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Cuyo

On-line version ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.35 no.2 Mendoza Dec. 2018  Epub June 06, 2021

 

Artículos

El extra-ser americano. Transobjetividad fantasmática en Héctor Álvarez Murena

The American extra-being. Phantasmatic transobjectivity in Héctor Álvarez Murena

Germán O. Prósperi1 

1Universidad Nacional de La Plata. gerprosperi@hotmail.com

Resumen

En este artículo nos proponemos realizar una lectura filosófica de El pecado original de América de H. A. Murena, tomando como ejes las nociones de “transobjetividad” y de “doble caída”. Nuestro objetivo es demostrar tres puntos: 1) que la trans-historia americana difiere de la post-historia europea; 2) que el hombre transobjetivo es un fantasma; y 3) que la “realidad” americana requiere de una extra-ontología.

Palabras clave: Historia; Transobjetividad; Espíritu; Fantasma; Mundo

Abstract

This paper aims at reading El pecado original de América by H. A. Murena from a philosophical perspective, focusing on the concepts of “transobjectivity” and “double fall”. The objective is to demonstrate three ideas: 1) American trans-history differs from European post-history; 2) the trans-objective human being is a phantasm; and 3) American reality requires an extra-onthology.

Keywords: History; Transobjectivity; Mind; Phantasm; World

Introducción

Los textos de Héctor Álvarez Murena, durante mucho tiempo olvidados por la crítica y la filosofía1, han comenzado a ser nuevamente revisitados en los últimos años2. No se ha tratado, vale la pena aclarar, solo de una indiferencia póstuma, sino contemporánea a los libros y artículos publicados por Murena luego de distanciarse de los futuros integrantes de la revista Contorno, desde fines de los años cuarenta en adelante (cfr. Djament, L. 2007, 26 ). Los diversos ensayos dedicados al pensamiento de Murena, sin embargo, han tendido o bien a reconstruir su contexto histórico e intelectual, mostrando las razones de su profunda singularidad y “anacronismo”3 dentro de la cultura nacional de la época, o bien a señalar la afinidad con otros escritores (en general con Martínez Estrada y Borges), a la vez que dar cuenta de la lectura sesgada -o, de modo más directo aún, de la lectura malintencionada- que han hecho algunos intelectuales de su obra4, o bien, en el mejor de los casos, a explicar el pensamiento contenido en sus textos, particularmente en el célebre ensayo El pecado original de América.

En este escrito quisiéramos volver a este ensayo de Murena -y en esto, por cierto, no pretendemos ser originales- con el objetivo de retomar dos nociones interrelacionadas: la “doble caída” y la “transobjetividad”. Creemos que ambos conceptos poseen una profundidad filosófica extremadamente rica que aún no ha sido explotada en todo su potencial5. Además, este breve ensayo de Murena hace posible pensar el fin hegeliano de la historia desde una perspectiva diversa a la esbozada por Alexandre Kojève en el famoso seminario que dictara en París en los años treinta (cfr. Auffret, D. 1990). Intentaremos mostrar, entonces, que, así como Europa vive, según Kojève, en la post-historia, América vive, según Murena, en lo que podríamos llamar la “trans-historia” o la “extra-historia”6. Lejos de tratarse de un mero cambio de prefijo, la trans-historia supone una “diferencia esencial” (son palabras del propio Murena)7 respecto a la posthistoria, diferencia que se expresa en la relación del hombre con el mundo y consecuentemente en la relación del sujeto con el objeto.

La estructura de este artículo se divide en tres partes. En la primera, explicaremos rápidamente la concepción del fin de la historia propuesta por Kojève en su lectura de la filosofía hegeliana, a fin de contrastarla, en un momento ulterior, con la de Murena. En la segunda, explicaremos la teoría propuesta por Murena para pensar la situación de América, concibiéndola como una tierra fuera de la historia. En ambos casos se trata de un abandono de la historia, pero mientras que en Europa se trata de una consumación del proceso histórico y por ende de su conclusión, en América se trata de una exterioridad o un destierro en el que se desdibuja la posibilidad de apropiación del pasado. Europa ha salido de la historia por haberla agotado; América, por haberla suspendido. Se trata de dos afueras de la historia diversos: por consumación, en el caso de Europa; por interrupción y expulsión, en el caso de América. En la tercera parte, mostraremos que esta condición exterior de la “irreal realidad” americana, de algún modo fuera del mundo, se identifica con la noción de imagen, y en particular con la noción de fantasma. El hombre americano, en este sentido, no es una conciencia fenomenológica opuesta al mundo, sino un fantasma, es decir una imagen infundada. Por último, concluiremos que esta condición fantasmática o transobjetiva del ser americano preanuncia -cuando no requiere- una ontología acorde a su situación extra o trans-mundana. Si el Ser, al menos en el marco hegeliano de referencia en el que se mueve Murena, es esencialmente histórico, y si América se encuentra fuera o más allá (se trata de términos empleados por Murena) de la historia, entonces la “realidad” americana, “por haber saltado más allá del mundo concreto” (Murena, H. 1954, 217), se encuentra fuera o más allá del Ser y requiere por lo tanto ser complementada por una extra-ontología. Se dirá que el ser americano (exceptuado el caso de los Estados Unidos)8 es en verdad, para utilizar una expresión de Alexius Meinong, un extra-ser, una subsistencia allende al Ser. Este extra-ser, como dijimos, es propio de las imágenes, diversas tanto de las cosas como de las ideas, tanto de lo natural como de lo espiritual.

1. Alexandre Kojève y la posthistoria9

En la nota de 1946 que Kojève añade a la segunda edición de la Introduction à la lecture de Hegel, explica que el fin de la historia supone necesariamente el fin de la oposición entre el sujeto y el objeto, es decir el fin de la negatividad y por tanto del hombre. No se trata, por supuesto, de una catástrofe cósmica o biológica, sino de una reconciliación del espíritu con la naturaleza, es decir del hombre con el animal.

La desaparición del Hombre en el fin de la Historia no es entonces una catástrofe cósmica: el Mundo natural sigue siendo lo que ha sido desde toda la eternidad. Y no es tampoco una catástrofe biológica: el Hombre permanece con vida en tanto animal que está de acuerdo con la Naturaleza o el Ser dado. Lo que desaparece, es el Hombre propiamente dicho, es decir la Acción negadora de lo dado y el Error, o en general el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el fin del Tiempo humano o de la Historia, es decir el aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho o del individuo libre e histórico, significa simplemente el cese de la Acción en el sentido fuerte del término (Kojève, A. 1979, 434-435 ).

Que el fin de la historia implique el fin del hombre significa que el sujeto se reconcilia con el objeto, es decir que el hombre ya no se opone a la naturaleza. Esta reconciliación natural, esta vida que ya no niega al ser natural es lo que Kojève llama vida posthistórica. Retorno a la animalidad y fin de la acción negadora, es decir del deseo, forman parte del mismo proceso conclusivo. El hombre deviene, en el fin de la historia, un “animal de la especie Homo sapiens” (ibíd., 436). Si lo propio del hombre histórico es la negatividad, es decir la oposición del sujeto y el objeto, y si el fin de la historia implica el fin de la negatividad, entonces el fin de la historia es por necesidad el fin del hombre y su consecuente devenir animal. Por eso la lectura que Kojève realiza del sistema hegeliano es circular: “la síntesis final es también la tesis inicial. Él [Hegel] constata así que ha recorrido o descrito un círculo, y que, si quiere continuar, él no puede más que girar sobre sí mismo” (ibíd., 469; el subrayado es de Kojève).

