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Cuyo

On-line version ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.34 no.1 Mendoza June 2017  Epub May 06, 2021

 

Dossier

Filosofía argentina y ensayo libre. Horacio González, lector de Carlos Astrada1

Argentine philosophy and free essay. Horacio González, reader of Carlos Astrada

Gerardo Oviedo1 

1Universidad de Buenos Aires / Universidad Autónoma de Madrid. gerovied@yahoo.com.ar

Resumen

El artículo se propone una revaloración de la lectura que Horacio González realiza sobre la obra de Carlos Astrada. Se persigue con esto dar cuenta de cómo se afronta la pregunta por la existencia de una “filosofía argentina” desde la tradición del ensayo libre y mostrar que la respuesta de Horacio González, sin ser concluyente, tiende a ser respondida en términos políticos y culturales más que ontológicos y éticos. Va implícito en ello que para abordar el problema de la existencia de una filosofía nacional es preciso contar, siquiera provisoriamente, con una teoría de la cultura argentina. Horacio González la anticipa en clave barroca y libertaria, pero no directamente, sino transversal u oblicuamente, por medio de una historia genealógica del ensayo de interpretación argentino, en cuyo canon sobresale, precisamente, El Mito Gaucho (1948 y 1964) de Carlos Astrada, en particular, y sus escritos de dialéctica marxista, en general.

Palabras clave: Filosofía; Nación; Ensayo; liberación

Abstract

The article proposes a revaluation of the reading that Horacio González makes about the work of Carlos Astrada. This pursues a double purpose. First, give an account of how the question is addressed by the existence of an "Argentine philosophy" from the tradition of free essay. Second, show that the response of Horacio González, without being conclusive, tends to be answered in political and cultural terms rather than ontological and ethical. It is implicit in this that to address the problem of the existence of a national philosophy it is necessary to have, even provisionally, a theory of Argentine culture. Horacio González sketches this theory in a baroque and libertarian key, but not directly, but transversely or obliquely, through a genealogical history of the Argentine interpretation essay, in whose canon stands out, precisely, El Mito Gaucho (1948 and 1964) by Carlos Astrada, in particular, and his writings on Marxist dialectics, in general.

Keywords: Philosophy; Nation; Essay; Liberation

Astrada fue, como tantos, un hombre frágil con pensamientos fuertes

Horacio González

Un desvelo cautivante

En la experiencia libre y creadora de la escritura ensayística, subsiste un aura que se sobrepone a cualquier régimen taxonómico que la aprese y ordene -¿discipline?- en torno a la noción de “género”. Aun cuando sea suficiente notar que el debate sobre su estilo de decir el mundo seguirá rondando en torno a los fueros por los que retorna la antigua Retórica, tras el huracanado giro lingüístico del siglo XX. Esto por decir lo menos. El ensayo dona su voz a anunciaciones cuyo cobijo propicio en la intemperie de la modernidad, ha sido la forma, como efectuación alborozada o conmoción sensible. Entre las mimesis constitutivas del ensayo respecto a su relación alegórica con la verdad, Theodor Adorno supo acotar, célebremente, que una índole de fortuna y juego le son consustanciales. Es sabido que se refirió a este modo discursivo, entre otras notas, como campo de fuerzas, acumulación metódicamente ametódica, constelación de antinomias, mezcla anacrónica, anticartesianismo deliberado y apostasía epistemológica.

Ahora bien, para el lector obsedido por el locus latinoamericano, surge aquella turbación identitaria tópica, atinente a cierto imperativo vital -“Segunda Independencia”-, histórico y colectivo en su entorno, emancipatorio, desde ya, pero íntimamente vivido como angustia y perplejidad. Tribulación al cabo esperanzada que incardina su palabra en los cuerpos, e impone su mito autoral en el periplo de los destinos biográficos. ¿Cómo decir esto aun con Adorno? En cualquier caso, que en la ley herética del ensayo periférico está en juego no solo el desquicio productivo de la con-figuración estética en su conflicto ético con la racionalidad instrumental, sino también el espesor dramático de la aventura de la invención instituyente y liberatoria de una América nuestra. ¿Es que entonces no ha caducado -no ha claudicado- aquella obsesión conductora que Pedro Henríquez Ureña o José Lezama Lima asignaron a la incesante búsqueda de una “expresión americana”?

Un itinerario genealógico que tenga ante la vista la topología cultural del género, o que infiera la sintaxis analítica que lo preside, no debería tomar a menos esa pulsión utópica. Ya que le confiere algo más que una estabilización canónica o anticanónica, aun asistida por toda la semiosis infinita que ha corrido bajo los puentes de nuestras propias jergas conceptuales. Ese conatus puede llegar a ser, a veces, el combustible vital último por el que una escritura persevera en sí misma. Entretanto, las energías figurativas del anhelo nuestro americano, que no se sustrajo al sino agonístico pero que, mucho menos, agotó su fuente de promisiones, están pobladas por una pluralidad de rostros, y de cuerpos, y de pigmentos. Muchos de sus gestos nos resultan entrañables. Como si fuera una novela familiar, lo que oímos del ensayo latinoamericano, se diría, lo oímos de nosotros mismos. Quizá por eso es que no permanecemos indiferentes. Si es que al ensayo no solo lo pensamos e investigamos, sino que lo sentimos y deseamos, comprometiéndonos y responsabilizándonos ante sus inflexiones y derivas. Como en un lazo afectivo, carnal y a la vez enunciativo. Claro que, en tanto nos dejamos inmiscuir en sus asuntos, acabamos enredados en su torbellino de vibraciones e intensidades. Sí, el ensayo nos afecta, al tiempo que nos involucra. Que nos retiene en su casa textual, maravillosa y terrible. Como tantos hogares…

El pathos de agitación ensayístico arroja sus piedras en pozos profundos, para decirlo un poco con Nietzsche, pues apela a la intimidad más recóndita de la conciencia, donde ha de expurgar catárticamente su carga ética, o dirimir sus expectativas de voluntad, incluyendo el deseo de poder y el activismo apocalíptico. Aunque finalmente se imponga el peso abrumador de su cruz moral. Una cura del alma llagada en cuya ansia expresiva se aspira a una redención en la solidaridad, fraternamente imaginada, corporizando la subjetividad, subjetivando los cuerpos, religando los sexos, remedando la pasión amorosa. Que el amor es también ensayo, y el ensayo una forma del amor. Y sin embargo, tal vez lo de veras grave es cuando la locura amorosa de la prosa liberada/liberadora, tiene por objeto de su desvelo a un país. Por caso, la Argentina. Vaya encantamiento, sino delirio. Claro, si es que ello se acepta como uno de los modos posibles del amor. Tamaño escándalo -y pésimo negocio- también ha reportado inquietudes filosóficas, ninguna del todo convincente ni concluyente. Y no habría por qué lamentar semejante irresolución, precisamente.

En cierta ocasión, Horacio González supo afrontar el enigma de la existencia de una filosofía argentina con una apelación lateral, y pese a todo entusiasta, a la obra de Carlos Astrada2. Con énfasis ciertamente distintos, ambos pensadores creen hallar una clave -código de desciframiento antes que solución del acertijo- en el problema del Mito. La cuestión de la forma-ensayo viene después. En Horacio González y en Carlos Astrada se trata primero de reescribir el cautivante Mito de la Nación; luego, si acaso, tematizar el constructo discursivo que lo acoge y promueve. Carlos Astrada no se lo propuso. Y Horacio González se muestra todavía renuente a teorizar -“sistemáticamente”- el género, no obstante tratamientos expresos, quizá no del todo circunstanciales (González, H., 2000; 2002; 2006a; 2006b; 2012). Sucede que toda su escritura libre, más cuando es “hiperensayística” y nacionalizadora, como en Restos pampeanos (1999)3, sugiere una conceptualización tan oblicua como persistente sobre la cultura argentina, en particular, y sobre los nombres posibles de una patria libertaria, en general. Para Horacio González el problema, entonces, es la Argentina. Por más que esta tribulación se interpongaa través de encrucijadas y bifurcaciones, desvíos y recubrimientos. Que ocasionalmente, y aun al Kairós de coyunturas propicias y acaso determinantes -por caso, en su paso como anarco-funcionario de Estado-, habiliten una tematización del “ensayo” como tal.

