El orden de los libros. Organización del conocimiento en las bibliotecas de las misiones jesuíticas de guaraníes[1]
1. Introducción
Los jesuitas arribaron al Río de la Plata, el Paraguay y el Tucumán coloniales a fines del siglo XVI. A comienzos de la centuria siguiente, organizaron formalmente este espacio en la provincia del Paraguay (o Paraquaria). Esta se constituyó como un desprendimiento misional de la provincia jesuítica del Perú y, con el paso de las décadas, se consolidó desde el punto de vista económico, demográfico y religioso (Mörner, 1986; Garavaglia, 1987; Maeder, 2013; Sarreal, 2014). Asimismo, los jesuitas formaron en este territorio varios conjuntos de reducciones indígenas, las más importantes de las cuales fueron las de guaraníes, localizadas en los ríos Paraná y Uruguay (en la actual frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil). Desde el siglo XVII hasta hoy, estas fueron concebidas por los jesuitas y los intelectuales favorables a ellos como una “Arcadia” (perdida) o un “paraíso” cristiano, mientras que sus rivales las pensaron más bien como una vil y autónoma “república” o “imperio” (Imbruglia, 2017). Por fuera de estas dicotomías, en los últimos veinte años, la historiografía profesional ha revelado la existencia de una compleja y multifacética cultura letrada en estas reducciones. En primer lugar, varios estudios han destacado la importancia del conocimiento misionero entre los jesuitas de este espacio, es decir, la producción de un saber codificado en gramáticas, vocabularios, herbarios, lunarios, mapas e historias naturales, entre otros géneros textuales que se caracterizaban por su carácter pragmático (Melià, 2003; Anagnostou y Fechner, 2011; Justo, 2011; Asúa, 2014; Obermeier, 2018; Wilde, 2021). En segundo lugar, varias investigaciones han sacado a la luz documentos manuscritos elaborados por la población indígena y han destacado la vinculación de la actividad escrituraria de los indios con la coyuntura política, la evolución de la lengua guaraní y el surgimiento de un corpus textual asociado a la cotidianeidad (Melià, 2005; Cerno y Obermeier, 2013; Neumann, 2015; Boidin, 2017; Ringmacher, 2021; Neumann y Barcelos, 2022; Thun, Cerno y Obermeier, 2015). En tercer lugar, diversos trabajos han profundizado en el conocimiento de la imprenta de las reducciones y han revelado la tipología de los textos producidos, el contenido de varios de los volúmenes y la proveniencia y características de los grabados (González, 2009; Gil, 2010, 2019; Verissimo, 2011; Wilde, 2014; Brignon, 2018, 2020; Hendrickson, 2018).
Sin embargo, todavía hace falta un abordaje más detallado sobre las estructuras institucionales, intelectuales y materiales que posibilitaron y estimularon el surgimiento y consolidación de esta cultura letrada en las misiones. Las bibliotecas de las reducciones de guaraníes son en este sentido poco conocidas. En la primera mitad del siglo XX, el historiador jesuita Guillermo Furlong les dedicó dos breves artículos y algunas páginas de una monografía más general, pero la idea central de sus textos es que las “librerías” misionales no eran igual de importantes que las de los colegios (Furlong, 1925, 1944). Más recientemente, historiadores como Gauvin Alexander Bailey y María Elena Imolesi se refirieron brevemente a los contenidos de las bibliotecas en el marco de investigaciones más amplias sobre otras cuestiones (Bailey, 1999; Imolesi, 2012, 2018). Los trabajos focalizados puntualmente en las bibliotecas y publicados en el siglo XXI (Gutiérrez, 2004; Vega, 2017, 2018) no alcanzan todavía para tener una imagen general y sistemática de los contenidos, la organización y las características de estos repositorios del saber. La evidencia disponible hasta el momento sugiere, sin embargo, que estas bibliotecas no eran simplemente depósitos pasivos de libros. Más bien parecen haber constituido laboratorios de trabajo e investigación, a partir de cuya riqueza bibliográfica los misioneros desplegaban su propia escritura, planificaban las actividades apostólicas asociadas a la evangelización y producían al menos parte del conocimiento misionero característico de la cultura letrada de las reducciones.
En las páginas que siguen no es posible, sin embargo, realizar un estudio integral de las bibliotecas misionales, por lo que me concentro específicamente en la organización del saber, es decir, en el “orden de los libros” (Chartier, 1994). En concreto, me pregunto: ¿cómo es posible conocer este orden?, ¿qué organización del saber predominaba en las bibliotecas?, ¿qué conocimientos aparecen en un lugar privilegiado?, ¿en qué categorías se concentraban la mayor parte de los libros?, ¿qué sucedía con los libros que no resultaba posible aprehender en el marco de esta organización?; en última instancia, ¿de dónde derivó esta organización específica? Para responder estas preguntas, me valgo de los inventarios elaborados por los misioneros en el momento de la expulsión de la Compañía de Jesús del Imperio español. En efecto, entre 1767 y 1768 –como consecuencia del antijesuitismo en expansión en Europa y del regalismo de la dinastía borbónica–, la Corona española expulsó a los jesuitas de todos sus dominios y expropió sus bienes muebles e inmuebles (Tornero, 2010; Ferrer Benimeli, 2014). Los inventarios elaborados en este marco incluyen a menudo los contenidos de las bibliotecas; los relativos a las reducciones de guaraníes se conservan actualmente en el Archivo Nacional de Chile y en el Archivo General de la Nación de Argentina.
Mi argumento central es que la organización del saber en las bibliotecas misionales constituyó un dispositivo material y epistemológico que configuró la cultura letrada local en un sentido temático y jerárquico. El orden de los libros –y la clasificación del conocimiento que este canaliza– seguía en las reducciones una definida progresión de carácter temático y religioso. En términos concretos, los jesuitas (tal vez con la colaboración de los guaraníes) ubicaron en un primer lugar –en los inventarios, y también probablemente en términos espaciales y de accesibilidad– un conjunto de materias asociadas a las Sagradas Escrituras y a los conocimientos teológicos. A continuación, situaron los volúmenes mayoritarios utilizados en las prácticas cotidianas de la misión, como los libros de predicación, espiritualidad e historia. Por último, colocaron todos los otros volúmenes que no podían ubicar en estantes específicos, y así construyeron una miscelánea, pero en la cual reservaron un lugar especial –significativamente, el último– para la lengua guaraní. Independientemente de la ubicación concreta de los libros –imposible de reconstruir–, existía una evidente jerarquía temática entre estantes o espacios. Esta jerarquía se inspiraba en la Bibliotheca Scriptorum Societatis Iesu de Pedro de Ribadeneira, Philippe Alegambe y Nathanael Southwell (1676). Respondía así a concepciones corporativas generales sobre la organización del saber, ampliamente extendidas dentro de la orden.