El punto que nos interesa retener concierne sobre todo a la concepción sintética o conjuntiva de la posthistoria en la perspectiva de Kojève. El fin de la historia significa la supresión dialéctica en una síntesis definitiva. Dicho de otro modo: la historia termina en una identidad absoluta de naturaleza y espíritu. Así como la historia comienza con la escisión de lo animal y lo humano, es decir con la aparición de la negatividad en el seno del ser natural, asimismo termina con un retorno a esa identidad primigenia. La diferencia es que ahora, en la consumación del proyecto histórico, la conciencia ha aprehendido conceptualmente la esencia de lo Real. Esta aprehensión especulativa del sentido lógico de la realidad designa la naturaleza del absolute Wissen.

2. Héctor A. Murena y la trans-historia

También para Murena la historia comienza con la negación del ser natural o del animal. El “hombre prehistórico” designa, en la perspectiva esbozada en El pecado original de América, la figura previa a la distinción humano-animal, es decir la instancia en la que aún no existe la oposición sujeto-objeto.

Para el hombre prehistórico el mundo constituía un absorbente total; exigía sus fuerzas en una medida que le tornaba imposible siquiera percibirlo; el mundo no existía en la conciencia del hombre prehistórico porque gravitaba hasta tal punto sobre la totalidad de su ser que le impedía tener conciencia (Murena, H. 1954, 201 ).

Se notará que la descripción que realiza Murena del hombre prehistórico se acerca a la concepción del animal propuesta por Kojève en la línea de Hegel. El animal se define por un sentimiento de sí y no por una conciencia de sí. Explica Kojève (1979, 12): “El [hombre] es consciente de sí, consciente de su realidad y de su dignidad humanas, y es en esto que difiere esencialmente del animal, el cual no supera el nivel del simple Sentimiento de sí”. El sentimiento de sí del animal -o, en el caso de Murena, del hombre prehistórico- supone una absorción total en la inmediatez. La prehistoria designa este momento de fusión con la naturaleza. A ella le sucede la historia propiamente dicha, que Murena identifica con la objetivación del mundo, es decir con la conversión del mundo en objeto para la conciencia.

En un momento de la prehistoria, en el instante previo al primer proceso de humanización experimentado por el hombre, cuando éste tuvo conciencia de sí, cuando percibió de pronto el abismo que mediaba entre él y el animal, entre él y el vegetal, y sintió la terrible soledad en que se hallaba arrojado sobre la tierra, vio entonces por primera vez la tierra, la vio con horror, se apartó de ella, la consideró algo extraño: la objetivó (Murena, H. 1954, 200 ).

La conciencia histórica, a cuya descripción conceptual y especulativa se aboca Hegel en la Phänomenologie des Geistes, es precisamente conciencia del abismo entre el hombre y el animal, entre el yo y el mundo o, también, entre el sujeto y el objeto. Al estadio prehistórico, en el cual no había conciencia y por ende distinción entre hombre y mundo, le sucede el estadio histórico en el que lo real se escinde en los polos del sujeto (espíritu) y del objeto (naturaleza). La historia, en la perspectiva de Murena, es fundamentalmente representación, es decir presentación del mundo a la conciencia. ¿Qué es la cultura y cuál es su función histórica? La cultura es la forma espiritual encargada de sellar el hiato entre el sujeto y el objeto, de subsanar el abismo abierto por la negatividad humana. La cultura, dice Murena, “es la estructura que viene a llenar el vacío, la distancia, que implica la objetivación, y es asimismo […] la tentativa de neutralizar a Dios, que se hace presente en ese vacío, en ese hiato, con toda su violencia ‘natural’, y al cual los diversos cultos buscan dulcificar, humanizar” (ibíd.). No deja de ser curioso que esta tentativa de neutralizar a Dios, en la historia occidental, encuentre su figura paradigmática en Cristo10. El espíritu objetivo, para Murena, “se ha concretado en una moral cuyo momento ideal de culminación se encuentra simbolizado por la figura de Cristo” (ibíd., 216)11. ¿Por qué? Porque Cristo es precisamente el mediador entre el Creador y la creación, entre Dios y los hombres. En Cristo, Dios se convierte en un ente intra-mundano, y, de la misma manera, el hombre se convierte en un ente supra-mundano.

Pues Cristo fue esencialmente el intermediario entre Dios y los hombres, el que quedó como asegurador del restablecimiento de la antigua alianza quebrada por el pecado original, y quien, al soldar de nuevo esa alianza entre Dios y los hombres, dio también forma de doctrina a la alianza entre todos los seres humanos. Y en América esta alianza interhumana ha sido abandonada (ibíd., 222).

Pero ¿por qué Murena asegura -y gran parte del peso de todo el ensayo radica en la convicción que sostiene esa aseveración- que en América la alianza restablecida por Cristo ha sido abandonada? La respuesta: porque el descubrimiento de América fue una doble caída, un segundo pecado original: “[…] nacer o vivir en América significa estar grabado por un segundo pecado original” (ibíd., 164); o también, al inicio del ensayo: “En un tiempo habitábamos en una tierra fecundada por el espíritu, que se llama Europa, y de pronto fuimos expulsados de ella, caímos en otra tierra, en una tierra en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en llamar América” (ibíd., 163). Se recordará que para Hegel la Idea cae en la naturaleza, pero solo para ascender en el espíritu12. La historia termina cuando el espíritu descubre que el ascenso contiene en sí mismo la verdad de la caída y que, al extremo, descenso y ascenso, o caída y redención, son dos movimientos de la misma realidad que es la Idea. Esto significa que el fin de la historia, para Kojève, no es sino la reconciliación del espíritu y la naturaleza, es decir el fin de la negatividad dialéctica. En el caso de América, en cambio, la historia no termina por haberse consumado; la historia termina, de algún modo, con una expulsión y un destierro. Dicho de otro modo: en Europa la historia termina con el ascenso del espíritu a su verdad última; en América, con una doble caída. ¿Pero qué significa, en el marco hegeliano de referencia en el que se mueve Murena, que la Idea caiga dos veces? La primera caída representa lo animal, la naturaleza; el ascenso, es decir el espíritu, representa el hombre. Pero si esto es así, si la caída representa lo animal y el ascenso lo humano, ¿qué figura corresponde a esta doble caída que, por necesidad, resulta irreductible a las dos manifestaciones -naturaleza y espíritu- de la Idea? Es claro que en el caso de Europa la figura posthistórica no es sino la identidad postrera, la Aufhebung, del animal y el hombre, identidad que Kojève, como vimos, cifra en la expresión “animal de la especie Homo sapiens”. Esta figura posthistórica es a la vez humana y animal. El fin de la historia, en su sentido europeo, posee una naturaleza eminentemente conjuntiva: humano Y animal, espíritu Y naturaleza, amo Y esclavo. El absolute Wissen designa, así, la identidad conciliadora y definitiva de toda contradicción, la Idea reconducida a su unidad originaria. En el caso de América, por el contrario, la figura ya no es, sensu stricto, post-histórica, sino trans-histórica o extra-histórica.

