Introducción
En el presente artículo recupero algunos de los hallazgos de mi tesis doctoral del Doctorado en Trabajo Social de la UNR. En la misma, problematizo sobre unas de las cuestiones vigentes en las agendas gubernamentales y en la producción de conocimiento científico: la relación de los jóvenes con el trabajo. Frecuentemente, su abordaje gira en torno al análisis de la crisis del “mundo del trabajo” y el impacto que dichas transformaciones suponen en las posibilidades de inserción laboral de los jóvenes, fundamentalmente aquellos que pertenecen a los sectores populares. En la investigación que realicé, me propuse analizar desde las experiencias de vida de jóvenes de sectores populares como estos ponderan al trabajo, y qué lugar ocupa en sus biografías.
La investigación se situó espacialmente en un barrio de la ciudad de Rosario, Las Flores Sur y el trabajo de campo se realizó en varias etapas que abarcaron un primer acercamiento exploratorio desde mediados del año 2009 hasta 2011, y un trabajo intensivo de recolección de datos desde principios de 2014 hasta principios de 2016. Para realizar la investigación partí de la premisa de que la herramienta metodológica debía ser construida a medida que avanzaba el proceso de trabajo, y es en este sentido que en el transcurso de la fase exploratoria del mismo, la definición por un abordaje socioantropológico flexible, creativo y heterodoxo (Guber, 2010) a través de la utilización de la etnografía
“como enfoque, método y texto” (Guber, 2010: 16) fue tomando forma. La utilización de un enfoque etnográfico me permitió avanzar en el universo de sentido de los actores sociales protagonistas de mi trabajo de campo, y así explicar el sentido que le otorgan a sus actividades cotidianas a partir de la interpretación de sus prácticas.
A medida que fui llevando a cabo el proceso de investigación, conociendo el barrio y también encontrándome con los jóvenes en distintas instancias de interacción por fuera de la entrevista, diferentes aspectos de su sociabilidad fueron cobrando cada vez más relevancia y protagonismo. Entre ellos, apareció la relación de pertenencia que los jóvenes construyen con el territorio en el que viven, Las Flores Sur, la cual se configura en un juego de tensión permanente entre el “estigma” y el “emblema”1 (Reguillo, 2012; Goffman, 2009). Así, comencé a vislumbrar cómo se reeditaban en esa identificación con el territorio algunos hitos de la historia barrial a los que tanto los jóvenes como los adultos hacían referencia. Es por eso que la referencia territorial se constituyó en una dimensión imprescindible para conocer el universo juvenil, y esto me permitió a su vez comprender, a medida que avanzaba el trabajo de campo, que esa referencia permitía pensar al trabajo en tensión con otros aspectos de su sociabilidad, tales como la escuela o la calle.
Es así que me encontré con una de las primeras “desviaciones” en la construcción del objeto de investigación: los jóvenes no me hablaban del trabajo desde el trabajo. Es decir, en nuestros intercambios no recuperaban sus experiencias laborales, ni tampoco se referían a las inserciones laborales de sus familiares. Descubrí entonces que los jóvenes hablaban del trabajo siempre en relación y en tensión con otros aspectos de su sociabilidad y por ese motivo “salí a buscar” con los jóvenes y por el barrio cómo aparecía el trabajo en sus vidas, apelando a la construcción de otros interrogantes que me permitiesen abordar mi inquietud inicial. Algunos interrogantes acompañaron ese recorrido, preguntas tales como ¿Qué significa ser trabajador en este barrio? ¿Qué valoraciones se ponen en juego a la hora de darle sentido al trabajo? ¿Cómo se fueron configurando y transformando históricamente en este territorio esas valoraciones?
Desde ese recorrido construí el argumento central de mi investigación, y es así que sostengo que los jóvenes le asignan un valor al trabajo en tanto se constituye en una posibilidad de rescate al permitirles diferenciarse de otros circuitos que los refuerzan en una posición de estigma social. En ese sentido, el trabajo opera para los jóvenes como un valor moral a partir del cual construyen posiciones de honra y respeto que les permiten disputar un lugar en términos de prestigio, tanto en el propio territorio como afuera de él. Retomo para el abordaje, el planteo de Claudia Fonseca (2004), quien considera que la búsqueda de una posición de honra en los sectores populares funciona como modo de salvaguardar el amor propio, la estima, permitiendo la construcción de una posición de respeto en el territorio. La honra se explicita en el marco de las redes de relaciones que se establecen con los demás a partir de lo cual se enaltece la propia imagen, y en ese sentido, en el barrio Las Flores Sur los jóvenes consideran que el trabajo en tanto valor los ubica en una posición de prestigio y es así que el hecho de identificarse con la figura de ser trabajador refuerza la posibilidad de construir una posición respetable. En esta ponencia analizo, específicamente, cómo el trabajo se configura en las experiencias vitales de los jóvenes en tanto posibilidad de rescate, disputándole legitimidad a otros circuitos (Chaves, 2010; Magnani, 2002) disponibles en el territorio. En tanto rescate, el trabajo adquiere sentido para los jóvenes porque les permite “desmarcarse” (Diez, 2006) de prácticas sancionadas moralmente por la mayoría de los vecinos (tales como el consumo o el delito) a las cuales se los asocia, y a su vez, construir identificaciones con los valores morales asociados al trabajo, permitiéndoles disputar desde esa referencia, un lugar de prestigio y de honra tanto en el propio territorio como afuera de él.
Enfoque y método
Tal como explicité en la introducción de este artículo, realicé la investigación considerando la premisa de que la herramienta metodológica debía ser construida a medida que avanzaba el proceso de trabajo, y en este sentido, en el transcurso de la fase exploratoria del mismo, la definición por un abordaje socio-antropológico flexible, creativo y heterodoxo a través de la utilización de la etnografía “como enfoque, método y texto” (Guber, 2011: 16) fue tomando forma. La etnografía como enfoque supone una concepción y práctica de conocimiento que busca acercarse a la comprensión de los fenómenos sociales desde la perspectiva o puntos de vista de las personas involucradas en los mismos, entendidos como “actores”, “sujetos sociales” o “agentes” (Guber, 2011: 16). Es decir, permite explicar cómo éstos le otorgan sentido a sus actividades cotidianas a partir de la interpretación de los modos prácticos en que dan sentido a sus vidas. La etnografía se provee de un método específico, la descripción. Ésta implica tres niveles diferenciados de comprensión: uno primario o de reporte en donde se informa “qué” ha ocurrido; la explicación o comprensión secundaria en donde se responde al interrogante de “por qué” ha ocurrido y por último la descripción de lo que ocurrió desde la perspectiva de los agentes, “cómo es” para ellos. Mientras que los dos primeros tipos de comprensión dependen de su ajuste a los hechos; el último, es decir, la descripción, “depende de su ajuste a la perspectiva nativa de los miembros de un grupo social” (Guber, 2011: 16). Es por eso que la descripción implica la interpretación que el etnógrafo realiza respecto de los fenómenos tomando en cuenta la perspectiva de los propios actores y en esa conjugación entre descripción e interpretación, se produce lo que en etnografía se denomina como “descripción densa” (Guber, 2011; Geertz, 2006). En palabras de Geertz “la etnografía es descripción densa” (2006: 24) y su objetivo como método tiene que ver con desentrañar las estructuras de significación a partir de las cuales los sujetos actúan y determinar su campo de acción y su alcance.
Lo que en realidad encara el etnógrafo, es una multiplicidad de estructuras conceptuales complejas, muchas de las cuales están superpuestas o enlazadas entre sí; estructuras que son al mismo tiempo extrañas, irregulares, no explicitas, y a las cuales el etnógrafo debe ingeniarse de alguna manera, para captarlas primero y para explicarlas después. (Geertz, 2006: 24)
La descripción densa en etnografía supone así la interpretación, es decir, otorgarle un sentido a las acciones que realizan las personas. Para Guber (2011), comprender desde la descripción supone reconocer los marcos de interpretación dentro de los cuales los actores clasifican el comportamiento y le atribuyen sentido. Es decir que trabajar desde un enfoque etnográfico supone “inscribir discursos sociales” (Geertz, 2006: 32) y redactarlos a partir de la construcción de conjeturas de significaciones a las cuales tenemos acceso en la pequeña parte que nuestros informantes refieren. Por otra parte, en tanto método de investigación abierto, la etnografía supone utilizar técnicas no directivas tales como observación participante y entrevistas no dirigidas, y fundamentalmente, la residencia prolongada con los sujetos de estudio. Es decir que una de las características centrales de su método es lo que suele llamarse “trabajo de campo” y cuyo resultado “se emplea como evidencia para la descripción” (Guber, 2011: 19). Es necesario aclarar que el trabajo de campo no se construye mecánicamente a través de la observación participante o con la mera presencia en el territorio en el cual se desarrolla la investigación. En ese sentido, retomo el planteo de Tiscornia quien considera que “estar ahí” no produce automáticamente el campo, sino que más bien éste es el resultado de una relación: “el campo es la capacidad de establecer una red de relaciones que el investigador construye y que lo habilita a comprender los significados de la particular geografía en la que se encuentra” (2004: 8).
