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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

On-line version ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.93 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2021  Epub Aug 20, 2021

http://dx.doi.org/10.18682/cdc.vi93.3857 

Artículo

Sombras proyectadas. El cine, entre lo visible y lo invisible

Eduardo A. Russo* 

* Investigador, teórico y crítico de cine y artes audiovisuales. Dirige el Doctorado en Artes de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Es profesor de la Universidad de Palermo desde 1992.

Resumen

La función de las sombras en el cine, tanto en la forma artística conocida por ese nombre como las imágenes que le son propias, puede ser considerada como un factor clave para examinar la articulación entre lo visible y lo invisible en su discurso y experiencia estética.

El artículo examina algunas implicaciones de la acción de las sombras en el cine, desde la penumbra que tradicionalmente es condición preliminar para la proyección de imágenes, hasta la aparición y operación de las sombras plasmadas en pantalla. Algunas producciones de dos cineastas clave en la profundización de las distintas posibilidades de la sombra en el cine, Raúl Ruiz y José Luis Guerín, son analizadas para desplegar, con la asistencia de casos concretos, algunas nociones de una teoría de la imagen y la experiencia cinematográfica atravesada por la incidencia de las sombras.

Palabras clave: Cine; Estética; Visión; Imagen; Teoría

Abstract

The article examines some implications of the action of the shadows in cinema, from the penumbra that traditionally is a preliminary condition for the projection of images, to the emergence and operation of the shadows reflected on screen. Some of the productions of two filmmakers Raúl Ruiz & José Luis Guerín, who use the possibilities of shadow in there films, are analyzed to deploy, with the assistance of specific cases, some notions of a theory of the image and the cinematic experience crossed by the incidence of shadows.

Keywords: Cinema; aesthetic; vision; image; theory

Resumo

O papel das sombras no cinema, ambos sob a forma de arte conhecida por esse nome, como as imagens que você possui, pode ser considerado como um fatorchave para discutir a articulação entre o visível e o invisível em seu discurso e experiência estética. O artigo analisa algumas implicações da ação das sombras no cinema, de penumbra que tradicionalmente é uma condição preliminar para a projeção de imagens, à criação e ao funcionamento das sombras refletidas na tela. Algumas das produções dos dois cineastas chaves o aprofundamento das várias possibilidades de sombra no filme, são analisadas Raúl Ruiz & José Luis Guerín.

Palavras chave: Cinema; sombras; visível; invisível

“Mi plano favorito sería el de un muro con dos personas delante, la luz y la sombra. Se retira una persona: queda una persona, el muro, la luz y la sombra. Se va la segunda persona, queda el muro, la luz y la sombra. Se retira el muro, queda la luz y la sombra. Se va la luz, queda la sombra. Eso es el cine.” (Aki Kaurismaki, 2002)

En el principio del cine era la sombra

En el linaje de lo cinematográfico, la incidencia fundamental de la luz es un rasgo compartido por su precedente en tanto tecnología y cultura visual: la fotografía. La dependencia de la acción de la luz sobre ciertas superficies abrieron camino a múltiples consideraciones sobre su condición de arte lumínico. Pero no es menos cierto que desde su mismo desarrollo hacia la última década del siglo XIX, el cinematógrafo y sus numerosos competidores compartieron no solamente una verdadera aventura de la luz, sino que debieron emprender simultáneamente un camino signado por las sombras. Si la luz configura las posibilidades propias de lo visible, el costado oscuro de lo cinematográfico, convocando a las sombras bajo distintos aspectos, llevó desde el inicio a una confrontación con lo invisible. Lejos de ser una experiencia configurada en un horizonte que aspira a la visibilidad total, el cine viene siendo, a lo largo de su transcurso, y tanto ya bien entrado el siglo XXI como en sus mismos momentos iniciales, más bien un diálogo entre luz y oscuridad, una confrontación entre las determinaciones de lo visible y lo invisible. El conjunto de fenómenos que denominamos como sombra puede brindar algunas pistas para la comprensión de esta intrincada experiencia que oscila entre fuerzas opuestas y extrae su poder de ese mismo combate.

