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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.18 no.1 Bernal June 2014

 

RESEÑAS

Víctor Goldgel,
Cuando lo nuevo conquistó América. Prensa, moda y literatura en el siglo XIX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012, 286 páginas

 

Cuando lo nuevo conquistó América, de Víctor Goldgel (Premio Iberoamericano 2014, otorgado por la Latin American Studies Association), hace con nosotros lo que dice en cada una de sus páginas: causar novedad, renovar los modos de leer, hace ver aquello que ya estaba ahí pero que nuestros automatismos de lectura no nos dejaban ver. En primer lugar, hace ver que en nuestra cultura hispanoamericana lo nuevo como criterio central de asignación de valor estético no es tan nuevo como los modernos creíamos. Mucho antes de la ruptura modernista del arte latinoamericano de Fin de Siglo y de la consolidación de los estados nacionales, la novedad, cargada de connotaciones políticas, había comenzado a reorganizar la cultura y el campo de las letras. En las regiones embarcadas en procesos independentistas como el Río de la Plata y Chile, o que sufrían una modernización económica acelerada como la Cuba del boom del azúcar, allí donde el peso de la tradición colonial y de la herencia cultural indígena no habían sido tan fuertes, los gestos de ruptura con el pasado en nombre de lo nuevo se reproducían en múltiples niveles de la realidad, hasta que en algún momento, hacia 1830, esa ola expansiva llegó y se extendió por la literatura de los románticos. Pero lo nuevo, viene a señalar Goldgel, es un hacer como si algo ocurriera por primera vez, es el olvido para toda una generación de jóvenes letrados, tal vez necesario, de una tradición prerrevolucionaria iluminista, dieciochesca, dentro de la cual el gesto de romper con el pasado ya era un lugar común. Primera novedad entonces, no solo en el campo de la historia cuanto en el de la imaginación política: lo nuevo es inseparable del concepto de repetición; lo nuevo solo puede surgir a través de una repetición olvidada de sí misma que repite el pasado no tal como efectivamente fue, sino como podría haber sido y no fue; una repetición que repite aquello que en el pasado hay de incumplido -los sueños de la razón que en el Nuevo Mundo se aceleran hasta hacerse realidad-. O, dicho de otra manera: que la irrupción de lo nuevo -y esto también vale para el libro de Goldgel- transforma retroactivamente el pasado sin necesidad de viajar en el tiempo.
Pero rectificar una periodización o los criterios con los que periodizamos, aunque lo que está en juego sea nada más y nada menos que lo que entendemos por modernización en América Latina, no deja de ser para Goldgel apenas el anticipo de una buena nueva para la literatura. Víctor Shklovsky, al que Goldgel conoce bien, reconocía lo literario en la capacidad del arte (de vanguardia) de hacer ver de
nuevo un mundo recubierto por automatismos perceptivos. El arte, decía el joven Shklovsky en el contexto de la Revolución Rusa, debía darle sentido a un nuevo mundo en política produciendo artificialmente nuevos modos de ver "por primera vez" lo que el hábito y los intercambios de la prosa práctica no dejaban ver. Algo de esa mirada, envuelta en lo que los formalistas rusos llamaban "extrañamiento" y los jóvenes románticos "originalidad" (originalidad paradójica de ver y hacer ver lo propio a través de "lentes" europeos), está en juego en la mirada de Goldgel cuando nos hace ver, enredados y confundidos en una masa amorfa de nuevos periódicos y revistas de principios del siglo XIX fragmentos de una incipiente literatura nacional perdida encerrados entre las líneas de textos que trabajaban una materia inasible, leve y divertida, al borde de la nada misma: la moda y su expansión a través de los nuevas tecnologías de reproducción técnica de la palabra escrita, esas máquinas de pensar y escribir "a vapor" que fueron para la época los nuevos medios de prensa.