Por lo demás, si otros resuelven la pregunta por la existencia de una “filosofía propia” en clave latinoamericanista -concediéndole a la utopía continental emancipadora lo que tal vez le retaceen a la insidia dilatoria de su apenas soportable país-, Horacio González a su vez la devuelve, saturada de retorcimientos, al enigma de una Argentina que siempre se abisma en el horizonte de sus dramas recurrentes. Sin que siquiera este síndrome de recaída, de “restauración conservadora”, tan cíclica como funesta, logre disolver su estado de promisión y ventura en su singularidad rebelde, recalcitrante, y, por último, trágica. Y podría decirse otro tanto del “género” mismo. En cuanto a lo que aquí nos concierne, ¿puede leerse Restos pampeanos como la respuesta que el ensayismo libre aporta a la pregunta por la existencia de una filosofía argentina, a su vez, radicalizándola como condición de posibilidad textual-política de la Nación misma, con todo lo que este planteo, nunca desmentido en su raíz romántica ni en sus anudamientos barrocos, le debe todavía al joven Alberdi? ¿Sería El Mito Gaucho -más allá de ostensibles reconocimientos (David, G. 2004)- el aguijón filosófico encarnado para adentro de esa summa ensayística que es Restos pampeanos? En lo que sigue proponemos algunas breves glosas en favor de esta sospecha, que funcionará a guisa de hipótesis de lectura.

Drama gnoseológico pampeano y mitopoética de liberación

Si Astrada es leído en Restos pampeanos a trasluz de la pregunta por la filosofía argentina, tal vez se deba a que semejante estado de interrogación no pueda, o más bien no quiera, desasirse de los cuños retóricos fundativos de la “imaginación territorial” que preforma al ensayo romántico “pampeano-céntrico”4. Pese a esta hipoteca semántico-epocal a la vez que etno-simbólica, Astrada pretende trasponer dialécticamente el Fatum telúrico consagrado por el denuncialismo de Martínez Estrada. Pues a diferencia del radiógrafo de la pampa, la ensayística filosófica del mitógrafo Astrada, alegoriza la cuenca semántica de la llanura como una potencia cultural de posibilidades de liberación nacional. Yendo de Perón a Mao, el “mito del campo” no solo es retóricamente configurado como el “campo del mito”, sino reconducido a la coalición hermenéutica libertaria -acaso única- entre telurismo metafísico-existencial, literatura gauchesca y ensayo de interpretación nacional. En efecto, Astrada se revela como un lugoniano de izquierdas5.

En Horacio González, la re-mitologización del Hinterland rioplatense señala, más que el lema, el conatus de lectura “argentino-pampeana” -así lo llama-, desde donde poder re-interrogar el acontecimiento por el cual “en la idea de pampa vive un ámbito cognoscente”. Este horizonte gnoseológico localizado invoca una “esfinge literaria”, sí, pero revestida en una “forma política”, cuyas palabras emergen “como sobras de un continente literario desaparecido, que en sus residuos esparcidos frente a nosotros aún nos recuerdan un modo de hablar de un país en tiempos en que se esperaba que surgiera la justicia, la revolución o la vida liberada” (González, H. 1999, 130).

Un tiempo perdido a la búsqueda de un programa de lecturas. Por ello es que cuando entre estas mismas palabras se invoca el nombre de Astrada, es para connotar que la “pampa es la fuerza telúrica que implica al ser en desafío y aventura” (ibíd., 1999, 141). Aun cuando Héctor A. Murena y Rodolfo Kusch intentaran variar sus metafísicas telúricas sin dejar de respirar el hálito escriturario de Martínez Estrada y la geo-antropología cosmogónica del último Astrada, respectivamente, para Horacio González, todos ellos “insistieron en que un ámbito territorial podía llevar a una forma del paisaje y ésta a un horizonte del ser, entendido como destino enigmático” (ibíd., 1999, 147). El propio Horacio González reasume este porte ontológico a la vez que literario, pero volviéndolo a la dimensión astradiana del mito pampeano, releyendo su clave profunda y persistente: sus potenciales revolucionarios.

Ya situado desde el principio en el ala izquierda de la ontología telúrica, pues, este desplazamiento metafórico e ideológico le permite repensar al propio pensamiento crítico a la vera de las virtualidades retóricas y políticas latentes de la tradición “pampeano-céntrica”, que desde luego él jamás llamaría así. Calando hondo las capas de una arqueología del presente -cuyo estrato nacional tectónico no puede traspasar la escritura facúndica de Sarmiento-, Horacio González cree poder reconocer -si no capturar- la irrupción súbita del conatus mítico en forma de actualización de un evento inesperado e irrepetible, cuya promesa libertaria venía transida de infortunio y frustración. Revolución y Nación, sí, pero también Tragedia. Es que Astrada hizo “de su recorrido un compendio de la tragedia política nacional en la figura del intelectual contemporáneo”. “El nombre de Carlos Astrada, que estamos introduciendo abruptamente luego de pronunciar el de Sarmiento, nos entrega un polemista agrio, bronco”, pero que también evoca la figura de “un bien dotado escritor filosófico”. “En el escueto panorama de la filosofía argentina, si es que al momento de la enumeración exigiéramos la presencia de alguna originalidad, solo es posible encontrar acervos con muy pocos ejemplares”, acusa Horacio González, para referir sin embargo que “el nombre de Astrada no puede dejar de figurar en esas listas que se intenten, irremisiblemente despobladas” (ibíd., 130). Ante ello considera que “El mito gaucho (1948) es un libro perdurable, que desde ya solo admite una actitud polémica al considerarlo”, por cuanto su “atrevimiento notable exige que sea pensado junto a El payador de Lugones -al que continúa y al que discute- y Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de Martínez Estrada, aparecido el mismo año, con el cual implícitamente polemiza”. Según esta interpretación -que no retacea voluntad canónica-, “Astrada hace de El mito gaucho no una citación heideggeriana, sino un evento que emana de desciframientos que sí conservan el aliento heideggeriano, por momentos nada lejano al suyo propio”. Y lo de veras fundamental, a saber, que para “Astrada está claro que la transformación del mito ocurre para dar vida a distintas etapas de la empresa liberacionista argentina” (ibíd., 147-148).

Precisamente ello es lo que Horacio González lee en Astrada: la experiencia de la liberación argentina. Ése es el drama gnoseológico, existencial y práctico de Astrada -sobre todo en su último período-, tanto como el de su lector finisecular y dramatológico, Horacio González. Del ensayista libre leyendo al filósofo liberacionista, a trasluz de la letra de la matriz textual pampeana, que instituye el Mito de la Argentina Liberada, empero, sin que destituya jamás su Tragedia. Es que mientras despeja la polvareda brumosa que cubre la huella de Astrada, el programa de lectura contenido en Restos pampeanos supone una comprensión “dramático-histórica” de la escritura ensayística argentina, subtendida en el horizonte de experiencia y esperanza que forman la “fatalidad apremiante de las naciones”, en el plano histórico, y la “razón crítica”, en el plano reflexivo.

