Introducción
Los niños y niñas que fueron víctimas del plan sistemático de robo de bebés1 perpetrado durante la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983) y que, años más tarde, descubrieron sus respectivas historias de origen, transitan un complejo proceso de restitución de identidad2 que incluye formas singulares de (re)construcción de lazos con el grupo familiar (re)encontrado y también con las propias familias de crianza3. Una vez conocida su filiación biológica, quienes fueron apropiados/as4 y posteriormente localizados/as por sus familias consanguíneas, establecen diversas formas de conectividad (Carsten, 2000a) que dan lugar a variadas formas de reconfiguración familiar. Y en este proceso participan sustancias (Carsten, 2014) de distinto tipo; algunas corporales, como la sangre y los genes, y algunas inmateriales, como las emociones y las memorias, entre varias otras.
El plan sistemático de robo de bebés afectó aproximadamente a 500 niños y niñas que fueron entregados a personas -en su mayoría militares, policías o personas cercanas a las fuerzas represivas- que los registraron como hijos propios o los adoptaron pseudo-legalmente5 (Villalta, 2009, 2012). Estos niños y niñas crecieron con nombres diferentes a los elegidos por sus padres biológicos -desaparecidos/as6 por la dictadura- y la mayoría nunca recibió información por parte de la familia de crianza sobre su origen. Las estrategias jurídico-políticas de Abuelas de Plaza de Mayo, que Regueiro (2009, 2010) describe como modos de construcción política de parentesco, fueron indispensables para que esas personas -hasta hoy, 131 nietos/as restituidos/as7- accedieran a sus respectivas historias de origen. Una de las prácticas políticas fundamentales fue la creación del índice de abuelidad8 que permitió la identificación genética de quienes habían sido apropiados/as y probó la relación de parentesco entre aquellos/as niños/as -ahora adultos/as- y las personas que los buscaban. Sin embargo, el acceso a esa información biológica es apenas uno de los disparadores de un proceso complejo en el que intervienen diversas sustancias.
Entre las variadas formas actuales de conceptualizar el parentesco, una de las más productivas para revelar la variabilidad de modalidades posibles es la noción de conectividad o relacionalidad9, que la antropóloga Janet Carsten (2000a, 2004) utiliza para referirse a la diversidad de idiomas nativos de conexión que crean relaciones profundas y duraderas. Esta noción, vinculada al concepto de socialidad, permite pensar lo biológico como no inmutable y no imprescindible, y los límites entre lo biológico y lo social como móviles y difusos. A pesar de haber recibido críticas por no definir los límites entre lo que es parentesco y lo que no es, considero que el concepto de conectividad resulta útil para describir sentimientos y experiencias diversas que pueden incluirse en el amplio inventario de lo que sea ser pariente.
También adhiero a que la propuesta de Carsten (2000a, 2004), aunque ha sido presentada como una alternativa para eludir la oposición biológico/social, en verdad intenta poner entre paréntesis uno de los términos de esta dualidad: el entendido como biológico o natural. Porque lo que el término conectividad pretende es tomar distancia de las nociones biologicistas del parentesco occidental, poniendo en foco vivencias, emociones, memorias y toda esa dimensión de la experiencia vital que construye y significa relaciones. En este sentido, su propuesta resulta productiva para pensar el campo de las restituciones de identidad, caracterizado por las referencias nativas constantes a la gestación, el parto, la sangre y los genes de las personas apropiadas, pero también muy fértil en la creación de otras experiencias productoras de parentesco.
La noción de sustancia (Carsten, 2014), a su vez, destaca la importancia de los procesos corporales en los entendimientos y prácticas de parentesco pero también le otorga flexibilidad a las descripciones antropológicas sobre cómo se construyen las que hoy llamamos relaciones familiares. Fundamentalmente, sustancia remite a flujo y esencia. Y en el caso de las sustancias corporales, incluyen fluidos sexuales, gametos, sangre, huesos y leche materna. Pero dado que el parentesco también “implica prácticas, saberes, recuerdos y experiencias, intrínsecamente entrelazados de múltiples formas” (Carsten, 2007), se requiere indagar en otros idiomas nativos de conexión; otras sustancias no corporales y no necesariamente materiales.
Una investigación etnográfica10 sobre las maneras en que un grupo de nietos/as restituidos/as (re)construyen sus lazos de parentesco permitió identificar diversas formas de conexión y también describir en qué medida la sangre -por medio de la compatibilidad genética- funciona como soporte de una inscripción genealógica y como fundamento de una verdad biográfica, pero no necesariamente es una sustancia exclusiva ni suficiente: las historias de los/as once nietos/as incluidas en mi tesis de doctorado muestran que las relaciones que entendemos como familiares se construyen de manera distante, ajena o superpuesta a la consanguinidad y se expresan de formas que exceden la certeza que otorga la prueba científica de ADN.
Al cabo de años o décadas de búsqueda -en la gran mayoría de los casos, liderada por Abuelas de Plaza de Mayo11- los nietos y nietas localizados/as transitan un proceso complejo, que abarca distintas etapas e implica la (re)construcción de lazos de parentesco, cuyas particularidades muestran que la información sobre la filiación biológica es apenas una movilizadora de otras variadas formas de conectividad. Muchas de las posibilidades de hacer parentesco que los/as nietos/as experimentan son mediadas por sustancias como las emociones, las memorias, las prácticas políticas, y otros soportes tangibles como las cartas, las fotografías o los tatuajes, por mencionar algunas.
