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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.23 no.2 Mendoza Dec. 2021

 

ARTÍCULOS

A modo de contrapunto entre Spinoza y Nietzsche. En torno al problema de los valores

As a Counterpoint Between Spinoza and Nietzsche. On the Problem of Values

 

Gonzalo Ricci Cernadas

Universidad de Buenos Aires, Argentina.
goncernadas@gmail.com

 

Recibido: 05/02/2021
Aceptado: 04/11/2021


Resumen

A pesar de la crítica constante a la que es sometida Spinoza en las obras de madurez de Nietzsche, cierta similitud podría resaltarse entre la labor genealógica y el desarrollo del apéndice de la primera parte de la Ética. Es el interés del presente artículo, entonces, no reconstituir en términos intrínsecos la lectura que Nietzsche tuvo de Spinoza a través de las referencias explícitas en sus obras, sino establecer relaciones extrínsecamente determinadas entre ciertos temas entre ambos autores. En este sentido, se procederá a establecer una comparación entre la concepción de la naturaleza de ambos autores, para luego describir cómo ambos realizan esta suerte de genealogía de los valores y finalmente terminar con la propuesta de cada uno en relación a qué hacer con esta problemática axiomática.

Palabras clave: Spinoza; Nietzsche; Naturaleza; Valor.

Abstract

Despite the constant criticism to which Spinoza is subjected in the mature works of Nietzsche, a certain similarity could be highlighted between the genealogical work and the development of the appendix to the first part of the Ethics. It is the interest of this article, then, not to reconstitute in intrinsic terms the reading that Nietzsche had of Spinoza through the explicit references in his works, but to establish extrinsically determined relationships between certain themes between both authors. In this sense, we will proceed to establish a comparison between the conception of nature of both authors, to then describe how both carry out this kind of genealogy of values and finally end with the proposal of each one in relation to what to do with this problem axiomatic.

Keywords: Spinoza; Nietzsche; Nature; Value.


 

Introducción

La problemática de los valores ha tenido una importancia capital en los grandes debates teórico-políticos modernos y contemporáneos. Así, ha tenido especial asiento en la obra de Max Weber (2005, 2012): su concepto del politeísmo de los valores como una descripción de la retirada de los valores de la esfera pública a la privada va de la mano de su diagnóstico del desencantamiento y desmitificación del mundo. Este acontecimiento irradia todas las esferas de la vida humana, de la misma manera que su empresa metodológica, la postulación de la neutralidad valorativa, tiene inmediatas repercusiones en el campo político, en tanto esto significa que el valor que cualquier individuo defiende no puede tener un valor preeminente respecto de cualquier otro valor. Los valores, en este sentido, están ubicados en un plano fijo, en el cual ninguno tiene una superioridad racional que le sea ínsita. Esto sólo puede resultar, entonces, en un enfrentamiento de todos los valores entre sí.

Sin embargo, no sólo cabe a Weber imputar el desarrollo de este tópico tan central, puesto que éste ha tenido especial eco en las tradiciones que nos son más coetáneas, y que lo han puesto en liza con otras temáticas más abocadas a lo social o a lo comunitario. Desde Carl Schmitt (2010), quien ha sostenido la incompatibilidad de la transfusión de juicios morales a juicios legales y ha advertido la amenaza inminente de una tiranía de los valores al hacerse imponer un valor sobre otros, y, a la postre, destruyéndolos, pasando por Hannah Arendt (1996), quien describe la caída de los absolutos en el mundo como aquellos valores que proveían a los hombres de cierta estabilidad1, que ha socavado la tradición y abierto la posibilidad de las experiencias totalitarias –y, afortunadamente, también las experiencias revolucionarias–, terminando en Claude Lefort (2004), quien alertaba sobre la pérdida de certidumbre, pero, indicaba, a su vez, sobre el hecho de que la democracia sólo podía fundarse sobre este plano de puesta en cuestión de todos los fundamentos, siendo alojada en esta indeterminación, puede hallarse a lo largo de este arco cómo el tópico de los valores impacta directamente en las reflexiones de los pensadores más prominentes del último siglo. Esto, claro, no ha dejado de tener repercusión en toda una generación posterior y que llega a nuestros días de la mano de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Jean-Luc Nancy, entre otros.

Ahora bien, quizás sea adecuado señalar que todas estas disquisiciones tienen por hontanar una misma fuente. Esto es lo curioso: todas estas reflexiones habrían tenido a Friedrich Nietzsche como su disparador en el siglo XIX a través de su asistemática obra, a menudo redactada en aforismos. Resulta imposible hacer referencia a todos los elementos del pensamiento nietzscheano que habrían tenido una arista compartida con toda esta problemática, pero a guisa de ejemplo mencionaremos dos de los más relevantes: el diagnóstico de la muerte de Dios signa una época marcada por la progresiva secularización y racionalización, admitiendo el punto culmine del nihilismo gestado; junto a esto, la postulación de la necesidad de una transvaloración de los valores, de manera reemplazar aquellos valores reactivos por los activos y de poner al hombre creador, el pronosticado Übermensch, en el centro del eje. Así, podemos ver que Nietzsche, de alguna manera, habría sintetizado cierto espíritu de época parte aguas de manera que habría logrado señalar el curso de los debates posteriores.

Pero para no continuar con estos prolegómenos: es interesante indicar cierta afinidad que se encontraría en el pensamiento de Nietzsche con la filosofía de Spinoza. A pesar de la crítica constante a la que es sometida el holandés en las obras de madurez del filólogo de Röcken, cierta similitud podría resaltarse entre la labor genealógica y el desarrollo del apéndice de la primera parte de la Ética. Es el interés del presente artículo, entonces, no reconstituir en términos intrínsecos la lectura que Nietzsche tuvo de Spinoza a través de las referencias explícitas en sus obras (cfr. Ricci Cernadas, 2017), sino establecer relaciones extrínsecamente determinadas entre ciertos temas entre ambos autores. En este sentido, se procederá a establecer una comparación entre la concepción de la naturaleza de ambos autores (1), para luego describir cómo ambos realizan esta suerte de genealogía de los valores (2) y finalmente terminar con la propuesta de cada uno en relación a qué hacer con esta problemática axiomática (3).

Por último, y antes de proceder con el desarrollo del presente artículo, una consideración de índole metodológica, que, no obstante, también hace al contenido vertido aquí. Como se elucida en el título, nos serviremos de la noción de contrapunto para efectuar el análisis comparativo entre Spinoza y Nietzsche. Dicha noción será utilizada, en términos formales, en el mismo sentido que Laleff Ilieff la utiliza en su libro Lo político y la derrota. Un contrapunto entre Antonio Gramsci y Carl Schmitt. Allí, el autor usa este concepto, tal y como lo formuló Adorno a partir de la música de Schönberg, para precisar “las singularidades de sus ritmos y melodías [de Gramsci y Schmitt]” (Laleff Ilieff, R. 2021, 19). Pero no solamente de Adorno se provee Laleff Ilieff para desarrollar el contrapunto como método en el estudio de dos autores; también se hace eco de otra significación que el contrapunto reviste para la teoría musical, la cual puede ser, asimismo, aplicable para pesquisar la filosofía de dos autores:

Pero la categoría de contrapunto posee otro significado en el mundo de la música, que permite advertir una dimensión igual de importante (...). (...) Esta noción de contrapunto implica un resultado y una jerarquía, (...) sugerir la idea de un enfrentamiento histórico capital (Laleff Ilieff, R. 2021, 19-20).

