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Cuyo

On-line version ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.34 no.1 Mendoza June 2017  Epub May 05, 2021

 

Dossier

Murena y la comunidad de la metáfora

Murena and the metaphoric community

Shirly Catz1 

1Universidad de Buenos Aires - CONICET. shirlycatz@hotmail.com

Resumen

Opondremos las figuras del símil y de la metáfora para su transposición en términos políticos, afirmando que, mientras que el símil se aparece como la figura por excelencia de un concepto de comunidad mítica, la metáfora se presenta como el modo de ser-en-común de toda comunidad impolítica. Llevaremos estas reflexiones, a su vez, al ámbito latinoamericano, para analizar la posibilidad de una “comunidad metafórica”1 como nuestro modo de ser más característico. Frente a un mundo fragmentado, la originalidad de H. A. Murena consiste en seguir apostando por cierto sentido de “trascendencia”, que se manifiesta en el lenguaje y en la poesía.

Palabras clave: Metáfora; Trascendencia; Comunidad latinoamericana; Impolítica

Abstract

Transferring the opposition between comparison and image to the world of politics, we will affirm that the simile appears as the essential figure of a mythical community concept, while the metaphor, instead, is presented as the way of being-in-common of every impolitical community. Then, we will take these thoughts to the Latin American sphere, to analyze the possibility of a "metaphoric community" as our most characteristic way. Facing a fragmentary world, the originality of H. A. Murena seems to be to continue betting on a certain "transcendence", which manifests itself in language and poetry.

Keywords: Metaphor; Trascendence; Latin American Community, Impolitic

I. La diferencia entre el símil y la metáfora

Sabemos que el símil es la figura retórica que utiliza el recurso de la semejanza para unir dos términos a través de fórmulas del tipo: “se parece a...”, “tan”, “como”. Pero el “parecerse-a-algo” es siempre subjetivo: es conocido el ejemplo de los diversos matices del blanco que distinguirían los esquimales, capaces de percibir diferencias imperceptibles para nuestra mirada, que solo capta, en general, un tipo. Eso demuestra que el símil es el resultado de un proceso inductivo, que va generando conexiones según las características de nuestras vidas, nuestra cultura, etc. Arrojados al caos del mundo tratamos, pues, de encontrar un tipo de orden posible. Pero el criterio es siempre el propio. Nada justifica la “red” con la que apresamos los objetos, salvo un fin determinado. El símil se vuelve así medio, y devela su intención mítica.

El ejemplo político más claro de este proceder mitificante es el de la teología política schmittiana, quien para restituir el orden en un mundo que se desmorona, establece una analogía aproximativa entre los conceptos teológicos y la moderna teoría del Estado. Sin embargo, dijimos, nada puede “parecerse” a nada, a no ser por un criterio externo del que, sin embargo, el universo del Dios muerto carece. Como explica Wittgenstein en su “Conferencia sobre ética”, en realidad, la sola pretensión de “comparar” objetos se muestra como un sinsentido: “un símil debe ser símil de algo, pero al analizar los hechos, vemos que no hay tales hechos, por lo que en un momento se manifestó como un símil, se manifiesta como un sinsentido” (Wittgenstein, L. 1993, 6). “Siempre en la imitación o semejanza habrá la raíz de una progresión imposible, pues en la semejanza se sabe que ni siquiera podemos parejar dos objetos analogados, a no ser por su penetración en el reverso que se fija”, escribeLezama Lima (2001, 56).

