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Folia Histórica del Nordeste

Print version ISSN 0325-8238On-line version ISSN 2525-1627

Folia  no.27 Resistencia Dec. 2016

 

NOTAS Y DOCUMENTOS

¿Respeto o debilidad? los jesuitas en la Tarahumara

Respect or weakness? The Jesuits in the Tarahumara

María del Rosario Soto Lescale*

* Dra. en Ciencias Sociales, especialidad en Historia. Universidad Pedagógica Nacional. D.F. México. charodegh@hotmail.com

Resumen

Este trabajo es un producto parcial de la investigación “Las misiones jesuitas en la Nueva España, 1575 – 1767”, de corte historiográfico y antropológico cultural, cuyo objetivo central es conocer la vida en las misiones durante el periodo colonial. Las fuentes utilizadas son de primera mano, jesuíticas, eclesiásticas y civiles y trabajo de campo en comunidades. Deseo compartir con ustedes, algunas reflexiones sobre el posible impacto que la tarea misionera de la Compañía pudo haber tenido en el grupo tarahumara, que ha habitado en la parte norte de la Sierra Madre Occidental desde hace 15,000 años aproximadamente, según vestigios arqueológicos y que hoy, es el grupo indígena que conserva casi intacta su cultura primigenia, a pesar de los casi dos siglos que trabajaron los misioneros jesuitas con ellos. De ahí la interrogante de si ello se debe a respeto o debilidad de los misioneros. El caso concreto será el templo misional de Santa María de las Cuevas, en el Municipio de Belisario Domínguez, estado de Chihuahua, en México.

Palabras clave: Nueva España; Tarahumara; Dialogo cultural.

Abstract

This work is partially the product of the research “The Jesuit Missions in New Spain, 1575 - 1767”, of historiographical and cultural anthropological approach, whose main objective is to comprehend the life in the missions. It seeks to answer questions such as: what was the relationship between the missions and the authorities? Regarding the aspects of the primitive culture of Tarahumara that were not lost: such preservation was due to the failures of the missionaries or due to their consent? The sources used are first-hand, Jesuit, ecclesiastical and civil. I will resort to fieldwork in communities as well.

In present-day Mexico, the Raramuri or Tarahumares, who have inhabited the northern part of the Sierra Madre Occidental, is a group which retains their original culture almost intact, despite the Jesuit missionaries worked with them during two centuries. While it is true that the missionaries succeeded in grouping them, they did so in small communities and not in villages or towns as they did regarding other groups. Even today, their religious beliefs are remarkably syncretic and practiced outside any Orthodox Church: a good example is the mission of Santa Maria de Cuevas (Chihuahua), which preserves original paintings that show how Jesus is escorted by the Sun and Moon, the gods of the raramuri myths.

Keywords: Nueva España; Tarahumara; Cultural dialogue.

Recibido: 25/09/2016
Aceptado: 10/12/2016

Los jesuitas en la Tarahumara

La función de las misiones, especialmente las de la Compañía de Jesús, en las tierras americanas de frontera además de la evangelización de los nativos era “[integrarlos] al sistema colonial. “Los jesuitas nunca establecieron una clara línea de separación entre el contenido puramente religioso y las implicaciones políticas” de su tarea misional. La conversión de los infieles consistía en el reconocimiento de las dos Majestades -la divina y la terrestre- (Hausberger, 1997; 65). El ser buen vasallo y buen cristiano conllevaba, obligatoriamente, a no permitir al indígena vivir como siempre lo había hecho; no tener varias mujeres, no emborracharse, no consultar a los hechiceros, no rebelarse contra el misionero ni contra el amo español, Así el proyecto jesuita de evangelización implicaba una profunda transformación y aculturación de los indígenas atendidos. Se intentaba convencerlos, y si era necesario obligarlos, a vestirse decentemente, y a respetar el sacramento del matrimonio monogámico. El vivir vagando libremente por los montes, como lo practicaban las culturas nómadas y semi- nómadas, parecía constituir un modo de vida animal y en contra de la naturaleza humana por lo que se les obligaba a vivir en pueblos, lo cual resultaba contrario no sólo a sus tradiciones culturales sino incluso a las posibilidades alimenticias de una geografía de montañas y barrancas, con escasos valles y semi áridas. Los tarahumares, y otras naciones, siempre habían vivido en ranchos dispersos, a mayor o menor distancia unos de otros, según la configuración del terreno y su realidad productiva. Por si fuese poco, se “les presionaba para que se hicieran cristianos y asistieran diariamente a aprender la doctrina y las oraciones en las iglesias y capillas de las misiones”. Había pues un triple sometimiento que contrariaba profundamente sus formas de vida, sus sistemas laborales y sus creencias y costumbres ancestrales.

Pero quien no se sometía a esta política indiana, cuyo único objetivo era “el bien espiritual y material de los indios”, era castigado con azotes, con grillos [grilletes], en el cepo, tuzándolo, y, según la gravedad del delito, juzgado con cánones españoles o cristianos, obligándolo a trabajar meses o años en el mortero e incluso, llegando al destierro. La rebelión se consideraba como pecado contra el Rey y contra Dios, por lo que se castigaba cruelmente como traición, “como designio diabólico y como apostasía”. No es casualidad que el lema de todas las sublevaciones y guerras indígenas norteñas, que duraron hasta bien entrado el siglo XVIII, siempre fuera “acabar con los españoles y con los misioneros, con los reales de minas y con las haciendas” (González, 1991: 190-191).

