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vol.28 número48Puentes para pensar lo internacional en los albores del siglo XX: la Revista Argentina de Ciencia Política y la Revista de Historia, Derecho y LetrasMario Rapoport y colaboradores, Historia oral de la política exterior argentina (1966-2016), Buenos Aires, Editorial Octubre, 2016, 912 páginas. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Ciclos en la historia, la economía y la sociedad

versión On-line ISSN 1851-3735

Ciclos hist. econ. soc. vol.28 no.48 Buenos Aires jun. 2017

 

ARTICULOS

El  debate  sobre  la  “paz  democrática” Ambigüedades, ilusiones y realidades

The debate  about “the democratic peace”. Ambiguities, illusions and realities

 

Cristian Buchrucker*

* Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Cuyo.


Resumen

La teoría de la paz democrática no presenta un mecanismo claro para entender cómo es que los países democráticos producen políticas negociadoras cuando tienen desacuerdos con otras democracias. Esta extraña carencia es universalmente deplorada, y plantea una cuestión fundamental: ¿en qué sentido son democráticos los procesos a través de los cuales un Estado contemporáneo decide realizar guerras y políticas coactivas?  Parece que en ningún sentido riguroso. Desde la mitad del siglo XX en adelante la capacidad de la opinión pública y de los parlamentos para ejercer influencia preponderante en este tema viene cayendo de manera alarmante. Una creciente delegación y usurpación de atribuciones ha ido concentrando el poder de decidir al respecto en un muy estrecho círculo encabezado por presidentes y primeros ministros que son asesorado por unos pocos burócratas y tecnócratas, militares y civiles. Sólo un miembro de ese círculo surge del sufragio. Si el factor democracia tuviese tanto peso como la teoría le asigna, debería existir evidencia de que la política exterior de los Estados en cuestión se encuentra bajo el eficaz control de las no elites, es decir de la enorme mayoría de los ciudadanos. Ningún estudioso serio de la política internacional se atrevería a decir que esa evidencia existe. Utilizando una definición muy minimalista de democracia podría postularse una generalización histórica de paz democrática diádica, pero el aporte que ha realizado al debate sobre las causas de la guerra y la paz ha sido muy modesto: ese tipo de sistema político, unido a otras afinidades culturales, puede servir como un  condicionamiento que facilita la comprensión y de ese modo la negociación entre dos bandos. Aunque las diferencias institucionales no parecen haber sido, por sí mismas, un factor belicista en la historia contemporánea.

Palabras clave: paz, democracia, Estado, guerra.

Abstract

The democratic peace theory doesn’t provide a clear mechanism showing how democratic countries produce policies of negotiation when they have differences with other democracies. This strange deficit is universally deplored. So there remains a basic question: in what sense are democratic the processes through which contemporary states decide to start wars and coercitive policies? It seems that in no precise sense. Since the middle of the 20th century the capacity of public opinion and parliaments to influence to  a preponderant extent this matter has been decreasing in an alarming way. A growing delegation and usurpation of powers has been concentrating the authority to decide these things in a very small cycle led by presidents and prime ministers, who are advised by a handful of  military and civilian bureaucrats and technocrats. Just one member of this group has a basis in elections. If the democracy factor had the important weight the theory claims, we should have evidence that the foreign policies of those states is effectively controlled by the non elites, that is, the vast majority of the citizenry. No serious student of international politics would dare to say that such evidence exists. Using a very minimalist definition of democracy, a historical generalization of dyadic democratic peace could be proposed, but the contribution it has made to the debate of the causes of war and peace has been very modest, namely, that the type of political system, together with other cultural affinities, can be useful as a conditioning factor to facilitate negotiations and understanding between two opposing sides. But it does not seem that institutional differences by themselves have been a war producing factor in contemporary history.

Keywords: peace, democracy, state, war.


 

Introducción

 

Este trabajo ofrece una síntesis de algunos resultados provisorios y parciales de una investigación más amplia comenzada en 2016. En el presente artículo me limitaré a revisar esos resultados en el marco de seis cuestiones que giran en torno a las conexiones entre la paz, la democracia, y la guerra, probablemente significativas para la historia de los últimos 200 años. Se trata de las siguientes:

·        ¿Cuál es el estado actual de la tan difundida “teoría de la paz democrática” (TPD)?

·        ¿Debería ampliarse el universo de los casos de violencia organizada más allá de una lista de las guerras clásicas?

·        ¿Cuál es el mecanismo específico que explicaría cómo se producen las políticas exteriores pacíficas que la TPD atribuye a las democracias?

·        ¿Es transparente y riguroso el concepto de democracia utilizado por quienes propugnan la TPD?

·        ¿Existen otras explicaciones mejor fundadas de la política exterior de los Estados, sea pacífica o belicista, más allá del carácter democrático o no democrático de los sistemas políticos?

·   ¿Tiene la TPD alguna conexión con la tradicional y crucial polémica sobre el tema de la guerra justa?

 

Las secciones siguientes desarrollan una revisión crítica de esos interrogantes, partiendo del estado actual de las investigaciones pertinentes. Finalmente se elabora una respuesta provisoria a la pregunta integradora acerca del saldo que deja el debate en torno a la “paz democrática”.

