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Cuyo

On-line version ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.36 no.1 Mendoza June 2019  Epub Nov 26, 2020

 

DOSSIER: FILOSOFÍA Y GÉNERO EN CHILE

Las fortunas del concepto feminista de emancipación1

Fortunes of feminist emancipation

Nicole Marie Darat1 

1Universidad Adolfo Ibáñez, Chile. Contacto: nicole.darat@uai.cl

Resumen

De acuerdo con Nancy Fraser el neoliberalismo ha cooptado el ideal feminista de la emancipación, pasando este a ser la “criada del capitalismo”. La autora pretende indagar si dicha afirmación se aplica al caso chileno, a través de la revisión de algunos elementos centrales del discurso “de género” de postdictadura, que ocupó el lugar del feminismo en las instituciones. En nuestros días “feminismo” ha dejado de ser una palabra prohibida, y nos enfrentamos a un feminismo neoliberal, donde las nociones de “emprendimiento” y “responsabilidad” reemplazan la emancipación en un contexto de feminización de la precarización y la deuda.

Palabras clave: Teoría feminista; Chile; Postdictadura; Neoliberalismo; Emancipación

Abstract

According to Nancy Fraser, neoliberalism has co-opted the feminist emancipation ideal, becoming capitalism’s maid. The author here enquires, through the revision of some central elements of the post-dictatorship gender discourse that took the place of feminism in institutions, if that affirmation applies to the Chilean case. In our days, “feminism” has ceased to be a forbidden word, and we confront to a neoliberal feminism, where the notions of “entrepreneurship” and “responsibility” replace emancipation in a context of feminization of precariousness and debt.

Keywords: Feminist theory; Chile; Post-dictatorship; Neoliberalism; Emancipation

A partir de la publicación de Fortunes of feminism de Nancy Fraser en 2013, y su posterior traducción al castellano (Fortunas del feminismo) en 2015, se han desatado una serie de debates y refutaciones a las principales tesis contenidas en el libro. El libro es una compilación de artículos de Fraser desde los años 70 hasta el presente. La misma Fraser, en el prólogo del libro, define la curatoría de dichos artículos como la exposición de “un drama en tres actos”: la liberación de las mujeres, la política identitaria y el horizonte del anticapitalismo. Un drama que, para ella, definiría el devenir del feminismo. Es en el paso del ideal de liberación de las mujeres a la política identitaria, donde reside la tesis más polémica de Fraser, segundo acto de esta tragedia que en el prólogo de Fortunas define con las siguientes palabras:

En el segundo acto, sus impulsos transformadores fueron canalizados hacia un nuevo imaginario político que situaba en primer plano la “diferencia”. Pasando “de la redistribución al reconocimiento”, el movimiento trasladó su atención a la política cultural en el preciso momento en el que el neoliberalismo ascendente declaraba la guerra a la igualdad social (Fraser, N. 2015, 17 ).

La autora señala que la tercera fase, la de un nuevo radicalismo anti-capitalista, está en curso y que “podríamos ver un feminismo revitalizado unirse a otras fuerzas emancipadoras con el objetivo de someter los mercados desbocados al control democrático” (ibíd.).

En el presente artículo me propongo abordar (I) la lectura de Fraser sobre la “fortuna “del feminismo de la segunda ola norteamericana, (II) así como las críticas que ha recibido su intento de universalizar el vínculo existente entre el capitalismo y las demandas de reconocimiento, que identifica con el movimiento feminista de los ‘70. Puntualmente, la aplicabilidad de esta tesis a Sudamérica y en particular al caso chileno. Pese las diferencias de contexto, que hacen poco rigurosa la mera extrapolación de un caso a otro, se concluirá que cierto feminismo acabó siendo funcional a la consolidación del neoliberalismo. (III) La revisión de este devenir histórico permitirá dar cuenta de la relación entre el feminismo y el neoliberalismo en Chile, y la disputa por su “verdadero” significado en el contexto de su creciente masificación en nuestro país.

I. La fortuna de las reivindicaciones de reconocimiento

Uno de los aportes más destacados de Nancy Fraser es la distinción entre redistribución y reconocimiento, entendiendo bajo este último concepto las demandas relacionadas a los nuevos movimientos sociales de la segunda mitad del siglo XX, o de lo que ella misma llama “conflictos post-socialistas”. En estos conflictos “la identidad de grupo suplanta el interés de clase como el principal motivo de movilización política. La dominación cultural suplanta la explotación en cuanto injusticia fundamental. Y el reconocimiento cultural desplaza la redistribución socioeconómica en tanto remedio para la injusticia y meta de la lucha política (Fraser, N. 2015, 68). Los nuevos movimientos sociales, principalmente el feminismo, los movimientos antirracistas y homosexuales, son aquellos que responden a la caracterización que Fraser hace de las demandas de reconocimiento, en tanto que demandas que configuran la injusticia como exclusión y opresión de la diferencia, en lugar de demandar la igualdad.

Este cambio de foco ocurre sin haber resuelto el conflicto propiamente socialista, aquel de la opresión económica. Para Fraser este desplazamiento o bien es una caída del feminismo en la falsa conciencia o bien es una legítima corrección al materialismo de corte marxista y su ceguera cultural. Fraser no tarda en adelantar que la tarea que se propone es la de dar con aquellas demandas de reconocimiento que permitan avanzar políticas redistributivas y no aquellas que las obstruyan. La autora ha defendido esta posición

desde sus respectivos debates a fines de los ‘90 con Judith Butler (Fraser, N. 1995a; Butler, J. 1998; Fraser, N. 1998) y con Iris Marion Young (Fraser, N. 1995b, 1997; Young, I. 1997).

Fraser mantendrá que el objetivo del feminismo debe ser desesencializar las demandas de reconocimiento, es decir, romper con el enfoque identitario que las ha caracterizado hasta ahora, poniendo en su lugar el enfoque del status. De acuerdo a su análisis, este enfoque, permite entender las interacciones entre la redistribución, el reconocimiento y la participación. El enfoque centrado en la identidad cosifica la femineidad y pasa por alto la interacción entre los distintos ejes de subordinación (raza, clase, género). Fraser va más lejos y afirma que este enfoque “recicla” los estereotipos de género dominantes, promoviendo el separatismo y aquello que ha empezado a inundar nuestros oídos en los últimos años, la llamada “corrección política” (Fraser, N. 2015).

