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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.21 no.1 Bernal June 2017

 

ARTÍCULO

La opinión pública y la República de las Letras (La opinión ilustrada en la América española, 1767-1810)

Public Opinion and the Republic of Letters (Illustrated Opinion in Spanish America, 1767-1810)

 

Gilberto Loaiza Cano
Universidad Del Valle (Colombia)

Fecha de recepción del original: 5/9/2015
Fecha de aceptación del original: 1/6/2016


Resumen / Abstract

Contribución a una historia comparada de la emergencia de la opinión letrada entre la segunda mitad del siglo XVIII y 1810, según el análisis de varios periódicos de la América española.

Palabras clave: Opinión pública - República de las Letras - Periódicos - Escritores

Contribution to a comparative history of the emergence of the illustrated opinion between the second half of the 18th century and 1810, according to the analysis of several newspapers in Spanish America.

Keywords: Public Opinion - Republic of Letters -Newspapers - Writers


 

Introducción: Momento de mutaciones en el mundo de la opinión letrada

La historiografía latinoamericana coincide en afirmar que entre 1767 y 1810 hubo cierta homogeneidad en los espacios públicos de opinión de las posesiones españolas en América; por lo menos en los lugares que nos interesa concentrar nuestro análisis hallamos la tendencia a una expansión de las formas de comunicación que pasó por algunas innovaciones asociativas y periodísticas. La expulsión de los jesuitas fue punto de inflexión en la relación de la Corona con sus posesiones; aunque la expulsión de la Compañía de Jesús tuvo indudable sello autoritario, pareció dar inicio a una etapa propicia para la circulación de saberes, para cierta expansión asociativa en las coordenadas muy estrechas de la gente ilustrada. Unos han constatado, por ejemplo, un incremento del comercio del libro y un ambiente más propicio para su circulación;1 otros, más recientemente, constatan, además de una "renovación del periodismo", la voluntad de aplicar una política cultural en un variado espectro, que estaba ceñida, en líneas generales, a las coordenadas de la moderada ilustración española.2 Eso entrañó la múltiple tentativa peninsular de modificar los estudios universitarios, de proyectar la utilidad de ciertos avances tecnológicos y científicos, de obtener inventarios de los recursos naturales de sus posesiones y, por supuesto, de expandir los beneficios informativos de la prensa. En los años finales del siglo XVIII, el interés por conocer "papeles públicos" españoles, ingleses, franceses y hasta de otros lugares de América fue parte del proceso formativo de una comunidad letrada interesada en la difusión de sus ideales ilustrados.3 Algunos autores explican una mutación en los intereses lectores en el lapso al que nos referimos; por ejemplo, el abandono de los libros científicos, cuya difusión en América estuvo a cargo de algunos virreyes, y la creciente curiosidad por una "nueva ciencia": la política.4 Es cierto que el ejercicio de la opinión siguió controlado por las autoridades coloniales, que otorgaban, o no, licencias de publicación y mantuvieron una fuerte censura previa; sin embargo, en medio de ese ambiente estrecho para la comunicación, hubo un significativo florecimiento de "papeles públicos" en que se mezclaron la necesidad publicitaria de la Corona con el interés de algunos escritores por cumplir, a veces de modo obsequioso, una labor de agentes de comunicación de los actos de gobierno y de los propósitos ilustrados de la monarquía. Algunos historiadores consideran que hubo en esos años una relación ambigua en que se mezclaron las necesidades de difundir y prohibir, en que hubo desconfianza y a la vez convicción sobre los efectos de la circulación periódica de ideas. Esa ambigüedad produjo momentos de tensión y represalias, pero también consolidó una incipiente esfera de opinión letrada, exclusiva y excluyente, que se plasmó en la existencia de algunos periódicos que sirvieron para forjar las premisas de la opinión letrada permanente, regular, que fue más ostensible y plural después de la coyuntura decisiva de 1808 a 1810.5

Aquellos fueron años de algunas innovaciones en el espacio público. Fue el inicio de un modo de escribir y publicar; sirvió de exposición permanente de un personal letrado que fungió unas veces de escritor, otras de respetado público lector, y más frecuentemente ambas cosas al mismo tiempo. Hizo palpable, por tanto, la existencia de una república de las letras que conversaba regularmente al ritmo de "papeles públicos"; gentes letradas que hallaban comunión en el hecho de compartir el uso frecuente y público de la escritura, cuya utilidad en la evolución de los saberes o en "la felicidad del reino" parecía indudable. El periódico se volvió, desde entonces, fundamento de los mensajes y las prácticas de la Ilustración; prolongación en la América española del racionalismo europeo, de sus propósitos civilizadores y, en el ámbito de la dominación ibérica, sirvió a los proyectos político-administrativos del reformismo de los borbones. La inmediatez del periódico relegó la tradicional importancia concedida hasta entonces al libro y contribuyó a cambios en las modalidades de lectura, porque introdujo, al menos como ideal, un público más amplio que iba más allá del listado de suscriptores; volvió determinante la presencia social de los impresores y fue cimiento de una sociabilidad que condujo a un espacio público más activo, a pesar de las restricciones de la censura previa.

Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, la historia de la imprenta en Hispanoamérica había sido desigual; la llegada del artefacto dependió mucho de la importancia política y administrativa de cada lugar. En el siglo XVI ya había imprenta en los virreinatos de Nueva España y del Perú, pero a la Nueva Granada y al Río de la Plata llegó en el siglo XVIII. Llegó primero allí donde había más riquezas naturales, más población indígena y más urgencias de proselitismo religioso católico. La necesidad de establecer comunicación con las comunidades indígenas en sus diversas lenguas volvió apremiante el traslado de talleres de imprenta o la elaboración de rústicos mecanismos de impresión; los primeros impresos en Nueva España fueron realizados por las congregaciones religiosas y consistieron, en lo fundamental, en obras didácticas bilingües cuyo propósito primordial fue el adoctrinamiento religioso. A eso se agregó, otra vez en el caso de Nueva España, la existencia de una universidad por Real Cédula de 1521. Necesidades semejantes hicieron posible el establecimiento de la imprenta en Lima. La primera máquina de imprenta llegó a Nueva España en 1535, por el empeño de los franciscanos; los jesuitas fueron los baluartes de la instalación de una imprenta en Lima, en 1581.6 Digamos que hasta bien entrado el siglo XVIII, la imprenta fue el instrumento de la publicidad religiosa católica.

En el caso del Río de la Plata suele mencionarse la probable existencia, entre fines del siglo XVII y comienzos del siguiente, y más por invención que por importación, de una primera imprenta al servicio de las labores evangelizadoras de los misioneros jesuitas en las regiones del Alto Paraná y el Alto Uruguay. A este hecho remoto le siguió la instalación de un taller de imprenta donde ya había alguna tradición universitaria, también bajo patrocinio jesuítico; se trata de la imprenta que arribó a Córdoba y comenzó a funcionar en 1766, en vísperas de la expulsión de la Compañía de Jesús. La salida de los jesuitas causó su clausura temprana, casi su olvido, bajo custodia de los franciscanos hasta que a un virrey, tenido por humanista, se le ocurrió recuperarla y trasladarla a Buenos Aires para resolver dos problemas: proporcionarle recursos a un orfanato y difundir las presuntas bondades de la monarquía. Así nació la Real Imprenta de Niños Expósitos en Buenos Aires, de donde salieron los primeros periódicos conocidos: El Telégrafo mercantil (1801 y 1802) y Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807).7

La imprenta llegó tarde al Nuevo Reino de Granada; no hay una larga historia que contar al respecto. Nada que se compare con la tradición impresa en Nueva España o en el Perú. Hay una mención, difícil de verificar, de la llegada de una imprenta a Popayán, en 1669;8 pero, ocupándonos de cosas ciertas, debió llegar por primera vez en 1737, con los jesuitas, e irse también con ellos treinta años más tarde, cuando los expulsaron de América. En 1773 pudo haber un uso marginal de alguna pequeña imprenta en Cartagena y, en definitiva, es en el decenio siguiente que se instala un taller en Bogotá, bajo auspicio del virrey Manuel Antonio Flórez.