 

 

La teoría de la paz democrática

 

El origen de la teoría de la paz democrática se remonta a dos figuras muy importantes de la Ilustración : el británico Thomas Paine  y el alemán Immanuel Kant. Pero estos precursores no podían fundamentar sus generalizaciones políticas y sociológicas con una amplia lista de casos históricos, dado que desde el fin de la antigua democracia ateniense hasta la época en que ellos vivieron no existieron grandes y duraderos Estados democráticos en el escenario internacional. Las escasas repúblicas que de vez en cuando aparecían, solían tener períodos oligárquicos prolongados y sólo efímeras experiencias democráticas. En el siglo XVIII las democracias sólo perduraban como venerables memorias y planteamientos teóricos.

Mucho tiempo después, en un ensayo de 1939, el periodista Clarence Sreit reunió alguna evidencia empírica acerca de una posible paz democrática. La veía prefigurada por las relaciones pacíficas que desde el siglo XIX reinaban entre los países del Commonwealth británico y Estados Unidos. Con el famoso discurso de Winston Churchill sobre la cortina de Hierro (1946) esta interpretación de la historia se convertiría en un proyecto político concreto, una  especie de diarquía mundial gobernada desde Londres y Washington. Pero eso no fue una promesa de paz, sino el anuncio y  la primera organización de la Guerra Fría. En el plano académico, el clásico e influyente estudio de Quincy Wright (1942) no se inscribió en el optimismo y la perspectiva no precisamente pluralista de esa visión, que en realidad era una “paz anglosajona”.[1]

Muy distinta era la situación en la segunda mitad del siglo XX. Estados Unidos se había convertido en la principal potencia victoriosa de las dos guerras mundiales y el número de países (aparentemente) democráticos crecía paso a paso, con solo contados retrocesos en regiones de la periferia del poder mundial. Ahora los defensores de la TPD basaban sus afirmaciones en datos estadísticos relativos a varias decenas de países y conflictos armados distribuidos en dos centurias y a escala global. Transcurrido más de medio siglo de su formulación moderna por el sociólogo norteamericano Dean Babst (1964 y 1972), al principio con escasa repercusión en el gran mundo académico, la TPD   ha tenido un notable desarrollo. A partir de los años 90 algunos de los adherentes más entusiastas no vacilaron en asignarle el supremo mérito de ser lo más parecido a una verdadera ley que tenemos en las ciencias sociales.

Esto no quiere decir que se pueda actualmente mantener la tesis de que las democracias siempre han sido más pacíficas, sea cual sea la forma de gobierno de los otros Estados con los que se relacionan. En cambio han tenido mejor acogida trabajos importantes que sostienen la más restrictiva TPDD (teoría de la paz democrática diádica). Y algo más prudente que hablar de  ley, sería referirse a una regularidad o generalización histórica[2]. Por eso aquí hablaré de la GHPDD (generalización histórica de la paz democrática diádica). Se la puede formular en estos términos: Las democracias nunca -o al menos muy infrecuentemente- guerrean entre sí. En esta posición se destacan Susan Peterson (1996), James Ray (1995 y 2001), John Owen (1997),  Daniel Geller y  David Singer (1998), y muy particularmente  Spencer Weart (1998 y 2001). Pero estos autores se encuentran desafiados por críticos que mencionan un número no despreciable de casos históricos que no encajan en la misma y plantean además serias objeciones metodológicas. Cabe mencionar aquí los trabajos de Joanne Gowa (1999), Anna Geis, Lothar Brock  y Harald Müller (2006), John Mueller, Erik Gartzke y Abdulahi Osman (en Hook 2010) y sobre todo el ataque frontal de Michael Haas (2014). En suma: no existe un consenso y la realidad de la paz democrática continúa siendo un asunto intensamente debatido.

En algunos casos también se ha planteado una segunda regularidad, quizá de alguna manera conectada con la anterior, que de ser cierta convertiría al sistema político democrático en una garantía doméstica aún más firme de la estabilidad internacional. Nils Gleditsch (1992) y James Ray (1995) han sostenido que los iniciadores de una guerra sólo en escasas ocasiones habrían sido no democráticos. Pero esta generalización de la democracia no agresiva (GDNA) es completamente insostenible a la luz de la abundante evidencia empírica disponible que demuestra que las democracias han iniciado acciones bélicas, sin que ninguna agresión las haya “forzado a defenderse”. Basta recordar en este contexto el ataque de Francia, Inglaterra e Israel contra Egipto en 1956, la guerra estadounidense en Vietnam, la invasión de Irak en 2003 y el rol de las grandes potencias occidentales en las guerras civiles de Libia y Siria de la actual década. Viendo además las sanciones económicas y operaciones encubiertas contra Irán que comenzaron en 1980 y continúan hasta la actualidad, puede decirse que la política coactiva de Estados Unidos responde a una pauta de iniciar hostilidades por libre elección (wars of choice). Pauta que merece el calificativo de histórica y tradicional, puesto que ya lleva medio siglo.[3]

 

La democracia y las políticas coactivas

 

¿Qué sucede si en vez de las clásicas guerras (que suelen definirse como tales recién a partir de los “mil muertos”) se incluyen en el universo de casos interesantes diversas formas de violencia organizada, también muy relevante para entender la conflictividad internacional? Me refiero aquí a presiones, amenazas, intervenciones clandestinas con una mezcla de acciones armadas, medidas económicas y campañas de propaganda, las que implican todas diversos grados de coacción, daño y sufrimiento. En ese caso, la generación de políticas exteriores coactivas por parte de al menos algunos sistemas políticos democráticos ha sido -y sigue siendo- un hecho relativamente frecuente. Lo cual resulta  preocupante y oscurece el escenario optimista que despliegan los teóricos de la GHPDD para el siglo XXI.

