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Astrolabio. Nueva Época

On-line version ISSN 1668-7515

Astrolabio  no.25 Cordoba June 2020

http://dx.doi.org/10.55441/1668.7515.n25.29913 

Dossier

CORONAVIRUS, CRISIS Y CRÍTICA

CORONAVIRUS, CRISIS AND CRITIQUE

Stephan Lessenicha 

1aDepartamento de Sociología. Universidad Ludwig Maximilians (Munich, Alemania). stephan.lessenich@soziologie.uni-muenchen.de

Resumen

La pandemia del Covid-19 no marca un cambio epocal y el coronavirus no es un shock exógeno. Lo que vivenciamos actualmente como crisis son los efectos destructivos del capitalismo globalizado y su modo “normal” de reproducción. Tampoco es cierto que la gestión política de la crisis haya puesto la protección de la vida por sobre todas las otras racionalidades, incluida la económica. Antes bien, es claro que todos los gobiernos de los países afectados han procedido de manera altamente selectiva a la hora de definir qué vidas son dignas de protección y cuáles no. Ante esta situación, la sociología se enfrenta a un doble desafío: debe desnacionalizar de una vez por todas sus análisis y desempeñar ofensivamente el rol de una ciencia socialmente comprometida.

Palabras clave: Capitalismo; Democracia; Desigualdades sociales; Biopolítica; Crisis de segundo orden

Abstract

The Covid-19 pandemic does not mark an epochal change and coronavirus is not an exogenous shock. What we are currently experiencing as a crisis are the destructive effects of globalized capitalism and its "normal" mode of reproduction. It is also not true that the political management of the crisis has put the protection of life above all other rationalities, including the economic one. Rather, it is clear that all the governments of the affected countries have been highly selective in defining which lives are worthy of protection and which are not. In this scenario, sociology faces a double challenge: it must denationalize once and for all its analyzes and offensively play the role of a socially committed science.

Keywords: Capitalism; Democracy; Social Inequalities; Biopolitics; Second order Crisis

¿Es la pandemia del Covid-19 la madre de todas las crisis?

Las crisis son el elixir vital no solo del modo de producción y la formación social capitalista, sino también de la sociología crítica. Bajo condiciones capitalistas, el devenir social tiene lugar como dinámica de contradicciones, y una ciencia de la sociedad con pretensión emancipatoria está atada a la observación de esta dinámica. Con una mezcla de fascinación y espanto, ella registra el desarrollo de la crisis en cada caso actual. Por un lado, lamentando sus consecuencias para las posiciones sociales y las regiones del mundo más afectadas; y por otro, esperando secretamente que la situación se agudice para que sea posible superar, de una vez por todas, el mecanismo estructural que genera todas las crisis. Desde esta perspectiva doblemente interesada, la sociología crítica identifica y analiza siempre nuevas crisis, sean de carácter coyuntural o estructural. En el transcurso y luego de la última crisis “clásica”, la crisis del capitalismo financiero que irrumpió sobre todo en Norteamérica y los centros capitalistas de Europa hace ya una década, adquirió relevancia la figura de la “crisis múltiple” [multiple Krise / VielfachKrise] (Bader, Becker, Demirović y Dück, 2011). Con este concepto se señalaba un complejo síndrome que conjugaba varias situaciones críticas: la crisis socioecológica, la de reproducción y la de la democracia parlamentaria. Ya en ese caso, se diagnosticaba “una agudización de las contradicciones en el desarrollo global del capitalismo neoliberal” (Bader et al.: 13), que podía escalar en una “crisis estructural y de hegemonía de la fase actual del capitalismo”. Y aunque una verdadera “crisis sistémica en el sentido de una crisis abarcadora de la formación social capitalista” (Bader et al. 14) era considerada como una opción histórica más bien improbable, subtextualmente sí se notaba que era lo que la sociología crítica deseaba que pasase.

Y ahora, luego de la irrupción de una crisis de migración -en cierta medida imprevista- y de una crisis climática que ya no puede ocultarse en la esfera pública de las sociedades occidentales de bienestar, aparece el coronavirus. ¿Estamos, ahora sí, ante la escalación definitiva de la crisis? ¿Marca la pandemia una “cesura histórica” (Dörre, en prensa)? ¿Abre “posibilidades de un cambio de rumbo y de sistema” (Rosa, en prensa)? ¿Será al final de cuentas un virus microscópico, que no mide más de 160 nanómetros, el responsable de darle el golpe de gracia al capitalismo globalizado, ubicuo, socioecológicamente destructivo y fuera de control?

