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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.27 no.46 Santa Fé dic. 2018

 

ARTÍCULOS

Sociología de la justicia penal. Precisiones teóricas y distinciones prácticas

Sociology of Criminal Justice. Theoretical Clarifications and Practical Distinctions

 

Ezequiel Kostenwein

Universidad Nacional de La Plata – Argentina dosmilmesetas@yahoo.com.ar

 

Recibido: 06/03/2018
Aceptado: 17/05/2018


Resumen

Este artículo pretende  contribuir, desde un punto de vista sociológico, a entender las dinámicas internas y externas de la justicia penal en Argentina. En este sentido, buscaremos rastrear qué tiene de específico el trabajo de esta última y de qué manera — si esto fuera así— influyen otros actores en la conformación de dicha especificidad. Para ello comenzaremos por mencionar cuales son en la actualidad las disciplinas y actividades que toman a la justicia penal como un objeto de exploración distinto a otros. Luego pasaremos a desarrollar conceptos a partir de los cuales analizar el funcionamiento de instituciones y agencias que están involucrados con el fenómeno penal. Posteriormente señalaremos la importancia de algunas investigaciones pioneras en tanto modelos para la consolidación de una genuina sociología de la justicia penal en nuestro país. Por último, formularemos una serie de preguntas mediante las cuales ubicar a los tribunales penales en un lugar analítico distinto, puesto que estos tribunales necesitan ser investigados como uno de los factores, y no el menos importante, que contribuye  a «traducir» determinadas causas sociales en efectos penales específicos.

Palabras clave: sociología, justicia penal, punitividad, estado penal, preguntas.

Abstract

The purpose of this article is to contribute to understand, from a sociological perspective, the internal and external dynamics of criminal justice in Argentina. In this sense, we shall seek to track the specificities of the work performed by the latter and how other players affect the configuration of such specificities, if that were the case. For that purpose, we shall begin by mentioning the current disciplines and activities that take criminal justice as an object of exploration different from others. Then we shall move on to develop concepts from which we can analyze the operation of institutions and agencies involved in the criminal phenomenon. After that, we shall point out the importance of some ground-breaking investigations as models for the consolidation of a genuine sociology of criminal justice in our country. Finally, we shall raise a few questions that may enable us to locate criminal courts in a different analytical place, as these courts need to be explored as one of the factors, and not the least important factor, that contribute  to «translate» certain social causes into specific criminal effects.

Keywords: sociology, criminal justice, punitivity, criminal state, questions.


 

Introducción

Este artículo se propone afianzar un área de investigación que, desde un punto de vista sociológico, contribuya a entender las dinámicas internas y externas de la justicia penal en Argentina. Como consecuencia, se buscará rastrear qué tiene de específico el trabajo de esta última y de qué manera —si esto fuera así— influyen otros actores en la conformación de dicha especificidad. Para ello comenzaremos por mencionar cuales son en la actualidad las disciplinas y actividades que toman a la justicia penal como un objeto de exploración distinto a otros, en concreto, la filosofía, la dogmática, la historia, la antropología y los informes y documentos de las ONG´s.

Luego pasaremos a desarrollar conceptos a partir de los cuales analizar el funcionamiento de instituciones y agencias que están involucrados con el fenómeno penal. En este sentido, aludiremos a las categorías de «cuadrado» de la justicia penal, punitividad y estado penal, categorías que al ser empleadas permiten ubicar a esta justicia penal en un lugar relevante.

Posteriormente señalaremos la importancia de algunas investigaciones pioneras, tal es el caso de los aportes de Malcolm Feeley y David Downes, en tanto modelos para la consolidación de una genuina sociología de la justicia penal en nuestro país.

Por último, formularemos una serie de preguntas mediante las cuales ubicar a los tribunales penales en un lugar analítico distinto, puesto que estos tribunales necesitan ser investigados como uno de los factores, y no el menos importante, que contribuye a «traducir» determinadas causas sociales en efectos penales específicos. En definitiva, plantearemos un conjunto de interrogantes que deberían colaborar para entender con mayor precisión qué hace la justicia penal, y qué hace que la justicia penal haga lo que hace.

Panoramas vigentes sobre la justicia penal

Una cuestión que resulta necesaria especificar es de qué hablamos cuando hablamos de justicia penal, cómo se definen los criterios por medio de los cuales se la analiza, a partir de qué métodos o perspectivas se la estudia; en definitiva, cuáles son los presupuestos bajo los que dicha justicia penal se transforma en un objeto de exploración distinto a otros. Estos interrogantes no tienen, por cierto, una sola forma de ser abordados, aunque si deberían ayudarnos —al intentar responderlos— a entender mejor el papel que posee en nuestros días la institución del Estado encargada de dirimir qué personas son declaradas culpables o inocentes de haber cometido un delito.

Una primera distinción importante que podemos hacer en torno a las investigaciones sobre la justicia penal es la de aquellas que la consideran desde criterios eminentemente teóricos de las que habilitan trabajos de campo y contribuciones demostrables. En términos más concretos, las primeras se encuentran preocupadas en   reflexionar acerca de cuál es o debería ser el papel de la justicia penal, apelando a cierto grado de persuasión argumentativa. En cambio las segundas buscarían interpretar y explicar, aunque sea parcialmente, cómo es posible que dicha justicia tenga el papel que tiene a partir de exigencias metodológicas y evidencias empíricas (Lahire, 2006).

A su vez, estas dos grandes áreas de estudios sobre la justicia penal pueden «cruzarse» con aquellas disciplinas y actividades que toman a esta última como objeto de exploración, o tienen con ella vínculos estrechos. Tal es el caso, además de la sociología, de la filosofía, la dogmática, la historia, la antropología y los informes o documentos realizados por ONG´s. Brindaremos una aproximación accesible a cada una de ellas que nos permita ir avanzando hacia una conceptualización más precisa de nuestra propuesta.

Filosofía

La filosofía y la justicia penal tienen claros puntos de contacto, primordialmente aquellos vinculados a las justificaciones del castigo, es decir, a las bases y presupuestos a partir de los cuales la sanción del Estado puede ser considerada válida (Marí, 1983; Gargarella, 2008, 2016). Si bien existen múltiples perspectivas, presentaremos cuatro imágenes del pensamiento filosófico que tienen cierto arraigo —el cual varía según los contextos y las regiones— en los tribunales penales: el welfarismo, el retribucionismo, el populismo y la justicia restaurativa, cada uno de los cuatro con su respectivo adjetivo de «penal».

El welfarismo o bienestarismo penal parte de la convicción de que la justicia debe ponderar no sólo el tipo de delito que cometió una persona, sino también el mejor diagnóstico y tratamiento para lograr que ésta se rehabilite y reintegre a la sociedad. Más llanamente, la expectativa de los tribunales penales debería ser la de lograr que individuos desadaptados puedan transformarse en ciudadanos respetuosos de la ley a partir de una vocación resocializadora (Garland, 2005).

A diferencia del welfarismo, el retribucionismo penal sostiene que las personas que cometan igual delito deben recibir idéntica pena, o lo que es lo mismo, que exista proporcionalidad entre los crímenes y sus castigos. Esta imagen del pensamiento filosófico penal, de corte kantiana (Von Hirsch, 1998), busca limitar la arbitrariedad de los actores judiciales a la hora de imponer una sanción dando guías o directrices que eviten considerar elementos —sociales, económicos, raciales, etc.— por fuera de los estrictamente jurídicos.

El populismo penal o punitivo (Bottoms, 1995) se lo caracteriza a partir de un uso instrumental del derecho penal por parte de los gobernantes, que se asienta en la suposición de que la ciudadanía reclama sanciones más severas hacia los delincuentes. Dos de los elementos que suelen atribuírsele son: por un lado, la escasa relevancia que tienen en la elaboración de la política criminal los expertos tradicionales, y por el otro, el lugar preponderante que ocupa en las contiendas electorales el control del delito (Simon, 2011; Lea, 2006)1.

La justicia restaurativa, por su parte, prioriza una actividad «comunicativa» de la respuesta penal, en el sentido de que esta última debe ser considerada como un lenguaje comprendido por quien ha cometido una ofensa y, justamente por esto, sea apropiado llamarlo a responder (Duff, 2015). Esta comprensión debe ser fáctica —respecto a que el individuo sea capaz de entender que hay un hecho específico que se le atribuye— y normativa acerca de que su conducta constituye un acto que está penalmente sancionado2.

Dogmática

La dogmática tiene un sitio importante en el ámbito de la justicia penal ya que ofrece una técnica para que los integrantes de esta última tomen medidas siguiendo criterios que restrinjan la discrecionalidad. Aquí estamos frente a un enfoque internalista del fenómeno en cuestión, que observa al derecho como norma escrita positiva, prescindiendo de los contextos y las relaciones sociales en las que esta norma escrita se promulga o aplica (Díaz, 1965). Partiendo de la necesidad de que el derecho asegure una coherencia interna, y siguiendo una lógica autorreferencial del mismo, suelen señalarse ciertas funciones prácticas que esta dogmática penal podría habilitar.

Una de estas funciones sería la de proveer racionalidad al trabajo de los actores judiciales desarrollando y explicando el contenido de las reglas jurídico-penales en su conexión interna, lo cual debería redundar en una administración de justicia más equilibrada e igualitaria puesto que al comprender dichas conexiones se acotan los márgenes de arbitrariedad (Welzel, 2002). De allí que la dogmática penal pretenda edificar un «modelo para la toma de decisiones», que ayude a los integrantes de la justicia a conducir de la forma más fiable posible el ejercicio del poder penal (Binder, 1993). La racionalidad aquí se alcanza en la medida en que, antes de llegar a la conclusión de que se debe imponer una pena —junto con la intensidad de la misma—, se han respondido apropiadamente una serie de preguntas, las cuales operan como filtros anti-discrecionalidad. Esto no significa que la dogmática asegure por sí sola una justicia penal ecuánime, no obstante cuanto mayor rigor y orden existan es factible reducir espacios para los abusos.

Otra función práctica de la dogmática penal es la de armonizar en los hechos los diferentes niveles de regulación —la Constitución, los Pactos Internacionales, el Código Penal, los Códigos de procedimiento, etc.— para que cada uno de ellos se vean respetados en las decisiones concretas. Es aquí en donde la dogmática penal cumple una función integradora del orden jurídico, haciendo que esas grandes enunciaciones sean llevadas al caso concreto sin tergiversaciones. Por lo tanto, aquí la pretensión está orientada a lograr que el orden jurídico penal funcione como un conjunto de leyes conexas que evite atropellos y tratos ilegales (Binder, 2012). Esto último explica por qué la dogmática penal se ordena de arriba hacia abajo, es decir, desde las grandes decisiones político-criminales hasta los detalles de la sistematización legislativa.

Por último, algunos especialistas hablan de la importancia que tiene la dogmática penal en la tarea de control de las decisiones judiciales, más concretamente respecto de la calidad de las fundamentaciones de dichas decisiones. Así las cosas, al ofrecer un sistema de análisis estructurado y riguroso, la dogmática contribuiría a alcanzar una justificación lógica y coherente tendiente a un verdadero control de las resoluciones que realizan los integrantes de la justicia penal.

Como síntesis, este enfoque acerca de la dogmática presupone una relación estrecha entre esta última y las prácticas que se realizan en la justicia penal, o más específicamente, que tanto la dogmática como las prácticas de los operadores jurídicos tienen anclaje en la realidad.

Historia

La historia de la justicia penal es un campo de investigación sumamente complejo, especialmente por sus distintos objetos de estudio y sus múltiples tradiciones. Una rica fuente de trabajos ha surgido de la distinción entre una «cultura legal» proveniente del aparato de Estado, y el arraigo que en la «cultura popular» ha adquirido esa justicia penal estatal (Salvatore, 2010). Acerca de la cultura legal estatal, se suele afirmar que es resultado de la intervención de integrantes de la justicia, de autoridades políticas al respecto, de expertos en temas penales, de criminólogos, por mencionar algunos. Son estos últimos quienes producen y aplican las normas jurídicas, consolidando los marcos de sentido que configuran a las instituciones encargadas de investigar los ilícitos y definir qué tipo de riesgo encarnan estos últimos para el común de la sociedad. Por lo tanto, dichos actores representan la importancia que posee la regulación legal de cara a la consolidación del orden y la estabilidad en la comunidad, y de dotar de legitimidad a los instrumentos para reprimir las transgresiones de dicha regulación. En este sentido, las leyes deberían estar al servicio de los ciudadanos asegurándole —por medio de sentencias, discursos sobre política criminal, etc.— igualdad de trato frente a un proceso penal.

La cultura popular, por su parte, ofrece del mismo modo —aunque con disímil jerarquía de credibilidad (Becker, 2005)— retóricas a partir de las cuales se observan variadas imágenes sobre la justicia, sean imágenes críticas, sean imágenes de apoyo (Kostenwein, 2016b). Con planteos no del todo precisos u ordenados, numerosos actores y colectivos sociales proponen razonamientos sobre la administración penal que circulan por fuera de los ámbitos dominantes de la justicia. Al menos en parte, esta cultura popular es factible de ser analizada como un diálogo, una contestación, y en algunos casos una resistencia, frente a las consignas hegemónicas provenientes de la ya mencionada cultura legal estatal. Esto último porque los saberes penales legitimados de una época determinada entran en contacto con el conjunto de la población, más allá de que este contacto no sea un fenómeno uniforme3.