Con base en aquel trabajo, este artículo describe algunas etapas del proceso de restitución de María Carolina Guallane, una nieta que en el proceso de búsqueda de su origen biológico construyó un modo de nombrar/se, creó sus propias marcas identitarias y configuró un mapa ampliado de afectos familiares. Se trata de la biografía (Kofes & Manica, 2015) de quien fue apropiada cuando tenía poco más de un año y que conoció su historia de origen recién a los 23. Luego de una prueba de ADN que confirmó su vínculo consanguíneo con personas desaparecidas -y luego de que un primer análisis genético realizado años antes arrojara resultado negativo- Carolina se convirtió en la nieta 61; la primera que buscó a su familia biológica por decisión propia en una época en que ser hija de desaparecidos/as todavía provocaba temores y sospechas.
Cabe recordar que por su capacidad de confirmar la existencia de un vínculo sanguíneo entre una persona y un grupo familiar, la prueba de ADN es el instrumento de identificación “más importante de la historia de la búsqueda de los/as nietos/as apropiados/as” (Regueiro, 2010). Una importancia que gana más significado en el contexto de pseudo-legalidad / clandestinidad en que se realizaron las apropiaciones (Villalta, 2012), lo que impediría reconstruir el destino de la mayoría de los niños y niñas con otros métodos. Así, se trata de una biotecnología que aporta una información constitutiva (Strathern, 1999) y que propicia nuevas conexiones. Porque, tal como señala Fonseca (2011), el proceso de conocer el origen biológico “no se restringe a la mera constatación de los hechos sino que resuena en las actitudes de los sujetos, provocando reajustes en su constelación de afectos” (p. 15).
Entonces, sin minimizar el enorme poder simbólico de la sangre y los genes en nuestras concepciones occidentales del parentesco y, menos aún, en las elaboraciones nativas del campo de las restituciones, la pregunta que inspiró la investigación es qué hacen los nietos y nietas con ese saber, con ese conocimiento (Carsten, 2007) sobre su origen genético, y qué otras sustancias intervienen en la construcción de los lazos. El asunto es indagar en aquello que las personas producen con la información que adquieren sobre la propia ascendencia y cómo lidian con sus consecuencias. Lo que está en cuestión, finalmente, es el lugar de lo biológico y su relación con las otras dimensiones del parentesco.
Las datos del trabajo de campo realizado muestran que el resultado de la prueba genética tiene consecuencias emocionales y sociales variadas para cada nieto/a, por lo que el impacto de esa información constitutiva es difícil de dimensionar. Por un lado, el resultado no se traduce automáticamente en un proceso de emparentamiento (Howell, 2006) y, por otro, ese proceso puede transitar etapas e incluir vivencias y sentimientos muy diferentes para cada persona. La decisión de acercarse o no a la familia consanguínea -uno de los momentos esperados en los procesos de restitución- depende de cómo se procesa la información recibida y, a su vez, esto varía según circunstancias muy diversas, entre las cuales la temporalidad es fundamental.
La variabilidad del impacto de esa información constitutiva en la subjetividad -y en la vida cotidiana- de cada nieto/a confronta, a su vez, con ciertas concepciones esencialistas de la identidad, según las cuales el origen biológico determinaría quién es cada persona. Más allá de los aspectos dinámicos, relacionales y plurales involucrados en las configuraciones identitarias, que impiden pensar en nociones fijas o ancladas en algún soporte fundamental, existe una discusión amplia acerca de cuáles son los puntos de contacto y, sobre todo, las distancias entre el conocimiento del origen -o la verdad biológica- y la identidad. Esta discusión atraviesa el análisis antropológico de las implicaciones de la búsqueda de los orígenes en hijos e hijas de familias que se conformaron desafiando el modelo biogenético (Weston, 2013), como resultado de procesos de adopción o de uso de tecnologías de reproducción asistida, entre otras configuraciones posibles.
En el análisis específico de lo que implica la revelación de los orígenes a personas concebidas mediante donación de gametos, Jociles y Lores (2021) cuestionan que se le otorgue a la conexión genética “un grado superior de autenticidad”, y advierten sobre el equívoco de hacer residir en esa información biológica no solo la posibilidad de reconocer/se pariente sino inclusive la identidad y hasta la personalidad del individuo. Aunque en la doctrina jurídica12 “desarrollar la propia identidad” es un argumento recurrente para apoyar “el derecho a conocer los orígenes”, los autores argumentan contra la creencia de que la consaguinidad otorgue una “identidad cierta” y afirman la necesidad de considerar otras narrativas y otras prácticas -más allá de los orígenes- como generadoras de aquellos fenómenos que comunmente asociamos a lo identitario: la autocomprensión, la vinculación o filiación y la pertenencia.
El proceso protagonizado por Carolina, que aquí se intenta narrar en perspectiva histórica, permite mostrar los sentidos dados en cada momento a las diferentes sustancias constructoras de parentesco -incluidas algunas poco consagradas en la literatura antropológica, como la tinta- que aparecen como soportes o anclajes de nociones en permanente deconstrucción sobre lo que significa ser hija / ser madre / ser nieta. Y al mismo tiempo, permite reflexionar sobre la distinción entre origen e identidad, mostrando en qué medida conocer quiénes fueron las personas genitoras -un conocimiento generado en el deseo personal de buscar y saber- no necesariamente trastoca lo que ella entiende por “identidad”.
Sobrevivir como “una bomba de tiempo”
María Carolina Guallane recibió ese nombre cuando fue adoptada, a los 18 meses de edad. Conoció su historia de origen ya siendo adulta -tenía 23 años- y aunque deseó fervientemente “saber de dónde venía”, y dedicó años y esfuerzos a esa búsqueda, continúa identificándose con esas tres palabras: “Soy María Carolina Guallane, y no podría ser otra. Esta soy yo, y estoy muy bien así, sin rencores ni vergüenzas”, define en una de las largas conversaciones que mantuvimos en su casa de Venado Tuerto (Santa Fe), donde vive con su marido y su hijo.
