Héroes olvidados, conmemoraciones y tensiones en las configuraciones del pasado. Salta (Argentina), década de 1930[1]
Introducción
Durante la década de 1930, con ritmos diferenciales, las provincias argentinas asistieron a un proceso de institucionalización e incipiente especialización de la historia. El signo de cambio más claro en este contexto fue la mutación de las formas de sociabilidad intelectual, que pasaron de asociaciones informales a otras de tipo formal, como las juntas e institutos de estudios históricos que comenzaban a proliferar en el país. [2] Tensiones de diferente grado y disputas por las interpretaciones del pasado atravesaron de manera transversal este proceso, y se mixturaron con rencillas familiares, políticas y sociales que los historiadores enfrentaron según sus lugares de pertenencia en un contexto de pugnas políticas y económicas propio del período de entreguerras.
Un tema presente en la historiografía de las últimas décadas es examinar cómo se producen y estructuran los espacios historiográficos provinciales en relación con los proyectos historiográficos nacionales esbozados desde los centros metropolitanos de producción intelectual. Lugares capitales ocupan las discusiones acerca de la configuración histórica de los campos disciplinares metropolitanos y del interior, así como sobre los conceptos de conciencia histórica, cultura histórica, regímenes de historicidad y usos del pasado (Hartog, 2007; Cattaruzza, 2007; Rüsen, 2009; Sánchez Costa, 2009; Pagano, 2014; Prado, 2019). Al prestar atención a las tensiones entre espacios céntricos y periféricos, los estudios sobre la escritura de la historia desde las provincias generaron nuevas preguntas y plantearon renovados temas y problemas referidos a la complejidad de las prácticas y representaciones del mundo de los historiadores y demás agentes productores de conocimiento histórico (Leoni y Quiñonez, 2001; Philp, 2009; Quiñonez, 2010; Micheletti, 2013; Escudero, 2017).
En diálogo con estos trabajos, nos interesa analizar el accionar de los integrantes de la Junta de Estudios Históricos de Salta (JEHS), una de las instituciones que reunieron durante la primera mitad del siglo XX a la mayoría de los historiadores locales. Desde las filas de la Junta, un polifacético grupo de hombres, de profesiones diversas, encaró la tarea de reconstrucción del pasado provincial, tratando de incorporar nuevos nombres al panteón histórico salteño y fijar un calendario de efemérides más amplio que el construido hasta el momento. Biografías, conmemoraciones, marcaciones territoriales y lenguajes simbólicos y rituales constituyeron, en este sentido, una estrategia de los intelectuales para disputar posiciones políticas que hacían de la historia su campo de batallas. Estas prácticas tuvieron relevancia al incidir, como señala Fernando Sánchez Costa (2009), en las transformaciones de los imaginarios sociales y en la elaboración de memorias históricas que se materializaron en el espacio público y configuraron un escenario del recuerdo que –no carente de conflictos– persiguió construir una idea homogénea del pasado provincial y nacional.
De los proyectos y prácticas conmemorativas del período, analizamos dos eventos significativos. Un proyecto elevado por la Sección Historia de la Sociedad de Fomento Unión Salteña a la Municipalidad de Salta en 1937 permite rastrear los fundamentos historiográficos y políticos de estas intervenciones, reconocer a los principales actores que actuaron en un espacio historiográfico en formación y los objetivos que la institución se impuso por estos años. Un año después, en el marco de las actividades de la Primera Reunión de Estudios Históricos del Norte (1938), organizada por la JEHS, se elaboró un programa conmemorativo en torno a dos figuras locales: el teniente Gregorio Victorio Romero González [3] y el coronel José Toribio Tedín. [4] La focalización en estos casos permite cubrir dos niveles del proceso de constitución de la cultura histórica: por un lado, su infraestructura (con sus agentes y medios) y, por otro, los contenidos elaborados en contextos puntuales, para identificar las características que asumen sus narrativas y despliegues conmemorativos sobre el espacio de la ciudad (Sánchez Costa, 2009). Al mismo tiempo, habilitan nuevas periodizaciones del proceso de institucionalización de la disciplina en Salta, al tratarse de espacios y agentes dedicados al quehacer historiográfico no abordados en las tradicionales construcciones genealógicas de la disciplina.
Una extensa bibliografía analizó los proyectos de afianzamiento de la conciencia nacional y la arquitectura simbólica y material desplegados en los espacios de la política una vez concluido el proceso revolucionario (Garavaglia, 2000; Ortemberg, 2010; Eujanian, 2015; Peiró Martín, 2017). Los contenidos conmemorativos que implementaron los Estados desde entonces apuntaron a resituar las metáforas del poder vinculadas al antiguo régimen para instaurar una representación común del pasado como matriz de las culturas nacionales occidentales (Peiró Martín, 2017). En la reafirmación de esa identidad nacional, los agentes emprendedores de memoria histórica –entre los que ocuparon un lugar destacado los historiadores– afianzaron dispositivos memoriales desde los espacios céntricos de poder, procesos sobre los que se produjeron constantes apropiaciones y resignificaciones.