Buena parte de la historia de la justicia penal busca rastrear las relaciones que existen entre ambas culturas de lo penal: la legal estatal y la popular. Autores como Michel Foucault (2003), Edward Thompson (1968) y Norbert Elías (1993), por ejemplo, han contribuido a entender —aunque con perspectivas y métodos distintos— cuáles son los vasos comunicantes entre los variados niveles que vinculan a expertos legales y los subalternos que se encuentran en una posición desventajosa respecto de aquellos. Una conclusión importante que se deriva, al menos en parte, de estas líneas de indagación es que el propio trabajo que llevan a cabo quienes integran la cultura legal estatal, junto con los discursos de verdad que producen, contribuye a consolidar las figuras del criminal o delincuente. Según Salvatore, «estas acciones configuran un sistema de categorías y de atributos con los cuales se clasifica y se encasilla a los sujetos “peligrosos”» (2010: 17-34). Por lo tanto, individuos o grupos que son rotulados como riesgosos por los especialistas penales tienen muchas más posibilidades que el resto de sufrir las consecuencias sociales de esas etiquetas negativas.

Otra contribución de este tipo de estudios es que buscan recuperar la mirada que los mismos «rotulados» tienen de esa justicia penal que los etiqueta. Esto significa que los menos privilegiados también poseen sus presupuestos y consignas acerca de lo que dicha justicia hace o debería hacer, lo cual les permite señalar controversias o realizar denuncias al respecto, puesto que el mundo de la experiencia de los sectores subalternos sirve, en este sentido, de reserva de recursos morales y sociales. Aunque sin rigor científico o académico en muchos casos, estos individuos son capaces de señalar cuándo —según sus criterios— bien no hay justicia, bien hay injusticia, bien hay una justicia que está a favor de los poderosos.

Antropología

La antropología de la justicia penal, esto formulado en términos generales, tiene entre sus principales objetivos describir y analizar el funcionamiento de dicha institución, junto con las prácticas de quienes trabajan en ella, haciendo hincapié en los sentidos depositados en las dinámicas cotidianas. Así como en los estudios sobre el crimen y la desviación, también respecto de la justicia penal se ha procurado llevar adelante observaciones participantes por medio de las cuales experimentar en primera persona cuáles son las razones, causas y consecuencias que basculan en su interior (Downes y Rock, 2010). Como consecuencia, en el camino hacia la comprensión de los marcos de significación de los miembros de la justicia penal, se vuelve crucial estar en compañía de ellos, involucrarse, puesto que es en la construcción de esos lazos de confianza donde reside la posibilidad de reunir datos precisos que las investigaciones cuantitativas (Bourgois, 1995), incluso las entrevistas (Benzecry, 2012), son incapaces de ofrecer.

En este sentido, hay trabajos que permiten recuperar las percepciones de los actores judiciales sobre su actividad concreta, más allá de los cargos formales, lo que ayuda a entender, por ejemplo, que ellos consideren que su trabajo es más cercano al de un asistente social que al de un experto en derecho (Feeley, 2010). Otras investigaciones logran caracterizar la relación que existe entre la calidad en el resultado de la labor en la justicia penal y el poco control que existe respecto de su desempeño. O más en concreto, si se acepta que el proceso penal tiende a ser muy burocrático y jerárquico, ¿se puede sugerir que esto tenga cierta relación con la escasa supervisión de su funcionamiento? A su vez, ¿es posible lograr un diagnóstico sobre si las causas que allí tramitan fueron manejadas adecuadamente? (Kostenwein, 2016c)

Existen, además, algunos estudios en los que se destaca cómo en la carrera judicial de los integrantes de la institución penal son decisivos los favoritismos y las protecciones informales, y de qué manera esto último permite organizar el trabajo cotidiano en dicha institución. Con otras palabras, se observan vínculos apoyados en el parentesco, el status y las jerarquías que dan un sentido particular a la acción de los actores judiciales, vínculos a los que se vuelve importante acudir si se pretende interpretar el funcionamiento de la justicia penal (Sarrabayrouse, 2004). Esto significa que, pese a que en dicha justicia rige un conjunto de pautas abstractas de tipo universales e impersonales propias de todo aparato burocrático, hay otro régimen coexistente que impera simultáneamente con él. Es decir que, por un lado, se advierten una serie de reglas y de leyes generales, y por el otro, un conjunto de relaciones personales que pueden provenir del clientelismo y las prebendas.

Informes y documentos

Los informes y documentos realizados por ONG´s ofrecen buenas referencias para explorar parte del funcionamiento de la justicia penal, referencias que suelen estar más ligadas a datos y cifras que a la interpretación a partir de algún marco teórico de unos y otras. Esto se observa particularmente para la aplicación que hace la ya mencionada justicia penal de la prisión preventiva. En concreto, tanto los informes provinciales, nacionales como internacionales de diversas ONG´s arriban a denuncias prácticamente unánimes al respecto. Según estos documentos, se trata de una medida cautelar que por empleársela abusivamente agrava las ya deplorables condiciones de encierro, todo lo cual es producto de determinaciones políticas irresponsables y cortoplacistas con un objetivo electoral predominante (CEJA, 2009; CIDH, 2013; CIPPEC, 2011). A todo esto, se suma la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación en las decisiones que toman los operadores jurídicos al respecto, lo que contribuye a debilitar la independencia de la justicia penal (DPLF, 2013; ADC, 2012). Una cuestión que vale la pena mencionar es que estos argumentos —sean exactos o no— al hacer hincapié más en la denuncia que en el análisis, eclipsan el modo en que hacia el interior de la justicia penal se estructuran los vínculos a los que da lugar la prisión preventiva. O lo que es lo mismo, que esta perspectiva relega cómo es que se produce la serie de relaciones entre actores judiciales y extrajudiciales que es condición de posibilidad del uso del encierro preventivo.

Sin embargo, los informes y documentos de las ONG´s también han contribuido a que la misma justicia penal adquiera relevancia por fuera del ámbito estrictamente judicial. Según los especialistas: «Resultaría difícil explicar la evolución de las políticas e instituciones de seguridad durante estos años sin mencionar las acciones desarrolladas por organizaciones de derechos humanos o por alianzas sociales donde estas organizaciones ocuparon un lugar importante» (Palmieri, Perelman y García Méndez, 2008: 196).

Tomando en cuenta esto último, si hay algo que las ONGs han logrado respecto de la justicia penal —en particular ligado a uso que hace de la prisión preventiva— es presentarla como un fenómeno que no puede ser acotado sólo a la institución tribunalicia. Para ser más exactos, al adjudicar responsabilidades en el momento en el que llevan adelante sus demandas, estas agrupaciones permiten que la justicia penal sea considerada un problema extrajudicial, incluso un problema público. En este sentido, para que algo sea considerado un problema es necesario que ciertos actores reconozcan su existencia, que se movilicen para mostrar que es un problema, y que sus definiciones de la realidad social sean aceptadas por un público más amplio (Lorenc Valcarse, 2005; Spector y Kitsuse, 1977). Asimismo, la naturaleza pública de un problema también reside en las tensiones por las que atraviesan las diversas posiciones que existen para concebir sus particularidades y eventuales soluciones (Gusfield, 2014). En el caso de la justicia penal, de qué forma se la caracteriza —si como indulgente, lenta, correcta, severa, ineficiente, etc. (Kostenwein, 2016b)— y cuáles son los diagnósticos que se proponen para enfrentar sucesos negativos para la institución (Kostenwein, 2016c). En síntesis, considerar a la justicia penal como un problema público ayuda a puntualizar qué ocurre cuando, por algún tipo de evento, ésta se ve envuelta en un escándalo moral, generando debates en diferentes ámbitos acerca de si las conductas de sus integrantes pueden ser definidas como deseables o indeseables (Pereyra, 2013).

Categorías y categorizaciones

Hasta aquí, algunas de las disciplinas y actividades que toman a la justicia penal como un problema de interés para investigar y analizar. A su vez, podríamos diferenciar a las mencionadas disciplinas y actividades de conceptos a partir de los cuales se pretende explorar el funcionamiento de instituciones y actores que están involucrados con el fenómeno penal (Downes y Rock, 2010). Podemos mencionar al respecto las categorías de «cuadrado» de la justicia penal, punitividad y estado penal, categorías que al ser operacionalizadas ubican a esta justicia como un componente relevante.

El «cuadrado» de la justicia penal

El realismo de izquierda logró notoriedad, entre otras cuestiones, a partir del célebre cuadrado del delito con el que intentaba explicar las relaciones y complejidades acerca del fenómeno definido como criminalidad4. Hay cuatro conceptos que, con distintos presupuestos, sitúan a la justicia penal en un lugar destacado, manteniendo entre ellos algún tipo de correspondencia: sistema penal, seguridad pública, política criminal y campo del control del delito (en adelante, CCD). Más allá de que este punto podría reducirse únicamente a la última de estas categorías, consideramos que al mostrar las afinidades y tensiones entre todas ellas se logra pensar a la justicia penal desde diferentes  presupuestos.

Respecto de la categoría de sistema penal, si bien goza de un sinfín de definiciones, es pasible de entenderse como el conjunto de agencias que llevan adelante la tipificación de los delitos, su persecución y castigo: legislaturas y poderes ejecutivos, administración de justicia, policía y servicio penitenciario (Bergalli, 2003, 1983; Zaffaroni, 2002). Aún cuando existen descripciones tanto más acotadas como más abarcadoras que ésta, lo importante aquí es que limita la cuestión a actores estatales, prescindiendo de la disputa que por la cuestión del delito y la justicia penal dan, entre otras, las organizaciones de víctimas de sucesos indeseables con poder de presión, aquellas empresas privadas de seguridad que poseen un claro interés en la definición y eventual neutralización del problema, o los medios de comunicación cuyo desempeño no tiene sólo la consecuencia de transmitir los avatares de la criminalidad, sino que también movilizan e invisibilizan distintos sucesos al respecto guiados por intereses primordialmente  comerciales5.

Algo similar sucede con la multivalente política criminal: en primer lugar, su definición ha resultado virtualmente imposible de consensuar ya que responde —según las distintas épocas— a variables económicas, culturales y político-sociales que se ponderan al calor de prioridades muy distintas. No obstante ser un concepto complejo, es aceptable aludir a ella como el conjunto de objetivos —y las decisiones que en función de estos objetivos se ejecutan— que tiene el Estado respecto del delincuente, la víctima y el delito, junto a las instituciones del sistema penal que las concreten, a saber, la policía, la legislación, el sistema de justicia penal, y el servicio penitenciario (Larrauri, 2001). Si bien coincidimos con Alessandro Baratta (2004) en que resulta hoy muy difícil hacer una división tajante entre política criminal y la otra gama de políticas que conformarían «la política» en general —política social, económica, ocupacional, etc. —6, vale destacar que el concepto mencionado relega a actores significativos, dado su empeño eminentemente ejecutivo o de gobierno. Prescinde, así como ocurría con el concepto de sistema penal, de las empresas privadas de seguridad y vigilancia que posiblemente intenten usufructuar con las ansiedades sociales que despierten algunas transgresiones. Otro ejemplo es de los científicos, académicos e investigadores sobre la materia, que orientarán su atención a las —por lo general solapadas— causas y consecuencias sociales del problema del delito y la justicia penal. En definitiva, para aquellos que diseñen y concreten una política criminal determinada, los dos supuestos que acabamos de mencionar no deben ser tenidos necesariamente en cuenta.

Un tercer componente del cuadrado de la justicia penal es aquello que se entiende por seguridad pública (Estévez, 2010; Kessler, 2009b). Para M. Sain:

comprende el conjunto de estructuras y procesos institucionales que, de hecho, se encuentran abocados a la formulación, implementación y evaluación de las políticas y estrategias de seguridad pública, así como a la dirección y administración del sistema institucional mediante el cual ello se lleva a cabo […]. Se trata, pues, de una política de gestión de determinada conflictividad social […] (2008: 67).

Estas intervenciones tienen lugar, entonces, cuando las desavenencias asumen rasgos violentos o delictivos, procurando prevenir, conjurar e investigar a quienes las provocaron. Según este autor, la política de seguridad pública se conforma, fundamentalmente, de dos elementos: por un lado, el diagnóstico de la situación en la que estos conflictos se suscitan, junto al diagnóstico de las instituciones —como sería el caso de la justicia penal— que deben tomar parte en aquellas disputas. Por el otro, están las estrategias conocidas como instrumentales que intentan «aggiornar» a las mencionadas instituciones, junto a las estrategias que buscan prevenir o neutralizar los fenómenos violentos y delictuales, llamadas sustantivas. En síntesis, «la gestión estratégica del control del delito, asentada en el desarrollo tanto de estrategias sociales como policiales y jurisdiccionales, constituye el núcleo fundamental de la política de seguridad pública» (Ibíd.: 70). El problema aquí es que hay muchos actores que no están específicamente interesados en controlar el delito, dado que sus indagaciones tienen relevancia en la reflexión acerca de ese control, como por ejemplo los filósofos y los sociólogos. O como en el caso de algunos grupos de presión que intenten propugnar por un cambio legislativo con el cual, si bien buscan controlar algún tipo de delito, de ningún modo lo hacen «estratégicamente».