Como vemos, el contrapunto habilita la comparación de dos autores que, aunque no se citaban mutuamente, permite examinar sus pensamientos respetando sus singularidades al mismo tiempo que sopesando su relación como una oposición. En lo que sigue, pues, nos atendremos a esta definición de orden metodológica en lo estructural, aunque en cuanto a lo que se relaciona a materia nuestros esfuerzos estarán incardinados por otro propósito: en lugar de enfatizar aquello que diferencia a Spinoza y a Nietzsche entre sí, afianzar sus cercanías. Inversión, por tanto, del motivo que también propulsaba a Israel cuando decía lo siguiente: “más importantes desde la perspectiva histórica e incluso tal vez teorética son las diferencias” (Israel, J. 2017, 326). Aquel aporte que buscaremos realizar en el presente trabajo es, entonces, hacer hincapié en las similitudes que hermanan a ambos filósofos antes que indicar su alejamiento. Empero, para poder cotejar los pensamientos de ambos, uno a la luz del otro, también nos explayaremos sobre las diferencias entre ambos autores en la conclusión del artículo, pero siempre con el Norte establecido de dejar asentado éstas con el objeto de descifrar la propincuidad entre Spinoza y Nietzsche.

1. La naturaleza

A riesgo de repetición de la mayoría de las introducciones a Spinoza, deberemos dejar en claro, al menos, las principales categorías de su sistema ontológico. En este sentido, diremos que sustancia es aquello que es por sí (es en sí y se concibe por sí), que el atributo es aquello que el entendimiento percibe de la sustancia como constitutivo de su esencia (se concibe por sí) y que el modo es por otro (es en otro y se concibe por otro). Es menester notar, así, que la sustancia es nombrada por Spinoza en la definición 3 de la primera parte de la Ética en singular, lo que permite adelantar la conclusión a la que llegará en el primer corolario de la proposición 14 de esta misma parte, a saber, que hay una sola sustancia en la naturaleza y que ésta es infinita. De manera inversa, lo que un modo es se especifica en plural, puesto que las afecciones o accidentes de la sustancia (y, precisamente, ese es el “otro” de la definición de modo) se da en forma múltiple en la naturaleza en tanto son finitos, y, por ende, son capaz de limitarse entre sí. Si proseguimos con la argumentación, entonces, podremos ver que esa única sustancia existente en la naturaleza no es otra que Dios qua infinito, al no poder existir otra sustancia aparte de Dios que no se explique por algún atributo de él. Ahora bien, dada la definición de modo, ¿se desprende de ello que la relación subsidiaria ontológica y gnoseológica que éste tiene con la sustancia es eminentemente exterior, como si se tratara de una alteridad radical? De ninguna manera, la relación es, como ya lo advierte la proposición 18, Dios es causa inmanente y no transitiva de todas las cosas, esto es, Dios no transita, no pasa simplemente por las cosas para desprenderse de ellas, sino que este principio causal, al contrario, permanece. Esta relación inmanente que existe entre la sustancia y sus afecciones queda también plasmada en la distinción analítica entre naturaleza naturante y naturaleza naturada, que coinciden absolutamente. Si aún buscamos proseguir con la caracterización de esta causalidad divina, podría agregarse que ella es eficiente (su esencia es causa de todas las propiedades que de ella se derivan), necesaria (no accidental, sino expresión necesaria de la naturaleza divina) y primera (una primacía ontológica y lógica).

En este sentido, toda esta diatriba sobre lo propio de la causa divina encuentra su explicación si nos atenemos a la famosa frase por la cual se especifica que ese “ser eterno o infinito, [es eso] que llamamos Dios o Naturaleza” (Spinoza, B. 2000, 184). Es por ello que Spinoza intitula a la primera parte de su Ética como “De Dios”: en este mismo sentido que menciona Pierre Macherey que podría traducirse como “sobre la naturaleza de todas las cosas”: la pretensión de Spinoza, así, la de desarrollar un conocimiento sistemático sobre la totalidad de todas las cosas, es decir, la naturaleza de las cosas es pasible de ser sometida a un conocimiento sistemático. Entonces, si recién decíamos que “Dios es único, es decir, que en la naturaleza no existe más que una sustancia y que ésta es absolutamente infinita” (Spinoza, B. 2000, 48). Así, es menester entender que si de la necesidad divina se siguen infinitas cosas en infinitos modos, hay que tener en cuenta que esto es en virtud de su relación intrínseca, por la cual la sustancia es perfectamente equiparable a estos infinitos modos que se siguen infinitamente de su esencia en forma necesaria. Así, Dios o naturaleza, es apena una metáfora del conocimiento de la naturaleza en tanto que totalidad, es decir, infinitamente, es decir, conocer la naturaleza eternamente, inmutablemente, desde el punto de vista de la totalidad, comprendiendo las cosas en su conjunto, pero nunca sin olvidar que esta mentada totalidad no es algo distinto del conocimiento de las partes.

Entonces, enfatizar el hecho de que la causalidad divina es, por sobre todas las cosas, necesaria, significa que todo aquello que se desprende de la esencia divina se desarrolla de manera que no sufre una alteración o modificación alguna, sin dejar resto o laguna, y siguiendo a una lógica causal que permite rastrear una concatenación por la cual se explica la causa de algo. Dios, así, es causa de sí, y al afirmarse a sí mismo afirma también a todas las cosas que de él se desprenden. la acción absoluta de la causa inmanente no altera la eternidad e inmutabilidad de la naturaleza divina, que permanece sin cambio y no introduce cambio alguno en el orden de la realidad sobre el cual actúa. Es así una acción permanente, eterna e inmutable, que es perfecta porque no se realiza en ningún tiempo determinado. De este razonamiento se deriva implícitamente la idea según la cual hay leyes de la naturaleza, que valen para la naturaleza entera y que no pueden ser modificadas. Porque Dios hace todas las cosas de la misma manera en que se hace a sí mismo, sin que este accionar deje laguna o residuo alguno, sin alterar la necesidad y sin introducir disrupción alguna. Esta necesariedad es la que permite impedir adscribir a la naturaleza algún fin determinado por el cual actúe o exista, y, en cambio, afirmar que la necesidad por la cual actúa y existe es la misma: esto es, la naturaleza actúa (en este sentido despersonalizado y objetivo) con la misma necesidad con la que existe. “Por tanto, así como no existe en virtud de ningún fin, tampoco actúa en virtud de ningún fin; y al revés, no tiene ni principio ni fin en actuar, como tampoco lo tiene en su existir. Por lo demás, la denominada causa final no es sino el apetito humano, en cuanto que es considerado como principio o causa primera de una cosa” (Spinoza, B. 2000, 184). No hay entonces ningún telos inscripto en la naturaleza, pues ella se rige por la sola necesariedad por la cual todas las cosas se producen siguiendo un encadenamiento causal donde no hay ni saturación ni falta, imposible de ser alterado. En todo caso, si se encuentra algún fin particular, es porque el propio ser humano ha extrapolado su prejuicio finalista a la naturaleza, y, a la postre, antropomorfizándola.

La cuestión que “concierne a la relación entre la naturaleza y la vida de los hombres, quizás [sea] el tema central de Más allá del bien y del mal” (Lampert, L. 2001, 35). “Imaginaos un ser como la naturaleza, que es derrochadora sin medida, indiferente sin medida, que carece de intenciones y miramientos, de piedad y justicia, que es feraz y estéril e incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma como poder” (Nietzsche, F. 2013b, 36). En esta cita se cifra la interpretación de los estoicos preocupados por el mejor ideal de vida humana, y que, no obstante, guardan una concepción errónea de la naturaleza. ¿Qué es lo que postulan los estoicos? Vivir según la naturaleza, esto es, vivir con indiferencia al mundo que los rodea, ausente de intenciones y fines, preservándose y conservándose a sí mismos. Aunque se postulan como guardianes de la verdad, lo que ellos hacen, de hecho, es falsificar la naturaleza: aunque ellos no tienen certeza alguna de que están actuando de esta manera, en un fondo inconsciente ellos se tiranizan a sí mismos y extrapolan esta tiranización hacia la naturaleza. De este modo, esta crítica hacia los estoicos es capital por la consecuencia respecto del diagnóstico de la filosofía de época: “Pero ésta es una historia vieja, eterna: lo que en aquel tiempo ocurrió con los estoicos sigue ocurriendo hoy tan pronto una filosofía comienza a creer en sí misma” (Nietzsche, F. 2013b, 37). Lo que entonces hace la filosofía es coaccionar al mundo y a su entorno: el problema está cuándo no se tiene conciencia de ello y se trata de falsificar lo falsificado. Vivir, de este modo, no tiene ninguna relación con el axioma “vivir según naturaleza”, puesto que mientras en la naturaleza reina la indiferencia, al vivir compete ser distinto de ella, en tanto involucra preferir, evaluar, juzgar, imponer, jerarquizar. Si consideramos esto podemos entonces comprender qué es eso que la filosofía siempre y permanentemente hace: crear una interpretación del mundo, coaccionarlo, tiranizarlo, ser la causa de este mundo, darle forma.

