Sin que hayan existido teorías coordinadas de los conceptos de memoria, verdad y justicia en la filosofía de la Edad Media latina, sí se reconocen hilos conductores que los vinculan, relacionados con la recepción y modulación de las principales tradiciones filosóficas de la antigüedad grecorromana, el neoplatonismo y el aristotelismo. Es ya un lugar común que, lejos del purismo de escuela o la exclusividad, la característica de la filosofía medieval, definida como translatio studiorum [1] , es la combinación de esas y otras tradiciones filosóficas en formas diversas que dependen en gran medida de la disponibilidad material de los textos, y, por tanto,
de las contingencias históricas y culturales de cada ambiente y período. También es corriente hacer hincapié en dos momentos cruciales para la historia del período. Primero, el trasvasamiento de la filosofía grecorromana a los mundos monoteístas. El neoplatonismo, desde Porfirio (c. 234 - c. 305), el discípulo y biógrafo de Plotino (204/5 - 270), lleva como sello el programa de armonía entre Platón y Aristóteles, que da origen a una importante tradición de comentarios escolares a las obras de Aristóteles [2] . A partir del cierre de la Academia (529) los filósofos emigran hacia Siria y llevan consigo un amplio bagaje textual que obra como base de la filosofía en el Islam. Mientras que en el Occidente latino el acceso directo a Platón es muy parcial y restringido, y su influencia, con todo que alta, es indirecta [3] , las obras lógicas de Aristóteles, comentadas por Porfirio, están disponibles y ganan influencia gracias a los esfuerzos de Boecio como traductor y comentador (c. 475-7 - 526?). El resto de las obras del Estagirita reingresa a partir del siglo XII gracias a la comunicación entre las culturas árabe, judía y cristiana, proceso que se completa pasada la mitad del siglo XIII y forma parte del segundo momento culminante de la translatio, el del florecimiento de las universidades del Occidente latino [4] .
Este periplo determina que el concepto aristotélico de memoria se reciba tardíamente y venga antecedido y mediado por el aporte de los árabes, entre los que se destaca el filósofo persa Ibn Sina (para los latinos, Avicena, c. 980-1037). La influyente noción de verdad de la Metafísica se recibe también tardíamente, en el marco del último período del reingreso de Aristóteles. La primera y altamente integrada formulación de los conceptos de memoria y verdad de la Edad Media es la de san Agustín de Hipona (354-430). Algo análogo sucede con la noción de justicia. En el Medioevo temprano resulta central la recepción crítica y reformulación agustiniana de este concepto, en conexión con las definiciones de república y pueblo de Cicerón (106-43 a. C.). No solo por medio de Agustín, sino de varios otros vehículos, los conceptos jurídicos y políticos grecorromanos se transmiten y conservan vigencia desde los primeros siglos de la Edad Media, pero es en el nuevo contexto epistemológico del siglo XIII que escolásticos como Tomás de Aquino realizan una coordinación sistemática del concepto de ley natural de raíz grecorromana con la metafísica teísta cristiana y con la ciencia política aristotélica recientemente recobrada.