Por último, y en la base del cuadrado de la justicia penal, mencionaremos al CCD, definido como:

[…] un dominio relativamente diferenciado, con su propia dinámica y sus propias normas y expectativas hacia las que los agentes penales orientan sus conductas. Los determinantes sociales y económicos del «mundo exterior» afectan a la conducta de los agentes penales (funcionarios policiales, jueces, funcionarios penitenciarios, etcétera), pero lo hacen de modo indirecto, a través de la modificación gradual de las reglas de pensamiento y acción de un campo que tiene lo que los sociólogos llaman una «autonomía relativa» [es decir, que presentan] su propia estructura organizativa, sus propias prácticas de funcionamiento y sus propios discursos y cultura, todo lo cual le da un cierto grado de autonomía con relación a su medio ambiente (Garland, 2005: 62-6).

Así delimitado, corresponde tomar a los agentes del CCD —entre ellos quienes trabajan en la justicia penal— en sus relaciones recíprocas y no igualitarias, indagando sus prácticas en función de cómo esas relaciones se van desarrollando7. Conjuntamente, para entender las características del CCD hay que identificar por qué compiten los agentes hacia su interior, qué hace que entren en disputa, aquello que los cientistas sociales suelen definir como «capital»8. En concreto para el CCD, es la posibilidad de definir: qué es el delito (criminalización primaria), qué delito se perseguirá efectivamente (criminalización secundaria), cómo se transmitirán ciertos delitos (delitos y medios de comunicación), cómo se castigarán la comisión de delitos (criminalización terciaria), cómo se especulará con algunos delitos (campañas proselitistas y empresas privadas de seguridad), etc. Según este marco conceptual, quien más capital haya acumulado9, tendrá en este campo mayores recursos para hacer imponer «su» concepción de aquello que debe ser considerado, temido, perseguido y castigado como delito10.

Como dijimos al inicio de este apartado, hubiese sido posible aludir sólo al concepto de CCD, sin embargo creemos que vale la pena hablar de «el cuadrado de la justicia penal» en la medida en que el CCD es su principal sostén y habilita a poner en relación las otras tres categorías que lo configuran. En tanto respuesta institucionalizada al problema del crimen que surge de la experiencia colectiva, debe ser pensado como una sistematización de relaciones objetivas entre una serie de actores de los cuales corresponde mencionar, especialmente, a la policía, la administración de justicia, el servicio penitenciario, los partidos políticos, el ámbito académico (penalistas, criminólogos, sociólogos, filósofos del castigo, entre otros), las agencias de seguridad privada, los distintos poderes ejecutivos junto a las políticas criminales que procuren establecer, los medios de comunicación, las ONG´s involucradas en la problemática de la justicia, el delito y el castigo, y los grupos de presión, cuya acepción más elocuente para nosotros es la de «empresarios morales» (Becker, 2009). De allí que para el CCD en particular, y para el cuadrado de la justicia penal en general, el objetivo no sea el sistema penal, la política criminal o la seguridad pública en sentido estricto, sino «un campo más amplio que abarca las prácticas de actores estatales y no estatales y formas de control del delito que son tanto preventivas como penales […]» (Garland, 2005: 20). Esto implica que no sólo las entidades gubernamentales deben ser tenidas en cuenta, sino también aquellas que sin formar parte del aparato de Estado influyan en la definición de las cuestiones en las que el discurso sobre el delito y la justicia penal estén involucrados, esclareciendo cómo sucede esto, y por qué.

Punitividad

Existen conceptos mediante los cuales se busca esclarecer algunas de las técnicas o dispositivos propios de la justicia penal o estrechamente ligados a ella, considerando a esta justicia como un ámbito concreto de gobierno (O´Malley, 2006). Al respecto, la categoría de punitividad nos parece muy ventajosa, entre otras cuestiones porque permite explorar el papel de la justicia penal en torno a un elemento que por lo general las ciencias sociales suelen minimizar: el de las normas jurídicas. A su vez, el concepto de punitividad sirve para analizar factores y variables que son más claramente perceptibles que los que proponen otras categorías sobre el tema11.

Vinculado al primer motivo que mencionamos, a partir del concepto de punitividad se puede interpretar y problematizar el funcionamiento de la institución judicial respecto del vínculo más o menos directo que dicha institución tenga con la ley, siendo esta última la que debería regular el accionar de los operadores jurídicos. Una cuestión importante aquí es que al hablar de punitividad se suele presuponer cierto predominio en la producción de dolor y padecimiento a ciertas personas por medio de coerción, en especial de parte de las agencias penales que tienen —o deberían tener— atributos legales para hacerlo (Cohen, 1994). Tal como lo formulara Matthews, el término punitividad normalmente conlleva connotaciones de exceso. Es decir, la búsqueda del castigo más allá y por encima de lo que es necesario o apropiado. En consecuencia, representa más que dar a cada uno «su justo merecido». Implica la intensificación del reparto de dolor, ya sea extendiendo la duración o la severidad del castigo más allá de la norma. Para decirlo de otra forma, la noción de punitividad sugiere un uso desproporcionado de las sanciones y, consecuentemente, una desviación con respecto al principio de proporcionalidad (2009: 10).

En esta descripción, la justicia penal asume un papel significativo puesto que es la agencia encargada de imponer los castigos, y supervisar que en la práctica dichos castigos no se extralimiten. Por lo tanto, así entendida la punitividad, lo que hace emerger son cuestiones relacionadas con los cambios en las expectativas normativas y en las sensibilidades públicas respecto de lo cual los tribunales son —o deberían ser— los mediadores por excelencia, puesto que el Estado les otorga esa tarea. Como consecuencia, para sostener que hay un incremento en la punitividad en un período determinado es imprescindible definir qué se considera aceptable y qué intolerable, siendo la ley y su aplicación dos parámetros importantes para arribar a una respuesta: ¿Se han vuelto las normas penales más severas? ¿Representan las exigencias y reclamos de la ciudadanía? ¿Son producto de políticos irresponsables y demagogos? ¿Participan expertos en su discusión y confección? ¿Cómo las aplican los actores judiciales? Estas preguntas deberían ayudar a comprender más cabalmente las particularidades y tipologías de las sanciones penales, evitando homogeneizar prácticas tan disímiles como las formas de vergüenza y estigmatización públicas, los registros de pedófilos, el uso de la prisión preventiva, los distintos grados de severidad en los castigos, sólo por mencionar algunos (O’Malley, 1999). Aceptando que hay un mapa creciente y complejo de dichas sanciones penales (Matthews, 2009), al menos parte de la búsqueda debería orientarse a indagar si en efecto las condenas que emite la justicia penal resultan más prolongadas en el tiempo y, si como consecuencia de esa mayor duración, existe un número excesivo de personas en las cárceles (Sozzo, 2017).

Acerca de la segunda cuestión por la que el concepto de punitividad nos parece más pertinente, cuestión ligada a la posibilidad de analizar factores y variables empíricos, es importante recordar que los vínculos demostrables de la justicia penal con categorías como las de riesgo, nueva penología o actuarialismo, parecen ser más discutibles de lo que se ha sugerido, tanto en los países centrales igual que en los emergentes. Si uno toma como referencia los variados ejemplos que han sido señalados en la literatura internacional, la evidencia indica, bien que están muy delimitados en el espacio y el tiempo, bien que son más simbólicos que palpables. Muestra de esto pueden ser las leyes de los three strikes, que implican condenas presuntivas y obligatorias, cuyo impacto ha sido menor al esperado12. Otro caso semejante es el de las leyes que establecen mínimos obligatorios para las condenas, respecto de los cuales existen cláusulas de excepción que facultan a los jueces a aplicar otra condena (Tonry, 1999). Ambos supuestos, entre otros, permiten insinuar que los integrantes de la justicia penal no son necesariamente arrastrados por criterios o parámetros ligados al riesgo o al actuarialismo, y en este sentido, que no implementan mecánicamente las políticas penales cuando las creen inadecuadas. De allí la importancia del concepto de punitividad, puesto que habilita el análisis del papel que juega esta justicia respecto de propuestas ligadas a las expectativas normativas y a las sensibilidades públicas en relación a lo que se considera aceptable o intolerable en la sociedad13.

Más allá de los inconvenientes que el mismo concepto de punitividad entraña, desde nuestro punto de vista sigue siendo valioso, e incluso más útil que otras categorías, para analizar el desempeño de la justicia penal. En lo fundamental porque permite problematizar el fenómeno de la población encarcelada ubicando —junto con cuestiones demográficas, índices de condenas y absoluciones, tipos de delitos y víctimas, progresividad de la pena y salidas anticipadas— al funcionamiento de la justicia penal en un lugar relevante.

Estado penal

Más recientemente se ha propuesto la categoría de estado penal como un intento de precisar las características de la penalidad y los procesos fundamentales que la determinan, ligados por ejemplo al derecho, la política y las prácticas penales. Asimismo, este término puede ser visto como un ajuste conceptual de Garland respecto de lo que había sido su definición anterior de campo del control del delito, la cual fue señalada por llevar a cabo un uso débil del marco teórico de Bourdieu (Kostenwein, 2011). Según el mismo Garland:

En mi utilización, el concepto de «estado penal» no es un concepto crítico. Es usado en un sentido neutral y no valorativo para describir las agencias y autoridades que producen las normas penales vinculantes y que dirigen su implementación. […] Y ningún estado «es» un estado penal, pues la penalidad es sólo un sector estatal entre muchos y, raramente, uno dominante (2016: 29-30)14.

De acuerdo con esto, el estado penal no se orienta a lo que comúnmente se conoce como sistema penal, conformado por la policía, la justicia y la prisión, sino al conjunto de expertos que conducen, gestionan y supervisan lo que ocurre en dichas instituciones con sus integrantes. Este planteo obligó a Garland a diferenciar:

entre el ejercicio del poder penal y los dispositivos mediante los cuales ese poder es ejercido. «Estado penal» alude al liderazgo penal y a su autoridad, no a la infraestructura penal que este liderazgo dirige. La penalidad (el campo penal), debería ser entonces distinguida del estado penal (las instituciones gubernamentales que dirigen y controlan el campo penal) (Garland, 2016: 29-30).

Por lo tanto, la tarea principal aquí es identificar y analizar la actividad de los actores que tienen a su cargo comandar aquello que se hace en el campo penal cotidianamente. Este último estaría conformado por todo lo que hacen las personas día a día en tanto funcionarios o agentes de la policía, la justicia y la prisión, en cambio el estado penal se vincula con «aquellos aspectos del estado que determinan el derecho penal y que dirigen el despliegue del poder de castigar». Haciendo una rápida enumeración, dicho estado penal abarcaría la esfera penal de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como por ejemplo cuando se sancionan leyes penales, se aprueban recursos y fondos presupuestarios para las instituciones penales, o se producen lineamientos acerca de la interpretación y resolución de causas penales. A esto se puede sumar los grupos que gestionan la ejecución diaria de la política penal orientando las diferentes reparticiones y dependencias penales15. En síntesis, referirse al «estado penal» es aludir a las estructuras e instituciones del estado, siempre y cuando influyan en el poder de castigar y a las elites de las instituciones de la justicia penal que están encargadas de dirigir y desplegar dicho poder.

Esta definición del estado penal le permite a Garland afirmar, con cierta audacia creemos, que las variables culturales o políticas pueden condicionar las conductas y prácticas de los actores penales «sólo en la medida» en que —dichas variables— sean transformadas en leyes y cuenten con apoyo del aparato burocrático. Nos parece difícil afirmar, de manera tan contundente, que factores culturales, políticos o sociales sólo gravitan en la práctica penal si se traducen en normas jurídicas y gozan del respaldo de las fuerzas administrativas16. Sin embargo, dicha contundencia es la que permite sostener que son los rasgos y particularidades de cada estado penal los que convierten causas sociales determinadas en efectos penales específicos.

Las dimensiones a partir de las cuales Garland construye su tipo ideal de «estado penal» que acabamos de definir son cinco: autonomía estatal, autonomía interna, control del poder del castigar, modalidades de poder penal, y capacidades y recursos de poder. Acerca de la autonomía estatal, podemos entenderla como el mayor o menor condicionamiento de las instituciones del Estado respecto de la sociedad civil en general. Esto implica precisar de qué manera afectan a las agencias estatales las demandas provenientes del afuera17.

La autonomía interna, por su parte, se explica analizando la potestad del mismo estado penal respecto del conjunto de dependencias e instituciones del estado en general. Aquí se trata de pensar qué tipo de relaciones se desarrollan entre los actores pertenecientes al estado penal y el resto de las agencias estatales que compondrían el campo de poder (Bourdieu, 2001)18.