Only time will tell: Esto es lo único que una sociología sensata puede responder a una pregunta tan sugestiva. Sin embargo, desde la perspectiva del análisis sociológico, hay pocos argumentos para pensar que la pandemia del Covid-19 resulte ser la madre de todas las crisis. Las crisis son la “anomalía normal” (Steg, 2020) de la modernidad social, y la hoy llamada “crisis del coronavirus” [Coronakrise] es, hasta aquí, una de las tantas hijas de esa dinámica estructural de crisis socioeconómicas y sociopolíticas que constituye la signatura del capitalismo democrático. Como ya se señaló, solo en los últimos diez años han tenido lugar al menos cuatro crisis macrosociales -la financiera, la migratoria, la climática y ahora la pandémica-, y puede suponerse que la próxima crisis ya está incubándose socialmente. En este sentido, parece improbable que la división de la historia humana en “Antes y Después de Cristo” sea sucedida en la historiografía por la cesura entre lo ocurrido “Antes y Después del Coronavirus”. Como el virus solo existe hace algunos meses, se recomienda mesura en los diagnósticos de quiebre epocal; la sociología hace bien en desconfiar de la pervasiva “embriaguez de lo epocal” (Vogl en Buhr, 2020). Por definición, los quiebres epocales son infrecuentes y, claramente, los contemporáneos de una época no son la instancia adecuada para juzgar la relevancia histórica de los acontecimientos que viven. “Probablemente algo se habrá modificado” (Vogl en Buhr, 2020): en términos sociológicos, puede acordarse sin más con este uso mesurado del futuro perfecto por parte del filólogo Joseph Vogl.

Sin embargo, lo que explica el sentimiento, extendido también entre los sociólogos, de estar viviendo un cambio epocal es el hecho de que ninguna de las crisis arriba mencionadas ha afectado tan profundamente la vida y las prácticas cotidianas de la gente. O bien la vida social de las “democracias ricas” (Willensky, 2002). A diferencia de lo ocurrido en las crisis financiera, migratoria y climática, la mayor parte de las sociedades occidentales de bienestar percibe la nueva crisis no como algo abstracto que solo les pasa a otros, sino como una experiencia crítica que nadie puede evadir. En contraste con las crisis anteriores, la crisis del coronavirus ha sacudido no solo la vida normal de los “profesores privilegiados” (Dörre, 2020) que opinan “desde la torre de marfil de sus puestos estatales asegurados” (Rosa, en prensa), una extraña figura social omnipresente en los debates sociológico-críticos, sino también, lo que es más importante, la vida cotidiana de las clases medias europeas. Nada de vuelos, conciertos, sábados de shopping en la calle peatonal ni reuniones afterwork con los colegas de la oficina. Como consecuencia del coronavirus, aquello que para cuatro quintos de la población mundial -los mineros de Brasil, los trabajadores textiles de Bangladesh, los niños de la basura en Accra, los trabajadores migrantes de los mataderos alemanes- siempre habían sido privaciones normales, ahora fue vivenciado también como realidad por el quintal más rico de la estructura social mundial (Korzeniewicz y Moran, 2009), al menos por un corto momento histórico. La “desaceleración forzada” [Zwangsentschleunigung] (Rosa, en prensa) producida por la pandemia y/o por la lucha contra ella fue experimentada por los ciudadanos como un “duro [...] hecho social y material” (Rosa, en prensa). Sin embargo, la tesis sociológica según la cual este es un hecho “globalmente observable” (Rosa, en prensa) debe ser revisada. Porque, en cierto modo, grandes partes de la población mundial ya sufrían esa “desaceleración forzada” antes del coronavirus: por ejemplo, los miembros de las clases móviles, que en las sociedades ricas también incluyen a los “somewheres escépticos de la globalización” (Dörre, en prensa), ni se imaginan que al menos un 80 por ciento de la población mundial nunca ha volado (Kretzschmar y Schmelzer, 2019) y que, muy probablemente, no lo hará jamás. Y lo que es más, esa abrupta desaceleración de las sociedades occidentales de movilidad duró muy poco: el eslogan publicitario de una agencia de viajes con el que me topé en julio de 2020 en el barrio donde vivo -“¡Salga de la crisis!” [Raus aus der Krise!!]- muestra, de manera simbólica, que los ciudadanos de las democracias ricas tienen una opción de salida que no está disponible para la gran mayoría de la población mundial.

