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Mundo agrario

On-line version ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.14 no.27 La Plata Dec. 2013

 

DOSSIER

Villas y aldeas en el Antiguo Régimen: conflicto y consenso en el marco local castellano
Old regime towns and villages: consent and conflict in local castile

Susana Truchuelo García (*)
Dto. de Historia Moderna y Contemporánea, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Cantabria (España)
susana.truchuelo@unican.es

Fecha de recibido: 1 de agosto de 2013
Fecha de aceptado: 7 de octubre de 2013
Fecha de publicado: 20 de diciembre de 2013


Resumen:
Las villas y aldeas de Castilla recorrieron juntas un largo y difícil camino desde los siglos medievales, cuando se fueron conformando como cuerpos políticos, basados en servicios recíprocos que aspiraban a alcanzar el bien común del conjunto. La naturaleza jerárquicamente desigual de dicho cuerpo fue acentuándose y las cabezas jurisdiccionales llevaron a la práctica unas relaciones de dominio cada vez más acusado frente a las aldeas. En estas comunidades rurales, linajes en ascenso aspiraban, no obstante, a ampliar sus propias cotas de autogobierno. La armonía que debía presidir el cuerpo común de villas y aldeas fue desapareciendo, y la política regia de ventas de villazgos con fines hacendísticos, iniciada por Carlos V, respondió a una demanda de segregación que solucionaba al mismo tiempo las aspiraciones jurisdiccionales de las comunidades rurales y de sus nuevas oligarquías así como las necesidades de ingresos extraordinarios de la real hacienda.

Palabras clave: Villas; Aldeas; Jurisdicción; Conflictividad; Edad Moderna; Castilla; Fiscalidad real.

Summary: Castilian towns and villages had a long development process in medieval times. Then, they were formed as political bodies to the prosecution of the common good. Despite town and village reciprocal relationships were part of the common political body they formed together, their relationships were hierarchical. Towns, as heads of jurisdictional districts, kept relations of domination on the villages. There, powerful local lineages tried to widen their authority and power. This traditional scheme, that explained town and village Old Regime relationships, was changing in the long-run perspective. Charles V initiated sales of town titles and privileges to increase royal incomes. This favored not only these last, but also higher degrees of jurisdictional local autonomy and, at the same time, it went in favor of local oligarchies aspirations of wider spheres of local self government

Key words: Towns; Villages; Jurisdiction; Conflict; Old Regime; Castile; Royal taxation.


Introducción (1)

En el Antiguo Régimen, el mundo rural y el mundo urbano conformaban dos facetas de una misma realidad, que se encontraban plenamente interrelacionadas por influencias recíprocas. Villas y aldeas articulaban espacios sociales, políticos, económicos y culturales que interactuaban dando forma a cuerpos políticos, con perfiles definidos pero cambiantes, dotados de unas singularidades internas que caracterizaban y daban naturaleza a ese complejo conjunto. Las relaciones internas entre villas y aldeas se movieron entre la convivencia pacífica y los intercambios recíprocos para todos sus miembros, y el enfrentamiento entre la cabeza y sus partes, que derivó en la solicitud de la ruptura de esos vínculos comunes que las unían, a través de la segregación de una parte del cuerpo y la formación de una nueva entidad política separada. Han sido múltiples los trabajos monográficos y las historias locales que se han ocupado de la erección de nuevas villas por parte de aldeas rurales que se encontraban bajo la jurisdicción urbana o señorial; unos trabajos que han destacado precisamente el logro, por parte de la comunidad aldeana, de su ansiada libertad. En la actualidad y desde hace algunos años, la problemática de las ventas de privilegios de villazgo sigue siendo extensamente tratada por la historiografía, pero principalmente como expediente hacendístico, como un arbitrio utilizado por los monarcas para obtener, mediante medios extraordinarios, ingresos de sus vasallos (Domínguez Ortiz, 1964; Nader, 1990 y Gelabert, 1997, 197-210).

Nuestro objetivo es presentar algunas de las líneas que guiaron las dinámicas de conflictos y consensos entre villas y aldeas, atendiendo a las relaciones de poder establecidas entre ambas partes y analizando las causas de los enfrentamientos, las vías de resolución planteadas y las consecuencias que tuvieron para todos los implicados –aldeas, villas, instituciones intermedias, poder real– las compras de la independencia jurisdiccional. De hecho, la problemática de la asunción de la jurisdicción propia por parte de las comunidades campesinas abarca una casuística compleja, que reproduce la diversidad inherente a la organización corporativa del Antiguo Régimen y a la multiplicidad de métodos utilizados para la resolución de los conflictos: la concesión o venta de jurisdicciones rurales, de lugares y vasallos (pertenecientes a realengo, encomiendas y órdenes militares –que gracias a distintas bulas pasaron a realengo para venderse posteriormente a particulares–), conllevó la transferencia de la jurisdicción propia, bien a las mismas comunidades de aldea –al ser comprada por los propios vecinos para evitar así la señorialización–, bien a particulares que, en ocasiones, tras la compra de la jurisdicción, se erigieron, así, en sus nuevos señores (Marcos, 2007, 84-186).

Mi atención se va a centrar en la conversión de las comunidades rurales en “villas de por sí y para sí” a partir de la compra de un título de villazgo que consumaba la exención jurisdiccional. Es un ejemplo magnífico para analizar la evolución de las relaciones de poder entre villas y aldeas, las prácticas de dominación desarrolladas por las cabezas de jurisdicción y los medios establecidos para la resolución de estos conflictos, que oscilaban entre el consenso y el enfrentamiento, así como las consecuencias finales de esta asunción de la capacidad jurisdiccional propia.

En este trabajo no voy a tener presente el criterio demográfico a la hora de identificar a las villas o ciudades y a las aldeas (expuesto y debatido por Fortea, 2009) sino que voy a sustentarme en el criterio jurídico y jurisdiccional como definitorio de ambas categorías. Aunque en el Antiguo Régimen no existía una distinción neta entre el mundo rural y el urbano, este último venía determinado, en líneas generales, por una mayor diversidad de funciones y de actividades económicas, y una mayor concentración de población, de influencia religiosa y cultural (Mantecón, 1998, 93). Pero el elemento definitorio de lo urbano sobre el que se articula este trabajo es la capacidad jurisdiccional propia que identificaba a estas comunidades urbanas y las diferenciaba sustancialmente de las aldeas, entendidas como comunidades campesinas sometidas a la jurisdicción de otro. Todo ello nos permite calificar como entidades urbanas a grandes y a pequeñas villas a lo largo de la Baja Edad Media y de los primeros siglos modernos, pese a que no siempre sean estrictamente aplicables los criterios funcionales, económicos ni, por supuesto, los demográficos, al igual que sucede en las comunidades de aldea, que ni tenían por qué ser núcleos pequeños ni estar dedicados exclusivamente a actividades agro-pecuarias.

1. Encuentros y primeros desencuentros: la sujeción a las villas

Las relaciones entre villas y aldeas hunden sus raíces en el período medieval y derivan de una pluralidad de circunstancias históricas, que fueron definiendo unos vínculos particulares y diferenciados entre las comunidades urbanas y unas comunidades rurales localizadas habitualmente en su entorno circundante. Villas de señorío laico, eclesiástico, realengo... la mayoría se fue definiendo territorial y jurídicamente durante los siglos medievales, conforme avanzaban de manera paralela, en ocasiones articulada, el dominio señorial, por una parte, y el poder real por otra, en unos espacios en continua expansión y definición, en gran medida gracias a la repoblación de nuevos territorios y a la necesidad de gobernar esos hombres y comunidades campesinas. Esos vínculos podían tener como origen una concesión real de un territorio poblado a una villa o un señor, derivarse de la tutela de una entidad religiosa o del sometimiento lento y siempre enfrentado entre señores, órdenes militares, monasterios o nuevas villas de realengo, como es palpable, por ejemplo, en la compleja articulación de la Álava medieval (García Fernández, 1996). Incluso en estos momentos iniciales, hay ejemplos de agregaciones a núcleos urbanos y de temprana segregación jurisdiccional de aldeas rurales. Es el caso de la villa de Calatayud, en el marco aragonés, fundada en 1131 gracias a la concesión de un fuero y de un amplio territorio jurisdiccional sobre un espacio que albergaba aldeas y población rural; tras un período de sujeción al férreo señorío colectivo de la villa, entre 1254 y 1269 se formó la comunidad de aldeas de Calatayud, cuyos miembros consiguieron la independencia económica, militar, fiscal y jurisdiccional de la villa aragonesa (Corral Lafuente, 2000). De otras muchas aldeas castellanas se desconoce su origen (Carzolio, 2010-2011). También surgieron poblaciones rurales concentradas populosas más tarde, como consecuencia del crecimiento demográfico de la segunda mitad del siglo XV y del siglo XVI, que fueron absorbidas e incorporadas bajo la jurisdicción de los grandes concejos, por ejemplo en el reino de Murcia (Montojo, 2002). Estas comunidades rurales así vinculadas se fueron reforzando desde la Edad Media y durante la Edad Moderna en muchas áreas geográficas, en particular allí donde primaban el componente campesino y la vida comunitaria entre los vecinos de las aldeas, como en Galicia (Saavedra, 2007).

Volviendo al período medieval y al marco cantábrico más oriental, que es la base de este trabajo, se pueden analizar con mayor detenimiento estos procesos. En el contexto de la crisis del siglo XIV los intereses del mundo rural y del mundo urbano entraron en conflicto, sobre todo por la defensa y la transmisión de las propias rentas, ante la desfavorable coyuntura económica y demográfica. En este marco recesivo y de dificultades que afectó al mundo campesino, los habitantes de las aldeas rurales optaron bien por buscar el apoyo y la protección de las villas de realengo que estaban siendo creadas, bien por hacer lo propio con las villas de señorío. Los monarcas estaban apoyando el fenómeno urbano, a través del incremento de las libertades y exenciones de todos aquellos que acudieran a poblar las villas, integrándose en su comunidad a través de la vinculación en lazos de vecindad. La villa actuaba así como una comunidad política, una comunidad perfecta cuyos miembros se encontraban unidos por vínculos morales, religiosos, jurídicos y jurisdiccionales, que se articulaban en torno a la vecindad (Carzolio, 2002, 641-642).

De esta manera, con estas concesiones reales las villas iban asentando su naturaleza como corporaciones privilegiadas (Clavero, 1977), protegiendo su patrimonio, desarrollando unas atribuciones propias en cuestiones de gobierno interno y de administración de justicia, y gozando de amplias exenciones fiscales. La corporación urbana ejercía, en definitiva, sobre los miembros de la comunidad poderes de jurisdicción, legislación, mando militar y de exacción fiscal; esta capacidad jurisdiccional era entendida, por tanto, como un señorío colectivo o corporativo, no muy distinto del que ejercían los señores de la tierra sobre sus vasallos (Lousse, 1952, 163).

