¿Qué significa ser “americanista” en torno a los años veinte? ¿En qué medida convive el americanismo stricto sensu, vinculado originariamente a la arqueología precolombina (y luego a la historia colonial) con el “americanismo” más amplio que aspira a forjar una unidad (social, cultural y política) continental, bajo el impulso de la Revolución mexicana y de la Reforma Universitaria?1¿Y qué lazos de solidaridad intelectual se establecen entre figuras de proveniencias disciplinares y de contextos nacionales diversos, para impulsar en conjunto una reivindicación simbólica del continente? Me propongo indagar aquí en torno a estos interrogantes generales, a partir del análisis de un caso específico: la relación de colaboración intelectual que se establece entre el arqueólogo austríaco Arthur Posnansky y el sociólogo argentino Ernesto Quesada. Ambos mantienen una fluida correspondencia en los años veinte, la cual deja entrever la centralidad de la arqueología precolombina en la consolidación del americanismo de esa etapa, y la importancia de los lazos de solidaridad transnacional por medio de los cuales el americanismo pugna por la valoración simbólica del continente, en un frente común -aun con diferencias ideológicas internas- que contrasta con los embates de la antropología “científica” encarnada por José Imbelloni. Indirectamente, la consideración tanto de ese vínculo de sociabilidad como de los puntos de convergencia entre las obras de ambos autores permitirá dimensionar mejor la fuerza creciente del americanismo como proyecto de legitimación continental, que impulsa a estos -y otros- intelectuales a trascender las fronteras nacionales y disciplinares, y a unificar la recepción de modelos teóricos centrales, a fin de reforzar la potencialidad utópica del continente.
Una arqueología hiperbólica para Tiahuanaco
Al recorrer el itinerario biográfico de Posnansky, queda claro en qué medida su consagración como el arqueólogo de Tiahuanaco, en las primeras décadas del siglo XX, es resultado de una serie de variables vinculadas a su propia legitimación y a la legitimación nacionalista de Bolivia.2 Nacido en Viena en 1873, Posnansky estudia en la Academia Imperial y Real de Pola, donde se gradúa de ingeniero naval con una tesis que revela su interés temprano por Tiahuanaco.3 Luego de desempeñarse como capitán teniente en la armada austro-húngara, llega al Amazonas en 1897, en la época de la fiebre del caucho, para comprar esta materia prima en el Acre boliviano y transportarla a Manaos. En su exploración topográfica, organiza el plano del río Acre y recolecta datos etnológicos sobre los indígenas de la región. En 1899, al estallar el conflicto entre Brasil y Bolivia por las tierras del Acre -área gomera privilegiada-, Posnansky toma partido en favor de Bolivia, poniendo su barco al servicio del traslado de tropas. Esa experiencia queda plasmada en su libro Campaña del Acre, la lancha “Iris”: aventuras y peregrinaciones, publicado en 1904 en La Paz.
Tras varios viajes entre América y Europa -y habiendo perdido su barco en manos del gobierno de Brasil-, Posnansky se instala desde 1904 en La Paz. Gozando del prestigio de ser un “benemérito de la patria”, se consagra desde entonces a la arqueología. En 1911 vuelve a Europa para participar en el Congreso Internacional de Americanistas como delegado oficial, y se instala en Berlín hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, para estudiar Antropología con Rudolf Virchow y Félix von Luschan (con quien converge en su adhesión a la antropología física). A partir de entonces construye una teoría plagada de afirmaciones taxativas sobre el desarrollo civilizatorio precolombino.
En efecto, a partir de la década de 1910 Posnansky inicia una serie ininterrumpida de publicaciones -incluida una notable producción fotográfica-, que reedita sucesivamente, citándose con frecuencia a sí mismo, para sostener -entre otras hipótesis- que en el pasado remoto existió en torno al lago Titicaca una población autóctona americana, en una región de clima semitropical con excelentes condiciones para la vida (el lago habría tenido un nivel mayor que el actual, y un enorme tamaño que cubría gran parte del altiplano, llegando hasta Tiahuanaco). Estas condiciones del medio, sumadas a las cualidades raciales propias de la población indígena allí afincada, permitieron el desarrollo de una civilización superior, que operó como cuna del mundo inca y del resto de las culturas prestigiosas del continente.