Vimos entonces cuál era la concepción estoica de la naturaleza y por qué Nietzsche la combatía: esta pretendida consideración metafísicamente verdadera de la naturaleza, como indiferente, no es más que una falsificación a través de la moral estoica. Pero, ¿puede entonces añadirse algo respecto a lo que es la naturaleza, sin estar mediada por una moral? En La ciencia jovial reza lo siguiente: “El carácter total del mundo por toda la eternidad no es más que caos; aunque no en el sentido de una ausencia de necesidad, sino de una ausencia de orden, de organización, de forma, de belleza, de sabiduría y de todo cuanto tenga que ver con nuestra estética antropomórfica” (Nietzsche, F. 2001, 202). Nietzsche prosigue el aforismo 108 con una crítica radical a cualquier interpretación antropomórfica de la naturaleza, negando incluso cualquier descripción de lo que la naturaleza es por la positiva. En la naturaleza no hay fines, de la misma manera que tampoco hay azar, puesto que la última sólo tiene sentido en un mundo en el que exista la primera. No hay, de idéntica manera, leyes, ni alguien que mande ni que obedezca en la naturaleza. Incluso si quisiéramos describir al mundo como un lanzamiento desafortunado de dados, haríamos uso de una expresión que no es lícita utilizar en virtud del antropomorfismo que encierra. Es menester entender que ninguna sustancia es imperecedera. Para finalizar, Nietzsche resume su posición en cuatro interrogantes: “¿Cuándo terminaremos con nuestras precauciones y protecciones? ¿Cuándo dejarán de oscurecernos todas esas sombras divinas? ¿Cuándo llegaremos a desdivinizar completamente a la naturaleza? ¿Cuándo podremos comenzar, nosotros los hombres, a naturalizarnos con esa naturaleza pura, de nuevo encontrada, de nuevo redimida?” (Nietzsche, F. 2001, 203. Cursivas del original).

La forma en que Nietzsche entiende la naturaleza es así difícil de describir con palabras y de definir con categorías, puesto que toda noción presta a utilizar incurre siempre en el error antropomorfizar a su objeto de conocimiento. Las únicas indicaciones que nos brinda el filólogo alemán son que el carácter total del mundo es un caos. De ellos podemos sacar dos corolarios: primero, que el conocimiento que los hombres tenemos de la naturaleza es fragmentario, divido y arbitrario, y no en términos totales; y segundo, entender que lo propio del mundo y la naturaleza es el caos significa concebir ese “flujo del devenir” (Nietzsche, F. 2001, 208) que atraviesa a la naturaleza entera y que escapa enteramente a las categorías que utilizamos para comprenderla. El conocimiento humano, en este sentido, es perspectivista: toda valoración moral es del orden de lo aparente y de ninguna manera una certeza ontológica revistiendo un carácter verdadero: “mi teoría del mundo del bien y del mal [significa que] es sólo un mundo aparente y perspectivista” (Nietzsche, F. 2010, 467). En efecto, este conocimiento de la apariencia es aquel que es imprescindible para la vida misma, en tanto que resulta imposible conocer a la naturaleza mediante categorías que escapen al orden valorativo humano: “no existiría vida alguna a no ser sobre la base de apreciaciones y de apariencias” (Nietzsche, F. 2013b, 76). Y esto entendido adecuadamente: no se trata de que el ser humano debe conformarse con un conocimiento apariencial puesto que lo esencial se le encuentra vedado, como si se trataran de dos órdenes distintos: como veremos más adelante, el filosofar histórico que Nietzsche propugna es un filosofar que recusa de cualquier dato eterno o verdad absoluta (cfr. Nietzsche, 1996: 44): sólo hay devenir, no sujeto a un fin ni a una lógica determinada.

* * *

A lo largo de la reposición que hicimos de Spinoza podemos llegar a algunos corolarios que se acercan a la posición defendida por Nietzsche. Dado que la naturaleza es equiparada a la noción de Dios, hemos tenido que hacer un rodeo respecto de las principales categorías del sistema ontológico spinoziano como así también las propiedades, características y causalidades divinas para hacer claro el punto: la naturaleza, de acuerdo a Spinoza, no tiene fines ínsitos, no tiene telos, como así tampoco un sentido valorativo determinado. Cualquier adjudicación de estos elementos a la naturaleza es, así, antropomorfizar a la naturaleza, concibiéndola a su imagen y semejanza, recayendo una vez más en el tan mentado prejuicio finalista. En este respecto, Nietzsche parecería ubicarse en una posición aquende, y, al mismo tiempo, hiperboliza la crítica: no sólo él también condena cualquier interpretación antropomórfica que pueda hacerse de la naturaleza, adscribiéndole fines, sino que recusa cualquier intento de imputarle una causalidad a su devenir, y aún más, de seguir un método geométrico (ese more geometrico spinoziano) como un medio para estudiarla. Así, para Nietzsche la naturaleza no es otra cosa que caos, un flujo permanente, puro devenir. En suma, para ambos autores la naturaleza no se describe en términos morales, puesto que, como veremos a continuación, esa es una dimensión propia de lo humano.

2. La genealogía

Como mencionamos hacia el final de nuestra presentación de Spinoza en el apartado anterior, el hecho de atribuir un fin a la naturaleza (o Dios) tiene su explicación en el prejuicio finalista que le es propio al apetito humano. El origen de este prejuicio finalista el amsterdamés lo elucida en el apéndice a Ética I: allí se propone, en primer lugar, mostrar la causa de este prejuicio, para luego explicitar su falsedad, y, finalmente, explicar el resto de los prejuicios que abundan y que se derivan de este tan mentado prejuicio finalista. Así, el objeto de Spinoza es refutar estos prejuicios que se traducen en la aceptación de una serie de valores respecto de la necesariedad natural que los recusa. Para hacer esto, el filósofo entra en una polémica no sólo contra los otros filósofos sino contra los hombres en general, referida a cómo ellos explican las cosas, no por sus causas, sino refiriéndose a los pretendidos fines, que interpretan como causas finales, dando así una representación deformada, o, mejor dicho, invertida, de la realidad. Este es el prejuicio finalista, de dónde se derivan los restantes prejuicios: la causa final, tomar al efecto por causa. Pero Spinoza hace algo más: simultáneamente desarrolla una explicación positiva en su principio, una explicación de la génesis de esta manera (invertida) de considerar las cosas, demostrando, sí, que su contenido no es racional, y asimismo que ese contenido no es producido sin razón alguna, reconociendo su lugar en el orden epistemológico humano.