En la segunda mitad del siglo XVIII, la imprenta se volvió artefacto importante para el proyecto ilustrado en las colonias americanas, pero su uso tenía que estar moderado por las autoridades; el Estado monárquico acudió a la multiplicación de impresos y, en su mayoría, a hombres sin vínculo con comunidades religiosas para que cumpliesen tareas publicitarias. Los responsables de los periódicos eran unos agentes solícitos -esa es la apariencia- dispuestos a administrar un taller y a redactar "papeles públicos" ceñidos a la censura previa y a la vigilancia de los funcionarios delegados por la monarquía. En la relación hubo algo de conveniencia mutua: la Corona necesitaba ampliar su esfera de influencia en el nuevo continente y a los criollos letrados los animaba asumir tareas tutelares en la sociedad colonial. El periódico propició la síntesis de ambiciones; eso inauguró unos procedimientos de autorización para imprimir, fijó unas condiciones de existencia de un incipiente espacio público de opinión medido por la aparición periódica de "papeles públicos" rubricados, al final de cada entrega, con el sello de superior licencia.

Este ensayo examinará ese momento de mutación del espacio público de opinión, según lo que hemos hallado en la lectura de los más destacados periódicos de la época en varios puntos de las posesiones españolas en América. Con la intención de comparar y sintetizar, hemos leído periódicos de Lima, Buenos Aires, ciudad de México y Santafé de Bogotá, entre 1767 y 1808. Hemos puesto limen en 1808 porque suponemos, como suponen otros, que a partir de ese año comienza una etapa muy diferente en la historia de la opinión pública y, quizá más precisamente, en la historia de la cultura letrada en Hispanoamérica. Tres asuntos nos parecen dignos de examen: los periódicos, la sociabilidad y la escritura. A cada asunto lo acompaña un supuesto: los periódicos debieron ser un hecho publicitario y escriturario relativamente novedoso por sus ritmos de producción, por su formato, por sus destinatarios. La sociabilidad, así fuese, insistimos, en el ámbito distinguido de una élite letrada y bajo los códigos jerárquicos del despotismo ilustrado, tuvo cambios conexos en las modalidades de intercambio entre los individuos. Nuestra última conjetura es acerca de quienes administraron una escritura vertida en los rígidos moldes de la prensa, escritores subordinados a las autoridades coloniales pero de todos modos situados en un lugar privilegiado de enunciación. Empecemos el examen.

Los periódicos del imperio

Asoma de entrada un dato nada despreciable: para la segunda mitad del siglo XVIII, y más precisamente en el lapso que estudiamos, todas las capitales de virreinato tuvieron periódicos. Periódicos en ciudad de México, Buenos Aires, Lima, Santafé de Bogotá. Los virreyes auspiciaron, en cada lugar, la existencia de un periódico y algunos fueron, además, protectores de los escritores responsables de las publicaciones. La publicidad ilustrada mediante el formato de los periódicos pareció imponerse como parte de la actividad de difusión de la Corona. Desde el siglo XVII ya había un uso frecuente de gacetas semanales al servicio informativo de las cortes europeas; muy ceñidas a la información oficial, publicaban edictos, bandos, pregones, sermones, leyes, discursos, fiestas, juicios, condenas a muerte. Todo aquello que fuese actos de gobierno. En el siglo XVIII, el periódico en Europa se volvió elemento corriente de la publicidad de Estado y animó, con reticencias, a las gentes letradas que seguían encerradas en sus salones, gabinetes, cafés, bibliotecas. Su prolongación en América fue más cautelosa y tuvo que nutrirse de justificaciones que incluyeron evocar el ejemplo europeo, apelar a la necesidad informativa, la importancia de adherirse al circuito de comunicación letrada, algo que equivalía a ponerse en sintonía con los lemas de la civilización.

En el protocolo de las solicitudes de licencia para las publicaciones periódicas se volvió forzoso acudir al ejemplo ilustrado de las cortes europeas; comenzó a decirlo, tal vez, Joseph Antonio de Alzate, cuando propuso el nacimiento del Diario Literario de México, en 1768. Conocedor de los principales "jornales" europeos, sabía cuál era el modelo temático de un periódico destinado a la "utilidad pública".9 Como extensiones del vasto imperio español, las colonias en América, mediante sus individuos letrados, solicitaban participar de esa conversación entre impresos cotidianos, lo que entrañaba unirse al molde general de la civilización y afiliarse a los propósitos ilustrados de las monarquías. La Ilustración era entendida, en los límites de este tipo de publicaciones, como un ejercicio informativo acerca de "nuestras riquezas"; las riquezas de cada virreinato, claro, y de ese modo se participaba en el movimiento general de las ciencias de la época. Podía aportarse un dato novedoso acerca de la naturaleza, del clima, de las condiciones de la sociedad. El periódico podía ser transmisor de las actividades científicas de los "sabios" del reino distribuidos por los territorios americanos; de modo que el periódico era, a la vez, un acto de afirmación de la pertenencia al imperio español, a los ritmos de la ciencia europea y al circuito general de comunicación de conocimientos útiles. Conversar más cotidianamente con Europa y a la vez reproducir sus noticias daba una ilusión de continuidad entre la Corona y sus posesiones americanas.

El decenio de 1790 fue, en el virreinato del Perú, prolífico en la circulación de periódicos. Primero nacieron el Diario de Lima (1790-1793) y el Mercurio Peruano (1790-1795); les siguió el Semanario Crítico (1791). Por supuesto, el primero era el más ambicioso porque se propuso circular todos los días. Según el "análisis" o plan del periódico, la publicación pretendía despertar del letargo "a la mayor parte de la Nación"; se sabe que su propósito duró poco, 249 números, pero esbozó el tipo de cotidiano que podía funcionar en una posesión americana bajo vigilancia de las autoridades virreinales.10 El Mercurio Peruano, más consistente porque quizá tuvo mejor respaldo entre la élite limeña, les adjudicó de entrada a los periódicos una importancia sustancial en el moldeamiento de las sociedades y a partir de ellos podía fijarse "la época de la ilustración de las naciones". Un recuento de lo que había sido la proliferación de "papeles periódicos", en las principales ciudades de Europa, era parte de la justificación de la existencia de periódicos más o menos similares en el sur de América. Reparar una carencia, ponerse a tono con el ritmo informativo europeo, dar noticias del "País mismo que habitamos", ilustrar a la nación, incluso la necesidad de satisfacer la curiosidad femenina, todo eso fue parte de los propósitos fundadores del Mercurio Peruano.11 El Semanario Crítico, que pretendió poco después hacerse un lugar entre el público limeño, caracterizó con minucia a los papeles periódicos como "unos escritos asimismo públicos, dirigidos a la instrucción y enseñanza de toda clase de personas, proporcionando a todas en virtud de su agradable concisión, claridad y pureza de estilo un método fácil, suave y nada fastidioso". El periódico podía ofrecerse como modelo de civilidad, porque podía "suavizar la aspereza de las costumbres públicas" y estaba, además, disponible para muy diversos sectores de la sociedad; su lectura era un hecho expansivo:

Un papel periódico se lee con facilidad en un sarao, en un almacén, en una tienda, en un paseo, en una tertulia, en un café y en un pórtico, sin detrimento de las honestas labores en que suele ocuparse el bello sexo, sin interrumpir el despacho de los negocios públicos, sin contravenir a la necesidad del placer y del recreo, sin temor de molestar a sus amigos, sin acalorar la cabeza, agriar el estómago, ni faltar el respeto de los santuarios.12

Cautivar a un público no era solamente la concreción de un proyecto ilustrado que incluía instruir con la lectura de estos papeles breves, entrañaba además garantizar un mercado lector que permitiera prolongar la vida del periódico. Tanto interés por satisfacer "la variedad de gustos" contenía, sin duda, una preocupación mercantil. Además, los periódicos, en esos años, como lo intentó el Diario de Lima, buscaban situarse en un lugar privilegiado en la ciudad; transmitir noticias comerciales, recordar festividades religiosas, promover ciertas costumbres colectivas, dar a conocer novedades científicas; demostrar, en fin, la utilidad del esfuerzo modelador de la gente ilustrada responsable del papel público.

