Introducción
A pesar del feminismo liberal que las grandes corporaciones tecnológicas implementan en sus ámbitos de trabajo y en relación con sus productos, o como lo denominan Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser (2019), el “feminismo de microcrédito”, el ámbito de las tecnologías sigue siendo un lugar prohibitivo para las feminidades. Está claro que este feminismo asaltado por el neoliberalismo, nos referimos al neoliberalismo progresista (Fraser, 2019), no busca la igualdad sino profundizar la idea de los méritos y los individuos. Este feminismo liberal proporciona un rejuvenecimiento perfecto al neoliberalismo y potencia la idea, en los términos de Dubet (2011), de la igualdad de oportunidades: una dinámica social donde los sujetos acceden a los “mejores lugares” a partir de la idea de “hacerse a sí mismos”. En este contexto, a fines de 2012, una pregunta formulada en la plataforma Twitter puso al descubierto un sinfín de experiencias y problemáticas referidas a la disparidad de género en la industria de videojuegos. Quien lanzó esta piedra al ciberespacio en forma de interrogante no se imaginó el nivel de repercusión y la onda expansiva que trajo consigo: “¿por qué hay solo unas pocas mujeres como desarrolladoras de videojuegos?”, se preguntaba Luke Crane, un diseñador de videojuegos y especialista de videojuegos de la plataforma Kickstarter. A los pocos minutos, el hashtag #1reasonwhy se encontraba siendo trendic topic, otorgando un abanico de respuestas al interrogante planteado por Luke. Si bien algunas de ellas relativizaban la existencia de una problemática de género y negaban el interés de las mujeres por los videojuegos, por lo que les sugerían que fueran a armar sus propios estudios en vez de “mendigar trabajo”, o aludían a explicaciones misóginas como, por ejemplo, “no hay mujeres desarrollando videojuegos simplemente porque no hay una Xbox en la cocina” (Hamilton, 2012), la mayoría de las respuestas estaban relacionadas con las experiencias en primera persona de mujeres en la industria contando sus vivencias. Es importante tener en cuenta que la disparidad de género en la industria de videojuegos es una problemática histórica que aun en la actualidad tiene una vigencia alarmante. Según el último informe de la Game Developers Conference (2022; Conferencia de desarrolladores de videojuegos, GDC), el porcentaje de personas que se identifican como mujeres es del 21% (siendo el máximo alcanzado hasta el momento), mientras que el porcentaje de varones es del 73%.
Teniendo esto último en mente, algunas de las experiencias más reiteradas por aquellas mujeres que fueron interpeladas por el hashtag estaban vinculadas con el poco reconocimiento de su trabajo, la dificultad de acceso a posiciones de poder en estudios de videojuegos, y maltrato y situaciones de acoso laboral en conferencias técnicas y espacios de trabajo. Otra de las cuestiones mencionadas hacía alusión a la poca receptividad de propuestas que cambiaran la representación femenina en el contenido de los videojuegos, es decir, a la búsqueda de otras formas de representación que trasciendan la hiper-sexualización de los personajes femeninos y corporalidades hegemónicas. Bajo este aluvión de respuestas virtuales, se creó el segundo hashtag: #1reasontobe. La autora de este contenido, Rhianna Pratchett, explicaba que con ese cambio de narrativa buscaba que las mujeres pudieran relatar que las motivaba a trabajar en la industria y a ser jugadoras recurrentes para desmitificar una frase muy conocida en este sector: “los videojuegos son para varones”.
Partiendo del axioma según el cual la reproducción del género es siempre una negociación de poder (Butler, 2009), pretendemos problematizar y dar algunas respuestas plausibles a estas frases recurrentes, “los videojuegos son para varones” o “la programación es cosa de varones”. Tal como plantean Mura, Yansen y Zukerfeld (2012), una de las explicaciones a la escasa participación de las mujeres (o más precisamente las identidades feminizadas) como desarrolladoras se debe, en parte, por el acceso diferencial entre hombres y mujeres a la tecnología como actividad lúdica desde la más temprana infancia, principalmente en relación con los videojuegos. Otra explicación que aporta a la comprensión de esta cuestión es que en las empresas de uso intensivo de tecnologías opera un imperativo de la masculinidad que termina por normativizar prácticas y representaciones que modulan comportamientos, tanto de varones como de mujeres (Palermo, 2020). No obstante, estas aplicaciones aún no terminan de articular una explicación compleja de la situación.