Esto significa que, a diferencia del animal de la especie Homo sapiens que sintetiza lo animal y lo humano, el ser americano no es ni natural ni espiritual, ni animal ni humano13. No es animal porque, habiendo caído dos veces, su estatuto es de algún modo sub-natural; y es este descenso al límite de la vida lo que lo aleja también -e incluso con mayor vehemencia- de la humanidad. En efecto, para ser humano debería haberse elevado por encima de la naturaleza, debería haber conquistado el éter supra-animal de la conciencia. Fue lo que hizo el europeo. Nosotros, americanos, en cambio, hemos caído de nuevo, abandonando lo animal y distanciándonos doblemente de lo humano: “De la cima alcanzada por pueblos que se cuentan entre los más luminosos del mundo, hemos sido abatidos al magma primordial en el que el destino humano tiembla al ser puesto otra vez en cuestión” (íbid., 164). América, entonces, simboliza la caída, la doble caída: de la cima de la Idea a la animalidad (primera caída); de la cima del espíritu europeo a la vacuidad espiritual (segunda caída)14. Llegamos así al punto más interesante del ensayo de Murena: la condición transobjetiva de América, es decir la especificidad de esta vida americana que no es animal, como la del hombre prehistórico, pero tampoco humana, como la del hombre histórico, que ya no es natural ni tampoco espiritual. Se trata del tercer momento, transobjetivo, de la concepción mureniana de la historia. En efecto, el hombre pre-objetivo representa el primer momento (la prehistoria); el hombre objetivo, el segundo momento (la historia); el hombre transobjetivo, por último, el tercer momento (la trans o extra-historia). Interesa destacar, como ya sugerimos en la introducción, que la transobjetividad concierne específicamente a América. En este sentido, como dijimos, la post-historia europea difiere en puntos esenciales de la trans-historia americana. Antes de profundizar esta diferencia, sin embargo, expliquemos qué entiende Murena por transobjetividad. Nos permitimos citar un pasaje in extenso:

Y bien: para el americano […] cobró el mundo una pesantez inusitadamente mayor como carga de conciencia, pero al mismo tiempo, en cuanto a la vida total, quedó más apartado, más degradado, más objetivado: transobjetivado. Con el término transobjetivado buscamos indicar que quedó trascendido como objeto, que se convirtió en un objeto que ya no está al frente de nuestra conciencia sino atrás de ésta; un objeto que en modo alguno ha desaparecido de nuestra conciencia, pero que ya no se yergue frente a ésta pleno del interés con que se alza para el occidental, sino que ha quedado atrás, como un objeto de segunda importancia, como un objeto respecto al cual nos hemos “desengañado” (íbid., 202).

Juzgamos este pasaje, y la noción general de transobjetividad, de una potencia filosófica enorme15. El mundo, para el americano, no ha desaparecido por completo de la conciencia; simplemente se ha desplazado hacia atrás. De posicionarse delante de la conciencia, de ser el objeto, el en-sí, que se manifestaba -enfrentándose- al sujeto, al para-sí, y que en esa manifestación y/o enfrentamiento fundaba el ideal científico del espíritu occidental, ha pasado a ocupar el trasfondo de la conciencia. El mundo, para el hombre americano, ha perdido interés, solo es un objeto de segunda (cfr. Ighina, D. 2000, 241 ). Creemos que esta prescindencia de la noción de mundo como horizonte de sentido constituye uno de los puntos más novedosos de los análisis de Murena, incluso más novedoso y adelantado que muchas de las filosofías europeas, sobre todo de raíz fenomenológica (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty, etc.), que aún hoy siguen recurriendo, en última o primera instancia, a la noción de mundo para explicar (cuando no para fundar) la existencia humana16. De algún modo, el hombre americano ha saltado más allá del mundo y del espíritu: “No se desea una restitución del mundo, como lo quiere el espíritu objetivo, sino que se da un ‘salto’ sobre el mundo, se va ‘más allá’ de éste” (Murena, H. 1954, 205). Pero ¿en qué consiste este “más allá” del mundo? En principio, consiste en una pérdida de realidad o actualidad, en una disminución de su efectividad, disminución que aún se anuncia de manera embrionaria, por esbozos. El mundo se vuelve “más abstracto, más desrealizado, más privado de la materialidad que es su esencia, […] pierde importancia como obstáculo, la libertad del hombre aumenta” (ibíd., 202). De ahí la “extraña sensación de irreal realidad” (ibíd., 213) que embarga al americano.

Este “más allá” del mundo y de la historia, inherente a la experiencia -aunque ya el término, en virtud de su filiación hegeliana, resulta inapropiado- americana, para Murena no es sino Dios, en su desnuda pureza. No ya el Dios dulcificado por los innumerables nombres que, a lo largo de la historia, lo han mundanizado, sino el Dios ultra-mundano, el Dios salvaje cuyo rostro es incognoscible por el hombre. Es como si para Murena el crepúsculo de los dioses significase, antes que nada, no una desaparición de lo divino, sino una restitución de la divinidad a su lugar ultra-mundano: “De ahí que la conciencia transobjetiva […] sea la conciencia del hombre apuntando de nuevo hacia Dios” (ibíd., 229). Es aquí donde se revela el punto más insuficiente y criticable del ensayo de Murena. Por eso creemos que se trata de retomar la noción de transobjetividad pero de pensarla desligada de todo fundamento teológico. Murena da un paso enorme al liberar la conciencia transobjetiva de su referencia al mundo, pero el segundo paso, cuando identifica el “más allá” del mundo con la trascendencia de lo sagrado17, pareciera ser un paso en falso. Por el contrario, consideramos preciso retener el extraordinario concepto de transobjetividad, tanto en su relación con el mundo (con el más allá del mundo) cuanto en su relación con América, pero pensando ese “más allá” mundano como una contingencia radical que se identifica -ya veremos por qué- con el afuera en el que proliferan las imágenes.