El poder fundante de las sombras en el cine fue captado desde los mismos encuentros iniciales entre los films y sus espectadores. Acaso fue Maxim Gorki quien más acabadamente, por medio de una apreciación poética, dio cuenta de ese impacto en el célebre texto que escribió luego de su asistencia a una función del Cinematógrafo Lumière en la feria Nizhny-Novgorod, hacia julio de 1896. Como testimonio de ese encuentro perturbador, produjo dos breves escritos. El primero de ellos, firmado con el seudónimo de I. M. Pacatus, posee la forma de un relato de una especie de descensus ad inferos y comienza: “Anoche estuve en el reino de las sombras”. El texto prosigue con las impresiones ante el espectáculo y los films de esas funciones pioneras. Enfatiza su condición de estar fundados en el gris de las sombras, privados del color, del espesor, del sonido, pero sin embargo, o más bien a causa de eso mismo, destaca que esos seres, objetos y espacios son particularmente inquietantes, “con su movimiento de sombras y solo sombras”. Gorki prosigue hasta detenerse en el archiconocido momento de la Llegada del tren a la estación de La Ciotat:

Todo desaparece y en la pantalla aparece un ferrocarril. Se lanza hacia usted como una flecha, ¡cuidado! Parece que va a precipitarse sobre la oscuridad y nos convertirá en un saco de piel despedazada, repleto de carne magullada y de huesos triturados, se diría que va a destruir, a reducir a polvo esta sala, este establecimiento lleno de vino, mujeres, música y vicio. Pero también no es más que un tren de sombras (Banda y Moure, 2008: 49-50)

Un siglo más tarde de la presentación en sociedad de la invención Lumière, el cineasta y ensayista André S. Labarthe realizó un documental conmemorativo para la televisión francesa. En el bello texto que acompaña a ese documental que evalúa la contribución de estos pioneros, destaca el poder de las sombras. Según Labarthe, la oscuridad y las sombras son parte crucial de la materia fundante del cine. Es a partir de la instalación de la penumbra que la luz puede delinear las formas que pululan en la pantalla: el cono de la proyección luminosa requiere de la sombra previa que puebla la sala, y que atraviesa para plasmar las imágenes. Comenta Labarthe:

El dispositivo Lumière, es decir ese conjunto constituido por la sala, la pantalla blanca y la proyección, reposaba enteramente sobre la oscuridad previa. Lo oscuro es la condición de nacimiento del cine Lumière. Todo sale de un fondo negro. Todo nace del deseo y del miedo concomitante en relación con lo oscuro, lo que un cineasta como Hitchcock tomará literalmente en su beneficio. Pero ello ya está, en principio, en los Lumière. Cuando era chico e iba al cine, era ese sentimiento el que me dominaba. Las luces se apagaban, uno tenía miedo, y se tenía placer por ese miedo pues las imágenes comenzaban a aparecer. Todo podía aparecer gracias a la oscuridad, que muy rápido iba a devenir emblema del cine y de cinéfilos. Los oscuro, que era un dispositivo de estructura en el cine Lumière, devino de ese modo muy rápidamente un elemento temático, estético, ético, en el cine clásico (Labarthe, 1996: 53)

El cine clásico mentado por Labarthe no se sustenta en el avance implacable de una visibilidad omniabarcativa, sino en un muy sutil interjuego de lo visto y lo no visto, lo visible y lo invisible, lo mostrado en pantalla y lo escamoteado en esa dimensión conocida como fuera de campo. En esa danza de imágenes y acechanzas de una oscuridad que no solamente es privación de luz sino una fuerza fundante y activa, la presencia de las sombras constituye un factor fundamental. Es difícil resumir en pocas líneas la relevancia de este encuentro con las sombras que atraviesa todo el cine desde el instante Lumière hasta sus manifestaciones contemporáneas. En líneas generales, podría verse el ascenso del cine llamado clásico en sus aspectos arquitectónicos y de diseño de una experiencia estética, en torno a un gigantesco esfuerzo de manufactura de oscuridad en los espectáculos modernos. Como lo vienen demostrado autores como Noam Elcott, la generación de efectos de penumbra y la activación de una dinámica de sombras atraviesa, tanto como los ideales inmersivos, la historia del cine tanto como otros espectáculos de tipo teatral y musical que requieren del espectador una inmersión lo más exitosa posible. Y lo dado a percibir, literalmente, surge desde la penumbra tan artificial como efectiva (Elcott, 2016).

Podemos remontarnos a ese inquietante juego de sombras que atraviesa el cine alemán de los años veinte, atravesado por la herencia romántica y la explosión expresionista en las obras de un Friedrich Wilhelm Murnau o Fritz Lang, entre otros. O reparar en el cine silente escandinavo, que entre el melodrama y lo fantástico delineaba sus sombras a través de las películas de Victor Sjoström o Carl Theodor Dreyer. Podría considerarse este asentamiento en la oscuridad y las sombras como una vertiente fundamentalmente expandida en el cine europeo. No obstante eso, también ha sido perceptible en el cine mudo norteamericano, aunque en un sentido más limitado, en experiencias que ya son perceptibles en la innovaciones del camarógrafo Billy Bitzer para los films de David Wark Griffith, en épocas tan tempranas como la de sus cortometrajes de un solo rollo (1909-1912), tratando de remedar los efectos lumínicos de un Rembrandt. Por cierto, esta influencia de las sombras en el cine norteamericano a través de la producción cinematográfica europea se acentuó en la década del veinte del siglo pasado, contando con cineastas como John Ford como los protagonistas más conspicuos de esta incursión en la oscuridad, patente ya en sus films del período silente.