La tercera dimensión del estado penal se vincula al control del poder de castigar, y más en concreto, a los actores que supervisan su desarrollo (Savelsberg, 1999). Dicha regulación puede estar dirigida por distintas instituciones, desde los legisladores que sancionan leyes penales o de ejecución penal, pasando por fiscales y jueces, a quienes se les encarga la etapa de cumplimiento de la pena, a los administradores de prisiones, llegando al patronato de liberados, entre otros19.

Un cuarto componente del estado penal se relaciona con las modalidades del poder penal, las cuales pueden asumir diversas formas y múltiples finalidades, como el encierro y el tratamiento, el aislamiento, las sanciones restaurativas, el castigo vergonzante, la integración a la comunidad, llegando en algunos casos a la pena capital20. El quinto y último elemento del estado penal, según Garland, es el de las capacidades y recursos que posee el mismo vinculados a la variable cuantitativa, es decir, aquello referido a la mayor o menor dosis en la imposición del castigo distinguiéndose de las modalidades del poder penal que se orientan por criterios cualitativos, sean positivos como las sanciones dirigidas a la integración, sean excluyentes como el encierro y aislamiento21.

Como conclusión de este apartado podemos decir que el tipo ideal de «estado penal» construido por Garland debería servir para identificar y reflexionar sobre el papel, entre otras instituciones, de la justicia penal dentro y fuera de dicho estado penal. Además, ayudaría a analizar el grado de autonomía que posee este último frente a la sociedad en general, y frente a los otros actores e instituciones que lo conforman, o lo que es lo mismo, si la libertad de movimiento de la justicia penal ha sido modificada, y en caso afirmativo, con qué consecuencias. A su vez, si en el control del poder de castigar la justicia penal tiene preponderancia respecto de las legislaturas y los servicios penitenciarios, a lo que se suma la importancia de saber cuánto conocen los actores judiciales sobre el espacio carcelario (Gauna Alsina, 2017; Basile, 2015). Y como consecuencia de lo anterior, qué relevancia tiene la justicia penal respecto de las modalidades en el ejercicio del castigo, y la intensidad con la que el mismo se pone en práctica.

Modelos para un campo en desarrollo

Habiendo presentado las disciplinas, actividades y conceptos que involucran a la justicia penal, parece oportuno decir que aquello que existe es un tema común, pero no abordajes comunes sobre dicho tema (Downes y Rock, 2010). En este sentido, es importante señalar ahora de qué manera la sociología de la justicia penal ofrecería renovados elementos para comprender sus dinámicas internas y externas, facilitando observaciones que únicamente a partir de tales disciplinas, actividades y conceptos no podrían ser pensables (Lahire, 2006). Como consecuencia, para la sociología de la justicia penal “el alto nivel de abstracción, la simplificación excesiva, la generalización falsa, el descuido de las variaciones” (Garland, 2005: 10) no sólo son costos, sino impedimentos para su propio progreso como espacio de investigación en sentido estricto. Más allá de las particularidades de países, Estados, jurisdicciones o departamentos, el trabajo de la justicia penal que interesa a este campo en desarrollo   abarcaría —en términos generales— desde que se inicia la investigación por la comisión de un delito hasta el egreso de aquellas personas que efectivamente estuvieron encarceladas en unidades penitenciarias22. De esto se pueden desprender, al menos, dos cuestiones importantes: la primera es que hacia el interior de la justicia penal hay  áreas, jerarquías e instancias, que hacen difícil hablar de dicha institución como un todo homogéneo. El segundo argumento es que para analizar su funcionamiento, además de esto último, debemos reparar en las relaciones que dicha justicia penal mantiene con otros actores e instituciones sociales que —con cierta laxitud— ya definimos como «extrajudiciales»23.

A su vez, desde un punto de vista sociológico, el papel que representa la justicia penal en la comunidad puede ser estudiado priorizando, bien elementos «profundos», bien elementos «próximos» (Garland, 2016). Aunque no se trata de explicaciones excluyentes, a menudo tienden a superponérselas, confundiéndose asuntos que implican procesos que se desenvuelven a lo largo del tiempo de otras formas específicas por medio de las cuales los tribunales penales se posicionan frente a problemas coyunturales24.

Existen importantes investigaciones que pueden servir como modelos para entender sobre las causas profundas y causas próximas, delimitando mejor aquello que forma el universo social específico de la justicia penal aquello que los sociólogos suelen definir como su autonomía relativa. En este caso, se trata de dos estudios acerca del problema del encarcelamiento, problema que no puede conocerse sólo a partir del funcionamiento de la justicia penal, aunque tampoco puede entendérselo sin el análisis de este último. Entonces, ¿de qué forma interpretar la relación entre ambos elementos? A su vez, ¿qué vínculos existen entre justicia penal, encarcelamiento y tasas de delito? La mayor cantidad de delitos junto a su respectiva gravedad, ¿son decisivos para que haya mayor número —y/o mayor severidad— de condenas? ¿O en realidad la justicia penal actúa principalmente en base a reclamos ciudadanos y políticos sobre el tema? ¿Cómo afecta a todo esto el accionar de las fuerzas de seguridad? ¿Es la justicia penal un epifenómeno que legitima el problema «real» que es el de la represión al desorden social, especialmente en períodos de alto desempleo o desorganización económica? Desde la sociología de la justicia penal, el esfuerzo debe estar orientado a demostrar que esta institución no es un reflejo de otros problemas más significativos sino un campo que en sí mismo debe ser investigado y comprendido.

Pero esta demostración debe estar apoyada en elementos concretos y no sólo en disquisiciones teóricas, de allí el gran mérito del trabajo pionero de Feeley, M. ([1979] 1992) en el cual se puede observar que muchos procesos penales que podían terminar con personas condenadas y encarceladas, solían ofrecer otro desenlace por cuestiones no exclusivamente jurídicas. Si bien la gravedad de los cargos era importante, también adquiría relevancia, por ejemplo, la relación entre el acusado y la víctima. Esto significa que tanto para el juzgado como para la fiscalía, si en un asalto la víctima y el acusado se conocían, tendía a considerárselo un problema social —familiar, barrial— y no como un hecho criminal. En la práctica, la consecuencia más relevante era que este tipo de eventos se interpretaba de una manera menos severa, independientemente de que nada de esto se encuentre legislado bajo esos parámetros. Feeley reconoce también otros elementos como la confiabilidad de la víctima y de los testigos o los antecedentes del acusado. Acerca de esto último, si se trataba de su primer arresto, podía pensárselo como un traspié del imputado, pero si había sido encarcelado en varias ocasiones se lo calificaba de «verdadero delincuente». También influía favorablemente si se trataba de alguien que estudiaba, o que tuviese un empleo estable, o si poseía una familia y si dicha familia mostraba implicación al respecto. Sin embargo, lo que más llamó la atención de este autor fue que en términos porcentuales —cerca del 50 %— la justicia penal se comportaba de una manera muy indulgente puesto que retiraba los cargos evitando que el proceso avance. La conclusión del trabajo de Feeley es que la mayoría de los actores judiciales evaluaban como demasiado alto el costo que debían afrontar personas que, luego de ser arrestadas, ingresaban en la dinámica de la justicia penal llegando hasta la sentencia, más allá de ser condenadas o absueltas. Fundamentalmente porque llegar hasta dicha instancia suponía debilitar los lazos familiares, no poder asistir al trabajo —incluso perderlo—, o tener que contratar un abogado en el caso de no aceptar al defensor público. Todo esto es lo que el mismo Feeley resumió bajo la insinuante afirmación de que el verdadero castigo no era tanto la condena como el proceso penal en sí mismo.

Otra investigación en la cual se ofrecen aportes para problematizar la relación entre encarcelamiento y justicia penal es la de David Downes (1988). Allí se busca comparar dos sistemas judiciales, el de Holanda y el de Inglaterra, que entre los años 1945 y 1975 vieron cómo de manera persistente se incrementaban sus tasas de delitos. No obstante, este fenómeno supuso en el mismo período efectos considerablemente distintos: en Holanda el número de personas presas se redujo a casi la mitad, y en Inglaterra se duplicó. La pregunta, entonces, es ¿por qué? El trabajo de Downes demuestra que ambas justicias penales tenían diferentes composiciones y relaciones tanto judiciales como extrajudiciales, las cuales forjaban distintos modos de gestión. Más concretamente, en Inglaterra los criterios utilizados para las sentencias no eran producto de un acuerdo alcanzado entre el ámbito penal y el campo de la política sobre estándares aceptables respecto de cómo y cuánto condenar. Por el contrario, las tasas de encarcelamiento derivaban de resoluciones individuales de magistrados —y en este sentido, carentes de planificación institucional— que no eran pensadas estratégicamente. Aquí, la falta de concordancia entre el ministerio de justicia y la justicia penal —apoyada en primer lugar en la demanda de independencia judicial— impedía la coordinación de lineamientos generales respecto de qué manera abordar el problema de la prisionización. Al analizar el caso holandés, Downes advirtió que su ámbito penal se configuraba a partir de vínculos más cooperativos entre juzgados, defensorías, fiscalías y el Ministerio de Justicia. Estos vínculos hicieron posible generar consensos para que los operadores jurídicos orientaran colectivamente la elaboración y producción de sentencias que impidieran que las cárceles se saturen de personas. Dicho de otro modo, que las medidas tomadas en torno a las condenas penales no eran resultado de las demandas de algún gobernante demagogo o de una opinión pública vociferante, sino de concertaciones puntuales entre la justicia y el sistema político. Tal como lo planteara Garland (2016) al respecto, las características centrales en Holanda eran que la justicia penal estaba en manos de profesionales, grupos de instituciones y agencias sociales, todo esto enmarcado en una cultura especifica dentro del poder judicial. A esto se sumaba la preeminencia de las ideas de rehabilitación y una mirada realmente crítica sobre el recurso de la prisión como respuesta al delito. De todo lo dicho, aquello que para Downes tenía más importancia como variable explicativa en las relaciones entre encarcelamiento y justicia penal en los países bajos era, por un lado, la ideología profesional de los actores judiciales, que partía de valoraciones negativas sobre los efectos de la cárcel. Y por otro, que la misma justicia penal en su entrenamiento cotidiano se encontraba estructurada institucionalmente a partir de acuerdos con el Ministerio de Justicia.

En definitiva, lo relevante de estas dos investigaciones, junto con otras, es que contribuyen a evidenciar que entre la justicia penal y un fenómeno como el del encarcelamiento hay una relación compleja que debe analizarse en sus propios términos, teniendo en cuenta las particularidades, tanto de las instituciones como de los patrones sociales y culturales en los que se desarrolla dicha relación. De esto se sigue que la sociología de la justicia penal debe estar en condiciones de reflejar cómo, y bajo qué criterios, las prácticas dentro de este ámbito están influidas por causas profundas y causas próximas que necesitan ser observadas al calor de fuerzas no sólo sociales, sino también políticas y burocráticas.

Las preguntas centrales de la sociología de la justicia penal25

Nuestra intención al apuntalar y diferenciar la sociología de la justicia penal de otras líneas de investigación sobre el tema no supone excluirlas o prescindir de ellas. Sino ubicar a los tribunales penales en un lugar analítico distinto, considerando que en la especificidad de estos últimos podemos encontrar respuestas mejor fundadas acerca de su funcionamiento que si sólo empleáramos tales líneas de investigación. Esto significa que la justicia penal necesita ser investigada como uno de los factores, y no el menos importante, que contribuye a «traducir» determinadas causas sociales en efectos penales específicos. Planteado esto muy genéricamente, la sociología de la justicia penal debería aportar herramientas para una comprensión más cabal del papel que posee dicha justicia en este proceso de «traducción».

En este sentido, lo que nosotros entendemos por sociología de la justicia penal puede concebirse a partir del quehacer concreto de esta última, tanto hacia su interior como respecto de otras instituciones y actores. O lo que es lo mismo, qué tiene de particular su trabajo y de qué manera —si esto fuera así— influyen otros actores en la conformación de dicha particularidad. Y para lograr avanzar en esta tarea es útil pensar a la justicia penal «trabajando», en movimiento, no sólo a gran escala sino también puntualizando con el mayor detalle posible cómo en lo cotidiano se recrea y mantiene dicha institución.

Con la intención de llevar adelante este tipo de exploración resulta conveniente recurrir a la distinción que realiza Bruno Latour (2008, 2010) entre sociología de lo social y sociología de las asociaciones, partiendo de la suposición de que la justicia penal «no explica nada», sino que «debe ser explicada». En consecuencia, para explicar a la justicia penal buscaremos, como ya dijimos, analizarla «moviéndose», y buena parte de estos movimientos podemos rastrearlos a partir de una serie de preguntas que ayuden a organizar la exploración. Más concretamente, formularemos un conjunto de interrogantes que deberían colaborar para entender con mayor precisión qué hace la justicia penal, y qué hace que la justicia penal haga lo que hace.

¿Con qué trabaja la justicia penal?