La etnografía se configura, por último, como un texto cuyo insumo principal lo constituye el trabajo de campo, y en esa arquitectura se pone en juego la interpretación que el investigador realiza respecto de cómo llevan a cabo sus comportamientos los individuos según sus expectativas, motivos, propósitos, es decir, como agentes o sujetos de la acción (Chaves, 2010; Guber, 1991). Como sujetos de la acción, los individuos son parte de una cultura y de un sistema social y es en ese entramado en el que llevan a cabo sus acciones cotidianas, respetando algunas normas y transgrediendo otras, desempeñándose en ciertas áreas de actividad y desarrollando estas acciones conforme a su decisión y no por imposición meramente externa. El investigador recolectará ese material, el cual permite la construcción de la “red de relaciones” desde la cual es posible interpretar los significados de los discursos y prácticas de los sujetos. Como plantea Chaves, el análisis de la perspectiva del actor no significa que la estructura esté ausente, sino que ésta: “es parte producida y también parte condicionante, al modo de las estructuras estructurantes y estructuradas de Bourdieu o de la doble estructuración de Giddens” (2010: 52).
La experiencia de los sujetos es una ilustración de una totalización que antecede lógicamente a sus partes, y tal como plantea Guedes (1997), las experiencias de los sujetos constituyen una actualización de algo mayor, estructural, que está por fuera de ellos. Los sujetos son parte de una cultura, entendiéndola como:
(…) sistemas en interacción de símbolos interpretables… la cultura es un contexto dentro del cual pueden describirse todos (los) fenómenos de manera inteligible, es decir, densa. (Geertz, 2006: 27, el énfasis es mío)
De esta manera, la cultura no es una entidad a la que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos sociales o modos de conducta, instituciones o procesos sociales; sino que se constituye a partir de los sistemas de interacción en el cual se ponen en común símbolos interpretables, que configuran el contexto en el cual los sujetos actúan y significan sus discursos y prácticas.
La historia barrial y la condición juvenil
Las experiencias vitales de los jóvenes de sectores populares dialogan permanentemente con el contexto en el cual se producen. En ese sentido, una de las cuestiones centrales en la configuración de esas experiencias tiene que ver con el lugar que la pertenencia territorial tiene en la configuración de la “condición juvenil” (Chaves, 2010 2) de estos jóvenes. En ese sentido, recupero el planteo de Chaves (2010) respecto de entender a la juventud como categoría relacional y en tal sentido, no puede ser pensada ni definida de manera ontológica o esencial, ni tampoco puede universalizarse. Así, considero que no existe “una juventud3” ideal en la cual la mayoría de los jóvenes deben “encajar”, sino más bien, que la juventud cobra sentidos particulares en las condiciones particulares de su producción. Así, en cada caso es necesario poder precisar cuáles son las características de la condición juvenil, en tanto “ser/estar joven en ese tiempo y lugar para esas personas jóvenes y no jóvenes” (Chaves, 2010: 37). Es por eso que pensar a los jóvenes significa considerarlos como sujetos en relación, como actores completos, inmersos en entramados de relaciones de clase, edad, género y étnico/raciales. Supone, además, la elaboración de múltiples articulaciones que, ancladas efectivamente en ciertos rangos de edad, sean capaces de dar cuenta los “arraigos empíricos” (Reguillo, 2010) a partir de los cuales esa edad deja de ser un dato natural y se convierte en característico respecto de ciertos modos de experimentar y participar en el mundo.
Desde esa idea de “condición juvenil situada”, el barrio se convierte en el primer aspecto central de las biografías que son recuperadas en este artículo. En la tensión ya explicitada entre el “estigma” y el “emblema”4 (Reguillo, 2010; Goffman, 2009), tensión desde la cual los jóvenes asumen la referencia territorial, una de las cuestiones que se pone en juego es la configuración de la historia barrial y sus hitos, y cómo esos hitos fueron moldeando en la biografía de los jóvenes la identidad “BLF5”.
El barrio
El barrio Las Flores Sur está ubicado en el extremo sur de la ciudad de Rosario. Se encuentra delimitado por la Autopista Rosario - Buenos Aires, la Circunvalación de la ciudad de Rosario, la Avenida San Martín y el Arroyo Saladillo, uno de los afluentes del Río Paraná. Éste barrio de aproximadamente 7300 habitantes se convierte en uno de los espacios más paradigmáticos de la ciudad, ya que es conocido mediática y socialmente como uno de los “barrios narcos” de Rosario. La historia del barrio también da cuenta de un surgimiento paradigmático, ya que su origen se remonta al año 1978, en plena dictadura militar, momento en el cual relocalizan a una gran cantidad de familias que se asentaban en las cercanías del puerto, a este nuevo territorio. El objetivo de la relocalización tenía que ver con construir la Circunvalación que actualmente bordea la ciudad de Rosario, con el objetivo de que los visitantes que llegaban en 1978 para alentar a la Selección de fútbol pudieran acceder al estadio mundialista ubicado en la zona norte sin necesidad de atravesar la ciudad. La mayoría de los vecinos relocalizados eran migrantes rurales, provenientes de Corrientes, Entre Ríos, y Chaco, y que habían llegado a Rosario a fines de 1960 buscando oportunidades laborales. Para principio de la década de 1980, Las Flores Sur ya estaba prácticamente poblado, y los vecinos habían tenido que empezar de cero en este nuevo territorio luego de ser relocalizados. Durante 1980, la crisis en el mundo del trabajo azotaba cada vez con más fuerzas a las precarias inserciones de las familias del barrio, incluso aquellos varones que habían conseguido empleo en el puerto o en el frigorífico, las dos actividades más importantes de la zona, decían que esos trabajos eran “pan para hoy, hambre para mañana”. La crisis se profundiza en 19896, y ese año, Las Flores Sur fue uno de los epicentros más importantes de los saqueos que se producen en la ciudad.
Durante la década de 1990, la situación en términos económicos, y también políticos y sociales, fue cada vez más compleja. Por un lado, la pobreza creció estrepitosamente en términos urbanos, y en el barrio se evidenciaba cada vez más y de múltiples maneras. En primer lugar, a través del crecimiento de asentamientos precarios alrededor de las casitas7, pero también, uno de los factores que da cuenta de la crisis tiene que ver con la epidemia de VIH - Sida que se produce en esa década, generando la muerte de muchos de los jóvenes del barrio. En términos políticos, la década de 1990 se caracterizó por un repliegue de la asistencia estatal en instituciones profesionalizadas, deslegitimando desde el discurso de la gestión municipal las iniciativas comunitarias asociadas fundamentalmente a la problemática alimentaria (comedores y copas de leche). Desde el discurso gubernamental se instala cierta “sospecha” respecto de la organización popular, propiciándose así la desarticulación de esas experiencias organizativas populares, profesionalizando y racionalizando la asistencia. En ese mismo momento en el cual desde el discurso gubernamental se instala esa “sospecha” por la estrategias de organización popular, contemporáneamente se produce el crecimiento de la venta ilegal de drogas en el barrio, fenómeno conocido y nombrado por los propios vecinos como las bandas narco o el problema de la droga. Así, desde mediados de 1990 el nombre de este barrio comienza a estar, cada vez más, asociado con el “narcotráfico”8, y en cada crónica mediática que se construye al respecto se incluye a sus habitantes como parte de ese entramado. La mayoría de los vecinos de la ciudad de Rosario, como también muchos habitantes del resto del país, han escuchado alguna vez hablar del barrio Las Flores de Rosario9 en las noticias policiales.
Durante la primera década del Siglo XXI, el barrio transitó diferentes etapas. Los saqueos de 2001 nuevamente tuvieron en Las Flores Sur uno de sus epicentros, evidenciándose la crisis institucional, política, económica y social que la década de 1990 había profundizado. Uno de los hechos paradigmáticos que marcará la historia del barrio es el asesinato por parte de la policía del militante social Pocho Lepratti, en el techo de la escuela primaria en donde se desempeñaba. La muerte de Pocho se convertirá en un símbolo de lo que sucedía en esa época: la presencia del estado en el barrio tenía cada vez más tintes represivos. Varios de los vecinos que conocí durante el trabajo de campo me comentaron que fue en ese momento en el cual decidieron irse del barrio, dando cuenta de que la situación social era caótica, ya que lo que sucedía, de acuerdo a su perspectiva, es que se había desplazado uno de los valores que hasta entonces había sostenido a los vecinos del barrio: la solidaridad. De acuerdo a esos relatos, se comienzan a producir situaciones extraordinarias en el barrio, como el robo entre vecinos, produciéndose una guerra de “pobres contra pobres”, alentada por la “lógica narco” que había potenciado la circulación de armas en el barrio y la resolución de los conflictos a los tiros10.