El “como” termina develando, pues, su “como si” ficcional. El mito funciona como un simmilis ficcional que nos pide comportarnos como si los fenómenos pudieran parecerse entre sí, como si hubiera categorías capaces de abarcar la plétora fenoménica irreductible, y como si el soberano, por ejemplo, pudiera ser equiparable a Dios. Mientras que el símil ordena comparativamente el mundo, estableciendo jerarquías, continuidades y discontinuidades funcionales, la metáfora, en cambio, desestabiliza: elimina todo nexo comparativo, estableciendo una fórmula del tipo “A es B”. Mucho se ha discutido acerca de si esta relación constituye, o no, una comparación abreviada. Ricoeur analiza esta relación en su monumental La metáfora viva, en el apartado titulado, precisamente, “Un enigma: metáfora y comparación (eikón)”:

[…] el rasgo esencial de la comparación es, en efecto, su carácter discursivo: ‘como un león, se abalanzó’. Para hacer una comparación se necesitan dos términos, igualmente presentes en el discurso, ‘como un león’ no establece una comparación porque le falta un ‘dato’(tenor): Aquiles se abalanza, y una ‘transmisión’(vehicle): como un león (Ricoeur, P. 1980, 40) […] La metáfora, en cambio, presenta en cortocircuito la polaridad de los comparados; cuando el poeta dice de Aquiles: ‘se abalanzó como un león’, se trata de una comparación, si dice, ‘el león se abalanzó’, es una metáfora (ibíd., 42-43).

En su seminario “Metáfora y metonimia (I): “Su gavilla no era avara ni odiosa”, del 2 de mayo de 1956, Lacan criticará la concepción de la metáfora como “comparación abreviada”, estableciendo un verdadero salto cualitativo de la metáfora en relación a la comparación:

Bossuet dice que es una comparación abreviada. Todos saben que esto no es enteramente satisfactorio y creo que, a decir verdad, ningún poeta lo aceptaría. Cuando digo ningún poeta, es porque podría ser una definición del estilo poético decir que éste comienza con la metáfora, y que allí donde no hay metáfora, tampoco hay poesía. Su gavilla no era avara ni odiosa- Víctor Hugo. Esta es una metáfora. No es, indudablemente, una comparación latente […] No hay comparación, sino identificación. Nada en el uso del diccionario puede, así sea por un instante, sugerir que una gavilla puede ser avara, o aún menos odiosa. Resulta claro, empero, que el uso de la lengua es susceptible de significación que sólo a partir del momento en que se puede decir Su gavilla no era avara ni odiosa, vale decir, en que la significación arranca el significante de sus conexiones lexicales (Lacan, J. 1984, 94-95) .

Acaso esta diferencia se vuelva todavía más evidente en la metáfora “pura”, donde no solo “A es B”, o “B es A”, o “A de B”, “B de A”, o “A, B” donde se encuentran aún presentes ambos términos, sino, solo: “B”. En este caso, el término “imaginario”, para decirlo de algún modo, ha sustituido completamente al término “real”. La metáfora corta así la red que mantenía apresados a los elementos en la comparación, y habilita la sustitución de un término por otro, como si saltaran sobre sí.

Pensemos por un momento en las consecuencias que puede tener esto, por ejemplo, en el plano ético: mientras que el “como” es el término preferido del liberalismo burgués -“debemos respetar al otro porque es como yo”, se dice, por caso- las filosofías que plantean el acontecimiento de una alteridad radical deben basar su filosofía, en cambio, en un pensamiento que parta de las nociones de metáfora y de sustitución. Allí “el Otro no es otro con una alteridad relativa como, en una comparación, las especies, aunque sean últimas, se excluyen recíprocamente, pero se sitúan en la comunidad de un género” (Levinas, E. 1999, 207) , dado que se trata de una sustitución irremplazable implicada en la consumación de mi responsabilidad para con el Otro. Soy allí convocado como único, obligado a responder con mi disposición absoluta: “Heme aquí. Absolución del uno, que no es ni una evasión, ni tampoco una abstracción, sino una concretez más concreta que lo simplemente coherente en una totalidad porque, bajo la acusación de todos, la responsabilidad para con todos llega hasta la sustitución” (Levinas, E. 1995, 180).