Las conmemoraciones pueden ser analizadas como tipos especiales de acontecimientos marcados por la previsibilidad y la referencia a otros hechos pasados, de los que se diferencian por su naturaleza fabricada y convencional (Devoto, 2014). En tanto construcciones sociales, se imponen como índices de configuraciones de sentido de los actores contemporáneos y principio de inteligibilidad para los historiadores. Los sentidos de estas conmemoraciones –polifacéticos, según los actores en juego– implican marcaciones territoriales, despliegues en el espacio público y pueden estar atravesados por luchas y conflictos políticos y sociales (Devoto, 2014; Rodríguez, 2014, Eujanian, 2015). [5] Como señala Pablo Ortemberg, en tanto rituales políticos, constituyen espacios privilegiados para observar la ostentación de fuerzas y disputas políticas, ya que es allí donde se “confirman o impugnan diferentes pactos entre individuos, grupos e instituciones” (2010, p. 200).
Durante los años treinta y cuarenta del siglo XX, se produjo un esfuerzo del Estado nacional por institucionalizar finalmente el calendario de la liturgia patriótica iniciado en el siglo XIX. Como señala Alejandro Cattaruzza el período se caracterizó, además, por la convicción de las instituciones estatales y los partidos políticos respecto a la eficacia del pasado para resolver tensiones del presente. El objetivo cientificista del nuevo relato historiográfico, instalado durante estos años en los principales centros de producción historiográfica del país, convivió de manera armoniosa con la idea de una historia enfocada en la consolidación de la conciencia nacional (2001, p. 432). En el contexto local, los años treinta representaron una encrucijada de conflictos políticos y económicos tras el golpe cívico-militar del 6 de septiembre y las presidencias conservadoras de Agustín P. Justo, Roberto Ortiz y Ramón Castillo. Los gobiernos provinciales que se sucedieron en Salta hasta el golpe de 1943 reconstituyeron una hegemonía oligárquica-conservadora que habilitó un reacomodamiento de los sectores tradicionales de poder nucleados en el Partido Demócrata Nacional. Una de las políticas del gobierno de Luis Patrón Costas (1936-1940), miembro de una de las familias más tradicionales de Salta, [6] estuvo enfocada en encauzar tradiciones vinculadas a diversas festividades patrias que los sectores de elite percibían endebles y amenazadas por conflictos sociales, por el relajamiento de las costumbres y la potencial irrupción de ideas anarquistas y comunistas entre los sectores populares y las instituciones educativas. El control normativo sobre las prácticas de los sectores populares se acentuó con la designación de Roberto Tavella como arzobispo en 1935, al conformarse una alianza entre los intereses del arzobispado y del gobierno provincial. [7]
Esta avanzada nacionalista estuvo influenciada por los movimientos fascistas europeos, cuya prédica se desplegó en torno a los sentidos otorgados a los símbolos y manifestaciones patrióticas difundidas en la prensa local, en el contexto de un reverdecer del discurso hispanista católico que encontró en la Guerra Civil Española (1936-1939) un caldo de cultivo. [8] Los usos del pasado, en este sentido, configuraron un lugar de alianzas y contiendas, en el cual los sectores conservadores que ejercieron el poder hallaron los insumos necesarios para delinear una conciencia histórica local y construir marcaciones de diferencia respecto de cualquier tipo de proyecto alternativo sobre el pasado y la legitimación del orden social.
La escasez de estudios sobre la conflictividad política y social en Salta durante las primeras décadas del siglo XX implicó recurrir a documentación de diversa índole, la mayoría de ella producida por la Sección Historia del Museo Provincial de la Sociedad de Fomento Unión Salteña.. Este fondo contiene cartas entre particulares e instituciones, papeles sobre la organización de diversas actividades historiográficas, la organización de la Primera Reunión de Estudios Históricos del Norte y el proyecto de colocación de las placas conmemorativas elevado al gobierno municipal. [9] Entrecruzamos estas fuentes con la prensa periódica de época, principalmente las publicaciones del diario La Provincia, portavoz de algunos de los miembros de la JEHS, y del diario Nueva Época, así como con algunas obras historiográficas del período.
Instituciones, próceres “civiles” y revisión de la historia local
Como señala Gustavo Prado (2019), la conformación del campo historiográfico propiamente dicho supuso la intervención material e institucionalizante del Estado sobre el saber histórico a partir de un programa liberal de incidencia referido a la diversidad cultural e identitaria y los problemas sociales producidos tras la llegada aluvional de inmigrantes al país. Esta intervención implicó, en primer lugar, sustraer la producción de conocimiento de las lógicas de sociabilidad de las elites decimonónicas para convertirlo en un “saber de Estado”, lo cual involucró el fomento, sostenimiento y promoción de instituciones específicas dedicadas a la investigación histórica. Este proceso, que el autor sitúa en el espacio capitalino desde los años del Centenario, tomó ritmos propios en los diversos “focos territoriales de institucionalización” reconocibles en el resto del país.