La intención de Spinoza es entonces la de someter los prejuicios a un examen estrictamente racional, puesto que los prejuicios son justamente un obstáculo a la compresión racionales del orden de las cosas. Por eso Spinoza va a contentarse en este Apéndice solamente con una constatación factual, a saber, que “todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas y que todos tienen el deseo de buscar lo que le es útil” (Spinoza, B. 2000, 68). Dicho con otras palabras: nacemos ignorantes de las causas de las cosas, pero somos conscientes de nuestros deseos. Así, creemos que estos mentados deseos son espontáneos o producto de nuestra voluntad libre, cuando en verdad son efectos de las cosas con las que nos topamos y conocemos. Los seres humanos, pues, sumidos en eso que Spinoza denomina como primer género de conocimiento, esto es, experientia vaga, se creen libres, se imaginan que son libres, y actúan de manera incondicionada respecto al mundo. Esta estructura de tener conciencia del deseo, pero ignorando de su causa va a ser entonces extrapolada hacia la naturaleza: el hombre traslada la explicación de su propia conducta a la explicación de la naturaleza: la naturaleza actúa, de esta manera, de acuerdo a fines. En la naturaleza ellos encuentran objetos útiles, meros medios para satisfacer finales. Pero los hombres no pueden concebir que las cosas se habrían dispuesto y hecho a sí mismas, por lo que inevitablemente presuponen que es otro quien las dispone de esa manera. De esta manera suponen la existencia de rectores de la naturaleza, que proporcionaron todas las cosas en beneficio de los hombres. Estos rectores de la naturaleza o Dioses que lo dirigen todo según su voluntad y fin son, a la postre, honrados por los hombres para obtener así el mayor de los beneficios. Se figuran un Dios antropomórfico, susceptible a los mismos favores y apetitos que los propios hombres, como si detentara la misma libertad humana.

Dando cuenta de cómo ha surgido este prejuicio finalista, Spinoza puede explicar cómo también han surgido los restantes prejuicios que se derivan de éste. Estos prejuicios derivados son enumerados, a saber: “bueno, malo, orden, confusión, caliente, frío, hermosura y fealdad; y, como se consideran libres, surgieron estas nociones, a saber, alabanza y vituperio, pecado y mérito” (Spinoza, B. 2000, 68. Cursivas del original). Hablaremos sobre el prejuicio “bueno-malo” a continuación, pero antes me gustaría acotar algo sobre esta estructura binaria que Spinoza nos ha dejado traslucir. Todas las estructuras mentales que aplicamos a la realidad proceden de nuestra propia medida y se identifican en forma abusiva con lo que las cosas son para nosotros, considerándolas como medios para un fin. Todos nuestros juicios de valores operan en perspectiva, relativamente a nosotros, y a lo que nosotros pensamos que constituye nuestro interés: eso que nosotros consideramos primero en las cosas, lo que ellas pueden eventualmente molestarnos y no lo que ellas son en sí mismas. Esta es la razón por la cual los hombres son naturalmente ignorantes de las causas de las cosas: lo que les preocupa ante todo son los efectos y no las causas, lo que viene a tomar en forma inversa el movimiento por el cual las cosas se hacen en la realidad. De ahí Spinoza saca todas las categorías del conocimiento inadecuado, categorías fugaces, parciales e inciertas. En los pares de parejas que mencionamos recién opera siempre un mecanismo mental idéntico: el de poner en funcionamiento parejas de oposición cuya lógica sólo tiene sentido por nosotros y en relación a nosotros, mismo si estos pares de categorías terminan por ser hipostasiadas, reificadas, separadas de nosotros y alojadas en la realidad por su propia cuenta. Estas lógicas de expresión polares son por excelencia la expresión de un pensamiento de lo relativo, que valora una cosa no por lo que ella es en realidad sino por relación a su contrario. Y lo que permite amarrar la existencia de cosas al interior del espacio delimitado por los polos extremos es siempre nosotros, nuestra necesidad y nuestra conciencia que nosotros tenemos, que ofrece un centro en relación al cual los polos se distribuyen. Como dice Macherey: “Razonando de esta manera, lo que nosotros hacemos es proyectar sobre el mundo una grilla interpretativa cuyo principio se encuentra en nosotros mismos, sobre todo en nuestra afectividad que instala en tal espacio polarizado donde se despliega entre dos extremos que son la potencia (realización óptima de eso que en nuestra naturaleza nos determina a ser) y la impotencia (o la realización mínima de esta determinación)” (Macherey, P. 2013, 260). Si nosotros tenemos juicios de valor sobre la realidad, siguiendo una senda que no tiene que ver con el conocimiento verdadero, esto sucede así porque nuestra propia existencia es polarizada, expuesta siempre a la alternativa de lo más y lo menos bueno, sea que ella tienda a un uso máximo de la potencia que está en nosotros, sea que ella vaya a un uso mínimo de ella. Estos juicios de valor no tienen el estatuto de verdadero conocimiento porque no pueden ser separados de las instancias de valoración a las que se relacionan circunstancialmente: el interés práctico en el cual estos juicios de valor encuentran su fuente de legitimación los orientan no del lado del objeto al que se aplican, sino del lado del sujeto interesado. Y este sujeto se encuentra permanentemente tironeado entre dos exigencias de sentido contrario, que se desarrolla en el sentido de lo contingente o lo posible, que sólo la intervención de la razón permite reconciliar con la necesidad del orden de las cosas. Si los hombres se figuran ellos mismos como libres, es porque son impedidos o desviados de efectuar espontáneamente, sin intervención de la razón, esta reconciliación: es en este espacio negativo abierto por este impedimento que aloja su libertad que hace de la imaginación un principio positivo.

Así, si por caso se trata del bien y el mal, Spinoza muestra cómo los hombres, buscando lo que es útil para ellos, en un primer momento redujeron todas las cosas a fines que consideraron propios, y luego en un segundo momento proyectaron esos fines al exterior de ellos mismos incorporándolos como fenómenos sobrenaturales: “En efecto, a todo lo que conduce a la salud y al culto de Dios, lo llamaron bien y, en cambio, a lo que les es contrario, le llamaron mal” (Spinoza, B. 2000, 71). Con las categorías del orden y el desorden sucede algo parecido: este par de categorías expresa las preferencias que son personales y que sólo refieren a nosotros, en tanto podemos recordar e imaginar fácil o dificultosamente un acontecimiento en la naturaleza. La alternativa del orden y del desorden se transporta del plano de la existencia humana al de la naturaleza divina y sus presuntos voluntad y entendimiento, hecho preparado por la imaginación: imaginamos que Dios ha inyectado en el mundo un orden propio. Suficiente por el momento.

Ahora bien, ¿qué podemos decir al respecto de Nietzsche? Encontramos en el filólogo una crítica similar a la realizada por Spinoza. Veamos: “Nosotros operamos con cosas que simplemente no existen: líneas, superficies, cuerpos, átomos, tiempos y espacios divisibles –¡cómo sería posible la explicación, si antes nosotros todo lo reducimos a una imagen, a una imagen nuestra!– ” (Nietzsche, F. 2001, 207-208. Cursivas del original). Lo que pretendemos conocer, de esta manera, es un falseamiento, una imposición de categorías y conceptos que solamente emanan de nosotros a fin de amoldar la realidad, creyendo que eso que conocemos aparece entonces de manera más completa y ordenada, creyendo que, así, podemos brindar una explicación de ese fenómeno al cual nos abocamos. Al respecto, dice Nietzsche: “Ahora bien, con eso no hemos comprendido nada (Nietzsche, F. 2001, 207).

Es en este mismo sentido que Nietzsche arremete contra la lógica: “La lógica está vinculada a la condición y al supuesto de que hay casos idénticos. Para que puedan existir una lógica, en definitiva, debe convenirse o fingirse esa condición o ese supuesto que se dan. Es decir: que la voluntad para la verdad lógica sólo pueda realizarse después de haber admitido una falsificación fundamental de todos los hechos” (Nietzsche, F. 2000, 349). Las igualdades que se ven lo son sólo en apariencia, producto de ese órgano poco refinado del espíritu débil que anhela igualdad por todos lados, que asimila lo orgánico y la pervierte por algo inorgánico, duradero, ahistórico. Hete aquí “la paradójica tesis de Nietzsche: que lo que llamamos verdad descansa sobre un falseamiento de la realidad: la misma pretensión de verdad del pensamiento discursivo es sólo una apariencia” (Wellmer, A. 1993, 146). Así, si el mundo se nos aparece como lógico es porque nosotros lo hemos logificado, nosotros hemos dado la forma a ese material que no la tiene, hemos creado esa cosa igual, transaccionable, permutable.

