1. El arte y lo sagrado
En su artículo El arte y lo sagrado. En el origen del aparato psíquico, Jesús González Requena pone en relación dos obras: la famosa pintura rupestre del hechicero embestido por un bisonte de Lascaux (Francia), y la La creación de Adán, que Miguel Ángel Buonarroti pintó en el techo de la capilla Sixtina.
¿Qué tendrían en común dos obras en apariencia tan diferentes y distantes en el tiempo? Que en ellas el ser humano hace la experiencia de lo sagrado, que es como decir que hace la experiencia de su propia humanidad.
González Requena lo describe en los siguientes términos:
Acceso a lo sagrado, intimidad con el dios -que la proximidad de las dos figuras traduce-, experiencia del sexo -la erección es patente- y de la muerte -el instante del choque… la dialéctica del hombre y su dios -es decir: la dialéctica de lo sagrado- atravesará durante siglos la historia del arte… (González Requena, 2005, pp. 74-75).
En el caso del hechicero-sacerdote es la proximidad de la muerte encarnada en la presencia de la bestia herida la que lo confronta con eso para él sagrado.
En el de la obra de Miguel Ángel, Adán, el primer hombre, está a punto de tocar con su dedo índice eso divino que viene a insuflarle vida.
Hay otra cosa que estas dos obras tienen sin embargo en común. Ni Adán, ni el hechicero prehistórico tocan Eso con sus manos, ni con ninguna otra parte de su cuerpo.
¿Por qué? Quizá porque lo que ambas figuras realmente hacen es precisamente señalar, indicar algo, un misterioso vacío. ¿Qué significa esto?
Antes de intentar responder a esta pregunta será necesario hacer un breve recorrido por el tema de la sublimación.
2. El arte de la sublimación en Sigmund Freud
La capacidad de sublimación se resume para Freud en que la energía del individuo es desviada, en su totalidad o en su mayor parte, “del uso sexual y aplicada a otros fines”.
El proceso de sublimación consistiría en que a las intensas excitaciones que proceden de las diversas fuentes sexuales se les procuraría un drenaje que haría posible su empleo en otros campos, produciéndose así un incremento de la capacidad de rendimiento psíquico. Aquí podría discernirse, en opinión de Freud, “una de las fuentes de la actividad artística” (Freud, 1905, p. 218).
No todo el mundo poseería talento para la sublimación; que es como decir que no todo el mundo posee “el arte de sublimar sus pulsiones” (Freud 1912, p. 118). Es probable, dice Freud hablando esta vez de los artistas, “que su constitución incluya una vigorosa facultad para la sublimación” (Freud, 1917, p. 343).
Sublimación pareciera ser sinónimo en Freud a veces de espiritualización. Así, en el caso de Cristo y su Pasión la sublimación habría provocado, según él, el “desvío de lo sensual hacia procesos puramente espirituales” (Freud, 1918, p. 105).
Las sublimaciones pueden no ser suficientes para cancelar lo acuciante de la tensión pulsional, y la diferencia entre lo uno y lo otro puede generar un “factor pulsionante” que, citando al Goethe del Fausto, “acicatea, indomeñado, siempre hacia delante” (Freud, 1920, p. 42).
Durante el proceso sublimatorio el destino de la pulsión sufre un cambio de vía, “de suerte que la pulsión originariamente sexual halla su satisfacción en una operación que ya no es más sexual, sino que recibe una valoración social o ética superior” (Freud, 1923, p. 251). La sublimación, dice Freud, es un proceso que atañe a la libido -energía sexual- del individuo y que consiste en que la pulsión se lanza a una meta distante y distinta de la sexual. La sublimación, aclara el padre del psicoanálisis, describe algo que sucede con la pulsión, que sería lo sublimado; “una vía de escape que permite cumplir con las exigencias pulsionales sin dar lugar a la represión” (Freud, 1914, p. 92).
Elevar el objeto a la dignidad de la Cosa. El concepto de sublimación artística en Lacan
En La ética del psicoanálisis (Seminario 7), Jacques Lacan pone el acento en esta vía de escape de la pulsión satisfecha sin represión. Así, en la sublimación el cambio en los objetos o en la libido “no se realiza por medio de un retorno de lo reprimido, que no se hace sintomáticamente, indirectamente, sino directamente, de una manera que satisface directamente” (Lacan, 1959-60, p. 51).
Lacan vuelve a insistir en ello en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, (Seminario 11), al señalar esta vez que “Freud sostiene que la sublimación es también satisfacción de la pulsión, a pesar de que está zielgehemmt, inhibida en cuanto a su meta. La sublimación no deja de ser por ello una satisfacción de la pulsión, y además sin represión” (Lacan, 1964, p. 173).