Viendo un poco más de cerca cómo Horacio González interpreta el revés de trama del drama histórico de la nación, comprobamos que su escritura se orienta por la idea de una “conciencia justa”, templando el registro poético de la lengua ensayística, de un lado, y del otro, calibrando el puesto que le asigna a Astrada en esa experiencia trágica. Desde cuya espesura temporal, los textos de la patria pretenden literaturizar situadamente los trazos libertarios de la razón filosófica. Menos se le escapa a Horacio González que el linaje pampeano literario-filosófico debe mucho, sin embargo, a Sarmiento. Por lo que ahora sí es menester recordar que la primera huella de escritura solicitada por Horacio González en Restos pampeanos es el Facundo, en tanto reenvía a la clásica imagen de Sarmiento de la clavadura de la vista en el horizonte, ya que efectivamente allí se abre “su gran mito pampeano”. Son fuerzas figurativas que siguen operando, chorreantes, en el cuadro metafórico radical acuñado por la simbólica geográfica sarmientina. Martínez Estrada, como mucho, rectificó los alcances del marco, ampliando el piso geológico profundo y estrechando su abertura celestial mesiánica. Por eso es que el repertorio telúrico de Martínez Estrada se nutre de “imágenes sombrías”, que “están inspiradas por la pampa, ese plasma vital que permanece en un subsuelo cubierto de sordidez, resentimiento y aciaga predestinación”, ya que la “pampa es lo que hace vivir a lo inerte, cargándolo de un sino fatal (ibíd., 9)”. Y sin embargo, el término utilizado por Horacio González, “plasma vital”, es antes un sintagma que nos liga a Astrada que a Martínez Estrada. Remisión positiva e inversa hacia Astrada que no tardará en surgir, por cierto. Pues en esta misma secuencia, leemos que “Martínez Estrada convertirá al Martín Fierro en un mito, no el mito gaucho que en Carlos Astrada es el preámbulo de una ontología revolucionaria, sino un mito textual por el cual toda forma de vida nacional está obligada a interpretar, como una maldición, sus escritos cifrados” (ibíd., 111).

Esta contraposición entre Martínez Estrada y Astrada condensa, acaso, la tensión fundamental que articula la hermenéutica arqueológica de Restos pampeanos, resumida entre la moralidad alegorista y la politicidad mitizante. Ya presente, por lo demás, en Astrada, como una síntesis al cabo irresuelta y suspensa. Esa textura cifrada de alegorías míticas deviene en Astrada, dialécticamente, una ontología revolucionaria. Que es, acaso, el resto mayor del ensayo interpretativo-liberacionista de la Argentina moderna. ¿También en su lector Horacio González, al filo mismo del Siglo XX crepuscular? En cualquier caso, la lectura genealógica gonzaleana tiene como elemento primordial y rebelde al suelo de las escrituras de la nación, a las que hay que transcribir, traducir, en una memoria viviente, para reencaminarlas hacia una destinación de felicidad pública. De nuevo, esto lo dice Horacio González con la misma entonación que puede emplear Astrada. En quien “Pampa” es el significante que metonimiza la tríada dialéctica y trágica filosofía-nación-liberación. Si esta es la serie dramática que concatena las figuras reflexivas fundamentales de una fenomenología de estratos performativos que continúa extrayendo reservas hermenéuticas del pozo aparentemente resecado de las napas semánticas del telurismo mito-ontológico de Astrada -yacimiento bibliográfico subterráneo, combustible textual originario, óleo poético hundido-, no es precisamente Horacio González quien venga a desmentirlo. Y con esta posibilidad existencial del horizonte de la praxis emancipatoria es que surge -emerge, irrumpe, brota- “una novedosa figura de la nación libertaria”. No otra es la intencionalidad mitopolítica de Astrada, de cuya aureola Horacio González aun recoge aquellos resplandores que le permitan reconfigurar un pensamiento social crítico, capaz de acusar recibo de “la disputa por el sentido de la revolución soñadamente justa y de la liberación declaradamente social y popular en la Argentina”. Ensueño dilemático que debía, ante el ente denominado “nación”, sostener “que lo que era considerado obstáculo podía encerrar un tesoro de pensamientos cuya liberación era la condición primera o simultánea de la liberación de todo lo demás” (ibíd., 262).

Este ideal de “liberación” intelectual-política, objetivado por último en la refracción reflexiva de una nación liberacionista, se orienta por el horizonte de constitución cultural del Mito del sujeto Popular. Horacio González -¿lector gramsciano de Astrada?- considera equivocado superponer “indebidamente la idea de opresión a la de culturas populares”, prejuzgando así que toda “formulación ligada a las ‘poéticas de la nación’ serían tan solo ‘operaciones’ atribuibles a un afán disciplinador”. Si fuera este el caso -el único sentido de la “invención de naciones”-, entonces, apenas asistiríamos al conjunto de “operaciones ‘míticas’ que llevan en su corazón malicio el premeditado deseo de controlar la diversidad y tornar homogénea la pluralidad del mundo cultural”. Pero esta mirada alarmada -liberal de izquierda, academicista progresista, etc.-, somete “a una constreñida cuestión de ciudadanía los más densos problemas histórico culturales”, dando por incuestionablemente válida “la actividad del mito como adversario mayor de la democracia del conocimiento”. Si bien esta lectura reductora surge de “una idea escasa e indigente del mito”, empero, en autores como Oscar Terán, ello “nunca va en detrimento de su acre sagacidad para detectar el sino trágico de los pensamientos sobre la historia” (ibíd., 209). Por ello Horacio González circunscribe el drama existencial que moviliza la obra de Astrada a partir de las grandes coordenadas epocales donde confluyen trágicamente la dilemática combinación de nacionalismo y marxismo, poética del mito comunitario y revolución social y popular. Nación, Filosofía, Mito y Revolución/Liberación asisten, así, a la experiencia contingente y aporética donde se decide el destino del intelectual comprometido que templa su voz misional en el espacio del ágora pública. Este misionalismo laico porta sobre sí el “sino trágico” que la mito poética nacional de Astrada, pese a tanto optimismo, no pudo revertir, ni en su biografía ni en la Historia. Es el estigma que Martínez Estrada reconocía en todo lo telúrico, acaso, el que Astrada supo sustraer de sus textos públicamente disponibles, pero que no pudo conjurar de su propia facticidad existencial.

No necesariamente por ello, pero sí en clave tragicista, una de las escenas discursivas epocales a través de las cuales Horacio González aborda directamente la obra de Astrada, es el de la “telurización de la historia”, y su consiguiente correlato en el “marxismo telúrico”. El problema de esta estructura ontológica de temporalidad estriba en encontrar los nombres adecuados para designarla en tanto fuerza singular de la historia. Se trata de preguntar si el espacio de potencia temporal pampeana extrae de “su nombre una seña literal exclusiva y atada a la cosa por relaciones fácticas”. Indagar, en consecuencia, si está “sometido a nuevas artesanías de la lengua”, en cuyo caso resulta “usado aleatoriamente en su forma primitiva pero con significados flotantes”, o bien si “actúa continuamente tamizado por deslices metafóricos que exploran significaciones adormecidas que se despabilan en medio de las denominaciones nuevas” (ibíd., 288). Pues esta última constatación acerca de las analíticas postestructuralistas -cuando no se podía aun prever que en las tesis de Ernesto Laclau, coincidentes con ideas sugeridas por el propio Horacio González, hallaría una inusitada reemergencia pocos años después-, decíamos, explora el campo semántico de efectos del “destino como forma”. Entonces las fuerzas sociales se transfiguran “como tropos acabados de la lengua”, y conducen, en quienes sí lo afrontaron en la ensayística argentina, a la “forma dramática del mito”, ya prevista en el marxismo por Gramsci, aunque a duras penas en el luego tan solicitado postmarxismo neopopulista de Laclau. Como sea, Horacio González está pensando en el problema temporal de “la posibilidad siempre abierta de relaciones históricas desconocidas entre fuerzas y nombres” (ibíd., 289). En el marxismo ensayístico argentino, este problema se planteó, precisamente, como “meditación telúrica” sobre la historia. Y más allá de las intervenciones de John William Cooke, Héctor Pedro Agosti, Juan José Hernández Arregui, a Horacio González le interesa particularmente el tratamiento filosófico de Astrada. Esto es, el alcance filosófico de aquello que también se nombra como “telurismo”.

