciones desde donde multiplicó la bibliografía y la prédica nacionalista, llegando a ser junto a Martín Noel (Buenos Aires, 1888-1963), uno de los teóricos más importante del nacionalismo en arquitectura y un exponente destacado de la práctica proyectual del movimiento neocolonial. Ese amplio acceso a las instituciones -académicas, profesionales, culturales, etc.-, por un lado, significó transitar los pasillos universitarios; acceder a las cátedras; crear el espacio curricular de Ornamentación americana desde donde propuso estudiar con entusiasmo -como también surge del epistolario- el Silabario de la decoración americana (1930), libro que Rojas le había dedicado35 y que generó en el arquitecto una impagable deuda de gratitud (Antequera, 2019). Asimismo, logró incidir en los programas de la carrera de Arquitectura, representar a la universidad en coloquios internacionales, llegando a ser rector en el corto período 1948-1950 (Antequera, 2023). La mayoría de estos sucesos en la vida del arquitecto también resuenan en las cartas. De igual modo, fundó la Sociedad de arquitectos de Rosario y dirigió su revista.
Por otro lado, formó parte de la Asociación Cultural El Círculo de la Biblioteca (Fernández, 2010; Armando, 2004) que bregaba por consolidar una idea de Rosario como ciudad pujante y cultural en contraposición a la ciudad fenicia o ciudad portuario-agropecuaria (Fernández 2010; Man, 2019). Fue propulsor de instituciones artísticas y museos36 (Montini, 2008; 2011; 2019); participó del Colegio Libre de Estudios Superiores, esa réplica vernácula de la Escuela de Frankfurt. Otro aspecto que Guido desarrolló fue su preocupación por el urbanismo que se tradujo en la confección de planes reguladores de varias ciudades argentinas como Salta y Rosario.
Sin embargo, más allá del acceso a las instituciones del que se valió para dar a conocer y cimentar su prédica nacionalista, en un poema inédito titulado “Yo quiero ser ya ingeniero”, fechado el 8 de noviembre de 1920, año en que conoció a Bertha, expresa a modo de plegaria quizás su más recóndito deseo: quiere construir puentes, torres, castillos y rascacielos y ser poeta. En uno de sus textos de juventud, en un cuaderno de puño y letra, inédito y sin título, que se conserva en el Archivo del Monumento Nacional a la Bandera expresa:
Señor, Señor, yo quiero ser ya ingeniero Para poner una placa en mi puerta Que diga, austeramente: “Guido Ingeniero - poeta... Se construyen fantásticos puentes Para que pasen debajo estrellas Estupendas torres, tejidas en acero, Capaces de pinchar la luna llena. Castillos y palacios, que si Barba azul entrara en ellos De fijo envidia le diera. Teatros con algo de encantamiento Como las cosas que Scherezada cuenta. Rascacielos que parecen seres De almas gigantescas Diques como dorsos enormes De músculos tallados en piedra. Especialidad: casas para poetas De maravillosas ventanitas azules, Y amorosas chimeneas De cuartitos con alma Y patios que solo en sueños se viera. Se cobra en oro o en preciosas piedras. El ingeniero no reconoce valor ninguno Al papel moneda… Señor, Señor, yo quiero ser ya ingeniero Para poner una placa en mi puerta Que diga austeramente: “Guido Ingeniero - poeta” (Poemario inédito, s/p).