Una cuestión significativa a la hora de analizar determinada institución es saber cuáles son los elementos con los que sus integrantes entran en contacto cotidianamente, haciendo de su trabajo algo característico y distintivo (Elster, 1990). El caso de la justicia penal tiene la particularidad de emplear objetos a partir de los cuales circulan argumentos, críticas y justificaciones «judiciales», y que se transforman precisamente en «judiciales» como resultado de esa circulación. Por lo tanto, es necesario lograr ensamblar estas tres cuestiones: los objetos, lo que los actores judiciales hacen con esos objetos, y los efectos que produce la interacción entre los actores y los objetos. Usualmente, en los tribunales penales estos objetos tienden a estabilizar las relaciones entre las personas, «Dictan su conducta a la gente (del mismo modo en que un horario de trenes me indica la hora de la partida), hacen que se mantenga en su sitio y le proponen coacciones que hacen las veces de convenciones tácitas capaces de armonizar sus relaciones y sus movimientos» (Boltanski, 2000: 107). En este sentido, nosotros partimos del presupuesto de que los objetos nos son elementos pasivos sino que tienen capacidad de agencia,

por lo tanto las preguntas que deben plantearse sobre cualquier agente son simplemente las siguientes: ¿Incide de algún modo en el curso de la acción de otro agente o no? ¿Hay alguna prueba que permita que alguien detecte esta incidencia? [Como consecuencia, podemos sugerir que no es lo mismo] golpear un clavo con un martillo o sin él, hervir agua con una tetera o sin ella, buscar provisiones con un canasto o sin él, caminar por la calle con ropa o sin ella, cambiar de canal en la televisión con control remoto o sin él. [Al menos] para los demás miembros de la sociedad sí tienen incidencia y por lo tanto estos implementos, de acuerdo con nuestra definición son actores o, más precisamente, participantes en el curso de acción a la espera de que se les de figuración (Latour, 2008: 105-10).

Esto no equivale a sostener que los objetos determinan el comportamiento de las personas, es decir, que el martillo «obligue» a golpear al clavo, sino a que dichos elementos deben ser analizados como factores que configuran activa, y no pasivamente, la acción. Así las cosas, en la justicia penal debemos analizar bajo estos parámetros a los códigos (Sozzo, 2017), los expedientes (Ciocchini, 2013), las audiencias (Kostenwein, 2018), incluso las cámaras de seguridad (Lío, 2015; 2015b): ¿qué hacen los actores judiciales con ellos?, ¿y cuáles son los efectos que produce dicha interacción? Respecto de los códigos penales y procesales suele formularse una distinción entre aquello que dicen y aquello que hacen los actores judiciales en la práctica: el derecho en los libros y el derecho en los hechos. Esta forma de análisis sigue apelando a una separación estanca entre dos fenómenos que desde nuestro punto de vista deben explorarse articuladamente, es decir, especificar qué hay en los textos legales que habilitan usos y conductas que los individuos llevan adelante. La organización de las normas jurídicas, la regulación específica de los requisitos para una investigación penal, o los criterios para que se configure un delito junto a su respectiva pena, son factores que circulan y dejan rastros en los expedientes, en las audiencias, en las sentencias. Y justamente son esos rastros los que habría que seguir y detectar, o dicho de otra manera, se trata de ubicar el derecho de los libros en los hechos.

Los expedientes y las audiencias son otros de los objetos que promueven la actuación de los integrantes de la justicia penal, y la promueven bajo formas considerablemente distintas. Los expedientes hacen escribir a los actores judiciales, quedando homologado jurídicamente todo aquello que allí se registre: establecen continuidad a partir de la distribución y acoplamiento de distintos sucesos, relatos y contribuciones que provienen de cuestiones que, en los hechos, se encuentran dispersas (Renoldi, 2008; Barrera, 2011 y 2012). Estas intervenciones son agilizadas, organizadas y pasibles de control a partir del expediente, prescribiéndose el modo y la forma en que los actores deben participar en él, y aquello de lo que serán responsables26.

Las audiencias, por su parte, hacen hablar a la justicia penal, en el sentido de que los intercambios se dan oralmente, en simultáneo y en el mismo ámbito. Se trata de un marco de enunciación diferente que obliga a organizar y presentar los argumentos de un modo distinto. Tal como afirma Chateauraynaud, según los interlocutores, según el tipo de audiencia presente, según el grado de simetría de los intercambios entre los protagonistas, somos llevados a decir cosas diferentes teniendo por objetivo decir esencialmente lo mismo, o mejor dicho, defendiendo los mismos intereses y representaciones (2005: 9).

Las audiencias muestran interacciones concretamente situadas a partir de las cuales identificar principios válidos a los que recurren los actores judiciales a la hora de justificar sus posiciones en diferentes disputas jurídicas (Boltanski, 2009)27.

Por último, vale mencionar a las cámaras de seguridad como objeto relacionado a la justicia penal puesto que se han vuelto, al menos en algunos casos, un elemento que está en condiciones de aportar pruebas mediante las cuales se resuelva un delito. El uso de estas cámaras fue creciendo desde ámbitos privados, pasando por su incorporación en vehículos de transporte y edificios públicos, luego a zonas abiertas en tanto disuasivo para ciertos delitos, hasta llegar a esparcirse ampliamente como monitoreo urbano (Lío, 2015). Por lo tanto, estas cámaras surgen y se afianzan en tanto herramienta ligada a la vigilancia en diferentes contextos y con finalidades no siempre homogéneas28. Sin embargo, creemos que hacen falta trabajos que puntualicen en la utilización que hace de este objeto la justicia penal, cómo la introduce a su trabajo cotidiano. Porque en definitiva, si bien las cámaras de seguridad han aumentado en número y complejidad, si bien pueden ser públicas o privadas, quien está en condiciones de atribuirle efectos jurídicos son los tribunales.

¿Con quiénes trabaja la justicia penal?

Otro tema crucial para la sociología de la justicia penal es el de identificar con qué actores e instituciones sociales lleva adelante su trabajo, quiénes son aquellos con los que de manera regular interactúa. Para esto se debe ponderar cuáles son los actores e instituciones que los integrantes de la justicia penal visualizan como relevantes a la hora de caracterizar su desempeño. Más específicamente, se trata de reconstruir las percepciones de los mismos actores judiciales, siguiendo y analizando sus testimonios.

En este sentido, aparecen principalmente cinco elementos a considerar: la policía, el campo político, los medios de comunicación, las ONG´s, y el servicio penitenciario. Si bien es cierto que, por un lado, no se trata de los únicos actores extrajudiciales que pueden mencionarse y, por otro, no son los cinco valorados de manera homogénea, sí se los puede definir como muy importantes.

La policía trabaja «para» la justicia penal, o debería al menos: es su auxiliar en el desarrollo de las investigaciones penales. Sin embargo, hay consenso por parte de los actores judiciales en que esto no es así en la práctica, existiendo posiciones diversas sobre aquello que efectivamente sucede: desde los que afirman que la justicia debe trabajar en conjunto y ponerle límites a la policía en casos de exceso, hasta los más escépticos que sugieren que es la justicia la que trabaja «para» la policía, legitimando todo lo que hace en los hechos esta última (Kostenwein, 2016). A esto se suma que la valoración que hacen los integrantes de la justicia penal de la fuerza de seguridad parece estar fuertemente condicionada por la posición dentro de la división judicial del trabajo (Kostenwein, 2015c)29. En síntesis, la sociología de la justicia penal debería precisar, en cada caso específico, si la policía trabaja «para» la justicia penal, si esta última trabaja «para» la policía, o si existen ciertos excesos tolerados.

El vínculo entre lo que, en términos amplios, podemos definir como campo político y justicia penal es sumamente complejo, entre otras cuestiones porque no es lo mismo para los actores judiciales el ámbito legislativo que la esfera ejecutiva del mencionado campo (Kostenwein, 2016c). Además, buena parte de los actores judiciales para acceder a sus cargos en la justicia, sobre todo los de mayor jerarquía, necesitan de un apoyo o aval —oficial a veces, oficioso en otras— del mismo ámbito político30. Por lo tanto, debemos aceptar que existe un entramado confuso que en no pocos casos produce un condicionamiento real a la justicia penal, y en otros tantos casos, utilidades recíprocas. A su vez, un rasgo que parece tener hoy mayor protagonismo, siempre según los actores judiciales, es el del uso demagógico, y hasta electoralista, que los representantes políticos pretenden hacer de la herramienta penal (Gutiérrez, 2017)31.

Algo que, también según los actores judiciales, más notoriamente cambió en las últimas décadas es la relación entre la justicia penal en la que ellos trabajan y los medios de comunicación, modificando la dinámica hacia el interior de los tribunales. Si bien esto último es un fenómeno difícil de medir y demostrar, quienes forman parte de la justicia penal coinciden en que los medios de comunicación en general se han vuelto una variable estructurante para comprender las decisiones judiciales. Sin embargo, y al igual que con los actores extrajudiciales anteriores, tampoco hay una única valoración de cómo y por qué esto sucedió32. Más concretamente, las expresiones de los actores judiciales ofrecen una imagen variada de los medios, pudiéndose inferir que estos últimos no poseen una capacidad productora autónoma, no pueden intervenir en «el vacío» y erigir en problema algo que no es percibido como tal por parte de los actores judiciales, incluso por la sociedad en general (Morales, 2014). Lo que sí pueden hacer es redefinir ciertos problemas en caso de que existan elementos de interés compartidos (Kessler y Focas, 2014). En definitiva, los testimonios de los actores judiciales debilitan la imagen de una justicia penal avasallada por los medios de comunicación.

Sobre las ONG´s, los actores judiciales suelen tener una valoración positiva, al menos en términos generales. Vale aclarar que existen organizaciones relacionadas a la justicia penal con diferentes objetivos y presupuestos: están aquellas que reclaman un accionar más enérgico de los tribunales, como Madres del dolor o Familiares de víctimas del delito (Cerruti, 2009), y aquellas que asumen una posición más crítica, en lofundamental por los efectos que provoca el uso que hace la justicia de la prisión. Sin embargo, los operadores jurídicos suelen mencionar como hitos dos eventos en los que participaron ONG´s: uno tiene que ver con la presentación conjunta que hicieron, a comienzos de 1997, los abogados de la familia de Walter Bulacio33, la CORREPI, el CELS y el CEJIL, denunciando al Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos34. Lo verdaderamente novedoso aquí no fue la presentación colectiva, sino el reconocimiento con el que empezaron a contar dichas organizaciones. El otro que se menciona es el fallo «Verbitsky», el cual resulta de gran complejidad y extensión debido a los temas que aborda35. En mayo de 2005 la Corte Suprema de Justicia pronunció este fallo que decidió sobre la situación de 6.000 personas que estaban detenidas preventivamente en comisarías bonaerenses. En pocas palabras, la Corte dejó en claro que los tres poderes de la provincia de Buenos Aires estaban involucrados en la situación lesiva por la que atravesaban buena parte de las personas privadas de su libertad en terreno bonaerense.

La justicia penal trabaja también con la cárcel, o lo que es lo mismo, es en los juzgados y tribunales donde se toman las decisiones que pueden llevar a las personas a la prisión. Además, es la misma justicia la encargada de controlar el desarrollo de la ejecución de la condena de aquellos que están encarcelados. Por último, es también dicha justicia la que debe contener a los individuos una vez que han egresado de su etapa de encierro. En consecuencia, las preguntas que surgen son: ¿cómo trabaja la justicia penal con la cárcel? ¿Qué saben los actores judiciales acerca de la cárcel? Actualmente existen pocos trabajos al respecto, dejando en claro que los actores judiciales suelen adoptar una postura escéptica frente a las posibilidades de un tratamiento exitoso en la cárcel, entendiendo por exitoso que las personas egresen con mejor conducta que con la que ingresaron. Sin embargo, esto se complementa con una «distancia que mantiene la justicia penal frente a la prisión [y] cómo se desentiende de los problemas estructurales que la caracteriza, a pesar de que se trata del área del Estado que tiene a su cargo la decisión concreta de encarcelar» (Gauna Alsina, 2017: 68). Y la particularidad de este fenómeno es que los actores judiciales suelen —además de encarcelar no creyendo en el encarcelamiento— considerar que la mayor responsabilidad sobre la situación de las prisiones es del campo político, sin visualizarse ellos mismos como partícipes de esa situación. Esto último debe analizarse teniendo en cuenta que la institución de la justicia penal no promueve en sus integrantes un compromiso con la cárcel, dado que en el desarrollo de la carrera judicial, tanto las vivencias como las costumbres penitenciarias no constituyen un elemento significativo.

¿Entre quiénes trabaja la justicia penal?

Si con la pregunta «¿con quiénes trabaja la justicia penal?» se pretende reconstruir las percepciones de los operadores jurídicos, a partir de esta consigna se busca complementarlo con aquello que expresan esos mismos actores extrajudiciales sobre la justicia penal. En concreto, se vuelve crucial llevar a cabo un análisis comparativo entre «lo que dice» la justicia penal, y «lo que dicen de» la justicia penal, para identificar —en caso de ser posible— puntos de encuentro o controversias.