Antes de ser María Carolina Guallane, fue Paula Cortassa Zapata; hija de Blanca Zapata y Enrique Cortassa, militantes de la agrupación Peronismo Auténtico. Blanca, la madre biológica, fue asesinada y Enrique, secuestrado durante un operativo militar que el 11 de febrero de 1977 desembarcó en la casa que la pareja acababa de comprar en un barrio periférico de la ciudad de Santa Fe. En esa casa vivían también, provisoriamente, una compañera de militancia y sus dos hijos. La mujer que estaba “guardada”13 en la casa de los Cortassa Zapata también fue asesinada durante el operativo. Los dos hijos, posteriormente entregados a los abuelos, y la pequeña Paula fueron los únicos sobrevivientes de aquella irrupción.
Entre el operativo en el que la niña perdió a sus padres y el momento en que fue entregada a la familia adoptiva existe un vacío. No hay certeza de cuál fue su paradero durante esos dos meses. Se sabe que pasó por un hogar de niños, pero también hay fuertes indicios de que habría permanecido varios días en un centro clandestino de detención, posiblemente el mismo al que fue llevado su padre, Enrique. Según la investigación judicial, la niña habría sido utilizada por los militares para “ablandar”14 a su padre en las sesiones de tortura.
Blanca era una mujer “luchadora”; así la define Carolina. Salió de la casa familiar en Victoria (Entre Ríos) con 14 o 15 años y se instaló en Rosario, donde trabajó como empleada doméstica y, más tarde, en la industria frigorífica. Comenzó a militar en el Peronismo, donde conoció a Enrique. Cuando Carolina nació, sus padres ya estaban en la clandestinidad, siempre de un lado a otro, y pasaban muchos días separados. Enrique no pudo acompañar a su mujer durante el parto. Y cuando consideraron que la situación impuesta por el terrorismo de Estado ya era demasiado peligrosa, decidieron salir de Rosario rumbo a Santa Fe, donde finalmente fueron capturados.
Los militares ingresaron en la pequeña casa de la familia arrojando granadas y no hubo resistencia ni disparos desde el interior de la vivienda. Algunas versiones indican que la pareja tenía todo listo para viajar a Brasil, pero no tuvo tiempo de huir. Enrique permanece desaparecido; Blanca, que transitaba el noveno mes de embarazo, recibió un disparo en la cabeza y agonizó durante dos semanas en el hospital santafesino José María Cullen. Los registros del hospital, según consta en el proceso judicial, indican que el bebé nació muerto. Carolina, entre tanto, fue entregada a María y Jorge, sus padres adoptivos, 58 días después de aquel operativo militar, en un estado “deplorable”.
“Se deduce por mi estado de salud, por los edemas y problemas de motricidad que presentaba, que pude haber estado encerrada, puesta en un cajón o algún otro elemento, con poca movilidad. Estaba con un alto grado de desnutrición y medicada para que no llorara”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
María y Jorge estaban inscriptos en varias listas de adopción y cuando fueron llamados por el Juzgado de Menores de Santa Fe, no dudaron en aceptar. Aunque les advirtieron que el estado de salud de la bebé que recibirían era “una bomba de tiempo”, corrieron para conocer a la niña. Ambos trabajaban en la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) y María era enfermera del hospital de ese sindicato. Carolina piensa que el hecho de que su madre haya tenido experiencia con el cuidado de enfermos puede haber sido determinante para la elección de la pareja por parte del Juzgado.
“Dicen que yo tenía pelitos rubios y unos buclecitos, pero unos ojos muy tristes. En el viaje (de Santa Fe a Venado Tuerto, donde Carolina creció con su familia adoptiva y vive hasta hoy), lo único que yo pedía era agua. Cuando llegan a la casa, lo primero que hace mi mamá es sacarme toda la ropa para ponerme una ropita que ella me había comprado. Y ahí dio un grito... Llamaron urgente al pediatra, porque tenía la panza inflamada así, hasta hoy tengo un dibujo que me ha hecho el pediatra. Tenía los huesitos acá, visibles; una desnutrición tremenda. Y unos piojos enormes; me tuvieron que rapar. Pasé como un año y pico de estudios médicos; incluso, me diagnosticaron cáncer de páncreas porque me consumía la diarrea permanente. Pedía pan y agua, nada más, no sabía comer. Se me habían hecho edemas, mis piernas eran gordas pero no podía caminar. Mi mamá se pegó tal susto cuando me vio desnuda... Tenía alto grado de desnutrición y una hepatitis B muy fuerte. Estaba complicadísima”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
El juez de Menores que intervino en el caso, Luis María Vera Candioti, inicialmente le dijo a los padres adoptivos que los padres biológicos de Carolina habían muerto en un accidente automovilístico y que la nena no tenía otros familiares. Sólo después, cuando la adopción ya era plena15, les informó que los progenitores habían sido muertos en un “enfrentamiento antisubversión”. Por su actuación en esa causa, el juez fue condenado a 15 años de prisión, acusado de “retener y ocultar” a una hija de desaparecidos y “alterar y suprimir su estado civil”. Carolina, que declaró en ese juicio, también piensa que el magistrado fue responsable:
“Él contaba con las herramientas para averiguar mi origen y no lo hizo. Me dijo que en aquella época se trabajaba bajo presión... Pero era juez de Menores. No podía recibirme como un objeto en una caja. Mi expediente de adopción dice NN. A él no le importó averiguar de dónde yo venía ni hija de quién era”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
Carolina cuenta que sus padres adoptivos quedaron “muy sorprendidos” con la noticia de que ella era “hija de desaparecidos”. Ambos sabían -por su experiencia laboral en el sindicato- de la existencia de la represión estatal, pero no conocían con detalle la magnitud de los crímenes perpetrados ni sabían demasiado sobre las apropiaciones.