La metáfora no compara, sustituye, “lleva” (fora) “más allá” (meta) los elementos del mundo, para intuir la posibilidad de uno distinto. Así, la metáfora “es la transposición de un nombre que Aristóteles llama extraño (allotrois), es decir, que ‘designa otra cosa’, que ‘pertenece a otra cosa’”, escribe Ricoeur en su análisis sobre la metáfora en Aristóteles (Ricoeur, P. 1980, 28) . En la frase “el mar me mira”, por ejemplo, “el mar” ya no se parece” a “los ojos” que reemplazan -aunque podamos justificar la similitud por su color celeste, su profundidad, etc.- sino que se ha puesto en evidencia el movimiento. Este movimiento, a diferencia del ejercicio subjetivo de las similitudes, es siempre objetivo: no importa qué se ha movido en la formulación metafórica, sino el hecho de haber demostrado que una cosa puede ser otra que la que ella es, mediante ese movimiento. Y que ella puede, además, no ser:

Seamos más precisos con un ejemplo trivial. Es habitual que el salero esté al alcance de la mano en la mesa que comemos. Coloquémoslo un día en el suelo, a un par de metros de distancia. Cuando se lo mostremos al huésped que lo busca, éste experimentará por un instante la sensación de que aquello tan habitual, la sal, podría no existir. Tendrá una percepción de la posibilidad general de no existencia, que incluye a su propia persona, al mundo en conjunto (Murena, H. A. 2002, 440) .

En un simple reemplazo, el lenguaje metafórico ha puesto en evidencia la posibilidad general de anomia que se rebela contra cualquier pretensión mítico-ordenadora, y ha producido un quiebre en el universo de lo estático, recordándonos, a todo momento, el ineliminable misterio de nuestra propia existencia. Frente al “como si” mítico, la metáfora se presenta ahora en la forma del “como si no”, el “no-todavía”, mostrando el potencial latente de lo siempre distinto, de lo siempre nuevo: “el eterno monumento admonitorio de vuestro todavía-no: porque vosotros, que vivís en una ecclesia triumphans, necesitáis de un silencioso servidor que, cada vez que creéis haber disfrutado del pan y del vino de Dios, os grite ‘Señor, acuérdate del final’”, le escribe Rosenzweig a Rosenstock en las Cartas sobre judaísmo y cristianismo (Rosenzweig, F. y Rosenstock, E. 2017, 101). O como escribe Benjamin en “El surrealismo”:

¿Cuál es el programa de los partidos burgueses? Un mal poema de primavera, lleno hasta reventar de comparaciones. El socialista ve ese "futuro más bello de nuestros hijos y nietos" en que todos se porten "como si fuesen ángeles" y en que cada uno tenga tanto "como si fuese rico" y en que cada uno viva "como si fuese libre". Pero de ángeles, riqueza, libertad, ni rastro (Benjamin, W. 1998, 59)

II. Contra la semejanza: el parricidio

Como latinoamericanos sufrimos especialmente ese “todavía-no” rosenzweigiano, conscientes al extremo de la posibilidad general de no existencia que subyace a nuestras vidas y al mundo. Así lo plantea Murena en El pecado original de América, estableciendo una antítesis entre América y el resto del mundo. Dado que los otros países se desarrollaron a la par de sus tierras, no tuvieron oportunidad de percibir que estas significaban una fatalidad, y al nadar a favor de esa corriente, pudieron convertir la tierra en materia del espíritu, volviéndose agentes de su realización. Humanización de la tierra sumada a la incapacidad de sentirla, como no puede sentir en absoluto su cuerpo -la fatalidad que es el cuerpo- una persona sana:

Sólo a veces pasajeras indisposiciones, una batalla perdida dentro de la larga guerra que es la totalidad de la existencia de un pueblo […] efímeros consejos de la adversidad que no significaron nunca la frustración definitiva del propio destino, y sí en ocasiones un preparativo para la mejor realización de éste […] Pero ay del lisiado, ay del enfermo, que para dar cada paso debe sentir que tiene un cuerpo que se manifiesta como dolor. Ay de América (Murena, H. A. 2006, 151 ).