El diagnóstico de Fraser es lapidario: la fortuna del feminismo de la tercera ola anglosajona fue haber acabado siendo servil a la expansión del capitalismo. Las demandas feministas fueron cooptadas por el discurso neoliberal, al cual le resultó útil la propia crítica que el feminismo anglosajón le lanzaba al estado de bienestar y la demanda de mayor autonomía que dicha crítica llevaba asociada, así como la de incorporación al mercado laboral en igualdad de condiciones a los varones. Mientras las demandas de reconocimiento planteadas desde la lógica identitaria tuvieron éxito, las demandas de redistribución se estancaron o incluso retrocedieron. ¿Ha sido culpa del feminismo de la tercera ola anglosajona? ¿Cómo ha ocurrido este pacto? Fraser parece dejar entrever que las demandas feministas de la tercera ola han sido arrastradas hacia el molino del neoliberalismo, sugiriendo que se trataría de un movimiento impersonal. Ella misma usa el término “astucia de la historia”. Nuestras diferencias con Fraser serán básicamente dos: la primera tiene relación con la diferencia del contexto en que surgen las demandas feministas en Chile en los años 70 y la inoperancia de la distinción redistribución/reconocimiento para comprenderlas, y la segunda con la propia idea de la “astucia…”, antes bien nos encontramos frente a una concatenación de hechos bien definidos que cimentaron la complicidad de cierto “feminismo” con el capitalismo neoliberal.

II. Feminismo y neoliberalismo: el caso chileno

Verónica Schild, cientista política que ha investigado el surgimiento y consolidación del neoliberalismo en Chile y en América Latina en general, sostendrá que el diagnóstico y la tesis de Fraser son difícilmente universalizables a nuestro subcontinente, y esto es así porque la división sexual del trabajo en Latinoamérica era bien distinta de la que predominaba en Estados Unidos. El mismo surgimiento del feminismo en los años 70 tiene, por otra parte, rasgos que lo distinguen de su análogo anglosajón (Schild, V. 2016).

En Latinoamérica el salario familiar que posibilitaba el estereotipo de la ama de casa perfecta y el varón proveedor no fue una realidad más que para la elite y la igualmente reducida clase media. La mayor parte de las mujeres eran trabajadoras asalariadas, ya fuera en la tierra o como empleadas domésticas que liberaban de dicho trabajo a las mujeres acomodadas. Pero no solo la relación de la mujer con el trabajo y con el salario era diferente en Latinoamérica, sino el modo en que se implementa el neoliberalismo difiere diametralmente entre ambos casos. Tal como lo destaca Schild, en nuestro continente el neoliberalismo no se implementó a través de una burocracia despolitizada, sino a través de cruentas dictaduras militares, que tenían entre sus objetivos la eliminación física de los adversarios, convertidos en enemigos a través del uso de la retórica anticomunista de la Guerra Fría. Las dictaduras militares en Bolivia, Brasil, Uruguay, Chile y Argentina, buscaron aplastar la organización social y sindical, a la vez que acorralar toda la vida propia de la sociedad civil que no fuera funcional al régimen.

Tanto en Estados Unidos como en Chile y Argentina, la militancia feminista de la década del ‘70 surge a partir de la militancia en los grupos radicales de izquierda, pero en el caso de Latinoamérica, tras los golpes de Estado que tuvieron lugar en varios países de la región, dichos grupos eran abiertamente perseguidos por las dictaduras y operaban en la clandestinidad. El feminismo en la Sudamérica de los ‘70 difícilmente podría considerarse un grupo que demandaba derechos civiles en un espacio público abierto.

En Chile, tras el golpe de estado y el comienzo de la dictadura civil-militar, comienzan a conformarse grupos de mujeres cuya finalidad era la lucha por los derechos humanos; particularmente decidora es la conformación de la Agrupación de Mujeres Democráticas (AMD), que nace tempranamente, en octubre de 1973, con el objetivo de prestar ayuda a familiares de presos políticos, ayuda que iba desde la protección hasta asegurar la subsistencia de las familias de los detenidos. Organización iniciada por Olga Poblete, quien fuera parte también del Movimiento por la Emancipación de la Mujer Chilena (MEMCH) que buscará el sufragio en la primera mitad del siglo XX (y que se rearticulará en los años 80 bajo el nombre de MEMCH 83, actuando como articulador de las organizaciones de mujeres). La búsqueda de los desaparecidos, mayoritariamente varones, fue el núcleo de la lucha de las organizaciones de mujeres en los años inmediatamente posteriores al golpe de Estado en Chile. El movimiento de mujeres durante la dictadura siempre tuvo una particular interpretación y puesta en práctica de la consigna “lo personal es político”. En un principio era la reacción frente al ataque que hacía la dictadura al corazón mismo de la familia, al destrozar los núcleos familiares con el asesinato, la desaparición y la tortura de algunos de sus miembros. La política se había ya entrometido en el espacio privado de la familia, por lo que llevar el amor de madre, de hermana, de hija o de abuela, a las calles, parecía inevitable.

Con relación a la particular conformación de los grupos feministas durante la dictadura, Schild destaca que a la base militante de izquierda (mayoritariamente masculina) habría que sumarle la importancia, muchas veces olvidada, de los grupos católicos cercanos a la teología de la liberación. La atención hacia el mundo popular y las estrategias para la autoeducación fueron elementos que sirvieron a una organización transversal de mujeres en la época. La lectura de Paulo Freire se transformó así en una fuente recurrente. Según Schild:

Mucho más que en Europa y Norteamérica, la agitación feminista en América Latina durante este periodo se caracterizó por la integración de activistas, intelectuales y de clase media en las luchas por los derechos básicos y la igualdad, bajo regímenes represivos. A las feministas socialistas y radicales se les unieron las «feministas populares», mujeres pertenecientes a la clase obrera presentes en asociaciones eclesiásticas o vecinales, que se organizaban contra las dictaduras (Schild, V. 2016, 38 ).