Conviene comenzar la revisión crítica de estas desviaciones con la observación de que  mencionar numerosas guerras en las que parecerían abundar Estados catalogados como democráticos -como lo hace Weart (1998)- me parece algo inaceptable. Reconozcamos que antes de mediados del siglo XIX no existían democracias reales en ninguna parte, razón por la cual no podían guerrear con nadie. Volveremos sobre el tema más adelante, pero con esa constatación el universo de casos a estudiar se ubica según el mencionado criterio cronológico. Como especialmente relevantes creo que deben mencionarse los siguientes conflictos diádicos:

 

-        la destrucción del primer gobierno independiente de Filipinas por parte de EE.UU. (1898-1901);

-        la segunda guerra anglo-bóer (1899-1902);

-        el intento de represión de los independentistas irlandeses por parte de Gran Bretaña (1919-1921);

-        similar intento de Francia contra el Vietminh en Indochina (1946-1954);

-        la primera guerra entre India y Pakistán por el territorio de Cachemira (1947-48);

-        la intervención de EE.UU. y Gran Bretaña en la crisis política de Irán (1953);

-        la represión de los independentistas de Guayana Británica (1953);

-        la intervención de EE.UU. en Guatemala (1954);

-        la intervención de EE.UU. en Santo Domingo (1965),

-        la intervención de EE.UU. en la política interior de Chile (1970-73);

-        la participación de EE.UU. en el conflicto interno de Nicaragua (1981-89),

-        la intervención de India en Sri Lanka (1987);

-        la invasión turca de Chipre (1974);

-        la intervención de Turquía en el Kurdistán iraquí (2007).[4]

 

De estos catorce conflictos, que no pretenden ser una lista completa, once ocurrieron después de la Segunda Guerra Mundial , cuando se produjeron dos cambios importantes: por un lado un consenso mundial -al menos formal, retórico- en torno a la condena internacional de las políticas basadas en la fuerza; y por el otro la promulgación del paradigma de los Derechos Humanos por parte de la ONU. En ninguna de estas díadas puede afirmarse que los gobiernos que combatieron no tuviesen al menos un apoyo popular mayoritario, o claramente más amplio que el de cualquier otra organización o partido en los países involucrados. También resulta llamativo, debilitando la hipótesis de la GHPDD , que no solo democracias relativamente jóvenes como Turquía e India se hayan involucrado en conflictos armados que no pueden catalogarse como de legítima defensa, sino que figuran como frecuentes agresores democracias “viejas”, consideradas por muchos autores cargados de prejuicios como “estables y mesuradas” (Gran Bretaña, Inglaterra y Francia en nada menos que diez casos).

 

 

¿Elitismo y liberalismo económico como requisitos indispensables para la paz democrática?

 

La GHPDD no presenta un mecanismo claro que permita entender cómo es que los países democráticos producen políticas no coactivas cuando tienen desacuerdos con otras democracias. Esta extraña carencia es universalmente deplorada (ver Hook 2010 y Haas 2014). En algunos casos se atribuye mucha importancia al supuesto efecto moderador que la división clásica en tres poderes podría tener sobre el titular del Ejecutivo y los altos mandos militares, cuando estos últimos podrían manifestarse demasiado inclinados a las soluciones violentas. Otras veces la opinión pública de una democracia -supuestamente siempre opuesta a que se mande “a los muchachos” a la muerte- tendría esa capacidad pacificadora. ¿Pero está comprobado tal vigoroso y unánime pacifismo en la ciudadanía de todas las naciones democráticas y en todas las épocas? También se menciona la ausencia de guerras entre dos democracias como la consecuencia de una cultura compartida por sus respectivas elites, una cultura política caracterizada por la tolerancia, el respeto, la apertura mental y la permanente vocación negociadora. En todas estas maneras de argumentar se dan como seguros encadenamientos  causales que en algunos casos tienen un fundamento empírico débil y en otros ninguno.