“Ellos sabían lo que pasaba pero no en su verdadera dimensión, entonces realmente se sorprendieron de que justamente a ellos les tocara una hija de desaparecidos... Se quedaron pasmados por la noticia. No preguntaron nada; les dio miedo incluso. Llegaron a Venado Tuerto y mi mamá compró una de esas revistas que las Abuelas ya estaban publicando con fotitos de 222 criaturas que se buscaban; pero no sabían qué otra cosa hacer. Lo que sí sabían es que si alguien me estaba buscando, ellos, con todo el dolor del mundo, estaban dispuestos a colaborar”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
Una búsqueda entre silencios y fantasías
Cuando tenía cuatro años, y después de ver a una mujer embarazada en la televisión, Carolina le preguntó a su madre adoptiva si ella también había salido de su panza. “Vos no estuviste en mi panza, estuviste en la panza de otra mujer pero yo soy tu mamá”, respondió María. De esa manera supo que era adoptada, y recuerda ese momento con enorme precisión. Aquel día, cuenta ella, comenzó una infancia de “pesadillas inexplicables y preguntas mezcladas con fantasías”, muchas surgidas de las películas que veía. Pensaba que había sido abandonada porque sus padres no querían a una hija como ella o porque eran demasiado pobres para criarla o, incluso, que era hija de judíos muertos en alguna guerra. Hasta que, durante una clase de Historia en el colegio, una profesora “bastante osada” habló de los/as “desaparecidos/as” por la dictadura y de sus hijos e hijas, que habían sido “robados/as”. Carolina tenía 12 años.
En aquel momento, los libros de Historia decían poco y nada sobre la dictadura. “De la palabra ‘desaparecido’, olvidate”, recuerda. Hasta que esta profesora planteó el tema y mencionó a los hermanos Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa, apropiados por el policía Samuel Miara y su esposa y cuyo proceso de restitución tuvo enorme repercusión mediática en los años 90, Carolina no tenía registro de la existencia del dispositivo apropiador ni de las consecuencias del mismo sobre su vida: “Llegué a mi casa y de la nada le dije a mi vieja, que estaba cocinando: ‘Yo soy hija de desaparecidos?’. Me acuerdo la cara de mi mamá... Se dio vuelta y me dijo: ‘Eso es lo que nos dijeron, pero no sabemos si es verdad’. Ahí me puse a llorar y lloré durante años”.
Todavía con recelo, María y Jorge le ofrecieron a Carolina ayudarla a encontrar a su familia biológica, pero ella no estaba preparada. Tenía miedo de que hubiera personas buscándola y que eso implicara ser separada de sus padres. Decidió que esperaría hasta la mayoría de edad, así podría elegir con quién vivir. Transitó la adolescencia sintiéndose “un bicho extraño”. En cuanto cumplió 18 años, y cuando ya había comenzado a estudiar Derecho en la Universidad Nacional de Rosario, decidió iniciar una psicoterapia y oyó la sugerencia de la terapeuta: “Tenés que empezar a reconstruir tu historia”. La búsqueda comenzó en 1995 y se extendió por tres años.
La única información disponible era la proporcionada por el Juzgado de Menores de Santa Fe en el momento de la adopción. La investigación fue muy difícil, y comenzó precisamente por allí: las primeras personas consultadas fueron la asistente social del Juzgado que intervino en la adopción y el propio juez Vera Candioti, posteriormente condenado a prisión. El magistrado recibió a Carolina en su casa y le dijo: “Yo no sé nada, si supiera te diría”. Junto con sus padres adoptivos, fue a todos los organismos de derechos humanos involucrados en la búsqueda de personas desaparecidas y también a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad16, donde le indicaron hacer una prueba de ADN -para cotejar su patrón con el de familiares de desaparecidos/as- que arrojó resultado negativo. La joven pidió ayuda varias veces en distintas organizaciones, pero no se sintió acogida. “Dios atiende en Buenos Aires”, recuerda con tristeza, resaltando las dificultades que ella y sus padres enfrentaban para viajar desde el interior de Santa Fe, sin dinero, sin información y sin saber cómo continuar.
En el invierno de 1998 decidió aceptar la propuesta de un periodista de Rosario, que le ofreció hacer una entrevista en un programa de televisión para mediatizar la búsqueda. Pocas horas después de que el testimonio de Carolina fuera difundido, los principales medios de comunicación del país viajaron a Venado Tuerto para hacer notas con ella. La enorme repercusión tuvo un rápido resultado: una mujer de Rosario llamó al canal de televisión diciendo que esa niña que aparecía en la pantalla era muy parecida al hijo desaparecido de una vecina suya. Esta vecina tenía, además, una nietita a la que nunca más vio. Esta vecina era, finalmente, la abuela biológica paterna de Carolina y se llamaba Delfina.
La primera en viajar a la casa de Delfina fue la madre adoptiva de Carolina: quería más datos, confirmar informaciones y mirar fotografías. Enseguida hubo nuevos exámenes de ADN -incluyendo las muestras de las abuelas paterna y materna, ambas viudas, y de cuatro tías biológicas- que confirmaron la relación de consanguinidad de Carolina con Blanca Zapata y Enrique Cortassa. Hasta ese momento, en el Banco Nacional de Datos Genéticos17, que es el organismo que resguarda la información biológica de familiares de desaparecidos/as, no había muestras de los Zapata - Cortassa y por eso aquellos primeros análisis de ADN no dieron resultados positivos.