3. América y la irrealidad de las imágenes

A un autor como Murena no se le hace justicia explicando meramente sus conceptos. Su escritura exige algo más, un cierto riesgo, un ir “más allá” del texto. Como si sus escritos solicitasen ser tratados, no ya como objetos, sino como transobjetos. La lectura que esos textos proponen requiere una transobjetivación de lo leído. Llega un punto en que debe dejarse el texto atrás (de la conciencia)18. Por eso quisiéramos proponer, en esta última parte, la siguiente tesis (se trata en verdad de una analogía), alejándonos ya de Murena: así como el momento prehistórico corresponde al animal, es decir al sentimiento de sí propio del ser natural (sensibilidad), y así como el momento histórico corresponde al hombre, es decir a la conciencia de sí propia del ser espiritual (intelecto o entendimiento), asimismo el momento trans-histórico corresponde a la imagen de sí propia del ser fantasmático o imaginario (imaginación)19. Y aquí es cuando se vuelve evidente la diferencia entre Europa y América en lo que concierne al fin de la historia. La posthistoria europea, tal como Kojève la entiende, equivale a la función conjuntiva de la imaginación. Por tal motivo, el animal de la especie Homo sapiens que termina la historia es a la vez humano y animal. La posthistoria es la reconciliación o la síntesis (la conjunción) de la naturaleza y el espíritu, la fusión del sujeto y el objeto, del hombre y el mundo. La transhistoria americana, en cambio, tal como Murena la entiende, equivale a la función disyuntiva de la imaginación. Por tal motivo, el americano post-humano, es decir post-espiritual, no es ni humano ni animal, ni espiritual ni natural. En este sentido, más que ser la cifra de la síntesis del sujeto y el objeto o del hombre y el mundo, lo es de su distanciamiento definitivo. Por eso Murena sostiene que algo se interpone entre el americano y su mundo, impidiéndole tanto fundirse con él como objetivarlo: “Ya no es posible la ingenua sumersión en el mundo y luego la igualmente ingenua objetivación de éste. Algo se interpone ahora, algo frena al americano, algo que está en su alma y que lo obliga a contemplar de otro modo su paisaje” (ibíd., 199). ¿Qué frena al americano? ¿Qué se interpone entre su alma y el mundo? Una imagen. Y ni siquiera. No es que una imagen se interponga entre el hombre transobjetivo y el mundo; es que el hombre mismo se ha transformado en una imagen. Murena insinúa varias veces la condición imaginaria o fantasmática del ser americano, aunque sin llegar a conceptualizarlo; lo insinúa, por ejemplo, cuando habla del “mundo” americano como “un sueño de caprichos más irreales que los de las más deliberadas fantasías” (ibíd., 214), o cuando menciona “un desvanecimiento de la materia mundana que abre paso a una zona situada más allá de éste [es decir del mundo]” (ibíd., 215), o, por último, cuando sostiene que la literatura transobjetiva nos entrega “un humo, un fantástico resplandor, que es justamente la transobjetividad manando por sobre los para ella imposibles cánones de la objetividad” (ibíd., 214). ¿Qué es este humo o este fantástico resplandor en el que se ha convertido el mundo americano sino la zona neutra (esto es: ni natural ni espiritual, ni corpórea ni incorpórea) en la que proliferan las imágenes?20 América es el nombre que designa, para Murena, el no-ya-mundo de las imágenes. Pero lo designa sin designarlo, puesto que, como hemos dicho, rápidamente conjura la imagen, por su naturaleza inesencial e infundada, apelando a una divinidad ultra-mundana. La condición fantasmática de América, así, queda sepultada bajo el yugo del fundamento divino. Pero lo importante es que Murena, desde su anacronismo inclasificable, ha visto la desrealización o irrealización del mundo americano, ha visto la disminución de su espesor efectivo y actual (lo que Murena llama la “real realidad”), ha visto, en suma, lo único que puede ser visto: las imágenes. Pero es preciso explicar con mayor detalle qué entendemos por imagen y, en especial, por fantasma. Sólo a partir de esta aclaración se puede volver inteligible en qué sentido podemos identificar a la “irreal realidad” americana con la “irreal realidad” de los fantasmas.

3.1 Fantasmas americanos

En principio, hay que decir que tomamos la noción de fantasma de la lectura que Gilles Deleuze realiza de Platón en el asombroso ensayo “Platon et le simulacre”, añadido como un apéndice a Logique du sens. Según Deleuze, la verdadera distinción del platonismo no radica en la dicotomía modelo-copia o Idea-imagen, sino entre dos tipos de imágenes: las copias-íconos, dotadas de semejanza y fundadas en las Formas o esencias; los simulacros-fantasmas, repeticiones infundadas de una desemejanza o disparidad21. A diferencia de las copias-íconos, cuya semejanza se funda en la Idea, los simulacros-fantasmas no remiten a ningún modelo de lo Mismo, por eso no representan ninguna semejanza, sino más bien un desequilibrio interno. Por tal motivo Deleuze advierte de no confundir al fantasma con un ícono. El fantasma no es una imagen degradada, una copia de una copia, sino más bien una singularidad infundada, una disimilitud o disparidad irreductible. Los fantasmas y las copias difieren por naturaleza.

Si decimos del simulacro que es una copia de una copia, ícono infinitamente degradado, una semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza (Deleuze, G. 1969, 297 ).

En el concepto de simulacro-fantasma, insinuado ya en Platón aunque solo para conjurarlo, Deleuze encuentra la posibilidad de pensar una diferencia en sí, una singularidad que permite desarticular y pervertir todo el armazón del pensamiento representativo, tanto el modelo como la copia, tanto el original como la reproducción. Y es precisamente este modelo el que ha caracterizado al espíritu objetivo, es decir a la historia europea, esencialmente representativa.

Ahora bien, se comprenderá que América, implicando para Murena el fin de la paternidad europea, es decir la muerte del Padre, del Arquetipo, produce una forma humana que ya no puede pensarse en la tradición teológica de la imago Dei o eikōn Theou, es decir como ícono, como mera copia del modelo paterno. El hombre, para la historia occidental, es un ícono, es decir una imagen que se funda en una relación de semejanza con el Padre. Esta imagen es propia del espíritu objetivo, es decir del hombre europeo. En el caso de América, en cambio, se trata de un parricidio22. En su ensayo sobre Edgar Allan Poe, Murena sostiene: “[…] siendo América una desterrada de la historia, lo que la obra de Poe simboliza es, hablando en los términos más exactos, una voluntad de parricidio espiritual, de parricidio histórico, de aniquilación de la paterna Europa” (Murena, H. 1954, 24). De ser íconos, es decir imágenes dependientes del Padre, los americanos hemos pasado a ser fantasmas, imágenes sin modelo, huérfanos ontológicos23.

También en Europa, se objetará, ha muerto Dios. Sin embargo, el Dios europeo ha muerto de vejez, y su muerte ha significado, más bien, en la línea hegeliana retomada por Kojève, una fusión de la copia y el modelo, una identidad del ícono y el Arquetipo. Por eso el fin de la historia europea es eminentemente cristiano, en el sentido de que Cristo representa el nexo que liga al Creador con la creatura. La identidad última del espíritu y la naturaleza o del sujeto y el objeto encuentra en Cristo su figura paradigmática. Por el contrario, Murena reserva el término “acristianismo” (ibíd., 222) para designar la condición moral del americano: “no se trata aquí - aclara rápidamente Murena - de ateísmo ni de anticristianismo ni tampoco de oposición a cualquier otro culto en particular: se trata de un sobrepasamiento de las formas de todos los cultos, las cuales no dicen ya nada al espíritu transobjetivo” (ibíd., 224). El acristianismo de Murena hace referencia a la condición fantasmática del hombre americano. No ya ícono, como el hombre histórico, pero tampoco idéntico al modelo, como el hombre posthistórico, el americano es un fantasma que ha sobrepasado la lógica del modelo y de la copia, del ícono y el arquetipo24. Por eso la transhistoria americana difiere radicalmente de la posthistoria europea. Mientras que esta supone un retorno cíclico al punto de partida (en Kojève, un retorno a la animalidad), aquella supone más bien una suspensión del ciclo y una indiferencia a cualquier origen. La situación americana, explica Mattoni, “no es un retorno al origen, a la nada de la que todo conjunto humano habría partido. […] De esta nada no saldrá una nueva totalidad, puesto que es una nada resultante de la pérdida de la totalidad que es su pasado” (2003, 162).