Al igual que las villas, también los hidalgos y señores de la tierra intensificaron sobre sus vasallos sus vínculos de dependencia personal; se generaron así competencias por concretar sus marcos de influencias respectivos, en las que se entremezclaron tanto luchas intestinas entre distintos linajes (conocidas como guerras de bandos) como conflictos con las comunidades urbanas. Estas luchas señoriales se reprodujeron en diversos espacios, con importante intensidad en el norte de Castilla, por ejemplo en tierras vascas (Díaz de Durana, 1996 y 1998). Todo ello derivó en desórdenes, robos y saqueos que dificultaban la vida rural y urbana, tanto las actividades agro-pastoriles como las comerciales y manufactureras. Esta inseguridad generalizada favoreció que la población rural dispersa en diversos barrios y caserías, en torno a parroquias, se agrupara buscando el amparo de los señores o de las comunidades urbanas. La finalidad era protegerse de esa violencia intensa y cotidiana, conservar su propio nivel de rentas y garantizar que se preservaran la seguridad y cierto orden social. En lo que aquí nos interesa, estos desórdenes generaron que aldeanos y algunos linajes desfavorecidos buscaran cobijo en las villas de realengo y se sustrajeran a la acción de la justicia privada ejercida por los linajes más poderosos de la tierra, derivada de la intensificación de su actividad señorial. Se produjeron así en buena parte de la Península, en particular en el norte de Castilla y con intensidad desde el siglo XIV, procesos de extensión territorial de la influencia de las villas de realengo, que ampliaron el espacio y los hombres que se encontraban bajo su jurisdicción. Fórmulas similares se habían adoptado en Cantabria a través de la formación de diversas demarcaciones administrativas supraconcejiles, que agrupaban a distintos concejos que compartían espacios ganaderos y forestales (Carzolio, 2010-2011). Podemos apreciar algunos procesos paralelos de territorialización, por ejemplo, en la incipiente formación territorial de Murcia, en el contexto de divisiones internas en el ámbito local, bajo el auspicio y dirección del poder real. De hecho, este reino se fue articulando como un agregado de hermandades jurisdiccionales, unas agrupadas en el realengo, otras a grandes señores y otras a órdenes militares. En todas estas hermandades, se disfrutaba de comunidades de pastos y recursos, controlados siempre por los señores de los concejos, que tenían igualmente intereses ganaderos (Montojo, 2002, 19-20).

Las dinámicas de ampliación del señorío corporativo urbano son bien conocidas en el norte de Castilla y, en particular, en el ámbito guipuzcoano, donde se han conservado muchos de los documentos notariales en los que se suscribían concordias o acuerdos entre villas y aldeas. Se trata de cartas de “avecindamiento colectivo” o cartas de vinculación o “sumisión” jurisdiccional en las que se institucionalizaba el marco de relaciones recíproco entre ambas partes; en primer término, siempre se consignaba la finalidad de la búsqueda del servicio al monarca y a Dios, además del provecho mutuo que obtendrían habitantes de villas y aldeas en los avecindamientos. Entre las causas alegadas, se alude asimismo a la necesidad de protección y amparo, de cuerpos y bienes, de las acciones de los linajes de la tierra. En el caso de Guipúzcoa, la mayoría de las sumisiones de aldeas a las villas de fundación real se produjeron entre 1374 y 1399, fechas precisamente en las que se concretó, definió y otorgó por el poder real la mayoría de las exenciones fiscales de los habitantes de las comunidades urbanas (Truchuelo, 1997, 25-53). Y ésta es una cuestión relevante, pues es demostrativa de cuáles eran los motores profundos que impulsaban estos avecindamientos. Además de someterse a la justicia real ejercida por delegación por los alcaldes ordinarios –y el corregidor–, también los campesinos avecindados se beneficiaban del ventajoso marco fiscal que se estaba imponiendo en las villas. Los recién llegados se igualaban por esta vía al resto de los vecinos, disfrutando de sus mismos privilegios y obligaciones, con lo que la idea de “igualdad jurídica” vigente en las villas, vinculada a una vecindad (todavía en estos momentos) generalizada a la mayoría de sus pobladores –que paulatinamente se fue erigiendo cada vez más en elemento de diferenciación interna dentro de la comunidad (Carzolio, 2002)–, chocaba frontalmente con la idea de “valer más” que primaba en el campo entre los linajes y poderosos de la tierra (Achón, 1994). En consecuencia, las aldeas obtenían protección y ampa­ro, libertades y exenciones fiscales, y la garantía de una justicia real, ejercida por delegación, que garantizaba el orden, la armonía y el buen gobierno de la colectividad; y las villas lograban extender e implantar firmemente su señorío jurisdic­cional colectivo, y ampliar el campo de actuación de su alcal­de ordi­nario y de la justicia real a los términos de las aldeas; sustraían (al menos en el plano teórico) sus personas y rentas del dominio seño­rial de los –llamados en territorio vasco– Parientes Mayores y ampliaban así enormemente el número de contri­buyentes en los gastos conce­jiles y reales.

Los contratos de avecindamiento estudiados en Guipúzcoa afectaban bien a particulares, en términos de casas solares y linajes, y a entidades poblacionales rurales, agrupadas generalmente en torno a parroquias. En este reducido territorio fronterizo, el proceso llegó a ser tan intenso que prácticamente la gran mayoría del espacio rural, pequeño y ciertamente fragmentado, quedó sometido a la jurisdicción de las villas (Tena, 1994 y Truchuelo, 1997). Las sumisiones o avecindamientos tenían un carácter siempre voluntario y una condición de contrato a perpetuidad, por el que se conformaba un nuevo cuerpo político en el que se integraban villas y aldeas. Atendiendo a una interpretación organológica de los cuerpos políticos, la villa se erigía así en cabeza rectora del cuerpo y las aldeas, en sus miembros inferiores sometidos, con lo que este cuerpo “local” era entendido como un microcosmos equiparable al cuerpo místico del rey (Kantorowicz, 1985, 202). Se trataba de una relación unitaria pero jerárquica y desigual al tiempo, en la que cada parte del cuerpo político tenía distintas funciones que cumplir para el mantenimiento del conjunto, reproduciendo en ese pequeño microcosmos (inserto en el discurso del contrato de avecindamiento, como alude la aldea de Cizurquil en 1475 al reseñar que la villa de Tolosa en la que se había avecindado “eran sus sennores regidores mayores e juezes e duennos verdaderos”) la propia organización corporativa del cuerpo político del reino (Hespanha,1982, 206-211; 1989, 235; 1983, 1-48).

Con la sumisión de las aldeas a las villas, las cabezas de partido extendían hacia los pobladores del campo poderes de jurisdicción, legislación, comercio, mando militar y exención fiscal; esto es, se establecían la condiciones comunes y obligaciones recíprocas propias del vínculo de vecindad que los unía (Carzolio, 2001-2002). Aunque la casuística es muy diversa, las aldeas generalmente conservaban sus propios términos amojonados, su administración y disfrute y, en ocasiones, hasta la capacidad de designar a sus propios oficiales, sin la intervención de la villa. Así sucedía por ejemplo en las villas y aldeas vascas y también en las aldeas rurales leonesas (Rubio, 1997). Igualmente, se mantenían los aprovechamientos comunales, tan característicos de las áreas pastoriles –pese a que, en este período, es difícil distinguir netamente entre orientaciones ganaderas y agrícolas–, como las alavesas, guipuzcoanas y cántabras, o las localizadas en el área de Salamanca y Ávila, donde los términos privativos de las aldeas eran espacios de uso comunal entre aldeas o entre aldeas y villas (Monsalvo, 2007; Carzolio, 2010-2011). El sur peninsular no escapaba a fenómenos similares, aunque con peculiaridades locales: desde el punto de vista político, la aldea de Linares, por ejemplo, contaba con cierta capacidad de autogobierno, pero la designación de sus oficiales tenía que ser ratificada por su cabeza de partido, la villa de Baeza (Sánchez Martínez, 2012).

Precisamente, el ejercicio de esa jurisdicción en las aldeas comenzó pronto a generar tensiones entre villas y aldeas. En el caso guipuzcoano, las controversias surgieron ya en el siglo XIV y se generalizaron con la recuperación del siglo XV (Truchuelo, 1997, 75-182): se enfrentaron en las disputas campesinos de las aldeas sometidas, hidalgos rurales y oligarquías urbanas, con lo que al mismo tiempo se reanimaron los movimientos antiseñoriales que afectaron tanto a ciudades como a aldeas, aunque muchas tensiones comenzaron a solventarse por vía judicial, como se explica en el caso alavés (Díaz de Durana, 1996). No debió ser ajeno a estos enfrentamientos el propio crecimiento demográfico y económico que vivieron muchas aldeas castellanas avanzado el siglo XV y durante buena parte del siglo XVI, como es constatable en las comunidades rurales del Cantábrico y en otras aldeas castellanas: Linares, por ejemplo, pasó de 257 vecinos en 1407, a 657 en 1528-1536 y 988 vecinos en 1557-1561, fecha de su exención de Baeza. Esta expansión de las aldeas, unida a la consolidación de nuevos grupos de poder y al descontento por las prácticas gubernativas de las villas, encendió y alimentó finalmente los deseos de independencia de muchas comunidades rurales. Pero veamos con mayor detenimiento en qué consistieron esas controversias y disputas, qué vías de solución se plantearon y cómo se fueron rearticulando en el tiempo las relaciones dentro de ese cuerpo político unitario formado por villa y aldeas.

2. Dominio urbano y descontento rural

Las tensiones entre villas y aldeas surgieron pronto, como consecuencia del ejercicio del dominio jurisdiccional ejercido por la cabeza del cuerpo político en aspectos de gobierno vinculados a las prácticas comerciales, fiscales, militares y de administración de justicia.

Una de las principales fuentes de conflictos entre villas y aldeas estaba generada por el reparto de las cargas fiscales. Ciertamente, en cada contrato o uso y costumbre se definía el marco de relaciones que debía existir en este aspecto entre villa y núcleos rurales. En líneas generales, lo habitual era que los habitantes de las aldeas contribuyeran en los gastos que eran considerados “comunes” a ambas entidades, fueran pechos, derramas concejiles o derechos reales. Los enfrentamientos surgieron ante las tentativas de las cabezas de partido de obligar a los habitantes de las aldeas a pagar gastos considerados “particulares” de la villa, como la construcción de puentes, cercas, murallas, etc. En 1402, las poblaciones rurales de Segura (Guipúzcoa) acusaron a la villa de establecer derramas excesivas que no se empleaban en “costas provechosas comunalmente”; sino que “los reparten e despienden algunos omes poderosos de la dicha villa [...] entre sí para su provecho" (Truchuelo, 1997, 42). Años después, en 1595, en la misma provincia el corregidor dirimió el pleito entablado por las aldeas de Ordizia, ante su negativa a pagar los numerosos gastos de la villa. En la sentencia, el delegado real dio la razón a la villa con respecto al reparto de los gastos militares y de la construcción de la cárcel y de la casa concejil pero eximió a los habitantes de las aldeas de los gastos derivados de la limpieza de las calzadas de la villa en las heredades de particulares (Truchuelo, 2001, 223). Además, dependiendo de las condiciones de los contratos vigentes en cada villa y aldea, la corporación urbana debía avisar o consultar el impuesto, incluso solicitar a los vecinos de la aldea su aprobación. En el anterior ejemplo de Segura, las tensiones se solventaron con un nuevo acuerdo o concordia en la que cada aldea nombraba un fiel para el control de los repartimientos superiores a 200 maravedís (en adelante, mrv.), pagando sólo lo que fuera de “provecho común”.

Pero las controversias surgieron no sólo por el destino dado a las cantidades recaudadas sino también por el mismo procedimiento recaudatorio. Conocidas son las tentativas de la villa de Tolosa de intentar que sus numerosas aldeas sufragaran, en mayor medida, el impuesto de la alcabala. En ese mismo sentido, se planteaban problemas por el diferente tratamiento fiscal entre la ciudad y sus aldeas en otros espacios, como Baeza, las aldeas de Salamanca o las de Segovia, así como las del reino de Murcia (Sánchez Martínez, 2012; Gelabert, 1995, 274; Montojo, 2002, 23). Eran conflictos habituales derivados del reparto desigual de los impuestos, sobre todo los directos, como las derramas y los repartimientos, en teoría más equitativos pues se cargaban en función de los bienes de cada uno; pero en realidad, eran distribuidos con grandes desigualdades y abusos en función del lugar de residencia (villa o aldea), del estatuto social de los contribuyentes y de los procedimientos de recaudación. Las imposiciones indirectas, que gravaban principalmente el consumo, fueron las que más se incrementaron ya desde la Edad Media, y llegaron incluso a ser peor vistas que las directas, por su carácter extraordinario e imprevisible que se sumaba a las directas (Menjot, 2008, 716-717).

