Pugnas simbólicas y trayectorias errantes: prácticas y circulación de objetos en la iglesia San Ignacio (Buenos Aires, primera mitad del siglo XIX) [1]
Tras la expulsión de la Compañía de Jesús del Río de Plata en 1767, la sede principal de la orden en Buenos Aires, la iglesia de San Ignacio, fue protagonista de grandes transformaciones en su acervo material, así como en las funciones a las que fue destinado ese espacio. Este trabajo propone un acercamiento al análisis de las prácticas en torno a los objetos de arte y culto que se llevaron adelante en este espacio religioso durante los años de ausencia de la Compañía en el Río de la Plata y en la etapa de su breve regreso en 1836, bajo la tutela del entonces gobernador Juan Manuel de Rosas. En particular, nos interesa poner el foco sobre algunas fuentes que evidencian la incorporación de gran cantidad de obras a la iglesia durante esos años. En sintonía con esto, buscaremos exponer una aproximación que permita recuperar algunas de las operaciones que se realizaron en torno a tales imágenes que integraron el patrimonio del templo de San Ignacio durante la primera mitad del siglo XIX. Nos interesa también consignar cuál fue el rol específico de Juan Manuel de Rosas en esta coyuntura y si el retorno de la Compañía al Río de la Plata tuvo alguna incidencia en ello. Asimismo, consideramos que este derrotero permite evidenciar un panorama más amplio en el cual las imágenes y prácticas religiosas cobran un lugar activo y relevante, en contraposición con el modo en que la historiografía del arte suele caracterizar el período posterior a 1810 como “desacralizado” (Burucúa y Molina, 2000), en el que tanto unas como otras se vuelven laterales e, incluso, inexistentes.
Antes del regreso
Los primeros integrantes de la Compañía de Jesús arribaron a Buenos Aires en 1608 y, a pesar de no estar incluidas entre las primeras órdenes religiosas a las que Juan de Garay les asignó lotes en la ciudad, su llegada viene acompañada de la adjudicación de un terreno privilegiado en la trama porteña (Schenone, Molina y Santas, 2006). Ese primer solar adyacente al fuerte de Buenos Aires donde la orden ubicó sus edificaciones iniciales fue trasladado años más tarde, alrededor de 1661, para ocupar la manzana ubicada a unas cuadras de distancia, donde hasta hoy se localiza la iglesia y el colegio de la Compañía[2]. El templo actual fue consagrado en 1734 y alojó a los jesuitas hasta la fecha de su expulsión, en 1767. Cinco años después de la abrupta salida de la orden, en 1772, San Ignacio reabre al culto público y comienza a utilizarse, en paralelo, para los actos públicos de filosofía, teología, historia y literatura, a fin de que se cumplieran en ella “funciones de devoción como de Letras” (Furlong, 1944, p. 338). El amplio espacio interior y su ubicación estratégica en el centro de la ciudad lo convertían en un ámbito cómodo y versátil para distintos fines: fue cuartel durante las invasiones inglesas, lugar de celebración del triunfo de Santiago de Liniers, ámbito de exposición de exámenes de alumnos del colegio, y de asambleas populares en 1815 y 1816, dado que “después de unas cuantas misas de las primeras horas de la mañana quedaba completamente vacío, que por su amplitud y por el púlpito podía servir de tribuna para las arengas” (Furlong, 1944, p. 338). Años más tarde funcionó como escenario del cabildo abierto de 1820, y de actos como el emplazamiento de la universidad con presencia del gobernador Rodríguez, la fundación de la Sociedad de Beneficencia en 1823 y el desarrollo del primer examen del Instituto Médico en 1821. La iglesia también sufrió cambios en su denominación: se la llamó “Iglesia del Colegio” e “Iglesia de San Carlos” (Furlong, 1944, pp. 338, 342, 371; Soulés, et al., 1983, p. 38)[3]. En principio podríamos considerar estas operaciones como parte de un accionar tendiente a desacralizar el espacio, volviéndolo un simple anexo del colegio y locación práctica para todo tipo de eventos cívicos; pero ¿qué sucede con las prácticas religiosas en San Ignacio durante la ausencia de la Compañía?