Genes y certezas, fotografías y parecidos
Las distintas actitudes en relación a la realización de la prueba de ADN por parte de los/as nietos/as indican que la configuración genética contiene una verdad que, una vez conocida, no sería posible ignorar. El trabajo de campo reveló los esfuerzos invertidos por varias de las personas que buscaban conocer su origen para obtener esa certeza biológica y, después, para desarrollar vínculos con sus parientes consanguíneos, mostrando la inmutabilidad de esas relaciones que, como plantea Strathern (1991), pertenecen al dominio “de la naturaleza”. De la misma forma, el trabajo describe las historias de quienes no han querido saber sobre su origen y llegaron a huir para evitar el análisis de sangre, abonando la idea de que la información genética cambia algo de forma irreversible.
El poder de esa información científica se originaría, según Strathern (1991), en el hecho de que ella revela aquella parte del parentesco que sería inalterable. Según la antropóloga británica, en el modelo de parentesco occidental las relaciones que pertenecen al dominio de la naturaleza representan aquello que es inmutable e intrínseco a las personas y cosas; esas cualidades esenciales sin las cuales personas y cosas no serían lo que son. En los procesos de restitución de identidad, una evidencia del poder de esa información es que una de las premisas de trabajo de Abuelas es no crear ningún vínculo con la persona localizada antes de haber confirmado la respectiva identidad biológica, pues se supone que de esa forma se evitarán posibles frustraciones y sufrimientos.
La sangre -principal vector utilizado para la identificación genética- es una sustancia que le da un sentido específico a las relaciones entre aquellas personas que “tienen en común” esa materia corporal (Ouellette, 1998). Esa especificidad impregna las representaciones sobre la filiación, que en “el sentido común moderno occidental” (Segalen, 2013) están fuertemente permeadas por la mirada biologicista, otorgándole a la sangre (y a los genes) una serie de sentidos preponderantes. En el caso de los/as nietos/as, una de las primeras consecuencias que trae la información aportada por esa sustancia es ingresar en la categoría “hijos/as de desaparecidos/as” y, posteriormente, la de “nietos/as restituidos/as”. Con adhesiones más o menos explícitas a esas identidades y con diferentes interpretaciones sobre los significados de esas nominaciones, lo cierto es que una vez confirmada la compatibilidad genética todos/as comparten esos mismos significantes. Ahora bien, tornarse “hijo/a de desaparecidos/as” o “nieto/a restituido/a” no se trata de descubrir una determinada consanguinidad sino de atravesar un proceso de identificación (Hall, 2011) que, por definición, involucra elementos muy diversos e implica cambios permanentes.
Como se dijo antes, el resultado de la prueba genética habilita sentimientos y decisiones muy diversas respecto de la familia (re)encontrada. En la misma semana en que conoció el resultado del “test de abuelidad”, Carolina viajó primero a Rosario para conocer a la abuela paterna, Delfina, y luego a Victoria para conocer a su abuela materna, Alba. Cuando visitó por primera vez a Delfina, la mujer de 83 años llevó a su nieta a recorrer el barrio, presentándola con orgullo a todos los vecinos. Entonces Carolina supo que su abuela la había visto por última vez en la Navidad de 1976 y que desde entonces la mujer no tuvo más noticias de su hijo, su nuera y su nieta, creyendo que los tres habían fallecido.
Pocas horas después de aquel encuentro, Carolina llegó a la casa de su abuela Alba, en Victoria. Conoció una vivienda humilde, donde fue recibida con las sillas en la calzada de tierra, bajo la sombra de un árbol. En realidad, el primer encuentro con Alba se produjo en una radio FM de Victoria, ya que en función de la enorme repercusión que tuvo la noticia, un periodista había llevado a la abuela al estudio para entrevistarla en vivo y cuando Carolina llegó a la ciudad fue conducida por los vecinos hasta la radio, donde ambas se abrazaron por primera vez. La escena fue filmada por un canal de televisión abierta -que aguardaba el momento- y posteriormente fue incluida en la película Botín de Guerra18.
“En esos días no pude llorar. Recuerdo que mi abuela (Delfina) lloraba, lloraba... pero yo estaba como shockeada. Después, sólo después me cayó la ficha. Fueron tres años de muchas puertas que se cerraron, muchos ‘no sé nada, no sé nada’, muchas negativas y falsas expectativas. Entonces el día que las vi no pude llorar. Estaba muy contenta, muy contenta, pero creo que también estaba muy cansada”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
La abuela Alba tenía 35 nietos; la abuela Delfina sólo tenía a Carolina. Ella piensa que eso explica las diferentes relaciones que construyó con cada una. Delfina pasó fiestas, cumpleaños y vacaciones en la casa de su única nieta, y ambas se disfrutaron intensamente durante siete años hasta que la abuela falleció, en 2005. Con Alba, sin embargo, y con la mayoría de la enorme la familia materna la relación siempre ha sido lejana y esporádica. Casi todos sus tíos y primos maternos son pescadores, excepto la tía Silvia, hermana menor de su madre. “Ella es como mi hermana mayor y somos muy parecidas físicamente, pero también en la forma de hablar, de putear, de gritar... Y tiene dos hijos maravillosos, Miguel y Jorge, que me escriben todos los días”.