La mayoría de los tarahumaras o rarámuris viven en la Sierra Tarahumara, ubicada en el noroeste de México, en el estado de Chihuahua, y en el siglo XVI compartían territorio con otros grupos indígenas. Los Tarahumaras se llaman a sí mismos Rarámuri que traducen como “gente” en oposición al “mestizo”, al hombre de barba, al chabochi. Matthäus Steffel, misionero jesuita del siglo XVIII, hizo un análisis etimológico de la palabra tarahumar explicando que “tala” viene de “pie” y “humá” de “correr”. Hoy en día se usa “pies ligeros” como la traducción de rarámuri (Pintado, 2004: 24), pues son famosos por su capacidad de correr largas distancias, aún en suelo escarpado. Su economía original se basaba en la agricultura, la caza y la recolección, cultivando maíz, calabaza, chile y algodón. Eran belicosos, polígamos y politeístas. El inhóspito medio físico les imponía la existencia de familias pequeñas ya que las escasas zonas cultivables difícilmente pueden mantener a más de cuatro o cinco personas. Así, el tarahumara, de ambos géneros, era considerado adulto a los 14 años de edad por el resto de su grupo. Además, para un matrimonio se debían garantizar primero sus bases económicas o de supervivencia y se impedían las uniones permanentes “entre discapacitados físicos o mentales, o entre faltos de carácter o de sentido de responsabilidad”1.

Aunque no fue el primer expedicionario en penetrar las tierras chihuahuenses, fue el Capitán Francisco de Ibarra quien obtuvo en 1561 la autorización para conformar la, Provincia de Nueva Vizcaya en territorios de los actuales estados de Durango, Chihuahua, Sonora y Sinaloa, extendido luego a Nuevo México y las Californias, con capital en la villa de Guadiana o Durango. En 1589 entraron los primeros españoles en territorio rarámuri, buscando riquezas, por la parte sur de la sierra (Jesuitas, s.d.). Pronto se comenzaron a descubrir yacimientos de oro y plata por lo que las misiones del noroeste de la Nueva España estuvieron mezcladas con reales de minas, algunas villas y pueblos, y presidios (Urías, 2013: 45).

Ahora bien, la Compañía de Jesús llega a la Nueva España en 1572. En la expansión jesuítica novohispana pueden distinguirse 3 etapas: a) un primer momento al iniciar sus fundaciones en la ciudad de México, a dos años de su llegada; b) un segundo momento, de 15 años aproximadamente, en que se establecen colegios en las principales ciudades del virreinato, así como su Casa Profesa y el Noviciado; y, c) un tercer momento cuando se establecen en zonas marginales, de frontera, así como en el sureste del virreinato desde la última década del siglo XVI (López Castillo, 2013: 17-18). Así, el desarrollo de la tarea misional en el norte comenzó propiamente en la década de 1590 mediante un acuerdo entre el Visitador Diego de Avellaneda y el Cap. Rodrigo del Río Loza, gobernador de Nueva Vizcaya (Hausberger, 1997: 63-64), para que los jesuitas fuesen a su provincia a evangelizar indios en las cercanías de la villa de Guadiana. Llama la atención que el acuerdo haya sido de dos autoridades civiles como el visitador y el gobernador, no con el provincial: la divergencia entre los puntos de vista de las dos principales autoridades de la Compañía en ese momento en la provincia mexicana denota la confrontación entre proyectos dentro de la orden: por un lado, las instrucciones del General Acquaviva que estimulaban el trabajo misionero, y por otro el planteamiento del provincial, más interesado en el desarrollo de los establecimientos urbanos (López Castillo, 2013: 22), como se aprecia en una de sus cartas: “…el parecer de casi todos es que hay muy poco fundamento en estas partes para hacer residencia y que será más conveniente y se seguirá más provecho de que aquí ayudemos por vía de misiones”2.

Desde las primeras expediciones en el septentrión, quedó claro que se trataba de un vasto campo por evangelizar así como la limitación específica del número de misioneros que podrían dedicarse a esa labor de manera permanente. Por ello, el General Acquaviva buscó limitar el crecimiento de las residencias y los colegios en los centros urbanos, que frenaban el trabajo misionero, “… siendo pocos los sujetos, no conviene multiplicar colegios con menoscabo de las misiones y de la observancia regular”3. La importancia que tenían las misiones norteñas para la Compañía y su trabajo directo con los nativos se observa en las instrucciones de los superiores, las cuales siempre priorizan el trabajo misionero no importando sacar a un operario de algún colegio si es para destinarlo a las misiones (López Castillo, 2013; 33-34); primero en Sinaloa, después en Sonora, luego Guadiana y de allí a la Tarahumara. Guadiana se convierte así en el punto de encuentro de los jesuitas del septentrión. En 1601 hay una visita del provincial Francisco Váez, y en consecuencia, en 1603 se instituye -en la residencia de Guadiana- un “superior de todas las misiones”. Esta idea de una autoridad regional establecida en el territorio misional bajo la dependencia directa del provincial fue finalmente bosquejada en 1607, de acuerdo con las siguientes instrucciones de Claudio Acquaviva4:

“El depender inmediatamente del gobierno del provincial los que están en las misiones de Guadiana pueda ser ocasión de muchas y graves quiebras a los nuestros por estar tan lexos, y haberse de tardar mucho el aviso máxime de ocurrir algún caso urgente. Para remedio desto, juzgamos que V. R. vea quién pueda asistir a esa con nombre de superintendente, a quien acudan inmediatamente y en lo que se ofreciere, y que se pueda mudar de unas misiones a otras, avisando después de todo al provincial y tomando de él la dirección del modo como le ha de aver”.

