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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.16 no.2 Bernal Dec. 2012

 

DOSSIER: Sociabilidades culturales en Buenos Aires, 1860-1930

Sociedades espiritualistas en el pasaje de siglos: entre el cenáculo y las promesas de una ciencia futura (1880-1910)

 

Soledad Quereilhac

Universidad de Buenos Aires / CONICET

 

El surgimiento, hacia el último tercio del siglo XIX, de una gran cantidad de sociedades espiritistas y ramas de la Sociedad Teosófica, originalmente en las metrópolis norteamericanas y europeas, y tiempo más tarde en Latinoamérica, es un problema que incumbe al estudio de la "cultura científica" en un sentido amplio, dado que se produjo una zona de cruce entre las inquietudes espirituales y la voluntad de conocimiento científico, una zona donde la amplia gama de grises que mediaba entre el positivismo más ortodoxo y el pensamiento religioso cobró una inusitada resolución simbólica.
Tanto el espiritismo como la teosofía fueron concebidos por sus fundadores y adeptos con una naturaleza tripartita: se trataba de corrientes con una base religiosa no dogmática (un cristianismo sin Iglesia en el caso de los espiritistas; una síntesis del nudo común a las religiones de Oriente y Occidente, en el caso de la teosofía); con una base moral articulada en la filantropía y la solidaridad y, finalmente, con una base "científica", amparada en la serie de experimentaciones con fluidos y fuerzas espirituales. En este sentido, espiritistas y teósofos realizaron un uso insólito del discurso cientificista, al incorporar enunciados de las ciencias físico-naturales para aplicarlos en objetos como las "fuerzas" de la mente (en un sentido literal, no metafórico, de "fuerza"),
el "fluido" espiritual-magnético, la concepción del pensamiento como "materia" o alternativamente como "energía", entre otras variantes sincréticas. Asimismo, tomaron de las ciencias experimentales su metodología y la retórica de sus informes, cuando sometían a observación "controlada" los diferentes fenómenos espiritistas o psíquicos.
En Buenos Aires, las primeras noticias sobre el espiritismo "moderno" llegaron a fines de la década de 1860, a través de inmigrantes españoles iniciados ya en la lectura de las obras de Allan Kardec -su mayor referente intelectual-, así como en la metodología de una sesión espiritista. Pero es recién en 1877 cuando surge la primera sociedad espiritista, Constancia, fundada por Rafael Hernández (ingeniero agrónomo y hermano del autor del Martín Fierro), Ángel Scharnichia (profesor de idiomas), Felipe Senillosa (hacendado de la Sociedad Rural), entre otros, y dirigida durante más de cuarenta años por quien se integraría luego, en 1879: Cosme Mariño, uno de los fundadores de La Prensa. Responsable de una revista homónima, la Sociedad Constancia fue la representante más visible y prestigiosa del espiritismo vernáculo. Asimismo, un núcleo de miembros de esta sociedad fundó luego, en 1896, la primera Sociedad Magnetológica, concebida a imagen y semejanza de la Société Magnétique de France, que buscaba
experimentar con las propiedades magnéticas del cuerpo humano, retomando la senda abierta por Franz Mesmer en el siglo XVIII.
Más tardía en su surgimiento e institucionalización, la teosofía también arribó a Buenos Aires de la mano de la inmigración española, aunque en este caso sus primeros pasos estuvieron manchados por el fraude y la estafa. Tras desenmascarar a un falso conde y falso "mago negro", perseguido por la policía europea, la inmigrante española Antonia Martínez Royo, junto con el geógrafo argentino Alejandro Sorondo y el comandante de fragata Federico Washington Fernández, fundaron en 1893 la primera rama de la Sociedad Teosófica ("Luz"), primera también de Latinoamérica, bajo expresa autorización de Henry S. Olcott, viudo de Helena Blavatsky y fundador, junto con ella, de la primera rama en Nueva York, en 1875.
En los ámbitos de sociabilidad de estas instituciones, y también en los vínculos que se entablaron entre quienes compartían intereses sobre lo "oculto", es posible investigar uno de los aspectos menos conocidos del entramado de saberes de fin-de-siglo: la gravitación que estas formas del espiritualismo tuvieron entre un grupo heterogéneo de intelectuales y figuras de la cultura argentina, tanto escritores vinculados al modernismo como figuras tradicionalmente ligadas al cientificismo, tanto en sujetos de orientación socialista como en otros de orientación liberal. Lejos de las polarizaciones entre el positivismo y el antipositivismo, entre la "cultura científica" y el modernismo, el ámbito de los espiritualismos y de las ciencias ocultas es testimonio de una zona de "cruce" de diferentes perfiles de intelectual, de intereses y de creencias que complejizan notablemente cualquier dicotomía. Recalar en los nombres de quienes circularon por estos ámbitos es no sólo una forma de medir el grado de convocatoria y de legitimidad de sus propuestas, sino también, principalmente, un buen recurso para comprender que los anta
gonismos esquemáticos entre discursos se relativizan cuando se hace foco en las personas físicas que han esgrimido los argumentos.
En este sentido, también es posible sortear las dicotomías cuando se atiende al tipo de sensibilidad que estos espiritualismos interpelaron: una sensibilidad laica que precisara atesorar, no obstante, una suerte de "creencias razonadas", esto es, poder comulgar con una idea laxa de la divinidad o de la trascendencia que no entrara en grosero conflicto con el librepensamiento, la defensa del laicismo y la mentalidad progresista. La propuesta de estos espiritualismos era la reposición de un sistema moral que contara con la dosis justa y mínima de religiosidad pero que, al mismo tiempo, lejos de propugnar la obediencia, permitiera la emancipación de los hombres, gracias al culto de la investigación científica, de la razón y de la filantropía.