Así como en la justicia penal no se piensa de una sola forma a la policía, lo mismo sucede a la inversa: los agentes de las fuerzas de seguridad suelen matizar aquello que se representan de los actores judiciales. En primer lugar, lo que se define como «estado policial» permite bosquejar una labor ininterrumpida, constante y permanente de los agentes de seguridad ligada al riesgo, que con frecuencia es desvalorizada —y su sacrificio desconocido— por la sociedad. Esto último sucede en especial respecto de los actores judiciales, quienes —según los mismos policías— tienden a reproducir relaciones asimétricas. En este sentido, los policías reconocen el poder que tienen los funcionarios judiciales sabiéndose subordinados a ellos, lo que se agrava puesto que los agentes de la fuerza interpretan a buena parte de los funcionarios judiciales como una abstracción que desprecia la sacrificada y peligrosa profesión de quienes «arriesgan la vida» cotidianamente. En otras palabras, entienden que el «verdadero policía» como modelo de la actividad policial —lucha dedicada a enfrentar el delito— es depreciado y hostigado por los funcionarios judiciales. Sin embargo, no todos los actores judiciales son lo mismo para los agentes de la fuerza: están aquellos que se posicionan a favor de los delincuentes y están quienes se ubican «del lado de los policías». Los fiscales y jueces posicionados «a favor de los policías» son aquellos que saben de las dificultades del hacer policial y por ello legitiman sus acciones (Garriga Zucal, 2017: 466)36.

Caracterizar a la justicia penal a partir de lo que el campo político sugiere de ella es del todo intrincado, entre otras cosas, porque existen diferentes corrientes e ideologías, y porque además la mayoría de las veces en que los representantes se pronuncian sobre el desempeño de esta justicia es cuando se ha desencadenado algún hecho escandaloso (Schillagi, 2011). Teniendo en cuenta esto último, podemos sugerir que configurado un caso resonante, a quienes suelen atribuirle la responsabilidad los actores políticos es, bien a los actores judiciales que intervinieron en el caso, bien a la justicia penal en general, bien a ciertas lógicas y prácticas arraigadas en dicha justicia. Es cierto que estos tres elementos —individuos, instituciones, prácticas— pueden agruparse en la misma explicación de un hecho escandaloso, sin embargo los aludidos actores políticos parecen necesitar diferenciarlos37.

El modo en que los medios de comunicación reflejan el trabajo de la justicia penal debe pensárselo pluralmente, no sólo por la variedad de imágenes que presentan sino también por la multiplicidad de líneas editoriales que existen al respecto. Una opción es, teniendo como objetivo organizar el análisis, restringir la exploración a la prensa escrita porque brinda la posibilidad de acceder a noticias que quedan registradas, permitiendo un estudio más preciso. Otros formatos o soportes comunicacionales suelen ofrecer crónicas efímeras o fragmentadas, lo que vuelve más difíciles sus tipificaciones. Un resultado provisorio que podemos presentar es el de seis figuras a partir de las cuales dicha prensa representa a la mencionada justicia penal 38. Hay cuatro que llevan adelante críticas, es decir, que califican a la justicia penal como inapropiada y fuente de indignación, más allá de que lo hagan invocando consignas diferentes, incluso incompatibles: menosprecio de las víctimas, desprovista de la rapidez, reforzando la selectividad penal estructural y legalizando los excesos del poder político. Ahora bien, la prensa escrita no ofrece sólo reconvenciones sobre la justicia penal: hay al menos dos imágenes en los periódicos que destacan lo que la citada justicia hace correctamente de acuerdo a sus obligaciones, sea esto desde el comienzo del proceso penal, sea hacia el desenlace. Se trata de noticias en las que se hace circular afirmaciones por medio de las cuales se justifica y confiere sentido positivo a la administración penal de la justicia, lo que favorece cierto apoyo a la necesidad de que esta última actúe como actúa (Kostenwein, 2016b). Si tomamos en cuenta lo dicho, surge que en el ámbito de la prensa escrita la justicia penal parece edificarse en base a críticas y justificaciones que provocan tanto un efecto de sustento y de cuestionamiento.

Acerca de las ONG´s, nos limitaremos a recordar lo que dijimos al inicio de este trabajo cuando aludimos a estas últimas como aquellas que, mediante informes y documentos, consiguieron que los tribunales penales asuman protagonismo más allá de lo estrictamente judicial. En este sentido, expresamos que las actividades de estas ONG´s hicieron posible que la justicia penal asuma el carácter de problema público, y esto por dos motivos: el primero es que se visualizó como cuestionable su desempeño por diferentes actores sociales, y el segundo, que se presentaron distintos diagnósticos sobre cómo mejorar dicho desempeño. Por lo tanto, incluso más allá de los cambios logrados por estas agrupaciones, la centralidad de la justicia penal en los informes y documentos de las ONG´s sirve para advertir cómo estas últimas han logrado la visibilización de aquella en la agenda pública.

Ahora cabe señalar qué impresión hay de la justicia penal hacia el interior de la cárcel, en particular, cómo la evalúan aquellos que resultan ser el grupo más vulnerable allí: los internos. Como primera cuestión, estos internos tienen en sus procesos judiciales la información acerca de cómo se desarrollan sus causas, lo que en muchos casos los obliga a agudizar el ingenio y encontrar la forma de acceder a esos datos provenientes de la justicia penal. Y el modo por excelencia en el que circulan estos datos es el escrito judicial, a partir del cual una persona detenida interactúa con la justicia, sea para requerir una audiencia o cualquier tipo de demanda con respaldo en la ley de ejecución penal. Ahora bien, este instrumento —que se transforma en el mecanismo por el cual circula prácticamente toda la comunicación entre los internos y la justicia penal— no está del mismo modo al alcance de todos los encarcelados. Entre otras cosas porque quienes deben confeccionarlos son los mismos internos, puesto que sus defensores —que en la mayoría de los casos son oficiales— o el procurador —empleado judicial que debe facilitar el vínculo entre internos y la justicia penal— no suelen realizarlos. A esto se suma que sólo unos pocos de los internos tienen el conocimiento necesario para saber de qué modo se debe realizar una presentación que resulta ser sumamente estandarizada y con un lenguaje técnico intrincado (Basile, 2015)39.

¿Contra quiénes trabaja la justicia penal?

Una cuestión que aún hoy sigue provocando controversias es, respecto del trabajo de la justicia penal, si lo relevante resulta ser el hecho ilícito o la persona infractora. Es probable que se necesite integrar ambas tesituras, más que oponerlas como si en alguna de las dos hubiese una síntesis superadora. Una respuesta cómoda, incluso bienintencionada, podría ser que aquello que es objeto de la justicia penal sería el hecho delictivo, por lo tanto la justicia penal trabajaría «contra el acto» que está tipificado por las normas penales. Ahora bien, hay cierto consenso en que no se puede explicar el trabajo de la justicia penal si pensamos únicamente en los actos delictivos. Y en este sentido, parece más oportuno preguntarnos «contra quiénes» trabaja o a quiénes procesa, enjuicia y eventualmente condena la justicia penal. Y entonces aparecen las figuras del criminal, el delincuente, o como suelen llamarlo los mismos actores judiciales, «el cliente». Esta expresión representa el modo en que los operadores jurídicos se apropian, al menos en parte, de su propio trabajo, identificando primeramente a «alguien» que hizo algo, y no a «algo» que hizo alguien. Esto último es lo que justifica que planteemos la pregunta del modo en el que lo hacemos: la justicia penal define como su trabajo el hecho de ir en contra de las personas que comenten delitos, y no en contra de los delitos que comenten las personas.

Existen diferentes enfoques que han tratado de pensar las razones y los contextos a partir de los cuales las personas que cometen determinados delitos se vuelven «clientes» de la justicia penal, junto con los efectos que todo esto trae aparejado. Habiendo consenso sobre la selectividad con la que se persigue a la clientela, en el sentido que los operadores jurídicos reconocen que no a todas las personas que comenten delitos se las reprime, las claves para entender dicha selectividad son —si bien todas con trasfondo social— preferentemente económicas, políticas, raciales o culturales.

El primero de estos enfoques sugiere que la justicia penal trabaja contra aquellos que pertenecen a la clase social más desaventajada, cuyas expectativas de progresar lícitamente en un sistema como el capitalista son realmente improbables (Wacquant, 2004, 2010; De Giorgi, 2006). Persiguiendo a estas personas, la justicia penal se vuelve un reaseguro respecto al mantenimiento o profundización de condiciones de vida desiguales, siendo esto más importante incluso que el daño social que los delitos puedan ocasionar.

Están, por su parte, quienes vinculan las características y magnitudes de la clientela de la justicia penal a manejos del ámbito político, en lo primordial, al uso electoralista que se haga del modo en que la justicia penal debe administrar sus sanciones (Pratt, 2007; Simon, 2011). Aquí se cruzan la búsqueda demagógica de las autoridades por apoyo electoral, con la construcción de consensos en torno a personas o grupos que fácilmente pueden ser identificados por la sociedad como portadores de peligros. La tercera perspectiva es la que más importancia le da a la pertenencia a un grupo o sector de las personas contra las que trabaja la justicia penal, lo que les imprime a sus integrantes un rasgo negativo, es decir, lo acerca más a la posibilidad de volverse un cliente de esta justicia. Varían de acuerdo al contexto, pero ejemplos de esto serían el «pibe chorro», el «bardero» (Rodríguez Alzuela, 2016), o el joven afroamericano perteneciente a un renovado sistema de castas de índole racial (Alexander, 2010).

Por último, podemos mencionar a aquellos que aún valorando los tres enfoques anteriores, aseguran que para entender contra quiénes trabaja la justicia penal, se debe analizar qué tipo de valores o creencias agravian las conductas delictivas que estas personas realizan (Garland, 2005; 2016; Spierenburg, 1984). Esto supone decir que los umbrales de tolerancia y las sensibilidades sociales juegan un papel importante en la conformación de la clientela, la cual no puede explicarse exclusivamente por factores económicos, políticos o raciales.

En definitiva, las personas, los delitos, los factores económicos, políticos, raciales y culturales, juegan diversos roles en torno a la explicación de contra quiénes trabaja la justicia penal, discusión que desde luego no ha sido aún zanjada.

¿Cómo trabaja la justicia penal?

La justicia en general, y la justicia penal en particular, son ámbitos con una tradicional tendencia al hermetismo, en el sentido de resistirse a ser observada o a rendir cuentas por su desempeño (Kostenwein, 2017b). Uno de los grandes inconvenientes que genera esto es que existe poca información disponible al respecto: la justicia es reticente a producir datos y muchos más reticente a que los produzcan otras instituciones o agencias. Dicho esto, también es cierto que en los últimos años esta tendencia no ha seguido una trayectoria uniforme, puesto que para el caso de la Argentina, se puede observar la elaboración de estadísticas e insumos tanto oficiales como no gubernamentales, a lo que se suma —en particular para el ámbito de la justicia penal— un renovado interés por investigaciones empíricas al respecto (Kostenwein, 2017).

Los datos y estadísticas con los que contamos sobre el trabajo de la justicia penal son parciales y nos permiten ver sólo ciertos aspectos de los hechos que esta institución procesa. Sin embargo, no dejan de ser valiosos para ensayar algún tipo de análisis sobre el género, la edad, el nivel de instrucción, los tipos de delitos, o la situación procesal de «los clientes». Los últimos datos oficiales al respecto muestran que en el país hay 76.261 personas detenidas, de las cuales el 95,7 % son masculinos, el 4,2 % son femeninos y el 0,1 % son trans (SNEEP, 2016). A su vez, el 39 % del conjunto de personas encerradas tienen entre 25 y 34 años, el 23 % entre 35 y 44, el 17 % entre 21 y 24, y el 10% entre 45 y 54. Casi el 90 % no posee el secundario terminado, con el siguiente desagregado: el 6 % no tuvo ningún tipo de acceso a la educación formal, el 29 % tiene el primario incompleto, el 34 % ha terminado el primario y el 20 % empezó pero no logró culminar el secundario. Respecto de los delitos cometidos, el 43 % son contra la propiedad, el 13 % por homicidios dolosos, el 13 % estupefacientes. Por último, el 51 % son personas condenadas y el 48 % procesadas.

Sobre las investigaciones empíricas que se vienen desarrollando en torno a cómo trabaja la justicia penal, podemos decir que son dispares respecto a los objetivos y técnicas empleadas. En este sentido, empieza a haber contribuciones que problematizan la utilización de la prisión preventiva sugiriendo que se trata de una práctica judicial que no se reduce a la presencia o ausencia de los riesgos procesales, debiéndose tener en cuenta otros actores no judiciales que pueden influir al respecto (Kostenwein, 2016; Sozzo, 2017; Macchione, 2017). También se está trabajando en las relaciones entre justicia penal e institución carcelaria, insinuando algunas conclusiones provisorias que demuestran el poco —incluso nulo— conocimiento que existe por parte de los actores judiciales en torno a las particularidades de la prisión, lugar al que envían en definitiva a sus clientes (Gauna Alsina, 2017; Basile, 2015). Por último, podemos mencionar exploraciones que reflejan el escaso interés de la justicia penal a la hora de esclarecer sucesos tanto de tortura como de muertes de personas que se encuentran bajo custodia penitenciaria (Gual, 2018). Estas investigaciones, junto con otras, logran un balance positivo respecto de la posibilidad de tomar a la justicia penal como objeto de estudio, puesto que se acercan a la realidad en la que trabajan los operadores jurídicos tomando en cuenta sus percepciones. También se explora el modo en que otras instituciones no judiciales están en condiciones de afectar su cotidianeidad, junto a los discursos y retóricas con los que el trabajo de dicha justicia penal es presentado.