Memoria
Sobre la memoria, la filosofía griega lega a la posteridad distinciones y conceptos fructíferos e influyentes [5] . En primer lugar, distingue una doble acepción de memoria intelectual y sensible. Platón, que en Menón [6] identifica aprendizaje con anamnêsis y en Fedón [7] señala enérgicamente hacia esta como prueba de la inmortalidad del alma, posteriormente trata la mnêmê o preservación consciente de percepciones [8] , aunque sin dejar de subordinarla a la primera, confirmando el rol fundamental de esta en su proyecto antropológico-metafísico. Aristóteles, por su parte, en el Peri mnêmês kai anamnêseôs (= De Memoria et Reminiscentia), distingue entre la memoria (mnemonéuein) como estado actual de poseer una imagen de algo junto con la experiencia del pasado [9] y el recuerdo (mémnesthai) como la acción de recobrar una imagen, que tiene carácter deductivo, involucra deliberación y pertenece a la parte intelectual del alma [10] . De este modo, liga estrechamente la memoria sensible con la imaginación (phantasía) o facultad de formar imágenes: los objetos de la memoria son las imágenes, en la medida en que son de objetos no presentes, lo cual, a su vez, implica la conexión entre memoria y tiempo. Aristóteles es el autor de la asociación sistemática entre percepción y presente, expectación y futuro, y memoria y pasado, la cual implica que no hay memoria del ahora en el ahora [11] . Puesto que la memoria involucra la percepción del tiempo, tienen memoria tantos animales cuantos capaces de percibir el tiempo hay. (Aristóteles encuadra al tiempo entre los sensibles comunes, como la magnitud, la figura y el movimiento). Reconoce dimensiones, rasgos o funciones tanto pasivos como activos a la memoria, al catalogarla en distintos sentidos como una afección (páthos) y una posesión (héxis) [12] . En síntesis, la teoría de la memoria de Aristóteles aparece estrechamente conectada con el espectro de las facultades sensibles; con todo, admite el recuerdo como una actividad intelectual. Una diferencia crucial entre esta teoría de la memoria y la platónica es que Aristóteles traza escaso o nulo vínculo entre memoria y trascendencia.
En la concepción de la memoria de Agustín se combinan las fuentes filosóficas, un enfoque introspectivo distintivamente personal, la influencia de los Salmos, un vivo lenguaje metafórico entroncado en la tradición literaria romana y sus desarrollos como teólogo trinitario [13] . Su visión está emblemáticamente expuesta en el famoso libro X de las Confesiones [14] . En línea con tradiciones filosóficas previas, Agustín define la memoria como el presente de las cosas pasadas [15] y la reconoce relacionada inicialmente, mediante imágenes, con los objetos sensibles y con una multiplicidad de vivencias psicológicas [16] . El reconocimiento, por autoinspección, de que poseemos ciertas nociones no correspondientes a nada sensible, las cuales hemos confiado a nuestra memoria, permite ascender desde la memoria como una facultad común a los animales hacia la memoria como una facultad intelectual. Una de esas nociones es la de la felicidad o la vida feliz. Se trata de un objeto de anhelo universal; sin embargo, ningún ser humano la posee (pero, argumentará Agustín, no se anhela lo que no se posee de algún modo)[17] . Distintivamente agustiniano es, en efecto, el reconocimiento de una sutil dinámica entre la memoria y el pensamiento actual. Si hubiéramos olvidado totalmente algo, no podríamos, ante la aparición de ciertos signos que nos permiten traerlo al presente, reconocerlo como aquello que buscábamos [18] . Más que el conocimiento de la vida feliz misma, lo que está presente en nuestra memoria no es sino la firme voluntad de ella, así como nuestra conciencia de dicha voluntad, tan firme como nuestro deseo de no ser engañados/as y de conocer la verdad. También Dios está en la memoria “una vez que aprendemos de Él”, de tal modo que lo encontremos cada vez que volvemos a ella [19] . La presencia, en la memoria, de conceptos no correspondientes a nada corpóreo, y máxime, de una realidad inmutable como la divina, plantea la problemática de la reminiscencia y la preexistencia o no del alma al cuerpo, frente a las cuales Agustín adopta diversas posiciones a lo largo de su obra. La teoría de la iluminación aparece como su respuesta más madura a estas problemáticas y ampliamente influyente en etapas posteriores de la Edad Media. Sin embargo, por lo que respecta a su concepción de la memoria, es en el análisis efectuado en las Confesiones donde se manifiesta su intuición medular respecto de esta facultad: lo característico de la memoria es que sus contenidos se nos manifiestan como desordenados y dispersos hasta que comenzamos a recogerlos y como a ordenarlos, y terminamos por formar una posesión habitual de los mismos. No obstante, no es propiamente la memoria la que realiza ese ordenamiento, sino que este compete al intelecto o a la facultad de pensar [20] . La noción de la doctrina agustiniana del verbo mental o discurso interior, de raíz estoica [21] , constituye una reelaboración posterior del análisis efectuado en las Confesionessobre la relación entre lo archivado en la memoria y el pensamiento actual. Todo lo guardado en la memoria, en la medida en que lo pensamos de manera actual, nos permite formar en nuestro interior un discurso “que no pertenece a idioma alguno”, porque es inmaterial como el alma. Para concluir, Agustín concibe la memoria como una facultad prioritariamente conservativa o retentiva. Su naturaleza intelectual se corresponde con la naturaleza de sus contenidos, pero en cuanto a su funcionamiento y operaciones, no se dice estrictamente que la memoria intelige o piensa, sino que esto corresponde a una facultad distinta de la mente o parte intelectual del alma, que se apoya en ella. La memoria, entendida como una facultad de la parte superior del alma, juega un papel fundamental en la dinámica agustiniana hacia la trascendencia.