Si Restos pampeanos presenta una semblanza de Astrada como pensador trágico que, metonímicamente, habilita una hipótesis político-cultural sobre la experiencia filosófica argentina, es porque debe conferirse estatus explicativo al “espectáculo de una coexistencia, por así decirlo, de gajos resquebrajados y vasos tronchados”, que atraviesa la obra de Astrada, y como metonimia existencial, de buena parte la desosegada filosofía argentina. En cualquier caso, estos desgarramientos permiten “menos percibir diferentes estrías culturales de un cómodo itinerario, que un revuelto incómodo de destinos filosóficos ovillados y desovillados por sucesivos arrebatos políticos”. Astrada - “filósofo de exposición clara y contundente”, a la vez que de “serena erudición y versátil escritura” -, fue alguien que “vivió el drama irresoluble, drama hegeliano al fin, de sentirse el filósofo de un Estado y de una revolución” (ibíd., 147). Este drama dialéctico argentino, en el que Filosofía e Historia deberían reanudar su peripecia auto-realizadora revolucionaria en el espacio geo-existencial de la Nación, es lo que al cabo encarna y personifica la escritura filosófica de Astrada. Pero como tal “sentimiento ocurría en el paisaje filosófico de la Argentina -un país, como todo país, fuertemente neutralizador de las esperanzas que al calor de su quimera teje la lengua filosófica- Astrada fue, como tantos, un hombre frágil con pensamientos fuertes” (ibíd.). Lo que al cabo revela los “complementarios ingredientes que chocan trágicamente en la conciencia intelectual contemporánea, produciendo sentimientos de congoja y de imposibilidad, con los que finalmente toda filosofía quedará desnuda e informulada frente a los poderes que quiso abrigar” (ibíd., 295).

El conflicto trágico entre lengua de la razón y razón de Estado, discurso filosófico y comunidad pública, se escenifica subjetivamente en el pathos del intelectual frágil que padece la imposibilidad última de objetivar su lenguaje fuerte como energía operante de una praxis colectiva en-la-historia. Destinos frustrados de una filosofía que quiso ponerse al servicio de la idea de nación pero sin renunciar a sus títulos occidentales, y menos, a sus prerrogativas académicas (después de todo, Astrada se sentía un Herr Proffesor periférico). Su hybris de filósofo de Estado resultó a la vez su Fatum de intelectual orgánico sin Príncipe, una vez excluido de sus funciones profesorales por los golpistas del año 55. Su giro al comunismo y pronto al maoísmo -esa saturación carmesí del sentido rojo de la historia-, sin embargo, no refutan precisamente sus aspiraciones a erigirse en la totalidad de una conciencia epocal insurreccional y mesiánico-profana, del Weltgeist insurgente sintetizado en una sola cabeza. Siempre ligado, no obstante, a una épica cognoscente que funda su expectación en una epistemología agonística de la liberación social. Surge pues el problema de un Astrada que, en tanto pensador trágico, protagoniza un drama epistemológico emancipatorio en un país periférico, en la medida que en su discurso anómalo -ante la recepción actualizada del canon occidental, que sería el buen negocio de la “normalidad” filosófica (Romero, F. 1950 [1935]; Ramaglia, D. 2007)- se encarnan las fuerzas sociales de la Revolución, a la vez que las energías catárticas de la Retórica bebiendo, hasta el delirio báquico, de las potestades cognoscentes de la Razón. Y en ello es significativo que el texto astradiano con el que más dialoga Horacio González sea El Mito Gaucho, subsumiendo en la serie epistémica y política Nación-Revolución-Retórica-Nación sus otros escritos filosóficos más “técnicos” o de lexicografía categorial, para dejar expuesta la operación cultural profunda que Astrada pone ensayísticamente en juego: un pensar situado del Ser en el ámbito alegórico-cognoscente de la praxis de liberación nacional y latinoamericana.

Así, yendo de Perón a Mao, en el conocimiento trágico de Astrada opera siempre “la misma y frágil figura del filósofo”, que “anunciaba la encarnación de la filosofía en los emblemas vibrantes de la historia”. En tanto el “espíritu absoluto de Hegel que nunca comienza en la inmediatez presente y que buscando revelar todo lo que ha sido, niega en sí mismo la sucesión anterior de lo que conserva como recuerdo, Astrada era esa revelación constante de todo lo que había sido”. Así, “en el drama entero de su itinerario intelectual no se alejaba bastante del retrato que hará de la dialéctica”, cuando todavía rebusca en la experiencia china el problema de la “unidad de destino”, ahora, reconsiderado desde “una versión hegeliano-maoísta de un tema que antes trataba con climas heideggerianos”, y para la cual “la dialéctica es la estructura misma de la realidad histórica”. Es que de “un modo o de otro, desde Buenos Aires o Pekín, el flujo de los años y el cambio de situaciones históricas no hacía más que dejar en pie una épica del conocer -esa dialéctica heideggeriana, por así llamarla- y apartar una y otra vez imágenes fugaces de configuraciones políticas, estados o cuerpos armados, que no eran sino sujetos provisorios de la historia, sometidos en el pensamiento astradiano a un juego consecutivo de trueques y sustituciones”. No obstante, en todo momento el “filósofo estaba expuesto al fragor de la historia”, pues “solo allí, decía, se encontraba la filosofía”. Por ello Horacio González se pregunta si no “era en la contradicción consigo mismo, donde encontraba la ‘paz perpetua’ del tiempo dialéctico que conmovía la historia” (González, H. 1999, 309).

El mito identitario de la nación tal como lo encarna la mitopoética ontológica de Astrada, es pues inescindible del campo de fuerzas que activa su inscripción remitologizante en un Epos trágico. Confiriéndole, así, forma telúrica al “dramatismo de la conciencia pública”. Se trata de la historia que arrecia sobre “los hombres que se envolvieron en el manto trágico de las ideologías”, lo que entraña reconocer “la narratividad de ideas que asumen los hombres en situación de litigio”. Esta concepción agonal requiere admitir que en la estructura de la temporalidad moderna -inmanente a la forma nación-, todos “los sujetos dramáticos de un largo ciclo de guerras y revoluciones suponen un juego combinatorio entre las tradiciones de la izquierda social y el ‘mitema’ nacionalista”. Más todavía, Horacio González arriesga la tesis conductora -viga maestra, en conclusión, no ya sólo del pensamiento astradiano, sino del suyo propio- acerca de que toda la discusión intelectual del siglo XX “puede pensarse como un debate en torno al mito: sus potencialidades, sus capacidades diferentes de impulsar una actividad social, de llevar a una develación o, en caso contrario, a una recaída en la fabulación yerma, despótica y exterminadora de lo humano”. De modo que si se optara “por descartar el mito como una figura disonante del conocer, que le pone a la práctica humana los inadecuados añadidos de la mixtificación y la quimera, no podríamos alcanzar el verdadero corazón de las luchas sociales de esta época y acaso de las que vengan”. Pues también “las luchas son para definir el sentido constructivo de emancipación del mito”, en tanto “el mito encierra esa posibilidad civilizatoria”; aquél “mito amigo de los hombres, pero de fulgor ético y revolucionario”, que por tanto nos “habla con su poder de reversibilidad del tiempo, poder trastocador que es preciso aprovechar para pensar las sociedades en términos nuevos, desenfadados y estimulantes” (ibíd., 426).