En gran medida, la perspectiva de Posnansky vuelve sobre una representación hiperbólica de Tiahuanaco que lo precede. Solo por citar un ejemplo, en 1879 -cuando se cierra oficialmente la llamada “Campaña al Desierto”-, el argentino Bartolomé Mitre edita Las ruinas de Tiahuanaco, texto en el que se explaya sobre las antiguas civilizaciones del mundo andino y sobre las poblaciones indígenas contemporáneas.4 Allí Mitre repite varios tópicos heredados de las elucubraciones coloniales y románticas previas sobre Tiahuanaco. Así, por ejemplo, elogia la monumentalidad y la riqueza de las imágenes grabadas en las ruinas, comparándolas con los bajorrelieves griegos y egipcios; se deja fascinar por sus murallas ciclópeas y sus estatuas colosales, así como también por la complejidad de sus símbolos, aún mal descifrados;5 considera que esa civilización es previa y superior respecto de la incaica; especula acerca de su posible organización teocrática; advierte que, para cuando arribaron los conquistadores, en la región solo quedaban semicivilizaciones en decadencia, contrastantes con respecto al esplendor de Tiahuanaco, y traza una visión muy negativa acerca de los pueblos indígenas del área en el presente. Además, en sintonía con varios discursos previos, invisibiliza las experiencias brutales de la Conquista y de la explotación colonial, advirtiendo -como luego lo hará Posnansky- un retroceso civilizatorio por “cataclismos sociales” (como la invasión de otros grupos indígenas a su criterio menos cultos) y/o por “causas ingénitas” como las propias cualidades biológicas de los pueblos americanos que dificultan el progreso.6
Amparado en ese linaje discursivo, Posnansky se esfuerza por demostrar el enorme desarrollo civilizatorio de Tiahuanaco, que incluso habría alcanzado una “ideografía” próxima a la escritura. Y para defender su mayor antigüedad, se centra en el estudio del Kalasasaya (el edificio que considera más importante de Tiahuanaco) deduciendo, con base en el estudio de su orientación con respecto a los puntos cardinales, que tiene alrededor de 10.000 años.7
Un texto clave en la consolidación de estas hipótesis es Una metrópoli prehistórica en la América del Sud (1914): ese enorme y lujoso volumen bilingüe (en español y en alemán), con planos y dibujos ilustrativos, y escrito en un lenguaje claro y ameno, permite la consagración de Posnansky, especialmente entre el lectorado no especializado en temas de arqueología científica, tanto dentro como fuera de Bolivia, convirtiéndose por décadas en la verdad respecto del pasado de Tiahuanaco.8
Regresado a Bolivia al inicio de la Primera Guerra Mundial, Posnansky se aboca a defender desde allí su teoría, repitiéndola por décadas en numerosas publicaciones, con nuevos detalles y variaciones. Además, planea y ejecuta algunas filmaciones arqueológicas; promueve la visita a Tiahuanaco de figuras de diversos países, como el propio Quesada; organiza una misión alemana de astrónomos; participa en numerosos congresos internacionales, y construye su propia casa-museo y un templo en la plaza del Stadium de La Paz, para exhibir allí las mejores esculturas arqueológicas de Tiahuanaco.9 La legitimación arqueológica implícita en sus obras impacta en numerosos proyectos culturales que, en el campo de las artes plásticas y de la arquitectura “neotiahuanacotas”, vuelven sobre ese sustrato precolombino, rápidamente consagrado como base “genuina” de la identidad nacional.10
Al mismo tiempo, Posnansky despliega una perspectiva racialista y eugenésica que no hace sino complejizar las modulaciones y los efectos -a menudo paradójicos- del indigenismo de esta etapa, en general afín a la ideología hegemónica de los sectores oligárquicos. Esa perspectiva, presente en sus textos desde la década del diez -tanto en sus trabajos arqueológicos como en sus tangenciales incursiones en la criminología-, se mantiene incólume incluso durante el auge del nazismo, cuando otros intelectuales latinoamericanos vinculados a la antropología -como el cubano Fernando Ortiz o el brasileño Arthur Ramos- abandonan sus adhesiones previas al racialismo -ya residuales-, para embarcarse en verdaderas campañas antirracistas.11 En contraste flagrante con respecto a estas figuras, Posnansky insiste en explicar la historia del área andina sobre la base de la existencia de dos razas jerárquicamente divergentes: los aruwakes (antiguos migrantes de la selva tropical, inferiores) y los kollas (que se habrían impuesto sobre los aruwakes gracias a su mayor capacidad intelectual, dando lugar a la creación de Tiahuanaco y de otras civilizaciones andinas, derivadas de la primera). Aun distanciándose respecto de la confianza del nazismo en la existencia de una raza aria unificada y superior -según las tesis difundidas por el antropólogo nazi Hans F. R. Günther-, Posnansky mantiene el núcleo de su argumentación racialista y eugenésica, interviniendo incluso -tal vez provocativamente- en medios hostiles al racialismo. Así, por ejemplo, en 1943 publica un artículo en América Indígena (la revista del Instituto Indigenista Interamericano de México, bajo la dirección del antropólogo Manuel Gamio), insistiendo en que, en Bolivia, habitan dos tipos raciales bien contrastantes en lo somático y en lo psicológico, y que esas diferencias (observables incluso por profanos de la antropología física) deben ser consideradas desde el punto de vista pedagógico, evitando la aplicación de un único método de escolarización, a fin de que el Estado boliviano optimice las capacidades diferentes de ambos grupos.12 Si bien es cierto que el racialismo y las teorías eugenésicas no suponen por entonces necesariamente una adhesión al nazismo (dada su extensión en los estudios antropológicos en general), resulta especialmente provocador el hecho de que, en pleno contexto de la Segunda Guerra Mundial y en la revista a cargo de Gamio (discípulo de Franz Boas y militante del antirracialismo), Posnansky apele no solo a la eugenesia sino también al uso insistente y acrítico del término “Führer” para referirse elogiosamente a la superioridad “natural” del kolla, por su mayor iniciativa y productividad respecto del aruwake.13
Si bien América Indígena edita ese artículo, el comité de redacción agrega una nota al pie, manifestando su total desacuerdo con ese enfoque que contradice el criterio científico moderno.14 Esa estrategia crítica (que acaso incluya hasta la propia edición del artículo de Posnansky, como puesta en evidencia de su posición reaccionaria) se reafirma con dos intervenciones del antropólogo español -exiliado en México- Juan Comas. Primero, en la sección “Reseñas” del mismo volumen, Comas juzga duramente dos libros recientes de Posnansky (Antropología y sociología de las razas interandinas y de las regiones adyacentes -1938- y El pasado prehistórico del Gran Perú -1940-), refutando cada punto de su argumentación racialista e insistiendo en que ese paradigma ya se encuentra plenamente descartado por la ciencia contemporánea.15 Luego Comas remata su ataque editando, en los siguientes dos números de la misma revista, dos artículos destinados a desarticular perspectivas políticamente peligrosas como la de Posnansky y la del brasileño Oliveira Vianna, convertidos ambos en modelos del pensamiento fascista en América.16
En varias publicaciones Posnansky insiste en defender ese racialismo eugenésico, al augurar un futuro renacimiento indígena fundado en el despertar del liderazgo kolla, ya que este grupo “tuvo una cultura propia y en no muy lejanos tiempos la volverá a tener”.17 Sugiere así la emergencia de un nuevo ciclo cultural indígena, gracias a la reactivación de ese sustrato “superior”, aunque lo hace de manera críptica, sin explicitar las condiciones ni el alcance práctico de ese renacimiento, que en ningún momento implica una puesta en crisis de la cultura occidental y/o de la hegemonía oligárquica. Posnansky parece incluso aprovechar la fuerza emocional implícita en esa utopía popular, para garantizar un mejor ejercicio del control social, al depositar en los kollas la representación del poder oligárquico, convirtiéndolos apenas en mediadores privilegiados en la explotación del resto de las masas indígenas. Además, esa utopía podría implicar una amalgama entre la temporalidad mítica común al pensamiento andino (a menudo inclinado a concebir el “renacimiento” como retorno mesiánico de la libertad prehispánica),18 y la temporalidad propia de algunas filosofías de la historia contemporáneas (y de matriz occidental) que, aproximándose a las primeras, piensan una teleología con base en ciclos.19 Posnansky parece aunar ambas vías, para reforzar así el potencial impacto masivo de su discurso “mesiánico”.