Es necesario consignar primero que, en el lapso de ausencia de la Compañía, San Ignacio cumplió el rol de catedral durante 16 años[4]. Ricardo González (2005) plantea que esta podría ser una de las razones por las cuales la iglesia adquiere un prestigio tal que hacia finales del siglo XVIII se vuelve sede de hermandades regionales de españoles, como las de los catalanes, gallegos y asturianos que radicaron sus cofradías allí. A fin de avanzar con posibles respuestas, tomaremos como punto de partida el inventario realizado por Felipe Elortondo y Palacios (1802-1867), cura párroco de San Ignacio al momento del retorno de la orden[5]. La iglesia fue designada parroquia en 1815 cuando “las actividades litúrgicas comenzaron a desarrollarse regularmente” (Schenone y Molina, 2012, p. 115) y devuelta íntegramente a los jesuitas en 1838 (Furlong, 1944, p. 442[6]. El documento confeccionado por Palacios data del 9 de enero de 1836, es decir, siete meses antes del retorno de la orden al Río de la Plata, por lo que podemos considerar que el acervo descrito por el cura es el que encontraron los jesuitas a su vuelta. Cabe señalar que Palacios era una figura de relevancia en la época: años después de su labor en San Ignacio fue director de la Biblioteca Nacional –donde desarrolló el proyecto de un reglamento y de un catálogo clasificado–, y posteriormente fue diputado y deán del Cabildo Eclesiástico Metropolitano (Cutolo, 1969, pp. 664-665). Palacios, además, fue retratado por artistas importantes de la época, como Fernando García del Molino y Carlos Enrique Pellegrini[7].
Los datos consignados por el cura en el inventario evidencian distintas vías de incorporación de obras a la iglesia. El documento designa a varios de sus miembros como a particulares que son dueños de algunas de las obras citadas: en algunos casos, el cura aclara que están en San Ignacio en calidad de préstamo, como por ejemplo las que son propias de Palacios –la escultura de san Agustín, la de santa Rita de Casia y uno de los confesionarios–; en otros, señala que se trata de donaciones, como la realizada en 1836 por la Sra. Andrea Ibañez de Anchorena, que consta de “Dos lienzos hermosos: el uno con una pintura del Labatorio, y el otro con una Imagen de Ma. SSma.”[8]. En otros apartados se consigna al dueño de la obra, como el caso de la escultura de santa Catalina, sin aclarar las condiciones de estos préstamos. No es sencillo establecer un criterio general de los itinerarios posteriores de esas obras: algunos indicios permiten considerar que dichos préstamos luego se formalizaron en donaciones, como el caso del nicho con la Virgen del Carmen con corona de plata ubicada en el altar de san Felipe Neri[9]. la Virgen de los Dolores situada en el altar de san Luis Gonzaga o la escultura de santa Rita de Casia;[10] mientras que otros, como la escultura de san Luis Gonzaga [11] o el san Agustín[12], parecen no haberse mantenido dentro del patrimonio de la iglesia en épocas posteriores. Además, el documento hace referencia a algunas obras y objetos que arribaron a San Ignacio a través de acciones gubernamentales, como una custodia y dos atriles que fueron cedidos por el gobierno proveniente del Hospital de los Betlemitas tras su supresión en el período rivadaviano. También incluye una serie de 14 “quadros medianos con marco dorado de las Estaciones del Via Crucis”, que fueron “comprados por el cura actual”, aunque no aclara si son de su propiedad o del templo. Estas obras no figuran en los inventarios contemporáneos de San Ignacio, por lo que es posible que Palacios los haya trasladado al momento de abandonarla. En total, el inventario de 1836 deja testimonio del modo en que se incorporan a la iglesia 24 de las nuevas obras identificadas.