Desde sus inicios, la falsafa o filosofía practicada en el Islam combina, entre otras fuentes, el neoplatonismo de Plotino con las teorías del De Anima [22] , al punto de que se la califique como “peripatetismo árabe”. Esta síntesis se expresa en la elaborada teoría de los sentidos internos y grados de abstracción de Avicena. Conforme al esquema trazado por Aristóteles en el De anima, los sentidos internos son los encargados de formar las imágenes, es decir, integran la información múltiple provista por los sentidos externos, cada uno de los cuales se vale de un órgano sensorio específico y adquiere una información parcial. De este modo, los sentidos internos obran como mediadores entre la percepción y el intelecto, el cual no intelige sin imágenes. En la compleja y desarrollada teoría de los sentidos externos e internos de Avicena, cada sentido interno se vincula con los órganos sensorios externos mediante los nervios y tiene asignada a su vez una parte del cerebro. La característica más clara de esta teoría parece ser la asignación dividida y clara de una facultad a cada función psíquica, sea la de aprehender, la de retener o la de combinar [23] . La denominada psicología de facultades, con base en Aristóteles, no había tenido hasta este momento un tratamiento tan detallado. Avicena manifiesta, en este como en otros temas, su ideal de filósofo sistematizador. Cada rango de las facultades internas es progresivamente más independiente de las cosas externas, esto es, de la materia, y cumple labores precisas en el marco de un proyecto general de jerarquización de lo corpóreo y sensible [24] . El último de los sentidos internos es la memoria (vis/virtus memorialis), que retiene y combina [25] un tipo muy sutil de contenidos de información o formas, las intentiones. Estas, a diferencia de las funciones sensibles inferiores, no se aprehenden mediante ningún órgano sensorio, sino exclusiva y directamente por una facultad aprehensiva interna, denominada cogitativa en los animales y estimativa en los humanos. El ejemplo típico de intentio es la peligrosidad del lobo, que la oveja capta como una información distinta de su olor, color o figura, un tipo de conocimiento sensible refinado, que resulta, así producto de una suerte de instinto, y la memoria es la encargada de retenerlo y componerlo o estructurarlo [26] .
Mientras ambos son encuadrables como deudores del neoplatonismo griego, en Agustín la memoria presenta la doble dimensión de una facultad sensible e intelectual; en Avicena, en cambio, se encuadra claramente entre las facultades del sentido interno. Es significativo, en este sentido, el hecho de que, mientras que Agustín hace de la memoria intelectual el hilo conductor desde el alma hacia la trascendencia, la memoria no juega ningún rol relevante en el argumento aviceniano del hombre volante, momento de introspección que lleva al descubrimiento del alma como sustancia espiritual [27] .