Expulsados por segunda vez del paraíso hacia una tierra sin historia, los americanos nos enfrentamos con el vacío y con la necesidad de conformar un nuevo modo comunitario. El primer intento por conformar una comunidad está inspirado en la idea de semejanza. El arquetipo europeísta llora la expulsión de Europa y pretende constantemente, hasta el cansancio, su simbólico regreso: “hubiera preferido no nacer aquí”, se queja, “pero acaso pueda regresar si logro parecerme bastante”. Entonces habla con palabras prestadas, imitador de lo que cree que ha perdido. “En el ruido, la cultura”, parece ser su lema, hablando siempre de más, motivando a cada momento el diálogo. Pero su diálogo es el monólogo de quien ni entiende lo que dice, ni comprende que hablar es, en esencia, dirigirse a otro. Habla solo para acallar el silencio al que le teme. Habla para llenar la pampa pero la vacía más, hasta que no queda nada. Está solo, y si por casualidad se cruza con el nacionalista verá a otro hombre sin lenguaje, pero su propio reflejo lo obligará a esquivarlo, a alejarse de esa parquedad que podría recordarle el silencio brutal que subyace en el mundo.

El nacionalista ha asumido el silencio, se ha unido a las fuerzas de la tierra, pero no “con esa alianza que fortalece y nutre, sino con una complicidad en la que él sacrificó su parte de hombre a fin de que esas fuerzas le prestasen sus máscaras para defenderse” (Murena, H. A. 2006, 162 ). Mira con desprecio al charlatán, mientras busca en el paisaje pampeano lo auténtico; pero cerrado al mundo, solo puede callar. Su ser no es más que semejanza invertida: no ser como el resto del mundo, no ser como el europeísta. De ese modo, ninguno de los dos se muestra capaz de cometer el parricidio, espejos invertidos de ellos mismos. “Me parezco a...”, “No me parezco...”, “Tan...”, “Como...”: la red los sigue apresando en un sistema de jerarquías que no les permite ser lo que ya son, aunque lo nieguen.

Sucede que no somos semejanza, sino metáfora. Y que, para crear una comunidad metafórica, debemos atrevernos a cometer el parricidio. Atreverse a cometer el parricidio es eliminar el término de la comparación. Esto es: “llevarlo más allá” del mundo: no se trata de negarlo, sino de habitar el “imposible de una comunidad” que se dirige hacia la trascendencia, pero para poder ser ella misma. De allí que un preanuncio del lenguaje metafórico se de en el modo de la transobjetividad, aunque ésta se mantenga, aún, en el plano de la negatividad.

Históricamente las comunidades pretendieron llenar el vacío creando cultura, apunta Murena, a partir de la siguiente secuencia: en un momento de la prehistoria, en el instante previo al primer momento de humanización, cuando el hombre tuvo conciencia de sí mismo y sintió la terrible soledad en que se hallaba arrojado sobre la tierra, la vio con horror, se apartó de ella y la objetivó. Al mismo tiempo tuvo conciencia de sí, de Dios y de la muerte, que sentía en el silencio y en la caducidad del mundo natural. Creó entonces la cultura, para volver a vincularse con el mundo natural del que se había separado. La cultura como tentativa de neutralizar a Dios, que se había hecho presente en ese hiato con toda su violencia natural.

El americano, a pesar de que posee esa estructura de objetividad, se ve obligado a reiterar la experiencia de encontrarse frente al mundo en bruto. De nuevo se enfrenta al silencio originario. Si bien esta experiencia es de menor intensidad que la primera, apunta Murena, modifica la estructura de la conciencia, en una violenta distorsión. El horror vivido exige una nueva objetividad, una mayor distancia respecto del mundo. A este nuevo tipo de relación Murena lo llama “transobjetividad”. El mundo pierde materialidad en el alma americana y gana abstracción, paradójicamente, por presentarse con mayor peso. Se convierte, así, en un objeto que ya no está al frente, sino tras la conciencia.

