Introducción 1
Calificadas de ‘hot stuff’ en 2003 (Braund y Most 2003: 1) y de ‘major research topic’ el año pasado (Chaniotis 2021: 10), las emociones siguen hoy en día en la cumbre de la ola, acaparando la atención de variadas disciplinas aplicadas a desentrañarlas: entre otras, la neurociencia, la psicología, la filosofía, la historia y también, por cierto, los estudios sobre la antigüedad. Abordadas desde ángulos tan disímiles, las emociones han demostrado un gran potencial para producir nuevos conocimientos –lo que resulta evidente a partir de la profusa bibliografía que han venido generando– y, en ese desarrollo, su estudio ha alcanzado un estatus científico específico2.
Sobre la base de una profunda reflexión teórico-metodológica acerca de las particularidades de su objeto y de los amplios alcances de su campo de investigación, su análisis ha sabido producir importantes y notorios avances desde hace ya décadas. En este sentido, los estudios clásicos en particular han sabido capitalizar lo que otras disciplinas –sobre todo la psicología y la historia– han indagado al respecto y no debe poco a ellas en sus trabajos más relevantes, aspecto que deja al descubierto la necesidad de un cruce interdisciplinar3.
En el contexto de dichos desafíos y dificultades, el presente trabajo tiene como intención dar cuenta de los avances que se han producido en los últimos años en el estudio de las emociones, focalizando sobre todo en la Grecia antigua, a los efectos de ofrecer un amplio panorama teórico que pueda ser de utilidad para quienes opten por adentrarse en el campo4. Con ese fin en mente, examinaremos en la primera sección el concepto de “emoción” y sus particularidades y en segundo lugar nos ocuparemos de pensar los alcances del páthos en el mundo griego a partir de la consagrada perspectiva aristotélica, presentando sus ventajas y limitaciones, y reflexionaremos sobre las posibilidades de su estudio por parte de los investigadores del mundo antiguo.
Emoción, emociones: ¿a qué nos referimos?
Antes de precisar el contenido del concepto, comencemos diciendo que, de un modo general, se ha trazado una distinción entre dos formas de concebir las emociones: por un lado (i) las teorías ‘orgánicas’, que promulgan una visión ‘transcultural’ y ‘universal’ de los afectos, a los que considera una expresión innata y uniforme en todas las culturas, derivadas de la parte animal de nuestra naturaleza (Ekman 19822 , Buss 1994);5 por otro lado, y opuestas a ellas, (ii) las concepciones ‘culturales’ de las emociones, que las hace depender de los valores y las costumbres socio-culturales (creencias y normas compartidas), de acuerdo con los cuales estas emociones son construidas (Averill 1980 y 2005)6. Esta perspectiva ‘constructivista’ de orientación social presupone entonces que un determinado entorno conduce a reacciones emocionales determinadas, esto es, a experiencias sentimentales construidas y experimentadas según el contexto.
Antes que ellos, los ‘cognitivistas’ ya advirtieron que las emociones involucraban un componente cognitivo esencial y se enfrentaron también a quienes veían en los afectos fenómenos corporales, innatos, sin relación con el pensamiento. A su entender, las pasiones proveen juicios de valor, implican la apreciación o evaluación de un elemento externo –entendido como un objeto intencional, visto e interpretado por la persona–, fundamentado en creencias y percepciones del individuo en relación con la sociedad a la que pertenece; las emociones no están entonces causadas simplemente por el objeto en cuestión o una situación específica (Arnold 1960)7. Esta instancia decisiva de la evaluación se produce entre el estímulo percibido (proveniente del mundo exterior o de la memoria) y la respuesta generada. Para decirlo de otro modo, de acuerdo con este posicionamiento conceptual, las emociones no estarían suscitadas por los hechos en sí, sino por la evaluación que hacemos de estos, lo que explica que la teoría en cuestión reciba en algunos casos el nombre de ‘teoría de la evaluación’ (appraisal theory)8. Sobre esta dimensión cognitivo-evaluativa, algunos asientan la distinción entre las emociones propiamente dichas y los simples apetitos corporales (como el hambre y la sed) o las meras disposiciones o humores, tales como la irritación o la depresión, que estarían más cercanos a procesos biológicamente determinados (Konstan 2006: 39).