En el siglo XIII latino, el tratamiento de la memoria se nutre del peripatetismo árabe, pero se reconfigura fundamentalmente gracias al desembarco de Aristóteles, que motiva una reorientación de los intereses filosóficos hacia la cuestión de la abstracción intelectual de los conceptos universales a partir de las imágenes fundadas en la percepción. El ejemplo más claro es la concepción de la memoria de Tomás de Aquino (c. 1225-1274). Si bien esta es tributaria de la teoría aviceniana de los grados de abstracción de los sentidos internos, el compromiso con los principios generales de la noética aristotélica determina una orientación profundamente distinta de la del peripatetismo neoplatónico de Avicena. Aunque conserva el detallado análisis de las facultades sensitivas externas e internas de Avicena, entre las cuales se incluye la memoria, Tomás opera una transformación de fondo con respecto a la manera de ver la relación entre imágenes e intelección. El filósofo persa atribuye a los sentidos internos la función general de preparar, adaptar o disponer el material sensible para recibir los inteligibles a modo de emanación [28] . En cambio, en la perspectiva de Tomás, signada por el proyecto de superar el dualismo antropológico, las imágenes elaboradas por los sentidos internos son potencialmente los inteligibles mismos, los cuales el intelecto, entendido como forma esencial de cada individuo humano, abstrae o lleva de la potencia al acto [29] . Lo que, después de él, los escolásticos latinos denominan especie inteligible, está en el intelecto posible; esto significa que no hay archivo de los conceptos, que solo están en acto cuando se está pensando. Aristotélico en cuanto a esas opciones fundamentales, Aquino lo es también respecto a la cuestión de si es admisible una acepción general de memoria intelectual. El intelecto no conserva nada en el sentido estricto de la palabra, y, por lo tanto, no admite una memoria intelectual. La memoria, en sentido estricto, es de lo pasado en tanto pasado, en un tiempo determinado, bajo condiciones particulares, con lo cual pertenece propiamente a la parte sensitiva [30] . Tomás opera, en este sentido, una desplatonización casi total de la memoria, y marca de este modo una visión de la memoria en línea con el inmanentismo aristotélico.
Verdad
La noción de verdad es una pieza crucial en los Soliloquios, que contienen argumentos de Agustín contra el escepticismo académico, tales como que, en caso de que se suprimiera toda verdad, al menos sería verdadero decir “La verdad no existe” [31] . Descartado que la verdad no exista, es necesario, no solo que sea una, de suerte que su concepto mismo sea incompatible con el de verdades múltiples o parciales, sino también que sea fundante y no fundada, con lo cual es necesario, no solo que sea supraindividual, sino más aún, que sea anterior a las mentes. Pues, así como no es posible que lo que ven muchos ojos u oyen muchos oídos se reduzca a algo de la naturaleza de los ojos o los oídos mismos, sino que ha de ser independiente de ellos, análogamente, la verdad no puede ser inferior ni igual a los entendimientos, puesto que entonces sería mutable como ellos [32] . En el De libero arbitrio se apoya en su carácter imperecedero como el principio de la prueba de la inmortalidad del alma. La verdad, si bien no se reduce a esta última, no puede tener otro sujeto que el alma; ahora bien, siendo la verdad imperecedera, es necesario que también lo sea el alma en la que ella reside [33] . Agustín expone así un concepto de la verdad como independiente del intelecto [34] , y más, una concepción ontológica de la verdad. Como lo expone en la citada obra juvenil, verdad e inteligibilidad están consustanciadas, y es una y la misma su causa. Dios no solo es la condición de posibilidad de la verdad de todas las demás cosas y de que sean entendidas (como la luz, que al iluminar, es causa de la visibilidad de todas las cosas) [35] , sino que Dios es la verdad misma. Subordinada a esta concepción ontológica de la verdad, Agustín puede admitir una concepción de la verdad como relación o adecuación, similar a la que otros autores medievales formulan siglos después. Ejemplo de ello es la ya mencionada doctrina del verbo interior, desarrollada en el De Trinitate. La verdad de este verbo mental o discurso actual del alma es, en efecto, caracterizada como un lazo de dependencia (por semejanza o causalidad) respecto del conocimiento en que se originó, el cual tiene a su vez una conexión similar con su objeto [36] . En conclusión, a lo largo de su trayectoria Agustín desarrolla una concepción de la verdad que presenta elementos en relativa tensión, o mejor, complementariedad. Prima en él una definición ontológica o antepredicativa, es decir, la identificación de la verdad con el ser, y más precisamente, con Dios, pero ello no impide que, subordinada a ella, admita una noción de la verdad como relación o adecuación entre conceptos o entre conceptos y cosas.