Lo cierto es que en este punto la cuestión que no debe eludirse es la siguiente: ¿En qué sentido son democráticos los procesos a través de los cuales un Estado contemporáneo decide realizar guerras y políticas coactivas? La respuesta es: en ningún sentido riguroso, salvo en uno muy banal, a saber este:  políticos electos tomaron las correspondientes decisiones y si en las elecciones para el siguiente período resultan derrotados, ya no pueden hacerlo. Pero desde la mitad del siglo XX en adelante la capacidad de la opinión pública y de los parlamentos para ejercer influencia preponderante en este tema viene decreciendo de manera alarmante. Las hostilidades ya no son declaradas por el poder legislativo … simplemente comienzan por orden ejecutiva. Una creciente delegación y usurpación de atribuciones ha ido concentrando el poder de decidir al respecto en un muy estrecho círculo encabezado por presidentes y primeros ministros que son asesorado por unos pocos burócratas y tecnócratas, militares algunos y civiles otros. Sólo un miembro de ese círculo surge del sufragio. Si el factor democracia tuviese tanto peso como la GHPDD le asigna, debería existir evidencia de que la política exterior de los Estados en cuestión se encuentra bajo el eficaz control de las no elites, es decir de la enorme mayoría de los ciudadanos. Ningún estudioso serio de la política internacional se atrevería a decir que esa evidencia existe. La pasión dominante del consenso básico de las elites inglesa y norteamericana -¿acaso se podría decir algo distinto de otras?- ha sido el desprecio al ciudadano común. El  destacado laborista Harold Laski concebía la democracia como una aristocracia por delegación, porque sólo pocos serían capaces de “penetrar en los secretos” de la administración pública. Lo que importa son los resultados satisfactorios,  la población estaría “desinteresada en los procesos a través de los cuales se logran esos resultados.”  Y Bernard Ingham, el vocero de prensa de Margaret Thatcher, en un círculo reservado se burló de los que pedían transparencia en los actos de gobierno: “En este país no hay libertad de información; no existe  un derecho público a saber. (…) Lo que se juega es la seguridad del Estado, no el derecho de la gente al conocimiento.”[5]

El hecho de que en nuestros días sea casi imposible hallar un gobierno o partido importante que acepte ser otra cosa que democrático, no quiere decir que exista un consenso total cuando se trata de definir la democracia.  Revisando la bibliografía se advierte que entre los más entusiastas seguidores de la GHPDD parece existir una especie de acuerdo tácito de que democracias son, por lo menos desde 1945,  todos los Estados que no se alejan demasiado de las versiones estadounidense, británica y francesa. Aún así a veces se presentan situaciones curiosas, como la de autores capaces de catalogar la Sudáfrica de la era del apartheid como democrática.

La democracia utilizada como un simple rótulo de las creencias dominantes ha sido una constante en numerosos políticos e intelectuales estadounidenses desde principios del siglo XX. Así por ejemplo John Foster Dulles definía a la democracia primordialmente por un rasgo cultural y otro económico: se trataría del cristianismo y la libre empresa (ver Kinzer 2013). Versiones más sofisticadas de esto se encuentran en James Kurth (1999), para quien un liberalismo no muy precisamente definido sería inseparable de la democracia y para Etel Solingen, que responsabiliza de todos los conflictos internacionales a los “reaccionarios” proteccionistas, mientras serían generadoras de paz los sectores “dinámicos” de la economía, favorables a la globalización: “consumidores de productos importados” y “exportadores de productos primarios competitivos”.[6]

Sin embargo, Daniel Geller y David Singer, en su fundamental investigación sobre las causas de las guerras, se mostraron escépticos:

 

“La evidencia en el área de los factores económicos y las pautas de la guerra es sugestiva pero limitada. El resultado más persuasivo por el diseño y realización de la investigación, muestra la relativa ausencia de guerras entre díadas caracterizadas por un alto nivel de desarrollo económico.”[7]

 

En otras palabras: el optimismo universalista de esta especie de paz de los mercados libres no se encuentra sustentado por bases empíricas sólidas. Y el  hipotético peso de un componente democrático en esta fórmula resulta aún menos visible que en otras versiones. La asociación favorita del vocabulario político anglo sajón entre liberalismo y democracia lleva a preguntarse si la historia de las guerras contemporáneas no ha revelado algunas conexiones interesantes entre otras corrientes ideológicas y las tendencias belicistas de las elites gobernantes, asunto sobre el cual volveré más adelante.

 

           

La paz democrática y la cuestión de la guerra justa

           

Es evidente que la aceptación o rechazo de la GHPDD tiene una conexión importante con las clásicas controversias sobre el tema de la guerra justa. La aceptación apresurada y no condicionada de esta generalización sólo sirve para oscurecer el problema, quizá incómodo, pero inevitable mientras no se opte por declarar injusto todo tipo de acción armada. En términos de la tradicional concepción de un orden internacional basado en el equilibrio de las potencias, era y es inaceptable hacerle  la guerra a un Estado, invocando como causa supuestamente justa el carácter no democrático -en realidad no occidental- de los principios de legitimidad que sustentan su sistema político.

En la larga línea del pensamiento católico sobre este tema quizá la sistematización más interesante es la que presentó el P. Stratmann en 1924, la que enumeraba diez criterios exigibles para definir una guerra como justa. Sin duda se trata de un planteo ideal, poco menos que irrealizable en la práctica en su totalidad, condenando a calificar como injusta toda guerra que no tenga indudables características defensivas. De todas maneras las cuatro condiciones más importantes de la lista de Stratmann no parecen inaplicables a la práctica de las relaciones internacionales y de hecho han sido utilizadas frecuentemente por justificadores y oponentes de diversas guerras y regímenes. Se trata de las siguientes: i. Uno de los bandos enfrentados debe haber causado al otro una grave injusticia. Pero las características internas de su régimen no constituyen una justa causa de guerra; ii. La acción armada sólo puede iniciarse después de que hayan fracasado todos los sinceros intentos de negociación; iii. El daño causado por la acción bélica (“el castigo”)  no puede ser dejado al arbitrio de los combatientes, sino que debe ser proporcional a la gravedad de la injusticia que dio origen al conflicto, esto incluye la protección de los derechos de prisioneros, civiles y neutrales; y iv. Sólo una autoridad legítima puede declarar la guerra… pero ante la realidad de un mundo multicultural deberíamos reconocer que no todos adhieren a las mismas concepciones de la legitimidad.[8]

Es interesante señalar que de la lista de guerras presentada en la segunda sección, los Estados que las desencadenaron, aún siendo democráticos -con la definición minimalista y débil del término que generalmente se usa-, cumplieron con la cuarta condición, pero en ninguno de los casos con la segunda y raramente con la primera y tercera. Sumadas las guerras e intervenciones mencionadas en la primera sección, se llega a un melancólico resultado: todas las reales y supuestas virtudes pacificadoras y moderadoras de las democracias no parecen poder evitar que desencadenen guerras injustas.