En el marco urbano, se fue destacando cada vez más la idea de la superioridad de la villa como cabeza rectora del cuerpo político unitario que formaba con las aldeas. Sobresalen la sumisión, auxilium y obediencia que debían a sus decisiones como a su superior, decisiones entre las que se encontraba, obviamente el establecimiento, cuantificación y distribución de exacciones fiscales. Pero para las aldeas, esta superioridad, que era inherente a las relaciones jerárquicas vigentes, terminó suponiendo un dominio insoportable, y se quebraron el consenso, la paz y la armonía que debían presidir el cuerpo político conformado por villas y aldeas. Se rompían así para las aldeas las condiciones del contrato –escrito u oral– que vinculaba a ambas partes; por lo tanto, cesaba la obligación de ayuda recíproca que sustentaba ese cuerpo político.

Por otra parte, las villas establecieron una fuerte supervisión de la actividad económica de sus aldeas, y obligaron a los habitantes de las comunidades rurales a realizar, por ejemplo, las transacciones comerciales (pagando allí las sisas y derechos correspondientes) en el entorno intramural de la villa. Uno de los casos más extremos es el de la villa guipuzcoana de Fuenterrabía que, en 1480, consiguió que los monarcas prohibieran que se comerciara en su aldea de Irún –el conocido como pleito de “prohibición de carga y descarga” de mantenimientos–, extendiéndose incluso la prohibición a la construcción de nuevas casas en la aldea (Tena, 2001; Trutxuelo, 2007, 17-38). Obviamente, Irún incumplió estas sentencias que habrían supuesto el final de esta entidad local, y contó para ello con el beneplácito real, que prefería que hubiera más agentes y vecinos en esa estratégica porción fronteriza. En esta disputa estaban en juego los beneficios obtenidos de un próspero comercio terrestre, legal e ilegal, relevante además por la localización de Fuenterrabía e Irún en el límite con las vecinas Navarra y Francia, además de su naturaleza costera, que abría a estas comunidades a un fructífero comercio marítimo (Truchuelo, 2012).

Problemas similares se observan en las relaciones entre villas y aldeas en otras áreas geográficas, derivados de incumplimientos generalizados de las antiguas ordenanzas que regulaban las relaciones entre corporaciones urbanas y campesinas, siempre en beneficio de la cabeza de jurisdicción. Era el caso de las normas locales que reglamentaban la vendimia, el paso de los ganados y el aprovechamiento de leñas, que fueron reinterpretadas en beneficio de la villa del señorío del duque de Alburqueque, Mombeltrán (Ávila), frente a sus aldeas (González Muñoz y Chavarría Vargas, 2000, 56-57). Parecidos problemas se plantearon por el uso del agua necesaria para las huertas y viñas en Logroño y el incumplimiento de las ordenanzas existentes al respecto entre esta villa y sus comunidades rurales (Martínez Navas, 2001, 138-157). Las tensiones en estos ámbitos quedaron plasmadas en cientos de legajos custodiados en la Chancillería de Valladolid.

En esta misma línea, son asimismo interesantes los procesos que comenzaron a afectar a finales de la Edad Media a las villas de Salamanca y Ávila y a las aldeas que se encontraban sometidas a su jurisdicción, donde tanto peso tenían los aprovechamientos comunales. La causa principal fue la tendencia a la apertura de tierras de labor sin permiso concejil o de las aldeas, o directamente la usurpación de tierras por particulares, con una clara tendencia a la privatización de esos bienes comunales –impulsada tanto por campesinos como por señores–, que fue desequilibrando su uso colectivo. Nuevas tensiones vinieron así a presidir las relaciones políticas y económicas de estas comunidades en el siglo XVI y, de hecho, lo que Monsalvo Antón ha denominado como “comunalismo aldeanista” sustentaría el impulso para que esas comunidades campesinas solicitaran la compra de villazgos que les permitiría liberarse de la tutela del concejo cabeza de jurisdicción, lo que permitiría cierta autonomía en la gestión de los propios recursos pecuarios (Monsalvo, 2007, 177-178).

Otra fuente de tensiones fue la participación en los órganos de gobierno urbano y rural, que era muy variable en función de las condiciones del vínculo establecido entre villas y aldeas. Los cargos específicos de la comunidad urbana, los que tenían mayor capacidad de intervenir en la vida concejil estaban habitualmente reservados a la elección y designación de los vecinos intramurales. Así, la mayoría de habitantes de las aldeas quedaba excluida de las decisiones de gobierno tomadas por la cabeza de jurisdicción, a no ser que se hubiera establecido de manera diferente en los contratos de vecindad o en los usos y costumbres locales. Pero tampoco faltaban las excepciones y los casos en los que se permitía a algunos linajes relevantes de las aldeas o extramurales acceder a los oficios concejiles; es el caso de la casa solar de los Yurramendi de Tolosa, que mantuvo su residencia extramuros, pero pudo integrarse en el nuevo orden político dirigido por las villas guipuzcoanas, como aparece en el padrón de hijosdalgo de 1346 y en las ordenanzas concejiles de 1532 (Truchuelo, 2006, 124-125). También algunas aldeas o parroquias extramurales podían participar en la designación de los oficiales del Regimiento, lo que creó nuevos tipos de conflictos entre villas y vecinos de aldeas. De hecho, en algunas villas guipuzcoanas, donde pervivía la renovación anual de los cargos, como Vergara, Mondragón o Azcoitia, los representantes de las aldeas formaban parte del cuerpo de concejo (Achón, 1995). Esta peculiaridad está relacionada con la resolución de los conflictos entre bandos y parcialidades en esta área, que se concretó en la integración de estos linajes rurales en las villas –en tanto que vecinos– y en la participación de las anteiglesias rurales en la designación de los oficios de concejo. En Vergara, desde 1497 se establece la participación como electores de los miembros del Regimiento de los miembros de esas parroquias rurales así como su intervención en la designación de los procuradores junteros (esto es, los representantes de la villa en las Juntas Generales de Guipúzcoa o institución de gobierno provincial), bajo el argumento de que constituían dos tercios del concejo (Truchuelo, 1997, 84-85). En este ejemplo, las tensiones surgieron en el siglo XVI ante los intentos de la villa de romper ese consenso, al exigir que se le reconociera su carácter preeminente sobre las anteiglesias en razón de su condición de “cabeza” jurisdiccional. Lo que comenzaba como una disputa preeminencial terminó como un enfrentamiento abierto en el que la aldea de Anzuola demandó la exención jurisdiccional de Vergara.

Las relaciones entre villas y aldeas en este campo estuvieron marcadas por los propios procesos de oligarquización que sufrieron las comunidades urbanas, iniciado desde el período medieval (García de Cortázar, 1975, 285-312), que albergaba asimismo “asimetrías jurídicas correspondientes a las diferencias estamentales” (Carzolio, 2010-2011, 138-139). Ya desde finales de la Edad Media, el Regimiento fue relegando en las ciudades y villas a un segundo plano al concejo general de vecinos, que había ido desapareciendo o perdiendo operatividad en los grandes y medios núcleos urbanos castellanos (Monsalvo, 1989). Este proceso de empatriciamiento estaba afectando igualmente, aunque en menor medida, a las comunidades rurales; pero ciertamente, mientras en las villas dominaban los Regimientos, en las aldeas pervivía de manera más amplia el concejo abierto como órgano decisorio, con una mayor participación de la colectividad en las tomas de decisiones. De todos modos, en la zona norte peninsular continuó existiendo en muchos casos una duplicidad institucional, concretada en la convivencia en las villas del concejo abierto con la institución cerrada de gobierno, el Regimiento, que fue asumiendo la dirección de la comunidad urbana y de su territorio jurisdiccional. De hecho, el fortalecimiento del Regimiento fue paralelo a la consolidación de un proceso de oligarquización por el que sólo los segmentos más relevantes de la comunidad urbana pasaban a formar parte del restrictivo grupo que dirigía la vida política del conjunto, a través de su acceso a las regidurías, fueran electivas y renovables anualmente, o vitalicias y de designación regia. En el norte peninsular, se mantuvo durante mucho tiempo el papel de la insaculación en la renovación anual de los cargos del Regimiento, a diferencia de la perpetuación de dichos oficios vigente en gran parte del contexto urbano castellano (Porres Marijuán, 2001).

Por lo general, en todas las comunidades urbanas se habían ido imponiendo diversos criterios que restringían esa participación del conjunto de la comunidad en el gobierno; la mayoría eran económicos (con una valoración de los bienes raíces, según diferentes fórmulas), pero primaba el requisito genérico de la vecindad, que aludía a su vez a otros condicionantes como la residencia intramural durante cierto tiempo –para demostrar compromiso de lealtad a los asuntos comunes–, que no estaban muy alejados de los requisitos establecidos en otras comunidades urbanas europeas (Carzolio, 2002 y 2001-2002). De esta manera, sólo desempeñaban los cargos de Regimiento o del concejo las personas conocidas, reputadas en el entorno y que podían resarcir de los fraudes y la hipotética mala gestión de los oficiales, como entendían tratadistas de la época como Castillo de Bovadilla (1597, lib. III, cap. VIII, nº 6). En los territorios costeros del País Vasco, a esos requisitos se sumaban los de la condición de la pertenencia demostrada al estamento nobiliario –al dominar la hidalguía universal– y la alfabetización en castellano –al existir otras lenguas de uso más generalizado en el marco cotidiano, como el vasco–, al menos para los oficios más relevantes, como el de alcalde ordinario o procurador juntero.

Pero como he indicado anteriormente, también en las aldeas se produjeron procesos de diferenciación social interna, que supusieron la limitación en la participación en la vida política y económica de la comunidad rural. En todas partes se encuentran procesos de desigualdad social intracomunitaria, creciente a medida que avanzan los siglos medievales y modernos. En algunos lugares los habitantes de las aldeas mantenían el derecho a nombrar a sus propios oficiales (fieles, jurados...), pero, en ocasiones, el cargo más relevante, el de alcalde pedáneo, era designado por la villa cabeza de jurisdicción. Así sucedía por ejemplo en la aldea de Andoain, como constaba en el avecindamiento suscrito con la villa de San Sebastián en 1379 (Ayerbe y Díez de Salazar, 1996, 72). También en la aldea de Linares (Jaén), la participación de la cabeza de jurisdicción, Baeza, en la designación de los oficiales de la aldea fue una fuente de conflictos, pues los regidores de Baeza fueron acusados de designar a linarenses afines a los intereses de la villa, que finalmente obtuvo el apoyo real en 1504. Asimismo, las villas del reino de Murcia elegían a los alcaldes pedáneos, que podían ejercer un control policial sobre las aldeas, y contaban con ciertas atribuciones en el control de abastos y la recaudación de contribuciones, en unas áreas donde primaban las comunidades de pastos y los recursos ganaderos controlados por los señores de los concejos urbanos (Montojo, 2002). Este intervencionismo creciente en el gobierno de las colectividades de aldea provocó no sólo el descontento de esas comunidades sino que también incentivó las aspiraciones de autogobierno de las nuevas élites económicas y sociales que se iban imponiendo en esos entornos locales.

La administración de justicia fue una de las prerrogativas de las villas sobre sus aldeas que conllevó mayor descontento por la dureza en las prácticas, los abusos y el establecimiento de costos judiciales excesivos, en unas comunidades donde la vía judicial y la apelación a la justicia real como vía de resolución de las tensiones fue, ciertamente, cada vez más utilizada. No hay que olvidar que una de las causas de los avecindamientos o sujeciones jurisdiccionales a las villas había sido la huida de la justicia privada ante el avance señorial y la búsqueda del cobijo en la justicia real impartida por delegados del monarca en las comunidades urbanas. En este sentido, las aldeas abulenses de Lanzahíta, Mijares o Pedro Bernardo acusaron el “pésimo trato hacia los vecinos y alcaldes” de las aldeas que le dispensaba la villa de Mombeltrán y reiteraron las amenazas, abusos en la administración de justicia y en las visitas de montes, pósitos, pesas y medidas (...) ejercidas por las autoridades urbanas (González Muñoz y Chavarria Vargas, 2000, 54-55). En algunos casos ya en el siglo XV, de manera temprana y fruto de las tensiones por el abusivo ejercicio de la justicia y de las prácticas judiciales, comenzaron a delimitarse los derechos que podían cobrar la justicia ordinaria, sus oficiales subalternos y los escribanos en las causas judiciales.