Solo desde una posición social privilegiada en este sentido -en el sentido de que la movilidad se concibe como el caso normal y obvio, y la inmovilidad como una experiencia excepcional de crisis existencial-, puede llegarse al diagnóstico de que “nos encontramos en un punto de bifurcación histórica […] dada la paralización y crisis de instituciones sociales centrales” (Rosa, en prensa). No nos equivoquemos: hace mucho tiempo que el proletariado global en todas sus formas -trabajadores formales e informales, agrarios, industriales y de servicios- ha llegado a un punto de quiebre sociohistórico; sin embargo, esto no es ni siquiera digno de mención para una sociología europea, occidental y del norte que se centra únicamente en sí misma. Esta sociología no cuenta con los recursos teóricos, la sensibilidad empírica ni el instrumental conceptual necesario para analizar este viraje. Volveré a esto hacia el final del artículo.

Para empezar, falta cuestionar la interpretación del virus SARS-CoV-2 como un “shock externo”, como un “acontecimiento natural” que -de manera similar a un meteorito proveniente del espacio que se estrella contra la tierra- sería externo a las condiciones sociales, siendo “originariamente ajeno a los mecanismos funcionales de la sociedad” (Dörre, en prensa). Esto no es así. En términos sociológicos, en la sociedad mundial, en el capitalismo globalizado, ya no hay ningún “afuera”, sino únicamente relaciones internas a lo global (Kreckel, 2004). Pero también en las ciencias naturales se señala que el Covid-19 está hecho por el ser humano y que puede entenderse solo como un fenómeno social:

“Las pandemias recientes son una consecuencia directa de la actividad humana […] La deforestación rampante, la expansión descontrolada de la agricultura, el cultivo, la minería y el desarrollo de infraestructura intensivos, así como la explotación de las especies salvajes, han creado una «tormenta perfecta» para la transmisión de enfermedades desde la vida salvaje hacia las personas”. (Settele, Díaz, Bondrizio y Daszak, 2020: sin paginación).

El modo de producción capitalista, la necesidad irrefrenable de recursos de las sociedades industriales y el “modo de vida imperial” (Brand y Wissen, 2017) de los países ricos del Norte Global son la raíz de la pandemia. No es que la “naturaleza” o “el planeta” nos “contraataquen” en la forma de un virus malicioso (Hartmann, 2020); es la constitución político-económica de la sociedad mundial que se convierte, no por primera vez pero sí de manera especialmente aguda, en una fatalidad para ella misma, especialmente, claro está, para sus miembros más desprivilegiados.

La gestión de la crisis del coronavirus: ¿El dinero o la vida?

La pandemia del Covid-19 no anuncia entonces una nueva época. Sin embargo, es como “una lupa que hace visibles todas las inseguridades y desigualdades que vienen reproduciéndose hace largo tiempo en las sociedades modernas capitalistas” (Dörre, en prensa). Aún más: arroja luz sobre la época en la que vivimos, iluminando no solo las condiciones sociales del capitalismo globalizado, sino también las relaciones de la sociedad con la naturaleza en el “capitaloceno” (Altvater, 2018; Moore, 2016). Porque no es el “ser humano” el que escribe la historia del planeta tierra, como lo sugiere hoy el popular discurso sobre el “antropoceno”, sino el capitalismo o modo de producción capitalista, entendido como “la forma social específica [...] que le otorga al ser humano el poder para ello” (Altvater, 2018). La forma específicamente capitalista de acumulación económica y los modos de regulación política, normativas culturales y prácticas sociales ligadas a ella han producido una relación entre el ser humano y la naturaleza en cuyo marco “es muy factible que las pandemias ocurran más frecuentemente, se expandan más rápido, tengan mayor impacto económico y maten más gente” (Settele et al., 2020: sin paginación).

Las crisis económicas, ecológicas y epidemiológicas son fenómenos característicos de la formación social capitalista. Dado que la crisis es en cierto modo permanente -siempre retorna en nuevas formas-, el foco del análisis sociológico debe centrarse no solo en su dinámica, sino también en cómo se la gestiona políticamente, es decir, en una dinámica de crisis de segundo orden: la crisis de la gestión de la crisis. La denominada teoría del capitalismo tardío ha dado exactamente este paso hace medio siglo haciendo uso de esta misma fórmula (Offe, 1973). En lo fundamental, esta posición buscaba hacer visibles los límites inherentes a la capacidad de maniobra de los Estados democrático-capitalistas, esto es, la “deficiencia y el carácter limitado de la actividad estabilizadora del Estado” (Offe, 1973: 198), la cual, como se intenta mostrar aquí, también se pone de manifiesto en la crisis del coronavirus. Al mismo tiempo, sin embargo, esta teoría pretendía mostrar, contra las fantasías de colapso del marxismo ortodoxo, que a pesar de sus limitaciones estructurales el Estado intervencionista capitalista-democrático efectivamente está en condiciones de asegurar la existencia -contradictoria, conflictiva y por tanto permanentemente precaria- del “sistema”.