Para 2009, la situación social y económica va a dar cuenta de ciertas “controversias” (Kessler, 2015)11. Por un lado, se produce un mejoramiento en el barrio de las condiciones materiales de vida, fundamentalmente producidas por las mejoras en infraestructura12 y también en términos de los ingresos monetarios de los vecinos, a través de diferentes tipos de actividades laborales (fundamentalmente changas en el sector de la construcción y empleos en el sector de servicios) y también por la masificación de los Programas de Transferencias Monetarias Condicionadas (PTMC), especialmente la Asignación Universal por Hijo (AUH). Sin embargo, todas estas transformaciones se produjeron paralelamente al crecimiento de la “lógica narco” en el territorio: no solo aumentaba el negocio de la venta ilegal de drogas sino que cada vez más, ésta se convertía en una oferta de “trabajo” para los jóvenes del barrio, oferta que prometía acceso rápido y fácil al dinero a cambio de poner en riesgo la propia vida. Pero también, la “lógica narco” encontró las posibilidades de expansión en este territorio por la debilidad de las instituciones estatales tradicionalmente vinculadas a las protecciones sociales, tales como salud, educación y asistencia, y así mismo por el fortalecimiento como actor clave en el territorio de la policía, quien a través de un modo de funcionamiento prácticamente autónomo acompañó dicha expansión, regulando el negocio.
La mayoría de los vecinos y los jóvenes coinciden en señalar que el momento en el cual perciben que la “lógica narco” había cobrado cada vez más poder como modo de regulación de las prácticas en el barrio, fue cuando sucedieron una serie de muertes que fueron consideradas como “injustas” (Bermúdez, 2010 13). En ese sentido, las más paradigmáticas son las de un trabajador y la de un niño, quienes mueren en diferentes circunstancias, cuando quedan “atrapados” en diferentes enfrentamientos armados. Para los vecinos, ese es el momento en donde el “cambio de códigos” se puso en evidencia, dando cuenta de que el barrio ya no era el mismo. En esa transformación de los “códigos” para los vecinos el desplazamiento del lugar del trabajo en tanto aglutinador social tendrá un lugar central, ya que según ellos es la transformación de los valores asociados al “ser trabajador” los que se ponen en tensión en esas situaciones consideradas como “extraordinarias” para la comunidad. Así, el trabajo y los valores a los cuales se lo asocia se fueron transformando a medida que en el propio territorio se producían transformaciones. En el próximo apartado, pesquisaremos qué lectura realizan los vecinos y los jóvenes respecto de cómo se van configurando esos cambios y su relación con el trabajo.
El trabajo en el barrio
Desde el surgimiento y expansión del barrio desde fines de 1970 hasta la actualidad, el lugar del trabajo y de lo que significa “ser trabajador” fue mutando. En cierto sentido a medida que avanzan los años, el ideal del “progreso a través del trabajo” con el cual la mayoría de los vecinos había migrado hacia la ciudad a fines de 1960 se va debilitando, frente a la constatación de que el trabajo escaseaba y de que las posibilidades laborales eran pocas y precarias. Con mayor profundidad desde 1980, la precariedad asociada al trabajo se transformaría en una certeza para estas familias. Sin embargo, aparece como una constante la apelación que los vecinos realizan del hecho de “ser trabajadores” como modo de diferenciarse de la mirada estigmatizante que recaía, desde afuera, sobre ellos. Es así que recupero un doble sentido desde el cual el trabajo se configura en la historia barrial: por un lado, desde la mirada de los vecinos que eran jóvenes en 1980/1990, para quienes el trabajo fue la posibilidad de ser “alguien”, de dar cuenta de la dignidad con la cual encaraban su vida aún en situaciones adversas, reforzando el ideal de que ellos eligieron hacer “bien” las cosas y esforzarse para cambiar la realidad que les tocaba vivir. “Ser trabajador” encarnaba así, la posibilidad de tener un estatuto de ciudadanía, de ser considerado “igual” al resto de la sociedad. Es por eso que para los vecinos adultos que conocí durante el trabajo de campo, el trabajo significó históricamente un parámetro desde el cual valorar las prácticas propias y las de los “otros” (sean otros vecinos del barrio, como de afuera), y fundamentalmente, la idea de trabajo funcionaba para sancionar a aquellos que “elegían” otros modos de vida: ser “choro”, “narco” o ser “puntero”. La reconstrucción histórica permite recuperar cómo todas estas diferentes actividades coexistieron en el barrio, disputando pero a la vez dando sentido a la idea de trabajo “legal”, en tanto deber ser al que se debe aspirar para ser considerado como un “buen vecino” y un “buen ciudadano”. Aún cuando esa aspiración parecería no concretarse nunca, históricamente en el barrio ordenó prácticas y funcionó estableciendo sentidos.
Por otra parte, también el trabajo cobra centralidad en la historia barrial porque se pone en juego a la hora de analizar las transformaciones de los “códigos” barriales. De ese modo, el quiebre que se produce en términos generacionales tiene que ver con que, desde la mirada de los adultos del barrio, la “lógica del esfuerzo” que supone el trabajo parecería que actualmente no organiza las experiencias vitales de los jóvenes. En ese sentido, muchos adultos plantean que la “pérdida de la cultura del trabajo”, fortalecida a su vez por el despliegue de la “lógica narco”, se erigen como las causas más importantes en la transformación de los “códigos” barriales. En esas explicaciones, subyace una idea en torno a la venta de drogas como modo de provisión “fácil”, en contraposición al “esfuerzo” que supone el trabajo “legal”. Esta transformación, que puede ser pensada desde el planteo de Miguez y Semán (2006) como “pasaje de la lógica del esfuerzo a la lógica de la fuerza” (2006: 34) modifica los tiempos, el espacio y el modo de construcción de las relaciones sociales en el barrio.
Así, si el trabajo “legal” suponía esfuerzo a largo plazo y proyecto a futuro, el narcotráfico ofrece “plata fácil”, inmediatez y la construcción de un presente contínuo, en el cual el futuro no aparece como una variable a considerar. Así, si antes14 la mayoría de los vecinos bregaba por trabajar para estar mejor y esto suponía sostener determinados “valores”, ahora conseguir dinero y ser ciudadano a través del consumo adquiere centralidad. Pero también, es necesario precisar dos cuestiones en torno a la “lógica narco”, que permiten pensarla como parte del entramado de la dinámica barrial. Por un lado, que la venta de drogas y el “narcomenudeo” significa para muchos de los jóvenes una posibilidad de trabajo, la cual se presenta de manera mucho más accesible que el trabajo “legal”, y en donde para poder realizarlo no necesitan ocultar ni modificar su modo de “ser joven” en el barrio sino que por el contrario, ese tipo de trabajo los refuerza en su identidad barrial: entre otras cosas, los jóvenes pueden hacerlo utilizando la ropa que les gusta y con la cual se sienten cómodos, y utilizando el lenguaje cotidiano con el que se relacionan con su grupo de pares.
Por otro, el modo de establecer relaciones sociales propio de la “lógica narco”, es decir, organizando el territorio y disputando poder a los tiros, preexistía en el barrio, y se conocía por los vecinos como un modo de manejarse a lo guaso15. En ese sentido, la mayoría de los adultos del barrio coinciden en plantear que cuando ellos eran jóvenes en el barrio ya existían enfrentamientos entre vecinos y disputas por diferentes motivos, en la mayoría de los casos personales. Sin embargo, el despliegue de la “lógica narco” sin que otros soportes institucionales la contrarresten, y por el contrario, acompañándose desde el “dejar hacer” estatal, generó una transformación sin precedentes en el barrio. Y aquí nuevamente aparece el trabajo, ya que tanto jóvenes como adultos coinciden en remarcar que es cuando muere en un enfrentamiento a los tiros un trabajador esperando el colectivo, cuando se evidencia que en el barrio se habían transformado los modos de construcción de las relaciones sociales. No sólo por ser una víctima inocente, sino también por ser trabajador, como si el “ser trabajador” es un valor que en sí mismo genera inmunidad y como si en esa muerte lo que estuviese pereciendo es esa “cultura del trabajo” que se pregonaba.
Aún a pesar de todas estas transformaciones, para los jóvenes el trabajo sigue ocupando un lugar importante en sus discursos y sus prácticas. En general, aparece como contrapunto y como modo de diferenciarse respecto de estas otras opciones, tales como “ser choro”, “ser narco”, “ser vago”. Es decir que el trabajo no es resignificado en sus experiencias vitales de manera esencializada, sino que más bien se configura en relación a las múltiples referencias e identificaciones que estos construyen, y es en el plexo de esos circuitos y recorridos superpuestos que el trabajo cobra sentido. Retomaré esta idea en los próximos apartados.