Vale la pena recordar que la idea de un adormecimiento indígena, al que sucedería un nuevo despertar, descansa en un hegelianismo difuso muy extendido en la época, también presente en otros textos claves del indigenismo latinoamericano, contemporáneos a los primeros trabajos arqueológicos de Posnansky (y previos por ende a la edición de La decadencia de Occidente).20 Así, por ejemplo, en plena efervescencia revolucionaria -y desde su adhesión al zapatismo-, Manuel Gamio postula en Forjando patria (1916) que el pueblo indígena debe despertar de su letargo de siglos, aunque no pueda hacerlo por sí mismo y requiera de “corazones amigos” (intelectuales indigenistas en general, y antropólogos en particular) que, conociendo el “alma indígena”, laboren más eficazmente por su “redención”.21 A pesar del evolucionismo todavía implícito en su argumentación (que aspira a lograr una mejor desindigenización de México y del continente, a largo plazo), Gamio contrasta con Posnansky en su abandono de la matriz racialista, manifestándose en favor del relativismo cultural, en sintonía con la perspectiva de su maestro Franz Boas. En este sentido, el mismo “ideologema”22 vinculado al “renacimiento indígena” constituye un punto de convergencia fuerte entre los americanistas de la época, aunque concita el despliegue de perspectivas ideológicamente divergentes, en el marco del mismo paternalismo letrado.
Mediante varios argumentos y a lo largo de toda su trayectoria, Posnansky defiende el mayor desarrollo de Tiahuanaco y su prioridad cronológica como “cuna” de las demás civilizaciones precolombinas. El celo “nacionalista” implícito en esas hipótesis forma parte de una lucha más amplia por la mayor legitimidad del acervo arqueológico propio, regional y/o nacional, frente a los otros. Esa pugna debilita internamente el americanismo como discurso de legitimación continental, permitiendo explicar -al menos en parte- polémicas como la mantenida con Max Uhle (para quien, contra las hipótesis de Posnansky, la cultura mesoamericana se habría expandido sobre el resto de América).23
Además, desde sus primeros trabajos Posnansky postula el origen autóctono del hombre americano, contradiciendo las diversas teorías centradas en la migración, sostenidas tanto por los americanistas de fines del siglo XIX -obsesionados con la Atlántida o con un origen protoindoeuropeo- como por las perspectivas posteriores que defienden el poblamiento por la vía del estrecho de Bering.24
Para Posnansky, la presencia de símbolos comunes a todas las culturas precolombinas -un tema central de discusión en el americanismo de esa etapa- obedece al origen tiahuanacota de estas, ya que Tiahuanaco es la “Völkerheimat” de todas las culturas indígenas del continente.25 Así, por ejemplo, el símbolo escalonado -presente desde Tierra del Fuego hasta Alaska, como expresión de la conexión entre el cielo y la Tierra- evidencia el “ligamen prehistórico de todos los pueblos culturales de las Américas”, convirtiéndose en “una prueba evidente e irrefutable de que existía un substratum tihuanacu en el culto del antiguo México y de Yucatán.26 Por tanto, puede presumirse que la metrópoli americana de Tihuanacu ha sido el legendario Aztlán de los mexicanos”.27
Tal como han advertido varios críticos -como Pablo Stefanoni y Cecilia Wahren-, esta arqueología “hiperbólica” resulta especialmente funcional para la consolidación identitaria del nacionalismo boliviano, a inicios del siglo XX.28 Posnansky mismo es consciente del modo en que su teoría puede ser refutada precisamente como una versión sesgada y funcional para con el nacionalismo, ya que “con cierto orgullo patriótico -si patriotismo puede haber en ello-, cada uno de los investigadores arqueológicos pretende dar al lugar de sus investigaciones la ejecutoria de ser el sitio originario de la cultura de las Américas”.29 Esta declaración evidencia en qué medida Posnansky construye para sí mismo un distanciamiento pretendidamente objetivo, buscando encubrir el nacionalismo implícito en una argumentación que, en definitiva, prolonga en el campo de la arqueología su autoconsagración previa como “benemérito de la patria”, gracias a su vieja intervención “heroica” en el conflicto militar con Brasil.
Una arqueología hecha de ensayos y de cartas
El docente e investigador Ernesto Quesada manifiesta un gran interés por las culturas precolombinas, dedicándole al tema todo el curso universitario de 1917, en el que formula, en términos generales, hipótesis afines a las de Posnansky.30 Su valoración de la arqueología como pilar de la sociología americanista se consolida a partir de la lectura de las obras de Posnansky, poco antes de elaborar una recepción crítica de La decadencia de Occidente de Spengler.