En las provincias del interior, la institucionalización y profesionalización tuvo características particulares. Las carreras universitarias que incorporaron formación disciplinar específica aparecieron tardíamente y los primeros institutos de profesorado, como los de Paraná o Catamarca, datan de los años 1933 y 1942. [10] En Salta, fue a principios del siglo XX cuando los productores culturales que se reunían en tertulias organizadas en casas de particulares, colegios secundarios, círculos literarios o sociedades de amigos, complejizaron sus prácticas asociativas y generaron espacios formales, dotados de estatutos, comisiones directivas y normas ajustadas de reunión, membresía y publicación. Tras la fundación de la Sociedad de Fomento Unión Salteña en 1915, se establecieron las bases para la creación del Museo Provincial de Fomento. [11] Fue allí donde los historiadores locales delinearon un espacio incipientemente especializado, aunque no profesionalizado, en el que se organizó una Sección Historia, con archivo y biblioteca específicos, promovieron investigaciones locales, incentivaron la discusión sobre el papel de los archivos públicos, idearon proyectos editoriales y articularon con mayor firmeza relaciones de cooperación e intercambio con instituciones historiográficas regionales y nacionales (Geres y Quiñonez, 2020, 2022).
Hacia 1937, los historiadores nucleados en la Sección Historia impulsaron la formación de la JEHS, ocupada principalmente por el joven historiador Carlos Gregorio Romero Sosa y el chileno Carlos Reyes Gajardo. [12] En el mismo año, se fundó el Instituto San Felipe y Santiago de Estudios Históricos de Salta (ISFSEHS), bajo influencia del historiador Atilio Cornejo [13] y del arzobispo Roberto Tavella. La tarea de organización y puesta en funcionamiento de este Instituto recayó en un grupo de reconocidos historiadores, quienes en su estatuto marcaron el perfil de la institución como una “extensión de la tradición de la Iglesia católica” capaz de asesorar a las entidades educativas y de gobierno. [14]
El apoyo del Estado provincial fue central para ambos proyectos, ya sea mediante el mantenimiento económico del funcionamiento del Museo –al que proveyó de espacio físico, sueldo del director, personal y subsidios para sus actividades– o mediante estrechos vínculos entre sus miembros y la elite local que ocuparon lugares de preeminencia en el gobierno provincial o la Iglesia católica, como en el caso del ISFSEHS. Aun cuando estas instituciones nuclearon en diversas coyunturas a los mismos integrantes, participaron de polémicas por la interpretación del pasado, recursos y disputas por lugares privilegiados en el campo social. Fue desde allí que también se establecieron los canales necesarios para un relato histórico sensible a elementos identitarios localistas, a los que consideraron una parte integral –aunque muchas veces no reconocida– de la historia nacional que llegaba desde Buenos Aires.
La guerra de la Independencia constituyó en estas representaciones historiográficas un suceso fundante de la identidad provincial. Este proceso contó, además del recurso de la escritura, con el aparato simbólico ritual desplegado gracias a un ciclo memorialista iniciado a fines del siglo XIX. Uno de los primeros indicadores de esta carrera monumentalizadora se produjo en 1877, con la exhumación por segunda vez de los restos de Martín Miguel de Güemes desde la antigua iglesia catedral hasta el mausoleo familiar ubicado en el cementerio local. Desde allí se realizó su traslado en 1919 hacia el Panteón de las Glorias del Norte. Posteriormente, fueron inaugurados los monumentos a la Batalla de Salta (1913), a José de San Martín (1916), a Facundo de Zuviría (1923) y al general Güemes (1931) (Villagrán, 2012; Dimarco, 2017). Este ciclo memorialista se afianzó hacia 1940, cuando el Poder Ejecutivo provincial designó a Atilio Cornejo y Miguel Ángel Vergara como miembros de la Comisión honoraria y permanente de “Restauración Histórica”. Esta tuvo por objetivos el estudio de los lugares históricos provinciales y la colocación de placas, monolitos, pirámides u otras obras de arte en los sitios clasificados como tales. [15]
Diversos estudios muestran que la revolución configura en la historia argentina y en la formación de la conciencia histórica nacional un punto de inflexión en tanto acontecimiento inacabado sobre cuyos significados se disputa, rasgo que, como sostiene Alejandro Eujanian (2015), explica la potencia política de su evocación. Fabio Wasserman (2008) señala, en este sentido, una heterogeneidad de imágenes construidas desde las décadas inmediatas al suceso, cuando se establecieron los polos antagónicos que sobrevivieron en las interpretaciones del pasado durante gran parte del siglo XX, entre ellos, la relación conflictiva entre Buenos Aires y el interior, el carácter popular o elitista del movimiento revolucionario y su preponderancia eminentemente civil o militar.