Cuando Boecio traduce y comenta las Categoríasy el De Interpretatione, permite que se conozca en el mundo latino una concepción de la verdad alternativa al paradigma agustiniano, basada exclusivamente en las relaciones entre las palabras, los conceptos y las cosas [37] . El corpus aristotélico-boeciano se transmite al mundo latino desde los primeros siglos de la Edad Media y forma parte de la denominada Logica Vetus, que integra la herramienta básica del mundo intelectual de las escuelas de dialéctica (filosofía) del siglo XII. En la senda marcada por Aristóteles cuando establece los enunciados declarativos como sede de la verdad y la falsedad [38] , los maestros del siglo XII formulan las primeras teorías que no ponen como sede de la verdad ni a la realidad extramental ni al intelecto, sino a los significados de los términos o de las proposiciones [39] . Esta nueva aproximación al problema de la verdad es retomada en el siglo XIV por autores que encarnan la vía terminista, como Guillermo de Ockham, y para esa época aparecen, ya, tratados específicos sobre la verdad de la proposición; en ellos ya no se recurre a la metafísica para la definición de la verdad, sino a la teoría lógica de las propiedades de los términos, como la significación y la suposición. Sin embargo, el siglo XIII trae todavía una nueva y culminante fase de evolución de las visiones metafísicas o antepredicativas de la verdad [40] . En gran medida, este nuevo auge de la concepción antepredicativa viene impulsado por la recepción de la Metafísica [41] .
El ejemplo emblemático de esta etapa es la teoría de la verdad como adecuación de Tomás de Aquino. Tomás establece como polos de dicha adecuación (no muy lejana a una relación de similitud o semejanza) al intelecto y la cosa. Tomás integra la identificación de Dios con la Verdad misma [42] con una teoría de la verdad que se considera análoga a las modernas teorías de la correspondencia. Estratifica, en un esquema único, la verdad como adecuación de la cosa y el intelecto divino (en tanto la creatura es creada conforme a razón, puesto que el intelecto divino es un intelecto práctico o productivo) y de la cosa y el intelecto humano (adecuación que en principio es potencial, pues el intelecto humano es solo especulativo) [43] . También refiere a las cosas como verdaderas por formas inherentes [44] y a las proposiciones como verdaderas en sentido derivado con respecto a los conceptos del intelecto [45] . Esta teoría de la adecuación obra, así, como una integración del trascendentalismo agustiniano y el inmanentismo aristotélico. Entre sus fuentes también se cuenta, por cierto, Avicena. Este distingue la verdad del ser necesario de la del ser posible, y en esta segunda esfera sitúa una verdad en los singulares, una verdad de la proposición y una verdad de los conceptos, además de definir en general la verdad como una comparación o relación [46] . El elemento novedoso en la concepción de la verdad de Aquino reside en situar la verdad primariamente en el intelecto y solo ‘secundariamente’ en las cosas que se conforman a él. A tal punto la presencia del intelecto es intrínseca a la definición de la verdad, que, si no existiera intelecto alguno, nada sería verdad [47] Pero este relevante giro aristotélico no impide el acuerdo de fondo de Tomás con la gran tradición en materia de teorías de la verdad: se trata de una culminación, al modo de las grandes síntesis escolásticas, del paradigma antepredicativo, y no de una ruptura con este. Tomás atribuye una nueva relevancia al intelecto humano en la definición de la verdad, y prioritariamente al intelecto del Creador, pero no deja de situar la causa de la verdad en las cosas mismas o en estados de cosas. Por ambos elementos, su visión de la verdad mantiene conexiones de fondo con la tradición precedente.
Para concluir, tanto en el modelo agustiniano como en el tomasiano existe una conexión entre las nociones de memoria y verdad, en la medida en que sus respectivas teorías de la memoria abordan esta facultad primariamente como una potencia cognitiva, esto es, como una parte del proceso de conocimiento. Ahora bien, en la medida en que la verdad tiene sede en la realidad, pero también depende de una operación activa del intelecto, y en la medida en que la memoria aparece conectada con esa facultad superior de conocimiento, la memoria resulta clave en el establecimiento de la verdad. Parece evidente que cuando la teoría de la verdad se autonomiza de la metafísica y la teoría del conocimiento, la memoria, junto con el problema cognitivo en su conjunto, dejan de tener incidencia, siquiera indirecta, en la definición del concepto de verdad.