Así pensaba Astrada, desde luego. Por lo que no es abusivo, precisamente, decir que la marca astradiana del filosofar ensayístico libre de Horacio González señala la traza fundamental del problema del Mito -anarco, gauchesco, peronista, trotskista, montonero, alfonsinista, kirchnerista, y lo que nos depare la historia por venir- en el horizonte temporal de las promisiones libertarias de la modernidad, en general, y en los confines periféricos de occidente, en particular. Por ello cuando analiza El mito gaucho, Horacio González tematiza en Astrada, primero que nada, la primacía del “dominio del mito, en pasmosa autopoiesis, que surgía o fluía de todo el proceso histórico social”. Pero en su desciframiento de la “idea védica de destino”, transferida a los “signos de la Ananke gaucha” -en el poema de José Hernández- lo cierto es que “Astrada se situaría frente a él como el filósofo que se dispone a escuchar la ‘voz del ser’ a través de la palabra del poeta”. Para Astrada, pues, el “fondo mítico ontológico del gaucho designaba entonces al hombre argentino”, no obstante que “ello llevaba a una discusión sobre el propio concepto de mito, a la que Astrada le dedica una breve reflexión en la introducción incorporada con posterioridad a la primera edición del libro”. Éste es, precisamente, “el Astrada de los años sesenta, que reencamina toda su interpretación lo más lejos que puede del lugonismo y ya en los dominios del marxismo hegeliano”. Tras este vuelco o viraje, Astrada reafirma su “propio mito gauchesco, mito social reparador y de índole revolucionaria, a la altura de las revoluciones sociales contemporáneas, la Francesa, la Rusa, la China”. Horacio González nota que, si por un lado, Astrada viene, en términos de Sorel, a “afirmar un mito creador de acontecimientos históricos, por el cual las grandes construcciones míticas que alimentan el hilo de las ‘psicologías colectivas’ debían cuajar en acontecimientos conmocionantes, capaces de iniciar una nueva época social, como es el caso de la Revolución China”, por el otro lado, sin embargo, “le daba a su marxismo un recurso ontológico más encumbrado que el del ímpetu enigmático del mito a la acción”, que “era su giro hacia una preocupación telúrica alrededor del genius loci, las notas peculiares del paisaje en la determinación de la historia”. Y ello en términos de una “geopsique”, que “enlazaría en un mismo conjunto explicativo la tierra y la humanidad, los dos cabos anímicos entre los que se desempeñan las prácticas de la historia”. Y es allí donde, pues, se puede “contrastar la creadora politicidad del mito con las abstractas etapas prefiguradas por una historia mesiánica”. Con lo que Astrada, en su lectura de los “mitos telúricos” -como “contrapunto con la idea, que proclama falaz, de un <<fin de la historia>>”-, quería mantener la idea escatológico-secularizada de una “constante participación activa del hombre en la apropiación místico-política de su esencia universal, sin enigmas ni dictámenes sacerdotales” (ibíd., 1999, 294). Es que Astrada veía en el mito “un acatamiento modificador del destino, esto es, una voluntad historizada”, que está en la base de su traslación del tercerismo peronista al maoísmo, así como de su alegórico mesianismo secular.

Pero aquí es el propio Horacio González quien sigue las huellas salvífico-profanas de la filosofía de la praxis de Astrada, en la medida en que no quiere perder de vista sus dilemas frente al ideal kantiano del ecumenismo humanista, ni las posibilidades de su modo de apertura temporal postmesiánico. En este sentido, su lector le asigna una importancia clave, no solo a El mito gaucho, sino también a El marxismo y las escatologías. Observa pues que si “Astrada considera que las escatologías y teodiceas de la historia inspiradas en una espera mesiánica del porvenir, recobran sin mayores velos los milenarismos de cuño bíblico, siempre reforzados por el idealismo alemán”, es porque advierte que cuando estos movimientos quilliásticos “se transfieren al terreno social, pueden acompañar, tal vez, un tipo de reivindicación progresista”, pese a que“ ella se hallará siempre presa de una ‘servidumbre celestial’ que acepta cumplir la justicia en la historia, gracias a deshistorizar la propia raíz humana de la necesidad de justicia”. El propio Nietzsche, según Astrada, “no se diferencia mucho de la escatología del ser que se halla en Martin Heidegger”. Ello indica que en el decisivo texto que es El marxismo y las escatologías, aparece “una adusta relación con Heidegger, que Astrada (filósofo, como sabemos, estremecido a lo largo de los años por repliegues y oscilaciones) tendrá ocasión de revertir poco después, en uno de sus últimos libros, donde su visión del filósofo de Ser y Tiempo aparece entretejida a la luz, según dice, de un adecuado pasaje de la <<analítica ontológica a la dimensión dialéctica>>”. Pasaje de retorno teórico que al cabo revela la comprensión de un “Heidegger, pues, que en ese momento ya recogía, para Astrada, los ecos más finos de un Hegel y un Marx”. Y ello sin dejar de tener en cuenta que Astrada “elige el rumbo de un historicismo inmanente”, desde cuyo horizonte ontológico concibe “la historia como resultado único del conflicto entre las praxis humanas” (ibíd., 292).

Mezclas, junturas, metamorfosis: restos dialécticos

Claro que la escritura filosófica de Astrada forma parte también de la constelación de los nexos barrocos entre ensayo, drama y nación. Si es que semejante combinación no puede sino solicitar las energías retóricas del paradigma barroco. Nación, izquierda y ensayo: drama cognoscente a la altura de todo barroco epistémico. Efectivamente, Horacio González señala aquí “la importancia heurística, cognoscitiva y narrativa que tiene el concepto de izquierda nacional”, haciendo esto, analógicamente, en “tono ensayístico”, y consiguientemente, “en la misma cuerda epistémica del lenguaje que queríamos evocar” (ibíd., 429). Se trata de la “reflexión sobre el modo en que se coaligan las ideologías de la revolución moderna: nacionalismo e izquierda”, puesto que el “arte combinatorio, que las vincula en distintos grados y proporciones, es el arcano del siglo veinte” (ibíd., 430). ¿Del Barroco del siglo XX? El enigma a develar, y el problema conceptual a pensar, estriba en insistir que “la historia de esta vinculación -vinculación que retuerce y barroquiza campos conceptuales diversos- puede arrojar luz sobre algo que aún no sabemos adecuadamente” (ibíd.). Y ello concierne a la condición escritural de la nación en sus retorcimientos barrocos de campos conceptuales múltiples. Por ello Horacio González, frente a una “idea meramente integracionista (y represiva) de nación”, pretende interrogar, desde las tradiciones de izquierda (barroquizadas), la “cadena combinatoria”, en la cual la idea de nación puede descifrarse a partir de aquellos modos que “preserven los patrimonios culturales y la memoria social de la humanidad, con sus sujetos laborales y nacionales entendidos como manifestación de la justicia y la emancipación” (ibíd., 430).