En la sublimación la satisfacción de la pulsión sería, recuerda Lacan, diferente de su meta - de su meta natural, que es la sexual. La pulsión, que no es puro instinto, estaría relacionada entonces con lo que él llama La Cosa -das Ding-, en tanto que ésta es diferente del objeto. Esto lleva a Lacan a dar una fórmula general de la sublimación, que es ésta: “ella eleva un objeto a la dignidad de la Cosa” (Lacan, 1959-60, p. 138).
La Cosa sería el objeto imposible de la pulsión en tanto sublimada, el objeto elevado a la dignidad de la Cosa, como es elevado en dignidad el objeto femenino en el amor cortés. Ello equivaldría a darle a un objeto la dignidad de la que antes carecía.
Lacan nos recuerda que no es posible una evaluación correcta de la sublimación en el arte si no tenemos en cuenta que toda producción artística está históricamente determinada. Así, no se pinta en la época de Picasso como en la época de Velázquez, ni se escribe una novela en 1930 como la escribía en su tiempo Stendhal.
3. 1. El vacío y la metáfora del alfarero
El vaso que fabrica con sus manos el alfarero constituye para Lacan la más precisa metáfora de la creación. No el vaso como utensilio, sino como metáfora del proceso de creación artística.
La forma encarnada del vaso crea, dice Lacan, un vacío. Lo fundamental es, justamente, “ese vacío que crea” (Lacan, 1959-60, p. 149). Y la posibilidad, por tanto, de llenarlo.
En el centro de eso real que Lacan llama la Cosa, la forma encarnada del vaso del alfarero representa la existencia misma del vacío. El alfarero, organizando alrededor un vacío, crea el vaso ex nihilo.
González Requena hablaba, a propósito de las dos obras con las que abríamos este trabajo, de la intimidad del hombre con el dios, de su proximidad física. Nos gustaría insistir ahora precisamente en este dato: el de que criatura y creador, hombre y dios, aun estando muy próximos, nunca llegan a tocarse. ¿Por qué esto es así?
Creemos que una respuesta plausible a esta pregunta la encontramos en la reflexión que hace Lacan sobre el trabajo del alfarero. Así, lo que harían creador y criatura es señalar un vacío que sus dedos, como los del alfarero, ciñen en la medida en que no llegan a tocarse jamás.
¿Y no consistirá en eso, precisamente, el acto mismo de creación? El acto creador del dios creando a su criatura, como el acto creador del artista creando su propia obra.
Toda forma artística lograda es por definición sublime en tanto es el resultado de un proceso de sublimación de la pulsión. Y en toda forma de sublimación el vacío, opina Lacan, juega un papel decisivo.
De lo que se deduce que sublimar es, de alguna manera, dar forma al vacío; hacerlo posible. Sólo del vacío -uno que es posible llenar- puede surgir, entonces, una forma nueva. La sublimación artística consistiría en dar forma a la pulsión que busca, con toda la fuerza de la que es capaz, llenar ese vacío.
La pulsión no encontraría satisfacción en objeto alguno, sino en el vacío de objeto que ella misma rodea. Y sólo en la medida en que el lugar del objeto es un lugar vacío -el del objeto caído, perdido-, puede ese objeto ser elevado, como dirá Lacan, a la dignidad de la Cosa como imposible.
Se trata, a nivel de la experiencia subjetiva, de un punto ciego, vertiginoso, de “experiencia pura” (Ortiz de Zárate, 2008, p. 73); una suerte de vacío creador. La última etapa creativa de Miguel Ángel, pero también la de Vincent van Gogh, Arthur Rimbaud o Friedrich Nietzsche constituye un claro ejemplo de esa experiencia límite de la creación.
Dice Massimo Recalcati en su libro Melanconia e creazione in Vincent van Gogh, que cualquier objeto puede ser objeto de elevación -sublimación- artística. Por eso, afirmará que para van Gogh pintar es siempre pintar “el rostro del santo; es decir, elevar un objeto, cualquier objeto, a la dignidad y a la fuerza de un icono intraducible” (Recalcati, 2009, p. 1708)1. Incluso cuando pinta, cómo no, Un par de zapatos (1886), el efecto es el de “una productiva generación de la fuerza” (Recalcati, 2009, p. 1692)2.
Recalcati pone también el acento en que la sublimación freudiana no es un mecanismo de defensa sino “la inusual capacidad de alcanzar otro tipo de satisfacción” (Recalcati, 2009, p. 1683)3.