2. Las bibliothecas en la tradición occidental y en la Compañía de Jesús
La invención de la imprenta de tipos móviles tuvo un impacto significativo no solo en la transmisión de conocimiento, sino también en su organización. La imprenta multiplicó en tal medida la cantidad de textos que los lectores debieron desarrollar estrategias de organización, clasificación y segmentación orientadas a facilitar la adquisición y transmisión de conocimiento. Un resultado claro de este nuevo interés por la organización y clasificación del saber se plasmó en las así denominadas “bibliothecas”. Estas eran bibliografías que, desde comienzos del siglo XVI, listaban una parte o la totalidad de la producción impresa de conocimiento; asimismo, canalizaban a menudo una clasificación de dichos saberes y, por lo tanto, una jerarquía entre los diversos componentes de lo real (Bouza, 1992; Chartier, 1994; Blair, 2010). El ideal de la biblioteca total –capaz de abarcar la suma de la producción bibliográfica existente– es efectivamente un sueño tradicional de la civilización occidental. En principio, estas bibliotecas “sin muros” o “portátiles” apuntaban a saciar este sueño; pronto, sin embargo, debieron limitar su alcance, medida que lograron aplicando recortes cronológicos, institucionales o nacionales. Uno de los primeros textos en este sentido fue la Bibliotheca universalis (Zúrich, 1545), del médico y naturalista suizo Conrad Gessner (Blair, 2010, 2017). La primera parte de esta bibliografía presenta un ordenamiento alfabético, es decir, está organizada primariamente a partir de los nombres de los autores. En una segunda parte, sin embargo, Gessner desarrolló una estructura temática, que presentó a través de varias visualizaciones en forma de llave o de árbol, que se despliegan de manera similar a las clasificaciones botánicas (Gessner, 1545, 1548). Estas se refieren, por un lado, al estudio de la teología, y por el otro, al conocimiento de las ciencias y las artes.
Luego de Gessner, varios otros autores escribieron sus propias bibliothecas (Chartier, 1994). John Bale publicó Illustrium maioris Britanniae scriptorum (Wesel, 1548), sobre autores ingleses; Anton Francesco Doni escribió La libraria del Doni fiorentinom (Venecia, 1550), centrada en la producción en lengua vulgar italiana; François Grudé (señor de La Croix du Maine) produjo el Premier volume de la bibliotheque du sieur de La Croix du Maine (París, 1584); Antoine du Verdier compuso La Bibliothèque d’Antoine du Verdier… Contenant le catalogue de tous ceux qui ont escrit, ou traduict en françois (Lyon, 1585); Justus Lipsius redactó el breve De bibliothecis syntagma (Amberes, 1602), en el cual propuso la influyente idea de que la biblioteca debía concebirse como un templo de culto a la sabiduría, ricamente decorado; Gabriel Naudé dio forma a su Advis pour dresser une bibliotheque (París, 1627); y el andaluz Nicolás Antonio produjo Bibliotheca hispana nova (Roma, 1672) y Bibliotheca hispana vetus (Roma, 1696), focalizadas en la producción bibliográfica de autores españoles. Estos volúmenes podían contar con formatos más grandes o más pequeños y en general incluyen una o varias formas de clasificaciones del saber, sea en la distribución de los libros y autores, sea en índices y apéndices. Cabe destacar que, en varias ocasiones, estas bibliothecas ideales dependieron de bibliotecas reales y materiales, que por fuerza no podían abarcar la totalidad de los impresos existentes (ni siquiera dentro de una categoría específica).
Los jesuitas, por su parte, también redactaron bibliothecas. Estas estuvieron centradas, no en la totalidad de la producción impresa, sino en su porción católica o en los escritos de la propia Compañía de Jesús (Miguel Alonso, 2003). La primera fue la Bibliotheca selecta (Roma, 1593) de Antonio Possevino, que tuvo un éxito notable y cuya influencia se extendió incluso más allá de la Compañía de Jesús (Possevino, 1593a, 1593b; Biondi, 1981; Miguel Alonso, 2003; Romano, 2011). La figura de este jesuita está indisociablemente ligada a la clasificación del conocimiento. En 1573, mucho tiempo antes de publicar su bibliografía, ya se había encargado de reorganizar el archivo central de la Compañía de Jesús, para ello elaboró una clasificación por provincias que se mantiene en parte hasta el día de hoy (Friedrich, 2008). La historiografía ha sugerido que la Bibliotheca selecta debe interpretarse como una respuesta –católica y contrarreformista– a la Bibliotheca universalis de Gessner. Para Possevino, el acceso al saber debía ser cuidadosamente regulado y, sobre todo, mediado. Contra el ordenamiento alfabético de Gessner, que estimulaba la autonomía del lector, Possevino planteaba que los miembros de la Iglesia católica debían guiar a los lectores. En el libro, recomendaba ordenar los estantes físicos de las bibliotecas en siete divisiones, que avanzaban desde las Sagradas Escrituras hasta los temas genéricos: Biblia, Filosofía, Medicina, Derecho, Historia, Literatura y Generalidades. La organización que Possevino diagramó para su bibliografía impresa fue asimismo temática y descendente: en la Bibliotheca selecta, la Divina Historia aparece como la fuente primaria del saber, por lo que figura en primer lugar; luego el libro avanza hacia las regiones donde el catolicismo no estaba consolidado (al final del primer volumen, se incluyen los conocimientos sobre las regiones islámicas, Asia extremo-oriental y el Nuevo Mundo) y las disciplinas no teológicas, desde la jurisprudencia hasta la poesía (en el segundo). Entonces, el volumen inicial correspondía al conocimiento religioso y el segundo al secular.