Ingeniero, poeta, arquitecto, conferencista, obrero de la cultura, son modos de la autorrepresentación; aunque Guido detentaba también una fruición por documentar, visiblemente ligado a su cosmopolitismo de maletas (Schwartz, 2002), a ser viajero (Antequera, 2018) y un eximio dibujante. Redescubrimiento…, así como otros de sus libros -pensemos, por ejemplo, en Fusión hispanoindígena en la arquitectura colonial (1925) y La casa del maestro (2020), al que le hemos dedicado sendos estudios críticos (Antequera, 2020a y 2020d)-, está surcado por fotografías, ilustraciones, aguafuertes, apuntes y grabados propios, demostrando su arte y manifestando ese deleite por documentar, que compartía también con otros arquitectos neocoloniales. Explica P. Montini (2019, p. 91):
Su maestría en el dibujo fue indudable, incorporado como una práctica desde el cursado de los estudios secundarios en el Colegio Industrial de la Nación de Rosario fue luego aprendido técnicamente en el desarrollo de sus carreras universitarias llevadas adelante en Córdoba. Además de la elaboración minuciosa, siempre ponderada, de planos, cuadros y proyectos arquitectónicos, con la invención en 1925 de un pantógrafo de perspectivas, este arte se trasladó al campo de la ilustración y el diseño gráfico que fue aplicado como una marca de distinción en la mayoría de sus publicaciones y de algunos compañeros.
En Redescubrimiento… (1940) consigna un retrato de Rojas (p. 16) y otro del crítico de arte suizo, Heinrich Wöllflin (p. 38), dos de sus referentes teóricos; así como también dos aguafuertes, una de la iglesia de Yanaguara (p. 82) y otra, de la iglesia de san Francisco de La Paz (p. 97). Asimismo, son de la partida dos litografías de la catedral mexicana de Santa Prisca de Taxco (p. 216 y p. 235). Ángel disfrutó de esta ciudad, Taxco, famosa por sus joyas de plata y su arquitectura colonial española, en compañía de los pintores Diego Rivera y David Alfaro Siquieros en 1932 (Gibson, 1974, p. 46).
Algunos de esos diseños y fotografías sirven como esbozos (Antelo, 2023b), pre-textos de una composición o croquis de obras futuras (arquitectónicas y de historia del arte). Esa tarea de relevamiento patrimonial que realiza en Redescubrimiento…, junto a la labor de historización y teorización de la vertiente euríndica37 de la arquitectura y del arte se apoya en ese deseo de documentar, pero lo excede. Y nos recuerda a otro momento de su trayectoria. En efecto, luego de haber construido la morada de Rojas en la calle Charcas 2837 (Guido, 2020; Antequera, 2020d), le dice a su referente intelectual que necesita tomar fotografías de la casa, a modo de recuerdo y documento:
Muy estimado y admirado amigo:
Confirmando la conversación telefónica que pudiera hacer en esa con Ud. durante algún día de sol de esta semana irá un fotógrafo para sacar algunas vistas de su casa. Estas serán exclusivamente arquitectónicas por lo que su señora no tendrá que molestarse absolutamente por el amueblado. Repítole amigo mío, que no se publicarán para nada dichas fotografías ya que así es su deseo. Mi intención es tenerla como documentación y además porque resulta ingrato no tener ni el menor recuerdo de una obra que por tantos conceptos es para mí cálidamente apreciada (Instituto de Investigaciones del Museo Casa Ricardo Rojas, Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas, s. p., circa 1929) [Cursivas nuestras].
Decíamos que va más allá de la mera voluntad de documentar porque sin rodeos en Redescubrimiento… se autodefine además como un historiador del arte. Aquí se vislumbra parte de su redescubrimiento propio, su autopercepción, estableciendo una clara diferencia entre el mero exhumador de documentos y el historiador del arte en estos términos:
Se confundió al paciente exhumador del documento histórico de la catedral, del cuadro o de la talla con el historiador del Arte auténtico, oficio intelectual de singular jerarquía y rigurosa especialidad. En una palabra, se reemplazó la verdadera Historia del Arte, por el Catálogo de Arte […] Resultante de todo esto: el Barroco Americano aun indescubierto y considerado como una mala reproducción del Barroco Ibérico (1940, p. 84).