Justicia
Para la temprana concepción medieval de la justicia política resulta significativa la reflexión que Agustín efectúa en el libro XIX de La Ciudad de Dios en torno de los conceptos de república, pueblo, justicia y su interrelación. Agustín parte de una versión abreviada de la definición ciceroniana de república (res publica; cosa o asunto del pueblo) y de la correlativa definición de pueblo como reunión de la multitud asociada en el consenso del derecho y la comunión de utilidad (“coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus”). Propone una definición alternativa de pueblo como reunión de la multitud racional asociada en la concorde comunión de cosas que ama (“coetus multitudinis rationalis rerum quas diligit concordi communione sociatus”). Los conceptos introducidos en la definición agustiniana permiten dar por pueblo solo a aquel que se conduce con racionalidad y ama lo que debe ser amado, así como apartarse de toda identificación del derecho comunitario con la utilidad del más fuerte. Aunque Agustín no atribuya a Cicerón esta última concepción, tampoco hace referencia alguna al fuerte contenido moral que tiene el concepto ciceroniano de la república, así como del derecho natural sobre el que se asientan las comunidades humanas y sobre los fines que las unen [48] . El mismo Agustín, en etapas anteriores, ha sido receptivo a la concepción grecorromana de la ley natural, al hablar de pactos eternos y de una ley inscripta por Dios en el corazón del hombre, así como en el Viejo y Nuevo Testamentos [49] . Sin embargo, en el presente contexto su visión de la relación entre el derecho humano y la ley divina se vuelve más bien de naturaleza instrumental; no hay registro del iusnaturaliamo ciceroniano y en su lugar Agustín despliega una concepción de la justicia, en continuidad con las nociones de república y pueblo, determinada por su contraposición entre las dos ciudades, la celestial y la terrena. La justicia es la virtud de distribuir a cada uno lo suyo, argumenta, y no puede haber verdadera república ni verdadero pueblo donde dicha virtud no exista. Asimismo, donde no hay derecho, tampoco existe justicia alguna ni república [50] . Pero no hay mayor justicia que rendir culto a Dios, y así los romanos, con su culto a múltiples dioses, incurrieron en la mayor de las injusticias; incluso aquellos virtuosos que hubieren practicado el dominio del cuerpo y las pasiones [51] . Solo cuando Dios impere sobre el hombre y el hombre se someta a Dios se realizará la justicia perfecta y, en consonancia, el cuerpo se someterá al alma, la carne al espíritu, la razón a las pasiones y el vicio a la virtud [52] . Un sometimiento perfecto y una perfecta justicia, que equivale a una perfecta paz y felicidad, no puede realizarse más que en la otra vida, en la sumisión sin conflicto ni resistencia de una naturaleza humana restituida, o en esta vida, en el sometimiento de la carne al espíritu, del cuerpo al alma y de las pasiones a la razón. En suma, si bien Agustín introduce las definiciones ciceronianas, y al hacerlo garantiza la transmisión de esta decisiva fuente del pensamiento grecorromano. Sus propias definiciones recogen elementos de Cicerón, y mediante él, del proyecto republicano platónico [53] . La visión agustiniana supone una decisiva transfiguración de los mismos dentro una cosmovisión cristiana. En el contexto de estos pasajes decisivos sobre la justicia y otras nociones que están asociadas se omite toda referencia a la tradición grecorromana del derecho natural, y en contrapartida, se resalta la dependencia directa del orden humano, individual pero también colectivo, respecto de un Dios personal, trascendente, providente y dador de gracia y de la mediación de Cristo (sin que por ello resulte anulada la libertad humana).