Conclusión

La consecuencia más extrema de las tesis de Murena contenidas en El pecado original de América es la siguiente: si el Ser, para la filosofía hegeliana, es esencialmente histórico, y si América se encuentra “fuera del magnético círculo de lo histórico” (1954, 163), entonces América se encuentra fuera del Ser o más allá del Ser. Estas expresiones remiten, por supuesto, a Alexius Meinong25. No es para nada casual, además, que Meinong utilizara el término heimatlos (sin patria), el mismo que utilizará Heidegger para referirse a la condición del hombre en la época del nihilismo26, para calificar a ciertos Objetos que no pertenecían a ningún dominio de la metafísica tradicional (cfr. Meinong, A. 1907, 89). Se trataba de una ciencia, aún incipiente, cuyos Objetos estaban más allá del ser y del no-ser [jenseits von Sein und Nichtsein]. Su dominio específico, explicaba Meinong, se encontraba más bien fuera del Ser [Außerseiend]. Para distinguirlos de los Objetos tradicionales, Meinong los llamó Objetos puros. Un Objeto puro [reiner Gegenstand] designaba cualquier objeto intencional considerado fuera del ser, independientemente de su estatuto óntico. Meinong los describió como heimatlose, sin patria o sin hogar, puesto que no encontraban lugar en ninguna categoría aceptada por la metafísica. Esta orfandad o indigencia, frecuente también en el ensayo de Murena a la hora de describir la condición del ser americano, concierne para nosotros de manera específica a las imágenes fantasmáticas27. La desrealización del mundo que ocasionó la segunda caída en el continente americano no es sino la conversión de lo real en lo imaginario o el descendimiento del espíritu al fantasma. Se trata de un proceso de irrealización28. Jean-Paul Sartre ha sido sensible al carácter irreal de las imágenes29. De allí la dificultad de hablar, con rigor, de un “mundo de las imágenes”, así como de un “mundo del sueño”. Siendo por definición indeterminadas, las imágenes no constituyen un mundo30. Como el animal para Heidegger, la imagen se caracteriza por una pobreza esencial y, por eso mismo, por una imposibilidad de ser-en-el-mundo. Los fantasmas, como los simulacros de los sueños, no constituyen entonces un mundo, sino un anti-mundo.

La conciencia está, pues, constantemente rodeada por un cortejo de objetos-fantasmas. Aunque todos estos objetos tengan a primera vista un objeto sensible, no son los mismos que los de la percepción. […] En cuanto fijamos nuestras miradas en uno de ellos, nos encontramos frente a seres extraños que escapan a las leyes del mundo. Se dan siempre como totalidades indivisibles, como absolutos. Ambiguos, pobres y secos al mismo tiempo, aparecen y desaparecen de manera discontinua, se dan como un perpetuo ‘en-otro-lugar’, como una evasión perpetua. Pero la evasión a la que invitan no es sólo la que nos haría escapar a nuestra condición actual, a nuestras preocupaciones, a nuestros pesares; nos ofrecen escapar a todo constreñimiento del mundo, parecen presentarse como una negación de la condición de ser-en-el-mundo, como un anti-mundo (Sartre J.-P. 1964, 177 ).

¿Qué otra cosa son los hombres americanos sino un espectral cortejo de objetos-fantasmas, de seres extraños que escapan a las leyes del “mundo real” (con perdón, quizás, del pleonasmo)? A diferencia del hombre prehistórico, que pertenece al mundo natural, y a diferencia también del hombre histórico, que pertenece al mundo espiritual, las imágenes no pertenecen a ningún mundo o, más bien, pertenecen a un anti-mundo31. De tal manera que el ser-en-el-mundo que caracteriza la existencia del Dasein o, según la traducción humanista de Sartre, de la “realidad humana” (cfr. Sartre J.-P. 1970, 21 ), no se aplica al “mundo” (al no-ya-mundo o al menos-que-mundo: al sub-mundo, en suma) de las imágenes32. Pero si las imágenes no pertenecen al mundo, no puede decirse, con total propiedad, que existen. Diremos más bien que las imágenes subsisten en un sub-mundo imaginario y fantasmático. La caída de América, la caída en América, es un descenso a este submundo de las imágenes: “Nunca el espíritu afrontó un descendimiento tal, una desculturización semejante” (Murena, H. 1954, 177 ). Este es el gran pecado, el segundo pecado original: el descenso del espíritu a la imagen, de la conciencia a la imaginación: “nuestro estar en América, por ser privación espiritual, descendimiento, se ha alzado ante nosotros con un cariz predominantemente pecaminoso” (ibíd., 178). Cuando el mundo queda atrás de la conciencia, cuando los objetos pierden actualidad, cuando la realidad se vuelve transobjetiva, solo subsisten las imágenes. No ser ni hombres ni animales, ni seres naturales ni espirituales, ni cuerpos ni almas; no ser reales, subsistir más allá del ser, in-existir, insistir: he aquí, acaso, el extra-ser americano.

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1 Sobre el aislamiento intelectual de Murena, cfr. Ferrer, C. 2013, 45.

2El texto que marca un punto de inflexión en la recuperación de la obra mureniana es sin duda Murena: un escritor argentino ante los problemas del país y de su literatura de Teresita Frugoni de Fritzsche, publicado en 1985. También habría que mencionar, de María Inés Lagos, Héctor A. Murena en sus ensayos y narraciones: de líder revisionista a marginado, aparecido en 1989. Además de estos dos libros, en la década de 1980 comienzan a publicarse diversos artículos sobre Murena, entre los cuales se destaca, por ejemplo, el de Héctor Schmucler, “H. A. Murena”, publicado en La caja, puesto que en él se ofrecen algunas hipótesis para la comprensión del “olvido” persistente de los textos murenianos. Para un panorama más completo de los estudios dedicados a Murena, es útil consultar la bibliografía consignada en Djament, L. 2007, 118-125. En nuestro caso, no queremos saturar el texto con referencias innecesarias. Preferimos concentrarnos, más bien, en algunos conceptos puntuales de El pecado original de América. Por tal motivo, no remitiremos, salvo casos excepcionales, a los otros libros de ensayos de Murena: Homo atomicus (1961), Ensayos sobre subversión (1962), El nombre secreto (1969), La cárcel de la mente (1971) y La metáfora y lo sagrado (1973).

3Como se sabe, Murena había hecho del anacronismo una suerte de método de escritura y de pensamiento. Luego de constatar, hablando de sí mismo en tercera persona en las páginas iniciales de La metáfora y lo sagrado, que “se iba poniendo anacrónico” (Murena, H. 1984, 17), concluye: “Se esforzó entonces por tornarse cada vez más anacrónico, contra el tiempo, para que le fuera dada alguna vez la dicha de desentenderse por completo del tiempo” (ibíd.).

4Para un resumen de las críticas formuladas a Murena, véase Poggiese, D. 2006/2007.

5Lejos de nosotros ofrecer una interpretación exhaustiva y unívoca de tales nociones. La idea que rige este texto es más bien la de ofrecer ciertas líneas interpretativas que permitan mostrar la altura filosófica del pensamiento de Murena propuesto en El pecado original de América.

6Es preciso hacer referencia aquí a dos ensayos de Silvio Mattoni dedicados a Murena, publicados en 1999, “Murena y la exégesis del ensayo como profecía” y “Murena: en busca de una dialéctica trascendental”. En efecto, Mattoni es uno de los críticos que ha señalado con mayor énfasis la influencia hegeliana que recorre los textos de Murena en general y El pecado original de América en particular. En el primer ensayo, incluso, Mattoni remite a la “dialéctica del Amo y el Esclavo”, tal como es interpretada por Kojève (2003, 167-168).