Si comparamos el inventario realizado al momento de la expulsión de los jesuitas en 1767,[13] y otro correspondiente a 1770 –hallado por Héctor Schenone y trascrito por Guillermo Furlong (1944, pp. 332-334)– con el de 1836, notamos que en los dos primeros se contabilizan un total de 12 altares, mientras que en el realizado por Palacios son unos 14.[14]Sabemos que hubo modificaciones relevantes en los retablos tras la expulsión, como la incorporación de nuevos muebles y la remoción de otro: la Junta de Temporalidades determinó que el retablo del Pilar pasara a la catedral y el lugar de ese mueble fue ocupado luego por el retablo de Santiago Apóstol, a cargo de la comunidad de Galicia (Schenone et al., 2006, p. 189). En el inventario de 1836 se evidencia que se modificó la denominación de algunos altares, posiblemente a causa de la adaptación de las imágenes disponibles y también de la incidencia de las cofradías españolas citadas. Otro ejemplo es la incorporación de un retablo dedicado a Nuestra Señora de Covadonga, asociada a la cofradía de los asturianos (González, 2005). Además del altar del Pilar, otros dos altares incluidos en el inventario de 1770 –el de Nuestra Señora del Buen Consejo y el de la Concepción– no figuran en el relevamiento de 1836. De tal modo, notamos la presencia de un total de cinco altares no contemplados en el inventario a la fecha de expulsión[15]. Según este material, en 1770 se relevan 10 cuadros, 19 esculturas de bulto, nueve láminas y un relieve; mientras que en 1836 se listan un total de 50 cuadros, 37 esculturas de bulto, tres “bustos”[16] y cuatro relieves, un aumento apreciable en poco más de seis décadas.
Resulta relevante apuntar que gran parte de los nuevos altares fueron conformados casi íntegramente con obras donadas o prestadas. Es el caso del altar de san Luis Gonzaga, integrado por dos esculturas, propiedad del presbítero Diego Mendoza, al igual que el de la “reja de hierro que rodea el altar”. El altar de Santiago Apóstol está compuesto por una escultura del santo –que según Schenone (1997) fue encargada a España y se atribuye al escultor José Ferreiro–,[17] la ya citada escultura de san Agustín que pertenece a Palacios y otra escultura de santa Catalina en préstamo de una particular. Del mismo modo, los altares de san Felipe Neri y de Nuestra Señora de Covadonga cuentan con solo dos imágenes respectivamente, una de las cuales era prestada.
En una publicación dedicada a la historia de la iglesia de San Ignacio, Schenone (1983) distingue un conjunto de obras que se incorporaron al acervo de la institución tras la expulsión, gran parte de ellas realizadas entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Del conjunto de las 14 obras referidas por Schenone como las incorporadas al templo hasta mediados del siglo XIX,[18] diez pueden rastrearse en el inventario de Palacios; es decir, la mayoría ya formaba parte de su patrimonio antes de la llegada de los jesuitas. Las únicas excepciones son un grupo procesional del apóstol Santiago, que al parecer fue trasladado a la iglesia de Santo Domingo;[19] y un relieve de la Virgen de la Merced,[20] ambos elaborados en el siglo XIX. Palacios tampoco contempla en su lista el nuevo púlpito que, según Schenone, fue realizado durante el tercero y el cuarto decenio del siglo XIX.