La Edad Media no recibe las definiciones ciceronianas de justicia y república solamente de la voz crítica de Agustín. Con los aportes, entre otros, de Cicerón [54] , del derecho justineaneo y de los Padres de la Iglesia se conforma la tradición medieval del derecho natural, estructurado en tres niveles. En el ius naturale, común a todos los animales, se cuenta la unión entre macho y hembra, la procreación y cuidado de la prole, la libertad de todos los animales, racionales e irracionales, y la propiedad común de los racionales sobre todas las cosas. El ius gentium, exclusivo de los racionales, supone la anulación, al menos parcial y por causas razonables o útiles, del ius naturale, e incluye la captura de animales salvajes, la esclavitud por guerras, la propiedad privada, la ocupación de tierras inhabitadas, la división de campos, el comercio y la institución de reinos. El derecho civil es el nivel de máxima particularización y actualización de las relaciones jurídicas [55] . La discusión sobre cómo se distinguen y articulan precisamente entre sí estos tres derechos cobra fuerza a partir del siglo XII entre los juristas [56] .
La transformación que sufre el mundo intelectual europeo en el siglo XIII en cuanto al esquema y la metodología del saber en general, sus instituciones y sus respectivas profesiones, las fuentes y autoridades disponibles (notoriamente, la Política y las Éticas aristotélicas) redunda en una reorganización y división de las ciencias relativas a la praxis humana [57] y una sustantiva redefinición de las nociones de justicia, derecho y ley. Un exponente del nuevo paradigma es Tomás. En lo que respecta al concepto de ley natural, no es una figura excepcional, sino que se inscribe en una sutil evolución y transformación del modo en que los maestros universitarios asimilan y reelaboran las tradiciones recibidas [58] . Su acceso a las fuentes de la temática de la justicia en particular y de otras asociadas con ella es dispar [59] . Si bien hereda y adopta formatos de discusión [60] y definiciones clásicos, los supera al desarrollar una teoría sistemática de la ley. Así, procura establecer claramente las diferencias y relaciones entre la ley y la operación del agente racional [61] ; entre ley y virtud [62] y entre la naturaleza esencialmente correctiva de la justicia legal y la educación [63] . Define la ley en términos formales tanto como de contenido (la ley requiere haber sido sancionada para adquirir fuerza de tal, pero no será ley si carece de un contenido racional) y como referida al orden social, pues está ordenada al bien común y no al individual [64] . En el arquitectónico tratado de la ley de la Suma de teología, Tomás articula y subordina cuatro niveles de leyes [65] : la ley eterna o providencia, por la cual Dios gobierna el universo [66] ; la ley natural, que no es sino la luz natural de la razón por la que podemos discernir el bien del mal, y por la cual se dice que la creatura racional participa o tiene una semejanza de la ley eterna [67] ; la ley humana [68] , que procede por derivación de conclusiones o determinación particular de dictámenes no contenidos en la ley natural más que de manera general o potencial [69] , y la ley divina, equivalente a la Revelación, necesaria para alcanzar el fin sobrenatural [70] . La necesidad de superar el modelo agustiniano e introducir la ley natural entre la ley eterna y la ley humana, señalada precisamente a propósito de una objeción en la que se cita a Agustín, se funda en la condición del intelecto humano. Siendo inferior al divino, que posee tanto determinaciones generales como particulares, la creatura racional no puede tener un conocimiento de la ley eterna más que en común o de manera universal, y precisamente dicho conocimiento en común es la ley natural [71] . La ley humana, en tanto tal, no es sino la derivación de conclusiones particulares a partir de la ley natural, y en ese sentido puede identificarse como el fruto de la praxis política efectiva, entendida como un ejercicio racional y descrita con detalle por Aristóteles.
En conclusión, la definición ciceroniana de la justicia tiene en Agustín una de sus principales puertas de ingreso a la Edad Media, pero se da en el contexto de la crítica a los proyectos antropológicos y políticos de la Antigüedad como basados exclusivamente en la razón, esto es, en la filosofía. Al mismo tiempo que transmite la definición clásica de la justicia, Agustín muestra la debilidad esencial de toda justicia, considerada con independencia de la asistencia gratuita de Dios, es decir, cuestiona de raíz la posibilidad de una auténtica justicia en una comunidad no cristiana. En cambio, Tomás de Aquino articula sistemáticamente el providencialismo cristiano, la tradición helenística y patrística de la ley natural y la nueva ciencia política aristotélica. Ello se explica por elementos precisos de su propia epistemología, pero también por el espíritu del nuevo paradigma científico de su época y porque los conceptos grecorromanos de justicia y derecho constituyen fuentes ineludibles para el pensamiento jurídico y político del siglo XIII.