Siguiendo a Posnansky y a Gamio, tanto en su curso universitario de 1917 como en su recepción crítica de la obra de Spengler, Quesada reivindica la grandeza prehispánica como parte de una más amplia legitimación del continente pues, desde su punto de vista, la arqueología juega un papel simbólico clave al demostrar el desarrollo de las grandes civilizaciones precolombinas, permitiendo por ende imaginar un futuro renacimiento indígena acorde con ese pasado. Diferenciándose implícitamente con respecto al racialismo de Posnansky (y aproximándose en cambio al culturalismo de Gamio), Quesada se limita a desplegar un punto de vista reformista, atento a la inclusión aculturadora del campesinado indígena. De todos modos, tal como he señalado previamente, su idea de un renacimiento descansa en la valoración negativa de estos grupos en el presente, en contraste radical con el pasado glorioso de las antiguas civilizaciones americanas, y en este punto -afín al reformismo que manifiesta frente a otros problemas sociales- se acerca a la perspectiva de Posnansky.31 Esgrimiendo un razonamiento paradójico, Quesada busca apoyarse en el sustrato indígena, pero para convertirlo en una mera inflexión de la matriz occidental, en una simple marca de particularidad local, en un resguardo “arielista” de los valores espirituales contra el avance del materialismo moderno. En este sentido, es claro que no espera recrear el mundo precolombino, sino revivificar Occidente gracias a la incorporación material y simbólica de los indígenas, hasta ahora excluidos por las minorías blancas que importan mano de obra europea. Tal como se percibe en la conferencia dada en La Paz en 1926 (ante un auditorio marcado por la gravitación del reformismo universitario y el indigenismo), Quesada dibuja un movimiento contradictorio que incluye la erección de la pureza indígena, ajena a la decadencia, como garantía de un nuevo ciclo (en competencia con la incontaminación respecto de la decadencia occidental, que Spengler percibe en el campesinado soviético, activado negativamente durante la Revolución rusa) y, al mismo tiempo, impulsa ese nuevo ciclo a través de la occidentalización de los indígenas.32
Tal como demostré en un trabajo previo, en varios textos Quesada revisa el argumento de Spengler, adhiriendo a su concepción de los ciclos culturales, pero cuestionándolo desde un punto de vista americanista, al exigirle tener en cuenta la arqueología del mundo precolombino, para equiparar ese legado al de otras “grandes civilizaciones” del pasado, a fin de demostrar con mayor rigor su hipótesis sobre el carácter monádico de las culturas, y para corregir la predicción del alemán sobre el nuevo ciclo cultural, que para Quesada no será eslavo -como supone Spengler, a la luz de la Revolución rusa- sino americano, y especialmente indígena.33 Es posible pensar que tanto esa lectura de la obra de Spengler en clave americanista, como así también la hipótesis previa de Posnansky sobre la decadencia indígena y el potencial renacimiento kolla, descansan en una suerte de sentido común filosófico de matriz hegeliana, que postula el desenvolvimiento del espíritu y su decadencia posterior, bajo la resignificación que formula el decadentismo en esta etapa, incluso antes de iniciarse la Primera Guerra Mundial.34
La correspondencia mantenida entre Quesada y Posnansky entre 1923 y 1926, hasta ahora no considerada por la crítica, evidencia el establecimiento de un lazo de solidaridad intelectual que apunta, en definitiva, a legitimar el americanismo arqueológico en ambos contextos nacionales.35 Ese epistolario abre con una carta de Posnansky del 26 de septiembre de 1923, en la que el austríaco invita a Quesada a reanudar “las relaciones científicas que anteriormente habíamos tenido, cuando estuve de delegado de este país en el Congreso de Americanistas en 1910, del que conservo gratos recuerdos”.36 El 23 de noviembre de ese año Quesada le responde, confirmando complacido el restablecimiento de “la relación personal”. A partir de entonces, el vínculo de colaboración se despliega con base en un fluido intercambio de cartas, libros e ideas.
Un tópico central de ese diálogo gira en torno de la colaboración recíproca para la circulación de publicaciones vinculadas al americanismo, entre Bolivia y Argentina, sorteando diversas dificultades. Por ejemplo, ese mismo 23 de noviembre Quesada le envía su volumen de La sociología relativista spengleriana y le insiste a Posnansky que, a cambio, necesita recibir la colección completa del Boletín de la Sociedad Geográfica de Bolivia, para integrar su “Biblioteca Americana”, rogándole además que le mande sus publicaciones “y lo que hubiere sobre cultura precolombina”, dada la enorme necesidad de acceder a publicaciones bolivianas sobre ese tema, que -según dice- son “rara avis” en la Argentina. Luego de encontrarse ambos en Múnich en junio de 1925,37 el 22 de octubre de ese año Quesada vuelve a pedirle libros y a ofrecerle las obras propias que le faltan, enviándole el opúsculo El ciclo cultural de la colonia. Además, Quesada le agradece los libros que le ha dado en Europa, y que su esposa -la periodista alemana Leonor Deiters- ha leído en el viaje de regreso; según advierte Quesada, gracias a esas lecturas ella escribió ocho cartas para el Kölnische Zeitung, con el título de “Neue Wege und alte Kulturen”, abordando -entre otros temas- la exploración de Posnansky en Tiahuanaco.
Las referencias a las publicaciones intercambiadas no cesan, e incluso se convierten en un núcleo central en el epistolario, poniendo en evidencia el esfuerzo conjunto de estas figuras, en un contexto marcado por la ausencia de un mercado editorial fluido entre ambos países.38 Las cartas también dan cuenta del malestar compartido ante el provincianismo que tiende a ahogar la vida intelectual -sobre todo en el caso de Bolivia-,39 y del desconocimiento de cada autor respecto del campo intelectual del otro. El intercambio entre ellos es constante y beneficia a ambas partes, al tiempo que define una zona común de intereses vinculada sobre todo a la arqueología precolombina, y en menor medida a la recepción de la obra de Spengler.
En torno a esos núcleos temáticos, si Quesada se mueve con la voracidad de un coleccionista, ávido de americanismo arqueológico, sobre el telón de fondo de su fastuosa biblioteca (la cual gravita en el epistolario como un centro emblemático del americanismo),40 Posnansky parece interesado -entre otros temas- en las posibilidades que abre la recepción de la obra de Spengler por parte de Quesada, tan compatible con sus propias hipótesis sobre un futuro renacimiento kolla.