“Esta coacción de formar conceptos, especies, formas, fines, leyes –“un mundo de casos idénticos”– no debe comprenderse como si con ello estuviéramos en condiciones de fijar un mundo verdadero; sino como coacción de arreglarnos un mundo en el que nuestra existencia sea posible –con ello creamos un mundo que es para nosotros calculable, simplificado, compresible, etc.” (Nietzsche, 211b: 279). Todo este orden dado a la naturaleza a través de nuestras categorías y conceptos, es, como ya adelantamos con la cita de Albrecht Wellmer, apenas una mera expresión de la voluntad de poder del hombre, producto del propio querer del hombre, y no algo dado. “[T]ener fines, metas, intenciones, que querer sea en general tanto como querer-llegar-a-ser-más-fuerte, querer crecer, y querer, además, los medios para ello” (Nietzsche F. 2015, 394. Cursivas del original).

Ahora bien, es interesante que Nietzsche no se limita a denunciar lo artificial de todos estos órdenes, sino que también les reconoce su carta de ciudadanía e indispensabilidad para la propia vida humana. Lo que está en juego es la necesariedad de las valoraciones para la vida: “No existiría vida alguna a no ser sobre la base de apreciaciones y apariencias perspectivistas” (Nietzsche, 2013b: 76). No hay algo así, en Nietzsche, como un mundo verdadero aislado del aparente, sino que ambos se encuentran inextricablemente ligados, son inseparables, tal como lo explaya en su “Historia de un error”: “¡Al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente” (Nietzsche, F. 2013a, 72). De lo que se trata es de admitir que, antes de desterrar y de reducir lo apariencial y lo valorativo a mero resto supernumerario, sino de resaltar el hecho de que estas valoraciones son imprescindibles y que de ellas depende una potencialización de la vida: “los juicios más falsos son los más imprescindibles para nosotros, el hombre no podría vivir si no admitiese ficciones lógicas, si no midiese la realidad con el metro del mundo puramente inventado de lo incondicionado, idéntico-a-sí mismo, si no falsease permanentemente el mundo mediante el número, - que renunciar a los juicios falsos sería renunciar a la vida, negar la vida (Nietzsche, F. 2013b, 31).

Llegamos entonces al punto paradójico respecto de cómo concibe Nietzsche al pensamiento, una consideración ciertamente extensiva a la opinión mantenida sobre el resto de los valores: “El conocimiento es el mismo pensamiento, pero el pensamiento sometido a la razón como a todo lo que se expresa en la razón. (…) De cualquier forma la razón tan pronto nos disuade como nos prohíbe franquear ciertos límites: porque es inútil (el conocimiento está ahí para prever), porque sería malo (la vida está ahí para ser virtuosa, porque es imposible (no hay nada que ver, ni pensar tras lo verdadero” (Deleuze, G. 2013, 142). Es menester recusar de esta noción de conocimiento tan ominosa por otra que sea propicia para la vida: la vida como fuerza activa del pensamiento; tal es el caso homólogo con el tópico de los valores.

Así es como Nietzsche emprende su propia labor genealógica, entendida como la búsqueda de la procedencia de los valores y las moralidades, siguiendo ese rastro discontinuo, azaroso, erróneo. Si nos mantenemos aquende a esta senda, veremos que seguir la “filial compleja de la procedencia es mantener lo que pasó en la dispersión que le es propia, es percibir los accidentes, las desviaciones ínfimas, los errores, los fallos de apreciación, los malos cálculos que han producido aquello que existe y es válido para nosotros; es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no están en absoluto ni la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente” (Foucault, M. 1992, 11). La tarea del genealogista es entonces la de hurgar y mostrar la violencia, la fuerza y los intereses que subyacen a eso que se nos aparece como objetivamente dado e incólume. Para realizar esto, entonces, se debe acudir a la historia, a ese espíritu histórico que permitirá explicitar cómo esas valoraciones han devenido a lo largo del tiempo, pero también debe mostrar su inscripción y enraizamiento en la propia corporalidad de estos tipos fisiológicos que son los seres humanos. Es en el cuerpo donde los vericuetos pasados dejan su marca y son precisamente los cuerpos los que entran en lucha entre sí. En este sentido, la genealogía es una suerte de articulación entre historia y cuerpo.

De esta manera queda plasmado el estudio genealógico en relación con los conceptos de bueno y malo. Al contrario de los vulgares filósofos de la moral, quienes adscribían la explicación de estas nociones morales a la utilidad, ya olvidada, propia de su contexto: siendo “buena” aquella persona a la que se le dispensaba alabanza por parte de aquellos a quienes le resultaban útiles estas acciones no egoístas. Al contrario, una explicación genealógica, que no encalla en una concepción a la cual las palabras guardarían impolutas su sentido, como si la lógica o la dirección permanecieran inmutables, debe mostrar las luchas y enfrentamientos que le subtienden: “toda moral consiste en que es una coacción prolongada” (Nietzsche, F. 2013b, 146). En este sentido, explica Nietzsche, un argumento más factible sería el de postular que fueron los “buenos” mismos quienes se valorizaron como tales, fueron los poderosos, los guerreros quienes, exteriorizando su poder, imponían los juicios de valor ordenadores del rango, creaban valores y establecían su nombre. Prosiguiendo, a partir de un análisis filológico, Nietzsche podía dejar en claro cómo operó un cambio de sentido en esas nociones de “bueno” (Gut), establecido y entendido como noble, dominador, conquistador, para pasar luego a ser concebido bajo la mirada transvalorante del resentimiento, propio del esclavo, que se define sólo por contraposición a este “buen” noble: lo “bueno”, ahora transvalorado, es meramente reactivo y asociado con lo desgraciado y lo pobre. Así también sucede lo mismo con la noción de “malo” (Schlecht), de origen noble, y con lo “malvado” (Böse), de origen reactivo.

* * *

Sintetizando los argumentos esgrimidos por cada autor, tenemos, por un lado, la elucidación de Spinoza del origen de los prejuicios que plagan la vida de los hombres y se constituyen como un óbice para el adecuado entendimiento de la naturaleza, esto es, explicar los efectos a partir de sus causas, y no viceversa, permite ubicar sus coordenadas en este prejuicio finalista que tiene su asiento en la propia naturaleza pasional y deseante de los hombres. Así, es el hombre quien impone su propia grilla interpretativa-valorativa para comprender el mundo. Pero con esto el hombre no conoce causalmente el mundo, no acompaña al adecuado desarrollo de los acontecimientos, sino que los hace pasar por su propio tamiz moral, eminentemente antropocéntrico. De manera similar, Nietzsche también resalta la imposición de conceptos propiamente humanos en relación a la comprensión de su entorno, adjudicándole fines, reduciéndola a un mero cálculo formulaico, detectando una regularidad. Lo interesante de la propuesta de ambos autores es que, luego de reconocer que la moral y los juicios de valor tienen su origen y son propios de la dimensión afectiva humana, ellos emprenden una labor genealógica de los mismos, a fin de desenmarañar su origen y de palpar los peligros que les son inherentes: una genealogía que da cuenta de la procedencia de estos valores que no se encuentran desligados de la corporalidad del hombre. En el caso de Spinoza, la hipótesis más dañina es la de postular una naturaleza intrínsecamente moral, junto con la postulación de un Dios antropomórfico que decide unilateralmente lo bueno y lo malo. Nietzsche, por su parte, realiza un diagnóstico de época: el triunfo de las fuerzas reactivas por medio del imperio de valores suprasensibles, extramundanos, que no hacen otra cosa que depreciar la vida.