Pero en el siglo XXI en Estados Unidos -y no sólo allí- se ha empezado a proclamar una nueva doctrina: la necesidad de garantizar la paz mundial por la fuerza, destruyendo ciertos regímenes considerados perturbadores estructurales de esa paz, como el Irak de Saddam Hussein en 2003 y la República Islámica del Irán … ¿quién sabe cuándo?  De esta manera, la GHPDD , surgida en sus comienzos de una inquietud e indagación científicas, situadas más allá de pasiones e intereses particulares, se ha venido a convertir en algunos casos en una herramienta al servicio de los aparatos de propaganda de los halcones de ciertas grandes potencias.

 

 

La “paz democrática” en el marco de una perspectiva multicausal para la explicación de políticas exteriores belicistas

           

Quienes no logramos convencernos de enfoques tan reduccionistas como los defensores incondicionales de la GHPDD pensamos que las políticas exteriores de un Estado, sean belicistas o no, sólo pueden explicarse asumiendo la multicausalidad de la historia. Es que  “cuando  se trata de fenómenos sociales, está en juego una multiplicidad de factores, haciendo que a menudo resulten más  verdaderas explicaciones teóricamente ‘menos elegantes’” (Gat 2008, p. 597). En ese marco se trata de reconocer cómo diversas causas entrelazan el entorno operativo (real) con el psicológico -temores, esperanzas, valores e ideologías- de los protagonistas y producen presiones selectivas que se traducen en las decisiones que desencadenan la violencia colectiva en coyunturas críticas. Como el segundo entorno del actor frecuentemente origina “percepciones erróneas”, la explicación nunca puede ser ingenuamente “realista” (ver Jervis1976, Introducción).

Ante todo se debe empezar mencionando cuatro causas, surgidas de los estudios cuantitativos y comparativos que consideraron prácticamente todos los casos bélicos ubicados entre los comienzos del siglo XIX y fines del  XX. Sobre dicha base se encontró que al menos una de ellas -normalmente varias- integran la génesis de esas guerras:

 

  1. Una disputa territorial. Las reivindicaciones de soberanía completa de un Estado sobre regiones ocupadas por otro, sobre todo cuando existen allí poblaciones con afinidades e identidades colectivas abiertamente expresadas. Los conflictos sobre territorios despoblados no han tenido una fuerza tan peligrosa en el desencadenamiento de guerras.

  2. Una memoria histórica conflictiva. Esto implica que al menos uno de los bandos cultiva el recuerdo de guerras recientes y tratados considerados injustos en los que el otro ha tenido protagonismo. Se constituye así los temas del “enemigo hereditario”, y de la “revancha”, de gran relevancia en las guerras mundiales y en buena parte de los conflictos regionales menores hasta nuestros días.

  3. Una carrera armamentista… de la cual emanan temores que  en ocasiones algunos dirigentes proponen calmar “golpeando primero”.

  4. La pertenencia a alianzas diferentes. Aunque la formación de esos pactos se haya realizado con justificaciones defensivas, en la práctica el límite con la participación en políticas agresivas ha sido nebuloso, produciéndose para algunos socios un “efecto de arrastre” más o menos imprevisto y raramente deseado por quien es arrastrado.

 

Pero  para el historiador, preocupado por lograr una reconstrucción detallada de estructuras de poder y procesos de toma de decisiones -lo que implica una intensa saturación documental caso por caso-, estas generalizaciones politológicas no son suficientes. Por eso propongo agregar  otras cinco causas, que tienen en común su extrema dependencia de apreciaciones subjetivas y suposiciones infundadas construidas dentro de marcos ideológicos predeterminados, a la vez que pobres en hechos y  racionalidad [9].

  1. La reivindicación de espacios geográficos considerados como partes de una supuestamente “propia” y “natural” esfera de influencia. Aquí la justificación suele recurrir a planteos como un “imperio” “hegemonía” o “liderazgo” supuestamente “necesarios” para la declamada y nunca rigurosamente definida “estabilidad” regional, continental y a veces hasta mundial. Esta causa y la novena han tenido un rol de primer orden en las sucesivas guerras mundiales.

  2. La preocupación / insatisfacción por el rango que se ocupa en la estratificación de las potencias. Se ha observado que han existido gobiernos que de una próxima guerra esperaban impedir un temido “descenso”  (Austria-Hungría en 1914) u obtener un “merecido” ascenso a niveles imperiales (Hitler y su tesis de “Rusia será nuestra India”).

  3. La subestimación de la capacidad bélica del otro Estado. Esta evaluación -muchas veces errónea- de lo que el adversario puede hacer, unida a la idea de que la guerra será corta y de módico costo en sangre y dinero, ha jugado un importante rol en muchos conflictos.