En otras palabras, según esta mirada, las emociones proveen juicios de valor sobre un “objeto” externo percibido; constituyen un proceso cultural, social y colectivo que no puede reducirse a la espontaneidad. Están constituidas por lo menos por interacciones mutuamente transformadoras entre sistemas biológicos, físicos y socio-culturales, puesto que a un primer sistema más intuitivo, automático, preconsciente e irreflexivo de la experiencia humana le sigue otro, más lento, reflexivo y gobernado por reglas.. Emoción y cognición son en realidad fenómenos complementarios, en la medida en que las emociones denotan racionalidad al tratarse de procesos inconscientes que se tornan conscientes (y normados socialmente bajo marcos regulatorios afectivos), afectando las creencias y las percepciones de los individuos.10
Las diferentes concepciones en torno de lo que es una emoción y de cómo ocurre, sumadas a los particulares intereses que cada disciplina proyecta al recortar y explicar su objeto de estudio, han vuelto prácticamente imposible arribar a una definición única del concepto que pueda ser válida para todos. En rigor, el uso corriente del término ‘emoción’ también vincula una serie de fenómenos no siempre equiparables –no es una categoría natural ni menos universal, conceptualmente hablando– y ello podría obrar también en contra de un uso científico uniforme y específico. Así, los diversos sentidos de la palabra se trasladarán a las distintas perspectivas teóricas, que preferirán una definición de corte biológico, si se vinculan con la fisiología y la psicología, o más bien relacionada con la cognición y el intelecto, si su interés es filosófico o ético.11
Algunos teóricos han buscado traducir esta variedad conceptual a través de la taxonomía que provee el léxico y con esa intención han discriminado, por ejemplo, entre los conceptos de ‘emoción’ y ‘afecto’, o ‘emoción’ y ‘sentimiento’, procurando con esta discriminación limitar y clasificar los distintos niveles y categorías de las experiencias emocionales. Cabe decir, no obstante, que tampoco este procedimiento registra un uso uniforme.12 Valga como ejemplo la propuesta de Griffiths (1997, 2004), mayormente citada, que restringe el nombre de ‘emoción’ a las pasiones altamente cognitivas –como la culpa o la vergüenza– diferenciadas de los ‘afectos’ espontáneos, de corta duración, y de las apariencias socialmente sostenidas que imitan a estos afectos, pero que involucran la adopción de un rol social prescripto. A través de esta clasificación, Griffiths termina negando la posibilidad del uso del término ‘emoción’ para indicar una categoría psicológica en un contexto científico. Fracasado entonces este tipo de discernimiento, nos basamos en la postura mayoritaria al considerar que, fuera de los estudios estrictamente neuropsicológicos, no resulta de utilidad discriminar entre los términos ‘afecto’, ‘sentimiento’, ‘emoción’ o ‘pasión’, a sabiendas de que no son percibidos de forma homogénea en todas las lenguas.13
En cuanto a la diferente conceptualización de la naturaleza de lo afectivo, en los últimos años observamos una tendencia creciente a favor de tender un puente entre las concepciones biológicas y las culturales de las emociones, debido a que su tajante oposición resultaría en rigor una “falsa antítesis” (Cairns 2003: 14; cfr. también Kövecses 2000; De Sousa 2008). Sin duda las emociones están sujetas a la manera en que interpretamos y juzgamos el comportamiento y los motivos del mundo que nos rodea, especialmente las acciones y pensamientos de los otros, de acuerdo con los valores y creencias de un determinado contexto histórico-social. No obstante, como señala retóricamente Konstan (2022b: 9) en un trabajo de recientemente aparición, cabría preguntarse si una mente totalmente desprovista de corporalidad estaría en condiciones de experimentar emociones. La duda no es baladí, ya que toda emoción está enraizada en nuestra naturaleza física, pues provoca experiencias físicas que en ocasiones escapan al control de quien las experimenta. Esta dimensión se hace más manifiesta en un grupo de afectos en apariencia menos racionales, que despiertan respuestas fisiológicas inmediatas, tanto corporales como psicológicas –pensemos en el temblor, el erizamiento de la piel, el sudor, la aceleración del ritmo cardíaco, la ansiedad, etc.–, difíciles de contener voluntariamente. Se trata de manifestaciones que pueden incluso alterar nuestro comportamiento mediante acciones del tipo de la parálisis, la huida, los gritos o el llanto.14
Para algunos estudiosos de las emociones, que optan por trazar líneas que diferencien estas expresiones subjetivas, se trata de emociones más básicas y primitivas, a los que llaman ‘afectos’, entre los cuales suele mencionarse el miedo, porque impacta físicamente de modo similar en todos los individuos. La corporalidad del fenómeno no está, sin embargo, desprovista de una evaluación racional menos instantánea y depende fuertemente de las circunstancias de su aparición. En efecto, no todos sentimos temor por los mismos objetos o por los mismos motivos. Cada cultura percibe –y construye– sus propios temas y figuras amenazantes, dependientes de su idiosincrática relación con el mundo en el que está inmersa. Así, por caso, el miedo a la muerte –que para algunos es la forma que explica todas las formas de miedo– depende de las creencias religiosas y filosóficas acerca de la vida, de modo que su expresión no escapa tampoco a las normativas que regulan su expresión (Chaniotis 2012: 16).15 A partir de esta constatación (y de otras igualmente válidas que se pueden pensar al respecto), vale indicar que, a la par que lo físico, lo cognitivo y lo socio-cultural están estrechamente vinculados en la experiencia emocional y la definen finalmente como tal.