Dada la centralidad de la arqueología precolombina como norte de esos intercambios, Quesada y su esposa tienden a asumir el papel de “discípulos” de Posnansky en la difusión de las investigaciones del austríaco,41 o de mediadores entre él y otros arqueólogos del continente como Luis Valcárcel,42 colaborando así, desde Buenos Aires, en la tarea americanista de difundir la importancia del legado arqueológico precolombino más allá del acotado círculo de los especialistas locales.
Como ya he señalado, Quesada aspira a que Spengler se sume a la causa americanista, corrigiendo su pronóstico acerca del nuevo ciclo cultural, pues espera que el alemán reconozca el impresionante legado precolombino, para admitir la inminencia del renacimiento americano. Además, siguiendo la orientación americanista impartida por Quesada, también Valcárcel anhela que su propia obra arqueológica ayude a modificar el pronóstico de Spengler en favor de un nuevo ciclo americano.43 Ahora bien; tal como lo demuestra una carta del 6 de octubre de 1926 (en la que Posnansky le pide a Quesada la dirección de Spengler -considerado con complicidad como “el Wirakjocha”- para enviarle una de sus obras en alemán sobre Tiahuanaco),44 también el austríaco espera despertar el interés del filósofo alemán por el legado prehispánico, para colaborar en definitiva con el objetivo de Quesada.
A la luz de sus intercambios con estos arqueólogos, Quesada se presenta como una figura que se esfuerza, desde Buenos Aires y por fuera -y acaso también por encima- de la disciplina arqueológica, por orientar el sentido último de la arqueología americana, poniéndola al servicio de legitimar al continente en términos simbólicos, desde una perspectiva americanista más amplia.
Las cartas también permiten reconstruir el modo en que se organiza el viaje iniciático en la arqueología precolombina, por parte del matrimonio Quesada y Deiters, bajo la guía especializada de Posnansky, y en el marco del cual Quesada difunde en Bolivia su recepción crítica de La decadencia de Occidente. Ese viaje se despliega entre enero y marzo de 1926, e incluye también -como se dijo antes- una estadía en Cuzco, gracias al recibimiento por parte de Valcárcel, quien le ofrece al matrimonio una “iniciación” arqueológica semejante a la brindada por el austríaco en Bolivia.45
Quesada deja la programación del viaje a Bolivia en manos de Posnansky, pero insiste en limitarlo exclusivamente a un doble objetivo: intelectual -de formación arqueológica- y turístico. Así, por ejemplo, el 24 de diciembre de 1925 le recuerda a Posnansky que “todo debe subordinarse al objetivo principal: visitar las ruinas de Tiahuanaco, cruzada del Titicaca y viaje a Cuzco”. En cambio, Posnansky insiste en que Quesada incluya algunas intervenciones académicas,46 y le aconseja además que se sume a las actividades políticas de Bolivia,47 desatendiendo el pedido de su colega de preservar su autonomía. Quesada entonces le responde que
como nuestro propósito es hacer un viaje de estudio y no de vida social y deliberadamente sin el menor carácter oficial -y sin ninguna obligación conexa, por lo tanto-, huiremos como de la peste, de todo lo que pueda equivaler a compromisos sociales. Eso es, para nosotros, simple pérdida de tiempo. Yendo, como turistas, a conocer el país, y como estudiosos, a visitar las ruinas precolombinas, a esto deberemos subordinar todo. La misma conferencia en la Universidad ha sido quizá una debilidad mía, porque un turista debe cuidar de la absoluta libertad de su movimiento, y aquel compromiso implica una ligadura.48
Sin embargo, la voluntad de darle publicidad académica -y en parte también política- al viaje parece finalmente imponerse, dada la organización de una conferencia en la Universidad de La Paz, ante una audiencia plagada de autoridades de gobierno, amén de la celebración de un banquete de honor,49 entre otros eventos públicos por medio de los cuales Quesada -casi contra su propia voluntad- se consolida en Bolivia como “Maestro del reformismo universitario”.50
La carta enviada por Quesada el 24 de diciembre de ese año resulta central para medir el sentido que da este autor a sus posibles conferencias en Bolivia, pues antepone una y otra vez el objetivo arqueológico del viaje, e incluso sugiere la posibilidad de prescindir de toda actividad académica, amparado en la mayor atención que suscitará el cambio de gobierno pues
dada la coincidencia de la transmisión del mando e inauguración del nuevo gobierno, no habrá mucho lugar para la conferencia sobre Spengler que Ud. proponía […]. No había pensado, por eso, preparar nada, pero a pesar de que los días de Navidad y Año Nuevo no son propicios para ello, trataré de llevar preparada una conferencia pero no más; y si es posible eliminarla allí tanto mejor, pues nos ahorrará una gran pérdida de tiempo.51
Esa carta pone en evidencia que la conferencia que causa gran impacto entre los intelectuales vinculados al indigenismo en Bolivia y en Perú no es valorada por Quesada -inicialmente al menos- más que como un mero compromiso político-académico, confirmado además a último momento.52
Si bien la relación entre Quesada y Posnansky no está exenta de algunas asimetrías solapadas (pues ya en el final de su consagración académica, Quesada asume una posición discipular frente al arqueólogo “maestro”, reclamándole a menudo mayor atención),53 las cartas de Posnansky también permiten intuir que, al invitarlo a disertar y a conocer de cerca la exploración de Tiahuanaco, el austríaco busca consolidar su propia hegemonía en el incipiente campo intelectual local y en otros campos nacionales, no solo por el prestigio académico del argentino como visitante ilustre a su cargo (convertido además en un fiel difusor de su obra), sino también porque la hipótesis de Quesada, sobre un nuevo ciclo cultural de base indígena, le da impulso a sus propias tesis previas sobre un inminente renacimiento kolla, a pesar de las diferencias de matiz entre ambos con respecto a la gravitación de lo racial. A la vez, Posnansky juega un papel clave en favor de Quesada, al difundir la obra del argentino sobre Spengler en el campo intelectual boliviano, gestionando en ese país no solo los eventos académicos y sociales incluidos en el viaje, sino también la edición de textos de Quesada en Bolivia (como la conferencia dada en La Paz, publicada en La República y El Diario en 1926), amén de impulsar la circulación local de otros textos de Quesada sobre ese tema.54
Fidelidad, mediación y conflicto
A su regreso a Buenos Aires, la mediación ejercida por Quesada en el campo intelectual argentino suscita una suerte de “intercambio de dones” con Posnansky, pues la guía del austríaco por Tiahuanaco y sus gestiones intelectuales se ven compensadas cuando Quesada, además de planificar el viaje -finalmente frustrado- de su colega a la Argentina (para difundir un film sobre la exploración arqueológica de Tiahuanaco),55 orienta a Posnansky para que intervenga públicamente, defendiendo su obra frente a los ataques que esta recibe por parte del antropólogo José Imbelloni, ya en proceso ascendente de consagración intelectual como docente e investigador en el campo de la antropología.