Si el primer horror hizo que el hombre se apartara de aquello que se lo provocaba, el segundo horror hace que el hombre se aparte más del mundo, vaya más allá de él y lance su mirada hacia el horizonte ulterior. Se da un “salto”, entonces, sobre el mundo, en un “más allá” de este. Ese más allá es el campo donde se expresa la Fatalidad, el horizonte donde Dios se preanuncia. La conciencia del hombre transobjetivo ya no enfoca al mundo, sino que apunta nuevamente a Dios.

El problema está dado, sin embargo, en que el reconocimiento del poder sobrehumano lleva a la convicción de que nada puede hacer el hombre por el hombre. Esa creencia invalida, pues, la alianza entre los hombres. Incluso más: el hombre transobjetivo tratará a los demás hombres como transobjetos, violando así la máxima kantiana de no utilizar al otro solo como “medio-para”.

La cuestión fundamental será, desde ese momento, encontrar alguna suerte de restablecimiento de esa alianza interhumana que ha sido abandonada, y el cambio de esa actitud negativa hacia una actitud positiva, que sin embargo ya ha dado sus primeros pasos en el reconocimiento de la trascendencia. Se trata de reconocer, ahora, la existencia de intermediarios entre el cielo y la tierra, en lugar de refugiarse en la resignación de la impotencia de toda posibilidad de actuación sobre el mundo.

Ese ir “más allá del mundo” no debe implicar su olvido, sino todo lo contrario: la intuición de un modo de comunicación nuevo, que ya no será la comparación, sino la metáfora. Como el “sujeto metafórico” lezamiano, los “lienzos” se pondrán, entonces, “en marcha”, permitiendo que todo devenga signo de otra cosa, mientras la metáfora se dirige hacia la imago con su decisión de epístola enigmática, carta oscura, desconocedora de los secretos del mensajero.

III. La escucha y el secreto

La “carta metafórica” no devela el secreto, sino que se comporta como el “mundus” mureniano de El nombre secreto, cámara subterránea con un “aspecto abovedado similar al cielo” que constituye el vientre, “la matrix de la que depende la existencia misma de la ciudad” (Murena, H. A. 2002, 390 ). Allí Murena distingue entre tres tipos de nombres: “el público”, “el sacerdotal” y “el secreto”: el público es de uso profano y corresponde al reino de la utilidad, explica. El sacerdotal, por su parte, representa el aspecto exotérico de la religión. Mientras que el “nombre secreto” es el fundamento de los otros dos. El nombre secreto corporiza la esencia del “justo habitar humano sobre la tierra” y debe ser entendido como las tres letras mediante las cuales dice el Talmud que Dios creó el mundo, símbolo del renovado matrimonio de la tierra y el cielo gracias a la mediación de los hombres, el ser del vivir en común. No es un valor de uso sino que es del todo “inútil”, porque paradójicamente es la suprema “utilidad”. Es así lo más fuerte y lo más vulnerable, y por ambas causas debe permanecer secreto.

El mismo secreto que Murena intuye en su particular escucha de los rezos del Corán, relatada al comienzo de La metáfora y lo sagrado. La voz le transmite allí algo sublime, como “una piedra preciosa tallada en forma inexorable, en cuyo centro quedé encerrado” (ibíd., 432), pero lo que lo sorprende, lo que de verdad lo hechiza, es el silencio, prolongado incluso más tiempo que las emisiones. “Comprendí después que me había sido dado asistir al origen del arte” (ibíd.). Si para el Iluminismo el proceso se encuentra siempre decidido por anticipado -“Cuando en el operar matemático lo desconocido se convierte en la incógnita de una ecuación, es ya caracterizado como archiconocido aun antes de que se haya determinado su valor. El pensamiento se reduce a tautología” (ibíd., 32)- el arte, en cambio, es capaz de entrever lo verdaderamente desconocido. Puede generar, así, una experiencia del misterio. Los silencios, prolongados incluso más tiempo que las emisiones, lo transportan hacia lo Absoluto. Una palabra extranjera, la palabra del otro que no entiende, lo interpela, sustituyéndolo. Él mismo se ha vuelto entrecruzamiento de acordes, oído en su totalidad. Él mismo ya ha devenido metáfora.