En 1603, desde Guadiana, llegan los primeros misioneros jesuitas al pie monte de la Tarahumara pero son obligados a regresar por la rebelión tepehuana de 1616. Desde Sinaloa, los jesuitas logran entrar a las barrancas de la sierra, pero tienen que retroceder por la rebelión de los guazapares. En el siglo XVII habría cinco 5 rebeliones mayores entre los tepehuanos y tarahumaras, principalmente, y en ellas morirían 14 misioneros. Sin embargo, tras las rebeliones y aún a riesgo de convertirse en mártires, la Compañía regresaba y refundaba las misiones y congregaba a los indígenas en pueblos. En la cuarta década del siglo, los ignacianos crearon el Rectorado de la Natividad o Baja Tarahumara en el área que comprende desde el Real del Parral hasta el Paralelo 30° llegando a las faldas de la Sierra (sur y oeste de la actual Chihuahua); y en 1675 crearían el Rectorado de San Joaquín y Santa Ana en lo que llamaron Alta Tarahumara que se extendía al norte del Paralelo 30° (centro y norte de la actual Chihuahua), y al finalizar el siglo se formó el Rectorado de Guadalupe, en la parte más septentrional de la Alta Tarahumara (Márquez, 2004: 4; 5; 59; 62 y 68). Esta organización da clara idea de la expansión misional así como de su lejanía respecto las autoridades jesuitas, eclesiásticas y civiles. La Provincia mexicana contaba entonces con 394 sujetos de los cuales 42 estaban ya en misiones del norte5.

Los misioneros, con mentalidad europea pensaban que el vivir desperdigados no era propio de gente sino de animales y además, para poderlos catequizar mejor, trataron de concentrar alrededor de las misiones a los tarahumaras, formando pueblos donde servirían de reserva de mano de obra en las minas y en las haciendas agrícolas de los españoles. A los tarahumaras no les gustó vivir en pueblos; tampoco trabajar en las haciendas, ni mucho menos en las minas. Según un texto del padre Verplanken, para los indígenas trabajar dentro de las minas, según su cosmovisión, significaba meterse en el inframundo. Hoy, el inframundo representa para los rarámuri el lugar de donde salen, entre otras cosas, las enfermedades y las catástrofes naturales. La población indígena nativa descendió notablemente, por epidemias o conflictos con los españoles, y los sobrevivientes se unieron a otros pueblos indios; muy pocos se asimilaron a la población mestiza emergente (Pintado, 2004: 9-10).

Cuando penetraron las tierras del actual Chihuahua, en 1607, los padres Juan del Valle y Juan Fonte, al avanzar desde Guadiana hacia el norte, fundaron primero Santa Bárbara, que se despobló y refundó varias veces, y avanzaron después hacia un valle poblado por indios tepehuanos y algunos tarahumares al que llamaron San Pablo de Tepehuanos (hoy Balleza). El P. Fonte fue el primer jesuita en aprender la lengua tarahumara y cabe mencionar también que mandó quemar 72 casas y jacales que estaban esparcidos por el río, para obligar a los indios a avecindarse en el pueblo. Hasta 1639, se hizo la fábrica material de la misión de S. Pablo con la nueva denominación de Balleza – que hoy conserva-, por el P. Jerónimo Figueroa, quien también fundó el templo de la misión de S. Gerónimo Huejotitán. Por ese tiempo, otro jesuita, el P. José Pascual edificaba la misión de San Felipe.

Así, las primeras misiones se fundaron en la Baja Tarahumara, misma región donde en la década de 1640 se fundarían otras misiones: La Joya, San Francisco Javier de Satevó y Las Cuevas. La Misión de San Francisco Javier de Satevó fue construida por el P. Virgilio Máez alrededor de 1640, siendo cabecera de Partido con los pueblos de visita de S. Lorenzo, el de Las Cuevas y la estancia de S. Francisco de Borja. Tras una rebelión, fue abandonada y hasta 1678 es reorganizada por el P. Juan Sarmiento (Márquez, 2004: 58, 65 y 57). El pueblo de Las Cuevas parece ser que se llamó así por unas cuevas cercanas (Deeds, 2003: 140-141).

En los siguientes años se fundarían innumerables misiones en el noroeste, para lo cual se necesitaban muchos operarios dispuestos a vivir entre gente bárbara y salvaje, hasta que fueron insuficientes las provincias españolas y americanas de la Compañía. En 1664 mediante Real Cédula, la Corona comenzó el lento proceso de permitir pasar a sus colonias a jesuitas “extranjeros” en particular a vasallos provenientes de los estados hereditarios de la Casa de Austria, de ahí que muchos misioneros en el noroeste novohispano fueran italianos, alemanes, belgas y checos, entre otras nacionalidades (Burrus y Zubillaga, 1986: 64).

El Padre Visitador Ortiz de Zapata, en 1678, da un buen informe del estado que guarda la misión de Satevó y describe sus pueblos de visita (Márquez, 2004: 67):

“Una legua hacia el occidente [de Satevó] está una ranchería llamada de Las Cuevas, no lejos del río San Pedro. Es sitio acomodado y apacible; sus habitantes aunque no tan frecuentes a las cosas de la iglesia…” y además, escribió: “…Mientras su Majestad, es servido de despachar limosna para que se ponga ministro aparte [...] y consiga el que se acabe una iglesia y casa que hasta ahora está muy en sus principios”.