En el ámbito hispánico, Pedro de Ribadeneira produjo Illustrium Scriptorum Religionis Societatis Iesu Catalogus (Amberes, 1608), que luego fue reeditado y ampliado por André Schott en 1613, por Philippe Alegambe en 1643 y por Nathanael Southwell en 1676, ya en los dos últimos casos con el título de Bibliotheca Scriptorum Societatis Ieus (Ribadeneira, 1608; Ribadeneira, Alegambe y Southwell, 1676; Miguel Alonso, 2003).[2] Se trata de una biobibliografía centrada específicamente en los autores de la Compañía de Jesús. La organización primaria de los libros es el nombre de pila de los autores. Sin embargo, también contiene dos índices complementarios: uno de apellidos y otro de materias. En la versión de 1676, este último incluye diecinueve categorías diferentes: las primeras diez corresponden a la Biblia y las diversas ramas de la teología, mientras que las restantes nueve refieren a saberes seculares. La bibliotheca de Ribadeneira, Schott, Alegambe y Southwell prolongaba entonces la estructuración del conocimiento presente en Possevino. Si no en la primera edición, en las más tardías el ordenamiento también es claramente descendente y jerárquico, y avanza desde la Biblia y la teología escolástica hacia las humanidades y las lenguas “peregrinas” y “vulgares” –cuya sección final es Linguis transmarinis, o sea, los idiomas no europeos–. El libro fue sumamente influyente; Aurora Miguel Alonso (2003) ha propuesto incluso que la bibliotheca de Nicolás Antonio –que, desde luego, no estuvo centrada en escritores jesuitas– siguió una estructuración de materias similar a la biobibliografía de Ribadeneira para su índice final.
Por su parte, el Musei sive Bibliothecae (Lyon, 1635), de Claude Clément, fue propuesto como modelo de organización para la biblioteca del Colegio Imperial en Madrid, probablemente la “librería” jesuítica más importante del orbe hispánico, que poseía más de treinta mil volúmenes en el momento de la expulsión y que sin duda era conocida por muchos de los jesuitas que viajaron al Paraguay (Clément, 1635; Miguel Alonso, 2003; García Gómez, 2010, pp. 69-73). Clément sugería organizar la biblioteca a partir de una serie de armarios temáticos. La clasificación propuesta es al mismo tiempo menos lineal y más refinada que la de Possevino. En términos generales, predomina también un ordenamiento jerárquico. Los primeros armarios corresponden efectivamente a la Biblia y los padres latinos y griegos. Sin embargo, temas evidentemente religiosos, como Historici sacri o Pii, Ascetici, se ubican hacia el final. Clément incorporó también armarios para códices manuscritos y para las lenguas orientales. Un aspecto significativo del Musei sive Bibliothecae es que, en él –y a partir de una evidente influencia de Lipsius–, Clément postuló que la biblioteca debía ser una suerte de museo o gabinete de curiosidades. En consecuencia, varios capítulos del libro están centrados en la riqueza decorativa que debía presentar: las pinturas, esculturas y emblemas eran tan importantes como los libros y debían transmitir, con ellos, el mensaje cristiano. Ya en la segunda mitad del siglo XVII, Jean Garnier y Gabriel Cossart publicaron de manera anónima el Systema Bibliothecae Collegii Parisiensis Societatis Iesu (París, 1678). Más que una bibliotheca pura, este breve volumen es una explicación de la organización de la “librería” del colegio jesuítico de Clermont (más tarde renombrado como “Louis-le-Grand”) en París (Garnier y Cossart, 1678; Miguel Alonso, 2003). El ordenamiento es eminentemente temático. La estructura se basa en cuatro grandes áreas del saber: Theologia, Philosophia, Historia y Eunomia (leyes), que canalizan también un ordenamiento jerárquico y descendente. A estas cuatro categorías se añadían dos bloques no temáticos: Cimelium (“reliquia”, en el sentido de códices valiosos) y Heterodoxia (las confesiones protestantes). De manera similar a Clément, Garnier también hizo referencia a la inclusión de estatuas, pinturas, monedas, objetos arqueológicos e instrumentos científicos en la biblioteca.
Natale Vacalebre ha sugerido que, de Possevino a Garnier y Cossart, las bibliothecas jesuíticas sufrieron una evolución, asociada al crecimiento cuantitativo de la producción bibliográfica (Vacalebre, 2016, pp. 114-144). Ahora bien, más allá de esta complejidad, es claro que todas las clasificaciones del saber elaboradas al interior de la Compañía de Jesús tuvieron un carácter jerárquico y descendente, de modo tal que se conformó una forma específica y corporativamente jesuítica de organizar la realidad. Las bibliothecas, en efecto, situaron en los primeros lugares a aquellos conocimientos que los ignacianos concebían como más relevantes o significativos –independientemente de si eran los más utilizados (véase la síntesis del Gráfico 1)–. Configuraron, por lo tanto, una disposición del saber que otorgaba una primacía simbólica y epistemológica clara a la religión católica. Las constituciones y reglas internas de la Compañía de Jesús también estimulaban el emplazamiento de bibliotecas. No obligaban a adoptar uno u otro sistema de organización del conocimiento, pero sí exigían que las “librerías” tuviesen un orden. Las reglas para los bibliotecarios, o “Regulae Praefecti Bibliothecae” (publicadas por primera vez en Regulae communes, 1567, sin paginación, aunque existen versiones preliminares), establecían que los libros debían ser “colocados en la biblioteca con un orden tal que todas las facultades tengan un lugar propio” y que debía existir “un catálogo de las diversas facultades con los autores en orden alfabético” (Játiva Miralles, 2008, p. 377). De esta manera se combinaban diversas formas de estructuración del saber. Estas reglas también establecían, entre otros aspectos, que las bibliotecas debían contar con los índices de libros prohibidos, que los volúmenes tenían que estar rotulados, que al bibliotecario le correspondía encargarse de la limpieza y que se debía establecer un sistema para la actualización del fondo bibliográfico. Los inventarios conservados de bibliotecas europeas muestran que los colegios jesuíticos efectivamente adoptaron alguna de las sugerencias de orden desarrolladas corporativamente al interior de la Compañía. La evidencia que presento en las secciones siguientes da cuenta de que también las “librerías” de las reducciones utilizaron, hasta cierto punto, las propuestas de estas bibliothecas.