Para eso, primero tuvo que escuchar. El acceso a lo absoluto solo parece ser posible mediante la escucha, en ese “dejar que los objetos hablen”, y es por eso que el oído se aparece como el sentido primordial de los humanos. Podemos notar en este punto la gran influencia de los primeros textos de Benjamin en Murena, tanto en el sentido de que “la verdad no es una develación que destruye el secreto, sino la revelación que le hace justicia” (Benjamin, W. 1990, 13) como en el hecho de que la verdad se le aparece, a Benjamin, en tanto fenómeno eminentemente acústico. No Platón sino Adán, que da nombre a las cosas.

En “Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres”, Benjamin había explicado cómo lo incomparable del lenguaje humano es que su comunidad mágica con las cosas es inmaterial y puramente espiritual, “de ahí que el símbolo sea el sonido de la voz. Este hecho simbólico es expresado por la Biblia al decir que Dios ha insuflado aliento al hombre: que es a la vez vida y espíritu y lenguaje” (Benjamin, W. 2007, 98). En la experiencia de la escucha, Murena parece ser “conocedor del mismo lenguaje con el cual Dios es creador” (ibíd., 100). Ese lenguaje no puede ser el del “instrumento-para” -como sostiene, según Benjamin, la “concepción burguesa” del lenguaje, afirmando que “el medio de la comunicación es la palabra, que su objeto es la cosa y que su destinatario es un hombre” (ibíd., 95)- sino uno que “no distingue ningún medio, ningún objeto, ningún destinatario de la comunicación. Dice: en el nombre el ser espiritual del hombre se comunica con Dios” (ibíd.).

El nombre es aquello a través de lo cual no se comunica ya nada y en lo cual el lenguaje mismo se comunica absolutamente. La comparación, decíamos, manifiesta este plano utilitario, mientras que la metáfora es lo opuesto a la utilidad: pura expresión del movimiento que nos atraviesa. “No es precisamente la expresión para todo aquello que nosotros podemos o suponemos poder expresar a través de ella, sino que es la expresión inmediata de lo que en ella se comunica” (ibíd., 92). Y ese “se” es una esencia espiritual. De ese modo, la esencia espiritual se comunica en el lenguaje, y no a través suyo. Al mismo tiempo, el lenguaje no es nunca solo comunicación de lo comunicable, sino también símbolo de lo no comunicable, y por eso, “El lenguaje de la naturaleza puede ser comparado con una consigna secreta que cada puesto transmite al otro en su propio lenguaje”, escribe Benjamin (ibíd., 108).

IV. El mendigo, la noche, la poesía

Murena nos relata una enigmática fábula jasídica que nos puede servir para dar cuenta, justamente, del plano de la utilidad contra el de la pura expresión poética: “Se narra que en un poblado jasídico una noche, al final del Shabat, los judíos estaban sentados en una mísera casa. Eran todos del lugar, salvo uno, a quien nadie conocía, hombre particularmente mísero, harapiento, que permanecía acuclillado en un ángulo oscuro. La conversación había tratado sobre los más diversos temas. De pronto alguien planteó la pregunta sobre cuál sería el deseo que cada uno habría formulado si hubiese podido satisfacerlo. Uno quería dinero, el otro un yerno, el tercero un nuevo banco de carpintería, y así a lo largo del círculo. Después que todos hubieron hablado, quedaba aún el mendigo en su rincón oscuro. De mala gana y vacilando respondió a la pregunta. Dijo: ‘Querría ser un rey poderoso y reinar en un vasto país, y hallarme una noche durmiendo en mi palacio y que desde las fronteras irrumpiese el enemigo y que antes del amanecer los caballeros estuviesen frente a mi castillo y que no hubiera resistencia y que yo, despertado por el terror, sin tiempo siquiera para vestirme, hubiese tenido que emprender la fuga en camisa, y que, perseguido por montes y valles, por bosques y colinas, sin dormir ni descansar, hubiera llegado sano y salvo hasta este rincón. Eso querría’” (Murena, H. A. 2002, 442-443)