Por lo expuesto hasta aquí, el objetivo de este trabajo es problematizar la producción y reproducción de sentidos generizados en la industria de videojuegos, tanto en los contenidos como en la fase de creación y en el momento del consumo. Planteamos que el universo de la producción y el del consumo de los videojuegos se encuentran atravesados por un fuerte imperativo de la masculinidad que reproduce una mirada androcéntrica que supone un lugar subordinado para las diversas feminidades. Asimismo, es posible identificar experiencias que intentan subvertir esa trama normativa y que dan cuenta de que este imperativo no resulta ineludible ni incuestionable. En este sentido, creemos fundamental pensar estas fugas como vitales en torno a la agencia de lxs sujetos y reflexionarlas en tanto procesos complejos que conviven con espejismos de la igualdad como los propuestos por el feminismo liberal (Fraser, 2019), principalmente agenciado por las grandes empresas que lideran el sector.
El artículo está organizado en tres apartados: en el primero, nos adentramos en el análisis del contenido creativo y narrativo de los videojuegos; en el segundo, analizamos el mundo del trabajo y la producción de videojuegos, los procesos de masculinización del sector y sus consecuencias concretas; y por último, analizamos el consumo y las estrategias de las feminidades para sortear ciertos obstáculos y violencias recurrentes.
Metodología
Este artículo forma parte de una investigación en curso que versa sobre las condiciones de trabajo y de vida de les trabajadores en la producción de videojuegos en una empresa multinacional argentina. Nos basamos en un trabajo de campo en el que se recupera una perspectiva cualitativa, centrada en el enfoque etnográfico (Achilli, 2005). Este abordaje nos permitió captar la diversidad de situaciones y prácticas encarnadas en los sujetos sociales, sobre todo desde la dimensión de la cotidianeidad. Para tales motivos, desplegamos una estrategia de triangulación de fuentes: por un lado, hemos realizado entrevistas en profundidad a 25 trabajadorxs; también hemos llevado adelante un proceso de observación participante en una serie de eventos relacionados con la industria de videojuegos que congregaban a lxs trabajadores por fuera de sus espacios de trabajo en su rol de usuarios y consumidores de dichos juegos; y por último, hemos realizado un relevamiento de bibliografía especializada en la temática con el objetivo de historizar y contextualizar la temática desde las ciencias sociales. El presente artículo condensa un aporte en este último aspecto. Para ello se ha llevado a cabo una sistemática revisión bibliográfica en torno a la problematización de la relación entre tecnología, género y videojuegos desde las ciencias sociales, así como la incorporación de reportes e informes elaborados por organizaciones locales, como la Fundación Argentina de Videojuegos, e internacionales, como la International Game Developers Association (Asociación Internacional de Desarrolladores de Videojuegos, IGDA), además de notas periodísticas sobre la materia con el objetivo de identificar un estado de situación de la industria.
Siguiendo a Teresa de Lauretis (1989), entendemos que los videojuegos actúan como tecnología de género ya que construyen un campo de significación social y producen, promueven e implantan representaciones de género. Teniendo en mente esta premisa, proponemos una sistematización de la bibliografía en torno a tres ejes analíticos que nos permitirán reflexionar acerca de la producción y reproducción de sentidos generizados en el contenido, la creación y el consumo de videojuegos.
Contenido, narrativas y representaciones de género en los videojuegos
El contenido narrativo de los videojuegos ha sido discutido hace tiempo (y aún continúa siendo revisado), sobre todo en los videojuegos denominados mainstream. Nos referimos principalmente a las diversas representaciones de personajes femeninos/masculinos dentro de los videojuegos, a los roles que desempeñan y a la construcción de tramas argumentativas dentro de los videojuegos. En clave cronológica, si observamos el contenido de los videojuegos de las décadas de 1970 y 1980, la falta de roles protagónicos de femineidades sobre todo en los juegos mainstream era una constante y la asignación de roles secundarios habitualmente reproducía estereotipos culturales asociados a las feminidades mostrando personajes débiles, sensibles, sentimentales, sin iniciativa, en definitiva, roles completamente pasivos.
La siguiente captura de pantalla es del reconocido videojuego Donkey Kong (1981). La trama consiste en el rescate de la princesa Pauline, que se encuentra cautiva por Donkey Kong. Mario, el personaje principal, debe sortear los obstáculos que son lanzados (barriles y resortes) para poder llegar a la cima y efectuar el rescate.