El P. Juan Sarmiento, misionero de Satevó comenzó la fábrica de la iglesia en Las Cuevas, al mismo tiempo que edificaba su iglesia, continuándola el P. Domingo Lizarralde, su sucesor, quien en 1691, solicitó independizar la misión de Santa María de las Cuevas de la de Satevó, y para el año siguiente, ésta tenía ya su propio misionero, el P. Sebastián Pardo, quien también atendía la visita de San Lorenzo -hoy Belisario Domínguez- (Bargellini, 2007: 11-13). Sería el siciliano P. Luigi Mancuso quien la concluiría en 1696 y la nombraría con la advocación de la Asunción de María, siendo el misionero de mayor permanencia en esta misión (muere allí en 1728)6. Lo sucede el P. Balthasar Peña, quien había estado en Satevó, y muere en Santa María en 1743 (Bargellini, 2007: 14).

Portada de la Iglesia de Santa María de Cuevas, Chihuahua. 2015.

Al iniciar el siglo XVIII, la Compañía de Jesús, tan sólo en la Antigua o Baja Tarahumara tenía 14 misiones, entre ellas, la de Santa María de las Cuevas7. Para 1728 el misionero allí es el P. Felipe Calderón quien inicia la comunidad vecina de Santa Rosalía, permaneciendo hasta 1751. Sin embargo, en 1753 la Compañía de Jesús tuvo que entregar 22 misiones- pueblos al clero secular y fueron los padres Felipe Rico y Bernardo Treviño quienes entregan Santa María de Cuevas a la Diócesis de Durango8. El obispo de Durango (Guadiana) la erige en curato independiente de Satevó, teniendo a San Lorenzo y Santa Rosalía como pueblos sufragáneos, pero poco después, en 1758, durante la visita episcopal de Tamarón y Romeral, éste muda la sede parroquial a San Lorenzo y Santa María de las Cuevas, con sus dependencias, pasa a ser parte del nuevo curato. En el Cuaderno de visitas, el obispo asentó que mientras que Santa Rosalía tenía una población mayoritariamente “de razón” (mestizos), Santa María de las Cuevas contaba con “ciento treinta y cinco familias de indios, con setecientos cuarenta y siete personas” (Márquez, 2004: 75).

A continuación se resume el interesante trabajo realizado por la Dra. Clara Bargellini quien analiza la estructura y decoración del templo desde su especialidad, la Historia del Arte. Después presentaré otra lectura de la iconografía desde la Historia de la cultura. Así pues, la iglesia que nos ocupa existe a partir de 1696 y antes pudo haber sido sólo una construcción sencilla dedicada al culto. Es lógico suponer que al convertirse Santa María de las Cuevas en curato se haya realizado esfuerzos por tener una iglesia más formal. Lo seguro es que el edificio actual de Santa María estaba terminado en 1700, fecha inscrita arriba del arco del presbiterio, junto con el nombre de “Pintor Domingo Guerra f. ano D. 1700”, quien fue probablemente el autor de la decoración del techo y de los muros del templo9.

El templo es de planta rectangular de aproximadamente 7.5 metros de ancho por 30 de largo, con ábside ochavado. En su interior conserva todavía fragmentos de la decoración mural, el techo figurado y un fragmento de uno de los retablos pintados. Los murales que quedan a la vista se encuentran prácticamente en toda la iglesia y en una cenefa que corre alrededor del edificio justo bajo el techo, el cual, a pesar de haber perdido algunas tablas, se ha conservado completamente pintado, “con motivos fitomorfos estilizados” -en la nave), el presbiterio, el sotocoro, el baptisterio y la sacristía (Bargellini, 2007: 10-11). Es fácil suponer que al ser un espacio interior completamente pintado, con óleos sobre lienzos que fungían como retablos, pintura mural y además, un techo figurado, la iglesia de Santa María de Cuevas, desde su edificación, llamaba la atención por su decorado. Ya en 1725, el P. Visitador Juan de Guenduláin, la describió como “buena y bien adornada, así la testera principal con un lienzo muy grande de la Asunción de bellísimo pincel, como también los lados y el techo con pintura al temple muy vistosa y curiosa”10.

Es preciso iniciar anunciando que el techo de Santa María de las Cuevas, es único en su tipo. Se trata de un alfarje de un solo orden de vigas, con ranuras continuas en sus bordes inferiores, donde se acomodan tabletas en sentido perpendicular a la dirección de las vigas. Unos listones largos o “saetinos” ayudan a sostener las tabletas, cubriendo las ranuras, entre ellas y las vigas. Así, tales tabletas, “las caras inferiores de las vigas y los listones, en conjunto, conforman una superficie casi plana, que se puede denominar ‘entablado”. El entablado de Santa María se integra a la estructura portante del techo (vigas) para proporcionar un campo, lo más libre posible, para desarrollar un programa pictórico. Incluso, “parece que se anticipó esta finalidad desde la propia construcción del techo” (Bargellini, 2007: 17-18).