Esta es la tarea que necesita emprender y por eso la escritura de Redescubrimiento... (1940): descubrir el barroco de estas latitudes y despojarlo de explicaciones eurocentristas para, de este modo, redescubrir América. Si para Guido el arte debe ofrecer una dimensión de mito (recordemos que toda intervención cultural de amplio alcance refuncionaliza y arremete con el pasado), podríamos decir que en el libro subyace una tarea de organización cultural (Degiovanni, 2007, p. 14) en torno a una profesión de fe: “mi inquebrantable convicción en la urgente necesidad de redescubrir América para dar a nuestro arte un acento de eternidad” (p. 10), esto es, toda una refundación. Haciendo suyas unas palabras del escritor estadounidense Waldo Frank (1889-1967), quien ya había utilizado ese título para un volumen de 1929, expone:
La sangre de Europa corre en dirección al mar, hacia tierras ignotas. Y el viejo Mediterráneo muere. Desagua su muerte en el Atlántico, nueva indagación del hombre, nuevo mundo sin límites. Allende el simbólico Océano se encuentra una tierra mal nombrada en un principio, mal juzgada y no revelada aún: AMÉRICA (Guido, 1940, p. 5).
América está mal nombrada, indescubierta. Es en este sentido entonces que Guido tiene una clara conciencia de estar construyendo un archivo. En efecto, su labor no es, como apuntábamos más arriba, la mera exhumación (de manuscritos y obras perdidos o vedados a la circulación, del cuadro, de la talla), sino la generación de articulaciones, “la reconstrucción de un mapa cuyas conexiones permanecían al menos borrosas en los hábitos usuales para el estudio de la materia en cuestión” (Goldchuck y Ennis, 2021, p. 10) o, lo que es lo mismo, la lectura y organización material y simbólica de la memoria del barroco americano: el oficio del historiador del arte. El proyecto es, en realidad, el proceso.
Redescubrimiento de América en el arte o el maravilloso misterio de Eurindia
Del abad de Fiore: que lo nuevo no llega nunca a través de la destrucción de lo viejo, porque la edad que llega no anula la que pasa, sino que realiza la figura en ella contenida. Y que las edades del mundo se suceden como la hierba, el tallo y la espiga. (G. Agamben, 2023, p. 47)
Volvamos a las cartas de puño y letra. En ellas, las frases pueden ser víctimas del despojo de la tachadura, del reacomodamiento o de la exclusión sin más, declarando así su provisoriedad. En las cartas de Guido a Rojas, en cambio, la escritura irradia certidumbre: sin marcas de errores ortotipográficos, la caligrafía es segura. Podemos inferir además de su dinámica epistolar que, en este sentido, no hay una poética del borrador. Tampoco hay gradaciones entre las informaciones que vierte: no hay notas al pie, no hay llamadas ni asteriscos. Un croquis, un texto ensayístico que acompaña el envío y/o una ilustración explicativa38 son, en ocasiones, los anexos. Las misivas que conforman el corpus epistolar discurren por diversos tópicos, como comentábamos más arriba; sin embargo, el concepto de Eurindia tiene un lugar preponderante que comparte con Redescubrimiento...y con otros textos. En una carta del 3 de octubre de 1925, por ejemplo, Guido le escribe al “príncipe de las letras argentinas”:
He recibido su gentilísima esquela en la que muy bondadosamente elogia Ud. mi obra Fusión hispanoindígena en la arquitectura colonial. Le agradezco de corazón. Todos los esfuerzos realizados durante mis años de investigación sobre el maravilloso misterio de Eurindia en nuestra arquitectura, tuvo para mí, el más alto estímulo: su aprobación de maestro y el haber sido motivo para merecer su franca y cordial amistad (Instituto de Investigaciones del Museo Casas Ricardo Rojas, Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas, Rosario, 3 de octubre de 1925) [Cursivas nuestras].