3. La propuesta

En la elucidación que Spinoza hace de los valores que surgen del mentado prejuicio finalista, el holandés hace hincapié en el hecho de que el entendimiento racional debe desanudar y rectificar esta invertida manera de explicar los acontecimientos del mundo por sus efectos y no por sus causas. Así, no afirmar nada respecto de la naturaleza de las cosas es dejar de lado qué es lo que las constituye realmente, preocupándonos solamente por la utilidad que puedan comportar para nosotros eventualmente en tal u otra ocasión. En este sentido, es tarea del entendimiento desarrollar sobre la naturaleza de las cosas un punto de vista realmente afirmativo, comprendiéndolas por sus causas, tal como ellas se hacen, en lugar de interpretarlas como un medio en vistas a un fin que le es exterior. El hecho de no conocer las cosas tal como son en sí y el de no conocer su verdadera naturaleza son dos cosas inseparables: es porque permanece ignorada la naturaleza de los mecanismos mentales que guían nuestra aprehensión espontánea del mundo que podemos proyectar sobre el mundo categorías que nos son personales y que sólo tienen valor para nosotros, dejando de lado la realidad objetiva de las cosas que, sin saberlo, se reduce a nuestra propia naturaleza. La imaginación es lo que resulta del juego entre esta doble ignorancia y se manifiesta a través de los efectos de confusión que impiden desentrañar los juicios de valor respecto de los objetos.

Nosotros nos encontramos en la medida de comprender si razonamos, no desde el punto de vista personal, sino integrando nuestros pensamientos al orden de las cosas, con el objeto de reproducir mentalmente ese orden. Sólo podemos pensar que las cosas se hayan hecho imperfectas para conocer y amar por vía de la imaginación, porque en nuestro entendimiento arribaríamos a otra conclusión, puesto que por medio de éste tenemos acceso a la infinidad, uniéndonos así a la naturaleza entera y absorbiéndonos en su necesaria perfección. Nuestro entendimiento es parte del entendimiento infinito y no una cosa distinta de él. Así es como Spinoza termina el Apéndice a Ética I, volviendo sobre estos prejuicios que él cree que son un obstáculo a la realización de nuestra naturaleza. Así, la empresa geométrica de Spinoza de entender a la naturaleza significa un intento de concepción organizado bajo el modelo según el cual se deriva del proceso causal, y reproduce así tal como es en sí mismo el orden de lo real, lo que lleva a comprender el interior de las cosas tales como ellas son y como ellas se hacen, siguiendo el movimiento racional que conduce de la causa a los efectos, y no a la inversa. Ésta es la forma correcta de explicar la naturaleza, muy lejos de los mencionados prejuicios que, en cambio, entorpecen su compresión.

Ahora bien, ¿qué hacer con esos prejuicios, esos valores que son, efectivamente, un agregado que los hombres añaden a esas acciones que, en sí mismas, serían objetivas, sumamente perfectas? Lo primero que podría acotarse a cuentas de este problema es que estos actos de comparar las acciones entre sí y de valorizarlas es inevitablemente humano, inerradicable e ínsito a su propia esencia en tanto que ser viviente deseante. Aceptar y reconocer esta configuración valorativa de los hombres, empero, no es algo inocente o gratuito: muy al contrario, la “desnormativización” del ser que Spinoza plantea supone una enorme y agobiante responsabilidad que oscila entre dos abismos en los cuales nunca hay que caer: “Porque en esta filosofía es imposible tomar el atajo de ‘suspender el juicio’ y pretender con ello asumir la libertad de la indeterminación, pero también es imposible aspirar a regirse y disculparse mediante juicios formales, liberados de pasiones, informados por el puro poder autoevidente de verdades que se impondrían solas a una conciencia moral universalizable” (Abdo Ferez, C. 2013, 193). La asunción de esta responsabilidad no es una tarea excepcional que se añade al tratamiento del problema de los valores en su dimensión moral, social y política, sino que es apenas fruto de asumir el hecho de que el hombre no es excluyentemente pura potencia o pura impotencia, sino que se encuentra atravesado por esta dinámica pasional y afectiva entreverada que va a la par de la configuración del poder colectivo.

Dice Macherey que “en la tercera parte de la Ética más que en ninguna otra aparece el punto de la empresa de una ‘ética demostrada a la manera de los geómetras’ mezclada entre las apuestas teóricas y las apuestas prácticas” (Macherey, P. 1995, 10). En este sentido, el objetivo de Spinoza es integrar la afectividad al orden común de las cosas en tanto que éstas son también sumisas a las mismas leyes causales de todos los otros fenómenos que suceden en la naturaleza. Aun así las manifestaciones de la afectividad puedan mostrar ciertas particularidades propias, no se las debe apartar y encerrar en un espacio insondable de la razón, como si se tratara de un objeto ad hoc, sino de someterlas a un análisis racional que permita estabilizarlas y reducir su variación. Lo que busca hacer Spinoza, entonces, es desterrar una explicación que supedite los afectos a razones del orden de lo intencional, como una prerrogativa de la voluntad del hombre, incondicionada, y, en su lugar, adoptar un principio causal que permita reconstruir la red del conjunto de la realidad hasta sus causas, para poder, así, deducir de allí la necesidad de todas las consecuencias que se siguen y cuyo desarrollo forma la materia de nuestros sentimientos. La tarea de Spinoza consistirá entonces en propiciar las afecciones alegres, esto es, que aumentan nuestra potencia, al mismo tiempo que “ese esfuerzo por entender [que] es el primero y único fundamento de la virtud” (Spinoza, B. 2000, 200), signa esta empresa por devenir activo, tener una idea adecuada, siguiendo el verdadero ordo philosophandi, y ser causa adecuada, de modo que todos los efectos se siguen de nosotros y pueden ser concebidos clara y distintamente por nosotros.

Nietzsche profiere contra el triunfo de las fuerzas reactivas, esto es, aquellas fuerzas que atentan contra la vida y que disminuyen la potencia de los hombres y que obliteran su capacidad de crear. Pero es imposible hablar de algo así como una perpetua permanencia de las fuerzas reactivas: hay, si se quiere, una complicidad, entre las fuerzas reactivas y una voluntad que desarrolla las proyecciones que de ellas se derivan y organiza las ficciones necesarias para su mantenimiento. Así, las fuerzas reactivas requieren de la voluntad de nada de la misma manera que la voluntad de nada recurre a las fuerzas reactivas: tiene necesidad de las fuerzas reactivas en tanto medio por el cual la vida debe autocontradecirse, negarse, aniquilarse. En esto se cifra el nihilismo como valor de nada, en donde la vida es depreciada, de donde surge la ficción que se constituirá como un opuesto a eso que es la vida. A esta depreciación de la vida se llega, como fuimos diciendo anteriormente, con el desarrollo y la institución de un mundo suprasensible, con la idea de otro mundo, coronado por la idea de valores superiores a la vida (e. g. Dios, la verdad, el bien, la esencia, etc.). En este sentido, los valores superiores y enfrentados a la vida no se separan de su necesario efecto que supone la depreciación de la vida y la negación de este mundo. Entramos entonces en el reino del nihilismo que se expresa no sólo en los valore superiores a la vida sino también en los valores reactivos que ocupan su lugar: el imperio de lo negativo, donde la acción nada puede por sobre la reacción. Aún más, bajo este imperio la vida no puede más que volverse contra sí misma, separada de lo que puede, para convertirse en fuerza reactiva. La alternativa que Nietzsche propone a este diagnóstico nihilista no es entonces la erradicación total de valores de la vida humana. En cierta manera similar a la spinoziana, Nietzsche también reconoce lo inerradicable de los juicios de valor humanos: ellos son la expresión de la potencia, bien se trate de valores que sean útiles a la vida bien la deprecien. Lo que propone el filólogo alemán ante esta situación es la transvaloración de todos los valores. Y esto debe interpretarse de la siguiente manera: no se trata tanto de una transmutación de los valores como sí de un “cambio del elemento del que derivan esos valores” (Deleuze, G. 2013, 240). Cambiar, así, los elementos, es equivalente al fin del nihilismo: la recuperación de la acción; y esto sólo puede producirse teniendo en cuenta esa instancia más profunda de la que deriva. Aquí se cifra lo imprescindible de la transvaloración de los valores: “no se trata de una simple sustitución, sino de una conversión” (Deleuze, G. 2013, 245). Transvalorar es así tanto el valor que se deriva de lo positivo y lo afirmativo, como lo negativo que se convierte en poder de afirmar, lo negativo que se pone al servicio de lo afirmativo. La negación no es ya, entonces, la vida conservada, sino el acto de sacrificio de las formas reactivas, por lo que la afirmación se convierte en lo único que subsiste en tanto que poder independiente de lo cual lo negativo es subsidiario. En este sentido, la transvaloración es también la crítica y la pérdida de valor de los valores conocidos, una destrucción que va de la mano de la inversión de los valores: la desvalorización de los valores reactivos y la instauración de valores activos, útiles para la vida.