La integración entre los afectos más básicos y las emociones altamente cognitivas en un mismo concepto, como suele postular la crítica que aplica estas nociones a las ciencias sociales y las humanidades, implica el trazado de una secuenciación –o gradación– entre la reacción biológica primera y la valoración o juicio del sujeto que siente. Esta propuesta ha sido defendida, entre los estudiosos del mundo clásico, por D. Cairns, quien ha puesto el énfasis en las características compartidas mediante la sintomatología o la expresión, teniendo en cuenta que los elementos de evaluación entre las diferentes categorías que integran las emociones no son del todo heterogéneos (Cairns y Fulkerson 2015b: 5-6). Desde esta perspectiva, habría una continuidad entre lo físico y cognitivo en tanto se dan inextricablemente vinculados en los individuos (Cairns y Nelis 2017b: 18).16
Del lado del constructivismo psicológico se sustenta científicamente esta amalgama entre psicología y contexto social.17 Propuestas como las del afecto nuclear (core affect) –término acuñado por Russell (2003, 2009) para designar el ingrediente básico de la emoción– sería un ejemplo en tal sentido. Este ‘afecto nuclear’ sería un proceso cognitivo difuso, un estado neurofisiológico, que adquiere significado cuando llega a estimularse la cualidad afectiva, que es consciente y genera en su progreso un proceso emocional específico. Así, el afecto nuclear no siempre evoluciona hacia un episodio emocional, pero, cuando ello sucede, se provoca una puesta en reacción por parte del individuo de unos antecedentes particulares, de un proceso de atribución de estos y de una evaluación de sus causas, acciones y reacciones, entre otros elementos. En esta concepción, el lenguaje juega un papel importante como ayuda para la categorización de la experiencia: el nombre que se le otorga a cada emoción contribuye a su interpretación. Cuando entre los participantes se comparten historias de socialización y aculturación, el episodio podrá categorizarse con un término emocional coincidente. Como se ve, de acuerdo con esta propuesta, las emociones no son entidades objetivas, sino construidas, a partir de un grado de una creciente elaboración que se pone en juego en los episodios emocionales.18 En esta perspectiva, el sujeto deviene entonces un constructor activo de sus propias emociones y no un pasivo receptor de estímulos externos, sensoriales. El constructivismo psicológico, tal como el constructivismo social, es un modelo de análisis que contempla el rol del contexto social en el proceso cognitivo al centrarse en la interacción entre los sucesos mentales y sociales, las relaciones intersubjetivas, la interacción entre quien percibe y el mundo a su alrededor; al mismo tiempo, su mirada está puesta sobre todo en las experiencias y la neuro-fisiología del individuo, pues destaca que es el cerebro es el que construye el sentido y prescribe cómo actuar, antes que en la cultura y la sociedad, como sucede con el constructivismo social.19
A partir de lo expuesto, se hace evidente que una definición comprehensiva y precisa del concepto de emoción deberá contemplar los diferentes fenómenos a los que pueda aludir, incluyendo las expresiones corporales no siempre voluntarias y los compromisos mentales y de juicio con respecto al entorno. Vale decir, es preciso incluir en la noción de emoción su carácter de constructo socio-psico-biológico. Por ello mismo, sería factible compartir la definición que propone Munteanu (2012), porque se trata de la propuesta de una filóloga clásica y porque repara precisamente en el amplio rango de factores mentales y físicos a los que, como vimos, el concepto de emoción hace referencia:
An emotion (…) consists of a response to environmental stimuli that often produces physiological changes (i.e. flow of adrenaline, heart rate); it involves a psychological evaluation (cognitive and affective) of the stimuli; and, finally, it often leads to action and motivation. Philosophically speaking, an emotion raises problems that pertain to morality and rationality; sociologically, the emotion may vary in intensity and symptoms, according to factors related to culture, gender, age group, etc. (2012: 3)20