Ya en Fusión hispanoindígena en la arquitectura colonial (1925) había planteado dos cuestiones que, hilvanadas, serán centrales en su toma de partido por la fusión: por una parte, expone la perentoriedad -urgencia es el término preciso que utiliza- de ordenar el caos reinante, es decir, siente la premura de asir lo disperso. Por otra parte, la fuerza que tiende hacia la unidad tiene raíces en la propia tierra, es decir, sostiene que la fuente es América (1925, p. 24). De esta manera, Guido postula el problema en términos de un conjunto de fuerzas en acción que, aunque invisibles, operan en esa descomposición que debe ser repuesta en un proceso fusional entre la técnica europea y la fuerza telúrica del elemento precolombino que no es un fósil arrumbado ni una pieza muerta. El resultado de esa fusión es Eurindia. O mejor, una Eurindiolatría que vendría a exponer la reunión de la dispersión (lo arcóntico, el principio del archivo), la unidad. En ese pasaje de lo disperso a lo abigarrado, vía lo fusional, Rojas y Guido con Eurindia están definiendo el pasaje de la arquitectura al archivo (de lo caótico a la unidad) y, en última instancia, están definiendo la nación (americana) al intentar modular una respuesta al interrogante de cómo producir un discurso (arquitectónico, histórico, artístico) nacional y americano en un contexto de extrema heterogeneidad.
Ahora bien, el resultado de ese proceso fusional fue manifestado a través de este neologismo acuñado por Rojas en su libro homónimo de 1924, que opera como una herramienta teórica para explicar el proceso transculturador en arquitectura y escultura, acontecido en Latinoamérica tanto en los siglos XVII y XVIII (y aquí se añade el adjetivo arqueológico), como en el presente de la enunciación (Eurindia viva). Además, esta noción funciona como una proyección mitopoiética o relato fundacional y, anclado en el por-venir, como un horizonte de expectativa (Antequera, 2020a). Esta novedosa forma de entender la transculturación permea la concreción de una nueva edad de oro y acrisola una lectura singular sobre el arte y la arquitectura americanos: más aún, ese trabajo de reescritura de relatos históricos que renuevan jerarquías al desplegar la noción performativa de fusión -que fue tejiendo más sistemáticamente a partir del volumen Fusión hispanoindígena… (Antequera, 2020)- y que implica el maridaje entre el sustrato indígena y el elemento europeo, lo convierte a Guido en un contraarchivista.
En efecto, Guido archiviza cual arconte porque autor y arconte tienen, como ya explicó Gayatri Spivak (2010, p. 208) autoridad equiparable (Antelo, 2014). Si como expresa R. Antelo (2014) “la archivización, quizás más de que el propio archivo, podría ser definida como la función de preservar las imágenes de valor sagrado para una cultura” (traducción nuestra)39, ese archivo barroco con el que Guido está maniobrando (el Aleijadinho, por caso) se coloca en el centro de una operación en curso que disloca sus usos. Su pensamiento migra a través de los formatos y su búsqueda hace foco en la reviviscencia del arte, entendida no como exhumación de valores muertos sino como exaltación de valores vivos, siempre grávidos de humus telúrico y de lo recónditamente humano de América (p. 11). Para ilustrarlo, tomemos el siguiente ejemplo:
Ya demostré en otra ocasión, como en el demasiado olvidado siglo XVIII se cumplió un verdadero proceso estético rebelde contra el arte de la metrópoli. En mi trabajo: El espíritu de la emancipación americana en dos artistas criollos -trabajo leído desde esta honrosa tribuna en el año 1931- demostré arqueológicamente aquel proceso indicado. Señalé, entonces, ampliamente cómo elementos de la fauna y la flora indígenas, desplazaron las unidades decorativas barrocas europeas. El sol, la luna y la concepción sideral del cosmos incaico, se introducen heréticamente en los frontispicios de las iglesias católicas. Las indiátides reemplazan las cariátides europeas.
Un pathos indio40 campea en los enjoyados frontispicios del setecientos. Mas, este alzamiento estético no se conforma con invadir la zona del antiguo Tahuantisuyu o del legendario Anahuac. Reacciona contra la misma España (Guido, 1930, p. 23).