Los jóvenes y sus circuitos
En diálogo y tensión con la historia barrial, es habitual que a los jóvenes de Las Flores Sur se los caratule, desde diferentes discursos (mediáticos, sociales, políticos y también, institucionales) como “soldaditos”, “narcos” o “choros”, condensando en esas valoraciones la historia que previamente desarrollé, la cual fue sintetizada mediáticamente desde un registro que puso el acento únicamente en aquellas noticias del barrio que daban cuenta de los “saqueos”, el “narcotráfico” o los “homicidios”, desconociéndose otros datos de la identidad barrial. Así, en mis primeras visitas en el barrio me preguntaba: ¿Quiénes y cómo son los jóvenes de Las Flores Sur? La construcción de la respuesta a esa pregunta me permite caracterizar a los jóvenes del barrio desde un lugar de mayor complejidad que aquellas miradas que sostienen representaciones y discursos que los ubican en un lugar negativizado (Chaves, 2010). Así, para acceder al universo juvenil, construí el campo a partir de mi encuentro semanal con jóvenes que se encontraban realizando (2014-2016) una capacitación en oficios en el marco de un Programa denominado “Nueva Oportunidad”16. Las capacitaciones las llevaban adelante en el Centro de Convivencia Barrial (de ahora en más, CCB), a donde a su vez muchos de ellos habían concurrido cuando eran niños, y por ese motivo el lugar era conocido por ellos como La Guardería, porque allí funcionaba durante la de década de 1980 una guardería municipal en donde cuidaban a los hijos de trabajadores del barrio cuando salían todos los días para ir a trabajar.
La decisión de que el anclaje del trabajo de campo fuera allí estuvo motivada por distintas cuestiones que resultaban centrales para mi trabajo. En primer lugar, porque el encuadre no era similar al escolar (lugar en el que inicialmente pensé en realizar el trabajo de campo), ya que los jóvenes allí no tenían horarios demasiado rígidos ni se les exigía cumplir con pautas estrictas, sino que circulaban con cierta libertad por la institución y esto me permitía entablar una relación más relajada con ellos. En segundo lugar, porque se trataba de jóvenes que estaban realizando una capacitación en oficios, lo cual me hacía estimar que tenían inquietudes respecto del trabajo. Es así que el grupo de jóvenes que participaban del Programa Nueva Oportunidad en el CCB Las Flores Sur se convirtió en mi primer contacto con los jóvenes del barrio. Durante mi trabajo de campo, presencie las capacitaciones de fotografía y video social, albañilería y periodismo digital, y también, a partir de diferentes instancias de trabajo con estos jóvenes (entrevistas, observación participante y grupo focal) consideré necesario y pertinente recorrer otros espacios de socialización, por fuera del CCB. Así, en una segunda instancia del trabajo de campo recorrí las escuelas, los centros de salud, y también, “la calle”.
Teniendo en cuenta la caracterización que realicé previamente del enfoque etnográfico elegido de la construcción del campo, la salida del CCB y ampliar mis espacios de encuentro con los jóvenes me permitió construir esa red.
Así, a partir de transitar diferentes espacios de socialización de los jóvenes, construí tres circuitos (Magnani, 2005; Chaves, 2010) que funcionan como “tipos ideales”, en tanto permiten clasificar y organizar los recorridos juveniles y los “perfiles identitarios” (Chaves, 2010) que en cada uno de ellos se ponen en juego. Estos circuitos no suponen homogeneidad ni linealidad en los modos de transitarlos, sino más bien una multiplicidad de prácticas y sentidos que encuentran un denominador común en cada uno de ellos. Utilizar la categoría de “ circuitos” supone, además, analizar los recorridos de los jóvenes en el barrio en una lógica de movimientos, en muchos casos fluctuantes, en otros casos superpuestos, en donde aparecen interconexiones, flujos, intercambios que no siguen una lógica secuencial ni tampoco tienen un hilo conductor o eje que hilvane su curso. En ese sentido los recorridos de los jóvenes se caracterizan por ser disruptivos, es decir, el trazado se interrumpe constantemente por algún quiebre o alguna falla, ligado a cuestiones que exceden las propias posibilidades de los actores que participan, como por ejemplo, las muertes violentas.
Los circuitos que construí son el “de la escuela”, el “de los guasos” y el “del rescate”. La adscripción de los jóvenes respecto de determinado circuito en cierto sentido performatea sus discursos y sus prácticas, da cuenta de ciertos rasgos característicos y determinados modos de sociabilidad. Reconstruir los circuitos atendiendo a la diversidad de los movimientos juveniles permite considerar que existen diferentes instancias de integración (Medan, 2011) a las que apelan los y las jóvenes y desde las cuales construyen su sociabilidad.
Así, los jóvenes que transitan el circuito de la escuela realizan un recorrido más ligado a las instituciones estatales vinculadas a las políticas sociales universales (salud, educación) en donde subyace que el pasaje por este recorrido habilita el acceso a la ciudadanía, aunque sea restringida y de baja intensidad (O´Donnell, 1993). El tránsito por este circuito aparece como un dato de las biografías que permite disputar una posición respetable, fundamentalmente porque habilita a la construcción de un habitus (Bourdieu, 2010) diferenciado al de la lógica barrial desde el cual es posible sostener interacciones con el afuera barrial.
El circuito de los guasos es un recorrido cuyo espacio privilegiado es la calle, y en donde lo que se pone en juego son valores asociados a la construcción de poder a partir del uso de la violencia (Garriga Zucal, 2001; Garriga Zucal y Noel, 2009; Alabarces y Garriga Zucal, 2007), fundamentalmente a través de enfrentamientos armados. Para disputar ese poder, los jóvenes despliegan una serie de estrategias, dentro de las cuales participar activamente de las broncas17 será una de las más importantes. Tener aguante y participar de las broncas será uno de los aspectos valorados por los jóvenes que participan en este circuito, ya que les permitirá a quienes demuestren ese aguante, construir una posición de prestigio y respeto, validándose esa práctica fundamentalmente en el grupo de pares. En este circuito la presencia del estado aparece de modo ambigua. Por un lado las instituciones estatales tradicionales tales como la educación, salud y asistencia social se mantienen al margen de ese recorrido, adoptando una posición pasiva que incluso en muchos casos operan negando la existencia de estas prácticas. Por otro lado, desde las fuerzas de seguridad, se refuerza éste recorrido, estimulándolo y habilitando el desarrollo de instancias ilegales de provisión y de acumulación de poder: delito, armas, drogas. Como plantea Epele (2010) de este modo se va consolidando una “economía de la venganza” que funciona para los jóvenes como modo de construir “justicia” en el barrio.
El último circuito, “el del rescate”, se caracteriza por configurarse en diálogo y tensión respecto de los otros dos. Transitando este recorrido se encuentran la mayoría de los jóvenes que conocí en el barrio: realizando el intento de “hacer otra cosa”, despegándose de la lógica barrial “de los guasos” pero también, encontrando dificultades para poder inscribirse en las instituciones típicas (escuela, salud) con las cuales no mantienen relaciones de afinidad y acercándose a las instituciones de asistencia social, en donde se refuerza el discurso del rescate.
En el “circuito del rescate” el trabajo se constituirá en la llave maestra para lograr un lugar de respeto en el barrio, propiciando a los jóvenes a sentirse útiles y productivos. En ese sentido, para los jóvenes el trabajo no adquiere valor necesariamente porque habilita a la protección social (Castel, 1997) ni tampoco en función de acompañar un proyecto a largo plazo, sino más bien como una herramienta para disputar un lugar diferenciado tanto dentro del territorio como afuera de él. Así, el trabajo queda asociado a la “dignidad” en tanto valor, y de ese modo se constituye en un factor de prestigio que permitirá a los jóvenes disputar un lugar honrado respecto de la mirada de los demás.
Es en la disputa y las tensiones que se establecen entre estos circuitos “disponibles” para los jóvenes en el territorio, que el trabajo adquiere un sentido y que los jóvenes le asignan un valor, en tanto que ser trabajadores se asociará a determinadas prácticas, temporalidades, reglas de juego.
El trabajo en tanto “rescate”
La idea de rescate estuvo presente en la mayoría de los intercambios que mantuve durante toda mi estancia en el barrio con los jóvenes. Ésta es una expresión cotidiana a través de la cual los jóvenes expresan su intención de moverse del lugar en el que están, de poder hacer otra cosa con su vida, de modificar aquello que les provoca malestar. El rescate siempre involucra a otros, ya sea a quienes se les pide ayuda como también a quienes se le rinde cuentas respecto de esa decisión: a la familia, a los amigos, a los referentes barriales, la Iglesia o las instituciones estatales. Así, los jóvenes enuncian permanentemente la frase me quiero rescatar como si con esa apelación estuviesen pidiendo ayuda, y buscando generar un lazo que acompañe la decisión de hacerlo.