La originalidad de la teoría consistía en que tomaba en serio el Estado democrático-capitalista como tal (Borchert y Lessenich, 2016): lo veía determinado en su accionar político-administrativo por una lógica no solo capitalista sino también democrática (y además por una lógica estatal propia). Desde esta perspectiva, el Estado de hecho no sigue solo “una y una única lógica” (Rosa, en prensa): no está atado únicamente al interés del capital (en caso de que fuera homogéneo y se pudiera identificar de forma inequívoca). Antes bien, la acción estatal está marcada por estructuras organizacionales “cuya selectividad específica se orienta a conciliar el modo de control «privado» de la economía capitalista con los procesos sociales provocados por ella, haciendo posible su coexistencia” (Offe, 1973: 212). El Estado democrático-capitalista, entonces, opera siempre en un rol genuinamente doble. Sus intervenciones siguen siempre una funcionalidad bifronte, a saber, la mediación institucional entre los intereses de la producción económica y aquellos de la reproducción social, o para decirlo de otro modo, entre la “relevancia del sistema y la relevancia de la vida” (Rosa, en prensa). A mi parecer, precisamente esta lógica de mediación, esta doble atadura de la intervención estatal democrático-capitalista, se materializa de manera palpable en los tiempos de la pandemia.

¿De qué modo se gestiona la crisis actual en las sociedades ricas -digamos, en Alemania-? También en la izquierda política y en la sociología crítica es común la opinión de que, bajo el signo del Covid-19, la protección incondicionada de la vida se ha impuesto contra la lógica del beneficio capitalista: “Para muchos gobiernos, salvar vidas es tan importante que asumen las dramáticas consecuencias económicas del lockdown” (Dörre, en prensa). Según creo, esta afirmación, tal como está planteada, es errónea. Porque no es “la vida” en general la que, de repente, se torna importante. Las vidas que los gobiernos de las naciones industriales y democrático-capitalistas se han comprometido a proteger y rescatar son unas vidas específicas. No practican una “política de la vida” sin miramientos, sino una política con la vida, la cual se mueve dentro de la relación de tensión aquí discutida entre las lógicas capitalista y democrática.

Asumiendo el riesgo de ser considerado como un cínico por quienes están positivamente sorprendidos por la afirmación de la vida de los sectores dominantes (un reproche que, en última instancia, me parece conformista con el sistema), quiero afirmar que la gestión de la crisis del coronavirus se caracteriza por una lógica de selección social que puede ser analizada con las categorías de la biopolítica foucaultiana; en última instancia, los actores políticamente responsables toman decisiones en términos de la distinción entre “aquello que debe vivir y aquello que puede morir” (Sarasin, 2020). El primer criterio de selección se refiere a la ciudadanía: en la pandemia, la pretendida instancia universalista de inclusión llamada citizenship vuelve a mostrarse como lo que en realidad es, a saber, como un instrumento de exclusión social. La gestión alemana del coronavirus puede tomarse como ejemplo de este doble estándar en la protección de la salud y la vida: al comienzo de la crisis, el gobierno alemán, en una acción espontánea, vino al rescate de unos 200.000 turistas alemanes que estaban varados en diferentes destinos turísticos alrededor del globo para devolverlos lo más rápidamente posible al paraíso de su sistema de salud nacional. En cambio, se necesitaron semanas de contorsiones burocráticas para que el Estado alemán acogiera a 47 menores de edad sin acompañantes provenientes del infierno higiénico de los campos de refugiados griegos. (Luego se supo que a casi todos ellos los respaldaba el derecho legal de reunirse con sus familias.) El ministro del Exterior promulgó una serie de advertencias a los ciudadanos que recomendaban no viajar a países como Pakistán por motivos de prevención de la salud; no obstante, el propio Estado alemán realizó simultáneamente deportaciones de refugiados a los mismos destinos (von Hardenberg, 2020). Luego del levantamiento de los cierres temporales de fronteras y del aflojamiento de las limitaciones de viaje, la ciudadanía alemana fue animada a realizar viajes turísticos -“los alemanes quieren conquistar el mundo” - e incluso se insistió en que “el principio fundamental [...] debe ser la protección del vacacionista”, y no de la población local de las regiones turísticas: “las clínicas deben tener capacidad suficiente para tratar a los turistas infectados en caso de emergencia” (Temsch, 2020). También adentro de Alemania se midió sistemáticamente con distinta vara: las condiciones higiénicas en los asilos de refugiados, en ocasiones dejados a su suerte (Anlauf, 2020), no tienen ni remotamente el mismo interés administrativo para las autoridades que aquellas prevalecientes en las universidades públicas, las cuales permanecerán cerradas por precaución también en el próximo semestre. Y en el escándalo político por las condiciones de trabajo en la industria alemana de la carne que surgió en el contexto del coronavirus, los riesgos para la salud y la vida de los trabajadores temporales provenientes de Europa del Este no estuvieron en el centro del interés -de lo contrario, el escándalo se hubiera desatado antes-, sino la protección de la salud del pueblo alemán.