De condición anacrónica y herética, Eurindia arqueológica es el corolario de la transfiguración del barroco hispano en América, debido a la intervención del artista indio o mestizo (1940, p. 83). “Sea por la intervención del indio o mestizo -consecuencia espiritual del paisaje- o bien por la intervención de artistas geniales, hijos del país -como el brasilero Aleijadinho, el trágico artista de Minas Gerais- el Barroco de América adquirió una personalidad singular [en el siglo XVIII], la que comenzamos a descubrir” (1940, pp. 84-85). Rebeldía e insumisión contra la metrópolis se plasman en el barroco.
“El Barroco Americano fue considerado como una importación española o portuguesa, simple y llana. Es decir, como un natural trasplante europeo, sin intervención alguna del nuevo clima físico y espiritual de la nueva tierra en la cual arraigaba” (1940, p. 84), explicó en Uruguay. La razón de este error residiría en “la ausencia de investigaciones serias, científicas, hasta arqueológicas. No se hizo verdadera investigación histórico-artística, sino, más bien, literatura histórica del Arte, que es fundamentalmente distinto” (p. 84).
Estructura y propósito del volumen
Redescubrimiento de América en el arte (Guido, 1940) está dividido en tres partes: Ideología, Método y Realizaciones. A su vez, cada uno de los capítulos está dedicado a una personalidad uruguaya, todos contemporáneos del arquitecto, algunos de los cuales fueron asistentes en las conferencias proferidas: nos referimos, por ejemplo, a los políticos Armando Acosta y Lara (1920-1972) y a su amigo, el ya citado Orestes Baroffio (1879-1963), los arquitectos Juan Giuria (1880-1957), Horacio Costa y Lara, Daniel Rocco (1885-1960) y Mauricio Cravotto; el pintor José Cúneo (1887-1977), cuya obra se caracteriza por pintar paisajes del campo uruguayo; y el escritor Francisco Mazzoni (1883-1978), historiador, periodista, músico, docente uruguayo y coleccionista de objetos de la época colonial y prehispánica41, pasión que compartía con el arquitecto.
Quizás convendría realizar una reconstrucción de esas veladas. “América frente a Europa en el arte” (cap. 1) conforma la primera parte del libro. La conferencia fue pronunciada en el acto de inauguración de los cursos universitarios de la UNL, el 21 de marzo de 1936, y estuvo dedicada al presidente de la Comisión Municipal de Cultura de Montevideo, O. Baroffio. La segunda parte comprende el capítulo 2, denominado: “La filosofía del arte en la actualidad. Wöllflin, Worringer, Dvorak, Pinder. Aplicación de sus teorías a temas americanos”. Esta disertación, que condensa sus figuras tutelares, tuvo lugar en el Salón de Actos de la Escuela de Arquitectura de la otrora Universidad de Montevideo, el 31 de agosto de 1939, bajo los auspicios de la Facultad de Arquitectura. Guido se la dedicó a Alfredo R. Campos (1880-1970), militar, historiador, escritor y arquitecto uruguayo.
La tercera parte del volumen, que contiene las realizaciones concretas de la teoría, cuenta con dos subdivisiones: “Eurindia arqueológica” (que incluye los capítulos 3 y 4) y “Eurindia viva” (del capítulo 5 al 10) porque: “En este momento en que os hablo, existe ya un grupo de artistas americanos conjurados en hacer efectiva esta reconquista americana del arte, esa suerte de redescubrimiento de América como la calificara Waldo Frank” (1940, p. 19). En este sentido, la disposición de estos capítulos es la siguiente: “Arqueología y estética de la arquitectura criolla”42, una conferencia dictada el 30 de agosto de 1939 para el Instituto de Arqueología americana de la Escuela de Arquitectura en Montevideo y cuya presentación estuvo a cargo del Prof. Adjunto de Historia de la Arquitectura, Román Berro (cap. 3). Por su parte, “El espíritu de la emancipación en dos artistas americanos”43 (cap. 4) fue pronunciada en la Sala Magna de la Universidad Nacional del Litoral el 19 de noviembre de 1931 en el marco del Instituto Social de esa casa de estudios.