Tal como consideré en un trabajo previo, Imbelloni se empeña en la tarea de profesionalizar la disciplina antropológica en el país, en un período en que crece la especialización, como superación progresiva del viejo autodidactismo.56 Frente a Posnansky -y frente a otras figuras del campo arqueológico en formación-, Imbelloni apela a la confrontación como la principal forma de autolegitimación intelectual, en el marco de la candente discusión epistemológica e ideológica que, en los años veinte, atraviesa la definición del americanismo y de la antropología como disciplina “científica”.
Cabe aclarar que, desde el punto de vista ideológico, las perspectivas que vinculan el americanismo -en sus diversos alcances disciplinares- con experiencias de religación social, cultural y política más amplias a nivel continental, en la estela del reformismo universitario (como en el caso de Quesada), contrastan con el americanismo “moderno” que impulsa Imbelloni (explícito en el título de su “Biblioteca Humanior del americanista moderno”, iniciada en 1936), al apelar a los principios evolucionistas y a la antropología física, para confirmar las jerarquías raciales y las concepciones de “lucha por la vida”, incluso en pleno contexto del nazismo. Desde este punto de vista, si bien Posnansky e Imbelloni confrontan con respecto a la interpretación de Tiahuanaco y disputan la legitimación de la tarea propia como la verdaderamente “científica”, ese conflicto se despliega al interior del mismo americanismo arqueológico, en el marco de posiciones políticas de derecha relativamente próximas, y apelando ambos a la antropología física y al racialismo, incluso durante la Segunda Guerra Mundial.
Con respecto a la legitimación de la autoridad científica propia, vale la pena recordar que por entonces las categorías de amateur y de “científico” son lábiles, tal como se percibe en las impugnaciones cruzadas entre diversos autores vinculados a la emergente disciplina antropológica. Así, por ejemplo, Imbelloni apela obsesivamente a la noción de amateur para descalificar las intervenciones del americanismo “romántico” y “fabuloso” que se extiende desde Les races aryennes du Pérou (1871) de Vicente Fidel López en adelante, al tiempo que recrea las jerarquías para pensar, por ejemplo, el folclore como disciplina científica.57 En este sentido, el ataque de Imbelloni a las imprecisiones geológicas, climáticas, astronómicas y de hermenéutica cultural, implícitas en la obra de Posnansky, debe inscribirse en un contexto más amplio de autoconsagración intelectual, con base en la insistente desautorización “científica” de sus antagonistas.
En particular, Imbelloni cuestiona el mito “romántico” de los autores amateurs como Posnansky que, sin una formación científica sólida, imaginan una remota antigüedad para Tiahuanaco, una originalidad absoluta y un pasado glorioso en términos de desarrollo civilizatorio. Imbelloni también desautoriza la hipótesis “inverosímil” de Posnansky respecto de un “cataclismo cósmico”, en el pasaje de un pasado vergel exuberante a un escenario estéril. En “Tiahuanaco. Crítica de la cronología hiperbólica”, Imbelloni es particularmente irónico, pues advierte que,
…en cuanto a Posnansky, este observador tiene el mérito de haber estudiad… las ruinas y toda la región del lago, aprovechando la facilidad que le brinda su residencia en la ciudad de La Paz. Y efectivamente, nadie quiere negarle que sus publicaciones, y especialmente las fotografías y plantas topográficas que las adornan, han tenido el efecto de popularizar los monumentos de Tiahuanaco en todo el mundo. No puede serle el americanismo igualmente grato por las interpretaciones y doctrinas explicativas de que ha sembrado sus escritos, las que han dejado en las personas avezadas un sentimiento de incredulidad y de desconfianza, pero en los semidoctos han causado verdaderos estragos.58
A lo largo de 1926 Imbrelloni publica en La Prensa varias notas sobre Tiahuanaco, con este tipo de críticas, refutando incluso detalles científicos “menores” en la argumentación de Posnansky (como el cálculo de la orientación del Templo de Kalasasaya con respecto al sol), e integra luego esos textos en su ensayo La esfinge indiana.59 En un apéndice de ese libro (“Sobre la cronología hiperbólica de Tiahuanaco y el caso Posnansky”), Imbelloni busca apoyo científico entre colegas universitarios para demostrar que el cálculo imaginado por Posnansky para medir la antigüedad de Tiahuanaco se basa en interpretaciones erróneas sobre la geología, la geografía astronómica y los monumentos en general.60Además, niega los cataclismos sufridos por Tiahuanaco en el final de su apogeo, advirtiendo que sí es posible que en un tiempo histórico reciente -poco antes de la Conquista- el lago Titicaca haya llegado hasta la orilla de Tiahuanaco, que la altura de la altiplanicie no ha variado después del Terciario, e incluso que la región de Titicaca no es sumamente fría ni árida en el presente (como cree Posnansky cuando vincula la supuesta hostilidad del clima con la caída de esa civilización).