En Chile la influencia de la iglesia católica fue fundamental en los sectores populares, donde funcionó sosteniendo redes de apoyo que permitían paliar tanto los efectos de la represión, como los de la cesantía. El feminismo de la segunda ola en Chile siempre mezcló reivindicaciones que Fraser calificaría como redistribución con aquellas propias del reconocimiento: las políticas de reajuste neoliberal, junto con la cruda represión política, ponían la conservación de la vida y su reproducción cotidiana en el centro de las preocupaciones de las organizaciones de mujeres. Un ejemplo claro de esto es el surgimiento de la Casa Yela en Talca, la primera casa de acogida para mujeres sobrevivientes de violencia de género, documentado por la historiadora feminista Hillari Hiner quien da cuenta del paso de estas mujeres de ser católicas que hacían ollas comunes, a ser una agrupación con una consciencia feminista. Sobre la Casa escribe:

Si bien esta organización respondió, en un principio, a la urgente necesidad de conseguir los recursos básicos para la sobrevivencia (pan, techo y abrigo), en el curso del proceso fueron forjando un sentido de “comunidad activa”, en el que pudieron problematizar nuevos temas sociales como los derechos humanos, el neoliberalismo y la violencia contra la mujer (Hiner, H. 2019, 132 ).

Para Kirkwood (1986), ya a partir del año 78, las organizaciones de mujeres comenzaban a elaborar un discurso propiamente feminista; comienza a emerger una conciencia particular, como algo distinto del discurso global de rechazo a la violencia dictatorial y es ahí cuando la atención puesta al autoritarismo como trasfondo del quehacer político comienza a contrastarse con la propia posición subordinada de las mujeres dentro de los partidos, y en sus propias relaciones íntimas. Kirkwood define este momento como un momento de “negatividad”, donde la conciencia feminista niega aquello que la niega, a saber, la opresión patriarcal, incluso dentro de los mismos movimientos de izquierda. Es en esta fase de conflicto, donde los grupos de mujeres militantes comienzan a tensionar la incontestada centralidad de la lucha de clases.

Es entonces a partir de la década del 80 que el movimiento de mujeres comienza a abrazar reivindicaciones que cabe denominar como propiamente de reconocimiento, es decir, reivindicaciones independientes de la redistribución económica, o de exigencia de respeto de los derechos humanos dirigidas contra la dictadura. En “Ser política en Chile”, a estas alturas un texto de referencia, publicado póstumamente en 1986, Julieta Kirkwood lo define del siguiente modo:

Aunque pueda parecer paradójico, a partir de la experiencia sufrida bajo el sistema autoritario dictatorial hoy se ha hecho más evidente para muchos sectores, que el autoritarismo es algo más que un problema económico o político; que tiene raíces y cauces profundos en toda la estructura social; que hay que cuestionar y rechazar muchos elementos y contenidos antes no considerados políticos, porque eran atribuidos a la vida cotidiana-privada. Se ha comenzado a decir que la familia es autoritaria; que la socialización de los niños es autoritaria y rígida en la asignación de los roles sexuales; que la educación, las fábricas, las organizaciones intermedias, los partidos políticos, se hallan constituidos autoritariamente (Kirkwood, J. 1986, 180 ).

Distinguimos aquí una segunda fase de la interpretación de la consigna “lo personal es político”, que podríamos identificar como una en que la movilización en contra de la forma autoritaria de lo político comienza a revelar el propio autoritarismo del espacio privado. La consigna de la época fue “Democracia en el país y en la casa”. Las feministas que formaban parte de los partidos de izquierda contaban con mayor experiencia, pero también estaban más limitadas por la forma de organizarse propia del partido y por las jerarquías de los partidos a los que pertenecían, donde la demanda de democratizar las relaciones íntimas aparecía declaradamente como una contradicción secundaria frente a la lucha de clases, y más veladamente como una amenaza a la unidad del partido y de la propia clase obrera que el partido pretendía representar. Esta tensión claramente era (y sigue siendo) de difícil solución y significó que muchas feministas tomaran distancia de los partidos y movimientos de izquierda, y se organizaran en colectivos autónomos, donde la sospecha frente a las feministas de los partidos fue creciendo y lo que en un principio fue una colectividad que agrupaba a pobladoras, profesionales, intelectuales, militantes de partidos de izquierda, mujeres sin ninguna experiencia política, etcétera, paulatinamente, de la mano de la diferenciación de las propias demandas feministas, fue dando paso a una polarización entre las feministas y las políticas, polarización que se mantiene hasta el día de hoy y que rara vez da tregua.

El fin de la dictadura en Chile se encuentra con un movimiento de mujeres que tiene unas demandas ya propiamente feministas, diferenciadas de las demandas de la oposición democrática, pero también con un movimiento altamente fragmentado. Con el retorno a la democracia -al menos en sus aspectos formales-, la fortuna de las organizaciones de mujeres fue dispar. El discurso tradicional de la izquierda en torno a la lucha de clases estaba ampliamente deslegitimado y, aún más, se comenzaba a construir una imagen de la política del consenso donde todo aquello que aludiera al conflicto aparecía como una amenaza para un orden aun frágil, en Chile principalmente, con un ex-dictador sentado en el senado, esto era especialmente visible. Pero esta deslegitimación del discurso tradicional no necesariamente significó que el discurso feminista, crítico del sesgo economicista de la izquierda de la primera mitad del siglo XX, pudiera dar el paso adelante y se constituyera, tal cual, en la nueva vanguardia.