Como se ha dicho, en la expresión de las emociones el lenguaje cumple una función fundamental y es por ello la filología una disciplina adecuada para estudiarlas. La dimensión lingüística de las emociones cubre, de hecho, muchos aspectos. En principio, otorgarles un nombre: aquí sin duda la primera dificultad reside en traducir los términos emocionales de una lengua a otra, porque los términos reflejan ideas y pensamientos ajenos que nos exigen también preguntarnos por nuestra propia lengua y cultura. Este desafío no solo ocurre cuando traducimos de una lengua antigua a una moderna, sino que se plantea al momento de querer traspasar vocabulario entre idiomas modernos. Los conceptos emocionales referidos y definidos en diferentes lenguas pueden no ser del todo congruentes, en tanto codifican categorías cognitivas histórico-culturales específicas; aun así, es posible comparar las situaciones en que esas emociones ocurren y detectar dónde se solapan y coinciden semánticamente.21 En el caso particular de la filología clásica, al problema léxico se suma los obstáculos inherentes a la diacronía: la confrontación de nuestras concepciones afectivas con la de los antiguos griegos es entonces un caso de comparatismo transcultural, una tendencia que empieza a tornarse relevante en una serie de estudios muy recientes que se ocupan de escudriñar los contrapuntos entre culturas diversas entre sí, como la griega y la china (cfr. Konstan 2022a).22
Pero el lenguaje no solo hace explícitas las emociones; además, y al mismo tiempo, influye en nuestra propia experiencia afectiva, ya que estructura conceptualmente la experiencia afectiva cuando la etiqueta, dejando su huella en nuestro modo de percibirla: las hace visibles y accesibles, las enriquece.23 Como la lengua da forma a nuestro modo de percibir y darle sentido al mundo, en esa dirección los diferentes modos de conceptualizar y categorizar una emoción inciden tanto en el hablante como en el interlocutor, modificando inclusive los sentimientos de ambos. En virtud de esta instancia, todos aquellos discursos que discuten o argumentan acerca de las emociones (‘emotion talks’) ofrecen un conocimiento crucial acerca de la naturaleza de los esquemas culturales de una emoción (Eidinow 2016: 97). En ese sentido, se ha destacado el hecho de que, en su intento por expresar y hacer accesible una experiencia subjetiva psicológica como la afectiva, la lengua logra recoger nuestra experiencia corporal, fisiológica, en los sistemas metafóricos o metonímicos que la conceptualizan. En efecto, es común que se expresen las emociones a través de expresiones metafóricas o metonímicas que ponen el foco en la sintomatología corporal.24 De ese modo las pasiones se vuelven fenómenos más concretos, vívidos y visibles, recordándonos además que son también algo palpable y material (Kövecses 2000). El repertorio metafórico emocional es un material de estudio muy rico para acceder a la naturaleza de la representación de experiencias subjetivas por medio del lenguaje y, aunque a primera vista resaltan las coincidencias en los modelos metafóricos de diferentes culturas, en virtud de las limitaciones que imponen las experiencias fisiológicas y sintomatológicas compartidas por la corporalidad de los sujetos, la naturaleza de su elaboración y el modo de su articulación son, sin embargo, aspectos particulares de cada cultura.
Por otro lado, es evidente que experimentamos más emociones que las que nombramos.25 Hay que aclarar que la notoria ausencia de ciertas etiquetas afectivas no indica la inexistencia de tales experiencias pasionales. Las razones que habilitan esto pueden ser varias: el hecho de que una emoción esté poco, mal o nada representada en el lenguaje (‘hypocognized emotion’) dependerá de cómo los sujetos valoren la situación que viven y la atención que le prestan. También puede darse la situación contraria, esto es, emociones para la cuales una sociedad tiene una estructura cognitiva muy elaborada, lo que puede reflejarse a nivel léxico (‘hypercognized emotion’). Como hemos advertido más arriba, ese proceso cultural –sea muy, poco o nada sofisticado– incide en la manera en que la emoción es experimentada conscientemente por los miembros de una comunidad.
No obstante, la función mediadora del lenguaje no se restringe a expresar las emociones: la lengua puede también esconderlas, a veces de una manera ambigua que termina finalmente delatándolas (Chaniotis 2012b: 14). La expresión de las emociones puede formar parte de la estrategia retórica de la comunicación y estar dirigida al control del pensamiento y las acciones de los otros. Pensemos, por ejemplo, en el uso institucional de una emoción como el miedo, para seguir con un ejemplo ya comentado, que sirve para controlar el orden político-social: el miedo a la ley encamina la conducta de los ciudadanos. Las emociones están implicadas en la interacción social de los sujetos y no debemos entonces limitarnos a indagar sobre las etiquetas emocionales o a los discursos que hablen sobre afectos. Se hace, por lo tanto, imprescindible ampliar la investigación hacia aspectos de la pragmática y la performance, hacia la determinación de aquellos “escenarios cognitivos” –así los llama Wierzbicka (1999)– donde las emociones suceden, o de los “libretos” involucrados –como prefieren denominarlos Cairns (2008) o Kaster (2005).26 Considerar estos escenarios o guiones implica reconstruir la narrativa breve que acompaña las condiciones en que una emoción ocurre, así como las percepciones y apreciaciones de esas condiciones y las respuestas que de ellas resultan.