A partir de un recorrido pormenorizado por los tres inventarios citados, el de 1767, de 1770 y de 1836, encontramos que solo 19 obras de las 94 en total mencionadas por Palacios coinciden –esto es, si consideramos únicamente pinturas, esculturas y relieves–.[21] Además, Schenone menciona otras seis obras que figuran en el inventario de 1767 y que él identifica en el acervo de la iglesia en 1949, sin embargo, estas no están listadas en el documento de 1836.[22] Esta inconsistencia podría obedecer a un olvido de Palacios, pero también podría responder a la dispersión de algunos objetos desde San Ignacio hacia otros espacios y la restitución de ellos a la iglesia años más tarde, al momento de su recuperación por parte de la orden. Más allá de que no podemos reconstruir el recorrido de muchas de ellas ni determinar su fecha de producción, la diferencia en la cantidad de obras evidencia una gran circulación de pinturas y esculturas en el lapso comprendido entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX. Es decir que, después del proceso llevado adelante por la Junta de Temporalidades en el cual se despojó a la iglesia de una porción importante de su patrimonio (Furlong, 1944, pp. 334-336), también hubo un desarrollo posterior en el que, a través de distintas prácticas vinculadas con el culto, como préstamos, adquisiciones y donaciones, se fue dotando al sitio de un conjunto nada despreciable de lienzos y esculturas. Estas acciones suponen el ingreso de 75 obras, muchas más de las identificadas por Schenone; motivo por el cual podríamos caracterizar este proceso más bien como una renovación casi total del acervo del templo. El rol desempeñado por las cofradías regionales españolas apuntado previamente, resulta fundamental y explica, por ejemplo, el protagonismo de la advocación de Nuestra Señora de Montserrat, ligada a la cofradía de los catalanes, en el altar mayor de san Ignacio. Aunque el accionar de estas cofradías comenzó, como sostiene González (2005), en las últimas décadas del siglo XVIII, la presencia de la imagen en ese altar en el inventario de Palacios señala su vigencia bien entrada la cuarta década del siglo XIX.[23]
Sumado a esto, las crónicas de los periódicos de la época destacan el protagonismo de san Ignacio en los años cercanos a la confección del inventario de Palacios. The British Packet relata los festejos de la Semana Santa de 1834, cuando los interiores de los templos estaban “brillantemente iluminados”:
pero en este aspecto, la Iglesia del Colegio superaba a las demás: su Altar mayor estaba magníficamente decorado, –las luces rosadas una sobre otra en forma de pirámide, intercaladas con flores artificiales, y otros ornamentos–. Un Coro completo también asistió en el cuerpo de la iglesia, y se cantaron “solems strains”, de los cuales fuimos oyentes encantados durante casi dos horas [sic].[24]
La comparación del inventario de Palacios con los confeccionados en otras iglesias de la ciudad en la misma época (entre diciembre de 1835 y enero de 1836) robustece la idea de que San Ignacio ocupaba un puesto destacado: mientras que su acervo ascendía a un total de 94 piezas, en San Francisco se mencionan un total de 48 obras, y en La Merced, 37[25]. Algo similar sucede si contabilizamos los altares en cada caso, como vemos a continuación.