De acuerdo con Jaquette (1996, 340) , las pobladoras no organizadas, acostumbradas a transar con la administración en orden a asegurar las condiciones de subsistencia para ellas y sus familias, fueron capturadas por las políticas clientelares durante la dictadura, y poco de eso cambió con la transición a la democracia. Esta captura tuvo un efecto despolitizador de las bases populares que ha sido difícil revertir y que continúa siendo un desafío para la izquierda en general y para el movimiento feminista en particular. Por su parte, las feministas que permanecieron en los partidos vieron cómo su participación en la reactivada competencia partidaria era marginal. Su lugar en los gobiernos de los años 90 en Chile fue bastante limitado, solo el 5,3% en 1989 (SERVEL 2018). El surgimiento del Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM) y las políticas en torno a la denominada violencia intrafamiliar, y posteriormente las políticas de equidad de género, fueron los reductos que quedaron para las feministas de los partidos. Las autónomas, por su parte, quedaron aisladas de la decisión política que tenía lugar fundamentalmente a través de los partidos políticos.

Las políticas de reconocimiento, más que responder a las demandas del movimiento feminista y lejos de cuestionar un estado de bienestar aquí inexistente, provinieron de las políticas públicas de los gobiernos llamados de centro-izquierda en los años de transición a la democracia y de consolidación del neoliberalismo. De acuerdo con Alejandra Castillo:

En primer lugar, las políticas llevadas a cabo por los gobiernos de la Concertación y, luego, por el de la Nueva Mayoría, se han hecho en nombre de políticas de género, lo que quiere decir: “política de mujeres”. ¿Son estas políticas feministas? No, no creo. Y si lo fueran, es necesaria la definición. En este sentido, se podría decir que el feminismo institucional en Chile, si es que hay algo de eso (algo de feminismo), es “liberal” y de marco heteronormativo. Distinto a ello, me parece más pertinente evidenciar la genealogía del feminismo liberal cuya matriz diferencial, descrita en el par “mujeres-madres” -desarrollada a partir de mediados del siglo XIX- terminará coincidiendo con los argumentos de las éticas y políticas del cuidado de los años noventa del siglo pasado. Esta coincidencia, más los insumos de las teorías del desarrollo humano, terminarán por describir lo que hoy es reconocido como “políticas de género” (Castillo, A. 2016, 94-95 ).

Castillo distingue aquí entre las “políticas de género” y el feminismo. Las políticas de género son políticas centradas en las mujeres a partir de una definición dada de qué significa ser mujer y qué necesidades se tienen a partir de ese hecho. El feminismo, por otro lado, es algo que excede las políticas de género. A lo largo de su libro de 2016, Disensos feministas, Alejandra Castillo dejará en claro la diferencia entre las políticas de género y lo que sería una política feminista. Las políticas de mujeres, principalmente durante el primer gobierno de Bachelet, fueron políticas que reforzaron el rol de mujer- madre y, en ese sentido, políticas que otorgaron ciertos beneficios, pero al costo de reforzar los estereotipos. El feminismo institucional, que es el feminismo triunfante tras el término de la dictadura, es identificado por la autora como un feminismo “liberal” y “heteronormado”.

El feminismo liberal, que podríamos decir es la forma más intuitiva de feminismo, es el feminismo de la “inclusión” o de la participación de las mujeres, donde por participación debemos entender precisamente el “tomar parte”, es decir, tomar parte en aquello que ya está definido dentro del estrecho marco institucional de la transición. La retórica del SERNAM en esos años será la de la “equidad de género” que rápidamente será traducida como “igualdad de oportunidades”. Un discurso funcional a la despolitización en cuanto es una forma de igualdad que se entiende estrictamente desde el provecho individual. Promover la igualdad a nivel de oportunidades supone remover las barreras formales para el acceso a ciertas ventajas sociales. La igualdad de género leída en esta clave, supone que las barreras específicamente relacionadas con la diferencia sexual, deben ser eliminadas en orden a permitir el acceso de las mujeres, de modo individual, a la variedad de posibilidades disponibles en el tablero neoliberal. Los años 90 fueron los años de la gestación de la institucionalidad y de la institucionalización del trabajo de las “feministas políticas” que se incorporan a SERNAM o participan de la creación de políticas públicas en calidad de expertas, ya sea directamente o a través de ONG que se relacionan con SERNAM a través de asesorías. Lo que paulatinamente va desapareciendo es la participación no mediada de las pobladoras y en general de las mujeres organizadas por fuera de la institucionalidad y la academia.

Durante la década del 2000 una de las principales líneas de acción del entonces SERNAM era la equidad de género. Para impulsar dicha línea se elaboró un plan de acción a implementarse entre los años 2001 y 2010. En la evaluación de la primera fase, que comprendía hasta el año 2005, se identifican cuatro ejes fundamentales de acción de este plan, que a su vez coinciden con los planes de acción del propio SERNAM. Estas líneas son: “el campo legislativo, la instalación y difusión de los derechos de las mujeres, la violencia intrafamiliar y la autonomía económica de las mujeres que refiere a los temas de capacitación, empleo, ingresos y pobreza” (SERNAM 2005, 9). La equidad de género como estrategia de desarrollo y principalmente como herramienta para la superación de la pobreza fue uno de los ejes fundamentales de las políticas de género que se implementaron a principios del pasado siglo. De hecho, la equidad de género es uno de los Objetivos del Milenio según la ONU y, de acuerdo con el Banco Mundial (que incluye una carta en la evaluación del Plan de equidad de género del SERNAM), es una de las estrategias para la superación de la pobreza. Así, el Banco Mundial otorga su venia (y asesoría técnica) a la implementación de este plan de igualdad de oportunidades, que reforzaría la participación política de las mujeres, pero principalmente su participación económica. Siguiendo a Carmen Gloria Godoy Ramos:

Los sentidos que el capitalismo tardío le ha otorgado a la idea de la “igualdad de género” vaciaron el concepto de su componente emancipatorio toda vez que demanda el reconocimiento de ciertas diferencias para reorganizar sus nuevas formas productivas, pero sin cuestionar sus postulados y, ciertamente, sin alterar sus formas distributivas, al punto que la aceptación de idea de “igualdad de género” ha servido más para incorporar mano de obra femenina al sistema productivo, que para cambiar en lo sustantivo las relaciones sociales de género (Godoy Ramos, C. 2016, 873 ).