Las emociones, que también pueden ser consideradas roles sociales transitorios (Averill 1982) o prácticas sociales organizadas por narrativas que actuamos y también contamos (Rosaldo 1984), tienen una acción y están estructuradas narrativamente como un evento: es posible determinar sus causas, la intencionalidad y las respuestas (Cairns 2022). Vistas de ese modo, teniendo en cuenta el repertorio que las caracteriza, podremos desentrañar el significado de aquellas emociones para las cuales una cultura tenía un nombre, pero al mismo tiempo sería factible recuperar aquellas que estaban fuera de las previsiones de su taxonomía.
Las emociones griegas
El término griego genérico para referirse a la emoción era páthos. Esa es la palabra usada por Aristóteles para designar específicamente una serie de sentimientos y afectos que hoy identificamos como emociones. El sustantivo no está exento de debate: algunos prefieren traducirlo por ‘afección’, ya que πάθος (o πάθημα) es, etimológicamente hablando, “todo aquello que nos afecta” (del verbo πάσχω). Como bien advierte Sartre (2016), en griego existían también otros términos que se corresponderían, mejor que πάθος, con nuestra propia terminología –que proviene del latín movere–, como θόρυβος, κίνησις, o ταραχή.27 Lo importante del uso aristotélico, de acuerdo con Konstan (2020: 377), reside en el hecho de que el Estagirita creaba con este uso una categoría conceptual.28 Asimismo, nos ha dejado el primer tratado sistemático acerca de las emociones, en el libro II de su Retórica, una visión de cómo los páthe se conciben y se experimentan en la antigüedad. En ese contexto, las emociones son definidas de la siguiente manera (Retórica 1378a20-3):
Las emociones (πάθη) son aquellas por las que [los hombres] cambian y difieren con respecto a sus juicios (πρὸς τὰς κρίσεις), y a las que les siguen pena (λύπη) y placer (ἡδονή), como la cólera, la piedad, el temor y todas las otras semejantes y sus opuestas.29
Como se advierte en su conceptualización, Aristóteles fue el primero en destacar el componente cognitivo esencial de las pasiones y en determinar los factores sociales, culturales y psicológicos involucrados en ellas, al tiempo que destacaba el modo en que afectan nuestras opiniones y creencias.30 La lista estándar de las doce emociones básicas que provee en la Retórica –cólera (ὀργή), calma o satisfacción (πρᾳότης), amor y odio (φιλία y μῖσος), temor y coraje (φόβος y θάρσος), vergüenza (αἰσχύνη), gratitud (χάρις), piedad (ἔλεος), indignación (νεμεσᾶν), envidia (φθόνος) y emulación (ζῆλος)–31 se limita a las respuestas afectivas relacionadas con la persuasión del oyente, es decir, las adecuadas para un tratado de oratoria.32
Para el filósofo (Retórica 1356a1-4), las emociones son uno de los tres modos propiamente retóricos (ἔντεχνοι πίστεις) de persuasión (es decir, aquellos modos que dependen de la inventiva del orador), conformando una tríada junto con la argumentación discursiva (λόγος) y el carácter (ῆθος). Por fuera de la Retórica, asimismo, cabe señalar que se ocupa de las pasiones también en sus elaboraciones teóricas éticas, sobre todo en la Ética a Nicómaco, aunque allí su interés se concentra en su relación con la moral y las virtudes, desde una perspectiva más bien reguladora.33
El maestro de Aristóteles, Platón, también habló de las emociones en sus diálogos, pero de una manera desperdigada, no sistemática, sin explicitar un concepto que defina los sentimientos y afectos mencionados, como la cólera, el amor, la envidia, el arrepentimiento, entre otros.34 Por otra parte, no se puede ignorar que los personajes que intervienen en ellos dan muestras de experiencias afectivas y episodios emocionales. Debido a su peculiar doctrina de la bipartición –o tripartición– del alma entre una parte racional y otra irracional, y la postulación de la dualidad irreductible entre cuerpo y alma, desde la óptica platónica las pasiones quedan asociadas a nuestro costado más físico e irracional. Sin embargo, sería simplista afirmar que Platón condena por este motivo sin más las emociones: para él, juegan un papel importante en la vida moral y política por su alto impacto en los juicios de los hombres y, como tales, deben ser educadas.35 De hecho, considera que muchas de ellas son peligrosas: la asociación de ciertas emociones con la poesía en general y el drama en particular, por su naturaleza ‘contagiosa’, resultan perturbadoras del alma; es esa una de las razones que está en la base de la expulsión de los poetas de la ciudad ideal.36
La fascinación de los griegos por las emociones se pone de manifiesto no solo en sus textos filosóficos, sino en toda su literatura, desde los ejemplos más arcaicos de la épica homérica. No es ocioso recordar que el comienzo mismo de la Ilíada lo constituye la palabra μῆνις (‘cólera’), emoción que, tematizada, determina los eventos de todo el poema.37 En efecto, la poesía griega refleja episodios afectivos o escenarios más o menos paradigmáticos de las emociones, que dan cuenta del proceso de negociación sobre el significado de los hechos frente a los cuales los sentimientos responden; estos mismos brindan una información sustancial sobre patrones morales, jurídicos, religiosos, y otros asuntos que conciernen a la interacción social de los grupos humanos.