Hay en el techo varios artesones pintados parecidos a los de Michoacán (en la zona centro de México) conociendo que grupos de indios tarascos – carpinteros diestros- fueron llevados a trabajar en las minas norteñas, además que la introducción de indígenas de diferentes etnias en las misiones fue un sistema aplicado por los jesuitas para desarrollar establecimientos duraderos11. Pero una observación más detenida descartó tal idea ya que los artesones de Santa María son pare integral del techo, lo que no ocurre en Michoacán12. Además, el “entablado de Cuevas es más antiguo que prácticamente todos los techos michoacanos que se conservan”, mas no puede afirmarse que sea el primero ni el único en su tipo; por lo pronto, los únicos techos con este sistema de construcción que conozco – dice Bargellini- están en la Baja Tarahumara. Si bien en la arquitectura eclesiástica europea, el techo plano es muy propio del Renacimiento; y abundan los techos planos en los siglos XV, XVI y XVII, generalmente decorados con casetones, y muchas veces con marcos y figuras en pintura y en relieve, en todos los lugares de Europa que tuvieron algún impacto en las tradiciones artísticas novohispanas y americanas en general: España, Portugal, Italia y Flandes, Bélgica (Bargellini, 2007: 18-20).

En Santa María de Cuevas es evidente la existencia de distintos tipos de diseños de cubiertas. En el sotocoro encontramos una decoración, en la que los motivos se repiten para cubrir la extensión del techo, sin poner atención particular en la forma o dimensión del espacio a cubrir. La definición del espacio se da por elementos que enmarcan y, por lo tanto, delimitan y contienen los motivos repetitivos de la decoración del techo, y, generalmente, derivan de modelos del tratado de arquitectura del siglo XVI de Sebastián Serlio. Los casetones clásicos que se observan aquí son muy parecidos a los de Serlio en su libro IV. Pero por otra parte, en la nave y el presbiterio se observa otro tipo de diseño, si bien con resabios del ya presentado. Este segundo tipo de diseño “consiste en motivos variados, a menudo curvilíneos y hasta con figuras”, pero todo en relación con las divisiones del espacio arquitectónico. En cada tramo pueden variar los elementos, pero “se marcan los extremos, los centros y las divisiones entre un espacio y otro”. Este diseño ayuda a percibir el espacio con precisión, midiéndolo y es el que más se ha conservado en México, particularmente en conventos e iglesias del siglo XVI. En Santa María, los cuadrados y rombos, con símbolos marianos al centro, proporcionan un eje longitudinal que invitan al espectador “a seguir una secuencia a lo largo de la nave, marcada por los motivos centrales de la cubierta, a menudo diferenciados entre sí”. Tanto estos elementos como el módulo de motivos florales que se repite a ambos lados son suficientemente grandes como para ser legibles desde abajo y proporcionan un sentido de medición del espacio. Cabe precisar que los motivos florales del entablado no exhiben una relación precisa con los cuadrados y rombos del centro, sirviéndoles más bien de marco o de fondo (Bargellini, 2007: 13-24).

En el entablado se encuentran también motivos de raíces clásicas difundidos, entre otros, por Serlio, quien propuso que los fondos sean claros, como en Santa María, donde se observan motivos estilizados de hojas, flores y animales, en esquemas de movimiento regular y rítmico, como aconsejaba el mismo autor, siendo una forma renacentista de concebir la ornamentación del espacio. Un elemento particular de la decoración confirma esta idea: los motivos florales, hojas y guías rebasan el entablado para repetirse en la cenefa pintada en la pared justo bajo el techo, conformando una guía, “en forma de S alargada, de hojas y flores estilizadas, que se extiende simétricamente a ambos lados de una cabecilla de angelito enmarcada por dos aves”. La pintura de la cenefa es de buena calidad, por la sutileza del colorido y sus variaciones (Bargellini, 2007: 24-25).

Vista del envigado y techo del sotocoro. A la izquierda se distingue la decoración de la entrada al baptisterio. 2015.

En síntesis, la ornamentación arquitectónica de Santa María nos remite con toda claridad a tradiciones de diseño y de iconografía renacentistas, adoptadas en el siglo XVI en la Nueva España, mientras que el diseño, las formas y la calidad de la pintura “obligan a pensar en un artista entrenado sólidamente en una larga tradición de decoración arquitectónica”. En el aspecto iconográfico y decorativo, nos remite a modelos muy anteriores al siglo XVIII “en los cuadros y rombos centrales de la nave con sus símbolos sobre fondos de nubes” y éstas no sólo rompen conceptualmente el plano del entablado sino que conforman un “bien desarrollado programa iconográfico que debe leerse en conjunto para entenderse cabalmente” (Bargellini, 2007: 25-26). La advocación de la iglesia – la Asunción- es decir, la entrada al cielo de María, en cuerpo y alma, llevada por los ángeles, por cronología se relaciona al último episodio de la tradición mariana: la coronación como Reina del cielo, lo cual se halla representado en la portada del templo mediante el monograma de María coronada. La iconografía continúa en el interior. En el eje longitudinal del entablado de la nave, en los ocho cuadros y rombos, se hallan símbolos, en relieve, que aluden a títulos honoríficos de la Virgen María (Bargellini, 2007: 26).