Una práctica empleada habitualmente por las aldeas fue la de ampliar sus atribuciones judiciales, bien legalmente a través de concesiones reales o nuevas concordias con la villa, bien a través directamente de usurpaciones de autoridad. Es el caso de la progresiva ampliación de la jurisdicción ordinaria por los alcaldes pedáneos de aldeas como Elduain (Guipúzcoa), que en 1379 podían dirimir causas civiles de menos de 4 mrv., en 1450 de menos de 60 mrv. y en 1614 atribuciones de hasta 100 mrv.; en lo criminal, sólo podían hacer “cabeza de proceso” y remitir la información luego al alcalde ordinario de Tolosa (Truchuelo, 2001, 224). En el mismo sentido, la aldea de Linares consiguió de los monarcas en 1500 que sus alcaldes sentenciaran pleitos de hasta 150 mrv., y no sólo hasta 59, como anteriormente (Sánchez Martínez, 2012). También hay constancia en la Chancillería de Valladolid de pleitos en los que se acusaba a los alcaldes pedáneos de Andoain y Berastegui de usurpación de jurisdicción, por ejemplo en casos criminales que conllevaban destierro de la aldea, o también en actividades gubernativas propias de los alcaldes de las cabezas de jurisdicción, como la tasación de bastimentos, repesos de los productos, etc. (Truchuelo, 1997, 99-100). Se trataba de desviaciones de poder nada extrañas en el marco de comunidades locales donde existían intereses contrapuestos que se solventaban a través de la apropiación ilícita del poder por personas que no contaban con derechos legítimos para ello (Mantecón, 1998,139-142).

Además de la intervención en la vida económica, fiscal y judicial también generaron tensiones las obligaciones militares y de defensa que conllevaba la formación de una única entidad militar entre la villa y las aldeas. De hecho, las comunidades rurales se integraban como un solo cuerpo con su cabeza jurisdiccional, y la milicia urbana conformaba una única compañía, un “único cuerpo militar”. En consecuencia, los habitantes de las aldeas tenían que acudir al recinto amurallado para realizar las actividades propias de la milicia y de defensa territorial, como eran las muestras de armas o los alardes. Los oficiales que guiaban la compañía eran designados por la cabeza de partido; por lo tanto, se reproducía en tiempos de guerra la misma organización vigente en tiempos de paz.

En ningún caso se ponía en tela de juicio la obligación de defensa militar y tampoco se dudaba de la superioridad de la cabeza en el nombramiento de los oficiales que dirigirían la compañía unitaria. Pero lo cierto es que el aumento de las tensiones bélicas, ya en el siglo XVI, la multiplicación de las levas y de las reclutas generalizadas, así como la obligación reiterada de realizar muestras de armas y alardes anuales en las villas, sí comenzó a generar problemas. Las tensiones venían provocadas principalmente por los gastos y molestias derivados de los obligatorios traslados a la cabeza de jurisdicción, en ocasiones a distancia considerable de la comunidad rural. De hecho, las quejas por los desplazamientos a la cabeza de partido, debidas a la distancia entre villas y aldeas, se reproducían tanto en villas de realengo –como Linares– como en villas de señorío –como las aldeas sometidas al señorío de Mombaltrán, en Ávila, que se eximieron en el siglo XVII (Sánchez Martínez, 2012; González Muñoz y Chavarria Vargas, 2000, 54)–. También en Guipúzcoa se planteaban las mismas tensiones, pero en ese territorio las aldeas vivieron un primer triunfo en 1595, cuando consiguieron que Felipe II confirmara la costumbre de no acudir a las cabezas de jurisdicción, si no había una real cédula expresa de leva o alarde (Truchuelo, 2004, 68-69). Pero los problemas por estas cuestiones siguieron enturbiando las relaciones entre villas y aldeas hasta que, definitivamente, estas aldeas guipuzcoanas demandaron abiertamente su exención jurisdiccional. De hecho, estas aldeas defendían su contribución militar personal en la defensa de la frontera, pero sólo sometidas a la autoridad provincial de la llamada Coronelía –o competencias provinciales de las Juntas de Guipúzcoa y de su coronel sobre las milicias locales– y no integradas en el cuerpo común de su villa ni sujetas a la autoridad de sus oficiales que, en realidad, eran los miembros del Regimiento de ese año. Por supuesto, los problemas por cuestiones militares no se agotaban en este aspecto. Otra causa permanente de conflicto era la violencia generada por el mero alojamiento de las tropas, así como la desigualdad en el reparto de las cargas militares, pues muchas villas sobrecargaron las obligaciones de las aldeas con nuevos aposentamientos al liberarse ellas mismas de esa carga (Jiménez Estrella, 2012).

Como se aprecia en todas estas problemáticas, desde la primera mitad del siglo XVI comenzó a ponerse en duda la concepción “centralizadora” de las villas, con las aldeas resaltando –sobre todo las que se encontraban más alejadas de la cabeza jurisdiccional– las posturas particularistas en diversos ámbitos, como el militar. Las aldeas que vivieron un ejercicio señorial –colectivo o particular– más duro en todos estos aspectos del gobierno y de la administración de justicia protagonizaron las resistencias más activas e insistentes contra sus cabezas jurisdiccionales, por vías diferentes, hasta que optaron por romper unilateralmente el contrato, fuera escrito o tácito, que las vinculaba a su villa y solicitaron la exención de jurisdicción ante el monarca.

Los escenarios donde se plantearon en primer lugar las controversias entre villas y aldeas fueron las propias instituciones de gobierno concejil, tanto los regimientos como las asambleas generales de vecinos. Muchas disputas también se exteriorizaban en el espacio público, a través de acciones de violencia contenida o abierta dirigidas por las autoridades urbanas en las aldeas menos sumisas; por ejemplo, apresando a quienes ejercían los cargos de las comunidades rurales que eran reacios a sus mandatos o a aquellos que notificaban cartas reales contrarias a la cabeza de partido. A estas actuaciones se sumaba el apresamiento de los promotores de las quejas, insultos, bofetadas o incluso algunas agresiones mayores en momentos críticos. Tensiones, alborotos, desórdenes... eran actitudes nada extrañas que aparecen en la documentación y que ocultan, de hecho, un amplio conjunto de actuaciones en una diversa escala de actitudes violentas.

Cuando los problemas no se solventaban en el nivel local, no es extraño que se escogiera como árbitros y como plataforma de discusión a las instituciones territoriales, allá donde existían, como es el caso de los territorios vascos. También se mantuvo el recurso a concordias, convenios, escrituras de composiciones... en los que primaba el entendimiento, el consenso, la negociación o el diálogo entre las partes. Se trataba de una vía prioritariamente utilizada para hacer retornar la paz, sin la intermediación de las autoridades judiciales. Así se solventaron, al menos temporalmente, en 1528 las disputas entre Tolosa y su aldea de Andoain: se establecieron nuevas condiciones en el avecindamiento colectivo y se permitió que se realizaran los alardes en la aldea, aunque bajo ciertas condiciones; eso sí, todo ello con la condición de que la aldea suspendiera el pleito entablado en la Chancillería contra la villa (Ayerbe y Díez de Salazar, 1996, 511-543).

Obviamente, la práctica más habitual de resolver los conflictos fue acudir a los Consejos reales y a las Chancillerías donde se administraba justicia en nombre del rey. El monarca, como titular de una potestas superior, que debía velar por la paz interna y por el mantenimiento de la armonía entre los integrantes de los cuerpos políticos que componían el agregado corporativo del reino, debía dirimir en última instancia las disputas entre sus súbditos. Asimismo, el corregidor, como delegado del poder real en ciudades o territorios, cumplía la misma función de juez en su nombre. El propio monarca incentivó la vía de la maquinaria judicial (Sánchez León, 2007, 356) como medio de resolución de las disputas y como medio, igualmente, de consolidar y acrecentar su autoridad como soberano y superior en la jerarquía de poderes. La práctica habitual era el envío a la corte de nuncios, delegados, representantes... que solicitaban el favor del monarca en la defensa de sus posiciones, que tenían diversos sustentos legales, como usos y costumbres, ordenanzas locales y provinciales, privilegios reales, ejecutorias y sentencias judiciales, etc. Todas las demandas se planteaban en términos de bien común

–principio moral vigente tanto en los concejos rurales como en los urbanos (Carzolio, 2010-2011, 143 –, beneficio de la comunidad o bien universal del reino, frente a los calificados como “intereses particulares” defendidos por los contrarios, fueran villas o aldeas o algunas de sus oligarquías. La vía judicial era, por tanto, el mecanismo más utilizado, tanto en su primera instancia, la local, como en las audiencias del Corregimiento, de las Chancillerías o Consejos. Estas instituciones y oficiales se erigían en árbitros de las disputas entre corporaciones o particulares, pero siempre siguiendo la jerarquía interna del entramado de poderes del reino, en el que el monarca se erigía como máximo juez en estos conflictos.

El papel mediador de las oligarquías y del corregidor era fundamental en estas disputas. El monarca o el mismo corregidor solicitaban la opinión, el consejo, de personas entendidas en la materia, residentes en la corte o en el lugar donde se estaba desarrollando el conflicto. Tampoco es extraño el envío de jueces pesquisidores o visitadores para que investigaran personalmente en el terreno estas tensiones y la veracidad de las alegaciones de villas y aldeas. Pero en el marco local no se veía con buenos ojos la llegada de esos delegados regios con atribuciones extraordinarias, pues acudían con comisiones amplias y secretas que, habitualmente, también incluían la investigación de cuestiones muy variadas que interesaban al monarca pero que las oligarquías locales preferían que no se hicieran públicas o llegaran a oídos de los Consejos.

Todas estas tensiones y conflictos generaban la percepción, entre las comunidades rurales, del incumplimiento del contrato tácito o formal que vinculaba a ambas partes y de las relaciones internas existentes, no muy alejadas de las relaciones de fidelidad o lealtad que vinculaba a los vasallos y el propio monarca. Dichas relaciones de fidelidad, como las de villa y aldeas, se sustentaban igualmente en el intercambio recíproco de servicios y se desarrollaba asimismo por la vía del consenso. Cuando éste ya no fue efectivo, las controversias se resolvieron por otras vías, como la ruptura del contrato y vínculo, y la asunción de la capacidad jurisdiccional propia por medio de la compra de un título de villa.

3. Ventas de villazgos: una solución para las aldeas y la real hacienda

Las concesiones de villazgo no sólo respondieron a los intereses de las propias comunidades rurales insatisfechas con el dominio colectivo de las villas, sino que, sin duda, también supusieron un expediente fiscal complementario que venía a engrosar las maltrechas haciendas reales, y que fue extensamente utilizado por los Austrias. Las alcabalas, los servicios ordinarios y extraordinarios, los servicios de millones... eran fuentes de ingresos de la real hacienda que no alcanzaban para sufragar ni los gastos ordinarios ni, obviamente, los extraordinarios a los que tenía que hacer frente la Monarquía Hispánica. Por todo ello, los distintos monarcas tuvieron que ampliar y diversificar sus fuentes de ingresos, y se recurrió cada vez en mayor medida a recursos extraordinarios, como estancos, alteraciones monetarias, crecimientos arancelarios y otros arbitrios, como era el caso de las ventas de títulos de villazgo, de oficios o jurisdicciones, que se generalizaron en el siglo XVII (Gelabert, 1997, 14). Aunque no sin discusión, la tratadística política y fiscal consideraba que estos arbitrios formaban parte de los derechos regalianos del monarca, de su exclusiva prerrogativa fiscal derivada del officium regis (Hespanha, 1982, 320-321) y, como tales, no tenían por qué ser aprobados ni consultados con el reino. De todos modos, pese a esta consideración de regalía, lo que generaba protestas y se consideraba una “perversión” era que se concedieran los villazgos no por razones de “buen gobierno” sino para obtener ingresos para la real hacienda (Gelabert, 2002, 91).