Habría entonces una cierta complicidad entre el feminismo y el neoliberalismo, pero en Latinoamérica, y en Chile en particular, esta complicidad no es del movimiento feminista, sino del discurso institucional de género, a través de las políticas de equidad impulsadas durante la década del 90. Por tanto, es preciso hacer dos distinciones entre lo aquí expuesto y la lectura de Fraser; la primera es una cuestión relativa a la explicación que elige Fraser: “la astucia de la historia”, que hace ver como si las feministas hubiesen sido arrastradas por la fuerza irrefrenable del capitalismo hacia la subsunción de sus demandas en el reajuste capitalista. De acuerdo con Schild, esta captura capitalista de la agenda feminista no ocurre sin el consentimiento de una parte de ellas, de aquellas que pactaron su participación en la institucionalidad. Como sea, es preciso notar que las trabas propias de una institucionalidad frágil y conservadora (dominada por demócratacristianos), dejaron poco espacio para la disputa de un sentido feminista en las políticas de género. En segundo lugar, la tesis de Alejandra Castillo cobra relevancia en este punto: la agenda de género de los gobiernos postdictatoriales no es propiamente una agenda feminista. En suma, lo que es capturado por el capitalismo no es una ola feminista, no son las demandas de una determinada ola feminista, sino la lectura interesada de estas en una clave “liberal y heteronormada” y, en consecuencia, su vaciamiento. En lo que sigue analizaremos cómo la lectura liberal y heteronormada del género, ha contribuido a traducir la agenda feminista en una agenda neoliberal de precarización.

III. Feminismo y neoliberalismo en la postdictadura

La agenda de la transición fue la de la equidad de género, respaldada por el Banco Mundial como una estrategia para el desarrollo. Estrategia que iba de la mano con el surgimiento de la retórica de la autonomía entendida como ingreso de la mujer al mercado del trabajo. El potencial político del ideal de emancipación era releído en clave neoliberal como responsabilidad individual, y ahí es donde el discurso de género, tal como Alejandra Castillo lo define en cuanto un feminismo liberal y heteronormado, comienza a poner en circulación, a través de campañas, charlas y múltiples eventos “para mujeres”, los conceptos de “autonomía”, “empoderamiento” y “emprendimiento”. En lo que sigue, intentaremos dar cuenta de cómo estos conceptos son funcionales a la precarización de las mujeres y con ello consolidan, de alguna manera, la “fortuna del feminismo” tal como la entiende Fraser, aunque mediada por acciones intencionadas de ciertos grupos feministas y no meramente como un devenir impersonal de los hechos. La fortuna del feminismo de nuestra segunda ola fue la de dejar de ser feminismo para ser política de género, y posteriormente retornar como “feminismo neoliberal”.

III. a. Autonomía y precariedad

Durante la dictadura, producto de la destrucción del empleo y las altas tasas de cesantía masculina, comienza a gestarse una crisis de la masculinidad tradicional, basada en la figura del padre proveedor único. Esto trastoca la organización tradicional de la familia, convirtiendo a la mujer en una obrera también. La entrada de las mujeres al trabajo como co-proveedoras se dio, no obstante, bajo las reglas neoliberales de la precarización. El estudio de las condiciones laborales de las temporeras, realizado por Valdés, Godoy y Mendoza, nos permite echar luces sobre lo que la incorporación de las mujeres al trabajo, trae consigo.

el salario de las mujeres, aunque logrado bajo deficientes condiciones laborales y largas jornadas, las dota de autonomía y libertad, lo que produce cambios en los patrones de autoridad en la familia, tensionando los fundamentos del patriarcado: el control masculino sobre las mujeres. Los costos de tales transformaciones son altos: extenuantes jornadas laborales, migraciones para “hacerse el salario”, padecimientos laborales que a menudo se traducen en una forma de “ganarse la vida para perderla”. Es lo que hemos llamado “emancipación precaria”, atendiendo a la precarización del empleo agrícola temporal, pero a la vez a los grados de independencia que logran las mujeres con el salario obtenido a costa de la intensificación del trabajo y la extensión de la jornada laboral en contextos de “flexibilidad salvaje” (Valdés, X.; Godoy, C. y Mendoza, A. 2017, 173 ).

La tan anhelada autonomía es alcanzada por las mujeres populares por vía de lo que las autoras denominan “emancipación precaria”; una emancipación que se da en el contexto de la “flexibilidad salvaje” y que implica la intensificación del trabajo y extensión de la jornada laboral, sumado a bajos salarios e inestabilidad laboral. Desde los años 90 hasta ahora la participación femenina ha pasado de ser solo el 28.1% a ser un 48.5% en 2017, de acuerdo con el Instituto nacional de estadísticas (INE). Según el mismo estudio, un 37.1% de las mujeres ocupadas lo hacían en el mercado informal de trabajo. Fuera de ese importante porcentaje empleado, la emancipación por vía de incorporación al mercado laboral tiene una cara diferente para las mujeres de clase media profesional en los centros urbanos. Es esta cara la que suele tomarse como modelo de éxito a la hora de evaluar el vínculo entre “mujeres y trabajo” desde el feminismo liberal que ha copado el discurso institucional y empresarial tras el fin de la dictadura.

Carmen Gloria Godoy (2016) acuñará el concepto “mujer económica” para referirse a la reflexión de la “inclusión de las mujeres” en el mundo empresarial, un mundo que históricamente ha sido un mundo masculino. Una vez más encontramos al feminismo liberal y heteronormado dando forma a los conceptos que guiarán la discusión sobre la inclusión de las mujeres en el mundo del trabajo. Godoy sitúa los antecedentes de la “mujer económica” en el Primer encuentro mujer-empresa, organizado por FINAM (Finanzas nacionales e internacionales para la mujer) en 1991. En dicho encuentro, afirma Godoy, destacan dos preocupaciones o más bien, dos ejes reflexivos que atraviesan la relación mujer-empresa: la primera es el reconocimiento de la reciente incorporación de la mujer al mundo de la empresa y, tal vez más importante, las transformaciones de las lógicas organizacionales de las mismas empresas, donde destacan los cambios en el ejercicio del liderazgo que dan paso a un liderazgo identificado como “femenino”, que privilegia el trabajo en equipo frente a la organización tradicional jerárquica y autoritaria. Coincide entonces esta especie de democratización/feminización de los liderazgos en los equipos de trabajo, con la democratización del propio país, donde el autoritarismo va difuminándose -que no desapareciendo- de la esfera pública.