Con todo, el espiritismo y la teosofía constituyeron manifestaciones diferenciadas. Los pioneros en esta pretendida unión entre materia y espíritu fueron los espiritistas de Constancia: integrada por apenas doce personas en 1877, la Sociedad fue creciendo con los años, y hacia 1885 ya contaba con ciento noventa socios; diez años más tarde, éstos ascendían a doscientos ochenta y seis, y hacia 1904, a trescientos tres.1 Compuesta tanto por criollos como por inmigrantes, tanto por sujetos de humilde posición como por otros de sólida fortuna (responsables del sostén material de la institución), Constancia gozó de su mayor visibilidad y convocatoria durante las décadas del ochenta y del noventa. Su defensa del "empirismo" de los fenómenos producidos por los médiums, sumado al atractivo propio de toda práctica que asegurase la comunicación con el más allá, lograron captar la atención de numerosas personas, entre ellas, miembros de la elite política e intelectual. A comienzos de la década del ochenta, escritores como Miguel Cané, hombres de las leyes y la política como Aristóbulo del Valle, Luis V. Varela y Victorino de la Plaza, científicos y profesores como Bernardino Speluzzi y Carlos Encina, militares como el general Francisco Bosch, entre muchos otros, asistieron a sesiones espiritistas tanto en la sede de Constancia como en casas particulares. Asimismo, en esa década tuvieron lugar dos polémicas públicas en teatros de la ciudad: la primera, en 1881, entre Rafael Hernández y Miguel Puiggari, decano de la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; la segunda, en 1885, entre Hernández y Alejo Peyret, profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires. Entre la concurrida asistencia a esta serie de conferencias se encontraban el presidente Julio Roca y otros políticos como Nicolás Avellaneda y Eduardo Wilde, así como las jóvenes promesas de la medicina José María Ramos Mejía y Pedro Arata. Gracias a estos eventos, los espiritistas vieron aumentar el número de adeptos, entre ellos, el químico Ovidio Rebaudi, futuro autor de libros sobre la articulación entre ciencia y espiritismo, y futuro fundador, además, de la Sociedad Magnetológica Argentina. En estas conferencias es posible medir, asimismo, cuán familiar era la mecánica de una sesión espiritista entre los asistentes, signo de que el espiritismo era, al menos, una práctica recreativa frecuente en los salones.
Hacia fines de la década de 1890, un joven Emilio Becher ingresó también a Constancia y se convirtió en una de las plumas más interesantes de su revista. Y cerca de esos años, Constancia intentó captar la atención de José Ingenieros, a quien consideraban el científico que mayor prestigio y credibilidad podría otorgarles, especie de versión local de un Cookes en Inglaterra, un Lombroso en Italia o un Richet en Francia (todos espiritistas); si bien en 1904 Ingenieros entregó a la revista Constancia un adelanto de su libro Los accidentes histéricos, y tardíamente, en 1918, accedió a
presenciar una sesión, la Sociedad Constancia nunca logró contarlo entre sus adherentes.
En dirección opuesta a la masividad que ambicionaron los espiritistas, los primeros teósofos de Buenos Aires prefirieron figurar a través de sus pseudónimos: Philadelphia (Antonia Martínez Royo), Lanú (Alejandro Sorondo, editor de la revista Philadelphia, 1898-1902) y Lob-Nor (Federico Washington Fernández, editor de La Verdad, 1905-1911). El ocultamiento de identidades y la ausencia de información institucional prevalecieron siempre en las páginas teosóficas, acaso como sobreentendidos dentro del endogámico y "selecto" círculo de lectores.