La “dimensión agónica” de la sublimación sería “la posibilidad de que lo real de las pulsiones, que su fuerza informe pueda encontrar una forma, pueda manifestarse como una potencia generadora de formas” (Recalcati, 2009, p. 1683)4. Se trataría de transformar el caos de las pulsiones, su fuerza erótica, en sí misma informe, en una nueva forma:
“poder dar a la fuerza una forma”. Sublimar sería, entonces, “dar una forma nueva a la fuerza” (Recalcati, 2009, p. 1641)5.
La tensión presente en toda auténtica obra de arte es la misma que se da entre lo apolíneo y lo dionisíaco (Nietzsche), el mundo y la tierra (Heidegger), la fijación y la plasticidad pulsional (Freud), lo real y la determinación significante (Lacan). El artista es un sacerdote. Uno que oficia su ceremonia artística en un templo -que es siempre también un lugar que construye un vacío y un silencio interiores- donde ha de vérselas con la dignidad de la Cosa.
4. El valor de la forma artística
La energía creadora procede de la pulsión, de la fuerza de su empuje. Y esa energía encontraría en la forma artística su meta final. Una meta desexualizada, en el sentido de que el suyo no sería ya un fin sexual.
¿Cómo dar forma al encuentro, inevitablemente traumático, con lo real? Tanto el Adán de Miguel Ángel como el hechicero del artista prehistórico de Lascaux nos sitúan ante esa experiencia vertiginosa, ese punto ciego del que brota, como un milagro, el acto de enunciación -artístico, creador. El misterio de la forma.
Una forma, la artística, siempre inédita, singular y, por ello mismo, universal, capaz de ser valorada socialmente. Se trata de la forma que el artista ha logrado dar a la causa inconsciente, imposible siempre de definir, de su deseo.
¿Qué hace tan valioso pues al arte? El valor de la creación artística estaría en dar una forma inédita a la pulsión, a la que sólo es posible dar forma a través de un vacío. La pulsión, en tanto energía no ligada a ningún objeto, es sólo fuerza, empuje que busca una vía de salida, de satisfacción. Pero, como la existencia del arte demuestra -y en eso quizá resida lo más valioso de él, su auténtico valor social-, ese objeto de satisfacción pulsional no existe; es un lugar vacío, un lugar imposible de llenar. El lugar del deseo.
El valor del arte residiría en representar el fondo, misterioso, sagrado, del objeto elevándolo a la dignidad de la Cosa, que es la de hacer posible lo imposible.
Por eso el arte de la creación sería también el arte de lo invisible. Lo que está al fondo tanto de La creación de Adán como del hechicero embestido por la bestia es el misterio de la vida y de la muerte; un misterio indescifrable.
En la obra de Miguel Ángel tanto los dedos de las manos del hombre como los de su dios están ahí para ceñir, delimitar, señalar ese misterio. No serían en eso muy diferentes a las manos, más artesanales quizá que artísticas, del alfarero construyendo también con su vaso un vacío. O las manos del pintor confrontándose con su pincel al blanco del lienzo o de la pared. O las del escritor y el músico ante la página y la partitura en blanco.
Como escribe Recalcati en Il mistero delle cose, “la tarea del artista consiste en interrumpir la continuidad de la posibilidad llevando al corazón de la imagen el signo, la marca, la figura de lo imposible” (Recalcati, 2016) 6.
En el arte emerge pues lo real como imposible: “… hacer de la figuración misma un índice de lo real como imposible… una trascendencia enigmática. Un evento, la venida del Otro” (Recalcati, 2016)7.
Hablar de arte es hacerlo, como escribe González Requena en Apólogo de la bicicleta, de “la experiencia de una revelación… la revelación de lo real” (González Requena, 2008, p. 91). Es ahí donde el arte “nos descubre su insólita faz… la de un espacio donde acceder a la interrogación del sujeto” (González Requena, 2008, p. 97). La revelación de lo real en el texto artístico cobra la forma, para el sujeto, de “un punto de ignición: de una quemadura que -en el caso del arte visual- focaliza nuestra mirada y carga de intensidad eléctrica los significantes que la rodean” (González Requena, 2015, p. 141).
¿No será eso, precisamente, lo que nos impresiona de La creación de Adán, de la pintura de Lascaux, y de la creación artística en general? La capacidad de sublimar, es decir, “de hacer una nueva experiencia del mundo, de realizar una apertura del mundo dentro del propio mundo” (Recalcati, 2016)8. La experiencia misma del deseo inconsciente como lo imposible, en cada uno de nosotros, de definir.