Las virtudes democráticas de la femineidad son exaltadas por las organizadoras del encuentro, virtudes que provendrían de lo doméstico, del mando que “naturalmente” ejerce la mujer sobre el servicio doméstico y sobre los hijos e hijas. La casa, más que ser un lugar por democratizar, es el modelo de democracia o el modelo de liderazgo que se desea impulsar. No es necesario liberar las relaciones domésticas, pues ellas no son locus de dominación, al menos no para la mujer a la cual consideran como sujeto de sus afirmaciones. La empresa, el espacio semi público en el cual se desea incluir a las mujeres, debe ser más como la casa, con el mando femenino de la mujer heterosexual de clase media-alta.

Un segundo eje, es la negación del feminismo. Se trata de feminización de la empresa, tanto en la presencia de mujeres dentro del personal, como en el privilegio de las prácticas femeninas. Godoy resaltará las afirmaciones antifeministas de las organizadoras del encuentro, para las cuales el feminismo ha errado el blanco al pretender erradicar los roles de género tradicionales:

La “feminización del poder en las empresas” no es equivalente a una posición feminista. Al contrario, los “vientos de cambio” no se respiran “detrás de las barricadas, como las integrantes del feminismo”, cuyo gran error fue “poner los roles al revés”, en lugar de buscar la armonía entre esposo, hijos y trabajo, “la gran tontera del feminismo” (Godoy Ramos, C. 2016, 877 ).

Este discurso antifeminista será parte de la retórica del SERNAM durante los años 90 y principios del 2000. Un servicio para “mujeres” implementando políticas de igualdad de género. Del fenómeno que dan cuenta las defensoras de la “mujer económica” es de la feminización de la sociedad civil, más que el de la inclusión de las mujeres en la esfera pública, una preocupación más recurrente en el discurso del SERNAM. Esta feminización de la sociedad civil, celebrada por las mujeres empresarias, entiende la importancia de fortalecer los valores de la maternidad en el espacio del intercambio económico, mas no de, por ejemplo, transformar la esfera del trabajo en una que sea más amigable para las mujeres que son madres. Para las mujeres empresarias la entrada en el mundo del trabajo se traduce en una doble jornada bastante aliviada por el trabajo doméstico realizado por mujeres trabajadoras con menos suerte. Esas otras mujeres que sostienen el cuidado en la oscuridad. El rechazo del feminismo, y la consiguiente adopción de la perspectiva de la mera “inclusión”, tiene como objetivo desactivar la potencia política del feminismo de la segunda ola y su carácter confrontacional, desechándolo por considerarlo masculinizante.

La feminización de la sociedad civil, y en particular del ámbito económico, responde al crecimiento de la importancia del sector servicios en la productividad y el consiguiente auge de las habilidades “blandas”, es decir, de aquellas habilidades desarrolladas en el ámbito de las relaciones íntimas, como el trato afectuoso y personalizado, la atención a los detalles, la capacidad para identificar las necesidades de las otras y los otros, lo afectivo en general (Morini, C. 2014; Lorey, I. 2018). Pero también la gratuidad del trabajo, la precariedad, la ausencia de horarios y la ilimitación del mismo, todo aquello que puede ser comprehendido bajo el concepto de la “flexibilidad”, tan valorada por el mercado laboral contemporáneo. Desde fines de la década del 70 hasta ahora, la precarización ha sido el sello de las transformaciones del mercado del trabajo. Estas habilidades blandas no son habilidades “de las mujeres”, de las de más arriba o las de más abajo, sino que son habilidades “feminizadas”, quienes las poseen, quienes las emplean a diario, son considerados sujetos feminizados, sean mujeres o no. Cristina Morini llamará la atención sobre la transformación de la economía y del trabajo a partir de la centralidad de lo reproductivo frente a lo productivo. La feminización del trabajo no solo tiene que ver la masiva entrada de mujeres al ámbito productivo, sino con la feminización de las condiciones de todo el trabajo asalariado. Las mujeres, acostumbradas a trabajar gratis, por muy poco y/o esporádicamente, son el modelo del trabajo precario. Para Morini “si existe una modalidad histórica que pueda encarnar la explotación total de la persona por parte del capitalismo, esta figura es femenina” (Morini, C. 2014, 83).

Morini señala que la lisonja a las cualidades femeninas (y ahí buena parte de ese marco teórico lo puede haber dado el feminismo maternal) ha sido una estrategia discursiva para profundizar la explotación del trabajo femenino. Las defensoras de la “mujer económica” frente a este escenario aparecen romantizando la expansión de la explotación, pero esta romantización no es casual, pues se explica en buena parte por la universalización de su experiencia como mujeres de clase media-alta.

La mujer económica es la mujer de la sociedad civil, que se mueve a través de ella transitando por el eje del liderazgo femenino y el emprendimiento. De acuerdo con Godoy esto se proyecta de dos formas:

Por un lado, encontramos este tipo de seminarios, foros y debates relativos a la posición de la mujer profesional, y por otro, el impulso a la micro y mediana empresa (PYMES), más cercano a la economía informal y actividades productivas realizadas por mujeres sin calificación, de sectores populares. Durante la década siguiente, podríamos decir que ambas dimensiones confluyen en el impulso al emprendimiento femenino no solo como medio para conseguir la autonomía económica, sino también como forma de subjetivación (Godoy Ramos, C. 2016, 878 ).