El punto de vista del barroco americano emancipatorio que sostiene en Restos pampeanos, supone un modelo de lectura singularizado -además de radicalmente periférico- del humanismo universalista, con el que Horacio González pretende averiguar si es “posible pensar que el mundo de las ideas sociales mantiene una rara completud y secretas vinculaciones que es preciso poner a la altura de la justicia de bienes, de la igualdad de gratificaciones y de la vida buena en las sociedades”. Si pensar el ensamble o sistema combinatorio barroquizante que articula las fuerzas epistémico-retóricas dispersas que convergen en los lemas de la emancipación social, de la vida buena y de la nación liberadora, es una decisión filosófica “aceptable o verosímil”, entonces es preciso “acudir nuevamente a las estrategias de mezcla, (o mejor, de juntura)”, con el objeto de que aquellas se muestren “a la altura del mito del pensar concreto, el del bricoleur, el que arma objetos nuevos (obras o pensamientos) bajo la caución de un mundo que ya dispone de materiales heteróclitos pero limitados” (ibíd., 430-431). Por esta vía -abierta por Horacio González desde el pensamiento antropológico de Claude Lévi-Strauss, pero que reconduce tarde o temprano a Astrada-, dice, una “poderosa forma de mezcla labora con lo ya dispuesto pero en medio de una gran libertad situada”. Así, en tanto semejante libertad situada re-inventa, sobre el existente social real como plataforma, y con distintos elementos culturales, su propio material estructurante en una configuración inusitada, entonces resulta que “cada mezcla no es producto de acuerdos transaccionales sino de acontecimientos verdaderamente nuevos”. Se trata, así, de “pensar los pensamientos de mezcla sin que pierdan su gracia creadora”, ya que así se produce “efectivamente la aventura democrática del conocer, ejerciendo la crítica por sustracción o por extrapolación, lo que también puede definirse a la altura del primer Oscar Massota, cuando escribe que es necesario recuperar ideas que están en manos de ‘escritores de derecha’ -ideas como la de destino- y que recuperadas tendrían la severa encomienda de reactivar al sujeto de las izquierdas” (ibíd., 431). Pensamientos de anexión, los denomina Horacio González -siempre en Restos pampeanos-, esto es, “de readquisición o de transferencia, que de algún modo nos recuerdan la eficacia, la rareza y el mito crítico del pensar, basado en el acto irremisible de quitar algo de lo existente o en agregarle lo que parecía no corresponderle” (ibíd.).

No debemos olvidar, mientras, que este planteamiento mito-crítico en torno a las “estrategias de mezcla” y de anexiones sustractivas en terreno adversario, determina la propia idea de filosofía argentina que está analizando nuestro ensayista, precisamente en su modo de dialogar con la voz de Astrada. Al respecto, nótese que Restos pampeanos casi culmina -es decir, antes de la enumeración final de nombres que bautizan el arca fraterna de una comunidad épica de lectores disidentes, a la vez que desplazados o laterales respecto de la nómina académica dominante- con un problema que queda como suspendido, dejado a la vez en estado de perplejidad y de deuda. A saber: que la “filosofía argentina”, desliza amargamente Horacio González, es “anémica, supeditada, facsimilar” (ibíd., 1999, 431) . Opina esto en relación a la filosofía académica, o sería mejor decir, academicista en sus modos más desembozadamente eurocéntricos y aristocratizantes. Al desamparo relativo de un “conflicto de Facultades” larvado, el “sociólogo” Horacio González convoca a imaginar las tareas de un programa de pensamiento filosófico que, en sus trazas fundamentales, no es otro que el que hubo de retomar Astrada en El mito gaucho. A saber: que aún “está pendiente el programa que insinuara Alberdi hace más de un siglo y medio: cuidar de la filosofía para mantener el derecho a pensar en una autonomía cultural” (ibíd.). Comprobamos así que se trata del proyecto intelectual del autonomismo universalista romántico-barroquizado, que ahora Horacio González redefine a partir de la figura del “bricoleur situado”. Por ello es que Restos pampeanos no termina nombrando a Astrada como puro referente histórico-intelectual, sino, mejor, invocando el máximo programa cultural que el pensador cordobés, en la huella del joven Alberdi, quiso para la emancipación de la nación: el diálogo instituyente entre Nación y Filosofía. Por eso Horacio González, tras tensar la “cuerda epistémica” ante aquel programa de autonomía cultural universalista, observa que si aún no ha llegado “el crepúsculo de esa potestad del pensamiento libre (que de todos modos nunca fue plena entre nosotros) aún será posible reconstituir nuestra vitalidad cultural volviendo hacia la filosofía, o mejor dicho, hacia la disposición filosófica” (ibíd., 432).

En esta jugada hermenéutica de Horacio González -o si se prefiere, en esta hermenéutica jugada, dicho siempre astradianamente, claro-, a veces ocupa la escena el barroco, a veces el mito de la filosofía argentina, y otras, la diseminada e imposible dialéctica, siempre persiste el motivo del idioma. Se diría que este tema es propiamente su marca en el debate por la existencia de una filosofía argentina. En efecto, Horacio González acepta que “una actitud filosófica, si se quiere genuina, antes que entablar un desgraciado combate en torno a su supuesta autonomía filosófica ‘nacional’ debe procurar convencerse a sí misma que posee un lenguaje que no se sostiene en ninguna otra cosa que en su propia autoafirmación (González, H. 2001, 14)”. Que es por donde primero se quiebra el occidentalismo eurocéntrico, y a la vez, sin renunciar a su patrimonio polifónico, Borges mediante, que ronda en esta polémica, digamos, intertextualmente. Como sea, Horacio González piensa que por más “universalistas que nos encuentre nuestra disposición moral e intelectual, no podemos fraguar que hablamos otra lengua, tanto como no podemos ignorar que somos portadores de una falla geológica inicial en relación a la filosofía, apenas queramos que sea inherente a nuestros territorios”. Sostiene, así, que “la lengua esencial del Cogito no tiene geografías designadas, y si las tuviera, quizás no coincidirían con el mapa atribulado de nuestros países”. Y, no obstante, aduce que “desde que Alberdi en 1837 intentó precisamente conjurarla pidiendo una filosofía para ser una nación”, no “es posible negarla torpemente ni dejarla abandonada”. Más bien señala “un problema válido de las vocaciones dispuestas al filosofar históricamente situado” (ibíd.). Según esta lectura -tan canónica que podría sorprender, pues tiende un arco, como mínimo, desde Alejandro Korn hasta Arturo Roig pasando por Leopoldo Zea- debemos percatarnos, insiste Horacio González, del legado de un “filósofo argentino tan relevante como Carlos Astrada”, quien “nos puede permitir visualizar otro ángulo de este dilema”, pues sus escritos “se mantienen sobre una argumentación de alta exploración filosófica, aunque siempre dejan la vibración inmediata de la historia en estado de afloramiento” (ibíd.). Si en este universalismo pragmáticamente contextualizado en clave de un bricollage inaudito que es puesto al servicio de energías temporales liberadoras, reside pues “la tarea del <<filósofo argentino>>”, entonces se comprenderá por qué “Astrada era un hombre acre embarrado en los desfiladeros encarnizados de la política argentina y de la revolución social” (ibíd.). Y que semejante politicidad es una condición intransferible, aunque no necesariamente generalizable, del filosofar en la Argentina.