Pero antes de la prueba genética, hubo otro momento revelador: la madre adoptiva de Carolina, que había viajado a conocer a la abuela Delfina y verificar si la información sobre el supuesto parentesco podía ser cierta, vio en esa casa una fotografía de la madre biológica de su hija. Impactada y conmovida con el parecido entre ambas, la mujer afirmó convencida: “Es la madre de mi hija!”. Días después, la propia Carolina vio por primera vez una fotografía de sí misma cuando era bebé; una imagen que su madre adoptiva trajo de casa de Delfina y que había quedado, casualmente, sobre la mesa familiar. Sin saber cuál era el origen de la foto y sin haber tenido registros suyos de los primeros meses de vida, Carolina exclamó: “¿Qué broma es esta? Esta nena es igual a mí! Esta soy yo!”.
Es necesario mencionar que en las historias de restitución, antes o después de la prueba genética, los parecidos fisonómicos con frecuencia funcionan como fuertes indicios o casi certezas de la existencia del parentesco. En esos casos, las fotografías no se limitan a probar la existencia en el pasado de una persona desaparecida sino la presencia de un vínculo consanguíneo que une a ese hombre o a esa mujer registrada en el papel con el/la nieto/a recién localizado/a. Los parecidos, en este sentido, insisten en mostrar un eslabón, una conexión que se manifiesta más allá de las intenciones y propósitos de los/as involucrados/as.
Sumar huesos y dividir nombres
Cuando finalmente conoció su historia de origen, Carolina hizo lo que muchos/as familiares de personas desaparecidas: inició un proceso judicial para averiguar el destino final de Blanca y Enrique. Dos años más tarde, recuperó los restos de Blanca, que habían sido inhumados en una sepultura común en el cementerio de Santa Fe y que fueron identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), y los enterró cerca de su casa, en Venado Tuerto. Enrique continúa desaparecido. Años más tarde, cuando sus padres adoptivos murieron, los enterró en el mismo lugar. Hoy los tres cuerpos comparten el mismo espacio en el cementerio. En la tumba hay una placa dedicada a Blanca:
“La dictadura militar terminó con tu vida. Te persiguieron. Te alcanzaron. Te torturaron. Te mataron. Te enterraron como NN y te desaparecieron. Hoy solo recupero tus restos. No te recuerdo pero te admiro y reivindico tu lucha. Tu hija Paula”.
En ese diálogo con Blanca, Carolina es Paula. Pero en cualquier otra situación y circunstancia, sigue siendo Carolina y nunca consideró la posibilidad de cambiar legalmente de nombre. La familia materna, incluso, continúa llamándola Paula y a ella no le molesta en absoluto. Algunas personas le sugirieron mezclar ambos nombres: “Carolina Paula”. Pero ella no considera esa opción. “Una certeza que siempre tuve y sigo teniendo es que yo soy María Carolina Guallane, le guste a quien le guste. María Carolina Guallane”, repite.
“El nombre, junto con el rostro, son los signos por excelencia de las biografías de los individuos en las sociedades modernas; nos diferencian de los demás, nos hacen pertenecer a una familia, a una red de amigos, a un sistema de alianzas” (Da Silva Catela, 2005, p. 90). El nombre propio se supone invariable. Muchas cosas pueden cambiar a lo largo de una vida, pero el nombre debe seguir siendo el mismo. Sin embargo, no son pocos los/as nietos/as restituidos/as que han transgredido este entendimiento y han asumido la complejidad del cambio (de nombre, de apellido o de ambos), trastocando las ideas de fijación y continuidad imbuidas en la noción de nombre. Entre la variedad de razones esgrimidas -más allá de la prescripción legal de mudanza que imperó en muchos casos- aparecen narrativas sobre el origen19 imbricadas con memorias afectivas y vivencias familiares. Sentimientos de empatía, admiración, gratitud, rechazo o rencor resignifican la propia biografía, el vínculo genético mismo y, en consecuencia, la decisión respecto del nombre.
A su vez, Vom Bruck y Bodenhorn (2006) sostienen que los nombres revelan nociones de persona pero también participan en su creación. Adoptar un nombre u otro se relaciona con lo que se desea ser; el nombre tiene un poder performativo en el sentido de crear o fortalecer lazos y afirmar o reconfigurar identidades. En cualquier caso, se verifica que el deseo de pertenecer o el sentimiento de pertenencia no se experimenta a partir de la verdad biológica en abstracto, sino en función de lo que produce sentido en términos emocionales. Así, lo intrínseco, lo que rutinariamente muchos nietos/as definen como “la verdadera identidad”, no depende de la compatibilidad genética o de la información genealógica recibida sino de lo que cada uno/a siente (percibe, reconoce, identifica) como necesario y deseable para su vida.
El nombre Paula, en tanto, forma parte de la vida de Carolina de otras maneras. Bautizó con él su nueva casa: “Niña Paula”, dice el cartel colgado en la vivienda que construyó con su marido. Tampoco consideró cambiar el apellido. “No podría hacerlo. Si yo me formé, es por ellos (los padres adoptivos). ¿Qué sería de mi historia, de mi presente, de mí... Yo a esas cosas las respeto mucho, es mi manera de pensar”. Tampoco rectificó su fecha de nacimiento, pero “algún día” lo hará. Según el certificado de adopción, nació el 4 de abril de 1976 y celebró sus cumpleaños en esa fecha durante 21 años. Cuando conoció su historia de origen supo que había nacido el 13 de diciembre de 1975. Y desde entonces, sólo celebra en diciembre, en la fecha correcta. Sin embargo, en los documentos sigue apareciendo como nacida el 4 de abril. Dice que aún no ha hecho los trámites para corregir formalmente ese dato por los innumerables trastornos burocráticos que implica. Así, si ella va al médico, por ejemplo, informa la fecha correcta que indica la edad real del cuerpo. Pero en los documentos bancarios, escolares o inmobiliarios todavía aparece el mes de abril.