La necesidad de reposicionar la figura de los héroes “civiles” del proceso revolucionario y posrevolucionario resultó entonces un tema habitual en las intervenciones de los intelectuales en la prensa local y en actos públicos durante toda la década. La iniciativa de completar la galería de próceres nativos con personalidades dedicadas a las letras, las leyes o el comercio fue apoyada por los miembros de la JEHS y los integrantes del ISFSEHS, así como por otros intelectuales vinculados a la prensa. En 1933, por ejemplo, Nueva Época transcribió parte de un discurso pronunciado por Arturo Gambolini, director del periódico, con motivo de la inauguración del monumento a Facundo de Zuviría, donde –en coincidencia con opiniones vertidas por miembros de la JEHS en el diario La Provincia– sostenía que:
No se excluyen, sino antes bien se complementan, en su influjo sobre los destinos de los pueblos, los héroes de la espada y los héroes de la pluma. Unos y otros, en cuanto representan acción y pensamiento, son acreedores al culto reverente de la ciudadanía beneficiaria de sus esfuerzos, porque, si en los campos de batalla se tiñe en rojo de aurora el estandarte de la nacionalidad, en el taller, en la fábrica, en el bufete del hombre de ley, en el laboratorio del que investiga los arcanos de la ciencia, se prepara igualmente el advenimiento de una bella realidad que viste ante los ojos del alma, coloraciones de azul, y que como el azul del cielo trasunta una serena armonía promisoria para las sociedades en su incesante marcha hacia una mayor suma de bienestar por la concurrencia solidaria de los más nobles ideales humanos.[16]
Dos años más tarde, el Poder Ejecutivo provincial trató el proyecto de restauración histórica que buscaba, mediante la colocación de monolitos en diferentes puntos estratégicos de la ciudad y recuperar los hechos más sobresalientes acontecidos durante la guerra de la Independencia. Estos dejaban de ser dominio exclusivo de las hazañas épicas y pasaban a incorporar a los hombres de letras, “que fueron donde larváronse las principales y más nobles gestas del espíritu”. [17] Esbozado sobre una propuesta inicial redactada en 1910 por Bernardo Frías, con motivo del Centenario, el texto del proyecto de 1937 atribuía a los “héroes civiles” un mérito equiparable al militar en la “formación de la patria y a su progreso siempre creciente”. Estos actores representaban, en definitiva, el esfuerzo libertador, democrático y civilizador ejercido en las reuniones de las juntas y en las meditaciones de las bibliotecas: “Si los soldados son los ejecutores heroicos, sacrificados y románticos de la idea madre”, los hombres de las letras y la política representan a “los creadores de la nacionalidad”. [18]
Entre los firmantes del documento se encontraban notables e intelectuales que gozaban ya de prestigio en el entorno de la ciudad y de los circuitos regionales: Miguel Ángel Vergara, Ernesto M. Aráoz, Cristian Nelson, Carlos Gregorio Romero Sosa, Atilio Cornejo, Josué Gorriti, Elio Alderete, Carlos Reyes Gajardo, Ramón Escala, Vicente Arias, Policarpo Romero y José M. Zambrano. Estos solicitaban la colocación de placas de bronce con inscripciones en los cuatro lados del pedestal del mástil levantado en Plaza General Güemes, ubicada al frente del Palacio de los Leones, sede de los tres poderes. Los nombres propuestos para ser inmortalizados remitían a actores políticos de la historia local entre el inicio de la Revolución de Mayo y la Batalla de Caseros. Para la primera de ellas, se indicaba a quienes integraron el cabildo de 1810: Mateo Gómez Zorrilla, José Antonio Fernández Cornejo, Calixto Ruiz Gauna, Nicolás Arias Rengel, José Francisco Boedo, Juan Esteban Tamayo, Santiago Saravia y José Gabino Blanco. La placa ubicada del lado norte quedaba exclusivamente destinada al diputado a la Asamblea del año 1813 y gobernador de la intendencia de Cuyo José de Moldes, “precursor de la Independencia Americana y Apóstol de la revolución en los pueblos del Virreinato del Río de la Plata”; enfrentada a esta, del lado sur, el homenaje debía ser a Francisco de Gurruchaga, primer diputado a las juntas de 1810 y 1811 y “precursor de la Independencia Americana y organizador de la primera Escuadra nacional”; la última placa estaba destinada a los diputados reunidos bajo el epíteto de “hijos preclaros” con participación en los congresos de 1816 a 1852, Ignacio Gorriti, Mariano Boedo, Marcos Salomé Zorrilla, Juan Ignacio Gorriti, Remigio Castellanos, Manuel Antonio castro y Facundo de Zuviría. [19]
La referencia a la obra de Frías permite ensayar una representación del pasado en la que Salta constituye, junto con Buenos Aires, uno de los pilares en que se apoyan la revolución y los valores institucionales. Ambas pilastras aseguraban el triunfo de la civilización y la organización institucional del país sobre los enemigos de la patria: el dominio extranjero y la barbarie desatada por la “anarquía” de los años veinte. Es en este contexto que Frías esbozaba una imagen de Martín Miguel de Güemes y de José Ignacio Gorriti en la que prevalecían sus virtudes ilustradas y “democráticas” (Quiñonez, 2022), cuestión que recupera la propuesta de la Junta.