Observa Goldgel: "La frecuencia con la cual la prensa periódica recordaba a sus lectores que el mundo de las letras y el de la vestimenta eran en realidad muy distintos es un claro indicio de lo mucho que
se parecían" (p. 167). Se necesita realmente una nueva mirada para una observación como esta, que hace ver el rol crítico y problemático que lo nuevo va a adquirir para los escritores de la época allí donde otros seguiríamos de largo. Que la literatura de los letrados románticos hubiera copiado la vocación de ruptura con el pasado propiciada por la "retórica del entusiasmo" de los nuevos medios (el argumento de la primera parte del libro) era ya suficientemente pasmoso; pero que la literatura copie a la moda (el problema de la segunda parte) parece inconcebible hasta que Goldgel reconstruye una intensa zona de contacto donde los enunciados literarios se mezclan con el deseo de estar al día y el ansia de novedad que inviste textos, literalmente, al borde de la nada. Como la sección de Variedades de los nuevos periódicos, o "vaciedades", como titula un periódico de La Habana en 1831, creada para rellenar los blancos de las páginas con curiosidades, novedades científicas y artísticas, y anomalías tales como la vida extraterrestre, una nueva moda en la vestimenta o en la comida. Se trata de zonas de cultura donde latía lo nuevo, donde la función de instruir y civilizar de la "literatura de ideas" se relajaba y el lenguaje ganaba ligereza para divertir y distraer a un lector dispuesto a dejarse simplemente entretener, complacer y asombrar por medio de textos breves, descartables, ligeros y fáciles de leer, despojados del aura y el peso de lo trascendente o de la obligación de ser útiles (pp. 101-102). Esos espacios frívolos del periodismo, que complacían los deseos más banales y sensuales de los lectores, funcionaron, de algún modo, como umbrales de autonomía por los que lectores se deslizaban superficialmente hacia el campo del placer estético.
Pero el problema de Goldgel no es trazar el camino hacia la autonomía, sino más bien cómo estudiar las particularidades de una literatura cuando esta carece de autonomía y no admite lecturas "literarias", en el sentido de que se interrumpen las reglas de validación que permiten saber si es literatura o no lo es porque se está llevando a cabo un vaciado acelerado de los criterios de reconocimiento tradicionales de lo literario de la época (erudición, relación con el pasado, profundidad). Goldgel se mueve en una zona de la cultura donde la innovación cae afuera de lo literario de la época, para encontrarse con una estética superficial, inmersa en la circulación de una vida cotidiana desestabilizada por cambios acelerados, disuelta entre objetos ligeros, palabras intrascendentes, nuevas costumbres, pequeños asombros, y, cruzándolo todo, una experiencia inédita del tiempo vivido como cambio y transformación. Como el frac para Sarmiento o el ala de un sombrero para Benjamin, la moda era un campo de batalla donde se jugaba el cambio social y político, mediado por la totalidad orgánica de la sociedad, de manera tal que "cualquier aspecto de la vida social estaba en contacto con todos los otros, y escribir acerca de uno era, por lo tanto, hacerlo sobre todos" (p. 138).