Las emociones que transitan los personajes involucrados en las historias literarias, así como las que suscitan en sus interlocutores o narratarios internos, se exponen de un modo textual pero también mimético, es decir, o bien por medio de la intervención del narrador o bien a través del discurso directo o del comportamiento o reacción psicológica de los personajes, de acuerdo con las restricciones del género (sea este narrativo como la épica, la historiografía o la oratoria, o mimético como el drama). Los personajes actúan motivados emocionalmente a veces de manera explícita; otras veces, se trata de una información simplemente sugerida. En algunas oportunidades, se respetan las normas culturales –los regímenes emocionales vigentes–, mientras que en otras se las transgrede.38 Por lo demás, hay géneros cuya textura afectiva es más densa que otros o son más receptivos a ciertas emociones que otras. Cuando los textos reflejan escenarios afectivos paradigmáticos, es decir patrones típicos, favorecen la diseminación de esos paradigmas reforzando las normas afectivas del receptor destinatario. Al mismo tiempo, esa influencia puede incluso significar la extensión de los repertorios emocionales de la audiencia. Aun atentos al carácter ficcional de la literatura, es factible también indagar a través de ella acerca de las competencias emocionales del público al que esas producciones estaban dirigidas. Por cierto, las respuestas afectivas que ellas esperan despertar en sus receptores son de un rango muy amplio, independiente de las emociones presentes en los textos y en muchos casos vinculado con las convenciones de cada género.
Al respecto, en los diferentes tipos textuales sigue siendo materia de controversia la naturaleza de las emociones suscitadas en el auditorio o en los lectores, así como el mecanismo o la forma en que se da esa respuesta. No hay consenso en este sentido, ya que para algunos estos afectos generados en los espectadores/destinatarios no suponen verdaderas emociones, mientras que para otros se trata de emociones ‘estéticas’ que presentan un estatus particular al no suscitar reacciones semejantes a las que acontecen con las experiencias afectivas en el mundo real.39 En definitiva, nadie huye ni grita ante peligros inminentes presentados en la escena, por ejemplo.40
No ha sido esta, la del compromiso emocional del público con los textos poéticos y sus performances, una cuestión ajena a los intereses de los griegos. Muy por el contrario, recurrentemente los textos conservados destacan el poder de la poesía para despertar emociones en sus destinatarios. Baste mencionar al sofista Gorgias, quien en su célebre Encomio a Helena (9.14), por ejemplo, detalla los poderosos efectos emocionales del logos en el alma de quienes lo escuchan, quienes sienten un escalofrío que envuelve de temor, piedad abundante en lágrimas y deseo que se complace en el lamento.41 Por su parte, Platón trata en el Ion el tema de la inspiración épica y el contagio emocional entre el poeta, el rapsoda y su público, pero, sobre todo en la República, se explaya acerca de los –a su entender– “nocivos” efectos emocionales del drama en los espectadores cuando desata pasiones indeseables por la mera contemplación de personajes en situaciones de desenfreno emocional (República 440b3-4; 605c10-606b8; 606a-b). Para decirlo de otro modo, cree que el teatro, pero también la épica, favorecen la entrega a las pasiones que luego serán entonces difíciles de controlar. Por su parte, Aristóteles, además del ya comentado desarrollo que nos brinda acerca de las pasiones y su rol en la persuasión en Retórica II, se ocupó en Poética de las emociones expurgadas en la tan citada y poco clara kátharsis trágica, esto es, la piedad y el temor ante personajes semejantes a nosotros que se equivocan y sufren desgracias inmerecidas (1452a2-3; 1452b32-33; 1452b28-1453a12).42
Es más que obvio que no podemos acceder a las experiencias subjetivas privadas de los antiguos griegos como tales. Aun con esta limitación, contamos sin embargo con la filosofía y la literatura griegas, que nos proporcionan un marco teórico y práctico émico (emic) para comprender la dinámica emocional en la antigüedad. Aunque sabemos que la percepción, la descripción y la respuesta de las emociones a determinadas situaciones están moldeadas por la experiencia personal –pues, como hemos dicho, involucran un proceso de juicio, de valoración, de escrutinio, que depende en parte de las tendencias individuales (sin duda un individuo puede ser más sensible que otro)–, no es menos cierto que ese proceso también está determinado por las estructuras sociales e institucionales donde ocurren. Es, entonces, la consideración de las emociones como procesos de evaluación cognitiva la que abre un campo fértil para investigar en las fuentes antiguas. Cuando el interés está centrado en los afectos y episodios sentimentales situados en un contexto histórico y espacial ajeno al nuestro (como es el caso del estudio de las emociones en el mundo griego antiguo), parece natural que las investigaciones se centren en desentrañar esa dimensión sociocultural de las emociones: cómo se comprenden los páthe en las interacciones sociales, si deben o no ser controladas, cómo están representadas en los textos, sobre qué hábitos y normas lingüísticas, sociales y culturales se da forma a la experiencia emocional, etc. En términos históricos, existe además la posibilidad de indagar sobre las formas narrativas o escenarios que estructuran lingüística y culturalmente lo afectivo, o preguntarse sobre la relación que tienen las pasiones con las normas y valores de una sociedad y la experiencia personal individual: todo ello representa algunas de las cuestiones sobre las que han avanzado los filólogos clásicos y los historiadores del mundo antiguo.