El proceso de venta de villazgos no se inició en la época moderna, pues contamos con ejemplos del siglo XIV pero, sin duda, el recurso a este arbitrio se incentivó ya en el siglo XVI. La primera fase de ventas de jurisdicciones se inició en 1537, a petición de las aldeas (Gelabert, 1995, 271, 276-278; 1997, 199-200; Marcos Martín, 2012). Además, estas ventas de villazgo dieron lugar a un interesante juego de ofertas y contraofertas en el que participaban aldeas y villas, como el que se vivió entre Linares y Baeza, del que se benefició la real hacienda, que finalmente en 1537 obtuvo de la villa 14.000 ducados para evitar la exención de su principal aldea (Sánchez Martín, 2012). Años después, en 1594, Córdoba ofreció, primero, 40.000 ducados y luego 50.000 para evitar la exención de Bujalance (Gelabert, 1997, 203; Crespo, 2013, 277). Estos villazgos fueron seguidos de un intenso proceso de ventas de vasallos –de villas y lugares de realengo que pasaron al dominio señorial– y de una dinámica de venta masiva de oficios –principalmente municipales–, que ha sido ampliamente estudiada (Tomás y Valiente, 1970, 1974 y1982; Domínguez Ortiz, 1970; Cuartas, 1983 y 1984). A todos estos arbitrios se suman las ventas de títulos de hidalguías y de tierras baldías, despoblados y algunas villas que fueron incapaces de asumir las deudas contraídas con su compra de villazgo. Para justificar todos estos arbitrios, la monarquía se sustentó en el argumento de la necesidad, esto es, de la extrema urgencia que atravesaba el real erario (Marcos Martín, 2009), para mantener la utilidad pública y el bien general del reino.

El proceso de ventas de jurisdicciones se aceleró con Felipe II, en particular tras las bancarrotas –o consolidación de la deuda– de 1557 y 1560; se obtuvieron unos 27 millones y medio de mrv. en 1560 y un máximo de 128 millones en 1573, que descendieron a 92,5 en 1575, y mucho más a partir de esa fecha (Ulloa, 272). A estas ventas se sumaron, a partir de 1587, la devolución de la jurisdicción en primera instancia a los pueblos de las Órdenes Militares (que se habían concedido a partir de 1566 a los gobernadores bajo el argumento de la mala administración de justicia). En este contexto de ventas generalizadas, muchas aldeas tuvieron que sufragar ingentes cantidades de dinero para pagar la merced real, entre ellas Alhambra (Ciudad Real) con 4.866 ducados, Alange (Badajoz) con 17.184, Almodóvar del Campo (Ciudad Real) con 28.848 ducados o Almoharín (Cáceres) con 17.700, entre otros casos (Gelabert, 1997, 210; Marcos, 2007, 181). También fueron numerosas las ventas de villazgos en el reino de Murcia, como es el caso de Mazarrón, Alguazas, Abarán, Blanca, Ojós, etc. (Montojo, 2010, 47). En las últimas Cortes de Felipe II fueron numerosas las quejas de las ciudades contra estas ventas, y proliferaron los pleitos; por ejemplo, en Baeza, Huete, Guadalajara, Talavera, Úbeda y Córdoba. De hecho, la mayor intensidad de este proceso en Castilla se produjo precisamente en el siglo XVI, y se ralentizó a partir de entonces.

En esta ralentización de las ventas de títulos de villas, algo debió influir el que las ciudades consiguieran establecer la prohibición de venta de villazgos en las condiciones de los servicios de millones concedidos por el reino en Cortes entre 1601 y 1635. Las ciudades con votos en Cortes se mostraban así como verdaderas portavoces de los intereses de estas entidades urbanas, cabezas de jurisdicción (Domínguez Ortiz, 1964; Gelabert, 1997, 205). Pero hubo excepciones, pues las exenciones de aldeas continuaron con Felipe III, por ejemplo en Hornachuelos (Córdoba), Villarrobledo (San Clemente) y Villalgordo (Jaén), Parraces (Segovia), Almarza (Ávila) (Crespo, 2013, 276-280) y, como veremos con un poco más de detenimiento, en 31 aldeas guipuzcoanas entre 1608 y 1629. También las aldeas y el monarca utilizaron otras vías hasta 1635 –que no contravenían directamente las condiciones de millones– para conseguir la independencia jurisdiccional, pero ahora sin comprar el título de villazgo: a partir de 1626 se vendían vasallos que, a su vez, podían entrar en las pujas y hacerse “señores de sí mismos”, constituyéndose en señorío colectivo que, a todos los efectos, era lo mismo que erigirse en villa (Gelabert, 2002, 94; Marcos, 2007, 186-187). Poco después, gracias a una real cédula de 1632, al tiempo que se realizaban ventas de vasallos, se daba a los lugares la oportunidad de comprar su jurisdicción al mismo precio que estaba ofertando un particular interesado en su compra, lo que favorecía a las villas con posibilidades económicas, riqueza y población para emprender el pleito con el particular (Domínguez Ortiz, 1964). No cabe duda de que el incumplimiento del monarca de muchas de las condiciones establecidas en los contratos con el reino, incluida la venta de títulos de villa, contribuía a ratificar la capacidad efectiva que tenían los soberanos para vulnerar los compromisos de no enajenación adquiridos con el reino a través de las escrituras de millones. Los monarcas actuaban, en este aspecto, por encima de la ley, como soberanos absolutos, y contravenían con estas prácticas esa especie de pacto “contractual” en materia fiscal establecido con el reino, como protestaron continuamente los procuradores en Cortes, representantes de sus ciudades, principales perjudicadas en estas ventas.

A partir de 1635, retornaron las ventas de villazgos, aunque desarrolladas siempre en el marco de negociaciones, lo que generó que algunas aldeas tuvieran éxito y otras no: es el caso del fracaso de Fuente Álamo en Murcia, que no consiguió la exención en 1632 ni en 1665, y de la oleada de exenciones en el mismo reino murciano, durante el gobierno de Carlos II (Sánchez Belén, 1996, 311-319), que afectó entre otros a Huércal Overa, Fuensanta, Nerpio, Bullas, El Ballestero y Fuente Álamo ya en 1700 (Montojo, 2010). De lo que no cabe duda es que se trató de un proceso ciertamente intenso, que afectó de manera marcada al territorio castellano. Helen Nader calculó que hacia 1500 un 60% de las entidades de población eran aldeas sometidas jurisdiccionalmente a villas y ciudades, mientras que en 1700 las tres cuartas partes de esos núcleos se habían convertido ya en villas (Nader, 1990, 1-4; Gelabert, 1997). Desde una óptica más reducida, sólo en la provincia de Álava se pasó de 20 villas en el siglo XIV a 72 a finales del siglo XVIII (Porres Marijuán, 1996).

Para efectuarse las ventas de villazgos tenían que conjugarse diversos aspectos favorables. La generalización del arbitrio de la venta de jurisdicción –esto es, el interés del monarca por obtener ingresos– incentivó este proceso, sobre todo en aquellas aldeas rurales que habían padecido tensiones mayores con sus cabezas de jurisdicción y que habían intentado, sin éxito, conseguirla en varias ocasiones. Las aldeas que dirigían y lideraban las exenciones eran, en muchos casos, las aldeas más populosas y las que habían salido más fortalecidas, desde el punto de vista económico, de la expansión económica del siglo XVI y soportaban peor la dependencia de sus cabezas de partido y su sometimiento jurisdiccional (Gelabert, 2008, 86). En la misma línea de divergencia de intereses con sus villas dominantes habían evolucionado las aldeas guipuzcoanas que comenzaban a verse inmersas en un proceso de ruralización a causa de las dificultades en los tráficos comerciales y la contracción económica que se sentía desde finales del siglo XVI (Fernández Albaladejo, 85-88) y que se eximieron, finalmente, en 1614.

En todas partes, se observa que fueron los vecinos principales de las áreas rurales, los “poderosos” de la tierra, quienes dirigieron la oposición frente a la autoridad de las cabezas jurisdiccionales, tal y como habitualmente acusaban las mismas villas para destacar la ruptura del tradicional “igualitarismo” de las comunidades rurales. De hecho, eran linajes relevantes en sus comunidades, con fuertes influencias entre sus vecinos, los que querían elevar a las aldeas al estatus de villas, sin duda para dirigir el gobierno de la colectividad, disputándoselo al patriciado urbano en el que no podían integrarse (Soria, 2001), y también, en algunos casos como el guipuzcoano, para acceder a alguno de los órganos rectores de la comunidad provincial y hablar, opinar y decidir con voz propia, sin intervención de las oligarquías que dirigían la cabeza de jurisdicción. Se trataría de un grupo reducido, cercano a los labradores ricos o coq de village (Domínguez Ortiz, 1964; Gelabert, 1997, 207), el que promovió las exenciones, para lo cual, necesariamente, contó con apoyos suficientes en la colectividad que les permitieran alcanzar el favor de los concejos abiertos.

Las villas recordaban en la misma línea, pero en un sentido negativo, que en las aldeas había pocas personas “con claridad” para impartir justicia” y que buscaban “ser cabezas” de toda la comunidad rural (2); es más, las aldeas habían sido incitadas por “personas malitencionadas” que se reunían en “yermos y despoblados”, esto es, fuera de la acción de la justicia real. Tampoco falta referencia en la documentación, por ejemplo guipuzcoana, a la presencia de los clérigos como instigadores de la exención, los que contaban con indudable influencia en la opinión y en las decisiones que se tomaban en el seno de las propias comunidades rurales (Truchuelo, 1997, 179 y 203).

Ciertamente, muchos de esos grupos de “poderosos” habían comenzado a destacarse ya a nivel local, consolidándose en el entorno de las comunidades de aldeas años atrás pero, como sus intereses chocaban con los del patriciado urbano, aspiraban a controlar el gobierno del territorio, por lo que promovieron las compras de villazgo. Además, en algunos casos estas familias relevantes habían seguido un proceso de ennoblecimiento, como ha constatado Enrique Soria en algunos lugares cordobeses, como Santaella (eximido en 1569), Bujalance (1592) y Montoro (1663), donde la élite local se consolidó a través de la obtención de ejecutorias de hidalguía previamente a la exención (Soria, 2001). Por otra parte, no hay que olvidar que con las ventas de villazgo, el poder real apoyaba la consolidación de estos nuevos linajes, con fuertes vínculos de dependencias en el entorno campesino, con lo que ambos –monarca y nuevas elites locales hasta entonces supeditadas a las oligarquías urbanas– conseguían un mejor acceso a las rentas locales, fuera de aprovechamiento colectivo o privado.

Las alegaciones de la parte perjudicada por las peticiones de jurisdicciones en contra de las ventas de villazgo, esto es, las villas, repetían a menudo argumentos similares. Se sustentaban en que “obsta exençión de cosa juzgada” en anteriores pleitos y se basaban en la posesión, uso y costumbre inmemorial –por derechos y títulos, cuando los tenían– de la sujeción, en muchos casos, voluntaria que se hizo a la jurisdicción de la villa. El argumento militar también era importante y se recordaba que la defensa militar sería mejor, más rápida y coordinada si las villas eran populosas, “lo qual çesaría dibidiéndose y desmenbrándose las aldeas”, como indicaba la villa guipuzcoana de Segura; en cambio, los lugares defendían todo lo contrario: que se acudiría con mayor puntualidad en tiempo de guerra bajo su propia bandera y la dirección de sus mismos naturales (Truchuelo, 1997, 189). Las Cortes reproducían muchos de estos argumentos esgrimidos por las ciudades, principalmente cuando el proceso comenzaba ya a ser muy acusado. Es el caso de Burgos, que recordaba en 1592, entre las consecuencias negativas de las ventas, la pérdida de autoridad y fuerza de las cabezas de partido para acudir al servicio real, la pobreza derivada del endeudamiento y los problemas en la administración de justicia, dado que se designaría como alcaldes a personas poco preparadas (Crespo, 2013, 278) para esa labor fundamental del buen gobierno en las comunidades locales.