La confección simultánea de inventarios de todas las iglesias de la ciudad y de la campaña de Buenos Aires responde al decreto emitido por Juan Manuel Rosas el 4 de julio de 1835 y podría operar como otro indicio de la importante circulación de objetos en ese momento: el artículo primero indica explícitamente la necesidad de consignar las existencias que “hayan sido trasladadas á otros puntos, anótandose en dicho cuaderno las entradas y salidas y las órdenes, con especificacion de sus fechas, á virtud de las cuales se hayan pasado á otros destinos algunos artículos [sic]”. Y el artículo cuarto insiste en que “queda prohibido vender, cambiar ni trasladar de un punto á otro ningun mueble ni alhaja de cualquiera clase que sea de la pertenencia del Estado [sic]”. [26] El documento puede enmarcarse en un horizonte más amplio de decretos emitidos en los meses inmediatamente posteriores al inicio del segundo mandato de Rosas como gobernador de Buenos Aires –en abril de 1835–, en los cuales se hace hincapié en la necesidad de ordenar los bienes y gastos dependientes del gobierno. [27]
Aparte del señalamiento de los propietarios o donantes de las obras, Palacios identifica a las personas que se encuentran a cargo del cuidado de cada altar. Usa expresiones como “a cargo de”, “al cuidado de”, o “cuida de este altar”. [28] Este tipo de comentarios figura en gran parte de los altares relevados –nueve de los 14 citados en el documento–. En total, el inventario consigna a 18 personas cumpliendo distintos roles. Expondremos los datos recabados hasta el momento de tres de ellos. Don Pastor Lezica (1766-1844), nacido en Buenos Aires, que se desempeñó como funcionario en distintos cargos, varios de ellos en el Cabildo. [29] El inventario hace referencia a él –que tenía 70 años al momento de la confección del documento– para designar a sus hijas –que no están identificadas–, quienes se hicieron cargo del altar del Sr. san José. Otro de los personajes citados es el canónigo Manuel José Pereda de Saravia (1778-1840), quien deja en calidad de préstamo uno de los confesionarios que figuran en el inventario. Este sacerdote nacido en Buenos Aires fue secretario del Colegio Real de San Carlos desde 1801 a 1810, donde sucedió a su hermano León. Según Vicente Cutolo (1978), sufrió varios episodios de persecución política en la década de 1820, acusado de ser “enemigo de la libertad” (p. 418). En 1836, con 58 años, se desempeñaba como canónigo colector. Por último, el músico y sacerdote José Antonio Picasarri (1769-1843) es mencionado por Palacios como el encargado del cuidado del Altar de Nuestra Señora de Covadonga. Picasarri llega a Buenos Aires en 1769 convocado por su tío, que era deán de la catedral y rector del Real Seminario de San Carlos. Este personaje, además de ser tío del reconocido Juan Pedro Esnaola, [30] compuso melodías para los funerales de Manuel Dorrego y fue considerado en la década de 1830 como un promotor de la música religiosa. A pesar de sus avanzados 67 años, los registros lo muestran todavía en actividad al momento de la confección del inventario. [31] Según la documentación del Complejo Museográfico Enrique Udaondo y de los diccionarios biográficos, el presbítero protagonizó un episodio de ataque a una imagen de Rosas que había sido colocada en el altar de la catedral: la afrenta se llevó a cabo con su bastón, hoy alojado en el museo. [32] Incluso Picasarri se mantuvo en contacto con la iglesia de San Ignacio al momento de la llegada de los primeros jesuitas (Furlong, 1944). [33]
Estos tres personajes evidencian en sus biografías la vinculación con el colegio de San Ignacio durante la ausencia de los jesuitas; además, cuentan con una posición social relevante, ya sea en el plano religioso o político. Por lo tanto, podemos señalar que la acción de Palacios al mencionar a los particulares en su inventario quizá no solo responda a su minuciosidad como archivista, sino también a que San Ignacio seguía operando como un ámbito de relevancia y legitimación dentro de la sociedad porteña.
Después del regreso
Unos siete meses después de la firma del inventario confeccionado por Palacios, en agosto de 1836, seis miembros de la Compañía de Jesús ingresaron a suelo rioplatense. Durante la corta estadía de los jesuitas, de apenas cinco años, [34] no parece haber habido nuevas incorporaciones a la iglesia, ni tampoco proyectos de adquisición de obras para San Ignacio. Las menciones que se hacen al presupuesto de la orden en esos años refieren a las tareas de refacción del colegio para su inmediata puesta en funcionamiento (Gómez Díez, 2021). [35] También se hace referencia a la entrega de una quinta en las afueras de la ciudad (Furlong, 1944). Esto se confirma en los decretos emitidos por Rosas durante los últimos meses de 1836. [36] Como dijimos, al momento del retorno de los miembros de la Compañía, la antigua iglesia de la orden cumplía el rol de parroquia, situación que se revierte en 1838, cuando la sede fue devuelta de manera exclusiva a los jesuitas. Esta demora en el traslado de la parroquia pudo haber sido una de las causas que dificultaron la formulación de proyectos de incorporación o cambio de las imágenes que conformaban el acervo de la iglesia. [37] Sin embargo, es posible que haya habido incorporaciones vehiculizadas por las prácticas de donación de los fieles. Una crónica publicada en Gaceta Mercantil describe la función religiosa que se celebró a la llegada de la Compañía, tres meses después de su arribo, y apunta sobre los bienes reservados a la orden en los testamentos de particulares, además de referirse al desmembramiento del pasado patrimonio jesuita. Se caracteriza el regreso como un:
suceso que había sido deseado y aun con cierta seguridad de que se realizase, en virtud de algunas testamentarías que han dejado bienes para cuando se restableciesen los Padres Jesuitas.