En esa refutación “científica”, Imbelloni apela constantemente a la ironía, señalando, por ejemplo, que las tesis de este autor buscan aislar a Tiahuanaco “con la finalidad de ubicar en él una actividad humana hiperbólicamente excelsa y remota”, y que por ende son como “esos espejitos que emplean los cazadores para encandilar a las alondras con los rayos del sol”.61 Además, Imbelloni reconoce con preocupación que “para ciertos temperamentos, nuestra mise au point representa un delito contra la belleza”, propio de un ataque “a la geología emocional” de Posnansky, afín en definitiva a las elucubraciones de la teosofía y de “las novelas científico-fantásticas”.62 Consciente sin embargo del éxito de su contrincante entre los lectores masificados, advierte que
…la ola de afectividad suscitada por la atrevida afirmación de Posnansky ha sacudido hondamente a las masas y también a las personas cultas, de tal modo que los trece milenarios de Tiahuanaco constituyen hoy para el público un artículo de fe, y hasta -lo que es peor- un hecho que se supone comprobado “mediante exactas indagaciones astronómicas”.63
Sumido en una cruzada de largo aliento, Imbelloni no se cansa de advertir que tanto las cronologías hiperbólicas como las analogías con otras grandes civilizaciones abundan todavía, lamentablemente, entre “el público de los dilettanti y semidoctos, los que forman la casi totalidad” del lectorado, e identifica la perspectiva de Posnansky como representativa de las elucubraciones fabulosas que abundan “en la enmarañada floresta del americanismo”.64
Además, en contraste con la espera de un renacimiento kolla, esbozado por Posnansky, Imbelloni diagnostica reiteradamente el carácter residual de toda la población indígena, condenada a la extinción. Así, por ejemplo, en “La formación racial argentina”, cuando responde a una consulta explícita de parte del gobierno nacional, sobre la delicada cuestión del poblamiento del país, además de aconsejar que solo se promueva la inmigración europea de latinos católicos (para no poner en riesgo la identidad nacional), descalifica a los indígenas como fuerza de trabajo en el presente (ya que los araucanos son “fragmentos dispersos y profundamente degenerados por amixia de un viejo núcleo central, de los que ya no es posible esperar nada, y los coyas del Noroeste [son] algo menos ralos pero igualmente envejecidos como raza y cultura”).65
Revisando la correspondencia entre Posnansky y Quesada a la luz de esta polémica, se hace evidente que, por un lado, el austríaco tiene dificultades para medir el prestigio simbólico ascendente de Imbelloni en el campo intelectual argentino. Así, por ejemplo, el 29 de marzo de 1926, Posnansky le advierte a Quesada que acaba de leer una nota muy mala “de un señor Imbelloni” publicada recientemente en La Prensa de Buenos Aires, en la cual se hacen “apreciaciones erróneas sobre el clima de Tiahuanaco y otros aspectos de este mismo asunto”;66 Posnansky cree que “aun cuando era mi intención contestar de inmediato, he comprendido que no valía la pena”, derivando esa misión en un discípulo suyo.
Esa carta dispara inmediatamente la preocupación de Quesada, que advierte la dificultad de Posnansky para evaluar con justeza, desde Bolivia, la importancia de Imbelloni. Es probable que en esa preocupación también esté en juego la necesidad de Quesada de defender su propio prestigio simbólico, dada su difusión de la obra de Posnansky a través tanto de sus clases universitarias y conferencias como de los artículos periodísticos de su esposa. Además, como vimos, al convite personal de Posnansky (consagrado por la conferencia dada en La Paz y su edición en la Argentina) se suma la cercanía velada entre el pronóstico “spengleriano” de Quesada sobre un nuevo ciclo cultural de base indígena, y el anuncio “prespengleriano” de Posnansky sobre el renacimiento kolla.
En la carta del 5 de abril de 1926, el argentino le recuerda a Posnansky que Imbelloni, “a pesar de ser el director de sección en el Museo de esta capital [se refiere al Museo Etnográfico de Buenos Aires], es evidente que escribe sin haber estado in situ, de modo que resulta un galimatías” que requiere una intervención seria y en primera persona. El tema reaparece en la carta del 21 de abril de ese año, cuando Quesada le subraya que Imbelloni es una figura importante en la Argentina, por lo que “no conviene quizá dejar sin rectificar sus aseveraciones”, incluso porque Imbelloni desacredita a Posnansky ya no solo en la prensa de masas sino también en las “publicaciones savantes” (según la expresión entrecomillada con ironía por el propio Quesada). De hecho, le advierte que “sé muy bien que Ud. no se preocupa mayormente por afirmaciones que considera ser diletantismo de simples aficionados, pero en este caso, la posición del autor en el Museo y el carácter que, por ello, revisten sus publicaciones en el mundo intelectual, quizá lo induzcan a Ud. a no dejar pasar en silencio aquellas críticas”.
