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Relaciones

Print version ISSN 0325-2221On-line version ISSN 1852-1479

Relaciones vol.41 no.1 Buenos Aires June 2016

 

RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

Juan Calfucurá. Correspondencia 1854-1873. Lobos, Omar, Buenos Aires, Colihue, 2015. 569 pp. ISBN: 978-987-684-280-8.

 

Fecha de recepción: 16 de mayo de 2016
Fecha de aceptación: 8 de junio de 2016

 

Esta obra no es solamente la edición de las cartas mencionadas, sino que las acompaña una detallada exposición de documentos que explican su contexto y su sentido. Algunas de ellas ya habían sido citadas o editadas, pero en todos los casos el autor confrontó el documento original que transcribe literalmente, respetando incluso la distribución espacial en el papel. En pocos casos añade al original también una versión más comprensible.

Cartas y documentos se agrupan con títulos y subtítulos referidos a hechos importantes que los aclaran. Y el área geográfica de referencia va desde Mendoza o Chile hasta Buenos Aires, y desde Carmen de Patagones, al sur, hasta Paraná o Rosario, con nodos significativos como las Salinas Grandes de La Pampa, Carhué y parajes colindantes en la actual provincia de Buenos Aires, Mulitas (Partido de 25 de Mayo), Río Cuarto y Choele Choel. El mapa incluido ayuda a ubicarse.

Las cartas del cacique halladas y editadas de esos casi 20 años son 127. Muchas otras de las que hay noticias no se encontraron aún. Ello habla de una intensa relación entre la población indígena y diversos estamentos de la blanca: comandantes de frontera, jefes de fuertes o fortines, militares, políticos, maestros. Pese al estrecho vínculo entre el cacique y Juan M. de Rosas, notablemente no se hallaron cartas de este período, como si los vínculos hubieran sido entonces de palabra y con un apretón de manos, como preferían los jefes autóctonos, supone el autor, aunque no descarta totalmente que puedan hallarse. Estas misivas estaban mediadas por lenguaraces y escribientes, muchas veces cautivos, pero como Calfucurá y otros jefes indígenas entendían el español aunque lo hablaran con dificultad, podían por sí o por sus hijos, ya alfabetos, controlar que lo que se escribía era lo que se quería decir.

La parte sustancial del libro queda enmarcada por un prólogo y por documentos desde 1830 –referidos a la relación entre distintos grupos y caciques con Rosas, a la situación de los boroganos, a la llegada de Calfucurá al Carhué (1834) y los conflictos posteriores de los indígenas entre sí o a su vínculo con las autoridades, rosistas o no– hasta 1854. Hay al final documentos sobre Namuncurá, hijo y heredero del cacique estudiado, hasta su derrota definitiva y entrega 10 años después.

Reunir el material y presentarlo como queda indicado le llevó al autor mucho tiempo y un trabajo ímprobo que nos acerca, como es su anhelo, la voz del cacique, pero también la de otros personajes significativos y menos conocidos, como Pedro Rosas y Belgrano, el cacique Cristo (Cristóbal Carrellang), el comandante Iturra, Baigorria, Larguía. De éste, maestro de varios hijos de caciques, se edita por primera vez el breve diario de los días que pasó en Salinas Grandes mientras negociaba la entrega de cautivos. Sus observaciones sobre las tolderías, cuando se autogobernaban y mantenían un modo de vida bastante independiente, las convierten tal vez en una fuente sin par.