La Oracion fue dividida en dos partes: 1.. los bienes que la Iglesia Católica había reportado de la institución de la Compañía de Jesus: 2.. los que todos los estados, bajo cualquier forma de Gobierno, habian conseguido del mismo cuerpo religioso [sic]. [38]
Aunque no se hace referencia a la adquisición o incorporación de nuevas obras para San Ignacio, el relato del superior de los jesuitas, Mariano Berdugo, se vertebra a partir de la referencia a distintos objetos y prácticas que ponen en evidencia las pugnas simbólicas que se desencadenaron por ese entonces.
La vuelta de los jesuitas trajo aparejadas grandes expectativas, vinculadas principalmente a retomar la tarea educativa y misional que caracterizaba a la orden. El entonces gobernador de Buenos Aires convocó a miembros de distintas órdenes del clero regular con el fin de incorporarlos a lo que él concebía como el clero del Estado (Di Stefano, 2006) y buscó alinear las acciones de aquellos a su modelo político. El decreto que oficializaba la bienvenida consigna que los miembros de la orden “se han manifestado deseosos de ser útiles á ésta Provincia, en las funciones de su instituto q.. se crean mas necesarias para su felicidad [sic]”. [39] Las tensiones se hicieron presentes desde el momento del desembarco de los primeros jesuitas, cuando el padre José Rafael de Reyna le indicó a Berdugo la necesidad de portar la divisa punzó adherida a su vestimenta; acción que más tarde interpretará como el indicio del trágico desenlace del regreso de la Compañía a Buenos Aires. [40] En un período de multiplicación exponencial de la imagen de Rosas y de los símbolos que representaban a la Federación en todos los ámbitos de la vida cotidiana (Marino, 2011), los jesuitas comenzarán a concebirse como potenciales obstáculos del discurso hegemónico en construcción. Según Berdugo, la orden fue sumando disgustos en su haber por sus negativas a la hora de emitir sermones que refirieran explícitamente a la Causa Federal, prescribir el rojo punzó para los uniformes de los alumnos del colegio o no incitar el uso de la divisa en el interior de este. Otro de los objetos de conflicto serán las medallas que se entregaban como premios a los alumnos del colegio: los jesuitas eligieron premiar con libros o láminas de cierto valor en lugar de las usuales medallas con el retrato del Restaurador (Furlong, 1944). El superior jesuita también menciona su negativa ante la imposición de repartir divisas junto con los rosarios y las biblias que distribuían los miembros de la orden en el marco de las misiones volantes (Gómez Díez, 2021, p. 173). [41] Los integrantes de la Compañía se negarán a replicar prácticas comunes en la época en otros espacios religiosos: además de las arengas a la agenda política, por estos años se harán costumbre el paseo en procesión y la presencia del retrato del gobernador en el interior de las iglesias durante las misas (Gómez Díez, 2021). También se implementará la denominada “fiesta del mes de Rosas”, que combinará prácticas cívicas y religiosas, así como elementos simbólicos de ambas esferas (Rodríguez do Campo, 2021), y a la que Berdugo hizo referencia como “la espantosa época del mes de octubre” (Gómez Díez, 2021, p. 165). [42] El relato del superior jesuita marca una contundente negativa ante los avances proselitistas del rosismo desde el inicio, situación que derivó en un paulatino deterioro de la relación con el gobierno de Buenos Aires. Resta todavía hacer un recorrido pormenorizado por otras fuentes que permitan ampliar la mirada sobre ese curso de acciones por fuera de las palabras de Berdugo. [43] Aunque el superior jesuita se muestra reticente a los pedidos del gobierno, el citado número de la Gaceta Mercantil que celebra la llegada de los miembros de la Compañía destaca los “hermosos adornos” de la iglesia, que “lucia el color rojo punzó, emblema de la causa nacional de la Federación”. [44]