La matriz europea de un cine conciente del poder y dado al usufructo del trato con las sombras en pantalla, interactuando con el cine americano, se instaló con ímpetu en el Hollywood clásico. Varios géneros se convirtieron en verdaderos laboratorios de la penumbra y las sombras ominosas en el cine. El cine de gangsters, el cine de terror, más tarde el film noir, organizaron en torno de ellas muchos de sus espacios y situaciones emblemáticas. Por otra parte, realizadores como Edgar Ulmer o Jacques Tourneur, entre otros, fueron indudables maestros de las sombras en su carrera de cineastas. Todo esto podría multiplicarse y conectarse a lo largo de los tiempos propios del cine, hasta arribar a algunos nombres cruciales de la pantalla contemporánea que renuevan constantemente su trato con las sombras: Bela Tarr, Kiyoshi Kurosawa, David Lynch, Pedro Costa... Tomaremos en este artículo fundamentalmente dos realizadores que se han sumado con convicción y explícitamente a esta idea del cine como un arte cuya arquitectura depende de la oscuridad y las sombras: el chileno Raúl Ruiz y el catalán José Luis Guerin. El acercamiento a su producción resulta de especial interés dado que ambos, en tanto directores reflexivos e interesados en pensar el cine, han construido sus poéticas como una permanente indagación en la relación entre cine y sombras.

La sombra en el comienzo de la imagen

Como se ha expuesto al inicio de este artículo, la sombra se instala claramente en el origen o en el basamento del cine como tecnología o espectáculo. En un estudio reciente, Jacques Aumont ha referido a las dimensiones de la sombra en el cine de un modo múltiple, que va un paso más allá de la duplicidad señalada por Labarthe: en primer término, ella actúa en tanto oscuridad constituyente de la posibilidad de proyección. Luego se configura como superficie delineada por lo oscuro y representada en la pantalla. En esa doble forma de existencia, como ámbito contenedor y como forma surgida de la proyección, también se juegan dos delimitaciones de lo visible. En primer término, la oscuridad de la sala que redobla la extrañeza de un espacio propicio al encuentro con lo inusual. Los cuerpos de los espectadores juegan en su invisibilidad con el escamoteo de su presencia, la misma sala oscurecida esconde su arquitectura, para hacer reinar el rectángulo de la pantalla. Pero allí habitan, se mueven y cambian otras sombras: no solamente aquellas propias de la dimensión espectral tan bien caracterizada por Gorki, sino sombras concretas, movientes, cambiantes. Pero Aumont instala un paso más en torno a la complejidad de la acción de las sombras en cine. En primer término, por cierto, está la sombra propia de la sala oscura, apta para la proyección. En el otro extremo están las sombras proyectadas, definidas o inciertas en sus contornos, que ofrece la pantalla y se abren a su reconocimiento figurativo, o bien a su función representativa. Pero en medio de ellas, entre la oscuridad y las sombras de algo, seres u objetos, que inquietan la mirada, hay otra dimensión. Aumont la define como incluso como un verdadero fantasma rector del cine, especialmente aquel que ha sido filmado en blanco y negro: se trata de las sombras que regulan la claridad y la oscuridad, lo visible y lo no visible en la proyección. Espacios cinematográficos iluminados u oscurecidos, abiertos incluso, en su propia incertidumbre, a la difuminación de los límite entre sala y pantalla, o entre la pantalla y sus propias delimitaciones (Aumont, 2012:55). En este modo de acción de las sombras se juegan fenómenos y percepciones que provienen, tal vez, de las primeras experiencias que confrontaron a los hombres y las imágenes. En cierto sentido, esta apreciación hace necesario remontarnos de la escena originaria del universo Lumière, en una línea de tiempo que abarca la misma historia de la cultura humana, esto es, hasta las imágenes paleolíticas. En las cavernas como las de Chauvet, de acuerdo a lo propuesto por Werner Herzog en su conocido documental La cueva de los sueños olvidados (2010), las imágenes rupestres no operaban tanto como antecedentes de la forma artística luego conocida como pintura. Más bien eran componentes de una experiencia mucho más compleja, que integraba los juegos de la oscuridad y la luz en la caverna, a través de la incidencia del fuego de las lámparas que la iluminaban. Lámparas móviles, inestables, portadas por humanos que se movían en la oscuridad. Y que al moverse proyectaban sus propias sombras sobre las imágenes de la roca. Allí todo se movía, todo aparecía y desaparecía, las imágenes se hacían visibles y retornaban a lo invisible. Más cerca de la condición inestable y hasta efímera de una proyección, más próxima a lo que uno podría llamar cine, que de la solidez y persistencia que se pretende de la imagen pictórica, con su condición de objeto palpable y dispuesto a permanecer. Las imágenes paleolíticas, como las del cine, parecen pertenecer a un orden más cercano al acontecimiento que al de los objetos. No surgen instaladas sólidamente frente a uno, sino que aparecen, de acuerdo a un régimen en el que no está ausente lo incierto de su percepción.