Por lo tanto, pensar cómo trabaja la justicia penal significa ver qué demografía penitenciaria produce a partir de las cifras con las que contamos, junto al modo y las circunstancias en los que las produce: ¿usando altos o bajos índices de prisión preventiva? ¿Con los operadores jurídicos condicionados o no por otros actores   sociales? ¿Conociendo o ignorando la realidad carcelaria? ¿Involucrándose o desentendiéndose de los abusos y la violencia institucional?

¿Por qué trabaja como trabaja la justicia penal?

La respuesta a esta última pregunta debería reflejar, al menos tentativamente, la acumulación de todas las anteriores, o lo que es lo mismo, para poder especificar «por qué» la justicia penal trabaja como trabaja debemos tener en cuenta con qué, con quiénes, entre quienes, contra quienes, y cómo lo hace. Quizá un tanto pretenciosa, la tarea de la sociología de la justicia penal debería ser la de aclarar, entre otros, estos interrogantes ofreciendo demostraciones cabales junto a la mayor rigurosidad conceptual posible. Y al hacerlo, generar marcos más adecuados para poder comprender aquello que sucede, incluso ayudando a quienes integran dicha justicia a interpretar su propia experiencia (Lahire, 2006).

Aquí resulta tan importante puntualizar el papel que queremos asignarle a la sociología como las tareas que podemos verificar que lleva adelante la justicia penal. Entonces, podríamos sugerir que la justicia penal trabaja como trabaja por los datos que existen sobre su funcionamiento y, principalmente, por aquellos que no existen. En simultáneo, si bien construir estadísticas y cifras es imprescindible, no es suficiente para esclarecer las conductas de los actores en una institución, puesto que muchas de estas conductas son visibles y declarables —como por ejemplo redactar algunas fórmulas en los expedientes, o la manera de argumentar en una audiencia— y otras que no lo son copiar y pegar esas fórmulas en los expedientes para ahorrar tiempo, o acordar antes de la audiencia el resultado que ésta va a tener, cuando eso debería dirimirse en la misma audiencia. Muchas de las prácticas de los actores judiciales, que podemos definir como «oficiales», surgen de aprendizajes explícitos y están abaladas por la misma justicia; por el contrario, hay otras prácticas «oficiosas» que se aprenden sin una referencia precisa o un criterio respaldado.

La justicia penal trabaja como trabaja, además, porque es una institución en buena medida estabilizada dentro de la cual no se juega todo de nuevo a cada instante, «donde todo se reinventaría en cada interacción entre los actores según contextos específicos» (Ibíd.: 102). Es muy riesgoso creer que los actores judiciales actúan totalmente liberados del peso de su «propia historia» dentro de la «propia historia» de la justicia penal en la que trabajan. O lo que es lo mismo, hay que evitar suponer que la historia incorporada y la historia objetivada carecerían de anclaje, y no inducir que las prácticas serían el resultado de instancias creativas permanentes.

En síntesis, para intentar entender por qué la justicia penal trabaja como trabaja, la sociología de la justicia penal debe aportar descripciones adaptadas a la singularidad de la institución y de sus particularidades, sin caer en el compromiso desmedido que asumen aquellos que están más preocupados por transformarla que por interpretarla (Latour, 2008).

Conclusión

A lo largo de este artículo hemos intentando sugerir la importancia de consolidar una línea de abordaje sociológica acerca de la justicia penal con la cual favorecer una comprensión de esta institución, sus dinámicas y tensiones tanto internas como externas. Y para lograr un acercamiento a esta cuestión, procuramos identificar qué tiene de específico el trabajo de dicha justicia, y cómo en la conformación de dicha especificidad influyen diferentes actores extrajudiciales, tal es el caso de la policía, el ámbito político y la prensa, entre otros. A partir de estas verificaciones, pudimos reconocer mejor el papel que posee en nuestros días la institución del Estado autorizada para resolver la culpabilidad o inocencia de los ciudadanos.

Luego, señalamos cuales son en la actualidad las disciplinas y actividades que toman a la justicia penal como un ámbito de estudio distinto a otros. Si bien hay un tema común que es precisamente el de la justicia penal, la Filosofía, la Dogmática, la Historia, la Antropología y los Informes de las ONG´s, no tratan este tema de la misma manera.

Más adelante, pasamos a tres categorías con las cuales considerar el desempeño de instituciones y actores que forman parte del fenómeno penal. Al respecto, sugerimos el concepto de «cuadrado» de la justicia penal, compuesto por sistema penal, seguridad pública, política criminal y campo del control del delito, que permite situar a la justicia penal en un lugar destacado facilitando pensar a esta última desde diferentes presupuestos. Con la categoría punitividad logramos rastrear el papel de la justicia penal en torno a un componente usualmente relativizado por las ciencias sociales: el de las normas jurídicas. Además, dicha categoría nos sirvió para analizar factores y variables empíricas como por ejemplo el aumento en las tasas de encarcelamiento y su vínculo con la regulación jurídica. En tercer lugar, aludimos al tipo ideal de «estado penal» para identificar y reflexionar sobre el papel, entre otras instituciones, de la justicia penal junto con el grado de autonomía que posee esta última frente a la comunidad en general, y frente a los otros actores e instituciones sociales.

A continuación, mencionamos la relevancia de los trabajos de Feeley y Downes en tanto investigaciones precursoras para el fortalecimiento de la sociología de la justicia penal como un área de estudio en sentido estricto. En concreto, lo más importante de estos dos trabajos es que permitieron demostrar que entre la justicia penal y el encarcelamiento hay una relación para nada simple que debe considerarse en sus propios términos, teniendo en cuenta las particularidades de las instituciones y los patrones sociales y culturales en los que se desarrolla esta relación.

Para finalizar, presentamos un conjunto de preguntas con las cuales intentar descifrar «por qué» trabaja como trabaja la justicia penal, para lo cual comenzamos por especificar «con qué» objetos trabaja esta última: tanto códigos como expedientes, audiencias y cámaras de seguridad son dichos objetos, respecto de lo cual señalamos las interacciones entre los actores judiciales con ellos y cuáles son los efectos que produce dicha interacción.

También nos preguntamos «con quiénes» y «entre quienes» trabaja la justicia penal: con el primer interrogante, puntualizamos con qué actores e instituciones sociales lleva adelante su trabajo, tratando de reconstruir las percepciones de los actores judiciales, siguiendo y analizando sus testimonios. Con el segundo, pretendimos complementar las percepciones de estos actores con aquello que expresan esos mismos actores extrajudiciales sobre la justicia penal. Con otras palabras, realizamos un análisis comparativo entre «lo que dice» la justicia penal, y «lo que dicen» de la justicia penal, para identificar puntos de encuentro o controversias.

Consideramos relevante, además, señalar «contra quienes» trabaja la justicia penal para lo cual fue resultó decisivo advertir que los actores judiciales piensan primeramente en «alguien» que hizo algo, y no a «algo» que hizo alguien, de allí que la justicia penal define como su trabajo el hecho de ir en contra de las personas que comenten delitos, y no en contra de los delitos que comenten las personas.

Por último, indagamos acerca de «cómo» trabaja la justicia penal, para lo cual rastreamos qué demografía carcelaria produce a partir de las cifras existentes, junto al modo y las circunstancias en los que las produce: si usando altos o bajos índices de prisión preventiva; si con los operadores jurídicos condicionados o no por otros actores sociales; si dichos actores conocen o ignoran la realidad penitenciaria; o si se involucran o no con los abusos y la violencia institucional.

En definitiva, con este trabajo procuramos apuntalar y diferenciar la sociología de la justicia penal de otras líneas de investigación, sin excluirlas o prescindir de ellas. De allí que hayamos ubicado a los tribunales penales en un lugar analítico distinto, aceptando que en la especificidad de estos últimos se encuentran respuestas mejor fundadas acerca de su funcionamiento. Lo dicho supone que la justicia penal necesita ser investigada como uno de los factores, y no el menos importante, que interviene en la «traducción» de determinadas causas sociales en efectos penales concretos. En este sentido, la sociología de la justicia penal puede aportar herramientas para una comprensión más precisa del papel que tiene dicha justicia en este proceso de «traducción».

 

Notas

1 Simon (2011) señala, para el contexto estadounidense, que los dirigentes políticos presentan una imagen de los actores judiciales dotados de un gran poder y proclives a actuar en contra de los intereses de los ciudadanos comunes. Siguiendo el diagnóstico realizado por John Lea, se advierte una «repolitización de la justicia penal, a través de la mezcla altamente volátil de afirmaciones de políticos populistas en torno a la eficacia del encarcelamiento, las posteriores restricciones sobre los derechos del acusado, y la necesidad y efectividad de nuevos poderes policiales» (2006: 320).

2 Otras dos cuestiones importantes para la justicia restaurativa son, en primer lugar, la de la inclusión de los diferentes sectores sociales en torno a la discusión sobre qué actos deben ser regulados por las leyes que aplica la justicia penal, y segundo, la deliberación que dicha justicia podría llevar adelante a la hora de tomar decisiones importantes para la comunidad, decisiones que no se reduzcan a los criterios que «desde arriba» ofrezcan los expertos del derecho (Gargarella, 2008).

3 Algunos de los componentes que permiten entender mejor el tipo de cultura popular existente en materia penal dentro de un contexto específico podrían ser, por ejemplo, los formatos de los juicios (escritos u orales), las discrecionalidades policiales, judiciales y penitenciarias, los movimientos estructurados alrededor de la defensa de los derechos de los ciudadanos (Salvatore, 2010).

4 El realismo de izquierda describe el cuadrado del delito de la siguiente forma: víctima, delincuente, sociedad —control social informal— y Estado —control social formal— forman sus vértices (Matthews y Young, 1993). Poner en contacto estos factores es su propuesta central: «todo delito debe, necesariamente, implicar normas y personas que las violan (es decir, un comportamiento criminal y una reacción contra él), delincuentes y víctimas» (Lea y Young, 2008: 9).

5 Junto con esto, y quizá más importante aún, la categoría «sistema penal» no permite avanzar en el análisis de los motivos por los cuales las agencias que componen este último conformarían un «sistema» (Hulsman y Bernat de Celis, 1991). Por lo general, quienes trabajan con este concepto, incluso los más críticos, se limitan a señalar la ausencia de intereses comunes entre la policía, los tribunales, y las prisiones, lo cual impide entender cómo entran en juego dichas agencias, y las razones por las que para éstas vale la pena hacerlo.

6 Baratta considera engañosa la disyuntiva entre política criminal y política social: «Después que se ha olvidado a una serie de sujetos vulnerables provenientes de grupos marginales o ‘peligrosos’ cuando estaba en juego la seguridad de sus derechos, la política criminal los reencuentra como ‘objetos’ de política social. Objetos, pero no sujetos, porque también esta vez la finalidad (subjetiva) de los programas de acción no es la seguridad de sus derechos, sino la seguridad de sus potenciales víctimas» (2004: 158).

7 Es crucial analizar el «proceso de condicionamiento múltiple y prolongado» por el que atraviesan estos agentes, el cual incide en su accionar, y precisar cómo este «proceso de condicionamiento» lo hace. Para esto último, el concepto de habitus es central, entendido como «aquello que debe plantearse para explicar que, sin ser racionales, los agentes sociales sean ‘razonables’ (condición de posibilidad de la sociología). La gente no está loca, es mucho menos excéntrica o ilusa de lo que espontáneamente creeríamos precisamente porque ha internalizado, mediante un proceso de condicionamiento múltiple y prolongado, las oportunidades objetivas que enfrenta» (Bourdieu, 2005: 191).

8 Todo campo puede equipararse a un «mercado» en el que se engendra y comercia un tipo particular de capital, siempre que evitemos hacer de esto una lectura meramente «economicista».

9 La acumulación del capital puede deberse a la trayectoria, jerarquías logradas, obras escritas, narraciones aceptadas, títulos obtenidos, teorías reconocidas, entre otros.

10 Ejemplos de actores dentro del CCD pueden ser: jueces penales, doctrinarios, profesores de criminología, autoridades policiales, accionistas de multimedios, políticos en campaña, dueños de empresas privadas de seguridad, etc.

11 Supuestos de categorías que buscan esclarecer algunas de las técnicas o dispositivos propios de la justicia penal podrían ser las de riesgo, nueva penología o actuarialismo (Feeley, 2010; O´Malley, 1999), categorías que han sido utilizadas para llevar adelante análisis y diagnósticos de diferentes fenómenos que directa o indirectamente involucran a la justicia penal.

12 Excepto en California, las leyes de los «tres strikes» en Estados Unidos han tenido un impacto más simbólico que estadístico (Shichor y Sechrest, 1996). Y fuera de este país, la inclinación por condenas presuntivas ha sido muy moderada.