Ambas partes en conflicto utilizaron las vías clientelares para solicitar el favor y merced de secretarios, oidores, contadores mediante cartas dadas en mano a particulares de relieve en la corte, que buscaban su intercesión en los Consejos. Era, por lo tanto, fundamental, tener un perfecto conocimiento de los entresijos cortesanos y contar con las influencias adecuadas dentro de las tramas clientelares y de patronazgo vigentes en la corte. En el caso de las villas de Guipúzcoa afectadas por las exenciones de aldeas, utilizaron el vínculo de amistad (Hespanha, 1993, 157-158) existente entre algunos naturales de la tierra y secretarios y consejeros reales como medio para conseguir alcanzar los objeti­vos deseados (Truchuelo, 2013), con enorme éxito en el siglo XVI y mucho más relativo en el siglo XVII.

Conocemos bien el proceso generalizado de ventas de villazgos en Guipúzcoa de 1614, en el que se eximieron 30 aldeas, que fue posible gracias a la existencia de un precedente inmediato, el de la exención del valle de Legazpi de la villa de Segura en 1608. Las aldeas lo habían intentado reiteradamente desde la década de 1560, sin éxito. Pero la segregación efectiva de 1608 abrió la brecha para que un gran número de aldeas de Segura, Tolosa y Ordizia solicitaran en 1614 la concesión real de la capacidad jurisdiccional propia. Se trataba de un momento propicio a causa de las necesidades financieras por las que atravesaba Felipe III –que acababa de suspender consignaciones en 1607–, y por el favor ofrecido a las aldeas por algunos guipuzcoanos situados en relevantes puestos de la administración y de los Consejos reales, al primar en ellos el deseo de favorecer a las comunidades locales de las que eran originarios. El argumento utilizado para contravenir la condición de no vender jurisdicción establecida en los servicios de millones por las Cortes de Castilla fue que en esa provincia no se cobraban los millones, además de constituir una magnífica oportunidad de obtener ingresos de un territorio ampliamente exento (Bilbao, 1991, 43-58). En este contexto, en el que se contaba con el favor real a las ventas y había desaparecido del panorama político y clientelar el principal valedor de las villas cabezas de jurisdicción en la corte (don Juan de Idiáquez), muchas villas relevantes guipuzcoanas vieron ahora en la exención de aldeas el medio de reequilibrar el poder en las mismas Juntas que gobernaban la provincia. Todo ello determinó que la solicitud presentada en el Consejo de Hacienda por las aldeas, con el apoyo además de la mayoría provincial, fuera aprobada a favor de la exención jurisdiccional. Finalmente, en 1614 se segregaron las siete aldeas que le quedaban a Segura bajo su señorío colectivo y las ocho comunidades rurales que tenía Ordizia; Tolosa, por su parte, perdió su jurisdicción sobre catorce lugares y Hernani, la autoridad que tenía sobre algunas casas de Urnieta, con lo que fueron un total de treinta nuevas entidades privilegiadas las que asumieron capacidad jurisdiccional propia y se incorporaron plenamente en el cuerpo político provincial; a todas ellas se sumó Anzuola, eximida de Vergara en 1629 (Truchuelo, 1997). Ejemplos paralelos, aunque sin un tinte territorial supralocal tan marcado, se produjeron por ejemplo en el reino de Murcia, también fuertemente afectado por las ventas de villazgos, que generaron una reorganización de las estructuración corporativa de dicho reino desde finales del siglo XVI y durante todo el siglo XVII (Montojo, 2010).

Los alegatos presentados en las demandas de exención jurisdiccional, bien en la Chancillería de Valladolid, bien en el Consejo de Hacienda, seguían fórmulas que ya estaban codificadas en muchos casos, con estereotipos, convencionales y reiterados desde la segunda mitad del siglo XVI, centrados en las “molestias y vexaciones”, “malos tratamientos y molestias” (Marcos, 2008) en los distintos campos de gobierno y justicia, que hemos analizado anteriormente. Además, en el Consejo de Hacienda se acusaba a las villas cabeza de partido de estar a “la mira más de sus propios cómodos intereses que no al serbicio de Dios, de su Rey y ampliación de su patrimonio”, denunciando que las villas “no miran al bien de la república ni de sus aldeas sino sus pasiones particulares [...] tropellan el govierno y perturban el estado público espeçial”. En algunos casos, se llegó incluso a calificar las prácticas gubernativas de las villas de “dura servidumbre” y “violento y tiránico gobierno y abuso de jurisdicción” (Truchuelo, 1997, 207-208, 223). A todo esto se sumaba otro argumento interesante, como el que planteó la aldea de Andoain desde sus primeras tentativas de exención: su condición de “comunidad libre” con jurisdic­ción propia en el momento de su incor­po­ración al señorío colectivo de Tolosa y el posterior incum­pli­miento del contrato por parte de la villa.

Por otra parte, en este caso específico de Guipúzcoa, otro argumento fundamental para llevar a efecto las ventas de villazgo era, como he indicado, acabar con el desigual reparto de poder existente en las Juntas, dado que las grandes villas –que votaban con los fuegos fiscales de las aldeas bajo su jurisdicción– tenían un mayor número de “votos fiscales o foguerales” (Truchuelo, 1997) y controlaban, casi monopolizaban, las decisiones del conjunto provincial. En este momento se presentó ante Felipe III la incorporación plena de las aldeas en el cuerpo provincial como el medio idóneo para que se transformaran esos “votos foguerales” en persona­les y se reequilibrara el poder de la institución de gobierno provincial, que había sido tan buscado durante el siglo XVI y fuente de muchos problemas:

No sólo no es dañosa esta esençión para los botos de las Juntas pero es mui probechosa y no es incombiniente que entren muchos alcaldes porque estos botarán cada uno de por sí como Dios le diere a enten­der, y las villas que botan por ellos, botan más porque bota la villa de Tolosa con treçientos y más fuegos compuestos de las aldeas, y ba un diputado a las Juntas o dos y botan entrando con estos treçientos fuegos. Y como es una o dos personas y entran con tantos botos, que la mayor parte no miran al bien de la república ni de sus aldeas sino sus pasiones particulares de la una o dos personas. Y ansí con los mismos fuegos de las aldeas botan lo que les está mal a ellas sólo aten­diendo a lo que le está bien a la persona que ba a la Junta o a su villa. Lo qual no ser iendo un vezino de cada aldea y botará contra la villa quando combenga porque la dicha villa es padrasto de la aldea y el alcalde de ella será su padre (3).

A todos estos argumentos, las aldeas sumaron otro más, que era fundamental en la constitución de Guipúzcoa y en su inserción singular en la Corona de Castilla: la originaria localización en las aldeas de los solares de los primeros hijosdalgo, que luego pasaron a poblar las villas. Por "voz común", las aldeas eran más antiguas que las villas y éstas se fundaron con gentes de las caserías de aquéllas –todos solares hidalgos–, de manera que "la nobleça que se agregó y juntó en las dichas villas salió de las dichas aldeas y oi en día en las dichas aldeas ay mucha nobleça". Con esta explicación, las aldeas rechazaban el argumento contrario de las villas, que apuntaban que “en las aldeas son rústicos y que no se savrán gobernar porque demás de que ay muchas aldeas gran­des ay en muchas mucha gente mui política y mui discreta y mui noble que puede gobernar a las mismas villas y a la Pro­vin­cia" (Truchuelo, 1997, 208).

A estas alturas, en el caso guipuzcoano –como en otros muchos– se había desvirtuado totalmente el vínculo paternal que debía presidir las rela­cio­nes entre la villa y sus aldeas, en la equipar­ación que la tratadística contem­poránea hacía de las entidades políticas con una gran casa (Fortea, 2000) en la que el "pater fami­lias", como cabeza rectora, se encargaba de lograr su buen gobierno (Brunner, 1970; Frigo, 1985). Las villas ya no eran los padres, sino los padras­tros y, aplicando la metáfora organi­cista, sólo de la mutilación del cuerpo y de la formación con sus miembros de otros cuerpos nuevos e indepen­dientes podría gobernar­se correctamente la nueva casa y, por lo tanto, la comuni­dad que la integraba. La villa cabeza de jurisdicción también utilizaba esta metáfora del cuerpo humano, pero su visión era totalmente contraria: consideraba que trataba a sus aldeas con “amor, benevolencia y suavidad [...] con la buena correspondencia que la cabeza a sus miembros” (Truchuelo, 1997, 179).

Al contrario, para las aldeas, con la adquisición del status privilegiado, retornaban "la paz y quietud, el bien público y ordenada polí­tica" –entendida ahora como oeconómica o go­bierno de la casa–, considerándose que no se innovaba nada en este sentido ya que, en realidad, las exenciones con­llevaban únicamente la devolu­ción a las aldeas de su antigua liber­tad. Se trataba de una reversión a la comunidad de una autoridad que le era propia y que había sido cedida al tiempo de la sumisión a la villa, ya que, como se dice con motivo de la exención de la aldea de Antzuola, “solo se reduce a lo antiguo porque [...] aún antes que ella [la villa de Vergara] tuviese privilegio de villa, teníades anteiglesia y era comunidad de por sí” (González, 1829, 480-481).

En este clima de tensión y de alteración radical de las relaciones entre villas y aldeas, no faltaron comunidades rurales que aprovecharon los difíciles momentos que atravesaba la cabeza juris­diccional para intentar introducir modificaciones en los marcos de relaciones con sus villas. Estas alteraciones se concretaron, en el caso de algunas aldeas de Tolosa que no se eximieron, en diecisiete nuevas disposicio­nes en las que, básicamente, se ampliaban las atri­buciones judiciales de sus alcaldes pedáneos y las facultades de auto­gobierno de las al­deas, incluidas las militares. Ese clima de renovación también fue aprovechado por segmentos de las comunidades locales, hasta entonces excluidos del go­bierno conce­jil, para alcanzar sus aspiraciones políticas. En concreto, me refiero a la petición de los vecinos de extramuros de la villa guipuzcoana de Azpeitia –que había sido una de las principales promotoras de las exenciones de aldeas– de parti­cipar en los oficios de la república. El juez encargado de la investigación reconoció que, como todos ellos eran igualmente hidalgos, los de intramuros "no les [eran] superiores en nada" y añadió

Demás de que como éstos de los muros adentro y entre ellos ay diez u doze personas que traen el negoçio público y gobierno entre sí eligiéndose unos a otros alternadamente en esclusión de los demás, siempre entre estos diez y doze se anda el gobierno y manexo de la cosa pública. Y de aquí proçede la parçialidad para con los de dentro de los muros y la pasión y mala administraçión de justiçia para con los de fuera, el mal gobierno açerca de los mantenimientos y provisión y moderaçión de los preçios y açerca de los reparos de la vías públicas y las usurpaçiones en las rentas de obras pías y casamiento de donçellas y capellanías y otras memorias en mucha cantidad de que son patronos la villa, justiçia y regimiento d'ella. Y el hazerse mal y pálidamente las quentas no execután­dose los alcançes, estar derramado el dinero entre particulares, no casarse las donçellas ni dezírsele misa, e irse acabando la buena memoria de los fundadores”(4).

Ante esta acusación de que el gobierno concejil estaba dominado por un cerrado y reducido grupo oli­gárquico que administraba las rentas concejiles, en beneficio exclusivo de sus fines particulares, finalmente el Consejo de Hacienda admitió en 1616 la pro­puesta de los veci­nos de extramuros de participar en el go­bierno urbano bajo las mismas condiciones de los que habitaban en el interior de la villa, pero siempre que residieran dentro de los muros durante el año en que se ejerciera el oficio de la república. Por esta nueva orden, los vecinos pagaron como "contraprestación" a la merced reci­bida la cantidad de 1.500 ducados. En este caso no se pretendía la partici­pación política del conjunto del vecindario en el gobierno urbano sino solamente la apertura a nuevos grupos de poderosos locales, también destacados de la comunidad, hasta enton­ces excluidos del grupo oligárquico dominante. La dirección como promotores de las reformas de los grupos rurales en ascenso económico, excluidos de la dirección política de su propia comunidad y de las decisiones que se tomaban en la cabeza de partido, fue fundamental en esta dinámica de compras de villazgos que estamos analizando.