Francisco Cabello y Mesa, en Buenos Aires, hacia 1800, afirmaba en el prospecto del Telégrafo Mercantil que los "papeles periódicos" se habían vuelto imprescindibles para transmitir "las noticias oportunas físicas y morales".13 Por eso la publicación quedaba atiborrada de adjetivos que debían corresponder a funciones bien definidas en el prospecto, que era, por demás, el primer esfuerzo persuasivo del escritor dispuesto a asumir la responsabilidad de la publicación. Definir las funciones del periódico significaba atribuirle unos predicados cuya concreción, o no, sería, en adelante, uno de los principales motivos de vigilancia de los censores. El Telégrafo Mercantil, por ejemplo, anunció que iba a ser rural, político-económico e historiógrafo. Cada atributo contuvo una explicación; la más interesante, quizá, es aquella en que explica detenidamente el carácter "político-económico" del periódico, lo cual entrañó, para Cabello y Mesa, explicar su concepción, que era la de mucha gente ilustrada del siglo XVIII, de "la Política humana". Era, según sus palabras, "un sistema completo" que incluía, principalmente, "cinco capítulos generales": "1. Sobre las costumbres del Pueblo. 2. Sobre sus leyes salutíferas. 3. La ejecución de estas Leyes por una reglada Policía. 4. Las riquezas y prosperidades de este Virreynato. 5. Su seguridad y grandeza comparativa con los Partidos confinantes y Potencias ultra-marinas".14

Esos postulados concuerdan mucho con los de otros periódicos; casi diez años antes, el Papel periódico de Santafé de Bogotá anunciaba objetivos semejantes.15 Lograr el "conocimiento gubernativo de los pueblos" o examinar "la regularidad de nuestras costumbres" fueron, en las intenciones de la monarquía española, algunas de sus prioridades. Conocer los objetos que rodean a los hombres y conocer a los hombres fueron propósitos incorporados en el programa de control de la sociedad entre los gobernantes del siglo XVIII. Volviendo al caso del Virreinato del Río de la Plata, creado en 1776, algunos estudiosos del período afirman que desde la expulsión de los jesuitas hubo allí una andanada de cambios administrativos que buscaban fijarle unas funciones rentables a aquella parte del sur de América en la órbita de las reformas borbónicas.16 El periódico encajaba en el proceso de racionalización administrativa de esos años; según los propósitos adjudicados bajo el control virreinal, un "papel público" era un dispositivo publicitario legalizado para cumplir funciones de sujeción de los individuos a unas premisas de reorganización del gobierno colonial; y la principal premisa en aquellos lugares que el reformismo borbón buscaba recuperar para su control político tenía que ver con el aprovechamiento de sus recursos naturales, con el conocimiento exhaustivo de los rasgos de aquellos territorios aún bajo su dominio. El despliegue informativo de todos los periódicos que nacieron en América en esa época debía dar cuenta del territorio, de los seres vivos, de los seres humanos.17 El inventario permanente de todo aquello que debía estar sujeto al control de la monarquía. El Telégrafo Mercantil intentó cumplir esas funciones; dio cuenta de la actividad comercial en el puerto de Buenos Aires, se detuvo en las dificultades en el puerto de Montevideo, en las consecuencias nefastas del contrabando, publicó memorias sobre algunas provincias alejadas de la capital. Sin embargo, el periódico no encajó del todo en el proyecto gubernamental, murió relativamente pronto, sin lograr consolidar un listado de suscriptores y con un débil apoyo asociativo de la élite local.

Renán Silva Olarte, en su estudio del Papel periódico de Santafé de Bogotá, halló en la economía el tema central que definió el carácter de esa y otras publicaciones periódicas de la segunda mitad del siglo XVIII en Hispanoamérica. Pero agreguemos que la economía era expresada en ciertas dimensiones propias de las técnicas de gobierno de esa época: innovaciones en el conocimiento y gestión de los recursos naturales; control sobre las costumbres de los individuos, con tal de afianzar habilidades favorables para la producción; redefinición administrativa de los territorios coloniales. Más recientemente, Carlos Villamizar Duarte hace ver que ese periódico era instrumento informativo que buscaba servir de intermediario entre los dictados de la Corona y aquello que podían relatar los notables locales.18 Para las monarquías europeas, la modernización económica pasaba por el aprovechamiento de los territorios bajo su dominio –lo que hoy llaman ecosistemas– y en especial para las reformas borbónicas se trataba de la creación de una estructura racional –tanto en la burocracia como en las ideas– a favor del máximo aprovechamiento económico de sus posesiones en América. En esa tarea racionalizadora, el periódico económico encajaba en el deseo de difundir postulados generales y de arraigarlos mediante aplicaciones concretas.

La corta vida del Telégrafo Mercantil contrasta con la relativamente larga y apacible de su sucesor, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807). Sus 218 números, casi siempre de ocho páginas y en formato de un cuarto de pliego, testimonian la vocación económica de sus promotores. La tríada de sus objetos de interés (agricultura, industria y comercio) quedó definida en los tres primeros números; el periódico, que anunció Hipólito Vieytes, su director, estaba estrictamente inmerso en el sistema de una economía colonial y, sobre todo, acogía las premisas del pensamiento fisiócrata. La agricultura era la actividad económica que dotaba de sentido a la industria y al comercio, pero principalmente era el motor de la actividad estatal; el primer número fue tajante al respecto: "las verdaderas fuerzas de un Imperio crecen o disminuyen a proporción del respeto, o del desprecio que se ha hecho a la agricultura".19 La permanencia del discurso de este semanario pareció sostenerse en la sintonía que logró con las autoridades coloniales y en el apoyo de otros escritores que vieron en el periódico la oportunidad de transmitir con algún sistema un ideario económico. Este periódico muestra dos atributos que comparte con otras publicaciones coetáneas; primero, encajó en el esquema de difusión de la monarquía y en ese sentido fue orgánico dentro de los propósitos organizativos del reformismo borbón; segundo, contuvo un pensamiento económico o, mejor dicho, fue una especie de periódico de autor. Es cierto que tuvo colaboradores insignes, pero fundamentalmente permitió el despliegue del pensamiento económico de Vieytes que, según los estudiosos de su obra, consistió principalmente en el acomodo de las principales tesis de los fisiócratas y del liberalismo económico de Adam Smith a las circunstancias de una colonia española en el sur de América.20

El segundo atributo de este semanario fue rasgo común de los "papeles periódicos" de entonces. Dos explicaciones se nos ocurren; por un lado, la importancia de la figura del autor, el escritor principal o responsable del periódico, tenía cierta preponderancia. Desde la redacción del plan o prospecto se insinuaba un responsable intelectual del periódico, no solamente por la genuina autoría de cada artículo, sino porque tomaba decisiones fundamentales en la recepción de eventuales colaboraciones. El peso de un autor o un escritor responsable ha tenido su impacto en nosotros, los historiadores; solemos hablar, quizá de modo inexacto, del Semanario de Francisco José de Caldas o del Telégrafo de Cabello y Mesa o del Diario de Bustamante o del Papel periódico de Manuel del Socorro Rodríguez; por supuesto, esos nombres propios fueron los principales y a veces solitarios propulsores de cada proyecto periodístico, pero en todos ellos hubo algún tipo de colaboración y de elaboración en que intervinieron otros nombres, así fuese de manera esporádica. Y por otro lado, el periódico era hermano menor del libro; los escritores y los lectores tenían en el formato denso del libro el paradigma de la comunicación escrita. El periódico se sometió a ese formato e intentó reproducirlo a pesar de las dificultades inherentes. Y lo intentó mediante la organización de tomos semestrales o anuales, con índices de materias y autores, orlado con el listado de suscriptores encabezado por las principales autoridades asentadas en la capital del virreinato. El periódico quiso ampararse en la solemnidad del libro antes de lograr su propio lugar en el mundo cotidiano de los impresos.21

Fueron periódicos imperiales situados en las principales ciudades de las posesiones de ultramar. El establecimiento en las capitales virreinales reprodujo las relaciones de poder; la capital transmitía noticias útiles a las provincias, y las élites lugareñas, a su vez, debían entrar en conversación con el periódico situado allá, en tal o cual ciudad principal. Por tanto, reproducía unas jerarquías y una estrategia publicitaria. La fidelidad a la Corona quedaba plasmada en el ánimo "patriótico" con que las gentes ilustradas de cada virreinato contribuían a la información sobre la situación de la población y el territorio. Fueron, en consecuencia, periódicos subsidiarios del modelo comunicativo legado por el periodismo ilustrado español de la segunda mitad del siglo XVIII (que a su vez no ocultaba vínculos con el periodismo ilustrado francés); algunos escritores, como lo diremos más adelante, habían tenido alguna trayectoria previa en los talleres de imprenta de Madrid. El vínculo era tan inevitable como indiscutible en esos años. América no solamente estaba inscrita en el circuito comunicativo de la metrópoli, sino que además era prolongación de un ideario ilustrado y de un espíritu de reformas que tuvieron cauce publicitario en los periódicos. La fundación de periódicos en las principales ciudades americanas significaba, por tanto, volver concreta una idea de nación española alimentada por la difusión de un mismo lenguaje en molde impreso. Los títulos contiguos de publicaciones periódicas; la condición coetánea de algunos periódicos, tanto en Madrid como en alguna capital americana; la semejanza en la organización tipográfica y hasta las alusiones directas a escritores y periódicos de la metrópoli, todo eso informa de una comunidad que compartía un lenguaje de comunicación cotidiana.22