Fuente: Nintendo.es. Juego Donkey Kong
En palabras de Anitta Sarkesian (Feminist Frequency, 2013a y 2013b), women/damsel in distress (mujer/damisela en apuros) era y continúa siendo en algunos videojuegos uno de los roles más recurrentes para personajes femeninos. La fórmula de salvar a la princesa refuerza la figura paternalista de los roles masculinos frente al rol pasivo y vulnerable del personaje femenino. Así, frente a un acto de violencia disparador (secuestros, robos, accidentes), los personajes femeninos son representados como víctimas y el juego se centra en ese personaje masculino que tiene que protagonizar la aventurera, riesgosa y desafiante situación de salvar a la princesa buscando coronarse como héroe; claramente nos referimos a la construcción de una masculinidad hegemónica (Connell, 1995). Super Mario Bros (1986), Donkey Kong (1981), son algunos ejemplos de videojuegos de época con gran repercusión donde las princesas Peach y Pauline aguardan el rescate de Mario. Este rol pasivo de la princesa, que se extiende a lo largo de estos videojuegos, está reforzado por el hecho de que nunca puede ser seleccionada como personaje principal. Si bien a lo largo de los años ha habido cambios significativos en el diseño de las narrativas y se abrió la posibilidad de elegir feminidades como personajes principales o con un rol más activo en el juego, la representación de estos roles estuvo signada por la hipersexualición/infantilización. Allí se profundizaban imaginarios culturales hegemónicos asociados a los cuerpos feminizados, con lo cual se introdujo una nueva problemática en la escena. La imagen presentada a continuación, del juego Tomb Raider: Underworld (2008), es un claro ejemplo de lo anteriormente mencionado. La representación del personaje principal, Lara Croft, retrata los límites que la inclusión de dichos personajes implica, ya que la incorporación de feminidades sigue poniendo al descubierto la proliferación de estereotipos estéticos hegemónicos.
Fuente: Tomb Raider: Underworld (Lara Croft) es una franquicia que se originó con una serie de videojuegos de acción y aventuras creada por la compañía de juegos británica Core Design.
Siguiendo a África Curiel (2018), no debemos perder de vista que son muchas veces las compañías las que toman estas decisiones de marketing para enfocar su venta a determinado público. Este rol de la mujer como sujeto, en contraposición con la mujer como objeto a la cual rescatar, por lo tanto, subvierte el arquetipo del héroe masculino pero refuerza arquetipos sexualizantes de las feminidades, en muchas ocasiones con un fin comercial.
Ahora bien, en juegos donde los personajes son exclusivamente masculinos, los roles tienen una marcada diferencia con lo expuesto. Frente a un hecho desafiante que desencadena el juego, los personajes no aguardan en torres ni en calabozos, sino que desempeñan papeles activos en su propia liberación. Son los protagonistas de su rescate y, como tales, su representación estética los ubica bajo una ficción de omnipotencia, fuerza ilimitada, dominación y resistencia que profundiza estereotipos vinculados con el ejercicio de la masculinidad. Los cuerpos de estos personajes estaban muy en sintonía con esta masculinidad dominante: cuerpos fornidos, musculosos, blancos. Una masculinidad en su mayoría heteronormativa y racializada.
Clara Fernández Vara (2014) planteó que esto supone un problema, ya que la industria de videojuegos está mayormente ocupada por desarrolladores de género masculino que tienden a crear juegos de acuerdo a sus intereses y gustos; por tanto, se crea un círculo vicioso en el cual estos productos no atraen a las jóvenes, no encuentran al desarrollo como carrera creativa que les interese y así se perpetúa la creación de este tipo de juegos. Entendemos que este círculo es un tanto lineal y homogeniza la situación de las jóvenes (sugiriendo de igual manera que solo las jóvenes podrían ser las únicas interesadas en comenzar una trayectoria de formación), pero da indicios para pensar la relación entre la formación en carreras STEM (por sus siglas en inglés: Science, Technology, Engineering, and Math) y el bajo porcentaje de mujeres. Como sugiere Nina Cabra Ayala (2016), los discursos sobre la homogeneidad y la naturalización de ciertas formas de ser relacionadas con el género ocultan, pero, sobre todo, tienden a ahogar y a excluir otras maneras de configurarse desde la experiencia de género. A su vez, otro aspecto interesante es la reflexión en torno a la viralización del androcentrismo que menciona Clara Fernández Vara ya que pone en evidencia una pregunta fundamental a la hora de analizar los contenidos de los videojuegos: ¿quiénes diseñan los guiones y narran esas historias? En este punto, es importante mencionar que la mirada androcéntrica que se reproduce, por ser una industria mayormente ocupada por trabajadores varones, se adiciona a las frágiles agendas inclusivas de las grandes empresas de la industria, que se alimentan discursivamente de una pluralidad de reivindicaciones de los feminismos y otros colectivos (Palermo y Ventrici, 2023), pero que en sus productos tienen una visibilidad en general muy acotada.