La moda reorganizaba el campo de lo sensible, e implicaba tanto la celebración de los sentidos (que deben siempre ser estimulados) como la promesa de satisfacción del deseo por medio del consumo compulsivo de novedades. Llegamos, creo, al centro de la propuesta de Goldgel. Vimos, nos hicieron ver que para los jóvenes letrados románticos, lo nuevo y el mito de la revolución iban de la mano. Pero Goldgel avanza un poco más, y nos dice que para ver y hacer ver lo nuevo, primero hay que querer ver. Así, lo nuevo en esos primeros años del siglo XIX no es tal vez la novedad, que los filósofos de las Luces ya practicaban sistemáticamente, sino el entusiasmo por la novedad, la fe desmedida en el progreso, el deseo de cambio por el cambio en sí -cierta disposición estética preparada por la prensa y por la moda que se conectaba con la esfera de la innovación política y el cambio social radical-. Así, observa Goldgel, la disposición hacia lo nuevo de, digamos, el "petimetre", el paquete o la coqueta, estigmatizados por la prensa de la época por su deseo desesperado de cambio, tenía notorias similitudes con la de los revolucionarios y los socialistas.
Goldgel localiza aquí una dimensión constitutiva de la política en sociedades modernizadas por el mercado capitalista, donde todavía no existen instituciones políticas fuertes: la dimensión del deseo, que es siempre deseo "de algo más", y el papel que este representa en la constitución del lazo social. El
afianzamiento del lazo social o el análisis político del cambio no pueden reducirse a la dimensión racional de la política; el oscurantismo y el dogmatismo no podían ser dejados atrás por el simple ejercicio de la razón: era preciso movilizar la dimensión afectiva del cuerpo y sus pasiones, y conceptualizar el vínculo entre las pasiones, el conocimiento y el lenguaje, sin caer en las profusiones emocionales del sujeto romántico. El deseo, nos muestra Goldgel, no es una fuerza subjetiva que surge de las agitaciones y los repliegues del artista romántico, sino un campo donde se despliega una red de fuerzas en conflicto que luchan por el sentido de lo nuevo, celebrándolo o criticándolo, afirmando o relativizando su carácter de ruptura. Para retirar el deseo de la religión, del apego a las tradiciones, de la figura del Rey, y desplazarlo hacia el republicanismo, la igualdad y la libertad, no bastaba con el uso del lenguaje o la argumentación racional: hacía falta que el consumo de novedades y el deseo no tanto de objetos nuevos como de fantasías de satisfacción ligadas a ellos crearan un nuevo tipo de subjetividad entregada a las promesas de felicidad renovadas permanentemente por la incipiente lógica de la mercancía.
Una cosa era oponerse al poder imperial de España, al peso opresivo de la tradición y a los dogmas religiosos, y otra muy diferente era comenzar a desear e inventar las jóvenes repúblicas, laicas y preñadas de promesas de igualdad y justicia. Para esta tarea, la moda y la literatura que se alimenta de ella vinieron a darle consistencia a esa experiencia de la negatividad que atravesaba de punta a punta a una sociedad dislocada por el cambio revolucionario y las pasiones políticas. O, en las palabras, siempre exactas, de Goldgel: los jóvenes letrados hispanoamericanos usaron la moda para pensar, articular y volver legible el antagonismo revolucionario, relanzándolo y construyendo presente a partir de ella.
Y más allá de la moda, en el límite de esta economía libidinal, comienza el campo del monstruo. La novedad, marca Goldgel, produce monstruos cuando se aparta completamente de la razón. Despunta allí el lado sombrío del sujeto romántico, sujeto a la tiranía de un deseo destructivo y angustiante, sistemáticamente desencantado, que, de la euforia y el entusiasmo, recae en lo que era percibido como "jaqueca del alma". Pero hay otra dimensión de esta realidad donde la irrupción de lo nuevo interrumpe abruptamente la lógica de las elites
modernizadoras: las novedades de los grupos subalternos, ilegibles desde el punto de vista del sujeto burgués. La revolución haitiana, por ejemplo, no está incluida entre lo que las elites cubanas percibían como novedad; ni la literatura gauchesca o la lengua viva de las negras de "El matadero" entraban en la búsqueda romántica de originalidad y estilo. Habría allí formas alternativas de organización del deseo, ilegibles para la concepción modernizadora de la minoría letrada, que no veía que la entrada al orden capitalista de cuerpos colonizados por el capital producía al mismo tiempo deseos fuera de control que, a distancia de la normalización y como quien dice "desde abajo", desbordaban los cálculos de la modernización y del mercado. Goldgel, que parece verlo todo, nos recuerda una y otra vez ese límite, más allá del cual se desarrollan procesos populistas y revoluciones de masas populares que, en su furor democrático, atravesaban los discursos de la moda con explosiones ensordecedoras de un goce incontenible que acallaban el último grito de la moda.

Fermín A. Rodríguez
CONICET

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