El autor sostiene que, desglosados del contexto mayor de la política argentina y americana, ni los vaivenes de la sostenida con los indígenas ni la posición de éstos pueden entenderse; los documentos presentados lo avalan. Ese contexto fue, por ejemplo, el de la secesión de Buenos Aires del resto de la Confederación, las batallas de Cepeda y Pavón, la guerra del Paraguay, la inmigración incipiente y la lucha contra los caudillos. Las divergencias entre Urquiza, asentado en Paraná o San José, y el gobierno porteño afectó a todos los agrupamientos indígenas, no solo el de Calfucurá, quien desde sus primeras cartas luce decididamente “federal”, partícipe de la Confederación y amigo de los enviados del entrerriano. Insta incluso a Urquiza a una intervención para la que le ofrece ayuda armada, y puede apreciarse cómo, mientras la estrella de éste se apaga, aumenta la incomprensión indígena sobre sus silencios y pasividad. Cal-fucurá le envió su última carta en 1861, cuando ya era más fuido su vínculo con los porteños. Fue precedido en esto por otros caciques, pero a diferencia de Coliqueo o Baigorria, Calfucurá nunca unió sus armas a las de Buenos Aires; su anterior preferencia por Urquiza, de quien se considera por momentos aliado, parece más sincera, y más interesada la siguiente, siempre teñida de mutua desconfanza.

En todas las cartas hay pedidos más o menos importantes de bienes, considerados algunos meros regalos, a veces correspondidos. Otros reclaman cumplimiento de los tratados. Ambos incluyen solicitud sobre todo de caballos, “vicios” (yerba, tabaco, azúcar, alcohol), de variado vestuario, menaje y entretenimientos: desde cubiertos o naipes hasta espejos, guitarras, chaquetas y gorras militares, desde banderas para las lanzas hasta añil, ponchos ingleses o anís de Mallorca, revelándose así el grado de dependencia de la población nativa en su vida diaria. Larguía menciona pedidos de Calfucurá y de otros para que les arregle ciertos utensilios o los lleve a Buenos Aires para eso. Dependían ya de elementos que no hacían ni sabían reparar. Otro tipo de pedidos son a Urquiza solicitando el envío de allegados e información sobre la situación política y militar, aunque es notable la que le llega al cacique a través de los chasques que van y vienen a sus reales.

Muy rico es el material ofrecido: modos y relaciones de vida, organización política y familiar, sitios de asentamiento, historia viva de la mitad del siglo x xx inmediatamente anterior a la ocupación militar, términos de parentesco y un largo etc., del que pueden abrevar antropólogos, arqueólogos, historiadores, lingüistas. Se destaca a grandes rasgos un ciclo entonces repetido que concluirá con Roca: comienza con un malón más o menos devastador o con el avance gubernamental sobre tierras que los indígenas utilizaban para invernar caballadas o bolear animales; sigue una represalia con posteriores pedidos de paz, promesas, garantías, antes de llegar a un acuerdo más o menos precario. De frmarse un tratado, los indígenas recibían raciones que el cacique principal repartía a los capitanejos, con sus familias, y se comprometían a no atacar las fronteras, a dar aviso de presuntos o reales ataques de otros grupos, y a devolver cautivos (preocupación omnipresente). Porque éstos no terminaban de ser devueltos, porque indígenas alejados del control del cacique salían a robar o capturar más cautivos, o porque había un nuevo avance sobre campos de “tierra adentro”, la débil paz convenida se resquebrajaba pronto. De allí que las remesas se interrumpieran, los enviados de los caciques fueran retenidos, no se devolvieran los familiares indígenas mantenidos como rehenes y la guerra siguiera con nuevos ataques a estancias, pueblos o fortines.

A esta realidad compleja, dinámica y poco sostenible aportaban la desobediencia o escisión de caciques subordinados, las peleas entre los jefes de frontera, los negociados con las raciones, además de la citada incidencia de los conflictos entre porteños y confederados sobre caciques que querían de aliados, o al menos como neutrales, mientras resolvían cuestiones tan delicadas como la guerra al Paraguay o los levantamientos montoneros.

Rica era la vida en el “desierto” o la “frontera”, mucho más de lo que tales sustantivos denotan; eso testimonian los sorprendentes documentos reunidos y cuidadosamente organizados. Se palpa una realidad dura, llena de peligros y también de aventuras para hombres de ambos bandos que hacían al menos un esfuerzo por entender al “otro”, aunque más no fuera para sacar ventajas y porque la situación los obligaba. Arrinconar e ignorar a aquellos otros “patriotas” –como Calfucurá se llama reiteradamente a sí mismo– significó sin duda un empobrecimiento vital para unos y otros, y una innecesaria miseria para los derrotados.

 

Silvia P. García

 

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