Sin embargo, a la par de este vaivén entre exclusiones de diversos géneros en las tramas argumentativas y representaciones de género patriarcales, se gestaron y continúan desarrollándose ciertos procesos de cambio y experiencias que intentan poner en jaque tal orden normativo. En primer lugar, podemos observar en los últimos años que ciertos videojuegos han incorporado la posibilidad de crear los propios personajes, dejando atrás la opción masculina por default, y han incluido temáticas que abordan la diversidad de géneros y de cuerpos en sus narrativas. Tal es el caso de The Last of Us parte II, un videojuego en el que la diversidad no solo es narrada desde la inclusión de personajes LGTBIQ+ sino también desde la incorporación de corporalidades no convencionales para lo socialmente contemplado como propio de las feminidades. Si bien este cambio argumental ha sido blanco de múltiples críticas negativas por parte de algunos usuarixs homo y trans odiantes, plantea un valioso antecedente en los juegos mainstream.
En segundo lugar, la popularización de la cultura gaymer es otro ejemplo en esta búsqueda por tensionar la construcción tradicional y heteronormada de las narrativas de los videojuegos. La viralización del termino gaymer desde 2006 supone ser entendido como un posicionamiento político que busca, por un lado, desactivar la excluyente y hostil etiqueta gamer tradicional (Muriel, 2018) que ha tendido a dejar fuera a colectivos diferentes al hombre blanco cis heterosexual y, por otro lado, configurar un sentimiento identitario que permita un lugar de afirmación para la comunidad gaymer (Sánchez, 2018). El resultado de este proceso de popularización son los videojuegos queer, que, si bien no han logrado hasta el momento el nivel de exposición que tienen los juegos mainstream, se encuentran desafiando las normas de la industria a nivel representación (Bulut en Digilabour, 2020). Dos ejemplos de videojuegos queer son los siguientes: De fobos y deimos, de Alexander Rodríguez, considerado el primer videojuego sobre el bullying LGTB+ fóbico; y Dis4ia, de Anna Antropy, una sucesión de minijuegos autobiográficos en la que se recorre el proceso de reasignación de sexo del personaje.
A continuación, vemos una escena de uno de los niveles del juego Dis4ia en la cual la autora intenta recrear las dificultades que atraviesan las personas transgénero en relación con la mirada de las otras personas con respecto a sus cuerpos. A su vez, en los siguientes niveles problematiza otras experiencias vividas como, por ejemplo, el proceso de hormonización y sus efectos en términos personales, culturales y sociales.
Escena del juego “Dis4ya” (Anna Antropy, 2012)
Estos ejemplos son solo una fotografía del gran espectro de experiencias que se han acoplado en este sentido. En efecto, con estas producciones se construye una relectura disruptiva de las producciones de juegos que resultan ser un precedente para futuras propuestas que profundicen una búsqueda transgresora a los límites de la normatividad. Las formas en que se piensan, desarrollan y ejecutan los juegos a lo largo de la historia también son un termostato de las discusiones culturales, sociales y políticas que se vienen llevando a cabo. Sin dudas, este tipo de expresiones son muy necesarias para reflejar otras materialidades posibles y desafiar un espectro narrativo que resulta normativo, vetusto y obtuso.