Al reivindicar su apellido, Carolina insiste en señalar la “maravillosa relación” que tenía con sus padres adoptivos. A cada momento recuerda alguna escena cotidiana del pasado -los mates que tomaba diariamente con su papá o conversaciones en la cocina con su mamá- que revela un clima de complicidad, de acompañamiento mutuo y afectividad constante. No usa la palabra “adoptada”; dice que nunca se sintió como tal. “No por esconder ni porque me molestara, sino porque nunca sentí que eso fuera relevante. Era tan natural lo nuestro…” Sin embargo, también reivindica el vínculo que ha logrado construir con la memoria de sus padres biológicos y lo que conoce de ellos. Varias veces aclara que no cuestiona el hecho de que Blanca y Enrique la hubieran “expuesto” en el contexto de la militancia clandestina. Por el contrario, siente orgullo de ese compromiso.
“Sí, me enorgullece, incluso con lo que implicó la militancia armada en cierto momento de sus vidas, pero entiendo la situación que se vivía; era otro contexto y otra cabeza. Me contaron que mis abuelas les propusieron (a los padres) que me dejaran con ellas hasta que todo pasara, pero ellos dijeron que no, que éramos una familia y que estaríamos los tres juntos, sea donde sea y pasara lo que pasara. Y ese concepto de familia es lo que yo valoro, por eso no les guardo ningún rencor. Al contrario, no me dejaron. Todo ha cambiado mucho y no sé si hoy yo elegiría la vida que ellos eligieron, pero estoy orgullosa de lo que hicieron”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
El amor por quienes la criaron y el “orgullo” por quienes la engendraron conviven en Carolina en aparente armonía. Para ella no se trata de dos familias, sino de una que se amplía y suma integrantes. Los relatos de crisis o tristezas aparecen cuando recuerda los años de búsqueda, los años sin saber, las noches sin respuesta. O también, cuando siente falta de los padres recientemente fallecidos. “Son muchas ausencias”. Aquellos años de incertidumbre tal vez hayan sido los más difíciles de su vida. Por eso reivindica el derecho a saber:
“Cuando yo le pregunté a mi mamá si era hija de desaparecidos, con 12 o 13 años, recibí la respuesta menos esperada, pero al mismo tiempo sentí alivio. La verdad duele, pero también libera. Se trata de no estar en esa nube de no saber... si salí de un repollo, si caí del cielo. Ninguna de las dos cosas. Duele pero libera. Cuando recuperé la verdadera identidad... bueno, en realidad mi identidad es lo que soy. Cuando supe de quién había salido, por fin sentí paz”. (Entrevista personal. Octubre de 2014, Venado Tuerto)
Identidad, origen y marcas en el cuerpo
En las narrativas de los/as nietos/as cuyas historias acompañé, la sangre -y sus frecuentes asociaciones con los genes, la gestación y el parto- adquiere múltiples sentidos: “compatibilidad genética”, “prueba material”, “origen”, “verdad biológica”, “pertenencia familiar”, “herencia”, “continuidad” y, por supuesto, “identidad”. Esa polisemia dice algunas cosas. Por un lado, “tenemos la impresión de que lo que realmente importa es de dónde venimos en términos genéticos”, explica Fonseca (2010) al describir el aumento de la búsqueda de los orígenes por parte de personas adoptadas (la búsqueda por “el vientre materno” es parte central de estos procesos). Según la autora, parece imposible escapar de la biologización de la vida social que permea el escenario contemporáneo, caracterizado por la preeminencia de una ideología de la substancialidad consanguínea, tal como muestran investigaciones realizadas en Argentina (Gesteira, 2013) o en Brasil (Finamori, 2012).
Sin embargo, al cuestionar esta “genetización de la vida social” y, en particular, de las ideas de “identidad” y de self,Jociles y Lores (2021) advierten que “ni la una ni la otra pueden ser ya comprendidas de espaldas a las mediaciones biopolíticas que inciden en los procesos de subjetivación”. Aunque los autores admiten que la autocomprensión, la vinculación o filiación y la pertenencia son construcciones sociales que podrían integrarse bajo el término “identidad”, prefieren evitar ese término por considerarlo poco específico y cargado de “connotaciones esencialistas y calificativos constructivistas, que impiden servir adecuadamente a las demandas del análisis social” (Brubaker y Cooper, 2001, pp. 1-2 como citado en Jociles y Lores, 2021).
Entonces, pese a que el discurso social y políticamente legitimado equipara la noción de origen biológico a la de identidad, para Carolina son cosas diferentes. Por un lado, sus genitores, la historia de su nacimiento y el vínculo con los parientes biológicos; por otro, quien ella sabe y siente que es, lo que ella llama “mi identidad”. Y lo deja más claro cuando, hablando de sus parientes (re)encontrados, distingue entre el objeto de su búsqueda y la noción de sí: “Hoy no tengo una gran relación con todos mis tíos, y no me importa. No era eso lo que yo buscaba. No buscaba personas que me quieran, yo buscaba saber de quién era hija. Y mi identidad no depende de ese cariño, mi verdadera identidad es ésta, lo que soy”.
Recapitulando, entonces, la nieta 61 es hija de Blanca Zapata y Enrique Cortassa, pero ella es María Carolina Guallane. Está biológicamente ligada a estos genitores, pero no lleva su nombre. Está inscrita en esa genealogía, pero también pertenece a otra. La distinción entre el origen y la identidad parece un asunto pacificado, y esas dos historias -la del nacimiento y la de quien es- conviven en su piel, sin exclusiones. Desde hace algunos años, en el tobillo de Carolina se puede leer: “1975 Blanca y Enrique / 1977 María y Jorge”; 1975 es el año de su nacimiento y 1977, el de la adopción.