¿De qué hay que rescatarse? La idea del rescate aparece asociada, fundamentalmente, al consumo de drogas y a la participación en actividades delictivas. Rescatarse tiene que ver con poder interrumpir por un tiempo el grado de exposición que estas actividades suponen en sus experiencias vitales, acercándose de este modo a la normatividad y legalidad imperantes, y es por eso que implica una multiplicidad de actividades: volver a la escuela en los casos en que se abandonó, formar una familia, ayudar en la casa en actividades cotidianas, utilizar un léxico correcto para hablar y conseguir un trabajo “legal”. Pero también la idea de rescate está presente (tanto para la mirada de los propios jóvenes como de los adultos) cuando plantean que “no están haciendo nada”, dando cuenta de ese modo de que escamotean en el barrio las actividades desde las cuales ocupar y regular su tiempo, y en ese sentido rescatarse tiene más que ver con “activarse” y utilizar productivamente el tiempo. Sobre el rescate como modo de “activación” volveremos en el próximo apartado.
Sea cual fuere la situación a modificar, el rescate siempre aparece para los jóvenes asociado a una decisión individual, que debe ser sostenida por convicción y con voluntad, y en ese sentido pone en evidencia , fundamentalmente, la ineficiencia e insuficiencia de las diferentes instituciones (en primer lugar estatales, y también las organizaciones sociales) que participan regulando la vida social en el barrio para constituirse en soportes que acompañen las decisiones de los jóvenes respecto de cómo organizar sus experiencias vitales18.
Durante mi trabajo de campo, fueron mayoritariamente los varones quienes mencionaron sus expectativas de rescatarse en nuestros intercambios19. Evidentemente en la masculinización del rescate se ponen en juego estereotipos de género según los cuales los varones deben dar cuenta del modo en el que administran su tiempo “por fuera de la casa” y de qué manera responden a su función considerada “natural” de proveedores del hogar. Uno de los jóvenes con intenciones de rescatarse del consumo y las prácticas delictivas es Bote, un joven de 26 años que vive en el fondo20 del barrio:
“ir a robar y eso, en mi vida ya pasó… y gracias a Dios nunca le hice mal a ninguna persona, nunca lastimé a nadie ni hice daño” (Entrevistado: Bote21. Lugar: CCB. Fecha: marzo 2014. Entrevistadora: Evangelina)
En el momento en que lo conocí, Bote hacía las capacitaciones de albañilería en el CCB. Él, se presentó conmigo como un joven que desde hace años tiene problemas con el consumo de drogas y también, fue el único de los varones que admitió participar de actividades delictivas. Sin embargo, durante la entrevista relató que esa situación le resultaba incómoda principalmente por la imagen que les estaba transmitiendo a sus hijas. En su testimonio, Bote argumenta que ellas son su motivación principal a la hora de decidir rescatarse, porque considera que como padre quiere encargarse de que tengan un buen pasar en términos materiales, pero también quiere transmitirle enseñanzas a través de su “buen” ejemplo.
Esa inquietud personal cobra un sentido de mayor potencia en sus intenciones de “rescatarse” cuando la analiza en relación a la sanción moral que significa en el barrio comportarse como “un mal padre” y no cumplir responsablemente con esa función. En la conversación que mantuvimos, reflexiona sobre esto:
“B: Después de todo el barrio es tranquilo…no tenes que juntarte con pibes que tengan quilombo con nadie, tenes que prevenir los problemas. Como yo antes que yo esté con mi señora yo me juntaba con pibes que no me tenía que juntar y vinieron y me dieron dos tiros, en la pierna y acá (señala el corazón) y gracias a Dios puse la mano y no me dio en el pecho. Y hasta ahora la vamos ganando. Después de eso yo me quise rescatar. En ese momento mi hija tenía 3 años, y yo ahora ando buscando un cambio. Ahí, en la Iglesia, dejar de lado todo, empezar una nueva vida. Quiero que mis hijas estén bien porque ya más de lo que pasamos, muchas drogas, como si fuera que mis hijas estaban al lado mío y yo no le daba importancia. Y me fui dando cuenta que ellas necesitan que yo esté al lado de ellas. Yo veía que pasaban mi mujer y mis hijas y yo le decía ‘tomá ahí te doy plata y ahora voy para allá’ y nunca estaba con ella, nunca tenía plata por el tema de la droga. Capaz que tenía 200 pesos en el bolsillo e iba una tarde y gastaba 200 pesos en droga, en cambio ahora pienso y le doy a mis hijas. Estoy buscando un cambio, pero tengo que lograrlo porque no es lo mismo ”. (Entrevistado: Bote. Lugar:CCB. Fecha: marzo 2014. Entrevistadora: Evangelina)
En el relato, la preocupación de Bote y su intención de “hacer otra cosa” tiene que ver su necesidad a responder a los valores morales desde los cuales ser un “buen padre de familia”, entendiendo que identificarse con ese rol significa llevar adelante determinadas actividades que permitan garantizar la subsistencia de sus miembros, fundamentalmente los hijos. En el caso de Bote, el desdibujamiento de su lugar como hombre proveedor lo hace sentir poco respetable, generándole inquietudes y malestares.
Jardim (1998) recupera aportes de diferentes autores de la antropología brasilera (Zaluar, 1994; Duarte, 1988) para analizar cómo para los varones de sectores populares el trabajo tiene el valor instrumental de permitirle ser quienes se encargan de “ganar el pan” y de ese modo convertirse en el sustento de la familia. Es, por lo tanto, para la autora, una “ética del proveedor” más que una “ética del trabajo” la que los lleva a aceptar la disciplina del trabajo. Jardim (1998) plantea que de ese modo “los jóvenes trabajadores alcanzan su redención moral, y por tanto, su dignidad personal” (1998).
En el caso de Bote, no sólo tiene que ver con la provisión sino también con la manera desde la cual logra esa provisión, porque supone que hacerlo de otro modo (y no a través del robo) le permitirá transmitirles a sus hijas determinados valores. Cuando él se acerca al CCB desde la preocupación de “conseguir un trabajo” lo hace considerando que es más legítimo proveerse de ese modo que hacerlo a través del delito, que era la modalidad a través de la cual lo venía haciendo. Es decir que él considera que trabajar y rescatarse, le permitirá no sólo dejar de consumir, sino también modificar el circuito a donde pone a circular el dinero que obtiene. Lo plantea de este modo:
“Capaz que tenía 200 pesos en el bolsillo e iba una tarde y gastaba 200 pesos en droga, en cambio ahora pienso y le doy a mis hijas” (Entrevistado: Bote. Lugar:CCB. Fecha: marzo 2014. Entrevistadora: Evangelina)
En el relato de Bote se ponen en juego las diferencias que existen en relación a los distintos modos de provisión, lo que Kessler (2010) denomina como el régimen de las “dos platas” (2010: 48). El autor considera que las diferencias que se establecen entre los diferentes modos de provisión tienen que ver con el origen de dinero, su uso “y las relaciones sociales a través de las cuales este circula” (Kessler, 2010: 48). En esa diferenciación, Bote considera que si obtiene el dinero “como corresponde”, a través del trabajo “legal”, también podrá utilizarlo de la manera adecuada, legitimándose desde una imagen de “padre de familia responsable”. En ese sentido, si bien en el caso de los jóvenes pobres se pone en juego la “ética del proveedor” que plantea Jardim (1998) en tanto “ganha pam”, la legitimidad del origen del dinero no es la misma si se obtiene a través del trabajo “legal” que apelando a otras formas de provisión.
Por otra parte, Bote considera que la Iglesia se convierte en una referencia para acompañar su decisión de “cambiar de vida”. La prédica evangelista tiene amplia difusión en los territorios pobres urbanos y funciona como anclaje para la contención y la escucha, acompañando también, procesos de disciplinamiento de las prácticas juveniles en torno a un “deber ser” condicionado por los estereotipos de clase y género: los jóvenes varones pobres deben demostrar esfuerzo y “ganar el pan con el sudor de la frente”. En ese sentido, el discurso religioso acompaña la reafirmación identitaria masculina de los jóvenes varones en tanto hombre proveedor. Asímismo, en el relato que se construye del rescate desde el discurso religioso se pone en juego la idea de salvación a través de la palabra. Esta apuesta opera cotidianamente los discursos y prácticas juveniles, generándoles expectativas a ellos y a sus familias, respecto de que a través de un mensaje los jóvenes se pueden “sanar”. La decisión de rescatarse apelando al discurso religioso cobra sentido para los jóvenes en tanto ellos mismos pueden convertirse en transmisores de un testimonio que sirva como ejemplo para el resto, lo cual les devuelve una imagen valorizada de sí mismos. La idea de testimoniar cala hondo en las subjetividades juveniles e incluso en muchas conversaciones en las que hablábamos del rescate percibí que los jóvenes de disponían como si fuesen a “dar un testimonio” en ese intercambio: aquellos jóvenes que habitualmente hablan con un tono de voz elevado, casi gritando, cuando hacían referencia a la intención de rescatarse bajaban la voz y adoptaban una postura física como de rezo o plegaria, dando cuenta de que su intención de “cambiar de vida” está acompañada por un pedido “perdón” por la “mala vida” que actualmente se encuentran llevando.