Para ello, varios modelos teóricos han sido propuestos, todos los cuales resultan relevantes para instalar una reflexión histórica sobre las emociones.43 Así, mientras que Stearns y Stearns (1985) proponen la noción de “emocionología” (‘emotionology’) para designar el estudio del cambio de actitudes o estándares hacia los sentimientos y su expresión, Reddy (2001) ha incorporado el concepto de “régimen emocional” (‘emotional regime’) en relación con las emociones permitidas por los que están en el poder. También es de gran utilidad para pensar esta normatividad afectiva la teorización de Rosenwein (2006), creadora del concepto de “comunidad emocional” (‘emotional community’) para designar a aquellos grupos que valoran y expresan las emociones de un modo similar. Pensada, en el texto, para la Edad Media pero con consideraciones que fácilmente pueden ser expandidas a otros momentos históricos, la expresión es útil en la medida en que, al hablar de “comunidades emocionales” se apunta a mostrar cómo cada sociedad presenta una gran variedad de grupos y sub-grupos sociales que, frente al resto, comparten miradas semejantes en torno de los objetos que aprecian o rechazan.44
Es, precisamente, por esta misma razón por lo que la teorización aristotélica de las emociones les ha interesado especialmente, puesto que está atenta a las interacciones de los agentes sociales y a la noción de estatus social. Para cada una de las emociones enumeradas en Retórica, Aristóteles precisa (i) frente a qué asuntos se suscitan, (ii) en qué circunstancias (πῶς διακείμενοι), (iii) frente a quiénes (τίσιν) y (iv) por qué motivos (ἐπὶ ποίοις), es decir, el estado o condición psicológica de quien siente (Retórica 1378a23-4).
Pero no se trata solo de constatar cómo la experiencia afectiva individual se ve afectada por normas sociales, sino de afirmar que algunas emociones llegan inclusive a cimentar ciertas normas sociales (Elster 1999: 145). La cultura griega, altamente competitiva, ha sido catalogada como una ‘cultura de la vergüenza’ por Dodds (1951), en la que las emociones regulan las relaciones sociales de evaluación, aprobación o rechazo de los otros. Es de destacar el carácter afectivo de los valores morales, sociales y legales que jugaban un papel crucial en la formación y establecimiento de las prescripciones del comportamiento de los griegos. La exteriorización de ciertas emociones, entonces, pueden ser leídas como una sanción social. Desde esta perspectiva, como lo ha planteado Chaniotis (2012: 15-16), las emociones se conciben como un hecho social, pues se comportan como una práctica ideológica: se regulan, prescriben, imponen y rechazan por medios informales y formales, algunos de los cuales no dependen siquiera de la intervención de los agentes sociales.45 Así, la afectividad se vincula con los distintos órdenes regulatorios que cada comunidad establece (en el plano cívico, social, político, religioso, psicológico, jurídico, etc.) y sobre los que, a su vez, se construye.46
En un primer momento, los estudiosos del mundo antiguo se concentraron en investigar la representación de las emociones en los géneros poéticos canónicos, como la épica y la tragedia, o las reflexiones que sobre ellas se vertían en la filosofía (entre otros, es posible citar a Muellner 1996; Harris 2001; Zaborowski 2002; Braund y Most 2003; Konstan y Rutter 2003; Walsh 2005; Sternberg 2005; Cuny y Peigney 2007; Sfyroeras 2008; Palmisciano 2008; Kalimtzis 2012; Munteanu 2012). En el caso de la comedia, son menos numerosas las contribuciones interesadas en rescatar el elemento emocional.47
En la actualidad, el panorama se ha ampliado considerablemente, y podemos afirmar que el foco se ha extendido hacia la totalidad de los géneros discursivos, poéticos y no poéticos, tales como la oratoria (Sanders y Johncock 2016; Spatharas, 2019), la historiografía –claramente influenciada por las presentaciones de las emociones de géneros como la épica y la tragedia o la retórica– (Visvardi 2015),48 los tratados medicinales (Kanellakis 2021; Kazantzidis y Spatharas 2022), o la epigrafía religiosa y secular (Chaniotis 2012c; 2012d; 2013; 2015; 2016), para citar solo algunos ejemplos.49 A la lista deberíamos sumar los documentos epistolares (Kotsifou 2012) y los conjuros mágicos (Eidinow 2016), entre otros corpora textuales.