En los periódicos que surgieron entre 1768 y 1808 se repitió la exaltación de los beneficios que podían producir los "papeles periódicos". La gaceta o el papel periódico eran vistos como extensión de la epístola entre particulares, eran cartas públicas, "comunes", que podían cumplir con la función de avisar lo que ha sucedido o se ha dicho en algún lugar; servían además como compiladores de cuanto "conocimiento útil" podría existir. Los responsables de esos periódicos solían sugerir un abanico de temas que, según el sello del "buen gusto", eran las contribuciones más deseables en ese proceso de comunicación entre la Península, la capital del virreinato y las pequeñas realidades aldeanas que el periódico pretendía poner en sintonía. Los periódicos iban reuniendo un inventario administrativo de características, recursos, dificultades y soluciones; todo aquello que pudiese contribuir a la prosperidad y armonía política del reino. En su prospecto, el Papel Periódico de Santafé de Bogotá anunció el deseo de recibir contribuciones intelectuales provenientes de diferentes lugares del virreinato: "Así mismo se darán a luz cuantos papeles análogos a la materia se sirvan suministrarnos los buenos patriotas que se interesen en la perfección de este. Debiéndose entender no solamente los habitantes de la Capital, sino de las otras Ciudades y poblaciones del Reino".23

Escribir en público, y para un público, poseía un atributo multiplicador: "Desde que se halló el admirable Arte de la Imprenta, se multiplican con indecible facilidad los escritos de todas las clases".24 Los papeles periódicos podían difundir "noticias", "asuntos interesantes", "anécdotas literarias". El Correo Curioso, en 1801, repitió el elogio del atributo multiplicador; en su prospecto señalaba que el papel periódico "facilita la circulación en el público de muchas producciones estimables".25 Los responsables del Diario de México, en 1805, le otorgaban a su periódico un amplio espectro de contenidos; la variedad temática era resultante de una de las funciones primordiales del periódico: "entretener el gusto de todos", lo cual delataba el deseo de cautivar a un público lector más o menos amplio.26 Francisco José de Caldas, en el primer prospecto del Semanario del Nuevo Reyno de Granada, en 1808, anunciaba un periódico "consagrado principalmente a la felicidad de esta Colonia";27 luego, al anunciar su periódico para 1809, concebía una intensa comunicación entre todas las unidades administrativas y las autoridades del virreinato, comunicación mediada por el periódico; cartas, memorias, descripciones físicas, todo aquello que hablara con "exactitud y verdad de cada Provincia, de cada Curato, de cada río, de cada montaña, de cada planta" podía ser registrado en el semanario. Este ánimo de exhaustividad informativa hallaba, en el propósito ilustrado de su periódico, una consolidación genuina.28

Los periódicos, a pesar de la brevedad del formato, a pesar de su aspecto fragmentario que solo tenía solución en el momento de completar un tomo, fueron adquiriendo prominencia en el espacio público de opinión. Pero, es lo que nos interesa decir, adquirieron una función normativa cuyas proporciones quizá no hemos examinado debidamente. Fueron insinuando su capacidad reguladora de la sociedad colonial; primero, de modo evidente, como divulgadores de propósitos de reorganización económica en el esquema de subordinación ante la monarquía española. Luego, de modo más sutil, cuando su organización tipográfica y sus secciones temáticas establecieron un ritmo de conversación cotidiana con las gentes letradas de cada lugar. Así se fueron adhiriendo a la conversación cotidiana de los círculos letrados de cada ciudad y cumplieron un papel publicitario en la difusión de los propósitos político-administrativos de la Corona española.

La República de las Letras

En las posesiones españolas en América, antes de la república fue la República de las Letras; antes del advenimiento de un régimen político regido por los postulados de la soberanía del pueblo, ya existía una sociabilidad que reunía y reconocía a los individuos letrados –entre ellos el personal criollo– como individuos capacitados para ejercer algún grado de tutoría mediante la producción regular de impresos. Los periódicos de este tiempo contribuyeron a darle consistencia a nuevas modalidades de relación entre los individuos, pero en el ámbito estrecho de la gente letrada o de aquellos que estuviesen en el circuito de producción y consumo de impresos, siempre bajo la vigilancia monárquica. Los periódicos participaron de varias innovaciones en el espacio público de la segunda mitad del siglo XVIII; los proyectos de reforma universitaria, las expediciones científicas, la apertura de bibliotecas reales, las tertulias y las reuniones espontáneas en cafés y pulperías animaron una sociabilidad expansiva, aun bajo la rigidez jerárquica colonial. La relación más inmediata fue entre el Estado monárquico, representado por las autoridades de cada virreinato, y los "diaristas", "escritores", "literatos", "sabios", "proyectistas" que sostuvieron con sus plumas los periódicos del imperio. Relación basada en la vigilancia sistemática, pero que permitía la existencia de la publicación periódica. Otra relación consecuente se estableció entre el responsable de la publicación y sus más próximos destinatarios; los más evidentes eran los suscriptores, siempre reunidos en las empiringotadas listas de funcionarios de la monarquía, miembros del ejército y del clero. Más distantes, casi marginales, las mujeres y algunos artesanos iniciados en la lectura. Menos documentadas, pero muy importantes, fueron las relaciones emanadas del taller de imprenta, donde una emergente figura social, el impresor, era el eje de conversación en el taller entre el personal letrado y los aprendices; el impresor, en sus labores de distribución, aprendió a establecer contacto permanente, y conflictivo, con voceadores, libreros, correistas, escritores ocasionales.

La conversación con la ciudad fue, en algunos casos, ostensible, como sucedió con el Diario de México al promover la iniciativa individual para enviar colaboraciones escritas. El periódico anunció la existencia de doce puntos de distribución en la ciudad, en loa cuales podían dejarse, en "una caja cerrada con llave [...] los avisos, noticias o composiciones que se quieran publicar por medio del diario".29 La gente letrada de la capital de Nueva España, y las de otras ciudades de ese virreinato, podían sentirse formalmente invitadas por el nuevo periódico a formar parte, así fuese de modo efímero, de la conversación pública que proponían los fundadores del Diario de México.

En Buenos Aires, la necesidad de una vida asociativa conexa al periódico fue una exigencia formal de las autoridades virreinales. La existencia del Telégrafo Mercantil estuvo supeditada a la creación de una asociación literaria; el director del periódico, el peninsular Francisco Antonio Cabello y Mesa, fijó las condiciones de afiliación que ayudaron a delatar su ideal de república letrada. Su proyecto de una Sociedad de Eruditos estuvo basado en una discriminación drástica: "Todos los que entren en esta Sociedad, han de ser Españoles nacidos en estos Reynos, o en los de España, Cristianos viejos y limpios de toda mala raza; pues no se ha de poder admitir en ella ningún Extranjero, Negro, Mulato, Chino, Zambo, Cuarterón o Mestizo".30 El llamado asociativo estuvo dirigido a los "ilustres argentinos", a los "miembros de la sociedad civil" que podían y debían contribuir a la redacción del periódico. Un par de meses después, Cabello y Mesa anunciaba la creación de la asociación. Pero desde antes, el periódico fue fustigado por algunos lectores que consideraban excluyentes en exceso los criterios que había adoptado el editor para instalar la tal Sociedad de Eruditos en Buenos Aires. Respondiendo a las críticas de un supuesto extranjero domiciliado en aquella ciudad, el editor intentó morigerar las condiciones excluyentes que había impuesto. Sin embargo, en sus argumentos acentuó el deslinde entre la "multitud vil e infame" y los "ciudadanos virtuosos e instruidos, capaces de honrar su patria con el esplendor de la virtud y de las letras".31 La Sociedad de Eruditos era el compendio de los ideales de una república letrada compuesta por hombres blancos, ricos, cultos y católicos que podían dedicarse a apoyar con sus versos y su prosa el sosegado desarrollo del periódico. Además, la rigidez casi monotemática del periódico revela una inclinación por satisfacer primordialmente las necesidades informativas de hacendados, comerciantes y funcionarios del virreinato. La República de las Letras pareció ser, en este caso, el resultado de la depuración de las costumbres y de los talentos; fue la selección de gente considerada igual entre los superiores. Fue el lugar en que los hombres ilustrados, especialmente criollos, lograban "elevarse por la cima de su esfera, o igualarse con los mayores hombres", mediante la adhesión a tareas de difusión de la razón y las luces. Los "filósofos mexicanos" o los publicistas de Lima, recordados por Cabello y Mesa, servían de modelo de gentes letradas comprometidas con la elaboración de un periódico.