Hacia principios del siglo XVI la iconografía evolucionó, particularmente en España, en una imagen de la Virgen sola, rodeada por elementos simbólicos inspirados en el Cantar de los cantares de la Biblia (4:7) (Straton, 1989: cap. 2), identificándola como la Inmaculada Concepción, también llamada la Tota pulchra, y con esta base, todos los elementos de la iglesia adquieren sentido y significado. A partir del presbiterio, en el altar mayor se halla un Cristo Crucificado, y en el entablado, sobre su cabeza, está un sol de madera tallado en relieve y pintado (aunque roto la mitad). ¿Por qué un sol allí? Si se recuerda la letanía de María, ella es bella y brillante como el sol. ¿.Que quiere decir esto? Cristo es el sol al que se equipara María en las letanías, antes de ser una metáfora para María, en la tradición cristiana el sol fue una de las primeras metáforas para Cristo. Por eso, todas las letanías inician con la metáfora del sol; es decir, con el concepto de la unidad y casi paridad de María y Jesús. El arco muestra el monograma de Jesús del lado del presbiterio y el de María, coronado como en la portada, desde la nave. Así, María está indisolublemente unida a Jesús en las piedras del arco, pero del lado que corresponde a la feligresía, contrastando con el presbiterio, espacio que corresponde a la divinidad y el sacerdote (Bargellini, 2007: 27-28).

A su vez, los ángeles pintados en las enjutas del arco, vistos desde la nave, llevan filacterias con una inscripción dividida en dos: beatam me dicent / omnes generationes (“todas las generaciones futuras me llamarán bendita”) explicando el lugar de María en la cumbre del arco triunfal palabras que vienen del Magnificat, la oración que dijo María cuando, ya encinta, visitó a su prima Isabel, y ésta reconoció al Salvador, que todavía estaba por nacer. En el techo de la nave, longitudinalmente, mediante siete relieves tallados en madera y pintados, se recuerdan frases de la letanía, María es bella como la luna, estrella matutina, espejo sin mancha, azucena entre espinas, fuente de salvación, rosa sin espinas, ciprés en Sión13. Tales símbolos, al igual que María asunta, están pintados en “el cielo entre nubes”. En los muros, justo bajo el techo, está pintada una cenefa en la que muchos angelitos acompañan los símbolos de María. La cenefa se desarrolla en la parte superior del edificio, arriba de pinturas murales que representaban “hojas y flores alusivas a la presencia y al florecimiento de la gracia divina en el espacio sagrado de la iglesia” (Bargellini, 2007: 29).

Arco que delimita el presbiterio y la nave. En el techo del primero se distingue el Sol. Y en el techo del lado de la nave, la Luna. 2015.

Sin duda una lectura y explicación muy eruditas las de la Dra. Bargellini, hechas desde una lógica católica y desde la historia del arte. Sin la intención de desmentirla queremos añadir algunos comentarios que pueden enfatizar la necesidad de estudiar a profundidad el templo de Santa María de las Cuevas. El primero es respecto a la portada cuyos adornos de cantera no son de la época colonial, si bien pudieron haberse ordenado siguiendo el patrón original, como es el del monograma mariano y el de la Compañía de Jesús, aunque desconocemos su ubicación original. El segundo comentario y quizá, el principal, es una reflexión sobre una omisión de la Dra. Bargellini, quien no identifica la planta o flor que conforma la guía que llena el espacio pictórico del techo así como ser el motivo único de la pintura mural en toda la iglesia. Esta omisión puede dar una explicación diferente, leyendo la iconografía con otros ojos y desde otras tradiciones; como las de los tarahumaras.

Para los rarámuri o tarahumaras, el sol y la luna son sus antepasados, y por lo tanto sus deidades (Pintado, 2004: 26). En su cosmovisión el mundo fue creado por Rayenari —Dios Sol— y Metzaka —Diosa Luna. Incluso para algunos historiadores el vocablo rarámuri deviene de Rayenari, significando entonces “hijos del Sol”, y por ende, el Sol es su principal deidad (Lister, 1979: 138). Además, veneran a Onorúame-Eyerúame (Dios padre-madre) quien les regaló el maíz y por lo tanto hay que agradecerle cada vez que hay teswino. A pesar de que los rarámuris no representaban de ninguna forma a sus deidades, éstas tenían sus símbolos, como la “bichurique”. En el mes de mayo, cuando comienzan las lluvias en las tierras tarahumaras, la cholla produce su “sewácari” o flor, y algunos lugares se engalanan con algunas “bichurique14. Sea por su color vivo, por sus propiedades medicinales o por su rareza, la flor de cholla representa al Dios Sol para los tarahumaras, y cuando se celebraba al Dios- padre Sol, se le ofrecía esta flor como ofrenda. Sabiendo esto la lectura de la iglesia de Santa María de Cuevas cobra nuevas connotaciones.

Se puede asumir que se contrató a un pintor, Domingo Guerra, una vez concluida la fábrica, y que éste conocía el arte de la decoración pictórica del momento. Es obvio que él diseñó el programa pictórico y el iconográfico, quizá conjuntamente o con sugerencias del padre misionero en turno, y por la factura, debe haber pintado de su mano el arco del presbiterio y la cenefa que envuelve los muros. Pero también debe haber diseñado, los motivos repetitivos de la decoración del techo y la guía de los muros mas no los pintó. A continuación expongo las razones que me llevan a tal afirmación. Si bien no podemos saber la época del año en que estuvo el pintor en Santa María, es difícil pensar en que conocía la flor de cholla, pudiendo pintar cualquier otra flor conocida. La hechura de la decoración del techo y la guía que adornaba los muros son claramente de distinta factura a la de la cenefa y el arco. Por tiempo y porque seguramente no había suficientes recursos para pagarle más tiempo, es posible suponer que se le pidiera apoyarse en algunos indígenas, capaces de dibujar; y que fueron ellos los que sugirieron qué flor pintar, la de cholla, misma que aún hoy dibujan y tejen en sus cestos y cobijas. El pintor debió haber dibujado una muestra, para el techo, ya que las hojas y flores aparecen estilizadas como marcaban los cánones. Sólo que la cholla carece de hojas, por el contrario tiene infinidad de espinas y un tallo grueso, leñoso.