Toda afirmación, en esta propuesta contra-nihilista, implica así una negación. A diferencia del sí del asno que no sabe decir no, soportando esta carga nihilista sobre su lomo, el sí dionisíaco puede y debe decir no. Así, el afirmar es creer, y no asumir. El mundo no es verdadero o real, sino que es viviente. El mundo es voluntad de poder, o, en todo caso, voluntad de lo falso efectuada mediante diversos poderes. Vivir es valorar: todo es valoración. Incluso afirmar es valorar, pero un valorar entendido como crear valores nuevos que sean los de la vida, que la vuelvan activa, teniendo como lontananza al superhombre y no al hombre, puesto que en la tarea activa de la depreciación implica a su vez la negación del hombre: el hombre debe querer perecer y ser negado, transmutando su cualidad, purificando su cuerpo, moldeándolo y liberándolo del pasado. El peligro que acecha al individuo es así la gravedad y el peso a los que se encuentra sujeto por mor de la metafísica y de la religión. Es necesario para él aligerarse: es la pereza, la melancolía, esa gravedad, “la que le impide al cuerpo alcanzar su primera naturaleza” (Cano, G. 2001, 24), un volver a aprender del cuerpo mediante la práctica constante.

De esta manera, la voluntad de poder que Nietzsche propugna significa “que lo múltiple, el devenir, el azar, seas objeto de afirmación pura” (Deleuze, G. 2013, 274). Aquello por lo que Bataille se sentía cercano a Nietzsche, a saber que “la aspiración extrema, incondicional, del hombre ha sido expresada por Nietzsche por vez primera independientemente de un fin moral, del servicio de un Dios” (Bataille, G. 1979, 13), tiene ciertamente ecos en la propuesta nietzscheana del superhombre y en la idea de destrucción y creación de valores realizada por ese niño que ríe, juega y danza, los certeros poderes afirmativos de la transvaloración: la afirmación de lo múltiple, del azar y del devenir.

Conclusión

Retomando aquello que hemos advertido al final de la introducción al presente artículo, no debemos dejar que el trabajo de acercamiento entre las posiciones de Spinoza y de Nietzsche nos hagan olvidar las profundas diferencias que, en la base del pensamiento de cada uno, los separan. Comencemos primero por el segundo de los autores: respecto de Nietzsche, quizás podamos encontrar el material más proficuo para clarificar esta distinción en Genealogía de la moral, cuando el oriundo de Röcken advierte lo siguiente:

Para mí es evidente, primero, que esta teoría [la de los psicólogos ingleses] busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar de lo nativo del concepto de lo “bueno”: ¡el juicio “bueno” no procede de aquellos a quienes se dispensa “bondad”! Antes bien, fueron los “buenos” mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de elevada posición y elevados sentimientos, quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea, como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de ese pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombre de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! (…) El pathos de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante sentido global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un ‘abajo’ –éste es el origen de la antítesis “bueno” y “malo” (Nietzsche F. 2011, 42).

Cabe aquí, entonces, encontrar, quizás, la diferencia fundamental que aparta a Nietzsche de Spinoza. Nietzsche ubica las coordenadas de un tipo fisiológico determinado, dicho con otras palabras, de un ser humano específico, que crea valores activos, esto es, que son útiles para la vida, en los nobles, los fuertes o los poderosos. Para Nietzsche no se trata entonces de adoptar una explicación utilitarista, es decir, las cosas no son buenas porque resultaron en un comienzo útiles o convenientes, sino que son buenas porque así han sido establecidas y denominadas como expresión de la voluntad de poder activa y creadora de estos hombres de la casta guerrera, de estos nobles. Nobles a quienes la utilidad les resultaba algo dispensable pues ellos fueron quienes impusieron y quienes establecieron que su actuar y su valorar eran buenos, ellos se denominaron como buenos a sí mismos, como algo de primer rango, diferenciándose de lo bajo y lo vulgar, de los débiles, de los esclavos. Esta denominación y diferenciación, podría decirse, es expresión directa de su fortaleza, de su voluntad de poder activa y creadora.

En Spinoza, en cambio, encontramos, al contrario que Nietzsche, un espíritu de carácter no aristocrático que anima su filosofía. Recordemos una de las definiciones centrales de su Ética, en particular aquella que atiene al concepto de libertad. La definición 7 de la primera parte de esa obra define la libertad, o por lo menos esto en una primera instancia: “Se llamará libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar. Necesaria, en cambio, o más bien coaccionada, aquella que es determinada por otra a existir y a obrar según una razón cierta y determinada” (Spinoza, B. 2010, 40). Al leer dicha definición, entonces, vemos dos cosas: que allí se hace referencia a la cosa libre y a la cosa coaccionada. Entre ambas hay a la vez una relación de correlación y de oposición respecto de dos sentidos: primero, de acuerdo a la modalidad en que existen, y segundo, de acuerdo a la modalidad en que ejercen su potencia. En primer lugar, es decir, en lo concerniente a su existencia, la cosa libre es aquella que existe por la sola necesidad de su naturaleza, lo que nos retrotrae a los términos utilizados en la definición primera de causa sui; mientras que la cosa coaccionada se encuentra determinada a existir por otra cosa. Hay, así, una oposición en términos de existencia entre ambas cosas: una oposición entre existir por sí (cosa libre) y existir por otro (cosa coaccionada). Pero también se trata de no considerar esta oposición a manera de una alternativa, considerándolas de una manera abstracta, pues esta oposición aparece sobre el fondo de una comunidad: si la cosa libre no es determinada a existir (como sí la cosa coaccionada), sino que existe en el absoluto, no por ello su existencia es menos necesaria, y, por ende, sumisa al principio de causalidad: la cosa libre también se explica por una causa, que es ella misma, su esencia o naturaleza. En este sentido, la cosa libre no es por eso menos necesaria que la cosa que no es libre, esto es, la cosa coaccionada. La cosa libre es necesaria en la medida en que está completamente determinada y es, así, susceptible de ser comprendida racionalmente. Respecto de la segunda dimensión, esto es, el punto de vista de su potencia, podemos decir lo siguiente: Spinoza dice que la cosa libre se determina por sí sola a obrar, en este sentido, esta cosa da cuenta del proceso de determinación bajo la condición de que esta determinación sea siempre la propia, por lo que entendemos que su acción está siempre determinada por su propia naturaleza. Por su parte, la cosa determinada no existe en el sentido absoluto del término, sino que, como ya dijimos, está determinada a existir, está, a su vez, determinada a obrar por una razón determinada. Así, la cosa libre está determinada a actuar en virtud de su propia naturaleza sin ser condicionada; mientras que la cosa coaccionada está determinada a obrar de acuerdo a una razón determinada, es decir, condicionada, puesto que su existencia misma está también condicionada por otra cosa. Hace falta notar, también, que al final de la definición reaparece, en lo que va de la Ética, por segunda vez la palabra “determinada” en relación a cómo la cosa coaccionada manifiesta su potencia, la idea de una determinación, y, por medio de esto, una referencia a una condición o razón “determinada”, que la coacciona; así, la operación de la cosa coaccionada podría decirse, de algún modo, doblemente determinada, o sobredeterminada. Es sumamente interesante hacer notar estas dos definiciones de cosa libre, en tanto se autodetermina a actuar, y cosa coaccionada, porque gran parte del esfuerzo propiamente ético de este magnum opus va a residir en que las cosas finitas, que los seres humanos son, sean capaces, a través de un largo esfuerzo en detrimento de su propia condición inicial por la cual obrar en forma determinada, puedan acceder a la libertad, entendida como cosa libre, es decir, que puedan autodeterminarse.