El crunch y la segregación de género
En noviembre de 2004, a partir de un posteo en un blog, el perfil de EA Spouse movilizó a la comunidad de desarrolladores de videojuegos generando una discusión sobre las condiciones de trabajo en la industria. El seudónimo de EA Spouse fue utilizado por Erin Hoffman (cuya identidad se revela en 2006) como firma de la publicación de un diario digital en el cual describía la experiencia laboral de su marido Leander Hastyd en la empresa Electronic Arts. EA Spouse describía cómo el entusiasmo inicial por trabajar en una compañía calificada por Fortune como “cien de las mejores empresas para trabajar” se evaporó y convirtió la rutina en siete días laborales, 85 horas de trabajo por semana y horas extras no pagadas (Dyer-Whiteford y de Peuter, 2006). Las horas extras no pagadas forman parte de una práctica muy naturalizada al interior de los equipos de desarrollo de videojuegos denominada crunch. El término crunch define un periodo dentro de las etapas de desarrollo en el cual lxs desarrolladores trabajan por encima de las horas estipuladas en sus contratos laborales, principalmente para llegar con los plazos estipulados (deadlines) en las planificaciones del videojuego hasta su lanzamiento. Lo que en algunos sectores significaría horas extras, en la industria de videojuegos se lo denomina crunch. Según la encuesta de satisfacción de desarrolladores realizada por IGDA (Weststar, Kumar, Coppins, Kwan y Inceefe, 2021), el 35 por ciento respondió que su trabajo incluía el crunch y durante ese periodo un 26 por ciento trabajaba más de 60 horas, un 29 por ciento entre 50-59 horas semanales y un 25 por ciento entre 45-49 horas. Esta práctica resulta ser muy habitual admitiendo una naturalidad sorprendente dentro de ámbitos de desarrollo de videojuegos y, por lo tanto, muy aprovechada por las empresas teniendo en consideración la generalizada desregulación de sector en términos gremiales. El desarrollo de las tecnologías digitales es claramente la condición de posibilidad de este tipo de auto-explotación laboral.
El crunch se ha vinculado, a su vez, con un discurso emprendedor de lxs trabajadores en función de su “pasión por los videojuegos”. El tipo subcultural de gamer (Muriel, 2018) es frecuentemente definido por su pasión por los videojuegos, pero, sobre todo, por su consistente e intensiva dedicación a jugarlos. Diría Nick Dyer-Whiteford (2004) que estamos frente a una industria de jóvenes, reclutados en la cultura que ella misma ha creado, alimentándose principalmente de una reserva de gente joven fascinada por la tecnología y familiarizada con este tipo de diseño por su práctica incesante del juego. Cuando esa práctica incesante, esa pasión, se encuentra institucionalizada y se convierte en trabajo, prácticas como el crunch y su falta de compensación aparecen en el orden de lo cotidiano. Un desafío de doble filo, ya que bajo la idea de “estar haciendo lo que me gusta” y “trabajar para imperios de la industria”, pueden aceptarse condiciones de trabajo precarias bajo procesos de implicación subjetiva (Míguez, 2013).
Desde una perspectiva feminista, la autora Clara Fernández Vara (2014) retoma al crunch como un condicionante a la hora de elegir este tipo de puestos de trabajo principalmente para las mujeres (cuestión también denunciada por EA Spouse), dado que las temporadas de crunch requieren exclusividad y ausencia de actividades que no se relacionen directamente con el trabajo productivo. Esta práctica, que supone una extensión e intensificación de las jornadas de trabajo, resulta hostil e incompatible con las tareas asignadas a las mujeres a partir de la división sexual del trabajo imperante. Nos referimos a tareas vinculadas con el cuidado y las tareas en el hogar. Este tipo de incompatibilidades culmina por reforzar la masculinización del sector de desarrollo de videojuegos. Incluso esta masculinización del sector opera en un contexto en América Latina de crisis del pacto de género propio de la sociedad industrial (Olavarría, 2017) donde el varón proveedor se encontraba en el pináculo de la pirámide social. En la actualidad, y sobre todo en los sectores de trabajo de uso intensivo de tecnologías, encontramos una tendencia de decrecimiento de los hogares extensos (en cuestión de hijos e hijas), un incremento de hogares unipersonales y una creciente presencia de jefaturas de hogar femeninas: la figura del proveedor está en crisis; no obstante, la división sexual del trabajo está intacta. El concepto de domesticidad elaborado por Murillo (1996) nos aporta una vuelta de tuerca de mayor complejidad para comprender esta problemática. La domesticidad, en su acepción de responsabilidad, focaliza la división sexual del trabajo en que las mujeres, a pesar de que trabajen fuera del hogar, siguen ligadas a “pensar”, “organizar”, “diagramar” las tareas vinculadas con los tiempos generadores de la reproducción social vital para la vida. La domesticidad colisiona de frente con el crunch sin mediación alguna. Insistimos que los estilos de vida pueden modificarse, y claramente la digitalización del trabajo cambia por completo las prácticas laborales; ahora bien, la división sexual del trabajo y sus responsabilidades aún permanecen ajenas a toda transformación.