Con la compra del villazgo se otorgaba la jurisdicción alta y baja, mero y mixto imperio a la nueva entidad, que quedaba así separada de su cabeza de jurisdicción; por lo tanto, se le concedía capacidad de juzgar. De hecho, esta exención suponía para los lugares el logro de uno de los bienes más preciados y largamente anhelados, la libertad, entendida como capacidad de autogobierno, únicamente dependiente de la vinculación al monarca (Fortea, 2004”). La jurisdicción les daba, por tanto, facultad de administrar justicia, de crear leyes propias y de ejecutar las normativas vigentes, lo que les otorgaba poder no sólo político y judicial sino también económico.

La práctica de la toma de jurisdicción estaba claramente establecida y regulada. Se daba comisión a un letrado para que diera la “posesión de jurisdicción” a la nueva villa. En consecuencia, este juez ordenaba realizar la elección de oficios concejiles (siguiendo el organigrama interno –alcaldes ordinarios, regidores, fieles, mayordomos, alcaldes de la hermandad– establecido por los propios usos y costumbres locales de gobierno de cada colectividad), entregaba la vara al alcalde y ordenaba el amojonamiento de los propios y términos. Asimismo, se instauraban todos los símbolos de jurisdicción y justicia, como la horca (emblema de jurisdicción criminal), la picota (emblema de jurisdicción civil), además de la cárcel, el cepo, el azote... y demás insignias de jurisdicción. Los nuevos oficiales tendrían que administrar justicia en primera instancia, vigilar el mantenimiento del orden, el abastecimiento, la sanidad, la limpieza y el cumplimiento de la normativa propia y real. En muchos lugares, esta asunción de la jurisdicción fue acompañada por procesos paralelos de ventas o acrecentamientos de cargos concejiles, en un proceso venal que está siendo ampliamente estudiado. Esta venalidad afectaba principalmente a los regidores que, como bien se ha recordado, también contaban colegiadamente con competencias jurisdiccionales (Fortea, 2000), con lo que estas ventas de oficios jurisdiccionales y judiciales pasaron a afectar igualmente a las nuevas villas (Domínguez Ortiz, 1970; Marcos Martín, 2008).

Pero la toma de posesión de jurisdicción no siempre era un acto pacífico. Hubo conflictos graves en Talavera por las exenciones de Castilblanco, Valdecaballeros y Alfa, así como en Medina del Campo por las Navas del Rey, Ventosa de la Cuesta y Villaverde de Medina (Ulloa, 1986). En Legazpia se produjeron enfrentamientos abiertos, prisiones y cuchilladas en los actos de jurisdicción realizados por el juez enviado por Felipe III para conocer el número de vecinos y los términos y rentas con los que contaba la nueva villa; esto es, para saber cuánto iban a pagar por la compra de la exención. De hecho, el juez de comisión alegaba ser “juez delegado de Su Magestad y superior militando en nuestro caso diversa razón y fuerza”, pero los alcaldes ordinarios y el corregidor entendían que ellos podían inhibir al juez como “juez ordinario de toda esta Provinçia" (Truchuelo, 1997, 193). Este debate no era nuevo y Hespanha recuerda que los jueces ordinarios no terminaban de perder sus competencias en las materias atribuidas al delegado (1984, 72). Esta disputa concluyó cuando el juez dio a la nueva villa de Legazpia no sólo posesión de jurisdicción en la villa sino también la del “asiento, boz y boto” en las Juntas, pues era la representación en la institución territorial la que generaba, al mismo tiempo, mayor discusión. Conviene tener presente que, en ese territorio, las exenciones de aldeas no sólo suponían la libertad de la “cabeza” de partido sino la incorporación de las nuevas villas en el cuerpo de provincia, como “repúblicas privilegiadas”, participando personalmente en las Juntas y, en este caso, sometiéndose directamente al corregidor provincial (Portillo, 1991, 232, 257-258), a diferencia de lo que sucedía en otros territorios donde las nuevas villas quedaban fuera de la jurisdicción del delegado real.

La compra efectiva del título supuso para la gran mayoría de las nuevas villas un fuerte nivel de endeudamiento, lo que es demostrativo de la importancia que tenía en la época la posesión del propio privilegio de villazgo, que en absoluto era algo testimonial ni meramente honorífico. Como ha recordado Alberto Marcos, la jurisdicción no sólo conllevaba la autoridad para juzgar sino también el poder de gobernar y de dominio sobre sus propios sometidos, además de una preeminencia en su propio entorno corporativo (2008, 482-483), que era fundamental en un Antiguo Régimen organizado en torno al honor, a la desigualdad y al privilegio (Undurraga, 2013, 159-167).

Los precios que los vecinos de las aldeas tuvieron que pagar para alcanzar su libertad fueron bastante estables, pero la tendencia fue a que aumentaran a lo largo del tiempo. Linares (Jaén) se comprometió en 1564 a pagar al Consejo de Hacienda 7.500 mrv. (20 ducados) por vecino para conseguir la exención de Baeza. Igual cantidad pagó años después el valle de Legazpia, en Guipúzcoa, que consiguió su exención de Segura en 1608 pagando 20 ducados por vecino y 300 ducados por cada una de las tres escribanías (Gelabert, 1995, 278), pero poco después, en 1614, las aldeas de esa misma provincia pagaron ya 25 ducados por vecino. La población de estas nuevas villas guipuzcoanas era variable –oscilaba entre los 20 vecinos de Arama y los cerca de 300 de Cegama, Idiazabal o Andoain– y el total de vecinos afectados por las compras de villazgos ascendió a cerca de 4.000, que tuvieron que hacer frente a un gasto que rondaba los 100.000 ducados (Truchuelo, 1997). Pero las cantidades generales pagadas en Castilla podían diferir: Ulloa da cifras más elevadas y alude a que los precios oscilaban en Castilla La Nueva en 1563-1564 entre 6.500 y 7.500 mrv. por vecino; hacia 1587 y 1590 se pagaron desde 14.000 mrv. (37 ducados) hasta 21.000 mrv. (56 ducados) en Andalucía. Años después, en 1679 las aldeas de Mombeltrán pagaron 7.000 mrv. por vecino (unos 18,5 ducados), a los que se sumaron los 175 mrv. por vecino por la media annata vigente desde 1656 (González Muñoz y Chavarria Vargas, 2000, 58-60). En total, el monto fue muy elevado: Lanzahíta pagó 609.000 maravedís y 15.225 de media annata, Mijares 665.000 mrv. y 16.625 de media annata y Pedro Bernardo, 1.1494.500 mrv. y 37.362 de media annata.

En definitiva, la compra de villazgo era sumamente costosa para las arcas de las comunidades. Pero también lo era para las cabezas de partido, que invirtieron importantes cantidades de dinero en sufragar los pleitos y en realizar jugosas ofertas para cambiar la opinión del monarca y evitar la exención jurisdiccional. Ya lo habían conseguido con éxito en el siglo XVI muchas ciudades con haciendas saneadas, como Sevilla (que pagó casi 14 millones de mrv. [unos 37.000 ducados], Córdoba, que concedió 6,75 cuentos [18.000 ducados], Toledo, unos 4,5 millones de mrv. [12.000 ducados] y Soria, que ofreció 4.000 ducados (Gelabert, 1997). En 1559 la villa de Arévalo (en Ávila) pagó al Consejo de Hacienda 10.000 ducados para que Felipe II no enajenara la villa ni ninguna localidad de su alfoz; 40.000 ducados pagó Andújar (Jaén) para evitar la exención de dos lugares de su jurisdicción, y sufragó esas cantidades a partir de censos, sisas y arriendo de dehesas (Marcos, 2007, 187-188). En la siguiente centuria Tolosa, por ejemplo, ofertó a los Consejos de Estado y Guerra una importante cantidad de madera de buena calidad para la construcción de galeones para la armada real, valorada en unos 60.000 ducados, para paralizar y revertir la exención de sus aldeas, aunque fracasó (5) . Más éxito tuvo la villa de Vergara, que con el apoyo de la provincia de Guipúzcoa evitó en 1630 la exención de la anteiglesia de Santa Marina de Oxirondo, tras ofrecer a la Junta del Donativo 6.000 ducados de plata.

No hay duda de que el costo de estas compras de libertad jurisdiccional fue, ciertamente, elevado para las exiguas haciendas concejiles, que se tuvieron que endeudar durante largos períodos para hacer frente a los compromisos financieros contraídos con la corona. La gran mayoría impuso censos sobre las rentas del concejo: debían pagarse anualmente réditos censales cuyo principal raramente se satisfacía. A estos censos se sumaron los repartimientos, impopulares y gravosos para la población, además de que no siempre se realizaban correctamente las valoraciones de las derramas; se incorporaron nuevas sisas sobre los productos alimenticios, que afectaban principalmente a los consumidores. Así lo hicieron los cerca de 1.000 vecinos de Linares, que obtuvieron de Felipe II en 1564 licencia para establecer censos con garantía en las rentas concejiles, el arrendamiento de las dehesas y pastos y, finalmente, a partir de un repartimiento o derrama (Sánchez Martínez, 2012). En definitiva, el fuerte nivel de endeudamiento en las nuevas villas, a causa no sólo del pago de la compra del villazgo sino también de los sucesivos donativos, arbitrios y gastos militares que había que sufragar al fisco real tuvo nefastas consecuencias para las haciendas concejiles y particulares. La falta de liquidez de muchos concejos obligó a la intensificación de la explotación de las rentas propias o, directamente a la ruptura, arriendo, enajenación y privatización de ejidos y baldíos (con el perjuicio a los aprovechamientos colectivos), además del establecimiento de nuevos censos y de sisas que multiplicaban las exacciones fiscales a nivel local (véanse los ejemplos expuestos por Marcos, 2007, 170). Pero no sólo las aldeas se endeudaron para conseguir la exención. Como hemos visto, también las villas tuvieron dificultades para sufragar los costosos pleitos entablados con las aldeas, pagar las contraofertas presentadas al monarca y hacer frente a los gastos clientelares en la corte con los que intentaban evitar o revertir las segregaciones. Por ejemplo, Tolosa se vio obligada a solicitar al monarca en 1617 la imposición de una sisa hasta, al menos 20.000 ducados en el vino, la carne, el pescado y otros mantenimientos para pagar las deudas que tenía contraídas –que ascendían a más 8.000 ducados–, en gran parte establecidas para sufragar los gastos para evitar las exenciones de aldeas, y para construir una cárcel, una casa concejil y una alhóndiga. Tras varias demoras y denegaciones, Tolosa tuvo que esperar hasta 1627 para que se le concedie­ra la licencia (Truchuelo, 1997, 223).