Fuente: Clément (1635); Garnier y Cossart (1678); Possevino (1593a/b), Ribadeneira (1608); Ribadeneira, Alegambe y Southwell (1676).
3. Los inventarios de las bibliotecas
Los jesuitas del Paraguay no produjeron nada parecido a una bibliotheca o bibliografía impresa. En el caso de las reducciones de guaraníes, tampoco existe ningún catálogo de libros anterior a 1767.[4] En consecuencia, para entender el “orden de los libros” que aplicaron en las misiones, es necesario utilizar los inventarios posexpulsión. Como ya lo indiqué, la Compañía de Jesús fue expulsada del Imperio español en 1767; por diversas razones, la aplicación de esta orden se atrasó uno o incluso dos años en algunas regiones. Además del extrañamiento de los jesuitas, la expulsión conformó un proceso general de expropiación de los bienes muebles e inmuebles de la orden. Para gestionar estos recursos, los funcionarios redactaron –o encargaron la redacción de– largos e informados inventarios, que listan y a veces tasan objetos y propiedades. En principio, la Corona pretendía subastar la mayoría de los bienes con el objetivo general de obtener dinero para pagar el mantenimiento de los jesuitas expulsos, exiliados en la península itálica (Maeder, 2001; Tornero, 2010). En la práctica, muchos bienes inmuebles fueron efectivamente vendidos, pero los libros se distribuyeron gratuitamente entre instituciones educativas o eclesiásticas.
Los inventarios posexpulsión constituyen instrumentos fundamentales para el conocimiento del pasado. Conforman una masa de documentos que describen serial y exhaustivamente las posesiones materiales y productivas de una orden religiosa en la totalidad del Imperio español en un momento determinado de su historia. Existen inventarios sobre las residencias e instituciones jesuíticas en la península ibérica, Nueva España, Centroamérica y el Caribe, el Nuevo Reino de Granada, Perú, Chile, Paraguay y Filipinas. Los funcionarios encargados de la expulsión remitieron estos papeles por lo general a Madrid. En la segunda mitad del siglo XIX, el coleccionista y emprendedor español Francisco Javier Brabo –que había vivido en Argentina, Uruguay y Brasil– adquirió varios de estos documentos, sobre todo los relativos a América; además, ordenó, transcribió y publicó aquellos centrados en las misiones de guaraníes, puesto que este espacio concentraba en particular sus intereses personales (Brabo, 1872).[5] Los documentos originales se conservan actualmente en el Fondo “Jesuitas de América” del Archivo Nacional de Chile, en gran parte digitalizado.[6]
Por añadidura, los inventarios de las reducciones de guaraníes tienen un rasgo particular que los distingue de otros documentos similares y que los hace especialmente útiles para este artículo. Estos inventarios fueron redactados, no por funcionarios ajenos a las reducciones, sino por los propios misioneros. En efecto, en las misiones de guaraníes, las autoridades demoraron la efectivización de la expulsión –decretada en abril de 1767– hasta la segunda mitad de 1768, con el objetivo de encontrar sacerdotes conocedores de la lengua guaraní capaces de reemplazar a los jesuitas expulsos y de granjearse la simpatía de las autoridades nativas (Wilde, 2009, pp. 183-209). En el lapso, los jesuitas fueron conminados a cumplir diversas tareas, una de las cuales era la redacción de los inventarios de bienes. El rol de los jesuitas en la producción de estos documentos constituye una rareza histórica en el contexto general del extrañamiento (Miguel Alonso, 2003; García-Monge Carretero, 2004; García Gómez, 2010). Desde el punto de vista analítico, la rareza es significativa: mientras que en otras instituciones la autoría de los inventarios corresponde a los funcionarios –quienes aplicaron sus propios criterios de orden–, en las reducciones, la clasificación y organización correspondió a los misioneros, es decir, los mismos usuarios de las bibliotecas y los creadores, en última instancia, del ordenamiento físico de los volúmenes.
Los documentos originales correspondientes a las misiones de guaraníes se encuentran en el Archivo Nacional de Chile. Un conjunto de copias exhaustivas, con escasas diferencias y correspondientes a diversos años, se guarda por su parte en el Archivo General de la Nación en la ciudad de Buenos Aires.[7] En este repositorio se localiza además el inventario más importante, correspondiente a la gran biblioteca central de Candelaria, confeccionado en 1777.[8] Los jesuitas que realizaron los inventarios en general indicaron solo el nombre del autor del libro y, en ocasiones, el título (o una versión de este). No hay ningún dato relativo a año y lugar de impresión, pero la información existente permite estimar el tamaño de las bibliotecas, los contenidos generales y la forma de organización del saber. Globalmente, había más de 12 mil volúmenes de libros en las misiones en el momento de la expulsión. Estos no estaban distribuidos de manera uniforme: Candelaria, la residencia del superior, acumulaba casi cuatro mil volúmenes repartidos entre la sacristía, el aposento del cura, el aposento de música, el aposento del superior, el aposento del hermano coadjutor enfermero y la “librería” central, que tenía poco más de tres mil doscientos (Brabo, 1872, p. 271). El promedio de volúmenes entre todos los pueblos era de 414 ejemplares. “Librerías” de cuatrocientos ejemplares eran más pequeñas que muchas europeas; en la Sudamérica meridional, sin embargo, la circulación de textos fue escasa, y las imprentas, virtualmente inexistentes. En Buenos Aires, solo dos bibliotecas personales superaron los mil volúmenes: las de Juan Baltasar Maciel (mil libros) y Manuel Azamor y Ramírez (dos mil ejemplares) (Probst, 1946; Rípodas Ardanaz, 1994). En el siglo XVIII prácticamente ninguna biblioteca personal del Río de la Plata, el Paraguay y el Tucumán superaba los trescientos volúmenes (algunos ejemplos en: Benito Moya, 2012, p. 781; sobre las bibliotecas en este espacio, véase: Furlong, 1944; Rípodas Ardanaz, 1999; Parada, 2003). Los repositorios institucionales más grandes de la región eran jesuíticos: el Colegio Mayor de Córdoba poseía alrededor de seis mil ejemplares (Fraschini, 2005) y el de Asunción tenía cuatro mil quinientos (Gorzalczany y Olmos Gaona, 2006, p. 58). Las bibliotecas de las misiones de guaraníes eran entonces grandes en términos relativos; la de Candelaria, a su vez, estaba entre las cinco mayores de todo el Río de la Plata, el Paraguay y el Tucumán. De ahí pues la importancia de analizar la clasificación de los libros y la organización del saber en esta región.