  4. El mesianismo político.  Se trata de la pretensión de un Estado de tener la “misión histórica” de “salvar” el mundo de un mal de alcance universal, no simplemente de resolver un conflicto localizado. Algunas corrientes ideológicas, ciertos grupos económicos, políticos y militares, así como las grandes potencias en general, han sido y continúan siendo muy vulnerables a la dinámica infecciosa de esta patología política. Porque los adherentes de tales “misiones” fácilmente deducen de ellas la necesidad de “guerras santas” y “cruzadas”.

  5. La exageración de amenazas externas como mecanismo para la unificación y pacificación interna. Esta maniobra, parte importante de los procedimientos de los príncipes, ya había sido mencionada por los estudiosos de la política a comienzos de la Edad Moderna. En el siglo XX hubo importantes avances en la investigación de esta problemática, develando la red de conexiones entre la política internacional y los asuntos domésticos de un país que por esta vía se establecen y se convierten en parte de la política constante de partidos políticos y grupos de interés.[10]

 

Actualmente se tiende a rechazar el supuesto predominante a comienzos del siglo XX de que es posible fijar, para “todas las guerras” un pequeño grupo de causas -incluso quizá una sola- como fundamentales, relegando las demás como secundarias o derivadas. Explicar satisfactoriamente una política coactiva específica implica confrontar las nueve causas estructurales mencionadas con la evidencia documental. Sólo así resulta posible identificar a las elites que motorizaron el proceso de toma de decisiones que desemboca en diversas formas de coacción. Es decir: la explicación debe poder mostrar que al menos alguna de las causas posibles realmente fue efectivamente percibida por los actores relevantes como un motivo legítimo, importante y urgente para descartar la vía de la negociación y optar por la violencia, eventualmente por una tan a menudo invocada “guerra justa”.  La historiografía explicativa, no meramente narrativa, de este tipo es mucho menos abundante de lo que se cree, y los consensos entre quienes la producen no son tan amplios y frecuentes como son intensas y a veces airadas las discusiones. Con series estadísticas no se puede dilucidar esta problemática de las responsabilidades (un tipo “personalizado” de causas). Es imprescindible dedicar prolongada atención a reducidos círculos de monarcas (hasta 1918), cancilleres, diplomáticos jefes de Estado Mayor, dirigentes de partidos afines al gobierno de turno y asesores provenientes de grupos representativos de intereses económicos dominantes. Y su  inevitable prolongación en herederos materiales e ideológicos de la actualidad impide lograr “la verdad objetiva” que siguen reclamando los seguidores del pensamiento único.[11]

 

 

La “paz democrática” y los poderes reales de la elite en la política internacional

           

Partiendo de lo que se ha dicho hasta ahora, se llega a la conclusión de que la teoría de la paz democrática adolece de una imprecisión semántica que obliga a utilizar otras denominaciones más adecuadas a la base empírica disponible. Si se quiere indicar que las investigaciones de los últimos treinta años han logrado dar cierto fundamento a una generalización, pauta o regularidad histórica, apta para integrar la explicación (causal-probabilística) de por qué algunas tensiones internacionales produjeron guerras y otras no, entonces cautelosamente y especificando factores condicionantes, podría hablarse de la “generalización histórica de la paz democrática diádica” (GHPDD).

Es también más fructífero para el estudio de las relaciones internacionales ampliar la mirada para más allá de las grandes guerras y dedicar mayor atención a toda clase de políticas coactivas. Despreciadas como asunto secundario por algunos, no dejan de tener un lugar muy importante en la experiencia histórica y la cultura política de Estados medianos y pequeños, es decir de la periferia del poder mundial. Si se trata de priorizar valores  como la paz y la estabilidad, entonces tendremos que constatar la ausencia de políticas coactivas, algunas de las cuales no siempre generan miles de muertos, pero siempre producen o reproducen relaciones caracterizadas por el conflicto y formas de dominación. Es muy probable que entre dos estados democráticos tales políticas no sean el recurso permanente de los dirigentes, pero excepciones han existido y no han sido tan escasas como suele pensarse.

Hay que reconocer que los actores decisivos para crear y mantener la paz y la guerra no son la gran multitud de los hombres y mujeres comunes, sino unos pocos tecnócratas y burócratas que rodean a los funcionarios electos. La injerencia efectiva en la política exterior incluye a grupos de presión que quizás representan -en algún sentido- el 10 ó 15 % de la población de un país, pero difícilmente más. Estos sectores son los responsables decisivos para la cuestión “paz o guerra”, porque en todos los tipos existentes de gobierno son los que ejercen cinco poderes reales:

 

-        la definición de cuál es el lenguaje político y económico correcto, incluyendo dos definiciones cruciales: qué debe entenderse por democracia y quiénes son democráticos, con la correspondiente exclusión de las posiciones heterodoxas de los debates públicos;

-        La identificación (generalizada) de amenazas y enemigos;

-        la organización de la agenda  y el cronograma de la política exterior;

-        la declaración de que las negociaciones ya no tienen sentido y la vigencia del estado de excepción o peligro de guerra inminente, lo que amplía las facultades del gobierno;

-        el inicio de acciones armadas, que sólo mucho más tarde (o nunca) suelen recibir alguna supervisión parlamentaria.