Del mismo modo, se ha expandido el abanico de las emociones estudiadas, que en un principio estaba mayormente restringido a la lista que proveía la Retórica aristotélica,50 para abarcar emociones menos transitadas, como ocurre con el caso del ‘asco’ (Lateiner y Spatharas 2016), la ‘esperanza’ (Caston y Kaster, 2016; Katzantzidis y Spatharas 2018) o el ‘remordimiento’ (Fulkerson 2013).51
Como se advierte, el campo de estudio está lejos de agotarse: cada año surgen nuevas publicaciones que son prueba fehaciente de su rica productividad.52 Las fuentes, por lo demás, no se agotan en lo lingüístico, que es siempre insuficiente si no se completa con otros componentes: la cultura material también provee un rico material en su descripción de las emociones a través de las imágenes. La iconografía, sin embargo, no nos presenta un acceso directo a la manifestación de las emociones –según se representan en gestos, movimientos o posturas corporales representadas visualmente– como podría suponerse.53 Las expresiones pictóricas en cerámica deben ser cotejadas con la información provista por las fuentes textuales, ya que las expresiones no verbales de las emociones también están codificadas y no siempre ese registro convencional coincide con nuestro patrón cultural (Cairns y Fulkerson).54
Finalmente, digamos que el “giro material” (‘material turn’), observable en las humanidades en general, también ha impactado recientemente en los estudios clásicos,55 y ha sido recogido por los estudiosos de las emociones. Ya no se trata solo de la representación visual de las emociones en fuentes materiales, sino de ver cómo los objetos –asociados a componentes simbólicos y prácticas culturales, dependientes de la agencia humana– participan de modo activo en las interacciones sociales; desde esa perspectiva, las cosas en general están cargadas emocionalmente y son manifestaciones de las relaciones significativas que, en términos afectivos, vinculan a los individuos entre sí.56 El cruce entre lo afectivo y lo material ha sido el tema de estudio de recientes publicaciones, como ocurre con los trabajos de Mueller (2016) y Telò y Mueller (2018).57 El receptor original reconoce en los artefactos elementos retomados de otras estructuras de su experiencia, ya sea estética, intelectual o político-social, y la base de la experiencia es siempre de tipo emocional (Broncano 2012). No se trata únicamente del estudio de testimonios materiales, como hace la arqueología, sino de recoger este enfoque también en el estudio textual, ya que los objetos son presencias lexicalizadas en los textos. Ellos son expresión de compromisos emocionales, vehiculizadores de afectos, que además provocan emocionalmente a quien los contempla o manipula. Su presencia no es inocente ni inofensiva, acarrean su propia “biografía” histórica y cultural (Kopytoff 1986), son un documento de un estado de mundo, por lo cual transportan información económica, cultural, ideológica y también afectiva de su época. Con su sola presencia crean una atmósfera emocional en el entorno donde están emplazados e interactúan con los individuos que comparten ese espacio.
Conclusión: en busca del páthos perdido
No cabe duda de que el estudio de las emociones ha hecho su entrada en la disciplina de los estudios clásicos. Quien decide adentrarse en este marco teórico precisa contar con herramientas interdisciplinarias sólidas, en tanto las investigaciones sobre la teoría e historia de las emociones se remonta a variados análisis procedentes de la filosofía, la psicología o la antropología, entre otros. Ha sido el objetivo de este artículo introductorio ofrecer, de un modo sintético, pero a la vez comprehensivo, las principales líneas de pensamiento que resultan útiles como instrumento para encarar un estudio “afectivo” de las fuentes griegas clásicas. Un terreno en pleno desarrollo como este, en el que las publicaciones siguen multiplicándose, requiere una constante actualización. Confiamos en que este estado de la cuestión pueda ser de interés para quienes sientan pasión por explorar las prácticas y manifestaciones del páthos en la literatura clásica.