Berdugo también señaló el episodio de la llamada “máquina infernal” que enviaron a la morada de Rosas en 1841, en un intento fallido de asesinato. El superior jesuita desconfía de la veracidad del episodio, pero se ve obligado a darle un espacio a la acción de gracias por la falla en aquella tentativa en las celebraciones cotidianas de la iglesia. Es así que organizó una “misa y Te Deum, con asistencia de los estudiantes, sin convite y sin retrato” (Gómez Díez, 2021, p. 170), [45] además de enviar al gobernador la “correspondiente felicitación”, aunque, según el superior jesuita, estos gestos no fueron valorados:
como no llevaban el lenguaje de taberna, ni chorreaban sangre, no gustaban, ni se daban al público, porque su publicación hubiera manifestado la opinión razonable de sus autores, y esta conformaría a gran parte del pueblo en las ideas de moderación religiosa, cuando se pretendía la exageración federal. (Gómez Díez, 2021, p. 150)
Las crónicas del superior jesuita dan cuenta de la insistencia de Rosas en sacar provecho de la estima y reconocimiento de los que gozaba la Compañía en la sociedad porteña, lo cual se ratifica en los documentos oficiales que consignan su presencia “tan respetable entre nosotros por los imponderables servicios que hizo en otro tiempo á la Religion y al Estado en todos los pueblos que hoy forman la República Argentina [sic]”. [46] Además, en las palabras de Berdugo, la iglesia de San Ignacio se erige como un espacio de relevancia nodal en la ciudad: en uno de los pasajes se refiere a los momentos en que la iglesia permaneció cerrada por los conflictos con Rosas y los fieles continuaron asistiendo a cumplir con las prácticas religiosas en el atrio (Gómez Díez, 2021). Furlong refuerza esta idea y relata acerca de la continuidad de las fiestas en honor a san Ignacio durante los años de ausencia de la orden en Buenos Aires (1944). Esto se confirma también en algunas de las crónicas de las publicaciones periódicas de la época, como la del British Packet, que relata los festejos que se llevaron adelante en conmemoración a san Ignacio el 31 de julio de 1836, pocos días antes del retorno de los jesuitas al Río de la Plata, al son de las composiciones de Beethoven:
El pasado domingo fue el día de “San Ignacio de Loyola”, ocasión en la que tuvo lugar un gran acto en la Iglesia de San Ignacio, por lo demás Iglesia del Colegio, y a la que asistió el Obispo de la Diócesis. Se interpretó la gran misa en re mayor de Beethoven… Hubo las iluminaciones habituales en la Iglesia por la noche, se dispararon fuegos artificiales y se lanzaron dos globos de fuego. [47]
Es notable que la noticia a propósito de San Ignacio opera como una breve introducción para desarrollar un largo texto de elogio a la música de Beethoven, construido a partir de una extensa cita de un “trabajo recientemente publicado” [48] que supera ampliamente la mención de la fiesta en la iglesia. Este caso es uno de los varios ejemplos en los que se hizo hincapié respecto a la importancia de la música en San Ignacio, que erigen ese espacio no solo como un ámbito protagónico del culto cristiano sino también como un referente cultural. [49]
Consideraciones finales