Para 1808, algunos criollos estaban convencidos -e intentaban convencer- de que eran individuos destinados a desempeñar un papel crucial en la ejecución de reformas ilustradas. Francisco José de Caldas fue, en su Semanario del Nuevo Reyno de Granada, entre 1808 y 1809, difusor del ideal de un individuo que podía y debía ocupar un lugar privilegiado en la propagación de la razón ilustrada mediante los estudios de las riquezas naturales y de los habitantes de un país que, creía Caldas, por su posición geográfica estaba destinado "al comercio del Universo".32 Antes, en 1801, otro periódico neogranadino, el Correo Curioso de Santafé de Bogotá, reivindicó la utilidad pública de la formación de una Sociedad Económica de Amigos del País que reuniera a "altos personajes" encargados de irrigar el buen uso de la razón y de garantizar, en consecuencia, "la felicidad del Reyno".33

Las asociaciones impulsadas en los decenios de 1790 y 1800 intentaron aglutinar a quienes estaban en capacidad, en las principales ciudades de las posesiones americanas, de difundir las luces. Sus nombres y sus propósitos revelan el deseo de emular con las asociaciones científicas europeas. El periódico -y sobre todo sus colaboraciones en el periódico- podía certificar la existencia de sabios capacitados para el diálogo, así fuese subordinado, con los hombres de ciencia de Europa y la asociación servía para formar un grupo estable de redactores que podían responder por la publicación. La República de las Letras pareció ser, en las postrimerías del siglo XVIII y los primeros años del siglo siguiente, la concreción de una sociabilidad que amalgamaba los propósitos políticos y culturales del reformismo borbón con la voluntad gubernativa de hombres ilustrados nacidos en España o en América muy dispuestos a convertirse en publicistas oficiosos. Las asociaciones servían para identificar y consolidar la afinidad entre el Estado y esa sociedad civil reducida a la gente letrada. Formales y selectas, las Sociedades Patrióticas, las Sociedades de Amigos del País y demás prácticas asociativas propiciaban el reclutamiento de una élite dispuesta a contribuir a las tareas de gobierno, al control de la sociedad, al conocimiento de la naturaleza; eso se tradujo, en muy buena medida, en las invocaciones de fidelidad y patriotismo. La apertura de bibliotecas, la multiplicación de lugares de lectura, las expediciones científicas, la llegada de algunos hombres de ciencia, la circulación de novedades bibliográficas y la instalación de una imprenta acompasada con las exigencias de nacientes publicaciones periódicas, todo eso dio sustento a esa especie de sacerdocio laico que los criollos letrados, particularmente, pretendieron ejercer para demostrar que podían cumplir tareas tutelares en sus respectivas sociedades a pesar de las desconfianzas y las restricciones del régimen borbónico. Individuos que se sentían superiores por sus talentos, por su capacidad de difusión de conocimientos útiles, parecían haber hallado, en esos años, los elementos propicios para asegurarse un lugar en la dirección de sus respectivas sociedades.

Escritores vasallos

Los periódicos de este tiempo estaban situados entre la metrópoli y las lejanas provincias; la capital virreinal funcionaba como intermediaria, como correa de transmisión de la voluntad difusora del Estado y de las necesidades lugareñas. Esa situación del periódico ayuda a revelar el lugar y la función que podían cumplir los escritores responsables de esos impresos. Su condición oscilaba entre la subordinación y el privilegio; la subordinación ante las autoridades de la Corona que vigilaban cotidianamente los manuscritos antes de publicar cada número; el privilegio de ser el administrador de la palabra escrita vertida al molde impreso. No era, en consecuencia, un agente autónomo que pudiese decidir sobre los contenidos de un periódico, pero tenía algún grado de incidencia en el moldeamiento de la opinión. Algunos de esos escritores percibieron, además, que al emprender la redacción de un periódico quedaban, inevitablemente, colocados en un ámbito propicio para una conversación a la que era necesario anticiparle reglas. El sacerdote católico Joseph Antonio de Álzate y Ramírez supo que iba a comenzar una conversación con el "Señor Público", y adelantó en su prospecto que iba a usar una crítica "benigna, en cuanto me fuere posible", con la advertencia de que "usaré todo mi derecho (sin exceder los límites del honor) contra quienes me quieren ultrajar".34

El responsable de un periódico asumía la función de editor, el rótulo más evidente y el que parece definir mejor lo que aquellos escritores oficiosos hacían. Por supuesto, escribían, sostenían con su pluma el porcentaje mayor de las cuatro u ocho páginas de un periódico de esa época. Pero hacían algo más que eso: eran custodios del buen gusto, de la moderación o civilidad con que pudieran transmitirse, primordialmente, conocimientos útiles. En el Telégrafo Mercantil, por ejemplo, quedó bien definida la labor del editor cuando en el número 25 Cabello y Mesa decidió describir prolijamente lo que hacía en la preparación de cada edición; así estas líneas destilen alguna ironía, su autor nos suministra detalles valiosos:

Hallábame divertido leyendo la estupenda, la original, la inimitable y única bien ponderada crítica del Autor del Almanak que aquí ahora inserto, y por la que responde a la que le hizo mi suscriptor en el No. 5 cuando interrumpió mi admiración y júbilo un criado que, sin ser sentido, se introdujo hasta mi estudio y me entregó el Papelón que se halla en el No. 12, y con la comunicación o infausto pronóstico de que si no se insertaba en el telégrafo necesariamente (decía su Autor) se disgustaría el Público [...] Leílo una, dos y tres veces en que perdí toda la mañana y pude perder el juicio por no hallarle pies ni cabeza al dicho papelón.35

El testimonio involucra, por lo menos, a un escritor más, así sea ocasional, un criado, un suscriptor, un público y, claro, un editor que lee el remitido varias veces y que evoca cuál ha sido el rumbo de algunos artículos enviados al periódico. Después llegará alguien más al estudio del editor, "un amigo" que le ayudó a discernir sobre si debía publicar el papelón o archivarlo en "el legajo de los inútiles". La justificación para publicar, finalmente, se sustenta en una promesa que el editor le hizo al público: "Porque de no hacerlo faltaba yo a la promesa hecha al público de recibir e imprimir toda crítica que se remitiese aunque fuese contra mis propios rasgos".36 Esto muestra que la redacción de un periódico provocó una relación inevitable y sistemática con un público, así ese público estuviese constituido por un reducido personal ilustrado que podía plasmarse en lectores, suscriptores, colaboradores ocasionales, críticos ásperos, autoridades vigilantes, socios de una Sociedad Literaria y momentáneos "amigos" de la redacción.

La breve reflexión del periódico bonaerense puede tomarse como una digresión excepcional. Aun así trasluce las responsabilidades inherentes a la práctica editorial. Era obvio que los manuscritos, sometidos a la censura previa oficial, debían pasar por las manos de las autoridades coloniales; pero era menos evidente, e insistimos que inevitable, que la publicación circulara y quedase sometida al dictamen del "Señor Público", que incluía, por supuesto, la posible admonición de un jerarca eclesiástico o de un funcionario virreinal; los lectores más asiduos podían ser un hacendado, un comerciante, un forastero, un juez pedáneo, un cura párroco, una mujer con ínfulas ilustradas. El responsable del periódico quedaba netamente en medio de la voz oficial que autorizaba el funcionamiento del periódico y las esporádicas pero significativas voces de eso que solemos llamar la sociedad civil, indicio de una vida expansiva a la que estaba atada la difusión de un papel público.

El caso del Diario de México parece más rico en detalles; claro, más prolijo por su vida prolongada y más intensa debido a que se trataba de un periódico de circulación cotidiana. Un periódico de circulación diaria tenía que sustentarse en un equipo y en una tempranera especialización de individuos concentrados en esa labor. Desde su prospecto, el periódico contiene frecuentes auto-denominaciones entre sus responsables: "diarista", "proyectista", "publicista" y, por supuesto, el obvio "escritor". Sin embargo, más plural fue su definición concreta del público. Para los responsables del Diario, el público estaba compuesto por un espectro más o menos amplio de gente letrada que poseía cierta variedad de gustos y, por tanto, obligaba a escribir en varios géneros. Cultivar un público lector entrañaba, entonces, una variedad temática que pudiese cautivar no solamente el listado predecible de los suscriptores. Para los autores era indispensable complacer "el gusto de todos"; por eso:

Habrá un artículo de varia lectura que unas veces hablará al literato retirado, otras al proyectista bullicioso, ya al Padre de familia, ya a las damas melindrosas; tan pronto se dirigirá al pobre como al rico, y se dará lugar a las cartas, discursos, y otras composiciones que se nos remitan, siempre que lo merezcan, que pueden servir de diversión, cuando no traigan otra utilidad, y que guarden las leyes del decoro, el respeto debido a las autoridades establecidas, que no se mezclen en materias de la alta política y de gobierno [...] y que no ofendan a nadie. Y también se insertarán los epigramas, fábulas y demás rasgos cortos de poesía, que no contengan personalidades y sean dignos de imprimirse.37