Extraño deseo de lo distinto en lo mismo, de lo que no se percibe a simple vista. El mendigo quiso haber sido un rey poderoso, pero solo para poder volver a ser mendigo, sentado en el mismo lugar en que se encuentra. Nada ha cambiado y todo lo ha hecho al mismo tiempo. El hombre caído niega el misterio, su dependencia respecto a Dios, misterio del que en el Paraíso se nutría: “Tal hombre se aísla en la irrealidad de una exactitud que lo ha llevado hoy a la incomunicación casi total. Lo condujo a un lenguaje en el que solo hay materia humillada por haberse visto reducida a puro objeto y en el que lo humano calla” (ibíd., 437).

Es tres veces de noche en el relato: se trata de la noche luego del Shabat -símbolo por excelencia de un tiempo distinto y ejemplo paradigmático del “acontecimiento nocturno”, el que comienza y finaliza con la salida de la primera estrella- pero su espacio, además, se encuentra más oscurecido que la noche misma. Verdadera noche dentro de la noche, su rincón oscuro es el darse de otra noche intertextual: el de una noche pasada, en la que habría sido obligado, de pronto, a abandonar el castillo en el que se encontraba durmiendo. Inversión dialéctica completa, lo triple no es aquí realización, sino la sombra acechante de lo que escapa tres veces al concepto: la promesa de un lenguaje poético.

Por eso es que mientras las filosofías de la subjetividad enumeran su lista de teorías: “dinero, un yerno, o un banco de carpintería” -“el pobre que quería la riqueza, el enfermo que sufre, el melancólico que se disgusta por nada, se oponen a su condición, permanecen al mismo tiempo ligados a su horizonte. El ‘de otro modo’ y ‘en otra parte’ que desean, se mantiene aún en el aquí abajo que rechazan”, escribe Levinas (1999, 64-65) - su deseo, en cambio, es desmesurado. Porque es afán de trascendencia. El shabat es ese diálogo nocturno, que “hace saltar el círculo cerrado de la totalidad” (ibíd., 189), así como lo fue, para Murena, la escucha del Corán.

El lenguaje es oscuro como el rincón del mendigo, aunque no por una equivocidad esencial, sino porque el mismo solo puede tener algún sentido si uno no sabe lo que el otro va a decir. Si todo partiera del sujeto, no habría lenguaje alguno. El lenguaje muestra, entonces, el imposible de la comunidad como su posible, la comunicación imposible entre dos seres metafóricos que ya no están conectados por el “como” sino por la “intermitencia de la escucha”. En palabras de Quignard: “En el origen, no hay un ‘pienso’, no hay un ‘hablo’. Ni siquiera hay un ‘silencio’. Demasiado impotente para ello. Pura dependencia de un cuerpo minúsculo que flota en la ausencia de aire. En el origen de la palabra hay un ‘escucho’” (Quignard, P. 2016, 426). El oído es el sentido primordial de los humanos, nos explica H.A. Murena, la sensación inicial del niño consiste en oír la voz de la madre desde el vientre de esta. Y la auditiva es la última facultad que el agonizante pierde. “Incluso llegué a descubrir”, escribe Murena en La metáfora y lo sagrado, “que no se oye sólo por los oídos centrales, que tenemos muchos otros, en el pecho, gargantas, piernas, que ciertas músicas se escuchan mejor en determinadas posiciones físicas que en otras. Pensé alguna vez que somos un gran oído, muchas de cuyas partes, por barbarie, dejamos de poder usar” (Murena, H. A. 2002, 431).