4. Organización del conocimiento en las misiones
¿En qué medida resulta posible moverse desde estos documentos descriptivos hacia la organización física del saber en una biblioteca dada? La respuesta a esta pregunta es necesariamente casuística. No en todos los casos los catálogos reflejan un orden más allá del papel. Para las misiones de guaraníes, sin embargo, varios indicios sugieren que la estructura de al menos algunos inventarios correspondía a un ordenamiento físico definido. En un precepto de 1745, el superior de las doctrinas, Bernardo Nusdorffer, mencionaba la existencia de un catálogo de los libros de todas las misiones –realizado en el siglo XVII– y exigía actualizarlo. Nusdorffer explicaba que para los misioneros resultaría útil saber “cada uno los libros que hay en todos los pueblos” para poder “recurrir a ellos el que tuviere deseo de leerlos” (Piana y Cansanello, 2015, p. 348). No existe mayor información sobre estos listados, pero cabe recordar que las reglas internas de la Compañía de Jesús establecían que, al menos en parte, los catálogos debían estar organizados en “facultades”. Las normas para la elaboración de los inventarios de libros posexpulsión, por su parte, indicaban que debían ser alfabéticos, tomando como criterio primario el apellido de los autores.[9] Los correspondientes a las reducciones exhiben órdenes variables; como muchos funcionarios, los misioneros ignoraron las exigencias monárquicas. ¿Por qué muchos de ellos están entonces ordenados? La respuesta más probable a esta pregunta es que, simplemente, las bibliotecas estaban ordenadas de ese modo. Considerar que los inventarios no reflejan un ordenamiento físico implica pensar que los misioneros removieron todos los volúmenes de los estantes, los dotaron de un orden específico y, tras esta tarea, redactaron los listados, todo esto en el mismo momento en que estaban siendo expulsados. Resulta lógico estimar entonces que la organización de los inventarios es, al menos en la mayoría de los casos, el reflejo de una estructuración física de las bibliotecas.
En las misiones no había una sola biblioteca; por consiguiente, la organización es variable. Los inventarios traslucen los siguientes órdenes:
Un inventario carece de información detallada sobre la biblioteca y no refiere a orden alguno (San Nicolás).
Tres tampoco tienen información sobre las bibliotecas, si bien presentan una contabilización de volúmenes por formato. Esto no refleja necesariamente un orden físico (La Cruz, Loreto y Santa Ana).
Dos poseen un ordenamiento por formato o tamaño (Jesús y San Luis Gonzaga).
Cuatro tienen una estructuración alfabética (San José, Santa Rosa, Santo Ángel y Trinidad).
Siete carecen de orden alguno (Nuestra Señora de Fe, San Borja, San Cosme, San Francisco Javier, San Juan, San Lorenzo y Santiago); lo mismo sucede en el inventario de la biblioteca del aposento del cura en Candelaria.
Uno, el de la “librería” del aposento del superior en Candelaria, está organizado en números –seguramente estantes–, pero solo hay coherencia a nivel de tópico en unos pocos de ellos.[10]
Doce tienen una organización temática clara (Apóstoles, Concepción, Corpus, Itapúa, San Carlos, San Ignacio Guazú, San Ignacio Miní, San Miguel, Santa María la Mayor, Santo Tomé, Santos Mártires y Yapeyú).
Por último, el inventario de la “librería” central de Candelaria presenta una organización compleja: primariamente temática, pero cada tema está subdividido en formatos; además, hay secciones específicas para diversos idiomas.[11]
El orden en las “librerías” de las misiones de guaraníes era entonces de tres tipos: a) temático, b) por formatos y c) alfabético. Algunos investigadores han señalado que las bibliotecas temprano-modernas tenían un orden elemental –podría decirse intuitivo– por formato o tamaño: los volúmenes más grandes y pesados se colocaban en los estantes inferiores; los más pequeños o livianos, en los superiores (Miguel Alonso, 2003; Benito Moya, 2012, p. 21). Esto fue probablemente lo que sucedió en Jesús, San Luis Gonzaga y la “librería” central de Candelaria, donde cada estantería correspondería a un tema distinto. Podría pensarse que detrás de las restantes bibliotecas había también un orden secundario basado en tamaños. Así parece sugerirlo el inventario de Corpus, que muestra que los libros del mismo tamaño solían ubicarse juntos entre sí. En la mayoría de los casos, sin embargo, la información explícita sobre formatos –que permitiría estimar el grado de extensión de esta organización secundaria– está ausente. En cuanto a la organización alfabética, Natale Vacalebre ha sugerido que constituía un criterio funcional, asociado al crecimiento de la producción impresa. De este modo, en bibliotecas grandes, los catálogos alfabéticos eran más prácticos que los temáticos (Vacalebre, 2016, pp. 114-144). En los inventarios de las reducciones, la organización alfabética aparece en algunas de las bibliotecas de mayor dimensión (Santa Rosa y Santo Ángel), pero también en algunas medianas y pequeñas (San José y Trinidad).
Más allá de otros posibles órdenes –únicos o complementarios–, la organización predominante era temática. En efecto, trece inventarios, incluyendo el correspondiente a la “librería” central de Candelaria, estructuraron los volúmenes en función de los temas. La distribución de los libros y las propias categorías temáticas variaban entre un pueblo y otro. En conjunto, los rótulos más comunes eran Biblias y expositores (también llamado Escriturarios y a veces dividido en dos grupos), Teología escolástica (o simplemente Teología), Teología moral, Predicación, Espiritual (o Ascética), Hagiografía (denominado también Vidas, Vidas de santos y varones ilustres, Historia sacra), Historia, Lengua guaraní y Miscelánea (o Varios) –véase Gráfico 2–. Las categorías residuales, que solo existían en algunos pueblos, eran Catecismo, Humanismo (que podría considerarse aproximadamente equivalente a gramática y diccionarios), Controversia y Matemática. Algunas solo existían en la gran biblioteca central de Candelaria: Derecho canónico, Medicina y Breviarios. Como categorías unitarias o en combinación explícita con otros conjuntos, Teología moral se repite en los trece pueblos; Espiritual, Predicación, Historia y Miscelánea en doce; Biblia y expositores en once, Teología escolástica en diez, Hagiografía en ocho y Lengua guaraní en siete.