La redención que los jóvenes quieren lograr apelando al discurso religioso les permite “desmarcarse” (Diez, 2006) respecto de determinadas prácticas que realizan cotidianamente sobre las cuales recaen valoraciones morales negativas. Desmarcarse supone para los jóvenes guardarse, es decir, invisibilizarse para la mirada de los demás. Diez (2006), quien problematiza la idea de rescate en una etnografía sobre jóvenes del Bajo Flores, plantea que esa decisión no implica que efectivamente los jóvenes dejen de hacer todas las actividades sobre las cuales recae una sanción moral, sino más bien, la condición para rescatarse es no hacerlo públicamente ni de manera visible (2006: 12). Esto se pone en juego fundamentalmente en relación al consumo, ya que los jóvenes, en muchos casos, construyen y sostienen una imagen pública de rescatados que les permite desmarcarse de la imagen estigmatizada que implica ser considerados “adictos”, aún cuando en el ámbito doméstico continúen consumiendo. En el caso de Bote, la mayoría de sus compañeros de la capacitación denunciaban que él se “hacía el rescatado” para los demás cuando en realidad seguía consumiendo en el ámbito privado de su casa.
Tal como vemos, el rescate no se resuelve únicamente con la palabra, sino que implica un proceso, que Bote lo sintetiza con la frase “decirlo lo dice cualquiera”. Los jóvenes sostienen ese recorrido en la mayoría de los casos apelando a su propia “fuerza de voluntad”, individualizando esa decisión, y en la operación de convencimiento moral desde la cual sostienen ese esfuerzo se pone en juego el mandato de constituirse en sujetos activados y responsabilizados respecto de su propia suerte, como plantea Merklen (2013: 47). En el mejor de los casos, lo que sucede es que las familias son quienes se encargan de acompañarlos, lo cual implica “la privatización de los cuidados” (Epele, 2010) en el ámbito doméstico, fundamentalmente a cargo de las mujeres, quienes quedan compelidas a encargarse de “salvar” a quienes quieran rescatarse22.
En el rescate se ponen en juego una multiplicidad de discursos desde los cuales los jóvenes sostienen que es legítimo tomar esa decisión, responsabilizándose de ese modo respecto de su propio destino. En ese entramado, los jóvenes consideran que una de las cuestiones fundamentalmente para “cambiar de vida” tiene que ver con modificar el modo en que usan del tiempo, demostrando a partir de esa transformación la utilidad y “productividad” de sus actividades.
Uso del tiempo
Para los jóvenes el rescate también tiene que ver con “activarse” ya que mostrarse desde una posición de rescatados implica modificar diferentes aspectos de su sociabilidad, y una de las cuestiones centrales tiene que ver con modificar el modo en el que utilizan el tiempo. En ese sentido, el rescate tiene que ver con usar “productivamente” el tiempo, lo cual se convierte en un desafío para los jóvenes en un doble sentido. Por un lado, porque implica demostrarles a los otros (sobre todo a los adultos del barrio) que ellos realizan actividades útiles lo cual les posibilita legitimar sus prácticas frente a la mirada de los demás; pero también, para los jóvenes es un desafío utilizar productivamente el tiempo ya que no disponen de soportes institucionales que puedan acompañar esa decisión. La mayoría de los jóvenes plantean como una necesidad su interés de querer ocupar el tiempo de alguna manera, para no “maquinar tanto” y “comerse la cabeza”.
Así, los adultos del barrio suelen hacer referencias respecto de que los jóvenes “no hacen nada”, y sostienen esa representación haciéndose eco de los discursos estigmatizantes que consideran a los jóvenes desde su carencia. Por lo general construyen esa argumentación en contraposición a su propia juventud, en la cual ellos se “esforzaban” diariamente por lograr mejores condiciones de vida, y en esa imagen nostálgica se esconde una idealización del pasado respecto de un presente al cual consideran caótico y desbordado. Muchos adultos plantean que para los jóvenes se desdibujó el ideal de la “cultura del esfuerzo” ya que permanecen en la calle durante todo el día, sin “hacer nada” lo que pone en evidencia, desde la mirada adulta, que “no tienen intereses en progresar”. Por su parte, los jóvenes lidian -y padecen- diariamente esos discursos que deslegitiman su modo de “estar en el barrio” pero además, que los responsabiliza respecto de sus posibilidades, ya que encargarse de ocupar “productivamente” el tiempo parece estar ligado más a una decisión personal que a las ofertas institucionales. En ese sentido, en el barrio escasean las propuestas para que los jóvenes realicen actividades “productivas” (ya sean laborales o recreativas) y en general las que existen surgen de manera espasmódica, respondiendo a diferentes cuestiones coyunturales (en gran medida responden a situaciones de violencia letal) y de ese modo es que ingresa como prioridad en la agenda gubernamental de la gestión (provincial y municipal), la problemática juvenil. Asímismo, desde los discursos institucionales se sostiene que los jóvenes deberían encontrarse transitando el circuito de la escuela, por ser la institución “natural” para ese momento de la vida, y desde ahí organizar su tiempo y sus prácticas, desconociéndose los motivos por los que la mayoría de estos definen no continuarla.
En su cotidianidad, los jóvenes se encuentran atravesados permanentemente por los debates respecto de “cómo deberían utilizar su tiempo” y es por eso que la vida “ociosa”23 es percibida por ellos como dificultad, lo cual a su vez es asumido por ellos en términos individuales, responsabilizándose. Para los propios jóvenes encontrarse en esa situación de “deriva” (Matza, 2014 24) institucional, sin posibilidades de ocupar su tiempo, se constituye en una preocupación permanente. El tiempo libre es un problema porque los expone a enfrentarse con las imposibilidades estructurales que el “ser joven” encuentra en un territorio como Las Flores Sur, y además, los vuelve a ubicar en la posición de responsables por “no hacer nada”.
En línea con ese planteo, en una de las charlas que mantuve con el equipo del CCB los trabajadores comentaban sorprendidos que cuando comenzaron a trabajar en la institución, en el año 2011, salían por el barrio para realizar recorridos por adelante y por el fondo, con la intención de conocer a los jóvenes. Una de las cuestiones que más les asombro fue encontrarse con el pedido recurrente de los jóvenes, al verlos pasar por las calles, de que les propusiesen alguna actividad. De acuerdo a sus relatos, los jóvenes les gritaban y les “rogaban” cuando los veían pasar: “¡¡Profe!!! ¡¡¡Por favor, queremos hacer algo, queremos trabajar!!!”.
En mis encuentros con ellos, en la mayoría de los casos explicitaron la necesidad de ocupar el tiempo, porque de lo contrario, sobrellevar la vida en el barrio les resultaba mucho más complejo. Uno de los jóvenes que habló sobre este tema fue Natanael, de 20 años:
“N: Y yo buscaba hacer algo, pero trabajo nunca conseguía. Yo creo que es porque no tenía suerte… estaba todo el día en mi casa, con el celular, aburrido… y te comés la cabeza porque muchas veces necesitas plata para ayudar en tu casa o esto y aquello y …vez que a veces hay discusiones por el tema de la plata, que falta, que esto, aquello y te da eso un poco de bronca. Hasta muchas veces lloré porque el tema que no teníamos para comer, y teníamos que pasar hambre ”. (Entrevistado: Natanael. Lugar: CCB. Fecha: Octubre 2014. Entrevistadora: Evangelina)
Natanael se refiere aquí a que el tiempo improductivo además de generarle aburrimiento y malestar por “no tener nada que hacer”, lo angustia por las necesidades que existen en su familia, respecto de las cuales siente que no puede hacer nada.
Otro de los jóvenes, Ramón, de 22 años, también padece los momentos en que tiene mucho tiempo “libre”, pero a diferencia de Natanael, su mayor temor es que “estar sin hacer nada” puede llevarlo a descarrilarse. Como él nos cuenta, cuando está al pedo, tiene miedo de consumir y hacer “cualquiera”, y eso lo acerca a la posibilidad de convertirse en un mal pibe. En ese sentido Ramón utiliza al trabajo como parámetro a partir del cual delimitar las prácticas legítimas e ilegítimas:
“R: Para la gente que no conoce, y habla de Las Flores, para ellos la gente del barrio es vaga, los pibes son un bando… No, hay muchos pibes y muchas pibas que conozco que no son del palo, o sea del palo que no son malos…
-¿Quiénes serían los malos?