Si bien de profesiones diferentes, los dos pioneros argentinos de la teosofía compartían con anterioridad un espacio común: el Instituto Geográfico Argentino, del que Sorondo fue presidente entre 1890 y 1896. Asimismo, ambos poseían contacto con las elites dirigentes, ya que Sorondo fue secretario de la Cámara de Diputados de la Nación. Las primeras reuniones teosóficas se celebraron en una casa particular de la calle Las Heras, y en ellas se disertaba tanto sobre evolucionismo y matemática como sobre magia negra y blanca. En una de esas sesiones, en 1898, se iniciaron Leopoldo Lugones y Alfredo L. Palacios, quienes hacia 1900 pronunciaron conferencias muy celebradas por los teósofos. También por esos años, Ingenieros escribió un artículo en Philadelphia sobre la "vanguardia científica" de los experimentadores ocultistas, pero nunca se incorporó como miembro de la rama. Lugones, en cambio, emergió desde un principio como el cuadro intelectual más sobresaliente del cenáculo e hizo propios durante décadas los argumentos teosóficos.
Otros miembros de la Sociedad Teosófica fueron el ingeniero y agrimensor Rodolfo Moreno y la médica Margarita Práxedes Muñoz, directora de la revista La Filosofía Positiva; formada en el positivismo comteano, ello no pareció impedir su paralela filiación teosó
fica. Y por fuera del ámbito de la rama, Rubén Darío también recuerda en su Autobiografía la afinidad sobre lo "oculto" que compartió en Buenos Aires con Lugones y Patricio Piñeiro Sorondo (sobrino de Alejandro), afinidad que debió abandonar por cuestiones de salud.
Ahora bien, mientras la visibilidad del espiritismo en el imaginario, asociado a una posible parcela de "lo científico", fue mermando a medida que avanzó la segunda década del siglo XX, las incrustaciones cientificistas en el discurso de los teósofos también fueron perdiendo vigencia, y su defensa de una "verdad" trascendente fue amparándose cada vez más en el orientalismo. Ciencia y espiritualismos comenzaron entonces a separarse, si bien no definitivamente, al menos sí respecto de cómo el período de entre siglos lo había hecho posible. Con todo, el hecho de que varios ex espiritistas -Emilio Becher, Felipe Senillosa-
migraran hacia las filas teosóficas a comienzos de siglo, o que hacia 1918 encontremos a Ricardo Rojas dando conferencias en la Logia Vi-Darmah (dirigida por Lob-Nor), informa sobre la mayor vigencia y convocatoria de la teosofía en esas décadas.
En cierta medida, durante las décadas de entre siglos, tanto el espiritismo como la teosofía lograron canalizar sensiblemente el componente místico de una de las frases más estructurales de la época: "la fe en el progreso". Si bien sus ambiciones de convertirse en ciencias no prosperaron, su convocatoria dentro de un variado espectro social (desde intelectuales y figuras públicas hasta ignotos sujetos con sólida o escasa instrucción) y su relativo protagonismo en la cultura se debieron sin dudas a la original combinación entre creencia y conocimiento, una particular deriva de la visión mecánica del mundo.

Notas

1 Constancia, 30 de febrero de 1885; 1 de marzo de 1896; 10 de abril de 1904.

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