Un análisis cuantitativo revela que los temas que concentraban la mayor cantidad de volúmenes eran Lengua guaraní, Miscelánea, Espiritual, Predicación e Historia. En cambio, temas como Biblias y expositores y Teología escolástica eran evidentemente minoritarios. El alcance de esta contabilización es, empero, limitado. Se basa tan solo en trece inventarios, mientras que se desconoce lo que sucedía en las bibliotecas cuyos inventarios carecían de organización temática. Las asignaciones de temas realizadas en las misiones eran, además, erráticas y variables. En Yapeyú había varios tomos de un diccionario de español en la categoría de Lengua guaraní.[12] El Institutum Societatis Iesu y los textos de reglas de la Compañía de Jesús no tenían un lugar claro: algunas veces eran colocados en Espiritual[13] y otras en Historia,[14] además de Varios. En Historia se llegó a colocar un evidente texto de Teología moral, Casos raros de la confesión de Cristóbal de la Vega,[15] así como también la obra de Francisco Garau, el Lunario de un siglo de Buenaventura Suárez y textos de matemática.[16] La producción de Benito Jerónimo Feijóo y Martín Sarmiento solía quedar ubicada también en Historia.[17] El libro El superior instruido, de Antonio Machoni, cambiaba de categoría en función de las reducciones: fue colocado, por ejemplo, en Varios, Espiritual e Historia. Don Quijote por lo general fue incluido en la sección de Varios, pero en el pueblo de Yapeyú los dos tomos de esta obra fueron incorporados en “Vida [de santos]”, probablemente porque algunas ediciones del libro llevaban por título Vida y hechos del ingenioso hidalgo Don Quixote de La Mancha.[18] Varias de estas ubicaciones debieron ser producto del error, el descuido y el desorden.[19] De todos modos, la asignación diferencial de volúmenes a algunos temas y no a otros provee una imagen global de las características de las bibliotecas. La ubicación mayoritaria de libros en categorías como Lengua guaraní, Espiritual y Predicación –y los pocos volúmenes colocados en Biblia y Teología escolástica– da cuenta de un énfasis pragmático, pastoral y no erudito característico de estas “librerías” (Lértora Mendoza, 2005; Duve y Danwerth, 2020).
En un universo categorial finito, registrar, organizar y distribuir temáticamente los libros es una tarea problemática, que exige la toma de decisiones específicas, a menudo embarazosas (Parada, 2012, pp. 80-90). De ahí pues la importancia de la sección miscelánea: este rótulo comodín permitía ubicar volúmenes cuyo contenido no se ajustaba con perfección a la estructura del saber utilizada en las misiones. ¿Qué libros había allí? En el pueblo de Itapúa, por ejemplo, el rótulo incluía libros sobre ceremonial litúrgico, medicina, gramática, arquitectura, ciencias varias, Don Quijote y la obra de Lope de Vega, entre otros.[20] En San Ignacio Miní había cartas de Francisco Javier, reglas jesuíticas, el Elogia Societatis Iesu de Cristóbal Gómez, un martirologio, El superior instruido de Antonio Machoni, textos de matemática y geometría, las comedias de Plauto, un Arte de la lengua vascuence, una obra de Francisco Garau, un Tratado de pintura y escultura en italiano, breviarios y misales y el Lunario de un siglo de Buenaventura Suárez, entre otros.[21] Entre los “varios” de Corpus había libros de geografía, historia, gramática, liturgia, breviarios, medicina, música, reglas jesuíticas, martirologios, catecismos y, de nuevo, el Lunario de un siglo de Suárez y Elogia Societatis Iesu de Gómez.[22] Un caso significativo es el de la “librería” central de Candelaria, que tenía categorías específicas para gramática, derecho canónico, matemática y medicina, pero aun así también contaba con una sección miscelánea, en la cual había cuadernillos, obras de ejercicios espirituales y meditación, reglas jesuíticas, breviarios, las cartas de Francisco Javier, Villancicos para la Nochebuena, Historia de los animales terrestres, El superior instruido de Machoni, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, la obra de Francisco de Quevedo y Don Quijote.[23] Muchos títulos ubicados en esta categoría se repetían en distintos pueblos. Miscelánea incluía a menudo novelas, poesías, libros de matemática, geografía, astronomía y medicina, catecismos y obras de gobierno, como las reglas jesuíticas.
La paciente tarea de ubicar los libros en los estantes constituye un aspecto particular de un conjunto más amplio de prácticas bibliotecarias. La información referida a la mecánica concreta de esta tarea es virtualmente nula. La evidencia fragmentaria acerca del cuidado y la reparación de los libros en las misiones, sugiere que las prácticas bibliotecarias podrían ser hasta cierto punto compartidas por jesuitas e indios. De las “Regulae Praefecti Bibliothecae” se sobreentiende que el “prefecto de biblioteca” –es decir, el bibliotecario– era un jesuita. Ahora bien, las crónicas y diccionarios muestran que los guaraníes se encargaban de tareas como las encuadernaciones de libros. En el Arte, y bocabulario de la lengua guaraní (Madrid, 1640), Antonio Ruiz de Montoya ya traducía al guaraní la expresión “librero que enquaderna” (subrayado mío) como quatiá ñȗbȃhára y quatiá ñomȃhára (Ruiz de Montoya, 1640, 2da parte, p. 68). Una carta indígena mencionaba en el siglo XVIII a un muchacho que “sabe leer mui bien; y en quadernar, y tambien haze [a mano] letras de molde” (Instituto Geográfico Militar, 1938, pp. 240-241). En 1760, Juan de Escandón decía que los guaraníes sabían hacer encuadernaciones más duraderas que las europeas.[24] Si los guaraníes se ocupaban de realizar las encuadernaciones y las “letras de molde” (es decir, de la producción de manuscritos: véase Diniz, 2015), es posible que también tuvieran a cargo la rotulación y etiquetado de los lomos y la limpieza de las bibliotecas. Según las “Regulae Praefecti Bibliothecae”, estas tareas correspondían al bibliotecario, aunque en las misiones los jesuitas tendían a delegar ocupaciones manuales o artesanales en la población indígena. No sería extraño entonces que algunos indios letrados colaborasen eventualmente con el ordenamiento físico de los libros.