“Rehumanización del Arte” (cap. 5) fue un artículo publicado en el periódico La prensa de Buenos Aires, el 27 de diciembre de 1936, única contribución de esta naturaleza en el libro, dedicado al arquitecto Eugenio Baroffio. La presentación de “La pintura de nuestro tiempo. El drama de la actual pintura europea” tuvo lugar en la sala Magna de la Universidad de Montevideo el 29 de agosto de 1939 y constituye el capítulo 644. “El paisaje en el arte de América” es el capítulo 745; “Diego Rivera. Los dos Diegos”46 fue una conferencia pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo el 17 de mayo de 1940, bajo los auspicios de la Comisión Municipal de Cultura (cap. 8) y, por último, cierran el volumen “Radiografía del rascacielo”47 (cap. 9) y “Urbanización del norte argentino”48 (cap. 10), el más breve de los ensayos. Los dos ciclos de conferencias montevideanas que hemos reconstruido fueron auspiciados por la Facultad de Arquitectura y la Comisión Municipal de Cultura.
En su conjunto, el libro encarna el propósito de alertar contra la peligrosidad del rearqueologismo, del refolklorismo; la necesidad es claridad conceptual, explicativa (1940, p. 12) y didáctica. Quizás por el carácter compilatorio del volumen, muestra las diversas inflexiones de su ideología nacionalista y manifiesta también aspectos multiformes del problema de la emancipación del arte. Discurriendo ya sea en torno a la pintura, al problema de la urbanización del norte argentino, o al escultor Aleijadinho que tanto interés le generaba, entre otros, ofrece en cada conferencia-ensayo una dimensión del mito que persigue (1940, p. 11), en pos de un sinfónico49 renacimiento estético limpiamente americano (1940, p. 13). Curioso resulta que ya le había pedido explícitamente a Rojas que fuera ese maestro de orquesta, quien unificara y dirigiera la sinfonía nacionalista, como reza una carta fechada el 18 de enero de 1933 desde Los Ángeles:
Ahora bien, como su obra es conocida en toda América ¿no cree Ud. que sería eficaz, la publicación de una gran revista panamericana, editada en Buenos Aires bajo su dirección? Vaya esto como sugestión; pero creo yo, que falta un nexo de unión de todos los artistas americanos de orientación regionalista. Falta un maestro que haga sinfónico. este movimiento todavía disperso y nadie más que Ud. para ayudarnos. (Instituto de Investigaciones del Museo Casas Ricardo Rojas, Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas, Rosario, 18 de enero de 1933).
Como vemos, Guido quiere que Rojas sea ese director de orquesta sinfónica de las diversas inflexiones del nacionalismo para evitar de este modo, la dispersión50. De alguna manera, también en este punto se puede vislumbrar que está bregando por ese pasaje de lo arquitectónico al archivo, de lo arquitectónico a lo arqui-textual de reconstrucción de la diseminación (Antelo, 2008-2009, p. 13). Es decir, Guido también quiere ordenar la dispersión dentro de aquello que denomina movimiento colonial o artistas americanos de orientación regionalista. Rojas es su brújula; el arte, “antena de los pueblos”, no es sino el mejor mecanismo para comprender el mundo y construir su historia. Por eso, un arte americano emancipado, un arte liberado del cosmopolitismo y de la copia ramplona51, la arquitectura criolla, son, entre otras, las temáticas recurrentes a lo largo de Redescubrimiento..., y también en sus intervenciones públicas, en sus clases en la universidad, en su epistolario inédito a Ricardo Rojas. Su vida está supeditada a estos objetivos. Entonces, si leemos la plétora de pensamientos que irradian este epistolario al abrigo de los textos historia del arte, podemos concluir en que ambos coinciden en poner de relieve cuestiones centrales para el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX. Recapitulando, las proposiciones teóricas apuntan a que:
La verdadera arquitectura no es arte personal, ni de grupos, ni aun de escuelas. La arquitectura es arte social, por antonomasia. La historia nos muestra cómo la arquitectura y la música son en todo momento, las antenas más sensibles colectoras de las actividades espirituales y materiales de los pueblos [...] Es hora ya de terminar con nuestra actitud, resueltamente simiesca, al imitar todo gesto de las artes extranjeras. Es el momento de comprender, que necesitamos de doctrinas que encaucen de una vez, nuestras actividades estéticas en un sentido orgánico, y lo decimos hoy, casualmente, ya que vemos con amargura, como después de una sistemática imitación de los luises, caemos en otra imitación, también sistemática, de los estilos modernos franceses, alemanes, italianos, etc. (Guido, 1930).