El esfuerzo conmemorativo de la JEHS se situó en un plan más amplio de revisión integral del pasado local, propulsado principalmente por el ala más activa de sus miembros. Un pormenorizado estado de la cuestión sobre los estudios historiográficos locales realizado por Juan Canter, miembro de la Asociación Argentina de Estudios Históricos de Buenos Aires –con quien Carlos Gregorio Romero Sosa mantuvo una fluida correspondencia entre 1934 y 1946–, señala la existencia en la Junta de un núcleo historiográfico con inclinaciones “revisionistas”, constituido por Carlos Romero Sosa, Elio Alderete, Ramón Escala, Napoleón Benedicto, Vicente Arias y Arturo S. Torino (Canter, 1946). [20]
No se trataba, sin embargo, de un bloque historiográfico homogéneo. Si bien algunos de sus integrantes participaron de instituciones revisionistas y produjeron algunos textos que podemos ubicar en esta tendencia, así como encendidas polémicas historiográficas, [21] integraron al mismo tiempo espacios de producción y canales de difusión y publicación comunes. Tal es el caso de Carlos Romero Sosa, que además de pertenecer activamente a la JEHS fue miembro del Instituto de Estudios Federalistas de Santa Fe y de la Sociedad de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, al mismo tiempo formó parte del ISFSEHS, la Academia Americana de la Historia, el Instituto Argentino de Monumentos y Cultura Histórica de Buenos Aires, la Asociación Argentina de Estudios Históricos de Buenos Aires y la Sociedad de Historia Argentina. Lo mismo sucede con Atilio Cornejo, quien integró inicialmente la JEHS y luego el Instituto creado por Tavella, además de revestir membresía en otras instituciones historiográficas. Ambos historiadores –unidos también por vínculos parentales– convivieron en los mismos espacios, pese a ciertas rispideces en torno a la interpretación del pasado. [22]
La inclusión de nuevos nombres al panteón histórico imprimió a los ejes de revisión de la Junta un carácter acotado y relativamente modesto al resultar una estrategia de reconocimiento de antepasados familiares más que la propuesta de una contragalería sustitutiva de la existente. Sin embargo, es posible visualizar en la Junta el reclamo por la adopción de un método riguroso para los estudios del pasado provincial, desprovisto de pasiones políticas y familiares. Las críticas provenían principalmente de Romero Sosa, quien reclamaba a los historiadores locales la necesidad de especialización disciplinar y el haber convertido al pasado en un habitáculo de la gesta gloriosa de sus familias. En una carta a su colega y amigo Reyes Gajardo, reseñaba los principales puntos del plan reformista de la Junta:
el estudio total de la historia de Salta, agotando no solo la información bibliográfica, sino también los repositorios de papeles públicos y privados; la destrucción de prejuicios localistas y el obsecuente espíritu de enaltecer a todo trance a un escaso número de figuras, dejando a muchas, tanto o más importantes que aquellas, en injustificado olvido; rever y rehacer importantes momentos de la historia provinciana, rectificando a Frías; hacer un culto de la verdad, aunque ella fuese amarga e hiriera intereses familiares, demasiado apegados a creer en lo puro e inmaculado de sus antecesores; interpretar a los hombres con sus pasiones y aún con sus defectos físicos y morales, sin ocultamientos contraproducentes; destruir la leyenda creada por el “unitarismo” y sus derivados, en cuanto tiene de leyenda; estudiar serenamente a los hombres del “federalismo” en el norte, apartándose, por cierto, de toda connivencia con ideologías actuales.[23]
El proyecto de reivindicación de los heroes civiles, si bien logró reunir en su propuesta a historiadores diversos reconocidos en el ámbito cultural de la provincia y con inflluencias importantes en los órganos de gobierno, no llegó a concretarse. El último párrafo del proyecto parece preverlo antes de su tratamiento, al remarcar que: “Poco será lo que las generaciones actuales hagan o gasten, para recordar la memoria de aquellos que nos dieron la libertad”. Así como los actores del proceso revolucionario habían realizado grandes sacrificios, correspondía a todas las provincias, y en especial a la de Salta, “se sacrifique también por su recordación perpetua”. [24] Significativamente, en los años posteriores, no es la JEHS la institución que cuenta con la venia del Estado provincial para constituirse en la guardiana oficial del pasado local, sino el ISFSEHS, al que muchos de los miembros de la Junta migran paulatinamente. Los vínculos que el Instituto consolidó con personalidades centrales del gobierno y de la jerarquía católica, aseguraron oportunidades y “padrinazgos” que los integrantes de la Junta no poseían o sobre los cuales fueron perdiendo presencia conforme avanzaba la consolidación del Instituto en manos de Atilio Cornejo. [25]
Contra los “gérmenes de la descomposición social”
La historiografía de los últimos años ha señalado el efecto conciliador de la producción historiográfica y los proyectos monumentales y conmemorativos de la primera mitad del siglo XX sobre la relación entre la elite local hispanista y la figura de Güemes. Este proceso desembocó en la construcción de representaciones sociales que convirtieron a las familias prominentes en herederas morales de la gesta güemesiana (Quiñonez, 2022). Existió, además, durante los años treinta, un intento de apaciguar las disputas entre los intereses de estas elites provinciales y los reclamos de los sectores populares urbanos en un momento de acuciantes necesidades económicas y de un relativo avance en la organización de los trabajadores. La prensa periódica insinuaba, a lo largo de estos años, una considerable falta de patriotismo y sentimiento nacionalista entre los diversos grupos sociales que habitan la ciudad, situación que las elites dirigentes no dudaron en atribuir a la presencia de comunidades extranjeras, como judíos, sirios y libaneses, a un deterioro progresivo del sistema educativo y a una falta de organización de los intelectuales salteños que, dispersos y desorganizados, “trabajan mucho y producen poco verdaderamente útil”. [26]