V. La comunidad metafórica

En “Melancolía, ultranihilismo y metaforicidad: figuras de la comunidad en la ensayística de Murena”, Samuel Cabanchik desarrolla la hipótesis de que Murena

[…] sería un precursor de muchos desarrollos actuales acerca del pensamiento de la comunidad: tener en cuenta su aporte permitiría reconsiderar a éstos a la luz de sus perspectivas. Por otro lado, lo que llamamos comunidad metafórica es una propuesta original que muestra más de una ventaja con otras de las figuraciones de lo comunitario en el debate antropológico-político-metafísico que ha tenido lugar fundamentalmente en Francia e Italia y que, como ocurre inevitablemente, ha ignorado el aporte de Murena (Cabanchik, S. 2014, 169 ).

En El pecado original de América, Murena explica que el hombre que vino a América lo hizo abandonando todo, la propia comunidad, los dioses y su lengua. Los que llegaron aquí sintieron que pasaban, sin más, de un planeta a otro. Eso produjo un trauma profundo, trauma del que no nos hemos recuperado, y que ha llevado al americano a encerrarse en sí mismo. ¿Cómo fundar, entonces, una comunidad de solitarios? Por medio del arte, respondemos, por medio de la poesía. Porque la poesía en sí misma ejemplo de esa “plurivocidad unitiva”, de esa “unión sin sumisión”: unión en la finitud, por un lado, en la posibilidad general de no existencia que nos iguala, pero que nos muestra, a su vez, nuestra vida como única e irrepetible, sin semejanza posible con nada. Unión, entonces, metafórica. Unión en la desunión.

Si el lenguaje del primer hombre, como afirma Murena en La metáfora y lo sagrado, era el verso, y la Caída supone una pérdida de aquella metaforicidad; la poesía, recordando ese lenguaje originario, representa una posibilidad de salvación. Al aceptar la diversidad y la diferencia, restituye el mundo de la vida que la “ciencia sin sujeto” amenazaba abandonar. La poesía es el solitario vuelo de la fe que une dos montañas por sobre el abismo. Nada distinto, afirma Murena, es la vida. “Adán hablaba en verso en el Paraíso. Adán expresaba que la vida del hombre es metafórica” (Murena, H. A. 2002, 445), esto implica que aun antes de la Caída, porque Adán tampoco era Dios, el lenguaje no era unívoco. Pero con una diferencia: no había miedo, había fe en la plurivocidad. No todo está perdido, sin embargo: podemos restaurar el Adán primordial, si dejamos de temer la equivocidad de la lengua. Resucitar el Adán primordial exige volver a hablar en verso. Y hacerlo juntos.

En El secreto claro, dos voces crean comunidad “a contracorriente”, una comunidad imposible, dada justamente en esa imposibilidad: “La declaración de imposibilidad de la comunidad debe ser leída también en sentido contrario: el hecho de que la comunidad sea imposible quiere decir que ese imposible es la comunidad” (Esposito, R. 2003, 12-13 ). Como agrega Derrida en Políticas de la amistad: “¿Qué hacemos nosotros y quiénes somos, nosotros que os llamamos para que compartáis, participéis? […] Somos, en primer lugar, como amigos, amigos de la soledad, y os llamamos para compartir lo que no se comparte, la soledad” (Derrida, J. 1998, 53).

M: Esperanzado, pero la soledad en la fe, ¿no indica que este diálogo, digamos, es antisacro? (Pausa).

Le pregunto.

V: Creo que aunque se difunda por ondas radiofónicas, y no sé quiénes lo oyen, permanece en soledad, salvo que se encuentre…

M: …algún solitario…

V: …con algún oído que también esté en soledad

(Murena, H. A. y Vogelmann, D. J. 2005, 34 ).

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1 Cfr. Samuel Cabanchik (2014) en su postulación de una “comunidad metafórica” y el análisis que de este concepto realizamos en la parte V de esta investigación.

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