7La expresión mencionada se encuentra en: Murena, H. 1954, 201.

8En efecto, no sin cierta ironía, Murena aclara: “Las formas de vida norteamericana nos darán demostraciones por el absurdo de las hipótesis que para América en general proponemos” (Murena, H. 1954, 206).

9Sobre la figura de Kojève y su itinerario intelectual, véase Auffret, D. 1990.

10Incluso en esta referencia a Cristo, Murena permanece fiel a Hegel. No insistiremos aquí sobre los elementos cristianos del pensamiento hegeliano. Sobre esta cuestión, véase Hodgson, P. 2005.

11El aspecto moral del ser americano, en el cual no nos detendremos en este artículo, es sin embargo fundamental en el planteo de Murena. Tal es así que Américo Cristófalo (1999, 107) propone leer El pecado original de América en particular, y la posición política de Murena en general, en términos morales.

12En efecto, con un sentido profundamente teológico, Hegel sostiene que la naturaleza es la caída de la Idea o, también, que la Idea cae en la naturaleza: “Así también la naturaleza ha sido enunciada como la caída [Abfall] de la idea desde sí misma, porque la idea bajo esta figura de la exterioridad es inadecuada a sí misma” (Hegel, G. W. F. 1986, § 248, 28). La naturaleza no es sino la manifestación inconsciente de la Idea o, también, la Idea en su forma inconsciente, en su ser-otro. De la misma manera, el espíritu es la manifestación consciente de la Idea o la Idea en su forma consciente, en su ser-propio. Por eso mismo, para Hegel, de la vida natural se debe ascender hasta “la existencia del espíritu, el cual es la verdad y el fin último de la naturaleza, y es la verdadera realidad efectiva de la idea” (ibíd., §251, 36). Estas referencias a Hegel no pretenden sugerir que Murena se haya basado efectivamente en ellas a la hora de elaborar El pecado original de América. Sin embargo, creemos que la presencia de Hegel en la filosofía de Murena, como bien lo ha señalado sobre todo Silvio Mattoni -al afirmar, por ejemplo, que la figura de “Hegel es la clave del libro de Murena” (Mattoni, S. 1999a, 268)- es indiscutible: “¿Cómo ir, entonces, más allá de Hegel? Ésta es la pregunta que sostiene a Murena; y su planteo de una conciencia ‘transobjetiva’ no es otra cosa que el asomo de una dialéctica hegeliana trasplantada, en el seno de la cual América, al negar la asunción del objeto como concepto en la conciencia del sujeto, al negar el ‘realismo’ europeo, cumple primero la negación de Europa, es decir, el desierto, pero luego, en el futuro que el propio Murena abre, supera esa conciencia objetiva con un pensamiento que ya se ha liberado de las cosas, con una conciencia trascendental que niega incluso al sujeto pues es ya sólo conciencia de ser, única y sin lugar” (ibíd.).

13Esta construcción “ni/ni” es eminentemente neutra (en su sentido etimológico: neuter). Maurice Blanchot ha sido uno de los autores que más ha profundizado en la noción de neutro como modo de deconstruir las dicotomías: “Lo neutro deriva, del modo más simple, de una negación con dos términos: “Neutro, ni lo uno ni lo otro. Ni ni lo otro, nada más preciso” (Blanchot, M. 1994, 104). Sobre este punto, véase también Esposito, R. 2007, 21; Zarader, M. 2001.

14La concepción que Murena se formula de América difiere, a veces en puntos fundamentales, de la que podemos encontrar por ejemplo en Rodolfo Kusch. Mientras que para este el ser americano se expresa en un demonismo vegetal y en el fenómeno del mestizaje, identificando al indio con la realidad, lo auténtico y la barbarie, y al europeo conquistador con lo adquirido, lo falso y la civilización, siendo el mestizo la encarnación ambigua de esta polaridad, para aquel América simboliza una nada sin historia y sin tradición cultural. Más allá de estas diferencias, ambos pensadores conciben a América, retomando una idea hegeliana pero dándole un nuevo sentido, por fuera del espíritu y de la Idea: “Existe una como perpetuación del vegetal -dirá Kusch- en la psicología social americana. Y esta perpetuación agranda lo americano en sentido telúrico, substrayéndolo, en cambio, a la idea, a ese afán de perfección universal que nos instila Europa” (Kusch, R. 2007, 22). Sobre las visiones de Kusch y Murena acerca de América, véase Lojo, M. R. 1992, 415-420.

15Sería preciso añadir, para completar la definición de transobjetividad propuesta por Murena, otro largo pasaje: “El americano es el hombre dotado de esa estructura, de esa objetividad, para quien repentinamente se ha reiterado el colapso de descubrirse arrojado por una causa inescrutable en el mundo en bruto, de descubrirse otra vez en medio de la soledad del silencio originario. […] esta crisis […] ha ocasionado un rompimiento, una violenta distorsión de esa estructura que es la objetividad. La cultura objetiva del espíritu occidental resulta ya inútil para hacer frente a la nueva situación. El horror nuevo ante la reiteración del estado de abandono exige una nueva objetividad, una mayor distancia respecto al mundo. […] A este nuevo tipo de relación entre el hombre y el mundo que se insinúa en América le damos el nombre de transobjetividad” (Murena, H. 1954, 201; el subrayado es del autor).

16No por casualidad Leonora Djament (2007, 40) ha calificado a Murena de “pre-postestructuralista”. En efecto, el mundo es el último reducto de Dios, su hijo no reconocido, su tácito heredero. El horizonte religioso se ha convertido, a partir del siglo XIX y con mayor vehemencia en el XX, en un horizonte mundano. El ser-en-Dios del Medioevo es hoy, es decir en la cultura contemporánea, un ser-en-el-mundo. La trascendencia divina se ha replegado en una trascendencia mundana, en una conciencia que se trasciende hacia el mundo, último horizonte de contención del hombre. Creemos que es preciso deshacerse incluso del mundo, de toda noción de horizonte. El mundo funciona, implícitamente, como la matriz que nos cobija; de ahí que las diversas filosofías del mundo (en especial, como dijimos, la fenomenología) surjan precisamente cuando el horizonte divino se ha desdibujado. La muerte de Dios es el nacimiento del mundo. Cuando ya no hay Dios, solo resta el mundo. La importancia de Murena consiste en haber vislumbrado la necesidad de pensar al hombre incluso más allá del mundo. En este punto, creemos que Murena permite superar lo que Quentin Meillassoux (2006, 18) ha denominado, recientemente, “correlacionismo” (véase también, sobre Meillassoux y el correlacionismo, Harman, G. 2011, 6-14). Gran parte de la filosofía contemporánea se habría fundado, según la tesis de Meillassoux, no ya en un realismo ni en un idealismo, sino en la correlación del sujeto y el mundo o de la conciencia y su contenido: “La conciencia y el lenguaje han sido los dos ‘medios’ principales de la correlación en el siglo XX -soportando respectivamente la fenomenología, y las diversas corrientes de la filosofía analítica” (Meillassoux, Q. 2006, 20). Y es precisamente esta correlación entre conciencia y mundo, esta relación (paradójica y ambigua) entre hombre y realidad mundana, la que resulta desactivada en los planteos de Murena concernientes al ser americano. Samuel Cabanchik ha mostrado la presuposición recíproca que existe entre Dios, el Hombre y el Mundo, las tres ideas rectoras de la metafísica según Kant, y el “abandono del mundo” de la época contemporánea. Luego de la muerte de Dios y del Hombre, solo restaba la muerte del Mundo. Cabanchik (2006, 29) entiende por mundo, al igual que nosotros, el “plexo de sentido que ordena una situación a propósito de una acción y un proyecto determinados”. Sin embargo, no estamos seguros de que la tarea política de hoy consista en pensar - y no solo pensar, sino hacer posible en la praxis concreta - “un retorno del mundo después del abandono del mundo” (ibíd., 78). En la medida en que nosotros no interpretamos la pérdida del mundo en un sentido negativo, cercano a la sociedad del espectáculo de Guy Debord o a la sociedad de la gloria de Giorgio Agamben, no se trata de recuperar el sentido del mundo perdido, sino de abrirse (o cerrarse) a la creación de sentidos disyuntos y fantasmáticos que no supongan al mundo como fundamento. De allí que nuestra lectura de Murena difiera en algunos puntos de la propuesta por Cabanchik, quien encuentra en la noción mureniana de “metáfora” la posibilidad de pensar un retorno del mundo y del hombre. Sobre esta última cuestión, véase Cabanchick, S. 2006, 145-149.