La hibridación gnoseológica barroco-rioplatense6 de Mythos y Logos que trama Astrada -en el sentido en que calcula deliberadamente y entreteje fictivimante-, politiza la intersección de la poética del existir del paradigma mitopoético vinculado a la metamorfosis, con la poética del existir del paradigma fenomenológico vinculado a la dialéctica. Desde el punto de vista de Horacio González “también sabríamos ver el viejo mito transformista en funcionamiento si nos apartamos de la alacena de los textos gloriosos del pasado, para averiguar en los buenos textos del presente, y por añadidura, también surgidos de nuestras vecindades” (ibíd., 188), si cuando alguien como “Carlos Astrada, grave pensador argentino, escribe El mito gaucho, mueve en partes iguales un doble corazón: uno vinculado a la metamorfosis (inclusive inspirado, como Ovidio, en el pitagorismo) y otro vinculado a la dialéctica, dejando lugar al proletariado en el cesar de las figuras de <<los hijos de Fierro>>” (ibid.).

A esta altura no hace falta insistir que cuando Horacio González propone una lectura de Astrada como un dialéctico trágico que supo barroquizar la potencia semántica bricoleur del mitema nacional, está redefiniendo una operación político-epistemológica radical, dirigida a pensar un programa ensayístico de crítica cultural libertaria. Juntando y rehaciendo piezas cognoscentes con los restos continentales de la hundida dialéctica. Última Tierra Firme para responder, con expectación revolucionaria, por la interrogación de la posibilidad de una “filosofía argentina”. Todo lo cual es el viejo Astrada. Que se creyó en condiciones, precisamente, de tomar a su cargo la respuesta. Lo que implicaba decidirse por el Mito y no por la Alegoría. Y ello, precisamente, perseverando en la escucha de Astrada, aun cuando la historia o la conciencia exigieran responder -canon ensayístico mediante- por un linaje que supondría, al cabo mirada la cosa de lejos, la voz tortuosa, pero al cabo mucho más visible de Martínez Estrada. Pues no parece haber sido el trayecto elegido por Horacio González. Desde la perspectiva de su ontología política, la alegoría ética poco puede hacer ante el Mito revolucionario. El moralista pierde la batalla contra el mitógrafo. Y desde luego que hay razones filosóficas para proceder así. Sin tener por qué mencionar a Astrada cada vez que se plantea la cuestión, sin embargo, Horacio González no deja de decir, en cuanto puede, -por ejemplo, en su Perón- que las “alegorías son formas anticipadas de lo otro en mí, la alteridad -valga la palabreja- que da por consumado lo vivido con un remate brusco que deja de lado la variedad y la proliferación de los hechos”. De acuerdo con su juicio, solo se asiste a una forma de “fijar la múltiple realidad de la vida en una objetivación cerrada, concluida”, pues “la alegoría es un instrumento pavoroso para reunir en un solo elemento ya desgastado, todo lo que se refiere al término de los procesos experienciales”. De modo que, independientemente del sintagma que adopte, lo alegórico “tiene que ver con escenas de redención y martirio”, pues representa “una reflexión sobre el tiempo que se recorre con tanto vértigo -por no querer aceptarlo en su vagarosidad-, que lo particular se funde con lo universal”. Indistinguiblemente. Y si acaso “el peronismo pensó así”, como sea, ello explica, para con él “la disconformidad de los pensamientos dialécticos, como el de Astrada” (González, H. 2008, 388).

No hay necesidad ya de recorrer todas las remisiones a Astrada que Horacio González propone en su Perón. No deja de ser interesante, sin embargo, notar que cuando leemos -todavía en el Perón- que nuestro filósofo “retoma la alta escuela del pensamiento mítico como una metafísica de la acción reparadora”, Horacio González precisa que no se trata aquí del “mismo legado que el de Sorel o de Gramsci, que Astrada rechaza -quizás sin percibir una cercanía mayor que la que admite, pero como sea, su mitopoética filosófica es una de las alas putativas del idioma de Estado durante uno de los períodos más vistosos de la sociedad-estado peronista”. Y ello Astrada lo pronunciaba en el “estilo de la metafísica que tantos practicaron y otros tanto condenaron, por la cual se establecía un paralelismo fijo y alucinado, totémico, entre el alma individual y la naturaleza”. Es que “Astrada fue y vino entre un modelo de vínculo dialéctico y otro mítico entre la naturaleza y el hombre”, ambos “entrelazados, como la diké y la hybris de los antiguos griegos” (ibíd., 410).

Tanto más significativo es el hecho de que Horacio González retome en los mismos términos este planteo, para inscribirlo en una genealogía más amplia, esta vez bajo la divisa, fundamental y programática, de que el ensayo es el género que hace peligrar los géneros y está siempre él mismo en peligro. En su artículo “Mitos intelectuales y <<mundo de vida>>”, Horacio González advierte pues que si “Astrada, Martínez Estrada o Leopoldo Lugones, cada uno a su plena manera, circundaron el tema del mito”, esto conduce “una vez más a considerar el papel del pensar mítico en el pensamiento argentino y latinoamericano”. No es un ajuste de cuentas, pero sí un balance del canon mayor del ensayo argentino del siglo XX: Leopoldo Lugones, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Astrada. Con el problema del mitema nacional como hilo conductor y trama trágica última. Pendiente de resolución aún su semántica revolucionaria. En cualquier caso, leemos que es sabida “la influencia del bergsoniano Sorel, que llega hasta Mariátegui, habiendo pasado poco antes por Gramsci”. Pero Horacio González -en su artículo de la Revista La Biblioteca- al cabo admite que “Astrada, que cuestiona al mito soreliano, nos interesa especialmente” (González, H. 2014, 314).

Frente al tiempo escatológico secularizado de la irrupción de la nación libertaria -de su racimo de minutos en una efemérides futurológica que hoy, en gran parte del Cono Sur, retiene sus instantes y sustrae sus indicios-, Horacio González comprende que su condición escritural es la vinculación que retuerce y ovilla campos conceptuales y estilos escriturales diversos, al cabo, en torno a la expectación del Kairós revolucionario. Procedente, no ya del Cielo, sino de la Tierra del sujeto popular, prefigurada en sus ilegibles e irredentos nombres. La filosofía argentina, con la retórica poético-ontológica de Astrada, arriesgó uno: “Mito Gaucho”. Pero aquí el problema recién comienza, y ninguna resolución esclarecedora se aproxima nítida y dócil ante la mano, mientras fatiga inútilmente el teclado.

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1 El presente texto es un adelanto de un libro de próxima aparición sobre Carlos Astrada, producto de una tesis doctoral defendida en la Universidad Nacional de Córdoba, en marzo de 2016.

2Efectivamente, Horacio González afronta con Astrada esa tremenda y dilemática pregunta, percatado -Platón mediante, que siempre en “la discusión sobre la filosofía argentina hay significados encubiertos”. La expresión platónica hypónoia, apunta Horacio González, “es inquietante pues encierra una pregunta, una posibilidad, una calificación improbable para la filosofía y una aceptación desvelada pero real respecto a si hay filosofía en la Argentina”. Ahora bien, en su opinión, tenemos “el vasto territorio de la filosofía de Carlos Astrada para reflexionar sobre el particular”, pues él fue quien supo “escribir las obras más relevantes de la filosofía hecha aquí, entre nosotros, un ‘entre nos’ que encarna la mencionada hypónoia, los encubiertos significados que llevan a una filosofía argentina o a la filosofía en la Argentina” (González, H., 2005, 4).