13 También en contextos no centrales el concepto de punitividad ha servido para investigar e interpretar los distintos grados de severidad penal existentes. Para el caso de América Latina, se lo ha utilizado para identificar el nivel de dolor o sufrimiento producido por el sistema penal, diferenciando al respecto dos dimensiones interrelacionadas: «Por un lado, el grado de extensión: en principio, un sistema penal es mas ‘punitivo’ que otro en la medida en que aplica penas o medidas de control que jurídicamente no son definidas como penas pero producen dolor o sufrimiento —la prisión preventiva, por ejemplo— a un mayor número de individuos. Por otro lado, el grado de intensidad o severidad: un sistema penal es mas ‘punitivo’ que otro en la medida que aplica penas o medidas de control que jurídicamente no son definidas como penas que producen un mayor nivel de sufrimiento o dolor humano» (Sozzo, 2016: 209).

14 Para un enfoque acerca del uso crítico del concepto de estado penal (Wacquant, 2004; 2010).

15 Ejemplos de quienes gestionan la ejecución diaria de la política penal pueden ser: comisarios de policía, fiscales principales, elites judiciales, altos funcionarios del Ministerio de Justicia, directores de prisiones, Patronato de liberados, entre otros.

16 Hay gran cantidad de prácticas penales que ni se apoyan en normas jurídicas ni gozan del respaldo de las fuerzas administrativas necesariamente, como por ejemplo la delegación de tareas de jueces en sus secretarios o auxiliares, el escaso interés por las muertes de presos ocurridas bajo custodia del servicio penitenciario, la resolución informal de las audiencias previamente a que se realicen en las salas, por mencionar sólo tres.

17 En términos generales, se puede insinuar que cuanta más autonomía estatal exista, mayores opciones tendrán sus integrantes de resistir los reclamos de sectores puntuales o de tendencias electorales. Y como consecuencia de esto, por ejemplo, que las políticas a largo plazo en torno a lo penal no sean interrumpidas a partir de los humores suscitados por algún hecho escandaloso.

18 La cuestión a dilucidar es el papel que las élites penales juegan en los debates y puesta en práctica de políticas que involucran temas en los que estas élites serían expertas, qué grado de prestigio tienen, si son fuente de consulta para autoridades políticas e incluso para los medios de comunicación, y si sus opiniones gozan del respaldo de dichas autoridades o, por el contrario, son poco atendidas y el ámbito en el que circulan se reduce a espacios cerrados carentes de injerencia gubernamental. Lo anterior permite a Garland formular dos hipótesis: por un lado, en la medida que exista mayor autonomía estatal hay más posibilidades de que eso se traduzca en mayor autonomía interna del estado penal. En segundo lugar, que cuando se está frente a una elite penal autónoma aumentan las probabilidades de que se consolide una política criminal que busque optimizar las condiciones penales enfatizando en la corrección y la reintegración de los delincuentes.

19 Estos actores no tienen ni las mismas responsabilidades ni los mismos intereses respecto al control del poder de castigar, asumiendo posiciones distintas al respecto. En la literatura sobre el tema se suele afirmar que desde la creación de la prisión como forma dominante de castigo por medio del Estado, quienes han tenido mayor predominio fueron las autoridades y agentes penitenciarios (Foucault, 2003; Garland, 2006). Sin embargo, desde mediados de la década de 1970 —y como consecuencia del debilitamiento del paradigma rehabilitador— otros sectores han ganado —al menos formalmente— cuotas de poder, tal es el caso de los jueces de ejecución encargados de observar el cumplimiento de la pena de los condenados y su posterior egreso.

20 Es importante conocer de qué forma cada estado penal combina o excluye estas modalidades puesto que cada una de ellas persigue metas específicas y parte de distintos presupuestos acerca del individuo, la sociedad y el castigo. Comparando a los estados penales es que podemos identificar los criterios a los que apelan, en qué magnitud lo hacen y cómo justifican sus decisiones al respecto. O en otros términos, bajo qué retóricas elijen validar, bien los mediosncoercitivos excluyentes, bien el control y la vigilancia de los procesados, penados o recién liberados, bien las técnicas educativas y de asistencia social con el objetivo de reconstruir el vínculo de los penados con la sociedad.

21 Algunas cuestiones asociadas a la capacidad del estado penal son: si está burocratizado y profesionalizado, si los recursos de acuerdo a sus propósitos son o no son escasos, incluso si tiene sus ámbitos de elaboración de información propia. Un estado puede tener una gran capacidad para ejercer poder negativo y una pequeña capacidad para ejercer el poder positivo, o viceversa. Sin embargo, las oscilaciones en las políticas y prácticas de los estados penales deberían ser producto de trayectorias explicables y no de movimientos fortuitos.

22 Es importante aclarar que, en los hechos, la mayoría de las investigaciones son iniciadas por la policía sin la intervención de la justicia penal. En segundo lugar, mencionar que lo que se indaga no es la comisión de un delito, sino la presunta comisión del mismo que luego no se termina por demostrar. Por último, que muchas personas se alojan en comisarías, y no en cárceles.

23 Entre otros, la policía, las autoridades políticas, el servicio penitenciario, las ONG´s, los medios de comunicación.

24 Ejemplos de las causas profundas a las que aludimos podrían ser los diferentes modelos procesales para obtener la verdad, como el sistema inquisitivo y el acusatorio; si la justicia penal es un factor que contribuye a profundizar desigualdades estructurales persistentes o si consigue beneficiar la cohesión de la sociedad por medio de sus fallos. Acerca de los elementos próximos, vale mencionar técnicas, discursos y transformaciones puntuales que hacen a la relación de la justicia penal con agentes judiciales o extrajudiciales, tal sería el caso de una mayor o menor utilización de la prisión preventiva; de los casos resonantes en los que la justicia se encuentra involucrada; de los juicios de enjuiciamiento por medio de los cuales se pretende destituir a actores judiciales del ámbito tribunalicio en función de su mal desempeño. En este sentido, las causas próximas pueden ayudar a entender cómo en un contexto determinado, la justicia penal traduce demandas sociales y políticas en efectos penales.

25 Los insumos utilizados en torno a las siguientes preguntas y provisionales respuestas derivan mayoritariamente de investigaciones realizadas en Argentina en general y en la provincia de Buenos Aires en particular.

26 Con la consolidación del objeto expediente surge la oportunidad para que un nuevo grupo de expertos esté en condiciones de producirlo e interpretarlo legítimamente. En este sentido, la escritura y las estandarizaciones normativas guardan una notoria afinidad con las características que se le adjudican a las burocracias modernas, con el agregado de que el expediente en estas últimas es tomado como un principio administrativo (Weber, 2002).

27 Estas justificaciones, a su vez, pueden ser consideradas como resultado de un acuerdo activo por realizar, y no como producto de fuerzas judiciales —o extrajudiciales— inscriptas de manera irreversible en los hábitos de los operadores jurídicos, predispuestas a funcionar en cualquier circunstancia (Boltanski, 2000; Latour, 2008).

28 Algunas de las perspectivas de investigación sobre el fenómeno de la video-vigilancia son, por un lado, aquellas ligadas a la puesta en discusión del problema con categorías del tipo control social o biopolíticas. Otras que han hecho hincapié en las ventajas reales que las cámaras ofrecen para disminuir la comisión de delitos. Existe una línea de estudio que reflexiona sobre las características y efectos que tienen tales cámaras en el comportamiento de las personas, es decir, cómo afecta dicha interacción en la percepción de las propias personas. Por último, hay investigaciones que exploran de qué forma este fenómeno relativamente reciente de la video-vigilancia es regulado jurídicamente (Lío, 2015b).

29 En las fiscalías, que es donde se encuentran quienes investigan los delitos y por ello mantienen una relación más estrecha con los uniformados, tienden a evaluar con mayor aprobación su desempeño. Todo lo contrario ocurre en las Defensorías, ámbito donde más críticas se le realizan al trabajo policial, enfatizando en los abusos y discrecionalidades con que dicho trabajo se lleva a cabo. En los Juzgados de Garantías, se observa cierta equidistancia respecto de las dos visiones mencionadas porque si bien reconocen atropellos en la actividad de la policía, afirman que esto ocurre porque no hay un control político efectivo de la fuerza (Saín, 2008; 2009).

30 Para Boudieu, lo «oficial» se relaciona al decoro, la dignidad o el pundonor, rasgos que representan la política en estado puro, y que por ello puede afirmarse de manera visible, pública, y dotarse del derecho a la visibilidad. Enfrente estarían todos los poderes ocultos, escondidos, secretos, «oficiosos», vergonzosos, inconfesables (Bourdieu, 2007; Boltanski, 2016).

31 Un caso concreto, según quienes trabajan en la justicia penal, es el de la consolidación de la metáfora de la «puerta giratoria» de las cárceles por medio de la cual los políticos han intentado co-responsabilizar a la institución judicial del problema de la criminalidad (Gusfield, 2014). En definitiva, a partir de la alegoría de una «puerta giratoria» que la justicia generaría, se dramatiza el problema de las condenas y las excarcelaciones.

32 Los actores judiciales tienden a evaluar de diversas maneras a los medios: están quienes le adjudican un papel decisivo afirmando que aquello que se publica en la prensa impacta directamente hacia el interior de la justicia penal. Están quienes —desde cierto voluntarismo judicial— afirman que son los mismos operadores jurídicos quienes deben resistir la influencia de los medios. Y están quienes sostienen que los medios de comunicación se vuelven una excusa para los operadores jurídicos en los casos en que éstos no están dispuestos a tomar una decisión arriesgada (Kostenwein, 2015b).

33 Bulacio fue víctima de la violencia policial mientras aguardaba para ingresar a un recital. Luego fue llevado a la comisaría de la seccional 35 de la ciudad de Buenos Aires. Murió el 26 de abril de 1991. Su caso, emblemático al respecto, llegó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos la cual dicto sentencia en el año 2003.

34 Para Tiscornia, «La presentación conserva buena parte del estilo vehemente y apasionado de los escritos de la causa local […]. Se narra —en forma breve— que Walter fue detenido durante un operativo policial; que cuando ello sucedió gozaba de ´perfecto estado de salud´ y que no existía razón para su arresto; que pocos días después, muere» (2008: 179)

35 El trámite judicial comenzó en noviembre de 2001 cuando el CELS interpuso ante el Tribunal de Casación Penal de la PBA una acción de hábeas corpus en defensa de cerca de 6.000 personas privadas de su libertad bajo prisión preventiva. La denuncia del CELS objetaba las condiciones en las que se encontraban los encarcelados y establecía que esas detenciones debían efectuarse, por prescripción legal, en centros de reclusión especializados. El Tribunal de Casación se declaró incompetente para tratar la acción afirmando que no estaba autorizado a suplir a los jueces propios de las causas individuales, además de que no correspondía tomar una única decisión que englobase las diferentes situaciones procesales. Siguiendo los pasos jurídicos correspondientes, el CELS apeló a la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires, la cual respaldó al TCBA. Luego de este rechazo de la Suprema Corte, el CELS quedó habilitado para recurrir frente a la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

36 Según los mismos agentes, existen operadores jurídicos que comparten los valores de los policías aceptando sus formas de hacer, no siempre legales. Por otro lado, se caracteriza desdeñosamente de «garantistas» a jueces o fiscales que trabajan «a favor del delincuente». Más en concreto, son actores judiciales que ignoran la dedicación y el sacrificio policial, pudiendo generar riesgo tanto en la continuidad laboral como en la libertad de quienes pertenecen a la fuerza.

37 Frente a un episodio concreto, como fue el caso de los jueces del Tribunal de Casación Penal de la provincia de Buenos Aires Horacio Piombo y Benjamín Sal Llargués, estuvieron los políticos que consideraron que era un fallo perverso de magistrados igualmente perversos que debían ser destituidos; estuvieron los que sugirieron que la Justicia Penal es en conjunto burocrática, arcaica y sin ningún tipo de sentido común; y estuvieron aquellos para los cuales son ciertas prácticas judiciales las que vuelven a victimizar a quienes ya fueron damnificados inicialmente por el delito (Kostenwein, 2016c).

38 Utilizamos como corpus los diarios Infobae, La Nación, Clarín y Página 12, cuyas notas fueron tomadas aleatoriamente una por mes desde enero de 2007 hasta mayo de 2015.

39 Además de elaborarse, los escritos tienen que circular, desde la cárcel a la justicia penal y viceversa. Si bien el procurador es el encargado de enviar los escritos, en la práctica los detenidos suelen dárselos a quienes van a visitarlos porque así se aseguran, al menos, que dicho escrito ingresará en sede judicial. Son los familiares o amistades quienes, cara a cara con los actores judiciales, presentan la notificación y en muchos casos contribuyen a que la causa avance de manera más rápida que si el trámite quedara en manos del procurador. En calidad de hipótesis podemos sugerir que el poco conocimiento que tiene la justicia penal de la cárcel redunda en que los internos, para interactuar con esta justicia, recurran a otros internos para «producir» los escritos, y a sus familiares o amigos para hacerlos «circular».

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