Calificar este doble estándar con el veredicto de una “bancarrota moral” (Dörre, en prensa) es en cierto modo acertado, pero no da con el núcleo de la cuestión. Porque, en caso de duda, es propio de la lógica democrática de los Estados nacionales poner la vida de sus ciudadanos -en este caso, de cualquier alemán- por sobre los intereses vitales de los trabajadores migrantes, los refugiados o los habitantes de países que son objeto de la voluntad de conquista (entretanto solamente turística) de los alemanes. Esta jerarquización de la “relevancia vital” en términos de la nacionalidad es parte del consenso democrático sobre el cual toda intervención estatal puede -y tiene que- sustentarse (Torres, 2020). En el caso alemán, la prioridad de la protección de la vida nacional fue incluso bendecida por la máxima autoridad político-moral de la nación, el consejo alemán de ética [Deutscher Ethikrat]. Sus consideraciones acerca de “la solidaridad y la responsabilidad en la crisis del coronavirus” giran exclusivamente en torno a “nuestra sociedad” (Deutscher Ethikrat, 2020: 2), la cual se encuentra ante desafíos inusitados: el mundo alrededor “nuestro” solo le interesa a este consejo en tanto y en cuanto el “imperativo epidemiológico” supuestamente proviene de él (Deutscher Ethikrat, 2020: 2).

El discurso del imperativo epidemiológico remite a otra posibilidad de interpretación sociológica -probablemente también un tanto cínica- del rol del Estado en la pandemia como máximo protector de la vida. Me refiero a la interpretación funcional, en principio válida para toda política social estatal: en última instancia, el Estado coloca la reproducción de la vida humana, al menos parcialmente, al servicio del interés del capital -y, en ciertos casos, incluso enfrentándose a su resistencia (Lehnhardt y Offe, 1977). En esta perspectiva funcional, el sistema moderno de salud pública apunta desde su origen a la producción y recuperación de la capacidad laboral (y, además, de defensa) de la gran mayoría de la población que vive de la venta de su fuerza de trabajo. Por un lado, entonces, el hecho de que en una economía capitalista “la salud tenga prioridad por sobre las consideraciones inmediatamente económicas [...] no es obvio ni mucho menos” (Dörre, en prensa); pero por otro, en el marco de un Estado de bienestar desarrollado, constituye una expresión de la lógica no solo democrática sino también capitalista de la intervención estatal.

Sin embargo, incluso aquí la norma de la protección de la vida tiene fisuras: la lógica de selección por nacionalidad es complementada por la de clase, género, raza y edad. En los tiempos de la pandemia, ningún Estado del mundo -ninguno- ha colocado la vida o la supervivencia de los pobres en sus banderas políticas; en todos lados los principales afectados por la enfermedad y la muerte son las personas de los estratos sociales con menos ingresos y recursos educativos, y con condiciones precarias de trabajo y vivienda (Pitzke, Sandberg, Schaap y Schindler, 2020). A pesar de las indiscutibles diferencias en los detalles, esto es válido tanto para las democracias “bonapartistas” (Dörre, en prensa) como para las “intactas”, tanto para la situación en los Estados Unidos y Brasil como en ciudades alemanas como Berlín o Gotinga (Stötzel et al., 2020). Caracterizar el nexo ubicuo entre las desigualdades de clase y de raza como una “connotación racista” (Dörre, en prensa) de la política de clase en la crisis del coronavirus es quizás demasiado amigable. La política del coronavirus es racial de cabo a rabo; en cuanto a racismo estatal, los dichos del presidente americano Trump acerca de la “Kung flu” no se diferencian en nada de la proyección, articulada por el presidente regional alemán Armin Laschet, de la problemática viral a trabajadores “rumanos y búlgaros”. En Nueva York fueron los inmigrantes, generalmente las mujeres trabajando en el sector de servicios, quienes mantuvieron la ciudad en funcionamiento, mientras muchos locales con altos ingresos huían hacia el campo o el mar (Hu y Schweber, 2020). En Londres y París, Madrid o Roma, el reparto socioestructural de la libertad y los constreñimientos no fue muy distinto. E incluso en España, cuyo régimen draconiano en cuanto a la pandemia fue el modelo diametralmente opuesto al failed Corona-state (Estados Unidos), el pretendido imperativo prioritario de la política estatal, la protección de los ancianos, no fue del todo consecuente. En el apogeo de la pandemia, y en un sistema de salud pública deteriorado por las políticas de austeridad, fueron comunes las decisiones de triage en desmedro de los grupos más vulnerables (Peinado, 2020).