Nos interesa en esta última parte del artículo analizar cómo la “mujer económica” se ha convertido en una forma de subjetivación, aún más, en la forma de subjetivación dominante, y por ende, en objeto de deseo, en el contexto del neoliberalismo. Este análisis debería permitirnos probar la hipótesis de Verónica Schild de que no ha sido el feminismo el que ha sido funcional al neoliberalismo, sino cierto feminismo. Un feminismo que es liberal y heteronormado, siguiendo a Alejandra Castillo.

La universalización de la experiencia de las mujeres de clase media-alta ha servido para consolidar este discurso a través de las políticas públicas y de las organizaciones más influyentes de la sociedad civil. Aquello que asegura la emancipación abstracta de la mujer económica ha legitimado la precarización de la mayor parte de las mujeres. Emancipación abstracta y emancipación precaria son las dos caras que ha tomado el ideal feminista de la emancipación en la posdictadura. Habría que volver a Marx y preguntarse por las condiciones para que tenga lugar la emancipación propiamente humana, aquella que ocurre cuando no separamos nuestras fuerzas del resto, sino que las consideramos como fuerzas sociales, como fuerzas colectivas (Marx, K. 2004, 38-39). El emprendimiento, en cambio, considera la fuerza del individuo como una fuerza y una capacidad aisladas, al servicio de su propio proyecto de vida. Está en las manos de cada quien optimizar sus recursos materiales, cognitivos, afectivos, etcétera, para conseguir sus metas.

Siguiendo a Raúl Rodríguez Freire

Lo que hace la ficción del emprendimiento entonces es transformar en pequeños capitalistas a quienes no pudieron comprar una educación, o bien, capitalizar el saber de aquellos que sí lo hicieron, pero que no tienen trabajo. En otras palabras, esto tiene que ver con la política de capital humano, porque este no se relaciona únicamente con el saber, sino con los talentos y habilidades para gestionar una empresa privada […]. Incluso se podría decir que la noción de emprendimiento lleva a que uno mismo se trate como una empresa privada, mientras todo aquel que nos rodea se transforma en nuestro competidor, en nuestro enemigo, lo cual da cuenta de la locura del mundo que día a día sostenemos (Rodríguez Freire, R. 2018, 85 ).

En el concepto de emprendimiento la empresa está desbordada, el emprendedor no es el empresario, entendido como el dueño de una empresa, sino todo aquel que tenga unas ciertas características subjetivas que lo impulsan a desarrollar un negocio. De acuerdo con el autor dichas características que definen al emprendedor son la “autoridad” y la “iniciativa”.

La autoridad y la iniciativa son, no obstante, características tradicionalmente relacionadas con lo masculino. Nos encontramos frente a un mercado de servicios que parece requerir cada vez más características feminizadas, que garanticen la flexibilidad y la comodificación de lo relacional, mientras que el emprendimiento se reviste de las características heroicas que arroparan a la masculinidad en otra época. El emprendimiento aparece entonces como una paradoja donde se busca revivir las antiguas virtudes masculinas de la gran “empresa”, de la conquista, con la flexibilidad y precariedad, a las que está expuesto constantemente el “empresario de sí”. La clave para entender esta aparente paradoja está en la comprensión del riesgo en el contexto neoliberal.

Siguiendo a Débora Ávila y a Sergio García,

Se nos invita a creer en nosotras mismas, a imaginarnos como una especie de superhéroes […] cuyos únicos límites son los que una misma se impone. Con esfuerzo, positividad, trabajo, y mucho afán de superación, nada se nos resistirá. Los riesgos que entraña el camino, se nos dice, no deberían ser más que un acicate para seguir adelante. Así es el tipo de sujeto que necesita el neoliberalismo. Y así es como suena la música que escuchamos por doquier (en las escuelas, entre los amigos, en los centros de trabajo, en la televisión...) (Ávila, D. y García, S. 2018, 23 ).

El riesgo no se presenta igualmente para todo el mundo. La loa al riesgo, tal como la loa a las “virtudes de mando femeninas”, ocultan que este tiene dos caras. La versión del riesgo que nos venden los libros de coaching muestra una cara amable, según la cual el resultado de la competencia es el triunfo y, si se fracasa, el resultado del fracaso es el aprendizaje. Pero ocultan la auténtica cara del fracaso para quienes carecen de soporte, ya sea en forma de medios económicos, redes de amistades, familiares, contactos, de conocimientos y habilidades bien valoradas por el mercado. Desde este otro lado, el riesgo es el riesgo de perder lo mínimo para sobrevivir; “Estructuras sociales de desigualdad invisibilizadas por el neoliberalismo desmienten el carácter supuestamente igualitario de la experiencia riesgosa” (Ávila, D. y García, S. 2018, 25 ). El emprendimiento aparece como estrategia privilegiada para promover la independencia económica de las mujeres pobres, pero dentro de las reglas del neoliberalismo, es decir, desde la competencia y la asunción individual del riesgo y de sus consecuencias, que acaba engrosando las cifras del endeudamiento y la pobreza que, en nuestro país, son mayoritariamente femeninas.

III. b. De la negación del feminismo al rescate del “verdadero feminismo”

La última ola feminista chilena que rompió en mayo de 2018 hizo eco de las movilizaciones de mujeres en distintas partes del globo, pero tuvo su particular expresión en las universidades, donde las estudiantes movilizadas levantaron demandas en torno a la inexistencia de protocolos para hacerle frente a los casos de acoso de los profesores hacia las estudiantes, así como también entre estudiantes. La irrupción del movimiento feminista en los medios vino a consolidar lo que había comenzado en 2016 con la aparición de Ni Una Menos. Esta ola feminista, en la que todavía estamos, puso en la agenda mediática la historia del feminismo, que permitiría comprender por qué se trataba de una “ola” y cómo se relacionaba con su historia precedente. Pero también puso en escena la disputa por el “verdadero significado del feminismo”.