Este proceso de masculinización del sector de videojuegos también tiene consecuencias concretas en la distribución de los puestos de trabajo: los puestos técnicos, principalmente abocados al manejo de código, como son los desarrolladores de videojuegos, se encuentran mayoritariamente representados como propios del terreno masculino; y puestos vinculados con la animación o el arte, al terreno femenino. Ahora bien, estas construcciones, sostenidas a partir de patrones culturalmente instituidos sobre la relación de las masculinidades con la tecnología y de las femineidades con la creatividad, lo emocional, se ven pausadas cuando posamos la mirada en los puestos de alta responsabilidad. La linealidad que presupone asociar a las femineidades con lo creativo y lo artístico alcanza su límite cuando se trata de puestos de responsabilidad creativa o de dirección. La marcada masculinización de los sectores jerárquicos, puestos de dirección y toma de decisiones (Gala y Samaniego, 2021) profundiza aún más los sesgos y las disparidades de género en el sector.
Para culminar este apartado queremos señalar que, frente a este escenario problemático, en los últimos años se fueron construyendo organizaciones que se proponen discutir y tensionar esos statu quo impuestos y naturalizados en los espacios de trabajo. La organización Game Workers Unite (GWU) nace como experiencia colectiva en 2018 durante una charla sobre condiciones de trabajo en la industria de videojuegos durante el evento de GDC. Frente a la falta de organización gremial del sector, GWU tiene como objetivo instalarse como el primer sindicato único de trabajadores de videojuegos, incluyendo todos los roles (artistas, diseñadores, testers, productores, desarrolladores). En la actualidad, cuentan con 20 capítulos internacionales, es decir, organizaciones en todo el mundo bajo la impronta de crear un movimiento a escala global. Aunque su experiencia es bastante embrionaria, ha tenido una repercusión muy importante dentro del circuito de videojuegos como medio para canalizar los reclamos conocidos dentro del sector. Como sugiere su página web, GWU es un movimiento global que trabaja para resolver problemas estructurales en el sector, incluyendo crisis, contrato de trabajo, horas extras no pagadas, falta de atención médica, culturas tóxicas en el lugar de trabajo, racismo y sexismo en el lugar de trabajo.
La masculinización del usuario en el consumo de video juegos
Según el reporte de la consultora Newzoo (2019), los videojuegos tienen un alcance de 2,3 mil millones de jugadores alrededor del mundo, y 234 millones de estos se encuentran hoy en América Latina. De ese número total, el 46 por ciento corresponde a mujeres jugadoras. En Argentina, según un reporte de la misma consultora en 2017, de las 18,5 millones de personas jugadoras, el 43 por ciento son jugadoras mujeres, principalmente con una edad que va de los 20 a los 35 años, al igual que el rango masculino de mayor porcentaje (Newzoo, 2017). Entonces, ¿los videojuegos siguen configurando una práctica fundamentalmente masculina? Evidentemente estos números nos demuestran que no existe tal contundencia, y que existe un interés por la jugabilidad en las mujeres que aparece culturalmente opaco al atribuirse los videojuegos al terreno de lo masculino. Sin embargo, uno de los principales obstáculos en lo que se refiere a una representación más equitativa en la industria de los videojuegos son una serie de mitos sobre quién juega y a qué. La relativa equidad en el número de jugadoras, así como el creciente número de jugadoras de más de 50 años, podría deberse a la popularización de las plataformas móviles, teléfonos inteligentes y consolas portátiles que han hecho que los “juegos casuales” o los denominados social games (como ser el Candy Crush) hayan extendido su influencia. Ahora bien, esto nos trae una discusión acerca de qué implica ser jugadxr de videojuegos, en definitiva: ¿qué es ser gamer? Para Daniel Muriel (2018), el prototipo de jugador que aparece en el imaginario colectivo está vinculado a una persona que se encuentra dedicada totalmente a la práctica de los videojuegos, generalmente varones adolescentes representados como “inmaduros, obsesionados y territoriales”. Esta categoría, a su juicio, resulta restrictiva y excluyente y no contempla el espectro de jugabilidad que existe en la actualidad. No solamente en referencia al porcentaje de hombres y mujeres como jugadorxs, sino también a la inclusión de otros dispositivos y tipos de juegos que no son los géneros centrales o mainstream.