Carolina tenía prejuicios con respecto a los tatuajes pero cuando su madre adoptiva murió ella sintió la necesidad de hacer algo que las uniera para el resto de su vida. El tatuaje parecía una buena opción y se pintó en la pierna una cruz egipcia, que simboliza la vida eterna o la vida después de la muerte. Más tarde, se tatuó el nombre de su único hijo, Nicolás. Y en 2013, cuando falleció su padre adoptivo, ella creyó que era hora de incluir a los cuatro: Blanca y Enrique, María y Jorge.
Las decisiones de Carolina remiten a las nociones de voluntad y deseo, necesarias para comprender diversas configuraciones como la conformación de familias homosexuales y también para analizar la construcción de la parentalidad (Weston, 2013). Además, ponen de relieve la agencia puesta en juego para desarollar, alimentar o sostener relaciones que trascienden la consanguinidad y que expanden la familia biparental. Voluntad y deseo que se manifiestan en la decisión de buscar los orígenes, de mantener el nombre dado por los padres adoptivos o de usar la tinta para inscribirse en genealogías diseñadas tanto por correspondencias genéticas como por relaciones de afecto y cuidado; motores o sustancias organizadoras del parentesco que se imbrican -potencian, superponen o marchan en paralelo- creando concepciones flexibles, dinámicas y plurales de configuración familiar (Cadoret, 2004).
En el momento de nuestra última conversación, Carolina estaba pensando en tatuarse una frase que, en su opinión, sintetiza una historia de búsquedas, encuentros y acogidas: “El amor es el camino, la verdad es el fin”. La misma frase será inscripta en una placa en el cementerio, en la tumba de los padres. Su terapeuta le dijo que es una gran iniciativa, ya que se trata de una búsqueda por producir sus propias marcas. “Ya no son las marcas que me dejaron otros o que me dejó la historia; estoy buscando mis propias marcas”. Son marcas hechas en el cuerpo que, al fin y al cabo, traducen conexiones producidas por un conjunto de sustancias, no apenas corporales.
Algunas consideraciones finales
En el corazón de las prácticas del parentesco occidental existen tramas complejas entre lo que es aparentemente heredado del pasado y lo que parece ser creado bajo una nueva forma; o entre lo que se da y lo que se construye. Las inscripciones en la tumba de los padres de Carolina, en el cartel que nombra su casa y, especialmente, en su propia piel -en la forma de tatuajes- forman parte de esas construcciones que traman pasado y presente, lo dado y lo adquirido, la búsqueda y la certeza, los genes y el afecto… y que dan cuenta de modos específicos y diversos de armar familia.
En ese sentido, la escritura -o mejor, la tinta, para sustancializar esa práctica- puede ser leída como un modo de espesar el parentesco, de darle mayor entidad o consistencia. En la placa del cementerio o en el propio cuerpo, una sustancia conecta a la vez que inscribe, convocando múltiples temporalidades. Las sustancias productoras de parentesco “tienen la capacidad de construir y ampliar el parentesco, de traer o evocar relaciones en el pasado, así como en el futuro, involucrando tanto a personas que están temporal y geográficamente distantes como a personas muy próximas” (Carsten, 2014, p. 108).
La perspectiva de Carsten incluye tres elementos centrales para pensar en los procesos de restitución de identidades: la dimensión de la experiencia vital, que permite pensar mucho más allá de las certezas genéticas; la temporalidad, vinculando circunstancias específicas del pasado que se vuelven fundamentales para la reconstrucción del presente, y la gradación del parentesco, necesaria para entender los diversos grados de aceptación, rechazo, intimidad o proximidad que registran las relaciones con el paso del tiempo.
No se trata, entonces, de negligenciar el poder simbólico de la sangre en las concepciones del parentesco ni en este caso en particular sino de reflexionar sobre el lugar que ocupan otras sustancias capaces de dar cuenta de la experiencia vital, la temporalidad y la gradación del proceso en foco. En este sentido, la descripción de los sentimientos y decisiones de Carolina en las distintas etapas de su vida permite reflexionar sobre el parentesco como una construcción en la que se producen diversas formas de conexión, y como un proceso “inherentemente graduado que se acumula o se disuelve a lo largo del tiempo” (Carsten, 2014).
El recurso del tatuaje y su potencial para condensar de manera perdurable una diversidad de lazos marcados por experiencias personales y por variables histórico sociales ponen en jaque la oposición analítica entre las dimensiones biológica y social del parentesco. En ese marco, la múltiple invocación del tatuaje demanda pensar la filiación y la parentalidad por fuera del principio de exclusividad, desarmar los sentidos naturalizados sobre la familia y concebir configuraciones diversas y dinámicas. “El parentesco, entonces, desde nuestro campo de investigación se constituye antes que como un elemento inmutable dotado de sentido por ‘lo biológico’, como un campo social conflictivo (Martínez, 2010) pasible de transformaciones y resignificaciones” (Gesteira, 2014, p. 22).
El uso de la tinta, finalmente, resulta inspirador para pensar en la relación que mantienen las sustancias materiales y las cualidades más abstractas del parentesco. A su vez, en la idea del tatuaje puede leerse no sólo la necesidad de una síntesis y de una ampliación de la noción de familia -lo que nos coloca frente a otras cuestiones del parentesco, como el padrón hegemónico del modelo biparental- sino también, a partir de la inscripción en el cuerpo, el deseo de dotar a esa relación de inalterabilidad. Se trata de recurrir al cuerpo marcado como forma de inscribir una otra modalidad familiar en la que lo genético y lo no genético, lo biológico y lo no biológico, comparten una superficie y una posible durabilidad común.
Córdoba, 10 de octubre de 2022.