17Esta concepción de lo sagrado será desarrollada, aún con mayor énfasis, en el último libro de ensayos de Murena: La metáfora y lo sagrado.

18Sobre la lectura parricida en Murena, cfr. Mattoni, S. 2002, 67; Djament, L. 2002, 70.

19La imaginación ha funcionado, a lo largo de la historia de la metafísica occidental, como la facultad o la potencia intermedia entre lo sensible y lo inteligible o entre el cuerpo y el alma. Explica Giorgio Agamben: “La imaginación recibe así un rango decisivo en todos los sentidos: en el vértice del alma individual, en el límite entre lo corpóreo y lo incorpóreo, lo individual y lo común, la sensación y el pensamiento, representa el residuo último que la combustión de la existencia individual abandona en el umbral de lo separado y de lo eterno. En este sentido, la imaginación - y no el intelecto - es el principio definitorio de la especie humana” (2007, 51-52); y también, un poco más tarde: “es en la imaginación donde tiene lugar la fractura entre lo individual y lo impersonal, lo múltiple y lo único, lo sensible y lo inteligible y, a la vez, la tarea de su dialéctica recomposición” (2007, 56).

20En el prefacio a La metáfora y lo sagrado, Murena habla de una zona sin respuestas: “La zona sin respuestas es aquella en la que el sentido que hasta entonces atribuíamos a nuestras vidas se derrumba, queda nulificado” (1984, 15). La zona sin respuestas es también América; como aquélla, simboliza la neutralización del sentido histórico.

21En este artículo, no haremos ninguna distinción entre la noción de simulacro y la de fantasma. Ambas, para nosotros, funcionan de manera intercambiable.

22Sobre la relación entre el parricidio, la lengua y el problema de la comunidad en Murena y León Rozitchner, cfr. Catz, S. 2014, 149-159. En efecto, de algún modo el parricidio de la paternal Europa crearía la posibilidad de pensar una comunidad diversa a las formas y organizaciones políticas de la historia espiritual europea. Samuel Cabanchik, en este sentido, ha considerado a Murena “un precursor de muchos desarrollos actuales acerca del pensamiento de la comunidad” (2014, 169). Si bien la perspectiva de este ensayo de Cabanchik titulado “Melancolía, ultranihilismo y metaforicidad: Figuras de la comunidad en la ensayística de Murena” se orienta en una dirección diversa a la que proponemos aquí, la noción de “comunidad metafórica” propuesta por el autor, así como el vínculo entre comunidad y melancolía, no deja de ser interesante. De la misma manera, el empleo que realiza Cabanchik del término “fantasma”, en relación a la animalidad, es diverso del que proponemos en este artículo. Para nosotros, el fantasma no hace referencia a una “regresión a la que se condena quien no responde al silencio [de Dios] sino que se instaura en su repudio” (2014, 164), sino a una imagen sin modelo ni copia, eximida de todo repudio y de toda melancolía.

23Sostiene Mattoni: “Fuera del sentido, huérfanos, fuera de la metafísica y de la historia, los sujetos del margen son pura falta” (2003, 162). Una idea similar avanza Américo Cristófalo: “El pasado es el límite de la tradición y en torno a él, América establece una lejanía. No existe como existencia del padre. Es la condena de una filiación fallida. Un hijo a cargo de nadie, un huérfano, un abandonado” (1999, 111).

24Norberto Zuccalá, en el ensayo “Metaforicidad y veridicción. Murena y el problema de la comunidad”, ha señalado el nexo entre la noción de fantasma y la constitución de la subjetividad. Si bien a partir de un análisis centrado preferentemente en La metáfora y lo sagrado, el siguiente pasaje de Zuccalá no deja de tener relevancia para nuestro artículo: “Es por la negación de esta conciencia de ser un fantasma para mí mismo que me constituyo en sujeto” (2014, 138). La identidad del sujeto americano, como vemos, se constituye sobre el fondo (en cierto sentido sin fondo o desfondado) del fantasma.

25En el excelente prólogo al Pequeño manual de inestética de Alain Badiou, Fabián Ludueña Romandini ha explicado la proximidad entre la teoría de los Objetos de Meinong y la “ciencia sin nombre” de Aby Warburg (cfr. Ludueña Romandini, F. 2009, 22-39). Ambas disciplinas, y por eso nos resultan fundamentales en relación a nuestra interpretación de la transobjetividad mureniana, conciernen de manera específica a las imágenes. Como los objetos estéticos en general, explica Ludueña, las imágenes poseen una “naturaleza fantasmal [shattenhafte Natur]” (2009, 36) que las vuelve irreductibles a las regiones de la metafísica dogmática. “Son existencias que Meinong ha calificado de fantasmales [schattenhaft]” (cfr. Ludueña Romandini, F. 2009, 36) cuyo estatuto, por eso mismo, concierne más a la sub-sistencia que a la ex-istencia. No es casual, además, que Ludueña proponga el término “trans-objetualidad”, muy cercano a la “trans-objetividad” de Murena, para designar “la concepción según la cual todo objeto estético está inmanente e indistinguiblemente conformado por una multiplicidad sensible y una multiplicidad espectral que se desarrollan, conjuntamente, a lo largo de una estela temporal indefinida” (2009, 37).