La acumulación de números y páginas va dejando la huella de una polifonía, quizás artificial o fingida en su mayoría. Lo cierto es que sus responsables se esmeraron por hacer creer que mucha gente conversaba gracias al pretexto de alguna cosa publicada o por publicar. Exhibir el listado de abonados, publicar remitidos, conversar con un lector interesado en la suerte del periódico, evocar una tertulia donde el periódico era objeto de lectura y comentarios, todo eso formó parte de la creación de la ilusión de un público amplio y, por tanto, de un periódico exitoso que cumplía a cabalidad la labor iluminista que se le había encomendado.38 La escritura cotidiana, sin duda, había hecho propicia una comunicación frecuente con el mundo letrado, especialmente el de la ciudad de México; pero principalmente hizo posible un contexto de relaciones entre individuos por fuera de la rígida vigilancia eclesiástica o de otras autoridades del virreinato. Relaciones mediadas por esta conversación pública que, de tanto repetirse, se volvió sistemática, además de haber impuesto como tema principal la misma ciudad de México. De tal modo que el periódico pronto se volvió un elemento de comunicación del mundo letrado, especialmente de aquel que habitaba en la ciudad "principal del Reino".

Por sus contenidos, el Diario de México estuvo apegado a los ritmos de la ciudad; pero principalmente participó de las relaciones comunicativas de las gentes letradas de la capital del virreinato. Esos ritmos estaban sometidos al calendario de festividades religiosas católicas. El frontispicio del periódico fue ocupado, casi siempre, por la descripción del día festivo correspondiente; esa fue su señal de respeto a la religión católica. Esa adhesión fue su premisa para introducir en el resto de las páginas cualquier otra conversación. Los primeros números, animados por el autonombrado Proyectista Pacífico, seudónimo de Jacobo Villaurrutia, su primer director, exponen los juicios morales de alguien que quiere intervenir en la reforma de las costumbres citadinas; en el número 6, por ejemplo, asoma un apunte suyo de "varias cosas que necesitan reformarse o mejorarse", y se trata más precisamente de hacer "adoptar medios indirectos para que voluntariamente se cubra y vista con regularidad la plebe de ambos sexos".39 Luego vendrá la carta de un Dramólogo con una nota acerca de la calidad de las obras de teatro representadas en la ciudad.

La aparición cotidiana del Diario de México forjó mejor la figura del "señor diarista". Se volvió fórmula de introducción de los avisos la frase siguiente: "Se suplica al señor diarista manifieste al público que...". Apenas sobrepasada la veintena de números es ostensible que el periódico se había vuelto una tertulia expandida en el papel público. El "señor diarista" era el centro de las conversaciones enviadas en forma de cartas o notas al periódico, firmadas, casi siempre, por heterónimos que seguramente surgieron de la imaginación retórica de Villaurrutia, el responsable del periódico en la etapa de 1805 a 1809; sin ánimo exhaustivo de inventario, recordemos que enviaron sus presuntas colaboraciones Picón, Encuerado, El Melancólico, El Aprehensivo, Dramólogo, El Montañés, El crítico del portal, La Coquetilla, El soñador. El temario, insistimos, eran las menudas costumbres de los devotos habitantes de la capital del virreinato; por ejemplo, a un tal B.C. se le ocurrió exponer su disgusto con los apretujones de la multitud al entrar y salir de la catedral, y entonces hacía sugerencias acerca de cómo asistir a ese y otros templos católicos de la ciudad. Esa vida cotidiana de la capital fue examinada por el reformismo de costumbres promovido por el periódico y su diarista, que se encargó de darle despliegue a voces, reales o ilusorias, que encontraron en el papel público una oportunidad de conversación cotidiana.40 Pero más que intermediario, el responsable del Diario se erigió en censor. Él decidió muchas veces sobre los contenidos de la publicación, lo que podía o no podía aceptarse; en un temprano balance admitió que llegaban al periódico "papeles, papelillos, papeluchos y papelotes, de todo se encuentra en nuestras estafetas"; y que ante la abundancia de remitidos se volvía preciso "ajustar las medidas, esto es, acomodar a los límites del diario, los tamaños de las producciones". Aun más, toda propuesta de artículo tenía que someterse –así lo advertía– a "algunos trámites de censura".41

Aquí se impone una precisión. No se trataba de la censura proveniente de la pesada tradición ilustrada de lo que algunos han llamado "la prensa moral" europea; aquella que sostenida por la vigilante razón se erigió como crítica permanente de las costumbres y que tuvo compendio, en el caso hispano, en periódicos memorables como El Censor, quizá el más representativo de esa tendencia. En nombre del buen gusto y de una razón casi desbordada criticaban los defectos de obras teatrales o faltas en el comportamiento social o prácticas de la vida cotidiana. Su base era el juicio individual, la mirada escrutadora quizás inspirada en aquel personaje de las Cartas persas de Montesquieu (1721).42 No estamos hablando de este tipo de censura; tampoco nos referimos a esa otra censura en que intervenían tribunales examinadores que permitían o prohibían la circulación de unas u otras obras. Nos referimos, mejor, a una práctica contigua, quizás híbrida, en que interviene la crítica, el ejercicio del criterio y el dictamen acerca de qué era o no publicable en un periódico. Estamos ante una censura individualizada, por no decir secularizada, condensada en la figura del editor o responsable del periódico, que concebía, como parte de sus funciones escriturarias, ejercer una censura en la selección de las colaboraciones para el periódico. Era un escritor que obraba como agente ilustrado en la salvaguarda de los contenidos del periódico, seleccionaba y decidía cuáles eran los contenidos adecuados de cada número. Y esto es, quizá, lo más importante para nosotros; el responsable del periódico se había vuelto parte del engranaje de censura. Incluso antes de la censura oficial, el diarista o proyectista o editor responsable era el árbitro de las eventuales colaboraciones. Eso lo hizo sentir en una petición muy particular aparecida bajo el sello de un anagrama, cuando en una carta un tal Alexandro Araimon de Brosel se postuló para colaborar con la difusión de la "ciencia que llamamos política". La propuesta era, por supuesto, transgresora del plan aprobado para el periódico por las autoridades censoras; y digamos, de paso, que el solo hecho de haber publicado esta carta -quizá imaginaria- era una risueña evasión de la censura puesto que la carta alcanzó a esbozar unas cuantas ideas acerca de lo que podían considerarse para la época las mejores doctrinas.43 De todos modos, el desenlace o respuesta al propósito de Araimon de Brosel, que tardó en presentarse varios números, fue el rechazo tajante y lacónico: "El diario no es teatro oportuno para ventilar la cuestión que propone el señor Araimon Brosel en un papel que nos dirigió".

Situados entre el público y el rey, los diaristas o proyectistas que sostuvieron el Diario de México se erigieron en árbitros de la lealtad; oficiaron como censores, escogieron los artículos aptos para ser publicados, moldearon el temario y moderaron la discusión pública. Fueron distribuidores del buen gusto y, a la vez, representantes de lo que el mundo letrado quería y podía decir. Además de eso, en voz del Proyectista Pacífico, hubo recurrentes propuestas de reformas de las costumbres. La pertinacia de su esfuerzo publicitario permitió fijar un lenguaje que, por sus reiteraciones, pudo estabilizarse como el canon deliberativo: respeto a la religión católica, lealtad a la monarquía, semblanza de las costumbres y la vida cotidiana en la ciudad, relato de los vaivenes comerciales. Un paradigma de civilidad que incluía el buen decir. Podemos considerarlos como individuos situados en un lugar privilegiado gracias a la autorización que habían recibido para cumplir con funciones publicitarias. Y, al tiempo, eran individuos subordinados, porque su condición de escritores de periódicos estaba sometida a la vigilancia y a las restricciones impuestas por las autoridades coloniales.

Si comparamos la prolongada presencia del Diario de México con el Correo Curioso de Santafé de Bogotá, afloran diferencias inmediatas y ostensibles. El periódico bogotano fue breve; no tuvo mayor repercusión asociativa, su público fue escaso y no tuvo un prolijo temario citadino, aunque lo intentó. Aun así, la coincidencia notoria es que el principal objeto de ambos periódicos -y añadamos el Telégrafo Mercantil de Buenos Aires- era la ciudad, lo cual enseña que el estatuto político-administrativo de las posesiones españolas en América necesitaba consolidar un sistema de ciudades bajo control de la mirada omnisciente de la Corona y sus funcionarios delegados. Periódicos que difundieran censos, padrones, novedades comerciales, cotidianidad religiosa, planes de moralización de la sociedad, en fin.