Toda la decoración interior floral es con base a la cholla (Cylindropuntia cholla) ni siquiera a su subespecie. Y más que estilización la flor aparece muy sencillamente pintada para ser de mano de un pintor de academia, pero identificable como de factura indígena. Asimismo, las flores de los muros resultan casi infantiles, siendo un dibujo simplificado de la misma flor de cholla, del mismo color rojo (color del sol). ¿Por qué no pintar flores de múltiples colores, siendo ya el barroco mexicano? ¿Por qué usar un sólo motivo que representa al dios Sol de la gentilidad? Un detalle más para pensar que el pintor contratado no realizó, por completo, la obra pictórica es que haya firmado en un lugar poco visible, siendo lo acostumbrado que se firmara la obra propia en lugar visible, pues ello servía para divulgar la obra personal.

Nuestra hipótesis entonces es que los neófitos tarahumaras ayudaron en la pintura del interior de la iglesia, pintando no sólo una flor que conocían, sino una flor que sólo existe en cierta época del año y que representaba lo divino, en su cosmovisión, a su Dios-padre, al Sol. Así, si revisamos los siete símbolos marianos adosados al techo longitudinalmente, desde el presbiterio hacia la entrada, el sol se halla sobre la cabeza del Cristo crucificado y la luna donde termina el presbiterio y comienza la nave. Se observa que, a excepción del Sol, los símbolos de la Virgen María no siguen el orden de la letanía mariana. ¿Coincidencia? ¿Casualidad? Difícil creerlo, ya que otro templo jesuita de misión, la de San Felipe, también conserva en su techo de viguería marcas de pintura con temas de follaje barroco enlazando el monograma de la Compañía de Jesús; incluso con un sistema constructivo similar al de Santa María de Cuevas, pero a pesar de su barroquismo se siente la mano indígena que realizó la pintura (Márquez, 2004: 70). Pensamos que dado que el Sol está sobre Cristo, en el lugar de honor, las manos indígenas colocaron la talla de la Luna, en segundo lugar, siendo el primer símbolo de la nave a partir del `presbiterio, quedando así juntos, el Sol y la Luna, los dioses primigenios rarámuris, y colocando los demás símbolos como les pareció pues para ellos eran sólo decoración.

El punto crucial sería poder saber si el misionero encargado al momento de la decoración pictórica sabía el significado que tenía para sus indios el sol, la luna y sobre todo, la flor de cholla. De esta manera, mientras los jesuitas pensaban que los tarahumaras visitaban la iglesia por ser la casa del dios católico, quizá ellos iban a ver los símbolos de sus dioses primigenios. A la distancia, cabe preguntarse si la decoración pictórica de Santa María de Cuevas fue con conocimiento del significado de la flor de cholla o mero consentimiento para contar con la mano de obra indígena por parte del misionero encargado. ¿Respeto a creencias ancestrales o debilidad permisiva? Ésta es la importancia de continuar investigando más a fondo las ex misiones jesuitas de Cuevas, la de Santa Cruz (hoy Rosario), la de Carichí y la de San Felipe, en lo particular y comparativamente, antes de que el tiempo borre los vestigios que pueden respondernos.

Planta de cholla

Flor de cholla

Notas

1 Véase Bennett, Wendell C. y Robert M. Zingg. 1986. Los tarahumaras: una tribu del norte de México. México, Instituto Nacional Indigenista y, González Rodríguez, L. 1982. Tarahumara, la sierra y el hombre. México, Secretaría de Educación Pública (SEP, 80).

2 Archivum Romano Societatis Iesu (en adelante, ARSI). México 16, Documentos Históricos 1565 – 1600, f. 83. Carta del P. Pedro Díaz, Provincial al General, 21 de junio de 1592.

3 El P. Claudio Acquaviva, General, a Pedro Quesada, Roma, 15 de abril de 1602, en Zubillaga, Monumenta Mexicana, p. 526.

4 ARSI, México 02, Epp. Gen., 1607, Claudio Acquaviva al padre Ildefonso de Castro, provincial de México, f. 77 v.

5 “…8 en la misión de S. Francisco Javier, 2 en la de Parras, 9 en la de Tepehuanes, 9 en la de Tarahumares, 9 en la misión de S. Andrés de la Sierra, 6 en la misión de S. Francisco de Borja, 4 en la de N. P. S Ignacio de Piastla, y otros 4 en la misión de Topia...” [ARSI. México 15. Letras Annuas de la Provincia de la Compañía de Jesús de México, por los años 1646 y 1647]

6 ARSI. México 18. Documentos Históricos 1701- 1773- 1803, f. 22 v.; y, Márquez Terrazas, Z. 2004. Misiones de Chihuahua, Siglos XVII y XVIII; México, Secretaría de Educación Pública – CONACULTA; p. 67. Nota: El P. Luis (Luigi) Mancuso, quien había estado en la cercana misión de San Francisco de Borja desde 1693, llegó a Santa María en 1696, permaneciendo hasta, por lo menos, 1718. Fue Rector y Visitador de la provincia de Tepehuanes y la Tarahumara Baja entre 1714 y 1717, y apoyó la fundación del colegio de Chihuahua. También fue Rector del Colegio Máximo donde residía en 1723. Sin embargo, quizá por afecto, pidió regresar a Sta. María de las Cuevas, donde murió en 1728. [Gutiérrez Casillas, J. 1977. Diccionario Bio-bibliográfico de la Compañía de Jesús en México. México, Editorial Tradición; Vol. XVI; 97-98].