3Más que sugerente es el análisis que hace Susana Romano de Restos pampeanos, que bajo la figura del “hiperensayo de González”, permite detectar la restitución del mito entendido como germen del devenir narrativo de la nación. Retorno a los grandes relatos en contra de la actitud posmoderna que promueve su despedida y disolución, también tiene como implicancia disponer una relectura desplazada de la Modernidad, en cuyo horizonte de promisiones público-políticas emancipatorias se sitúa el núcleo de convicciones últimas del poderoso, a la vez que sutil, ensayismo gonzaliano. Susana Romano expone los términos en que Horacio González pretende reestablecer el nexo entre cultura y literatura, a través de estrategias de ruptura y reconfiguración, dentro de un canon que oficia de repertorio de textos de referencia, en función de un triple movimiento: instituir, destituir y restituir. Según Susana Romano, en Horacio González “se trata de buscar allí donde está representada la idea de Argentina como literatura y por cierto como catálogo de operaciones retóricas”. Es por ello que González de desplaza a través de un régimen heterodoxo de citas, que sin embargo, en todo momento “satisfacen la dimensión estética y la dimensión epistémica del género, sosteniendo la ambigüedad que en el ensayo es estructural”. Susana Romano tematiza el modo en que en semejante “programa retórico”, y estilísticamente autorreferencial, se provoca “la reivindicación del mito, en una agonística textual”, cuyos “actos de lenguaje se derivan de una agonística general”. Ello implica sostener una “defensa igualmente aguerrida de la lengua”, desde la cual se historian “las formas que han caracterizado el debate argentino durante el siglo XX y que se metonimizan en el término pampa que se hace metáfora del ser argentino”. Si el significante la “pampa” reaparece en el ensayismo de González, tal como sucedía con Carlos Astrada, como “la gran apoyatura del mito, de la gran narración cosmogónica, y del gran drama nacional”, a la vez que como “el suelo, el fondo de escritura de lo argentino”, entonces el tema es “lo que está escrito y como ésta escrito”, pues “Pampa es lo escrito argentino”. Así, la “voluntad de restablecer la condición retórica -y mítica- de la pampa, consagrada como tal por el ensayo argentino, es el estandarte gonzaliano”. Asimismo, cuando Horacio González se pregunta “quién es el dueño ejemplar de la voz que pronunciara las palabras más certeras de la pampa-mito”, Susana Romano responde, desde luego, que se trata de “Carlos Astrada, el filósofo, el que hizo de la pampa un mito”. Para Horacio González, lector de Carlos Astrada, su “tratamiento dado al filósofo, es otra muestra de la inclinación de nuestro autor por lo mítico, por la ligazón del mito con la tradición, con la memoria, componentes requeridos para la hechura de la nación”. Puesto que, del mismo modo, los valores de la nación “descansan en la llanura, espacio metafísico que supo andar el gaucho, y que sería cifra y respuesta del ser nacional” (Romano Sued, S. 2003, 76-79).

4Puesto que la ensayística telúrica de Astrada, en general, y El Mito Gaucho, en particular, se inscribe plenamente -aunque no exclusivamente- en la matriz interpretativa “pampeano-céntrica”, tal como la clasifican, respecto a la hermenéutica telúrica de los años treinta -donde Astrada también participa, aunque marginalmente-, Adrián Gorelik y Anahí Ballent. “La línea hegemónica -dicen- contra la cual se manifestaron las nuevas interpretaciones era la que representaba al país centrado sobre la pampa y sobre Buenos Aires. Una representación de larga data, en la cual el ‘criollismo vanguardista’ de la década del veinte había introducido un matiz celebratorio, dejando de localizar en la pampa la clave del mal cultural e iniciando una suerte de ‘metafísica de la llanura’ que, en la década de 1930, se había vuelto completamente convencional. […] Así, el mapa del país era una especie de pendiente que desembocaba en el Plata, donde se expresaba la totalidad del carácter nacional […] Aunque desde comienzos de la década del treinta algunas voces ponían reparos a la fascinación que producían esas lecturas, sólo en la segunda mitad comenzaría a tomar forma una representación consistente del país interior, que iba a oponerse a aquel <<pampeano-centrismo>>” (Gorelik, A. y Ballent A. 2001, 194-195). Dentro de este contexto semántico-histórico, por cierto, el lema “imaginación territorial” fue propuesto en su momento, no exclusivamente pero sí claramente, por Graciela Montaldo, pensando básicamente en su cuño romántico sudamericano, tan determinante para Astrada como modelo estético-ideológico. Graciela Montaldo denomina “imaginación territorial a una actividad fundamental de apropiación del terreno, a una actividad de los letrados que ocupa con la letra un territorio cuya pertenencia está en permanente disputa y, por tanto, se tiene que legitimar a través del saber y del relato”. Así surgen textos que “son verdaderas máquinas territoriales”, en tanto “producen el espacio proyectado hacia un tiempo por venir”, pero no “utopías sino que imaginan y delinean lo que vendrá como puro real” (Montaldo, G. 1999, 16-21).

5Horacio González señala, a propósito del influjo de Lugones en un “posible balance de las escrituras del ensayo argentino” del siglo XX, que la escritura del “drama nacional” no puede olvidar -en un sentido literario y político- “que un conocimiento es antes que nada un lenguaje y que un país para conocerse exige la vibración de un idioma singular”. Así, “Carlos Astrada, con El mito gaucho, conseguirá expandir su implícito lugonismo hacia los ámbitos revueltos de los ambientes de la izquierda política que sobrevendría luego de la caída del peronismo”. Esta operación es efectiva en la medida en que “el ensayismo es la búsqueda de una explicación para el malestar de las conciencias individuales y también un impulso hacia la emancipación de las instituciones públicas” (González, H. 2006b, 137). Según esta demarcación disyuntiva -“y”-, el malestar individual lo toma a su cargo Martínez Estrada, y la emancipación pública, Astrada. Ambos, al amparo del mismo género y de la misma metafórica absoluta.

6En el sentido muy general, aunque inclusivo, que emplea Carlos Gamerro, para quien es preciso distinguir una representación conceptual tradicional -o más bien convencional- de “barroco” -qué él llama “escritura barroca”-, de lo que sería, en un plano discursivo profundo, la “ficción barroca”. Mientras que la escritura barroca designa la desmesura o el exceso -lo “recargado”- a un nivel fraseológico y sintáctico, Gamerro se encarga de introducir un concepto diferencial de barroco, ya no como forma gramática sino como operación epistémica. Pues la “ficción barroca” remite en realidad a la representación conceptual de una estructura latente de significado textual, presente en determinadas escrituras literarias (Borges, Julio Cortázar, Juan Carlos Onneti, Felisberto Hernández, dentro de la región cultural rioplatense) no necesariamente atenida a una estilística barroca o neobarroca (Góngora, Quevedo, Leopoldo Lugones, José Lezama Lima, Severo Sarduy). Gamerro aprecia programáticamente que “de un extremo a otro de la geografía de Hispanoamérica, seguimos siendo barrocos”. Para justificar esta convicción cultural fuerte, explica que “lo barroco”, estriba en “su afición, adicción a veces, al juego de intercambiar, plegar o mezclar (no en el sentido en que se mezclan los ingredientes de una receta, sino en el de barajar las cartas de un mazo) los distintos planos de los que la realidad se compone: ficción/verdad, cuadro/modelo, copia/original, reflejo/objeto, imaginación/percepción, imaginación/recuerdo, sueño/vigilia, locura/cordura, teatro/mundo, obra/autor, arte/vida, signo/referente”. Y ello en tal modo, nos dice Gamerro, que la “realidad barroca no es nunca la de uno de los términos de estas oposiciones; no, por ejemplo, la realidad del objeto frente a la irrealidad de su reflejo en un espejo, la del modelo frente al cuadro, sino el compuesto calidoscópico, siempre cambiante, que surge de todas estas combinaciones y entrecruzamientos” (Gamerro, C. 2010, 18).

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