A partir de allí, ambos traman una estrategia editorial para desarticular el ataque de Imbelloni. El 29 de abril de ese año, Posnansky le manda un telegrama urgente a Quesada, pidiéndole que gestione un espacio editorial en La Nación del domingo; el 3 de mayo siguiente Quesada le responde, explicándole que sus gestiones frente a La Nación aun no dieron resultado (lo que interpreta como falta de buena voluntad por parte del diario), pero que dispone de un espacio dominical en La Prensa, para refutarlo en el mismo medio en el que se inició la polémica. Posnansky publica entonces allí su respuesta en dos partes, el 13 y el 20 de junio, recibiendo el elogio de parte de Quesada por el contenido y el tono de esa intervención, ya que “lo cortés no quita lo valiente” (según declara en una carta del 14 de junio de ese año). El 26 de junio Quesada le avisa a Posnansky que Imbelloni le ha respondido el viernes anterior, con un artículo en La Nación que no es más que “una simple carta con chistes”. Y el 9 de agosto Quesada le insiste a Posnansky que intervenga replicándole rápido, dada la atención pública volcada sobre Imbelloni a partir de la reciente edición de La esfinge indiana. Posnansky responde el 13 de agosto comentándole que para refutar a Imbelloni está preparando un “librito” que planea titular Y así habla la esfinge indiana o Los secretos de Tiahuanacu. Como parte de esa respuesta polémica, Posnansky edita en La República de La Paz, el 12 de septiembre, el artículo “José Imbelloni a través de su La esfinge indiana”. Allí, invirtiendo la dirección de la crítica de Imbelloni al carácter amateur de Posnansky, argumenta que La esfinge indiana impacta pero está “inflado”, y “demuestra con cierta atrevida arrogancia que [Imbelloni] es lingüista, astrónomo, geólogo, paleontólogo, arqueólogo, antropólogo, zoólogo, filólogo y especialista en las demás ciencias conquistadas por la humanidad”. Según consta en la carta del 21 de septiembre, Posnansky le envía a Quesada seis ejemplares de ese artículo para que sean distribuidos “entre americanistas notables argentinos”, a fin de debilitar a Imbelloni en su propio medio. Pero entonces la respuesta de Quesada no se hace esperar, incluyendo una seria amonestación por el tono virulento de ese contraataque. En efecto, el 23 de septiembre Quesada le dice que leyó el artículo sobre Imbelloni editado en La República, y que “es muy fuerte”. Y agrega: “Dígame: ¿cree Ud. necesario emplear esa violencia de lenguaje para convencer? No se olvide del dicho clásico: suaviter in modo, fortiter in re. Lo cortés no quita lo valiente”.67 Poco después, el 6 de octubre, Posnansky le responde a Quesada que no ha podido ser “suaviter […] en lo que se relaciona a la paliza fuerte a Imbelloni” (cursivas mías), porque se merece que le paguen con la misma moneda.
Algunas consideraciones finales
El impacto de las publicaciones de Posnansky se vuelve palpable en el modo en que sus obras gravitan en las aulas universitarias y en los ensayos de Quesada, así como también en el establecimiento de un sólido vínculo intelectual entre ambos. También la virulencia del combate público con Imbelloni da cuenta, indirectamente, del éxito de las hipótesis osadas de Posnansky en el lectorado masivo.
La revisión de la correspondencia entre Quesada y Posnansky deja entrever cómo algunos arqueólogos latinoamericanos imaginan formar parte de una amplia red de colaboraciones e influencias cruzadas, en la cual su métier resulta clave para llenar vacíos de conocimiento y corregir pronósticos formulados por teóricos centrales.
Al desplazarse desde la sociología hacia la arqueología, para incorporar a esta última bajo el ala de la primera en el marco de una definición amplia del americanismo, Quesada se pliega a la legitimidad ya consolidada de Posnansky, e incluso asume una posición discipular (como recién venido al mundo de la arqueología), a pesar del prestigio intelectual que emana de su larga trayectoria académica. Aunque a priori la tendencia a la formulación de una arqueología “hiperbólica” parece contradecir la expectativa de especialización defendida por Quesada para esa sociología americanista, su lazo intelectual con Posnansky le permite al argentino consolidarse como mediador frente a Spengler, ganando fuerza en su cruzada para que el alemán modifique su pronóstico sobre el nuevo ciclo cultural. Es probable que el argentino haya encontrado una compatibilidad de fondo entre las hipótesis previas de Posnansky (sobre el letargo y el potencial renacimiento kolla), y las posteriores de Spengler sobre los ciclos culturales, para impulsar así indirectamente un americanismo que excede los límites del campo arqueológico, plegándose a la legitimación del continente heredada del reformismo universitario. Además, para Quesada la obra de Posnansky parece ser fundamental para impulsar un americanismo sensible al sustrato indígena, lo cual resulta clave en un contexto como el argentino, indiferente -o incluso hostil- con respecto al indigenismo. El reformismo social de Quesada y la ausencia de componentes racialistas en su discurso evidencian que la alianza estratégica con Posnansky implica el ejercicio de una tracción en favor de un americanismo no solo más amplio que el arqueológico, sino también más progresista.
Por su parte, Imbelloni acusa a Posnansky de ser incapaz de producir un conocimiento basado en análisis empíricos, y esa desmitificación “cientificista” también alcanza indirectamente a los discursos de americanistas como Quesada, que se pliegan al potencial legitimador de esa arqueología “mítica”.
Si desde el punto de vista epistemológico tanto Posnansky como Imbelloni se inscriben en el marco de un difusionismo compartido por la antropología de la época, en términos ideológicos ambos adscriben a posiciones políticas de derecha, aunque contrastan en el pronóstico de un renacimiento indígena, impensable desde la perspectiva de Imbelloni (y que Posnansky parece concebir al integrar el mesianismo andino con la noción de “ciclos culturales”, difundida en parte de la filosofía de la historia europea, desde Vico hasta Spengler).
A pesar de estas diferencias, que dibujan alianzas y confrontaciones dinámicas, para los tres autores aquí considerados la reivindicación de lo indígena se limita al legado arqueológico y/o a un eventual renacimiento futuro, sin implicar el reconocimiento de la vitalidad social, cultural o política de los sujetos indígenas en el presente. Aun con diferencias, estos autores convergen en legitimar solo el prestigio prehispánico de lo indígena (y solo del mundo andino, en desmedro de otras áreas culturales como la Patagonia o el Gran Chaco), devolviendo así, por contraste o por omisión, una imagen degradada de las culturas indígenas contemporáneas.
Por último, contemplado el problema aquí estudiado desde una perspectiva más amplia, el estudio del vínculo entre Quesada y Posnansky deja entrever la importancia de las alianzas estratégicas para consolidar el americanismo como proyecto de legitimación continental, y vuelve palpables las dificultades con las que se topa ese proyecto en contextos como el argentino, reacios al reconocimiento del sustrato indígena -y de la dimensión americanista- como constitutivos de la identidad nacional.
En última instancia, desde el punto de vista teórico-metodológico, la recreación -aun en fragmentos- de este juego de voces y de ideas vuelve evidente la importancia de considerar tanto los vínculos de sociabilidad como los discursos de las figuras estudiadas, cruzando constantemente ambas dimensiones, para repensar con mayor precisión los debates identitarios de los años veinte y, en términos más amplios, toda la compleja historia intelectual del siglo XX en América Latina.