A pesar de su trayectoria escuálida, el Correo Curioso dejó impronta de la relación con una República de las Letras, con un público y unas autoridades censoras. Apeló al talento de "los buenos vasallos" con tal de formar una sociedad patriótica y reunir a un grupo de colaboradores asiduos, de modo que se conformara una sociabilidad ilustrada que le permitiera a la ciudad ponerse a la altura de los mundos letrados de la Habana, México y Lima.44 Estimó que el público era "un juez y árbitro de las producciones literarias"; con el público hay un ejercicio de representación según el cual un escritor esporádico puede fungir, eventualmente, como "un Secretario del público, a quién él ha encomendado la redacción de sus actas". Los ocasionales escritores, por tanto, podían fungir como "instrumento de su voz y de su opinión".45 Y, por supuesto, tuvieron conversación con el sistema de censura, reproducido por los responsables del periódico mediante el ejercicio de la edición. Advirtieron en varias ocasiones que hacían la selección de aquellos remitidos que cumplieran con la premisa de la moderación. Sometidos al escrutinio de la censura y a los juicios del público, lograron proponer un lenguaje de conversación pública basado en la moderación como expresión de una civilidad o buen decir. El uso correcto de la lengua fue continuamente discutido y eso incluyó propuestas de alguna normativa ortográfica; la corrección fue criterio de selección y de superioridad de los escritores. El fomento de una sociabilidad letrada que sirviera de apoyo intelectual a la empresa periodística y a la irrigación de ideales ilustrados. La información tenía que brindar alguna utilidad social; los contenidos de las páginas de aquellos papeles públicos no podían ser superfluos. Hasta la poesía estaba presta a cumplir una función, como sucedió con los versos desparramados en varios números del Diario de México de 1809, con el fin de exaltar la figura del rey español en cautiverio.

La obediencia al rey fue la virtud más ostensible que estos escritores vasallos quisieron exaltar. El cubano Manuel del Socorro Rodríguez, responsable de varios papeles públicos en Santafé de Bogotá hasta los estertores de la independencia, supo edificar su lealtad a la Corona. Acostumbrado a una retórica de la humildad para dirigirse a sus superiores, inauguraba sus periódicos así: "Le ha obedecido (al Superior Gobierno) gustosamente el que jamás se ha negado a contribuir con sus cortas luces". Y advertía enseguida acerca de qué y cómo podía conversarse en el ámbito controlado del periódico: "Solo se imprimirá lo que fuere digno de presentarse a un Público ilustrado, católico y de buena educación [...] Jamás se dará a luz... si contiene alguna expresión ofensiva de las sagradas leyes de urbanidad, y buena armonía civil".46 De ese modo, estos escritores forjados en los códigos censorios de la Corona española fueron imponiendo sus criterios de selección de los escritos y, en consecuencia, fijaron, gracias al ritmo cotidiano de sus publicaciones, un arte de escribir, unas premisas de la discusión pública entre gente letrada. Como lo insinuara alguna vez el Correo Curioso, existía la necesidad de anudar la poética con la retórica, y estas a su vez cobraban vida por el fomento de la civilidad y la sociabilidad.47 Por eso hablar de la emergencia de un lenguaje de discusión pública nos parece válido para ese lapso; el ritmo informativo del periódico se fue volviendo parte inherente de la conversación ilustrada entre un personal criollo ávido de participación en el control de la sociedad y un público selecto y letrado. El resultado más ostensible de ese lenguaje público restrictivo, selecto y vigilado fue la aparición de la figura del escritor-editor. El ambiente censor permitió la emergencia del escritor-editor como funcionario publicitario de la Corona, dispuesto a someterse a las restricciones de comunicación, a reproducirlas y a hacerlas cumplir. Una función que era mezcla de sumisión y privilegio. Luego de obtenida la Superior Licencia, el escritor podía afirmarse en el nuevo territorio, en los breves confines de las cuatro u ocho páginas que le era permitido administrar. En buena medida, era un reproductor de su desgracia cuando aplicaba y anunciaba las consignas de la censura. Pero dentro de esa desgracia su función constituyó un privilegio legalizado por "Superior permiso".

 

NOTAS

1 Renán Silva Olarte, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Medellín, Eafit/Banco de la República, 2002, pp. 251-277. Téngase en cuenta, también, la legislación peninsular de 1778 a favor de la imprenta en ambos lados del Atlántico; al respecto, Fermín de los Reyes Gómez, El libro en España y América. Legislación y censura (siglos XV-XVIII), vol. 1, Madrid, Editorial Arco-Libros, 2000, p. 607.

2 Sobre el carácter y el peso del pensamiento ilustrado español en el período que analizamos, alguna historiografía reciente para el caso de la Nueva Granada: Isidro Vanegas, La Revolución neogranadina, Bogotá, Ediciones Plural, 2013, pp. 118-119; Iván Padilla Chasing (comp.), Sociedad y cultura en la obra de Manuel del Socorro Rodríguez, Nueva Granada (1789-1819), Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2012. Sobre el relativo dinamismo del espacio público de opinión luego de la expulsión de los jesuitas, para el caso de Nueva España, aunque demasiado concentrado en una coyuntura sin mostrar una probable transición a las condiciones generadas por la crisis de la monarquía española, véase Gabriel Torres Puga, Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible (1767-1794), México, El Colegio de México, 2010, pp. 195-196. Una visión más panorámica, aunque reducida a la ciudad de México, la ofrece especialmente la segunda parte del libro de Annick Lempérière, Entre Dios y el rey: la república. La ciudad de México de los siglos XVI al XIX [2004], México, Fondo de Cultura Económica, 2013.

3 Las historias del libro suelen ser útiles para informar de estas mutaciones tan significativas; bástenos decir que los inventarios de algunas bibliotecas particulares y los epistolarios entre letrados de la segunda mitad del siglo XVIII dicen mucho acerca de la relativa novedad en el consumo de determinados impresos, entre ellos las gacetas provenientes de Europa. Al respecto, además del estudio arriba citado de Silva Olarte, también es útil la compilación ya mencionada de Padilla Chasing sobre la trayectoria del periodista cubano Manuel del Socorro Rodríguez.

4 "Con la Revolución asistimos, en primer lugar, a un cambio en lo que se lee, pues el interés por los libros científicos y las memorias sobre asuntos públicos –como las de Jovellanos, que tanto éxito habían tenido– declina proporcionalmente, mientras que se produce una gran demanda de periódicos y de libros de temas políticos y jurídicos", afirma Vanegas, La Revolución neogranadina, op. cit., p. 119.

5 Además de los autores ya mencionados, aporta en la misma perspectiva el balance que hace de los periódicos difusores de la ciencia, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Miguel de Asúa, La ciencia de Mayo. La cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 93-116.

6 Sobre el papel de los franciscanos en la llegada de la imprenta a Nueva España, Román Zulaica Gárate, Los franciscanos y la imprenta en el México del siglo XVIII, México, UNAM, 1939. Un referente común a muchos libros posteriores, sobre todo a la hora de precisar algunas fechas, es la obra de José Toribio Medina, Historia de la imprenta en los antiguos dominios españoles de América y Oceanía, vol. I, Santiago de Chile, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1958.

7 Varias obras relatan los orígenes de la imprenta en la Argentina; sobresale la obra considerada pionera de José Torre Revello, El libro, la imprenta y el periodismo durante la dominación española [1940], Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad de Buenos Aires, 1991; de Guillermo Furlong, Historia y bibliografía de las primeras imprentas rioplatenses (1700-1859), 3 vols., Buenos Aires, Guarania, 1953, 1955-1957. Más detallado en el caso de la imprenta de los Niños Expósitos, véase Carlos Heras, Orígenes de la imprenta de Niños Expósitos, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1947.

8 Huellas de esa imprenta en Popayán no existen; sin embargo, ha merecido comentario el dato incierto en Tarcisio Higuera, La imprenta en Colombia, Bogotá, inalpro, 1970, pp. 70-71.

9 Diario Literario de México, México, Nº 1, 12 de marzo de 1768, p. 1. No hay que confundir esta publicación a cargo del sacerdote Alzate con el muy posterior Diario de México que inició actividades en 1805 y que en sus distintas etapas de existencia tuvo varios escritores responsables.

10 Nos basamos en la corta caracterización que hace Carlos Cornejo Quesada, "Las gacetas y el Semanario Crítico en el Perú colonial del siglo XVIII", Cultura, Nº 26, 2012, pp. 57-98.