Independientemente de la mecánica concreta, los jesuitas (con la posible colaboración de los guaraníes) aplicaron una organización del saber que variaba de un pueblo a otro. Sin embargo, detrás de todos los inventarios temáticos subyace un orden común. Podría decirse que en las misiones de guaraníes había una organización principal del saber, cuyas manifestaciones fenoménicas exhibieron divergencias secundarias de pueblo en pueblo. Para comprender en qué consistió dicha organización, es necesario llevar adelante una operación técnica, orientada a simplificar y abstraer las múltiples categorías que aparecen en los documentos y a visualizar la posición promedio de cada una de ellas, tal y como se refleja en la Tabla 1. En primer lugar, esta operación implica descartar las categorías residuales de algunos pueblos y mantener solo las más comunes, que ya mencioné antes: Biblias y expositores, Teología escolástica, Teología moral, Predicación, Espiritual, Historia, Hagiografía, Miscelánea y Lengua guaraní.[26] En segundo lugar, para clarificar el orden espacial de cada una, decidí asignarles un coeficiente de posición. A través de una operación aritmética sencilla, este coeficiente refleja la posición promedio de cada categoría temática en la organización de las bibliotecas en general, ajustando el resultado por el uso diferencial de las categorías en las misiones (algunas, como Teología moral, fueron más empleadas que otras, como Hagiografía) y por la variable extensión de la organización de cada biblioteca (varias bibliotecas tienen trece categorías, mientras que San Miguel, por ejemplo, tiene solo cinco). Un número cercano a 0 representa una posición inicial; un número cercano a 1 representa una posición final.[27] El coeficiente da lugar así a una síntesis general que aparece en la última fila de la tabla.
La información codificada en la Tabla 1 permite analizar cuatro cuestiones diferentes: la cercanía de la organización particular de cada biblioteca con respecto al orden contenido en la síntesis general; el tipo específico de progresión temática en este orden; la posible fuente bibliográfica de esta organización; y, por último, su carácter potencialmente eurocéntrico. Para clarificar el primer punto, decidí utilizar colores inspirados en el coeficiente, de manera que la tabla constituye también un mapa de calor que permite percibir –con un simple golpe de vista– qué tan cerca estaba la organización de cada biblioteca particular con respecto al orden del saber subyacente a todas las misiones. En este sentido, es evidente que había algunas diferencias entre las distintas bibliotecas. De las trece aquí consideradas, la única que refleja con exactitud la síntesis general es la de San Ignacio Guazú. Otras exhiben un parecido significativo: en Santos Mártires, por ejemplo, la única extrañeza respecto de la síntesis es la ubicación de Biblia y expositores en un tercer lugar; fuera de esto, las teologías figuran en los primeros puestos, Espiritual en un lugar intermedio e Historia, Miscelánea y Lengua guaraní en las últimas posiciones. La gran “librería central” de Candelaria muestra algunas diferencias con relación a dicha síntesis: los géneros históricos figuran en la segunda y tercera posiciones, mientras que Espiritual aparece antes que Predicación. No obstante, más allá de estos casos puntuales, el orden en Candelaria se corresponde con la síntesis general. Aunque varíen algunas categorías específicas, la Tabla 1 muestra que había una distribución más o menos común. Obsérvese, en particular, que Biblia y expositores aparecen en primer lugar en seis de los trece pueblos, mientras que Lengua guaraní figura en el último lugar en siete ocasiones. Es decir, la organización de la mitad de las bibliotecas comenzaba y finalizaba de la misma manera. Este orden común subyacente, expresado por cierto de manera imperfecta, sugiere que debió existir un precepto para estructurar todas las bibliotecas de un mismo modo.
Independientemente del grado de perfección en la aplicación de esta organización en cada pueblo, es evidente que había una progresión temático-jerárquica detrás de la estructuración del saber. Los libros que figuran en primer lugar son usualmente los correspondientes a Biblias y expositores; a continuación, suele seguir Teología escolástica –en tanto que conocimiento orientado a Dios–; después, Teología moral, la rama más práctica dentro de esta disciplina. Los siguientes tópicos están asociados a la actividad pastoral (Predicación y Espiritual) y al saber histórico (Historia y Hagiografía). Posteriormente, Miscelánea y, por último, Lengua guaraní. Considérense para esto dos ejemplos. Por un lado, la biblioteca de Corpus, que muestra que en las primeras posiciones estaban las dos teologías y los textos bíblicos; en las categorías intermedias, los saberes pastorales e históricos; y en las dos finales, los volúmenes misceláneos y en/sobre la lengua guaraní. Por el otro, la biblioteca de Santo Tomé; esta exhibe que los primeros libros eran Biblias; a continuación aparecía Teología moral; luego Predicación; después Espiritual; más adelante Historia; y, por último, Miscelánea.[28] Los ejemplos desde luego podrían multiplicarse. La síntesis general y sus múltiples manifestaciones fenoménicas –como las aquí descriptas a partir de Corpus y Santo Tomé– revelan que los conocimientos religiosos se ubicaban en un lugar privilegiado, por ende, iluminaban epistemológica y simbólicamente a los que seguían después.