 

En estas condiciones no tiene mucho sentido asignarle prodigiosas capacidades pacificadoras a la democracia o al liberalismo. Lo que existe es una gama de formas mixtas de gobierno, pero no entre la venerable triada monarquía-aristocracia-democracia. Y para referirnos al orden mundial es más serio desechar vaguedades y eufemismos como Occidente o el liderazgo democrático de una superpotencia indispensable y  en cambio hablar de la paz central de las oligo-democracias ricas , conectada con la beligerancia crónica en la periferia. De que ese matrimonio entre oligarquía y democracia es una fuente permanente de conflictos, y no una armónica “aristocracia por delegación” lo atestiguan estudiosos como Martin Giulens, Benjamín Page y Brett Collins cuando se refieren de la siguiente manera a la potencia que lidera el mundo:

 

“Nuestros resultados  indican que la mayoría no gobierna. (…) Cuando una mayoría de los ciudadanos está en desacuerdo con elites económicas o intereses organizados, generalmente pierden. Además, dado el fuerte sesgo favorable al status quo que está incorporado al sistema político estadounidense, aún cuando una considerable mayoría de norteamericanos favorece cambios de política, generalmente no los consiguen.  (…) Entonces las pretensiones de América de ser una sociedad democrática están seriamente amenazadas.”

“Los estudios de opinión pública han encontrado una desconexión entre lo que el público quiere y lo que el gobierno hace. (…) La mayoría de los americanos son favorables a políticas exteriores cooperativas multilaterales (…) y no militaristas y unilaterales. [Sin embargo] la política exterior norteamericana real a menudo se ha apartado marcadamente de lo que quiere el público. (…) EE.UU. no es una democracia. La política gubernamental se implementa para beneficio de quienes tienen poder real, a saber, las corporaciones ricas y las instituciones financieras.”[12]

 

En las páginas anteriores también hemos señalado un fenómeno preocupante: la entusiasta adhesión de muchos políticos y formadores de opinión a la GHPDD no ha logrado más resultado que enriquecer la propaganda belicista de muchos de ellos. Reformulando un poco la vieja profecía sobre las buenas acciones, aquí parece confirmarse que “ninguna teoría que apela a las buenas intenciones dejará de recibir su castigo en la práctica”. Afortunadamente el rechazo de esta perversión del debate sobre la guerra justa ha sido generalizado. Sabemos que no se puede culpar de eso a gente como como Babst o Weart, pero el principal efecto del entusiasmo infundado con la paz democrática ha sido inyectar una buena dosis de irracionalismo en la opinión pública. Hablando sin eufemismos: se obstaculiza de esa manera la difusión de los enfoques críticos, realistas, físicos -en suma científicos- de la historia y del presente de las relaciones internacionales, para abrir ancho campo a la anacrónica persistencia de discursos idealistas, metafísicos y apologéticos del poder establecido.

¿En qué consiste el aporte de la GHPDD al vasto tema de las causas de la guerra? Quizá sería demasiado duro decir que se trata de un “mito”  (Layne 1994) o algo “insignificante” (Spiro 1994), pero lo adecuado a su base empírica real es considerarlo muy modesto.  Lo que tiene fundamento es la  afirmación general de que un cierto tipo de sistema político, unido a otras afinidades culturales, puede servir como un  condicionamiento que facilita la comprensión y de ese modo la negociación entre dos bandos. Pero las diferencias institucionales no parecen haber sido por sí mismas un factor belicista. Las nueve causas que hemos resumido en la quinta sección  de este trabajo prescinden del tema de la forma de gobierno, pero interactuando en diversas combinaciones explican todos los casos de la historia contemporánea. Si se revisa la serie de pasos en que las elites responsables desencadenan guerras, nunca la documentación ha permitido determinar que la afinidad democrática entre Estados, o la diversidad de los regímenes hayan jugado un rol muy importante en las motivaciones de esas elites. Esta es una interpretación relativamente compleja, ya que exige tener en cuenta muchas variables, y carece de la cómoda linealidad sugerida por la “paz democrática”.

El análisis también ha producido otro resultado interesante. Se refiere al hecho de que es posible establecer, por lo menos para los últimos 75 años, una conexión constante entre  algunas corrientes ideológicas y la tendencia a evitar enfrentamientos bélicos. Los socialismos democráticos en Europa, el anarquismo, el socialcristianismo, los ecologistas y los nacional- populismos críticos del capitalismo en América Latina no han sido responsables de intervenciones armadas y guerras. Encontrar excepciones a esta pauta es mucho más difícil que hacerlo con la GHPDD. Tendríamos aquí una especie de generalidad histórica de la paz de las ideologías periféricas (con respecto al poder). Sobre todo desde los años 1990, esas corrientes han estado en la vanguardia de las protestas contra las acciones armadas que se han dado en todo el mundo. Habrá que dedicar más estudio a este tema. Después de la desaparición de gobiernos fascistas y comunistas, los principales productores de violencia organizada a escala planetaria han sido de orientación liberal-conservadora, conservadora-autoritaria y neo-teocrática. Este segundo conjunto de ideologías, a diferencia del primero, ha logrado conectarse con poderosos complejos militar-industriales y mediáticos en unos casos -EE.UU. y Gran Bretaña- y con un medio culturalmente predispuesto en otros -Medio Oriente-. De esas conexiones se deriva una fuerza y capacidad de proyección hacia el futuro que contrasta con la crónica vulnerabilidad de las instituciones democráticas