R: Y los malos te diría que, esa gente que no trabaja, que no hace nada, que está todo el día en la calle. Te hablo de esa gente. Pero no, hay mucha gente que quiere progresar también ”. (Entrevistado: Ramón. Lugar: CCB. Fecha: Agosto 2015. Entrevistadora: Evangelina)
En la construcción de la idea respecto del uso “productivo” del tiempo se ponen en juego valoraciones desde las cuales ocupar el tiempo trabajando implica ser bueno (ante la mirada de los demás pero también en la construcción de la imagen propia) a diferencia de los que “no hacen nada” a los que se los considera como gente que posiblemente sea mala . A través del trabajo, en tanto práctica legitimada, es posible para los jóvenes mostrarle al resto de los vecinos que realizan actividades útiles y sobre todo, dan cuenta de su interés de progresar y de “no caer” en las ofertas que reciben permanentemente para participar de actividades ilegales que circulan por el barrio. Es decir que a través del trabajo los jóvenes logran demostrarle a los demás que son “buenos pibes” pero a su vez, ellos mismos van construyendo una imagen reforzada y valiosa sobre sí mismos, que les permite construir una posición de respeto y prestigio al interior de sus familias, de su grupo de pares y con los vecinos adultos del barrio.
Sintetizando, para los jóvenes mostrar y dar cuenta de un uso “productivo” del tiempo, es decir “hacer algo útil” será un modo de disputar una posición respetable y honrada, lo cual les permitirá justificar y legitimar sus acciones, y diferenciarse de aquellas prácticas que consideran deshonrosas. Fonseca (2003) considera que la “buena reputación” permite construir un capital simbólico desde el cual enaltecer la imagen de sí mismo, y disputar un lugar de reconocimiento en el territorio. La importancia de la reputación tiene que ver con que define quienes son considerados los “buenos vecinos” (Fonseca, 2003: 43), dignos de ser incluidos en las redes de ayuda mutua y de protección. Para los jóvenes trabajar, capacitarse, demostrarse con intereses de “hacer algo distinto”, es decir, desde una posición de rescatados, es la manera de convertirse en “buenos”, reafirmándose como integrantes legítimos de la comunidad que en el barrio se conforma al compartir determinados valores, considerados en el barrio como “códigos” que organizan las interacciones.
La transmisión intergeneracional del rescate: “Me tenes que salir bueno”
En las primeras entrevistas que pauté con los jóvenes, cuando comencé el trabajo de campo, les proponía que armen un recorrido por la historia familiar de cada uno de ellos, priorizando la información que disponían respecto de cuáles eran los trabajos que habían hecho o hacían sus abuelos, sus tíos y sus padres. El ejercicio resultó sumamente complejo ya que disponían de poca información sobre su biografía familiar y en la reconstrucción se desdibujaban lugares de procedencia, edades y sucesos más importantes. La dimensión temporal es la que mayores dificultades les generaba para la organización de los datos: identificar cuándo les había sucedido tal o cual acontecimiento y cuánto tiempo había transcurrido desde esa fecha hasta la actualidad. Incluso en muchos casos se referían al tiempo transcurrido en términos de años y luego esas referencias se transformaban en meses, y no quedaba claro el recorrido realizado25. En los relatos biográficos no aparecían referencias de pasajes lineales entre diferentes instituciones tales como la familia / la escuela / el trabajo, sino más bien se superponían diferentes aspectos en las experiencias vitales. Como plantea Gentile (2014), en las reconstrucciones de las biografías juveniles es posible observar cómo las experiencias se caracterizan por ser “pasajes de estatus más parciales y reversibles” (2014: 103) que los experimentados a través de etapas “tradicionales” objetivadas institucionalmente.
Lo que sí es posible inferir es que esos datos fragmentados daban cuenta de una de las constantes en las historias familiares que tiene que ver con la precariedad e inestabilidad como modo predominante para organizar la reproducción. En ese sentido, Jardim (1998) plantea que en Latinoamérica históricamente la subsistencia en los sectores populares estuvo caracterizada por una combinación entre el trabajo formal y “formas no capitalistas de producción”, expresado fundamentalmente en el trabajo informal.
En el caso de las biografías familiares de los jóvenes de barrio Las Flores Sur, lo que se observa es que la informalidad estuvo históricamente acompañada por la precariedad en las condiciones de las actividades que efectivamente realizaban: los abuelos por lo general albañiles y las abuelas empleadas domésticas o “pensionadas”, aunque en muchos casos el modo de provisión más extendido era el cirujeo. Existen excepcionalidades que los jóvenes traen a la conversación como un “hallazgo” respecto de algún familiar lejano que trabaja en la industria frigorífica o un abuelo que se jubiló en el puerto, y si bien son los menos, los jóvenes los recuerdan porque constituyen experiencias de mayor estabilidad, diferentes a las del resto de la familia. “Ahhh, sí, ahora que me acuerdo tengo un tío que trabaja en Swift!”, dijo alguno de los jóvenes entrevistados durante los encuentros que tuvimos.
Respecto del tipo de trabajo que realizan o realizaban sus familiares, los jóvenes no disponían de demasiada información manifestando que “nunca habían pensado en eso” o que no habían hablado en su casa de tales cuestiones, dando cuenta de que ese no era un tema que ocupara parte de las transmisiones intergeneracionales. Sin embargo, lo que infiero a través de sus relatos es que el trabajo ha estado presente en tanto parámetro a partir del cual se legitiman o no diferentes formas de “ganarse la vida”, emparentándose con la idea de rescate trabajada previamente. Los jóvenes plantean así, que sus padres sancionan cualquier intento de ellos de proveerse a través de actividades ilegales o de dedicarse a la mala vida, controlando y limitando las relaciones sociales que construyen en el barrio.
En ese sentido, cabe preguntarse por qué y a través de qué mecanismos se produce la legitimación del trabajo, aun cuando las experiencias laborales históricamente hayan sido desfavorables. Una aproximación a este interrogante la encuentro en el planteo de Chaves, quien analiza que en la Argentina existe un mito que opera en términos del funcionamiento de lo social y que tiene que ver con considerar: “un modelo de integración social basado en la movilidad social ascendente (a partir de) un trabajo, el acceso a la educación y el habitar una urbe” (2010: 114). A este mito la autora lo denomina como “el sueño argentino” (Chaves, 2010) desde el cual se refuerza la idea de que a partir del trabajo estable se garantiza la inclusión en términos de ciudadanía y la igualdad ante la ley. Si bien para las familias que conocí en Las Flores Sur, este sueño nunca fue real y sus biografías están atravesadas por marchas y contramarchas en relación a inclusiones precarias en el trabajo formal, construyen un contenido y una idea respecto del trabajo en tanto posibilidad desde la cual justificar acciones, elecciones y decisiones, y a su vez, diferenciarse de la mirada estigmatizada que recae sobre ellos por ser “BLF” en tanto “vagos” y “peligrosos”. Por esto, los padres transmiten a sus hijos la importancia de decirse y nombrarse como trabajadores porque eso significa poder “plantarse” frente a ese estigma de ser “pobre” y “choro”.
Los adultos del barrio enfatizan que el trabajo y determinados tipos de trabajo en particular, constituyen un modo honrado y respetable de ganarse la vida, lo cual les permite “formar parte”. Los jóvenes, fundamentalmente los varones, rememoran que sus padres les enseñaron cómo es el trabajo en la construcción, qué tipo de tareas se realizan en la “obra”, cómo deben comportarse respecto de los patrones (con “respeto” pero sin dejarse “humillar”) y con los demás compañeros (con “humildad” y “solidaridad”) y también la importancia de cumplir horarios, ser responsables, mantener la palabra respetando acuerdos, llevando adelante las tareas que se les asignan. A través de esas transmisiones, los padres les transmiten a sus hijos que “tienen que laburar” para ganarse la vida y a su vez que para ser “buenos hombres” tienen que trabajar de “ciertas cosas”.
Pero además de transmitirle saberes prácticos para que sepan “hacer” determinados trabajos, los adultos también acompañan a los jóvenes en la construcción de redes de relaciones, contactos, que les permitirán insertarse en diferentes sectores del mercado de trabajo. En ese sentido, como plantea Roberti:
(…) la familia y el círculo íntimo proporcionan los primeros contactos con el mundo laboral, en tanto ponen a disposición de los jóvenes una red de relaciones que facilita su acceso al mercado de trabajo, aunque este suele ser precario y cercano a su lugar de residencia. (2016: 25)
En la construcción de esas redes de relaciones, algunos de los adultos también se encargan de ir delimitando los contactos y vínculos que sus hijos establecen en el barrio con “Otros”, propiciando la construcción de vínculos que le transmitan “buenos ejemplos”, que los acompañen en el aprendizaje de los trabajos posibles, pero también que limiten las posibilidades de desvíos hacia otros recorridos, ligados al consumo o al delito. En ese sentido, por ejemplo, Juan, un joven de 22 años me cuenta - mostrándose visiblemente emocionado- que él aprendió “todo lo que es bueno” de sus padres y así relata cómo con su mamá hablaron muchas veces sobre “la droga”, y en esas charlas establecieron acuerdos para que Juan se mantuviera alejado del consumo e incluso de personas que consumieran.