En 1938, el Poder Ejecutivo provincial acordó un subsidio extraordinario de 300 pesos a la Unión Salteña para cubrir los gastos de estadía de los delegados provinciales que asistirían a la Primera Reunión de Historia del Norte Argentino. [27] La reunión contó con aval de diferentes instituciones provinciales y de los centros de investigación de Buenos Aires y La Plata. [28] En palabras de Nelson, la misión de la JEHS en la organización de este evento se alejaba del “vulgar afán de promocionar discursos”, y se abocaba a la producción de trabajos, apuntes históricos y compulsa documental para “la confección definitiva de la verdadera historia argentina”. [29] Quedaban así resumidos los objetivos de las jornadas: por un lado, “completar” la historia de la nación argentina con las contribuciones de las provincias y, por otro, acopiar el material documental y bibliográfico suficiente para la confección de una Memoria descriptiva de Salta que completara la publicada por Manuel Solá en 1889 o de una Historia del Norte Argentino que editaría el Museo.
Mediante la creación de una comisión prohomenaje, la JEHS asumió el compromiso de articular con la familia de Romero González la modalidad de los actos y la reedición corregida, a cargo de la institución, de un opúsculo biográfico escrito por Romero Sosa titulado El teniente de la Guerra con el Brasil: Don Gregorio Victorio Romero González, guerrero de la independencia.La biografía, cuya primera versión había aparecido un año antes, circuló entre los asistentes de los actos conmemorativos y académicos. [30] A este primer homenaje se sumó otro en honor al coronel José Toribio y Tedín. Ese mismo año, la Junta solicitó a Ricardo Levene la inclusión de los datos de Romero González en el Diccionario Histórico-Biográfico Argentino que proyectaba publicar la Academia Nacional de la Historia (Romero Sosa, 1938, p. 7).
Según consta en las actas de la Junta y el registro del evento realizado por La Provincia y Nueva Época, los actos incluyeron conmemoraciones públicas y privadas, celebraciones religiosas y lecturas históricas. Entre la concurrencia, se encontraron autoridades del gobierno provincial, incluido el gobernador Luis Patrón Costas, representantes de la jerarquía eclesial y delegados de diferentes instituciones de Buenos Aires, entre ellos, Emilio Le Fort Peña, presidente del Instituto Argentino de Cultura Histórica, y Alfredo Gárgaro, representante de la Academia Nacional de la Historia. Completaron la sala los representantes de algunas de las juntas de Historia de las demás provincias y un concurrido número de educadores locales, acompañados por las autoridades de los Colegios Nacional y Belgrano de Salta (Romero Sosa, 1946, p. 380).
La reunión y los actos conmemorativos se realizaron en un clima político en el que el temor difundido por la prensa sobre “los problemas sociales”, la avanzada comunista y anarquista, y la inminencia de un nuevo orden social en desmedro del catolicismo fueron moneda corriente. Estas noticias hicieron eco en dos ámbitos que preocupaban a los sectores políticos conservadores y a la Iglesia católica: los trabajadores y comerciantes radicados en la ciudad y los jóvenes educandos de los colegios secundarios. [31] En el Colegio Nacional se habían formado, tras las repercusiones de la Guerra Civil Española y la conformación del Tercer Reich en Alemania (1933-1945), agrupaciones y centros de estudiantes de tendencia nacionalista –como la Alianza de la Juventud Nacionalista y el Centro Estudiantil Anticomunista–, [32] al tiempo que circulaban rumores de organizaciones estudiantiles y de profesores con ideas anarquistas y comunistas. No resulta casual, en este sentido, que la organización de las jornadas haya previsto un trabajo exhaustivo con los colegios secundarios y las escuelas primarias de varones y mujeres de la ciudad, en el que se incluyeron visitas de los delegados de las provincias invitadas. [33]
El programa del acto conmemorativo incluyó una primera sesión de homenaje a la memoria de los próceres celebrada en la Iglesia de la Viña. Luego de la misa solemne, Leandro Fernández Arregui, [34] religioso lateranense y miembro de la JEHS, pronunció una Oración fúnebre sobre los homenajeados, seguida por palabras alusivas del capitán Ramón Escala. La conferencia alusiva a la vida del homenajeado, a cargo de Reyes Gajardo, completaba las instancias de rememoración, a la que siguió una sesión especial con los delegados provinciales. El escrito de Fernández Arregui recuperaba, en el marco de estas actividades, una tradición de larga data en el espacio local, al recurrir a memorias familiares y tradiciones religiosas. La oración fúnebre, género textual a medio camino entre las vita sanctórum eclesiásticas y las biografías históricas, formaba parte del “collage multimedia” que integraba los medios discursivos, visuales y espaciales puestos en juego (Sánchez Costa, 2009, p. 280). La impresión del folleto que contenía la oración –en los talleres de La Provincia– intentaba asegurar, al igual que el opúsculo biográfico escrito por Romero Sosa, un amplio radio de circulación. [35]