Por más vueltas que se le dé al asunto, no es cierto que en la gestión de la crisis del coronavirus la relevancia “de la vida” se haya impuesto sistemáticamente por sobre aquella del “sistema”. Los tres instrumentos de maniobra centrales del Estado intervencionista moderno -los recursos fiscales, la administración racional y la lealtad de masas (Offe, 1973)- fueron utilizados, cada uno a su manera, en términos de la doble lógica democrático-capitalista. Todos los gobiernos democráticamente legitimados, esto es, todos los gobiernos que actuaron bajo presión de legitimación política, se comprometieron -al menos retóricamente- a proteger a sus ciudadanos; y cuanto más convincentemente se mostraron ante estos como garantes de sus intereses de seguridad, más creció su reputación. Por su parte, todos los gobiernos dependientes de la capacidad de funcionamiento de su economía nacional, y por tanto, constreñidos políticamente a favorecer la acumulación, se vieron obligados a estabilizar lo máximo posible, o a reactivar, la actividad económica de empresas y sectores enteros mediante programas de coyuntura y medidas de ayuda, esto es, a actuar como garantes de los intereses económicos de ganancia. Y con el levantamiento progresivo de las limitaciones de la vida social y económica, potencialmente peligroso para la vida, los poderes ejecutivos del mundo democrático-capitalista reaccionaron a las exigencias de recuperación de la liberad de acción y movimiento por parte de ciudadanos y empresarios, consumidores y productores.

En esta doble determinación de la gestión estatal de la crisis, la política del coronavirus se muestra de manera impresionante como expresión de una forma de gobierno neosocial que les exige a los sujetos sociales un modo de conducción de vida [Lebensführungsmodus] responsable en términos tanto individuales como sociales (Lessenich, 2008). Se supone que cada ciudadano se gobierne, regule, refrene y controle por sí solo, y todo esto al servicio del bien común. En tiempos del coronavirus, la autorregulación socializada significa: quedarse en casa, mantener distancia, lavarse las manos, usar tapaboca y minimizar los contactos sociales. Todo esto permite proteger a la generalidad de un sujeto que potencialmente la pone en peligro. Con esta forma específica de subjetivación de lo social se tiende a perder de vista las causas sociales de la crisis, y con esto no me refiero solamente a la mencionada amplificación estructural de los riesgos de pandemia debido al modo de producción y de vida expansivo-destructivo del capitalismo industrial. Con la exigencia de un comportamiento individual en servicio del bien común se desproblematizan también los déficits infraestructurales de un sector estatal que, hace décadas, está adiestrado por políticas de racionalización y ganancia. En el debate alemán acerca del coronavirus, por ejemplo, los muy citados “límites de capacidad del sistema de salud” operan como datos naturalmente dados de los cuales parecen derivar necesariamente todas las intervenciones estatales y las medidas de comportamiento relacionadas con la pandemia. Pareciera como si estos límites no hubieran sido ellos mismos creados políticamente ni pudieran desplazarse radicalmente en un futuro.

Por su parte, el amplio régimen de control -legal, administrativo y policial- montado para asegurar la responsabilidad social de los sujetos obtiene su aceptación y legitimidad fundamentalmente debido a la carga moral adosada al concepto de “solidaridad”, el cual hasta hace poco parecía que estaba pasado de moda (Lessenich, 2020). Gracias al Covid-19, el término pasó a estar en boca de todos, no solo de los responsables políticos y de las élites intelectuales que se ocupan de la interpretación del mundo, sino también de la sociedad civil tan movilizada como desmovilizada por la pandemia. Las innumerables formas de manifestación de una pretendida “solidaridad por coronavirus” constituyen un ejemplo típico-ideal del vaciamiento y la desvalorización de un concepto muy valioso como consecuencia de la inflación y sobreexpansión de su uso. Sin embargo, con referencia a los elementos neosociales que aparecen como consecuencia de la pandemia, es importante destacar sobre todo que la solidaridad se ha convertido en una fianza subsidiaria de la responsabilidad pública por lo social, y en un lubricante micropolítico para un régimen social que se caracteriza precisamente por su asocialidad institucionalizada (Byers, 2020).

¿La crisis como oportunidad (al menos para la sociología)?