Asimismo, en los espacios virtuales de jugabilidad existe una profundización de este estereotipo de jugador que lucha por su legitimidad. Si bien el perfil demográfico de las personas jugadoras ha cambiado, y en la actualidad las mujeres son una población importante en estos ámbitos, una de las problemáticas más frecuentes es la reproducción de prácticas sexistas en el acto de jugar, tales como ser objeto de acoso en los juegos en línea, en especial si no se ajustan al comportamiento “esperado”. En un trabajo etnográfico realizado con videojugadorxs de League of Legends (LOL) en México, Iván Flores Obregón (2018) registra cómo en los foros y grupos de internet ha encontrado debates, chistes y bromas sobre los roles y tareas que deben cumplir las mujeres en el juego teniendo como principal consenso que el rol ideal para ellas es el de soporte. En vistas de esta situación, hay mujeres que eligen nombres de usuario masculinos para conseguir un trato de iguales, o evitan chats grupales. Una reconocida gamer, denominada en el mundo virtual como PaRkITa (Perazo, 2015), comentaba en una entrevista lo siguiente: “tenemos que cargar con el estigma de que «las mujeres son malas jugando», curiosamente algo muy similar a lo que se suelen decir de las mujeres al volante. Aún hoy muchos suelen asombrarse cuando una mujer es buena en un videojuego o hasta se ofenden si les ganamos”. La estrategia que las jugadoras diseñan en torno al anonimato o la no utilización de nombres que puedan asociarse con una identidad feminizada responde a una auto protección fundamentada en invisibilizar su identidad para no ser acosadas ni blanco de situaciones hostiles. Las disputas de sentidos construidos que propone la ficticia fórmula de “dime quién juega y te diré cómo juega” en estos ambientes de jugabilidad on line también se replica en espacios de competición: la profesionalización de personas jugadoras de videojuegos. También denominados ciber-atletas, deportistas electrónicos o pro-gamers (professional-gamers), no se diferencian de otros jugadorxs por prácticas marcadamente distintivas sino por las formas en las que estas son realizadas. Quienes aspiran a profesionalizarse poseen formas de jugar orientadas a la eficiencia, la instrumentalidad (jugar con una meta más allá de solamente divertirse), la participación regular en eventos y la búsqueda de réditos económicos y reconocimiento social (Kopp, 2017). El menosprecio por las habilidades de las jugadoras, así como las bajas expectativas respecto de su desempeño en el videojuego, afecta no solo a las jugadoras amateurs, sino también a las jugadoras profesionales e incluso a desarrolladoras de la industria de videojuegos (Rubio Méndez, 2017). Los deportes electrónicos y sus torneos acuñan muchas de estas situaciones de desprestigio contra el desempeño de equipos femeninos, que incluyen hasta las organizaciones de los eventos en contextos de desigualdad salarial, de representación y de patrocinio. En esta línea, el conocido caso del jugador turco Dumblelodge, quien formaba parte del equipo SuperMassive en la escena competitiva del juego LOL, puso en el centro del debate la revisión de las dinámicas internas de los equipos de competición. Tras ser blanco de acoso virtual y hostigamiento homo-odiante por sus propios compañeros, en 2017 decidió abandonar su equipo. En 2019, luego de declarar abiertamente su homosexualidad, decidió volver a las competiciones, pero aquellas situaciones de acoso directo se reconfiguraron en bullying con respecto a su jugabilidad y a su performance en sus actuaciones. “De repente, me había convertido en el peor jugador, culpable de todos los males por mis supuestas terribles actuaciones”, explicaba Dumbledoge. Entonces, decidió abandonar nuevamente ese equipo y barajar la opción de anunciar oficialmente su retiro (La República, 2020).