La oración fúnebre era el reflejo de las tensiones por las que atraviesan durante toda la década el Estado provincial y parte del catolicismo preocupado por intervenir en las actividades asociativas y gremiales de la ciudadanía, principalmente a través de las figuras del Círculo Católico de Obreros de San José y la Juventud Obrera Católica. Estos focos de acción intentaban desarticular la organización independiente de los trabajadores y jóvenes estudiantes y controlar ideas de tinte revolucionario (Benclowicz, 2011-2012). El gobierno de Luis Patrón Costas ejercía, en este sentido, un exhaustivo control sobre cualquier actividad considerada disolvente gracias a la instrumentalización de la sección “Orden político y social”, dependiente de la policía. [36]
Para Fernández Arregui, la enseñanza de la historia constituía, en este contexto, un elemento “vivificador” de una nueva etapa histórica de regeneración de los valores morales vinculados al cristianismo y al nacionalismo, dislocados tras la Primera Guerra Mundial por los efectos del capitalismo y del comunismo (Romero Sosa, 1946, p. 298). En relación con un creciente “afán” por la historia y al mismo tiempo un avance imponente de la “falsa filosofía” del “materialismo corruptor y decadente”, interpelaba al auditorio reclamando la urgente recuperación de los valores espirituales de la doctrina católica para combatir los “vapores que infestan las auras de nuestros valles”, erradicar los “gérmenes de descomposición social” y retornar a la “senda gloriosa de la tradición”. Ello permitiría, según su postura, un paso de los principios de la ciencia a la moral y a la política. Toda civilización, en definitiva, no era otra cosa que la resultante del nacimiento y desarrollo del cristianismo (Romero Sosa, 1946, p. 296). El parecer del religioso no se encontraba distante de algunos posicionamientos de otros miembros de la Junta. En junio de 1937, luego de una gira de estudio por casi todas las provincias argentinas y de una serie de conferencias pronunciadas en San Juan, Mendoza y Córdoba, Romero Sosa retornaba a la ciudad. Luego de asistir al Congreso de Historia de Cuyo, celebrado ese año, manifestó que durante el transcurso de las jornadas se había discutido en torno a problemas centrales de la confraternidad argentina y se abrieron las puertas a la historia para “combatir al comunismo”. [37]
Este clima de efervescencia política remitía a diversos reclamos de los trabajadores ante las condiciones de vida imperantes producidos durante los años previos a la Reunión, entre los cuales la huelga general de diferentes gremios y estudiantes de 1935 fue la más significativa. Extendidos hasta fines de la década, estos eventos evidencian, como señala José Benclowicz (2011-2012), un clima de agitación política por parte de una tradición de izquierdas que excedió el plano de las asociaciones gremiales y se esparció en los ámbitos culturales y educativos, incluidas las filas del catolicismo. En este escenario, se hicieron frecuentes los allanamientos a las moradas de trabajadores, donde la policía incautaba folletos y libros, algunos con contenidos que remitían a la historia de la lucha obrera y a una liturgia revolucionaria que las elites gobernantes consideran nocivas para la conciencia patriótica. [38] El temor radicaba, principalmente, en la posibilidad de que estas ideas impregnen en el tejido social a través de las representaciones de sus “hombres bandera” y “mártires”. [39]
Estos temores –de los que la prensa hizo, sin dudas, un uso sensacionalista– no fueron nuevos en el país. Juan Suriano (1997) indicó que, en el contexto del Centenario, a la par que el Estado incursionaba en la construcción-invención de una tradición histórica nacional, los movimientos socialistas y anarquistas buscaban elaborar y cohesionar la representación colectiva de los trabajadores mediante una tradición histórica vinculada a un imaginario social obrero. En esta memoria histórica de los trabajadores, el panteón propio de héroes y mártires y el 1º de Mayo fueron parte central de la iconografía propuesta. La Oración fúnebre se hizo eco del pavor regado por la prensa local y nacional, que inundó las páginas de los diarios con noticias sobre la avanzada comunista y anarquista en Europa, la destrucción de iglesias y la implantación de un sistema educativo que amenazaba con disolver instituciones como la familia y derribar la enseñanza religiosa de los ámbitos de enseñanza. [40] La recuperación de la historia de los próceres olvidados, mediante una estrategia edificante que retomaba el papel del cristianismo como hilo conductor de la historia de Occidente y presentaba a la Iglesia como vía para la “independencia moral y verdadera libertad” de los pueblos, proyectaba una sociedad sin conflictos clasistas. Se conjugaban así los intereses de un sector de la Iglesia, encabezado por la Acción Católica, que propugnaba el apoyo al anticomunismo, apoyándose en la encíclica Divinis Redemptoris de Pío XI. [41] El lateranense recogía, asimismo, las preocupaciones del Episcopado por los temas históricos y el proceso de monumentalización y consolidación de un calendario litúrgico nacional vinculado al almanaque católico, intereses plasmados en la creación de la Junta de Cultores de la Historia Eclesiástica Argentina, antecedente de la Junta de Historia Eclesiástica Argentina creada en 1942.