En relación a la arquitectura, además de despreciar la copia, se sitúa en las antípodas del maquinismo lecorbusierano: uno de los problemas con Le Corbusier reside en el homo economicus, que lanza a la máquina como el mito del arte nuevo52 (Guido, 1940, p. 31). Sin embargo, Guido no desdeña la técnica ni los avances tecnológicos para sedimentar una estética fusional ni para proyectar obras arquitectónicas cuyo lenguaje hace del ornamento el vehículo de la memoria, en la vereda de enfrente del funcionalismo de Jeanneret. En este sentido, al describir el problema central de su tiempo como “el imperio de la máquina” (Guido, 1937, pp. 116-117), critica el arte de factoría, aquel que no sabe expresarse en su propia voz americana (Guido, 1930, pp. 30-31), pero defiende la rehumanización, la segunda reconquista americana en el arte. Dice Guido (1940):
¿No son, acaso, jalones -aunque imprecisos aún- de esta segunda reconquista: la moderna pintura popular de los jóvenes afresquisitas mexicanos; los rascacielos gigantes de Norte América; Don Segundo Sombra de nuestro Guiraldes; La vorágine, del colombiano Rivera; Doña Bárbara, del venezolano Gallegos; la generalización de la música criolla; la invasión de las grandes metrópolis, por el cancionero vernacular? (pp. 35-36).
Esta es la perspectiva teórica cultivada que lo llevó a las tierras uruguayas y con la que abre el volumen. Sintomático resulta a su vez el primer dibujo de la publicación, como no podía ser de otro modo, a mano alzada, nos presente el rostro de Ricardo Rojas.
Redescubrimiento…, un ensayo definitivo
En uno de sus primeros textos titulado “El pozo de Babel” (1966), un joven Giorgio Agamben explica que el conjunto de su producción podría ser pensado como una serie de prolegómenos de una obra futura: en rigor, todo texto abandonado contendría in nuce las posibilidades de los textos futuros, y el escritor se encontraría siempre escribiendo el mismo texto53. En su reciente Lo que he visto, oído y aprendido… (2023), vuelve sobre esta idea y nos regala una imagen de su infancia, a partir de un escrito infantil que lo conduce a la siguiente reflexión: “¿Cómo había podido la mano vacilante de un niño de 8 o 9 años fijar con tanta precisión el nudo más íntimo e intrincado del que todos mis futuros libros -los suyos- no representaban sino su lento y laborioso desarrollo?” (p. 73). Redescubrimiento... (1940) vendría a constatar esta presunción agambeniana. Al pensar el conjunto de su obra, se puede observar que su escritura despliega ciertos temas (arte emancipado, Eurindia, por ejemplo) de uno y otro modo, apelando a la reescritura de textos más antiguos, incoando con más fuerza -o con otra entonación- las mismas ideas que fue madurando. Sin embargo, coincidimos con Antelo (2007, p. 50-51) cuando expresa que Redescubrimiento… (1940) es su ensayo definitivo, a partir del cual el poeta cubano José Lezama Lima tomaría no solamente el análisis de la obra diaspórica del Aleijadinho, sino también el concepto clave para su teoría acerca de la expresión americana, el concepto de contraconquista que, con sus correlatos de reconquista y cruzada, venían siendo elaborados por Guido desde 193154. Estas preocupaciones migran a través de los diversos formatos textuales, incluyendo sus opiniones vertidas en La Prensa en la década del 30, su volumen Eurindia en la arquitectura americana (1930), entre otros.