26Heidegger se ha referido a esta condición infundada que asume el hombre en la época de la muerte de Dios con la expresión Heimatlosigkeit, término que significa la pérdida de la patria, el desamparo o la indigencia del ente en cuanto tal: “El desamparo del ente en cuanto tal saca a la luz la apatridad [Heimatlosigkeit] del hombre histórico en medio del ente en su totalidad” (Heidegger, M. 1997, 395). La esencia del hombre consiste en ser el albergue del desocultamiento del ser. Este lugar de acogimiento, este claro en el que el permanecer fuera del ser puede revelarse, es justamente el Da, el ahí. Albergar el ser, hospedarlo a fin de que se desoculte o, aún mejor, a fin de dejarlo ser significa, en Heidegger, existir. Con el advenimiento del nihilismo -o con su consumación, puesto que para Heidegger la metafísica es originariamente nihilista- el hombre, de algún modo, pierde su Da, su ahí, es decir, pierde la posibilidad de acogimiento, y por ende de desocultamiento, del ser. Por eso Heidegger indica que el hombre apátrida [heimatlos] se deja llevar a la fuga de su propia esencia. Esta fuga es, para nosotros, la imagen, el fantasma. Lo cual significa que el hombre americano, el hombre como fantasma, ha perdido su “ahí”, su patria, la posibilidad de hospedar al ser en el acontecimiento de su revelación. Para Murena, es el hombre americano, y no el europeo, el verdadero heimatlos, el que lleva hasta el extremo su condición indigente y su exilio de toda patria y tradición. No hay que olvidar que “Murena -según explica Américo Cristófalo- nombró la precipitación del nihilismo: el desenfreno que aplasta toda palabra arrancada a lo que ya no habla” (1999, 108); en este sentido, continua Cristófalo con un evidente tono heideggeriano, la obra de Murena sería “la lección de una indigencia fundamental” (1999, 109; el subrayado es de Cristófalo). Pero si esto es así, ¿no sería preciso invertir la tesis fundamental del existencialismo y decir que, a diferencia de las cosas (constitutivas, según Sartre, del variopinto dominio del en-sí) que sí existen, y a diferencia quizás también del hombre europeo, el hombre americano es el único ente que no existe o que, en el mejor de los casos, subsiste?

27Según Meinong, la metafísica occidental se ha limitado a pensar lo real, identificando realidad y ser, a partir de dos niveles fundamentales: un nivel físico (la existencia actual), un nivel psíquico o psicológico (la subsistencia ideal). Dentro de estos dos dominios, que circunscriben lo metafísicamente existente, se ubican tanto el monismo cuanto el dualismo. “Si, como podríamos creer, todo lo que existe en el mundo es o bien psicológico o físico, entonces la metafísica, en tanto concierne a lo psicológico y a lo físico, es la ciencia de la realidad en general [von der Gesamtheit des Wirklichen]. En este sentido, para citar un ejemplo, tanto las tesis fundamentales del monismo, las cuales aseguran una identidad de lo físico y lo psicológico, cuanto las del dualismo, las cuales aseguran su necesaria diferencia, son metafísicas. […] Existe conocimiento también de lo que no es actual [von Nichtwirklichem]. No importan cuán generales puedan ser los problemas construidos por la metafísica, hay cuestiones incluso más generales; estas cuestiones, a diferencia de las que conciernen a la metafísica, no están exclusivamente orientadas hacia la realidad. Las cuestiones que conciernen a la teoría de los Objetos son de esta clase” (Meinong, A. 1904, 37). Esta interpretación de Meinong se ajusta, en cierto sentido, a la “historia de la metafísica” de Heidegger. Y si lo físico correspondería a lo sensible y lo psíquico o psicológico a lo suprasensible, ya sea divino o meramente racional, entonces la teoría de los Objetos, ni físicos ni psicológicos, ni sensibles ni suprasensibles, ni pre-objetivos ni objetivos, ni pre-históricos ni históricos (en el sentido de Murena), coincide para nosotros con una teoría de las imágenes y en particular de los fantasmas en el sentido analizado previamente, es decir entendidos como singularidades irreductibles, lo mismo que la imaginación, a las polaridades centrales de la tradición metafísica. Si el Ser, para la tradición dogmática de la metafísica, es o bien físico o bien psicológico, o bien materia o bien espíritu; si, como sostiene Meinong, “la organización de todo el conocimiento en ciencia de la naturaleza y ciencia del espíritu [Natur- und Geisteswissenschaft] […] sólo toma en consideración la clase de conocimiento que tiene que ver con la realidad [Wirklichkeit]” (íbid., 7), entonces una singularidad que no se identifica estrictamente ni con un término ni con el otro, ni con lo material ni con lo espiritual, no pertenece al Ser (en su sentido metafísico tradicional), sino que designa un extra-Ser (Außersein), un elemento ajeno a la “realidad” (Außerwirliche). En este sentido, y solo en este sentido, nos parece oportuno pensar la transobjetividad de Murena a partir de la extra-ontología de Meinong.

28Punto de contacto con Kusch: “Pero, por eso mismo, porque sus actos apuntan siempre a la irrealidad de lo posible y mejor y no a su factura real y concreta, la esfera de la acción se sume en una nebulosidad crepuscular y se empequeñece a expensas del inconsciente de la acción” (Kusch, R. 2007, 65; el subrayado es nuestro). Esta pereza propia del americano, además, constituye, según Kusch, “un fenómeno de imaginación biológica, de imaginación orgánica que arboriza, crece y crea por sí su subsistencia” (íbid., 66; el subrayado es nuestro).

29Según Sartre, la imaginación se caracteriza por un proceso de irrealización: “[…] para actuar con estos objetos irreales me tengo que desdoblar yo mismo, me tengo que irrealizar” (1964, 164; el subrayado es de Sartre); o también: “el mundo imaginario está totalmente aislado, sólo puedo entrar en él irrealizándome” (íbid., 173). Es preciso aclarar que, si bien aquí utilizamos la noción sartreana de “imagen” o, más bien, algunos aspectos de la noción sartreana de “imagen”, en un sentido cercano -e incluso idéntico- a la noción deleuziana de “simulacro” o de “fantasma”, eso no significa que sean en sí mismas -y en las teorías de ambos autores- intercambiables. Nos parece, sin embargo, que ambas concepciones de la imagen se acercan en algunos aspectos y, sobre todo, resultan pertinentes para pensar el ser americano desde la perspectiva de Murena. En este sentido, diríamos que los aspectos que nos resultan relevantes de la concepción deleuziana de la imagen son: 1) la irreductibilidad del simulacro respecto al modelo y la copia, y consecuentemente 2) su posición de exterioridad respecto a la filosofía de la representación (el espíritu objetivo, en términos de Murena). En lo que concierne a Sartre, su concepción de la imagen nos interesa también por dos motivos centrales: 1) porque las imágenes no pueden constituir un mundo, es decir no pueden ser pensadas a partir del existenciario “ser-en-el-mundo”, y 2) porque suponen un estatuto de irrealidad que se identifica, para nosotros, con la transobjetividad mureniana.

30“Cuando hablamos del mundo de los objetos irreales, empleamos para mayor comodidad una expresión inexacta” (Sartre, J.-P. 1964, 173).

31Creemos que uno de los puntos decisivos de la concepción sartreana de la imagen y de la imaginación consiste precisamente en haber enfatizado su estatuto específico, ni sensible ni inteligible, y en haberlo distinguido, además, de lo real/actual del presente. Sobre este punto, cfr. Sartre J.-P. 2012, 42, 44, 94.

32No es causal que este pensamiento, en cierto sentido “post-heideggeriano”, haya solicitado, como hemos insinuado en relación a Blanchot, una profundización de la “noción” (más allá o, acaso, (no) más allá de toda noción) de neutro que, en un mismo movimiento, recuperaba la nada heideggeriana pero sin revelarla al sujeto, una nada irreductible al ser, un abismo -Abgrund- sin Dasein. Sobre este punto, cfr. Zarader, M. 2001, 284-285, 286.

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