Juan recuerda varias circunstancias en las que estaba con su grupo de amigos y mientras ellos consumían, marihuana o cocaína, él era leal al pacto que estableció con su mamá de que “nunca se drogaría”, incluso teniendo que soportar cargadas y “jodas” al respecto, por no tener “aguante” lo cual le valió el mote muchas veces de “maricón”. En relación con su padre, considera que él le transmitió su “ejemplo” no tanto con la palabra sino más bien mostrándole de qué manera manejarse en los diferentes ámbitos laborales y en el barrio.
J: Y … mi viejo me decía que si queres salir bueno hay que trabajar o estudiar… hay mucha gente en el barrio, que no trabaja y no estudia nada. Por lo menos tenes que hacer un trámite o algo y no saben nada. O por lo menos si te llaman para un trabajo y no sabes que es, lo vas a dejar porque no sabes cómo es el trabajo. Y tenes que saber de todo, como mi papá que sabe una banda de cosas. Y tomé ese ejemplo, de que tenés que aprender de todo. Y mi papá me iba enseñando. (Entrevistado: Juan. Lugar: CCB. Fecha: Marzo 2014. Entrevistadora: Evangelina)
El padre de Juan también interviene regulando sus relaciones sociales y en ese sentido en algunos casos incluso limitó las posibilidades laborales de Juan priorizando que no se junte con quienes podían llevarlo por el “mal camino”. Así, recuerda que en una ocasión su padre no le permitió trabajar con un tío porque le gustaba la “plata fácil”26 y no era un buen ejemplo. Por su parte, Juan consideró acertada la intervención de su papá y además supone que si él no “cayó” en las drogas o en actividades ilegales es justamente por esas intervenciones familiares de sus padres. Es decir que el trabajo “legal” o ganar plata de manera “difícil”, además de un medio de provisión, se convierte en un vehículo para la construcción legítima del ser respetable.
Este legado respecto de la importancia del trabajo que se pone en juego en la transmisión de un “saber hacer” y como modo de provisión desde el cual disputar honra y prestigio aparece asiduamente en los relatos de los varones. En ese sentido, en las transmisiones intergeneracionales respecto del trabajo en tanto rescate se ponen en juego también determinados estereotipos de género respecto de las prácticas legítimas para varones y para mujeres. Así, por ejemplo, la idea de que el trabajo remunerado y por fuera del ámbito doméstico es “cosa de hombres” se hizo presente en las reconstrucciones de las biografías familiares que los jóvenes realizaban, fundamentalmente cuando planteaban que sus madres “nunca trabajaron”, reforzando esa afirmación con el argumento de que “siempre se dedicaron a la casa, como corresponde”.
El valor - trabajo: algunas reflexiones finales
Después de un tiempo de realizar trabajo de campo en Las Flores Sur, y tal como fue explicitado al comienzo de este artículo, la pertenencia barrial se constituyó en una dimensión imprescindible para conocer a los jóvenes, y esto me permitió a su vez comprender, a medida que avanzaba el proceso de investigación, que los jóvenes se referenciaban en otros espacios de su sociabilidad para explicar su relación con el trabajo, tales como la escuela, el grupo de pares o la calle.
Es así que me encontré con una de las primeras “desviaciones” en la construcción del objeto de investigación: los jóvenes no me hablaban del trabajo desde el trabajo. Es decir, en nuestros intercambios no recuperaban sus experiencias laborales, ni tampoco se referían a las inserciones laborales de sus familiares y por ese motivo “salí a buscar” con los jóvenes y por el barrio cómo aparecía el trabajo en sus vidas. Así, a través del recorrido por los diferentes espacios que enuncié previamente, pude construir diferentes circuitos que recorren los jóvenes y que funcionan al estilo de “tipos ideales” para mi análisis. Teniendo como referencia el entramado de esos circuitos, las tensiones existentes en las identificaciones que los diferentes recorridos suponen y a su vez, las distinciones en las construcciones de la idea de prestigio en cada uno de ellos, me pregunto ¿qué cuestiones se ponen en juego en el pedido recurrente de los jóvenes que concurren al CCB de “trabajar”?, y encuentro en la idea de rescate una de las posibles respuestas.
Así, en diferentes instancias en las que interactué con los jóvenes en el CCB comienzo a vislumbrar, que estos jóvenes no concurrían a este espacio ni realizaban el pedido de “trabajar” motivados únicamente por cuestiones que suponía obvias, tales como la necesidad de disponer de dinero27 para sus consumos personales o ayudar a la familia, o la inquietud de ingresar en el mercado “formal” a través de un trabajo en blanco. Sino que, además, lo se ponía en juego con ese pedido de tener un “trabajo” tenía que ver transitar un recorrido en el cual ellos pudieran “mostrarse de otro modo” tanto en el barrio como afuera de él, enalteciendo su propia imagen. En ese sentido, en un territorio en el que históricamente las experiencias vinculadas al mercado formal de trabajo escasearon, lo que el trabajo les permite a estos jóvenes es la posibilidad disputar un sentido de honra28 (Fonseca, 2004), funcionando entonces como una posible diferenciación positiva frente a la mirada de condena social que recae cotidianamente sobre sus prácticas.
Para estos jóvenes, “ser trabajador” significa adscribir sus prácticas cotidianas a los valores morales29 que en el barrio se le asignan al trabajo, lo cual les permite distinguirse de aquellas actividades consideradas socialmente deshonrosas y que pesan sobre ellos, tales como el delito o la venta de drogas. Aún cuando efectivamente estos jóvenes combinen para su provisión el régimen de las “dos platas” (Kessler, 2010 30), los jóvenes apelan al valor-trabajo para poder diferenciarse de la mirada sancionadora, estigmatizante y negativizada (Chaves, 2010) que los “otros” construyen sobre ellos, fundamentalmente los adultos. Asimismo, esas construcciones valorativas no son homogéneas sino que cobran sentido en función de los diferentes circuitos que se encuentran recorriendo los jóvenes y de las identificaciones y particularidades que cada uno de ellos supone, es decir que no es lo mismo pensar al trabajo desde la escuela, que hacerlo desde la calle o desde una capacitación en oficios.
Sin embargo, como una constante, todos los jóvenes que conocí durante el trabajo de campo coincidieron en atribuirle al trabajo “legal” determinados valores, tales como el esfuerzo, la responsabilidad, la perseverancia, la honestidad, la dignidad. De esta manera, la legitimidad que posee el trabajo es tal, en tanto les permite a los jóvenes construir una buena reputación en el barrio, desde la cual ser considerados en el marco de las relaciones de reciprocidad, ser tenido en cuenta por el resto de los vecinos. Ese sentido es, en gran medida, el que se pone en juego cuando los jóvenes apelan al trabajo con la idea de rescatarse.
Así, recuperé en este artículo las historias de algunos de los jóvenes a los que conocí durante el trabajo de campo, en donde aparece la idea de rescate a través del trabajo, en un doble sentido. En el primer caso, en Bote, considera que poder “trabajar” tiene que ver con la posibilidad de “desmarcarse” (Diez, 2006) de prácticas sancionadas moralmente en el barrio. En ese sentido, apelar a la posibilidad del trabajo le permite legitimar sus prácticas en tanto “hombre” proveedor y “buen padre”, tanto al interior de su núcleo familiar como del resto del barrio. En las historias de Natanael o Ramón, el trabajo como rescate cobra sentido como posibilidad de “activación y responsabilización” (Merklen, 2010) individual y tiene que ver con que les permite “utilizar productivamente el tiempo”, distanciándose de la imagen de “vagos” y de poco esforzados desde la cual son mirados por los demás en el barrio. Ambos además, considerarán que el trabajo opera como un límite para no descarrilar, es decir, contrarresta la posibilidad tanto de “comerse la cabeza”, sintiéndose poco “útiles” sobre todo para ayudar a la provisión familiar, como también de “desviarse” en otros circuitos, como el “de los guasos”.
Lo que intenté demostrar en este artículo, es cómo para los jóvenes con quienes realicé el trabajo de campo la idea del “trabajo” se vincula, fundamentalmente, con determinados valores morales desde los cuales sus prácticas puedan ser identificadas “positivamente”, lo cual les permite contrarrestar la mirada estigmatizante que cotidianamente recae sobre ellos. “Ser trabajadores” los convierte en “buenos vecinos”, y eso significa compartir determinadas reglas y normas que trascienden las actividades laborales en sí, que además, los posicionan en un horizonte de sentido común.