Como es sabido, el concepto de “crisis” proviene de la medicina, donde describe un empeoramiento repentino, en forma de shock, del estado de salud de un paciente. Las crisis de salud constituyen un punto de bifurcación existencial; la crisis es una situación de decisión en la que se define la prosperidad o adversidad, la vida o la muerte del cuerpo humano. En este sentido, también en el marco de la pandemia del coronavirus puede decirse que cada infección individual con el Covid-19 se parece a una oportunidad: es una ocasión de sobrevivir al virus e incluso de desarrollar inmunidad contra una nueva infección. Sin embargo, como ya se señaló, en este plano la estructura de las oportunidades sociales es muy desigual: tanto el riesgo de contagio como las posibilidades de supervivencia, y también las de sobrellevar la enfermedad de manera leve, no están repartidas azarosamente y mucho menos de manera equitativa.

Más allá de los perjuicios a la calidad de vida de la gente en Alemania o en otras naciones ricas, la crisis del coronavirus y su superación han producido sufrimiento, miseria y miles de muertos alrededor del globo. Esto, por sí solo, debería vedar el discurso metafórico y marketinero de la “crisis como oportunidad”. Ahora bien, lo que es válido para “la vida” no lo es automáticamente para “el sistema”. Por eso sí se puede preguntar: ¿Es la crisis una oportunidad estructural para el cambio macrosocial o incluso para llevar a cabo una transformación intencional de la sociedad? Quienes opten por dudar de esto no deberían ser acusados de mala voluntad o arrogancia. Desde una perspectiva sociológica, y en vista de las conocidas y en parte ya mencionadas estructuras estructuradas y estructurantes, es muy improbable que la crisis actual pueda producir algo esencialmente diferente a lo provocado por las crisis precedentes, a saber, la prolongación en cierto modo metamórfica de lo socialmente sido, dado y existente.

Pero seamos un poco optimistas, al menos en pos de la dramaturgia del debate: ¿Dónde estaría asentado el potencial de lo transformativo en la crisis del coronavirus? Paradójicamente, aun buscando seriamente esa dinámica transformativa, lo primero que se viene a cuenta son las razones por las que no puede hablarse de un “cambio de paradigma” (Rosa, en prensa) debido a la pandemia. Por un lado, es indudable que el deseo de seguridad y conducción política amplificado por la aparición del virus ha conducido a una fijación generalizada en el poder ejecutivo; incluso en democracias asentadas, esto ha invalidado -de una manera no solo momentánea- el principio del control parlamentario de gobierno. En Alemania, por ejemplo, esto podría llevar a que el presidente del Estado federal de Baviera, Markus Söder, una figura poco afín a cualquier tipo de transformación social, se convierta en canciller . Por otro lado, la crisis ha impulsado una vez más el anhelo político de protección y fortalecimiento de la comunidad social nacional, un anhelo que ya había aparecido con ocasión de la crisis de migración. “El deseo narcisista de safe places es ahora una teoría del Estado fundada epidemiológicamente” (Rau, 2020). La solidaridad propugnada por las élites políticas y confirmada por la sociedad civil a manera de hashtag ha adquirido un carácter abiertamente incestuoso: lo más importante parece ser que la comunidad nacional esté cohesionada y que -en este caso- Alemania pueda mirar por debajo del hombro a los Estados pobres de la Unión Europea en lo que se refiere al número disponible de camas de terapia intensiva (33,9 por 100.000 habitantes [OECD, 2020] contra las 9,7 de España y las 8,3 de Italia) .

Y a pesar de todo esto: en el marco de la reconocible limitación y autorreferencialidad de la solidaridad en el contexto de la crisis del coronavirus, se perfila al mismo tiempo la posibilidad de otra forma de praxis social. Aparecen presentimientos acerca del significado de la solidaridad y -dejando de lado por un momento las ataduras del pensamiento en alternativas- sobre otras formas de socialidad. En este sentido, puede pensarse en un sistema de salud pública organizado para asegurar de manera confiable y gratuita las necesidades existenciales de toda la población; en una política económica que no priorice sistemáticamente lo lucrativo y lo superfluo, sino lo urgente y necesario para la vida; y, finalmente, en una política social que les recuerde a los ciudadanos las condiciones y condicionamientos de sus libertades personales, generando a su vez los presupuestos institucionales necesarios para una solidaridad entre partes desiguales enmarcada en el conocimiento de las necesidades de la ciudadanía global.

Sin embargo, más allá -o quizás más acá- de estos nobles y elevados sueños político-sociales, puede que una oportunidad verdadera y más realista de cambio de paradigma se encuentre en la puerta de nuestra propia casa, esto es, en el campo de la producción de conocimiento sociológico. Dos verdaderas revoluciones de la autocomprensión sociológica son especialmente urgentes, y la pandemia del Covid-19 podría favorecer al menos la toma de conciencia de esta urgencia.