El feminismo había logrado instalarse en la agenda mediática y las demandas contra el acoso (acompañadas del revuelo causado por las denuncias hechas por estrellas de Hollywood) se ganaban buena parte de la simpatía popular. En este contexto el feminismo, y no meramente las políticas con enfoque de género, se convertía en un botín a disputar. Tanto los partidos políticos como los think tanks trataban de sacar su tajada de este. Es de particular interés para este texto analizar la jugada realizada por la Fundación Para el Progreso (FPP). La FPP es un think tank vinculado a la derecha más liberal en lo valórico, y fuertemente comprometido con la defensa del capitalismo y el neoliberalismo en lo económico. Lo interesante de su estrategia es el intento de recuperar el feminismo liberal como el “verdadero feminismo”, descartando por falsas aquellas versiones consideradas más radicales.

Es así como la FPP reedita bajo su sello editorial el libro de la economista María Blanco, Afrodita desenmascarada, subtitulado expresivamente “Una defensa del feminismo liberal”. El libro es reseñado en la propia página de la FPP donde se exaltan las virtudes de la publicación:

Frente a las actuales posturas feministas cuyo discurso se centra esencialmente en el victimismo de la mujer, basado en una perspectiva conflictiva con respecto a los hombres, existe un matiz liberal del feminismo que ha sido olvidado […]. Así, la economista española María Blanco, de manera clara y dinámica, intenta mostrar las bases liberales que impulsaron al feminismo en sus orígenes para, con ello, rescatarlo del secuestro ideológico al que este ha sido sometido por parte de movimientos radicales y extremistas que, en nombre del propio feminismo, desdeñan de los fundamentos que lo motivaron en sus inicios. (Zaror, Y. y Gómez, J. 2018).

Dos ideas expresadas en este párrafo, permiten caracterizar la estrategia del FPP a través del feminismo: primero, el uso del término “victimismo” para referirse a las posturas feministas que apuntan hacia la condición de oprimidas de las mujeres y señalan la existencia de un patriarcado como explicación estructural de dicha opresión; y segundo, el objetivo de rescatar al feminismo del “secuestro ideológico” por parte del radicalismo y el “extremismo”. No deja de llamar la atención el retorno al epíteto de “extremista” para identificar al adversario ideológico. Si antes lo fue el marxismo, hoy es el feminismo no liberal. Este feminismo aparece entonces como “victimista” y “extremista” a la vez, en tanto que la victimización autorizaría ciertas formas de violencia hacia los hombres y hacia las mismas instituciones de la democracia liberal.

La oposición que se hace entonces es entre la “victimización”, por un lado, y la “responsabilidad” y la “autonomía”, por otro. Quien se victimiza es quien culpa al resto -la sociedad, el patriarcado, los hombres, el capitalismo, etc.-, en lugar de tomar las riendas de su propia situación. Este mismo año la FPP lanzó un documento de difusión, denominado El decálogo del feminismo liberal, cuya intención clara es la de definir los principios del “verdadero feminismo”. El decálogo vuelve sobre la cuestión de la victimización, particularmente en el punto 3, donde se afirma que “el feminismo liberal fomenta una cultura de la autonomía y responsabilidad por sobre una cultura de la victimización” (FPP, 2018). Tal como analizábamos más arriba, la postdictadura capturó el significado de la autonomía, convirtiéndolo en una herramienta útil para promover las políticas neoliberales, que toman la “capitalización individual” como modelo. De ser un sinónimo de la emancipación como liberación, la autonomía pasó a ser la puerta de entrada para la consolidación del desmantelamiento de los derechos sociales.

Isabell Lorey analizará la relación entre la economía de la deuda y la promoción de la figura de un sujeto auto-responsable. Es la responsabilidad individual, de un individuo aislado (que no reconoce identidades colectivas), la que se traduce en culpa ante la imposibilidad de dar cumplimiento a la obligación adquirida o impuesta:

En la economía de la deuda se necesita una figura subjetiva que asuma la (auto) responsabilidad, que asuma deuda y que internalice los riesgos como culpa y como deuda: una personalidad que está doblemente endeudada y es responsable por sí misma. Esta personalidad juega un rol decisivo en la habilitación y en la estabilización del gobierno neoliberal a través de la precarización y de la inseguridad, porque ya no hay un más allá de la deuda, todos están endeudados de una forma u otra (Lorey, I. 2018, 20 ).

La disputa en torno al “verdadero feminismo” es la disputa por el contenido de un discurso político que ha mostrado una creciente capacidad de movilizar a la población, con las mujeres y disidencias sexuales a la cabeza.

Conclusiones

La complicidad entre feminismo y neoliberalismo en Chile no se daría a causa del desplazamiento de las demandas de redistribución por las demandas de reconocimiento. En el contexto de la dictadura ambas demandas siempre se dieron juntas, antes bien este pacto se selló con el retorno de la democracia, en dos fases. La primera en los noventa con la oenegeización y academización del movimiento, donde el feminismo entra a la institucionalidad como “perspectiva de género”, que obtura la potencia política del feminismo, tanto en términos de redistribución, como de reconocimiento. La segunda fase, donde reaparece la palabra feminismo, pero como estrategia de justificación del libre mercado. Si esta nueva complicidad del feminismo con el neoliberalismo falsea el ideal de emancipación para la gran mayoría de las mujeres y en general para la gran mayoría de la población mundial, es preciso repensar los anclajes prácticos de nuestras categorías.

En uno de sus textos más recientes, Feminismo para el 99%. Un manifiesto (2018), Nancy Fraser junto a Cinzia Arruzza y Tithi Bhattacharya se propone de manera didáctica mostrar cómo un feminismo, que no sea cómplice con la explotación de la mayor parte de la población, debe ser anticapitalista, fijando clara distancia con los objetivos de inclusión corporativa, propios del feminismo liberal.

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1 El movimiento Ni Una Menos, surge en Argentina en 2015, para visibilizar los feminicidios y exigir que la sociedad se haga cargo del tema. Durante 2016 se extiende a varios países de Sudamérica y ya hacia 2017 comienza a tornarse un movimiento global.

Recibido: 08 de Marzo de 2019; Aprobado: 11 de Junio de 2019

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