Redescubrimiento…(1940) quiere ofrecer una dimensión de mito euríndico en la obra de arte, pero además quiere hablar de valores vivos, porque Eurindia55, no lo olvidemos, está viva. En efecto, en el volumen se retoma la distinción -ya analizada- entre Eurindia arqueológica y Eurindia viva: ambas caracterizaciones establecen una filigrana, acometen los huecos de un registro para convocar la obliteración y la astucia del deslinde en el otro. Son las realizaciones de la teoría. La primera remite al:
[…] arte resultante de aquel primer connubio de lo indio y lo europeo, el arte indoespañol o hispanoindígena del siglo XVIII en el que viene trabajando desde la década del veinte […] Es el arte, en una palabra, de los criollos y mestizos, que gestaron el clima espiritual de nuestra independencia (Guido, 1940, p. 13).
Eurindia viva, por su parte, es:
[…] la actualísima, la que corresponde a las presentes y futuras generaciones de artistas jóvenes en América. Formarán, a buen seguro, las nuevas legiones de pioneers y bandeirantes, lanzados a la gran aventura de redescubrir hombres, bosques, montañas, pampas, desde el generoso valle mexicano y el caliente trópico yucateco hasta la frígida Patagonia argentina. Desde otro flanco, ya los americanos del norte han creado un ejemplo singular de esta Eurindia viva: los gallardos Rascacielos, que emergen del Manhattan con un gesto no europeo por cierto. Y los mexicanos tienen también la Pintura mural y social, otro ejemplo magnífico de esta soñada Eurindia viva de América. Por esta causa dediqué a cada una de aquellas admirables realizaciones euríndicas, sendos trabajos insertos en esta obra (Guido, 1940, p. 13).
A esta ristra de elementos heteróclitos y disímiles, los rascacielos (a los que siempre añade el expresivo adjetivo gallardos), la pintura del muralismo, habría que yuxtaponer otras expresiones de Eurindia viva: las casas-manifiesto del neocolonial que ya había construido en la década del veinte (la casa Fracassi en Rosario, la casa de Rojas, hoy Museo Casa Ricardo Rojas en la capital, entre otras).
Unas palabras del ensayista franquista Benjamín Jarnés56 -citadas por Guido (1930)- quizás puedan contribuir a desentrañar qué entiende por Eurindia viva: “Una mano asida a lo nativo, a lo autóctono, y la otra sujeta al alado corcel del futuro. Tal es nuestra actitud. Tal la posición espiritual que aconsejamos. Tal nuestra profesión de fe”. Sin embargo, esta particular acepción no imprime una mirada estrábica -al modo como David Viñas (1964) describe, por ejemplo, al romanticismo decimonónico, de Esteban Echeverría- ni tampoco una mirada anticuaria que repara en fósiles arrumbados (no olvidemos que, como dice Rancière, “Escribir es ver, convertirse en ojo, poner las cosas en el puro medio de su visión, es decir, en el puro medio de su idea”, p. 139), sino que comprende una traza que hace de la fusión entre ambos elementos -Europa y las Indias- un nuevo estadio del arte. En efecto, las fuerzas que operan -que en principio son dos, el elemento europeo y el indígena-, tienen una síntesis sin fisuras entre tiempos heterogéneos, la fusión. O, para decirlo en otros términos, con esta exhumación-fundación de una palabra arcaica como Eurindia -en última instancia un anacronismo- Guido instala una vieja/nueva dimensión del mito. Y he aquí otro gesto contraarchivístico: instalar una heterocronía que es en simultáneo heterotopía.