7 Se indican las misiones de la Antigua Tarahumara en 1701 indicando el estado actual donde se ubican: Santa Cruz de Tarahumaras (Chih.), Santa María de las Cuevas (Chih.), San Francisco Javier de Satevó (Chih.), San Jerónimo de Huejotitán (Chih.), San Pablo de Tepehuanes o Balleza (Chih.), Nabogame, Baburigame, San Miguel de las Bocas. (Dgo.), S. Joseph del Tizonazo (Dgo.), Ntra. Sra. del Zape (Dgo.), Sta. Catalina de Tepehuanes (Dgo.), Santiago Papasquiaro (Dgo.), San Joaquín y Santa Ana (Chih.) y Sta. Ana y S. Francisco Javier de los Chinarras (Chih.). [ARSI. México 18.Documentos Históricos 1701- 1773- 1803 Antigua Tarahumara. 1701. f. 22 v.]

8 Márquez Terrazas, Z. 2004. Misiones de Chihuahua, Siglos XVII y XVIII, México, Secretaría de Educación Pública – CONACULTA, p. 74. Véase también Gerhard, P. 1982. La frontera norte de Nueva España; Princeton, pp. 22; 112 -113; 157-168; 176-177 y 222; Deeds, S. 1981. Rendering to Caesar. The Secularizarion of Jesuit Missions in Mid-Eighteenth Century Durango. Ph. D. University of Arizona.

9 La fecha fue descubierta en mayo de 2001, después de haberse retirado un cielo raso que cubría el techo del presbiterio, durante los estudios técnicos que llevaban a cabo el Instituto Nacional de Antropología e Historia de Chihuahua, Misiones Coloniales de Chihuahua, A.C., y el Instituto Chihuahuense de Cultura. [Bargellini, C. 2007.El entablado jesuita de Santa María de Cuevas: sobrevivencia y desarrollo de una tradición”, en: Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, Nº 91, México, UNAM, p. 14].

10 Archivo General de la Nación, México, en adelante AGN. Archivo Histórico de Hacienda, 18 de mayo de 1725. vol. 2009, Exp. 99, f. II. Juan de Guenduláin, Carta al Padre Provincial Joseph de Arjo, Chihuahua.

11 Véase Chanfón Olmos, C. Coord. 2001. Historia de la arquitectura y urbanismo mexicanos, 209; Ramiro Esteban, D. 1999. “Santiago de la Monclova, una villa, un presidio, un pueblo, una misión”, en Luis Arnal Simón (Coord.) Arquitectura y Urbanismo en el Septentrional Novohispano, fundaciones del Noroeste en el S. XVIII, p.60; y Urías, C. 2013. “Intenciones frustradas de consolidación arquitectónica: el caso de los templos misionales jesuíticos de la antigua provincia de Sinaloa”, en: Zazueta Manjarrez, J. C. Coord. Seminario La Religión y los Jesuitas en el Noroeste Novohispano. Memoria. Vol. VI, Culiacán, Sinaloa, El Colegio de Sinaloa, pp. 63-64.

12 Véase Álvarez Rodríguez, Gloria A. Los artesones michoacanos, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 2000; López Guzmán, Rafael Arquitectura y carpintería mudéjar en Nueva España, México, Azabache, 1992; y, Cramaussel, Chantal “Relaciones entre la Nueva Vizcaya y la provincia de Michoacán”, Relaciones, vol. 24, 100, otoño de 2004. pp. 173 – 203.

13 Se marcan con letra cursiva las figuras de relieve que se encuentran en el techo.

14 Las “bichurique” son las flores de cholla (Cylindropuntia cholla), fanerógama de la familia de las cactáceas, de color rojo o púrpura. Originaria de México, habita en climas seco, semi-seco y templado, entre los 1,700 y los 1,875 msnm. Planta silvestre, crece en terrenos de cultivo de riego y temporal, o asociada a matorral xerófilo. Cholla es el epíteto local que la identifica. Se encuentra en lugares planos, arenosos, pedregosos, también en la falda de los cerros, en todo el desierto. Es un palo amarillento acuoso por dentro, con muchas espinas que mide poco más de medio metro de altura y tiene varios usos medicinales. Tiene una subespecie, la Opuntia bigelovii, cuya flor es blanca, del tipo de las rosáceas y actinomorfa. [Medicina Tradicional Mexicana, Universidad Nacional Autónoma de México. http://www.medicinatradicionalmexicana.unam.mx/flora2.php?l=4&t=Choya&po=seri&id=5280&clave_region=7

Referencias Bibliográficas

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14. Jesuitas en Tarahumara. https://jesuitasentarahumara.woedpress.com        [ Links ]

15. Medicina Tradicional Mexicana, Universidad Nacional Autónoma de México http://www.medicinatradicionalmexicana.unam.mx/flora2.php?l=4&t=Choya&po=seri&id=5280&clave_region=7        [ Links ]

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