Conclusiones
Repasaremos las conclusiones obtenidas hasta aquí en lo respectivo a los conceptos de memoria, verdad y justicia en algunos autores centrales del Medioevo latino cristiano. Por lo que respecta a la memoria, Agustín cifra en ella el inicio del camino a la trascendencia, mientras que Avicena no le atribuye más que un papel dispositivo para la emanación; Tomás, en tanto, conserva la descripción técnica de la memoria de Avicena, pero la inserta en una teoría aristotélica del conocimiento. En cuanto a la verdad, si bien Tomás opera una introducción decisiva del intelecto en la definición de la verdad como adecuación, intenta coordinarla sistemáticamente con la identificación, de raíz agustiniana, de la verdad con Dios. Ambos se mantienen dentro una concepción antepredicativa de la verdad. Finalmente, mientras que la noción ciceroniana de justicia es impugnada por Agustín como insuficiente desde la perspectiva de una comunidad cristiana, Tomás incorpora la teoría de la ley natural, recibida por diferentes vehículos, y la coordina sistemáticamente con el teísmo cristiano y el aristotelismo político.
Cabe, tras las conclusiones alcanzadas, una breve reflexión final. Hemos dicho al comienzo que, más allá de la diversidad de corrientes e influencias que recorren los conceptos de memoria, verdad y justicia en la Edad Media, está fuera de duda que una visión estrictamente coordinada de los tres resulta, en la época medieval, inhallable. El lema Memoria, verdad y justicia, en contraposición, encierra una profunda unidad conceptual, dada principalmente por el modo en que se concibe el primero de esos conceptos. La famosa tríada acuñada en el marco de las luchas por los derechos humanos en la era contemporánea, conscientemente o no, hace referencia al pensamiento sociológico europeo del siglo XX y su tesis fundacional de que no hay memoria individual sino dentro de un marco o contexto social [72] . El recordar se lleva a cabo indefectiblemente dentro de los diversos grupos sociales en los que se inscribe un individuo, sea la familia, la comunidad religiosa, la clase social, etcétera. Dicho recordar es, así, una tarea social antes que individual, y activa, o más precisamente reconstructiva, y por eso siempre sujeta a modificación en su ejercicio efectivo. Las otras dos partes de la tríada, la verdad y la justicia, llevan la misma impronta. No hay verdad ni conquista de la justicia sino por parte del sujeto colectivo.
La concepción filosófica medieval de la memoria en sus diferentes representantes, y en conexión con la concepción filosófica grecorromana, ostenta, en cambio, una impronta netamente deudora de la tradición filosófica, en la que prima la memoria individual. La memoria tiene lugar, primordial y esencialmente, en Dios y en el alma, y la impronta individualista se acentúa en el subjetivismo cristiano, marcado magistralmente por San Agustín e incrementado desde el siglo XII, en que se inicia la historia del surgimiento de la subjetividad. Esto no significa, por supuesto, que la Edad Media no haya formado un concepto de memoria social o colectiva [73] , pero este viene subordinado a la memoria individual. Del mismo modo, las concepciones medievales de la memoria, la verdad y la justicia ostentan dimensiones claramente activas, lejos del rígido y esquemático objetivismo que antaño se les ha atribuido. En la empresa de conocer la verdad y hacer justicia, tanto las formulaciones más deudoras del neoplatonismo como las más afines al aristotelismo hacen lugar, cada una a su manera, a la agencia del ser humano concreto, corporizado e inserto en un ambiente social e histórico. Pero dicha agencia está coordinada con nociones universales y metafísicas de verdad y justicia. En todo caso, las diversas teorías medievales sobre los tres conceptos en juego se diferencian entre sí por el modo en que ensayan dicha subordinación y coordinación.