Estas situaciones continúan replicándose en la actualidad y el denominado Gamergate, en 2014, puso al descubierto un proceso descarnado de situaciones de acoso y violencia contra mujeres y diversidades en el mundo de los videojuegos, especialmente sobre aquellas personas que públicamente llevaban a cabo críticas feministas sobre los videojuegos. Estos acontecimientos, que han tenido cimbronazos en otras geografías y que ponen de relieve la problemática de género e inclusión en la industria, a su vez, alentaron resistencias y militancias activas para intentar reconfigurar estas construcciones desde el interior de esos espacios. La importancia de estas experiencias evidencia una lucha que es cotidiana, ardua y contra una gran maquinaria de poder. Así, encontramos a gamers reconocidas, como Indiana 'Froskurinn' Black, una de las activistas lesbianas con más notoriedad en la escena del LOL y actualmente caster en el Campeonato Europeo de LOL; y Ricki 'HelloKittyRicki' Ortiz, una jugadora profesional transgénero especializada en juegos de lucha, subcampeona de la Capcom Cup de Street Fighter V, entre otrxs. En Argentina, encontramos equipos profesionales conformados completamente por mujeres, como el 9Z Team, de la escena del Counter Strike Global Offensive y, a su vez, una gran diversidad en las personas creadoras de contenidos vinculados a los videojuegos, como ser Carolina “Carolo” Vázquez, referente del gaming, creadora de Pibas Jugando al FIFA y difusora de contenidos LGBTIQ+.
Por lo expuesto, entendemos que es importante remarcar que la competencia o la habilidad con los videojuegos no es un atributo factual del sexo, sino un fruto del acceso y el uso y, por lo tanto, de la experiencia. Así, la íntima relación juego-tecnología-género puede configurarse para mantener ciertos ordenamientos, pero no podemos perder de vista que también puede transformarse y alterarse.
Reflexiones finales
En función de lo dicho, creemos que el estudio de los videojuegos, en tanto objetos culturales, es fundamental para comprender el universo simbólico que reproducen en distintos contextos. Los videojuegos se consideran un mero entretenimiento, sin tener en cuenta que son un producto sociocultural, al igual que el cine, la literatura o los cómics (Fernández Vara, 2014), y nos proponen modelos de conducta a la vez que producen modelos de subjetividad (Rubio Méndez, 2017). En este sentido, como frases “los videojuegos o la programación son para varones” replican estereotipos de género que aún existen en nuestra sociedad y construyen representaciones derivadas de relaciones de poder generizadas. Tal como expresamos a lo largo del trabajo, las podemos ver reflejadas en los contenidos de los videojuegos, en la creación y el consumo. Las narrativas vinculadas a damsel in distress, la segregación de género en el mundo del trabajo, las consecuencias del crunch y la identidad gamer en relación al consumo dan cuenta, a nuestro juicio, de claras prácticas discursivas y actuaciones reiteradas en el tiempo sobre las que se construyen representaciones de género con elementos, comportamientos y estereotipos característicos y muchas veces ocultos bajo una exaltación del ambiente lúdico y creativo. Así, las representaciones de género que se presentan en el espacio laboral, en el consumo de videojuegos, como también en el contenido, reflejan los sesgos culturales que existen en la sociedad y las profundas desigualdades en relación con un sistema sexo-género patriarcal.
En este sentido, el horizonte de transformación que se plantean los activismos es emblemático y motivante. De forma que, experiencias como GWU, Women in Games, la cultura gaymer, los videojuegos queer, son algunos ejemplos de disputa en el orden de la normatividad, en pensar una reelaboración de la realidad de los género(s) y/o en elementos potenciales que pueden subvertir el ordenamiento tradicional con discursos colectivos, políticos y militantes. Tal como comenzamos este artículo, estas impugnaciones contrastan con un feminismo liberal o neoliberal progresista que, en reiteradas ocasiones, coincide con los argumentos de las grandes empresas de la industria con claros fines comerciales y publicitarios. La promoción de una “diversidad forzada” tiene consecuencias directas en el diseño de los videojuegos, en la creación de espacios con condiciones dignas de trabajo para todas las personas y en ambientes seguros de socialización. El potente imperativo de la masculinidad y la consolidación de diversas violencias no puede ser revertido sin el cambio de perspectiva de estos actores. Si bien encontramos significativos avances en los últimos años, resulta fundamental continuar problematizando de qué manera se concretiza la inclusión de identidades feminizadas y diversidades en cada ámbito de la industria. Con el objetivo de pivotear las consignas obtusas del feminismo liberal o del reconocido “pink washing”, es necesario profundizar la reflexión sobre qué historias se quieren contar y qué dinámicas se construyen para hacer habitables y seguros esos espacios de juego y de trabajo.