¿De dónde deriva, en última instancia, este orden? Para responder esta pregunta es necesario comparar la síntesis general de la Tabla 1 con la información volcada en el Gráfico 1. Cabe recordar que las bibliografías jesuíticas –y las bibliothecas– recurrían a un patrón jerárquico de organización del saber. Pero ese patrón jerárquico no es igual en todos los casos. La síntesis general exhibe ciertamente un sutil parecido con las bibliothecas de Possevino y Clément, asociado sobre todo a la ubicación inicial de las Biblias y la teología (y, en el caso de Clément, al emplazamiento final de las lenguas no europeas). Sin embargo, el orden más similar es sin duda el que corresponde a las ediciones tardías de la Bibliotheca Scriptorum Societatis Iesu de Ribadeneira, Alegambe y Southwell. Esta bibliografía es la única que coloca en un primer lugar a la Biblia, en una posición intermedia a los libros espirituales y, en una categoría final, a los volúmenes de lenguas indígenas. Además, de todas las bibliografías jesuíticas que he mencionado, la Bibliotheca Scriptorum Societatis Iesu era la única que se encontraba en las reducciones. En efecto, en la “librería” central de Candelaria existía un volumen en folio de ”Biblioteca Scriptorum Societatis Jesu”, sin mayores detalles.[29] En Apóstoles había una “Bibliotheca scriptorum S. J. Padre Ribadeneira et aliorum”.[30] En Mártires se guardaba un tomo de “Viblioteca Societatis Jesu”.[31] En Santo Tomé existía un tomo en folio de “Viblioteca Scriptorum Societatis Jesu” atribuido directamente a Alegambe.[32] En Nuestra Señora de Fe había una “Biblioteca del padre Rivadeneira”, impresa en Roma en 1676.[33] En resumidas cuentas: antes que otras propuestas populares surgidas al interior de la Compañía de Jesús, los jesuitas del Paraguay utilizaron la biobibliografía redactada originalmente en el contexto hispánico por parte de un autor, Pedro de Ribadeneira, que era por lo demás sumamente popular en las “librerías” locales.[34]
La organización del saber aplicada en las bibliotecas de las misiones de guaraníes tenía un origen evidentemente europeo. ¿En qué medida América –en tanto que compleja realidad histórica y lingüística– fue relegada en la jerarquía del conocimiento? Para el caso de la Bibliotheca Selecta de Possevino, Antonella Romano ha señalado sintomáticamente que la bibliografía “arraiga la historia de los hombres en la historia sagrada”, y de este modo justifica “el rol central de los clérigos” en el desarrollo de la historia y en la “conquista evangélica” de territorios no europeos. En este sentido, “la historia es linealmente construida desde Dios a sus descendientes y opositores” (Romano, 2011, p. 144). La situación de la Bibliotheca Scriptorum Societatis Iesu y de la estructura de conocimientos en las misiones de guaraníes es, sin embargo, más compleja. En la Bibliotheca Scriptorum, los conocimientos estrictamente históricos sobre el Nuevo Mundo no figuran en una categoría final o anexa, sino dentro de la sección “Historia illustrata”, bajo el rótulo “Indica, sive de Asia, Africa, America, Historicae Relationes” (Ribadeneira, 1676, pp. 908-911). Del mismo modo, los libros históricos y hagiográficos sobre el Paraguay en particular o América en general estaban en las bibliotecas misionales en las secciones de historia o hagiografía, no en una categoría específicamente “americana”.[35] Por otro lado, los libros en guaraní, ubicados en el último lugar, figuraban cerca de otros textos de carácter lingüístico, esto es, de las gramáticas y diccionarios situados en Miscelánea (por ejemplo, de español o latín). Más aún: a menudo, los libros en guaraní formaban parte de esta última sección. Estaban por lo tanto más cerca de los saberes lingüísticos que de otros libros sobre América. Esta organización asignaba todo un tipo de conocimiento (el lingüístico) al último lugar, no específicamente las gramáticas y diccionarios de lenguas americanas. Sea como fuere, la ubicación de los volúmenes dentro de las estanterías configuraba así una estructuración jerárquica del saber, aspecto que sustenta la idea de la centralidad de la religión católica al tiempo que define el lugar de los conocimientos lingüísticos, tan relevantes en los contextos misionales.
Reflexiones finales
A pesar de la consolidación reciente de investigaciones sobre los saberes misionales y la cultura letrada en las fronteras coloniales, no existe todavía un análisis sistemático de las características de las bibliotecas misionales de la Compañía de Jesús. Para un conjunto dado de misiones, un examen preliminar debería incluir el estudio de las formas de circulación y adquisición de los libros, su organización en función de criterios más generales de clasificación del conocimiento, la cronología de su acumulación, los contenidos predominantes –considerando las tendencias más generales de la historia intelectual temprano-moderna– y las maneras de lectura y recepción de los volúmenes. En particular, todavía hace falta una investigación que demuestre cuáles fueron los rasgos específicos y originales de las bibliotecas misionales, en comparación con otros repositorios de la época colonial y de otras “librerías” de la Compañía de Jesús, como las de los colegios (americanos o europeos). Un abordaje de este tipo permitiría establecer con precisión cuál fue la importancia de las bibliotecas misionales para la alfabetización de porciones limitadas de las élites indígenas, la producción de un original (y a menudo intercultural) conocimiento misionero por parte de los jesuitas y, en última instancia, la consolidación de una cultura letrada sui géneris en los espacios de frontera.
En cualquier caso, es claro que la construcción de las “librerías” en el territorio de las misiones jesuíticas de guaraníes tuvo un carácter pastoral, asociado a la importancia de las actividades apostólicas de evangelización y al proyecto de conversión de la Compañía de Jesús. En este marco, la organización de los libros servía para establecer un orden en la complejidad de lo real, para clasificar el conocimiento y para permitir que los jesuitas se guiasen en el marco de la abundancia de la producción impresa. A partir del análisis realizado en las páginas anteriores, es posible sugerir que la organización del saber en las bibliotecas misionales tuvo un triple carácter: temático, jerárquico y corporativo. En efecto, la mayoría de las bibliotecas exhibe un orden específico por temas. Pero esos temas no aparecen situados en posiciones aleatorias, sino que su ubicación refleja una progresión temática, reveladora de concepciones epistemológicas subyacentes, que hacían derivar toda construcción de conocimiento de los textos fundamentales de la religión católica –y que muestran el papel que la Iglesia otorgaba en el control del acceso al saber–. Esta organización no era, sin embargo, original; estaba más bien inspirada en las ediciones tardías de la Bibliotheca Scriptorum Societatis Iesu, una biobibliografía de escritores jesuitas redactada en el siglo XVII. En resumidas cuentas: organizar el conocimiento, lidiando con la complejidad de la producción impresa, era una operación tecnológica y epistemológica que no tenía lugar únicamente en los colegios y en las universidades de Europa; se trataba también de una tarea necesaria en el marco de las actividades apostólicas en la última frontera de la cristiandad.