Las consideraciones previas tienden a dar una relevancia especial a la cuestión de  de la coalición gobernante en cada país y preguntar si ésta posee un compromiso serio “con los métodos pacíficos” para resolver conflictos (ver Elman 1997). Mucho más precisa y fundamentada que la supuesta paz democrática resulta la identificación  del síndrome belicista decisivo, integrado por las ideas, intereses y pasiones referidas en las últimas cinco causas de nuestra lista. Es decir que … debemos hablar de ideologías. Un Estado puede tener instituciones democráticas, en el sentido minimalista generalmente usado, pero si lo conducen elites que perciben como presiones irresistibles y legítimas esas cinco motivaciones, su manejo de una situación crítica desembocará en algún tipo de acción coactiva. Y eso ocurrirá en un proceso cumulativo a través de los poderes reales mencionados al comienzo de esta sección. Por eso es tan vaga e inconveniente la expresión sobre el “estallido” de una guerra (¿acaso se trata de un fenómeno meteorológico?) y más correcto hablar de “desencadenamiento”: quienes le quitan las cadenas a un perro adiestrado para la agresión no pueden eludir la responsabilidad por lo que pasa después. Tanto la paz de las oligo-democracias ricas en el centro, como la beligerancia crónica de la periferia, han surgido y se perpetúan a través del mecanismo que se acaba de resumir.

Por último siempre hay que recordar que lo normal en la política internacional no han sido las coaliciones monocolores, sino las alianzas ideológicamente incoherentes. Esto ya era así en los siglos XVI y XVII, con la monarquía católica de Francia entendiéndose con Turquía contra España, y luego con los protestantes alemanes y suecos contra los Habsburgo de Viena y Madrid. El fenómeno fue muy evidente en ambas Guerras Mundiales, continuó en la Guerra Fría y sigue vigente en nuestros días. Las explicaciones multicausales que prescinden del factor “democrático” no tienen ningún problema para dar cuenta de las fuerzas que originan y sostienen tales combinaciones.

 

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[1] Véase la génesis de esa concepción en los planes británicos de 1943-45, resumidos en Buchrucker y Ferraris 2015, pp. 119-120.

[2] Para un tratamiento detallado de estas expresiones véanse los trabajos de Guido Pincione y Torcuato Di Tella en Cornbit 1992.

[3] Al respecto son especialmente relevantes los siguientes textos: Atwood 2010; Bacevich 2006, 2012 y 2016; Buzan y Waever 2003; Chomsky 1992; 2004 y 2016; Haass 2010; Moniz Bandeira 2007; Morris 2014; Peceny 1999.

[4] Para información sobre estos casos históricos véanse: Bissio 1992; Buzan y Waeaver 2003; Curtis 2002; Matthies 1982; Peceny 1999; Smith 1997; Tackrah 2009; Uttridge y Spilling 2013.

[5] Ambos citados en Curtis 2003, pp. 296-297.

[6] Ver Solingen 2001, pp. 776- 783.

[7] Geller y Singer 1998, p.94. Esta conclusión tambien surge de otras investigaciones: Copeland 2015 y Findlay y O’Rourke 2007.

[8] Ver el desarrollo de la cuestión en Steinweg 1980, pp. 100-102.

[9] Para este tema resulta muy esclarecedor el estudio de Geoffrey Regan (1989). Su relevancia para la séptima causa de nuestra lista es grande.

[10] Esta sintética selección es responsabilidad del autor, pero se sustenta en una bibliografía amplia, de la que resultan especialmente destacables Black 1998, Cashman 1993, Geller y Singer 1998, Lewin 1967, Shaw 2003, Steinweg 1987 y 1990, Van Evera 1999, Wolfrum 2003, Senese y Vasquez 2008 y Zang y Zürn 2003.

[11] Todas las posiciones en pugna trabajan con alguna evidencia documental, la que, aunque imprescindible, no resuelve todos los problemas: parte de los debates entre historiadores tienen su raíz en insuperables diferencias teóricas, es decir en las ideas que sustentan sus marcos crítico-analíticos. Lo atestiguan polémicas antiguas y recientes sobre el origen de la Primera Guerra Mundial , como puede verse en Hamilton y Herwig 2003, Carter 2009, Clark 2012, McMeekin 2013, Lieven, 2016, Levy y Vasquez 2014, Newton 2014 y Otte 2014. Algo similar ocurre con las causas y responsabilidades de la Segunda Guerra Mundial , tema para el cual son recomendables Pons 2002, McDonough 2011, Dupuy 2015, Longerich 2015, Raico 2010, Ferro 2008, Schmidt 2002 y Olsen 2013. Para la cuestión de los conflictos posteriores a 1945 vénse Kinzer 2013, Roberts 2006, Fall 2005, Brands 2016, Levering, Pechanov, Bokenhart y Edmondson 2001, Loth 1980, Gerolymatos 2010, Fenly 2015 y Short 2016.

[12] Ver Gilens y Page 2014  pp. 676- 577 y Morris 2014,  Cap. 21. Mucha evidencia sobre impotencia de la opinión pública aporta el estudio de Justin Lewis (2001).

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