Si continuamos con el derrotero delineado hasta el momento, después de la expulsión de los jesuitas es posible identificar un doble movimiento en torno a San Ignacio: convive un accionar dirigido a desacralizar y apropiar ese espacio para funciones alejadas de lo religioso, al mismo tiempo que se evidencia, a partir de los testimonios materiales citados, la continuación de las prácticas de culto y un afán de dotación y renovación de las imágenes de su patrimonio. Podemos considerar que ambas trayectorias apuntan a que San Ignacio ocupaba todavía un lugar central en el entramado de la ciudad y se configuraba como un ámbito de disputa. Por su parte, el gobierno de Rosas se nutrió ampliamente del aparato simbólico de la religión católica (Salvatore, 1997; Di Stefano, 2004) y, en particular, manifestó un fuerte respaldo hacia el clero regular, con especial acento en la Compañía de Jesús. Sin embargo, como anticipamos, este acercamiento no se tradujo directamente en proyectos de adquisición o donación de obras a fin de robustecer el acervo de la principal sede de la orden jesuita, sino que, como vimos, se manifestó centralmente en el plano de la instauración de prácticas e insignias proselitistas. Esta aproximación a la circulación de obras y prácticas inscritas en San Ignacio durante la primera mitad del siglo XIX pretende nutrir el panorama historiográfico de la época y reconstruir las distintas operaciones a partir de las cuales ese tráfico fue posible. Más allá del apoyo del gobernador de Buenos Aires, los datos que se desprenden del documento confeccionado por Palacios dan cuenta de una activa red de préstamos, donaciones, adquisiciones y prácticas de culto que involucran a diversos actores sociales, mucho antes del gesto de apoyo del gobierno del líder federal. Además de un campo de disputa política, el ámbito de la iglesia seguía erigiéndose como un marco de legitimación y de posicionamiento social. Los textos elaborados por la historiografía del arte que abordan este período suelen poner el foco en los nuevos ámbitos de sociabilidad porteña, y desestiman los que pervivieron de la época colonial. Por ello, consideramos necesario seguir indagando en la trascendencia de esos espacios y, al respecto, este trabajo es también una puerta a nuevos interrogantes, tales como: ¿quiénes fueron los otros donantes y “cuidadores” de las obras citados por Palacios?, ¿cuáles fueron las motivaciones que derivaron en aquellos vínculos con la iglesia? En línea con eso, cabría indagar si esas donaciones suponían, como postula la historia del arte y como también sugiere Domingo Faustino Sarmiento, [50] una operación tendiente a una renovación estética de las obras que formaban parte de los hogares porteños, o bien responde a otros intereses. [51] Por otra parte, las obras de temática religiosa producidas en la primera mitad del siglo XIX y relevadas hasta el momento, parecieran apuntar más a una pervivencia de los lineamientos formales y estéticos heredados de tiempos pasados que a un acoplamiento a las novedades estilísticas de los decenios posteriores a la independencia. Esperamos profundizar respecto de estas aproximaciones en futuros trabajos.
Asimismo, resta avanzar en el análisis de los documentos vinculados con otros de los templos de Buenos Aires mencionados en esta investigación. Al respecto, es importante señalar que el caso de San Ignacio se presenta como excepcional por la importante cantidad de documentos disponibles, producto no solo de la relevancia ya aludida de ese templo, sino también por los procesos de expulsión y restitución de la Compañía de Jesús en la región, factores que desencadenaron la elaboración de muchas de las fuentes que nutren el estudio que aquí presentamos. [52] El análisis de las fuentes primarias que remiten a los restantes templos de la ciudad no permite, hasta el momento, reunir los datos suficientes para un estudio pormenorizado de las trayectorias de los objetos de arte y de culto alojados en ellas; sin embargo, sí afirman, al igual que en el caso ignaciano, la continuidad de prácticas de culto, devoción y donación de obras en esos espacios.