11 Jacinto Calero y Moreira, "Prospecto del Mercurio Peruano", El Mercurio Peruano, 1790, 18 páginas.

12 "Prospecto del Semanario Crítico", Semanario Crítico, 1791, p. 2

13 Francisco Antonio Cabello y Mesa, "Análisis del periódico intitulado Telégrafo Mercantil, Rural, Político-Económico e Historiógrafo del Río de la Plata", Telégrafo Mercantil, 1800, pp. 1-22.

14 Ibid., p. 13.

15 Renán Silva Olarte, Prensa y revolución a fines del siglo XVIII, Bogotá, Banco de la República, 1988, pp. 51-52.

16 Pablo Martínez, "El pensamiento agrario ilustrado en el Río de la Plata: un estudio del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807)", en Mundo agrario, vol. 9, Nº 18, enero-junio de 2009, pp.1-33, disponible en <http://www.mundoagrario.UNLP.edu.ar/article/view/v09n18a03/832>. También, José Carlos Chiaramonte, La Ilustración en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato [1989], Buenos Aires, Sudamericana, 2007.

17 Imposible no hacer una analogía con las reflexiones de Michel Foucault sobre la biopolítica; los periódicos hispanoamericanos, bajo el sello difusor de la Ilustración, estaban cumpliendo una función persuasora entre los varios dispositivos de control que la Corona española estaba tratando de afianzar desde la expulsión de la Compañía de Jesús. Los periódicos hacían su contribución en las redefiniciones administrativas, en el inventario de recursos naturales disponibles, en la aplicación de reformas educativas, en la asignación de nuevas funciones y de nuevos funcionarios en la burocracia colonial.

18 Carlos V. Villamizar Duarte, La felicidad del Nuevo Reyno de Granada: el lenguaje patriótico en Santafé (1791-1797), Bogotá, Universidad Externado, 2012, pp. 85-147.

19 Hipólito Vieytes, "Agricultura", Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, Nº 1, 1 de septiembre de 1802, p. 2.

20 Ricardo Rojas, El pensamiento económico de Juan Hipólito Vieytes, Buenos Aires, Fundación San Antonio, 2010.

21 Sobre los rasgos distintivos de la prensa del siglo XVIII y sus nexos inevitables con el libro, véase Alexis Lévrier, Les Journaux de Marivaux, París, Presses Universitaires de France, 2007. Aunque es fácil comprobar en muchos periódicos americanos de fines del siglo XVIII e inicios del XIX el apego al formato del libro con sus índices, tablas de contenido, prólogo y organización de tomos.

22 Brindemos un ejemplo: El Diario Literario de México, a cargo de Alzate y Ramírez, tenía su atadura con El Diario de los Literatos de España (1737); parece claro que su esfuerzo era complemento de la labor divulgativa de una parte del clero español reunida en el Diario de los Literatos de España. No está de más decir que los sacerdotes católicos españoles replicaban con su Diario lo que los jesuitas franceses habían hecho a inicios del XVIII con su Journal de Trevoux que tuvo luego mutación en Journal des Savants. Alzate, atento a esas novedades, evocaba en el prospecto ya citado un Diario de los Sabios de España.

23 Papel Periódico de Santafé de Bogotá, Nº 1, 9 de febrero de 1791, p. 3.

24 Gazeta de Santa fé, Nº 1, 31 de agosto de 1785, p. 1.

25 "Prospecto", Correo Curioso, Nº 1, 17 de febrero de 1801, p. 1.

26 "Idea del Diario económico de México", Diario de México, 1 de octubre de 1805, pp. 1-2.

27 "Prospecto", Semanario del Nuevo Reyno de Granada, Nº 1, 3 de enero de 1808, p. 2.

28 "Prospecto del Semanario del Nuevo Reyno de Granada", Semanario del Nuevo Reyno de Granada, 8 de agosto de 1808, p. 3.

29 "Idea del Diario Económico de México", Diario de México, 1 de octubre de 1805, p. 2.

30 Francisco Antonio Cabello y Mesa, "Origen de las Academias Literarias y Sociedades Patrióticas", Telégrafo Mercantil, Nº 2, 4 de abril de 1801.

31 Francisco Antonio Cabello y Mesa, "Respuesta del Editor a carta de Bertoldo Clark", Telégrafo Mercantil, Nº 26, 27 de junio de 1801, p. 234.

32 Francisco José de Caldas, Semanario del Nuevo Reyno de Granada, Nº 2, 10 de enero de 1808, p. 11.

33 "Sobre lo útil que sería en este Reyno el establecimiento de una Sociedad Económica de Amigos del País", Correo Curioso, Nº 39, 10 de noviembre de 1801, p. 175.

34 Joseph Antonio de Álzate y Ramírez, Diario Literario de México, Nº 1,12 de marzo de 1768, p. 4.

35 Francisco Antonio Cabello y Mesa, "El Editor", Telégrafo Mercantil, Nº 25, 24 de junio de 1801, p. 223.

36 Ibid., p. 224.

37 "Idea del Diario Económico de México", México, pp. 1-2.

38 Por supuesto, y es algo que desborda a este ensayo, hubo entre los periodistas criollos de fines del siglo XVIII abundantes modelos retóricos provistos por la prensa española; las "máscaras" que podía usar el escritor público y la "construcción ficticia de un público" formaron parte de los alardes de escritura en los periódicos que examinamos. Al respecto, por ejemplo, Jan-HenrikWitthaus, "Los discursos mercuriales de Juan Enrique Graef", en M. Santos (ed.), Redes y espacios de opinión pública, Cádiz, Universidad de Cádiz, 2006, pp. 51-65.

39 Diario de México, Nº 6, 6 de octubre de 1805, p. 23.

40 Varios estudiosos del periódico han examinado los seudónimos y anagramas que recorren de modo profuso la vida del Diario de México. Especialmente, sobre la etapa dominada por Villaurrutia: Sergio Márquez Acevedo, "Jacobo de Villaurrutia: Las pistas del Proyectista Pacífico en el Diario de México (primera época, 1805-1812)", en E. Martínez Luna (ed.), Bicentenario del Diario de México. Los albores de la cultura letrada, 1805-2005, México, UNAM, 2009, pp. 51-66. La figura del Proyectista en el ámbito del proyectismo ilustrado español es analizada también por Verónica Zárate Toscano, "El proyectismo en las postrimerías del Virreinato", en C. Yuste (coord.), Diversidad del siglo XVIII. Homenaje a Roberto Moreno de los Arcos, México, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 2000, pp. 229-250.

41 "El diarista y sus compañeros", Diario de México, Nº 8, 8 de octubre de 1805, p. 31.

42 A propósito de la tradición de esta prensa moral o censora, el ensayo preliminar de los editores de El Corresponsal de El Censor (1786), precisamente uno de los periódicos herederos del influjo de El Censor, nacido en 1781. Véase Klaus-Dieter Ertler, "La prensa moral en Europa", en K. Ertler, R. Hodab, I. Urzainqui (eds.), El Corresponsal de El Censor, Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2009, pp. 9-25. Dicho sea de paso, el "Discurso primero" (El Censor, Madrid, 8 de febrero de 1781, p. 22), contiene una definición memorable de la censura como ejercicio soberano de la opinión individual e ilustrada: "En todas partes hallo cosas que me lastiman. En las tertulias, en los paseos, en los teatros, hasta en los Templos mismos hallo en que tropezar. Para colmo de desgracias no puedo callar nada [...] Censuro desde entonces en casa, en la calle, en el paseo; censuro en la mesa, y en la cama: censuro en la Ciudad, y en el campo: censuro despierto: censuro dormido; censuro à todos: me censuro á mí mismo, y hasta mi genio censor censuro, que me parece mucho más censurable que los vicios que en los demás noto. De aquí ha nacido, que ya no soy conocido por los que me tratan sino por el Censor". Para terminar esta glosa, recomiendo una ojeada sobre un diccionario de la lengua española de la época; por ejemplo, el diccionario de 1803 nos remite a por lo menos seis acepciones de censura y a dos del sustantivo censor.

43 "Carta de Alexandro Araimon de Brosel", Diario de México, Nº 18, 18 de octubre 1805, pp. 70 -71.

44 "Carta crítica dirigida a los Editores del Correo Curioso", Correo Curioso, Nº 12, mayo 5 de 1801, p. 69.

45 "Crítica de Polifilo", Correo Curioso, Nº 13, 12 de mayo de 1801, pp. 71-72.

46 Manuel del Socorro Rodríguez, El Redactor americano, 6 de diciembre de 1806, Nº 1, p. 3

47  Severo Cortés, "Lo que falta y sobra en el Nuevo Reino de Granada", Correo Curioso, 16 de junio de 1801, pp. 91-93.

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