Una de estas revoluciones está ya hace al menos dos décadas en las banderas de la sociología (por ejemplo, Wimmer y Schiller, 2003); sin embargo, el mainstream europeo-occidental se resiste a los esfuerzos por superar el nacionalismo estructural inscripto en el pensamiento sociológico. El virus SARS-CoV-2, sin embargo, deja en claro lo retrasada que está la desnacionalización analítica y normativa de la sociología. Y esto no solo porque, literalmente, hasta un niño pequeño sabe que el virus es un fenómeno genuinamente global. Sino también, y sobre todo, porque desde una perspectiva no-nacional, puede verse con tremenda claridad lo hipócritas que son las sociedades europeas -Alemania en primera línea- y cómo operan sistemáticamente con dobles estándares. Y esto a pesar del hecho de que son las mayores responsables de todas las crisis que golpean al mundo. Las relaciones globales son claras: las naciones democráticas del espacio euroatlántico están constituidas como comunidades de botín [Beutegemeinschaften]. Su productividad económica se sustenta en su destructividad socioecológica, la cual es palpable desde hace décadas, si no siglos, principalmente en el resto del mundo (Lessenich, 2016). La racionalidad completamente irracional de sus modos de producción y consumo producen las crisis que tienen en vilo al mundo: la crisis financiera, de migración y climática, y la provocada por la pandemia. Y, a fin de cuentas, los que se llevan la peor parte son aquellos que menos contribuyen a la producción de esta situación. La sociología, que desde sus inicios es un medio de autoobservación de las sociedades occidentales dominantes, debería tomar en serio de una vez por todas la transnacionalidad constitutiva del acontecer social.

La segunda revolución sociológica podría ser impulsada por las evidentes inconsistencias de estatus de una virología que, en tiempos del coronavirus, se ha convertido en una verdadera ciencia de Estado. No obstante, a pesar de su posición objetiva, los virólogos subrayan públicamente su función de meros proveedores de conocimientos a ser luego utilizados en el campo de la política. Este es precisamente el rol social que también reclama para sí la sociología cuando desconoce su propia praxis y afirma que solo produce conocimiento positivo, analítico-empírico, para una política basada en evidencias. Llamar este autoengaño científico-social por su nombre, llevar adelante una política de la verdad en la disciplina, debe ser uno de los objetivos fundamentales de una sociología crítica. Porque, más allá de que se lo reconozca o no, la producción de conocimiento sociológico es siempre una intervención en el juego de la configuración de las condiciones sociales. La imaginación -interesada o no- de una esfera “autónoma” dedicada a la “pura” búsqueda científica de la verdad es, de facto, un acto político de despolitización de una praxis inevitablemente política. Quien produce conocimiento sociológico le da forma a la sociedad noles volens y, por tanto, está políticamente comprometido. Claro que los sociólogos pueden comprometerse, en un acto paradójico de autonegación, en contra de su propio compromiso político (de Lagasnerie, 2018); y como bien sabemos, la academia está llena de este tipo de actores. Pero una sociología que se comprende como crítica debe desenmascarar una política de despolitización como lo que es: una falsa conciencia que ni siquiera es necesaria.

Sin embargo, no es adecuado (ni original) que sociólogos críticos que reconocen el inevitable carácter político de su praxis científica se acusen mutuamente de formar parte de la “nueva ideología alemana” (Dörre, en prensa) o de ser cómplices de la reacción (Rosa, en prensa). En tiempos de desesperación sociohistórica, no es condenable la búsqueda de un cambio de paradigma político-social, y tampoco es contrarrevolucionario recordar el peso específico del modo de socialidad dominante. Lo cierto es que ni un posibilismo cándido ni un derrotismo cínico son la posición sociológica adecuada bajo el signo de la pandemia de coronavirus. En última instancia, ambas actitudes sociológicas terminan siendo intermediarias de la afirmación del orden existente . Por el contrario, la mejor estrategia sociológica es un realismo capitalista que no se reduce a advertir sobre la ausencia de alternativas a las condiciones dominantes (Fisher, 2009), sino que reconoce el anclaje tanto institucional como psicosocial del capitalismo realmente existente en las estructuras del mundo social y las prácticas de los sujetos sociales, colocando el foco de su propuesta transformadora precisamente en estas dos caras de la socialidad capitalista.

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Recibido: 31 de Julio de 2020; Revisado: 10 de Agosto de 2020; Aprobado: 14 de Agosto de 2020

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