Una vez alcanzada la ansiada libertad jurisdiccional, en muchas nuevas villas comenzaron a cambiar las prácticas de gobierno interno: se tendió lentamente hacia una incipiente racionalización de la vida política que, hasta entonces, había estado más cerca de lo que Hespanha calificó como “sistema patriarcal-comunitario” que de un gobierno concejil (1993, 127-130). Las antiguas aldeas, ahora villas, intentaron imitar los procedimientos y mecanismos de gobierno empleados por las antiguas villas y redactaron, en ocasiones por primera vez, las costumbres propias de las comunidades rurales a través de la compilación de ordenanzas concejiles. Pero el número de oficiales y sus competencias se encontraban mucho menos delimitados que en las villas antiguas, y primaba en las antiguas aldeas –y sobre todo en las más pequeñas– el componente comunitario y, en menor medida, el de la profesionalización de los cargos. Un ejemplo de la dificultad de aplicación de estas normas extendidas en los marcos urbanos más antiguos era el requisito técnico de la alfabetización en castellano, exigida en el caso guipuzcoano para acceder a los cargos de alcalde ordinario y procurador juntero. Esta restricción lingüística era prácticamente imposible de cumplir –junto a los demás requisitos de hidalguía demostrada, bienes raíces, residencia y de huecos de vacío para la repetición en el ejercicio de un cargo público– en las antiguas comunidades rurales de aldea. Así lo pudimos comprobar en el caso de la nueva villa de Andoain, donde a pesar de contar con una población moderada y una economía diversificada, la intervención de la comunidad en los oficios de gobierno era más amplia y participativa que la vigente en las villas de mayor tamaño (Truchuelo, 1996, 43-46), con lo que el componente comunitario tenía un peso específico mayor que en las villas antiguas, donde los procesos de oligarquización habían sido mucho más tempranos e intensos.

Pero las nuevas villas no sólo reproducían gran parte de las prácticas de gobierno: también imitaban algunos de los “malos usos” propios de sus antiguas cabezas de partido, promovidos por sus oligarquías. Así consta en la acusación que realizó el personero de Linares ante el desigual repartimiento, efectuado entre los vecinos, de la cantidad que había que pagar a Felipe II por la compra del título de villazgo, sin realizar previamente una valoración de los bienes muebles e inmuebles de los vecinos, para sufragar la derrama en función del patrimonio (Sánchez Martínez, 2012). Estas arbitrariedades y abusos en los repartimientos ya se habían evidenciado en distintas visitas encargadas por los monarcas sobre las actuaciones de regidores y corregidores en el siglo XVI (Fortea, 2000, Garriga, 2000). De hecho, no faltaron las voces que aludían al “mal gobierno” en las nuevas villas, tras la asunción de la capacidad jurisdiccional, como indicaba con enorme claridad y mucho tinte de subjetividad el corregidor de la villa de Quesada:

Las exempciones de alcaldes ordinarios de las ciudades y villas realengas [...] han puesto en miserable estado las villas a quienes se les ha concedido, porque se han alçado con el mando una o dos familias o los más poderosos. Vinculando en sí sus casas, hermanos, parientes y amigos, las varas y el gobierno castigan al que no lo es, haçen lo que quieren los que son de los suyos y todos mandan, hasta las mujeres [...]. Cométense muchos robos, muertes y otros atrocísimos delitos, paséanse a vista de los ofendidos, cómense sus ganados los panes, talan los montes, no pagan cosa que considerable sea, mézclanse en las rentas reales, vuélvanse a repartir, maltratan y echan del lugar al que se les opone. Nadie habla ni se atreve, con que recae todo sobre el pobre (Sánchez Belén, 1996, 313).

También en relación con el endeudamiento, en Guipúzcoa, a partir de la exención masiva de aldeas de 1614, comenzó la formalización de nuevas entidades, que hemos denominado “uniones políticas”, que tenían la finalidad de reducir los gastos derivados de la representación de la nueva villa en las Juntas. Estas uniones estaban pensadas para el envío de los procuradores a las Juntas Generales, pero con ellas también se redujo el número de escribanías y de los oficiales militares, ya que se entendía que la nueva unión conformaba no sólo un único cuerpo político sino también militar. De todos modos, cada villa mantenía su capacidad jurisdiccional propia en la administración y gobierno de sus propios términos, que tanto les había costado (Truchuelo, 1997, 250-279). Así se indica en la Unión de Cegama en 1637:

[...] que las dichas villas por quanto se allavan muy enpeñadas y acensuadas en muchas sumas de ducados, lo sacaron para acudir al servicio de su Mg. por la merced que les hizo de eximirlas y azerlas villas de por sí con las preeminenzias que las otras villas de la dicha Provinzia, y porque tanbién son excesivos los gastos que causan los salarios de cada juntero de cada una de las dichas villas, tanvién confusión con tanto número de jente que se junta en las dichas Juntas. Por obra de todo esto y conservar la hermandad antigua de las dichas villas por estar conjuntas abían conbenido y concertado de unir y ermanar (6).

El proceso de hermanamiento y concordias entre diversas nuevas villas en Guipúzcoa fue intenso y complejo. Se trataba de uniones en las que subyacían vínculos internos derivados de la proximidad espacial y de la solidaridad colectiva desarrollada, por una parte, durante los siglos XV y XVI a causa de los comunes enfrentamientos a una misma cabeza de partido y, por otra, por la existencia de intereses comunales socioeconómicos, de raíz agro-pastoril, que generaban una fuerte identidad colectiva de carácter territorial. Hemos constatado que, en Guipúzcoa, tan solo las villas más relevantes, tanto en número de vecinos como en rentas concejiles y peso en votos en las Juntas provinciales, se mantuvieron independientes: eran tan sólo tres nuevas villas (de treinta y una que se eximieron entre 1607 y 1629) las que no se integraron en ninguna unión política y que, durante todo el período, asumieron individualmente los gastos derivados de su integración en las Juntas y de su participación en las levas militares en la defensa de la provincia. Es una muestra más de que la compra de villazgos conllevó la asunción de la capacidad de autogobierno y la dependencia directa, bien al monarca, bien al corregidor, pero supuso al mismo tiempo una dura losa para muchas nuevas villas, que difícilmente pudieron sobrellevar los enormes gastos que generó la adquisición de esa libertad jurisdiccional.El endeudamiento de las nuevas villas generó también la aparición de procesos políticos singulares, nacidos como consecuencia de estas mismas dinámicas. Hubo casos en los que las villas no pudieron hacer frente al cúmulo de gastos y al círculo vicioso provocado por el endeudamiento y, finalmente, optaron por una drástica medida: la venta, de nuevo, con permiso real, de la jurisdicción que había sido tan buscada a quien pujara una mayor cantidad, y así redimir los censos contraídos. De este modo le sucedió a la villa de Olivares de Duero o Hinojosa (en Salamanca). Alberto Marcos recuerda que este tipo de ventas de las villas de sí mismas, las “autoventas”, es una de las consecuencias más perniciosas del endeudamiento concejil, vinculado a la política enajenadora de la monarquía (Marcos, 2007, 200-202). En definitiva, algunas aldeas consiguieron sus objetivos de libertad y segregación jurisdiccional, pero otras no pudieron hacer frente al endeudamiento y, como nos recuerda Gelabert con los ejemplos de algunas antiguas aldeas de Tierra de Medina, de Córdoba o de Medina del Campo, tuvieron que buscar el apoyo de particulares que subsanaran las deudas, y acyeron de nuevo en el dominio jurisdiccional (1997, 208-209).

Conclusiones

La historia de las relaciones entre villas y aldeas desde finales de los siglos medievales y los primeros siglos modernos es una historia de encuentros y desencuentros que contribuyeron a modificar sustancialmente el gobierno y la naturaleza jurídica de las comunidades locales. Villas y aldeas consensuaron por diversas vías la formación de cuerpos políticos que solventaban las dificultades particulares que se vivieron en cada época y espacio, y establecieron contratos normativizados o informales por los que se estipulaban los derechos y obligaciones recíprocas de cada parte. Pero la desigualdad inherente al propio cuerpo político local se fue resaltando con el paso del tiempo en beneficio de la comunidad urbana y de sus oligarquías de gobierno, y en perjuicio de los intereses de unas comunidades de aldea y, en particular, de unos linajes dominantes que aspiraban a mayores cotas de poder político y económico sobre su propia colectividad. Las desviaciones de poder por parte de las comunidades rurales, al apropiarse de atribuciones que se consideraban consustanciales a la cabeza jurisdiccional, superior en ese ámbito, eran el resultado de la desarticulación de las relaciones internas de ese cuerpo político y de los cambios que se estaban planteando en el seno de las propias comunidades rurales, beneficiadas del crecimiento económico y cuyos nuevos grupos poderosos aspiraban a un mayor reconocimiento y ejercicio de su propia autoridad en el marco de su colectividad. De todos modos, este descontento obligaba a la búsqueda de nuevos consensos, bien a partir de negociaciones –que conllevaban la suscripción de nuevos acuerdos o concordias en los que tenían enorme influencia las redes clientelares locales que mantenían, a su vez, fuertes vínculos con las tramas de patronazgo territorial y cortesana–, bien siguiendo la vía judicial, en la que participaban el monarca o sus delegados encargados de impartir la justicia regia.Las aldeas comenzaron a defender, cada vez con mayor asiduidad, posiciones particularistas que chocaban con las posturas más centralizadoras ejercidas por la cabeza de jurisdicción. Las comunidades rurales emprendieron distintas estrategias que buscaban una mayor capacidad de autogobierno, un mayor control sobre sus rentas y aprovechamientos comunales, y, en principio, un mayor reconocimiento de su propia autoridad primero en el marco del propio cuerpo político. Finalmente, estas estrategias se materializaron en la reestructuración del marco de relaciones entre villas y aldeas –que cuajaron en nuevas concordias y convenios– o, ya en la primera modernidad, en rupturas unilaterales de los contratos que habían sido sancionados por una autoridad superior, precisamente aquella que estaba reforzando paralelamente su autoridad como poder soberano, máximo patrón dispensador de mercedes por una parte, y como último árbitro en estas disputas al actuar como juez superior del agregado jerárquico corporativo del reino: esto es, el poder real.En conclusión, la venta de villazgos vino a resolver una larga cadena de descontentos y contribuyó a la consolidación del poder monárquico y de su papel como árbitro en los conflictos entre las corporaciones integrantes del cuerpo político del reino, además de aportar importantes ingresos a la real hacienda, a través de arbitrios, extraídos de las rentas de esas comunidades locales. Los miembros más reputados de esas colectividades campesinas consolidaron su autoridad económica, social y ahora política en el marco rural, gracias a estas compras de jurisdicción. Pero la efectividad de estas ventas fue producto, igualmente, de las negociaciones y consensos establecidos con la compleja red de clientelas que, desde el marco local hasta el cortesano, se encontraban plenamente activas y fueron determinantes en el éxito o fracaso de las aspiraciones de las aldeas y villas, y de los grupos oligárquicos que promovieron los distintos procesos.La adquisición de la libertad jurisdiccional por gran número de aldeas generó una reestructuración profunda del ámbito local: se fragmentó el marco jurisdiccional y se multiplicaron los núcleos con capacidad de autogobierno y gestión. Pero este proceso no fue gratuito ni para las villas ni para las aldeas, que se vieron inmersas en una espiral de endeudamiento endémico que condicionó la evolución histórica y las posibilidades de crecimiento estable y equilibrado de estas corporaciones locales durante todo el período moderno.

Notas

(*)Los resultados de las investigaciones de Susana Truchuelo, Profesora Titular de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria, se encuentran recogidos en tres libros: La representación de las corporaciones locales guipuzcoanas en el entramado político provincial (siglos XVI-XVI) (1997); Gipuzkoa y el poder real en la Alta Edad Moderna (2004) y Tolosa en la Edad Moderna. Organización y gobierno de una villa guipuzcoana (siglos XVI-XVII) (2006). Además, cuenta con publicaciones en revistas nacionales e internacionalescomo Lapurdum (2006), Manuscrits (2006), Obradoiro (2007), Estudis (2010), Studia Historica. Historia Moderna (2012) y Revista Escuela de Historia (2013), y ha participado en congresos sobre historia del poder, urbana y militar, historia del comercio, del contrabando y de las fronteras, como los celebrados recientemente en Washington (2008), París, Perpignan y Messina (2011), Toronto, Praga y Rennes (2012) y Roma (2013).

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(2) Archivo Municipal de Tolosa, Sec. A, Neg. 1, Leg. 4, fol. 441-445.

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(4) Archivo General de Simancas, Sec. XV Expedientes de Hacienda, Serie 2, Leg. 226.

(5) Archivo Municipal de Tolosa Sec. A, Neg. 1, Leg. 5, fol. 125 vto.

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