En base a estas consideraciones, en Nietzsche en torno a los valores y en Spinoza en relación a la idea de libertad, podemos advertir el sesgo aristocrático del primero, el cual se encuentra ausente en el segundo. Precisamente, puede verse que Nietzsche postula que los valores fueron creados, en una primera instancia, por un conjunto de individuos nobles o poderosos, quienes son definidos como un conjunto activo, esto es, que crean valores que son útiles o propensos para la vida y que constituyen la piedra de toque que estructuran toda su tarea ética. Siguiendo estas reflexiones, entonces, la ética nietzscheana estaría signada por una propugnación de un tipo de individuos particulares, los cuales son capaces de crear valores y de interpretar que la vida se trata de un devenir continuo de metáforas en un estado de incesante producción. Ciertamente, y por oposición, no detectamos en Spinoza este mismo rasgo selectivo en lo que respecta a su labor ética: la ética spinoziana, pues, no comporta ese carácter aristocrático presente en Nietzsche, sino que aboga, en tanto que proyecto de emancipación y liberación, una autodeterminación de todos los individuos por igual, sin establecer una distinción de tipos fisiológicos particulares. Todos, podría decir Spinoza, son capaces de devenir libres; todos, pues, pueden liberarse de los efectos nocivos que las pasiones impregnan a los seres humanos.

Luego de estas precisiones, valga aclarar que, a través de la puesta en relación de los autores respecto a estos temas hemos, en verdad, desarrollado aquella semejanza que Nietzsche ya había confesado a su amigo Franz Overbeck en su epístola del 30 de julio de 1881:

¡Estoy totalmente admirado, totalmente fascinado! ¡Tengo un predecesor, y vaya predecesor! Casi no conocía a Spinoza: lo que ahora me llevó a él fue una ‘acción instintiva’. No sólo su orientación general [la de Spinoza] es semejante a la mía –hacer del conocimiento el afecto más poderoso–, sino que, además, yo mismo me reconozco en cinco puntos fundamentales de su doctrina; este pensador, el más anómalo y solitario, me resulta próximo en lo siguiente: niega la libertad, los fines, el orden ético del mundo, la falta de egoísmo, el mal; aunque es verdad que las disparidades son grandes, esto se debe más bien a diferencias de tiempo, de culturas, de ciencias. In summa, mi soledad que, a menudo, a menudo, como sucede sobre las cimas muy altas, me producía sofocos y hacía que la sangre afluyera por todas partes, resulta ahora, por lo menos, compartida con otro (Nietzsche, F. 2010, 143-144).

De esta manera, aunque no hemos explicitado la totalidad de estos puntos que el alemán creía tener en común con el holandés, sí el artículo se encuentra animada por este espíritu de coincidencia que Nietzsche reconocía por privado.

En este sentido, hemos comenzado resaltando que la naturaleza, tal como Spinoza la concibe, se trata de la compleja y dinámica interacción entre los infinitos modos finitos, pasible de ser explicada causalmente. Así, la naturaleza, y la concurrencia de causas y efectos, no tiene, por tanto, un fin o telos inscripto o dado de antemano, sin ningún propósito ni interés, sin valores a priori, sin designaciones morales. Nietzsche no podía menos que considerar cercanas las spinozianas proposiciones: pues para él la naturaleza no es algo aprehensible por medio de categorías, conceptos o fines. Resulta a veces difícil definirla por la positiva, pero podemos ampararnos en La ciencia jovial: la naturaleza es caos o el flujo del devenir. Tanto para Spinoza como para Nietzsche, la naturaleza es también creación: ese conato spinoziano o ese derroche sin coto nietzscheano.

Ahora bien, esto nos lleva al segundo punto. Si advertimos todo eso que la naturaleza no tiene, que carece, es porque estos elementos o nociones que se le intentan imputar provienen de otra dimensión, una dimensión propia de la humana. En esto se cifra la denuncia que Spinoza realiza del surgimiento de la superstición y su basamento de los regímenes de servidumbre. Decir que la naturaleza tiene un fin, o que es buena o mala no es otra cosa que imponer la propia grilla interpretativa de los hombres que tiene su origen en su naturaleza pasiones-afectiva. En forma similar, Nietzsche también alerta sobre la aplicación y utilización de categorías y conceptos, llegando incluso a poner en tela de juicio la propia noción de causa y efecto en tanto supone una homogeneificación y una violencia que reduce los fenómenos naturales a algo comparable y medible. Ese orden pretendido no es otra cosa que una extrapolación que el ser humano realiza hacia la naturaleza, sin conocerla en sí misma. Lo interesante es que para dar cuenta de los valores y para demostrar que estos son ínsitos a la dimensión humana, ambos autores adoptan un método genealógico que estudia y elucida la génesis de estos valores, señalando la violencia implicada en su forjamiento y encarnada en el cuerpo mismo: “Spinoza afirmaba que debía trazarse una genealogía de los valores para inscribir a la normatividad en una teoría de los cuerpos y de sus producciones imaginarias necesarias. O como traducirá Nietzsche después, quizás traicionando y munido de la jerga de las disciplinas científicas del XIX: que los valores están enraizados en la fisiología” (Abdo Ferez, C. 2013, 170).

Esto, a su vez, plantea problemas y cuestiones no sólo respecto de la objetividad del conocimiento, sino que también abre el espacio a la pregunta por la posición a ser adoptada antes semejante diagnóstico. Tanto para Spinoza como para Nietzsche se trata de exorcizar las pasiones tristes y lo reactivo: “Spinoza al denunciar la tristeza, todas las causas de la tristeza, a todos aquellos que fundan su poder en el seno de esta tristeza – Nietzsche al denunciar el resentimiento, la mala conciencia, el poder de lo negativo que les sirve de principio” (Deleuze, G. 2013, 265). La propuesta por la promoción de los valores activos o alegres es, así, el último punto en común que buscamos destacar. Ciertamente una coincidencia en que implica, de alguna manera, de una suerte de “re-naturalización” del hombre: bien se trate de la transvaloración de los valores mentada por Nietzsche, que le permita al hombre afirmar lo múltiple, el azar y el devenir, bien se trate de la promoción de un entramado afectivo alegre que permita devenir activo y la búsqueda de esa “suprema felicidad” (summum bonum) que consiste en la “adopción de un modo de vida inextricablemente ligado al hecho de comprender la verdadera naturaleza de Dios, de lo que somos y de lo que, en tanto que nosotros somos en relación con Dios, podemos esperar de la existencia” (Macherey, P. 1998, 402), comprender, en efecto, que somos partícipes de la naturaleza divina.

Notas

1. De ahí la metáfora arendtiana de “barandilla”, quedando evidenciada su referencia a los valores.

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