Como indican Telma Chaile y Mercedes Quiñonez, la participación del clero en la escritura y enseñanza de la historia fue configuradora en el espacio local de la imagen de “una Salta religiosa, tradicional, anclada en valores que giran alrededor de dos figuras emblemáticas fundamentales: los santos y los héroes” (2011, p. 109). Esta tradición formada por el amalgamamiento entre religión y usos del pasado no estuvo en entredicho en el período, aún en el contexto de las reivindicaciones metodológicas cientificistas de algunos de los miembros de la Junta. No sorprende, entonces que, en un artículo referido a la realización de las jornadas, Romero Sosa advirtiera que la investigación histórica poseía una doble finalidad apologética, profundamente entrelazada a la tradición cristiana. Citando a Tavella, cuya influencia era ya decisiva, sostuvo que “La historia civil, militar, política, genealógica, biográfica y privada de la tierra de Salta está basada en los principios más sólidos de la buena ortodoxia. Hay mucho de hagiografía y también de tradición”. [42] Es en este contexto que la historia de Fernández Arregui, en su papel de miembro de la Junta y del ámbito eclesiástico, se erige en magistra vitae y constituye el lecho desde donde “retemplar” los corazones con el noble ejemplo de los próceres, “buscando en las fuentes de la historia ese bálsamo regenerador” necesario para garantizar una “subida ascendente a la montaña del progreso y de la verdadera civilización” (Romero Sosa, 1946, p. 298).
Comentarios finales
Las conmemoraciones y proyectos de marcación territorial de 1937-1938, analizadas en el trabajo, indican la existencia de un espacio de producción historiográfica donde el debate y las polémicas en torno a la escritura de la historia resultan importantes para entender la fisonomía de la memoria histórica local y su articulación con la historia nacional que se construye paulatinamente al avanzar el siglo XX. Nos presentan un variopinto universo de historiadores locales que matiza cualquier imagen homogénea sobre la historiografía provincial, al tiempo que ilustran los ritmos desiguales que adquieren los procesos de institucionalización y especialización de la historia en las ciudades alejadas de los grandes centros académicos.
Durante las primeras décadas del siglo XX, el espacio cultural salteño experimentó cambios en sus lógicas asociativas e intelectuales. La creación de la JEHS y del ISFSEHS debe ser analizada en el contexto preciso en que se gestaron como organismos vinculados al Estado y a la Iglesia católica, y a los espacios de poder monopolizados por la elite local. Las diferencias en torno a la preceptiva metodológica que algunos de los miembros más activos de la Junta reclamaron durante el período se difuminaron, no obstante, a la hora de establecer consensos clave sobre el papel de la historia y los historiadores en la salvaguarda de la vida institucional, por un lado, y la configuración de un “bálsamo regenerador” contra las imposturas anarquistas y comunistas, por el otro. Si la recuperación de la figura de los “héroes civiles” en 1937 insistía en la primera de estas necesidades, los actos conmemorativos, en el marco de las jornadas de 1938, ponían el acento en lo segundo.
En el espectro de temores que el escenario internacional propuso a través de la prensa conservadora, que mantuvo en vilo a amplios sectores sobre lo sucedido en España, Italia y Alemania, la germinación de ideas disolutivas de las instituciones centrales del orden conservador, aglutinadas bajo el lema “Dios, Patria y Familia”, constituyeron preocupaciones centrales para los historiadores del período. Los espacios difusos de sociabilidad política de los trabajadores urbanos y las actividades de los estudiantes secundarios representaron dos polos de un mismo problema, que convirtieron a la historia en una herramienta del presente. Durante los años treinta, la configuración de un pasado local con eje en los procesos centrales de la Revolución de Mayo como momento fundacional persiguió no solamente conciliar los intereses de las elites locales sino atenuar la “cuestión social” que, conforme avanzaban los años, se transformaba en una inquietud y en un lugar de disputas para las elites en el poder.
La presión social y los proyectos posibles de una memoria alternativa, vinculada a episodios históricos como la lucha de los trabajadores, fue un elemento de peso en las formas en que las elites locales pensaron su pasado provincial, con miras a proyectos escritos desde la capital del país, pero sensible también a los conflictos y tensiones del propio espacio de producción. Si bien esos proyectos solo llegaron a nuestras manos de forma muy indirecta, mediante la prensa local y algunos pocos deslices de la correspondencia entre intelectuales, es innegable que fueron delineando las representaciones construidas no solo sobre el pasado, sino también sobre el valor de la escritura de la historia.