¿Es la sombra un rival o un asistente dentro del poder revelador que se asigna a las imágenes? Desde los mismos inicios de la plasmación y experiencia de las imágenes, una ambivalencia decisiva ha trabajado estas experiencias de lo visible. Jacques Aumont, dentro del capítulo titulado “Sombras”, de su volumen Materia de imágenes, Redux, recuerda el célebre pasaje de Platón, aquel de la alegoría de la caverna que encontramos en el libro VII de la República. Allí lo que la sombra hace posible es un trato con las imágenes que implica una forma de sujeción y de engaño. Luego de presentar su mundo de esclavos encadenados, sometidos a la percepción de meras sombras en el fondo de la caverna, sombras de los seres y objetos verdaderos que circulan al aire libre y bajo la luz solar, Platón imagina cómo podría ser el tránsito de una percepción y un intelecto liberado, una vez suelto de las cadenas. Allí, indica el filósofo, el liberado primero verá las skias, verá que esas sombras son tales, sombras de otra cosa de la que se distingue. Luego podrá apreciar las éidola, las imágenes de las cosas terrestres que se reflejan en el agua. Más tarde podrá ver los objetos mismos, ya no su sombra o su imagen reflejada. Y si levanta la vista podrá ver el cielo nocturno o, en pleno día, verá el mismo principio que posibilita la luz y la visión del mundo. El sol, enfatiza Platón, no las vanas fantásmata propias de los reflejos o las eikon, las imágenes fabricadas. Para el filósofo, lo que en principio brinda la sombra es la posibilidad, luego redoblada por las imágenes, de estar sujetado a un mundo fundado en signos mentirosos (Aumont, 2014:293).

La persistencia de esa tradición tan formidablemente planteada por Platón llega a nuestros días con no poca de su potencia. A menudo el cine ha redoblado y aprovechado las metáforas o las condensaciones negativas de la sombra. Tanto en su condensación como indicadoras de presencias amenazantes provenientes del espacio fuera de campo, como en el avance de una oscuridad difusa, acaso más ominosa aún por la imprecisión de sus contornos o la incertidumbre de su origen. El origen romántico de la sombra porta dos mensajes: en primer término, es una presencia amenazante. Pero por otra parte, también es una proyección vital de uno mismo. Si el romanticismo, un siglo antes, hizo de la sombra el mensajero oscuro de un peligro natural o sobrenatural, abriendo una zona de inquietud ante sus meras presencias, el cine alemán las utilizó extensivamente, produciendo todo un catálogo de posibilidades. Y esa presencia parecía conllevar hasta cierto grado de peso material en su irrupción. El delineamiento de las sombras en El gabinete del Dr. Caligari (Robert Wiene, 1919) inclinaba a Jean Epstein a verlas como un continuum con el carácter inmóvil, fijo, propio de los decorados. Aunque la sombra en cuestión perteneciera a Cesare, el implacable asesino en trance hipnótico, parecía dispuesta a ser apropiada por las angulares paredes de su escenografía. En el juego entre lo inmóvil y lo móvil, entre personajes y objetos, la sombra del expresionismo cinematográfico y aledaños se incorporaba y pedía protagonismo.

Jacques Aumont ha señalado, por otra parte, que existen dos sombras, así como existen dos tipos de luz, la directa y la reflejada. Una sombra es representada, la otra otra es representativa. Existe una una sombra que es en sí misma un medio, esto es, la oscuridad que avanza, que envuelve a los espacios, objetos y seres. Esta sombra destinada a avanzar, a engullir superficies, posee un modo absoluto (de grandes espacios, cuya manifestación más dramática es el eclipse) y también tiene un modo relativo (oscurecimiento de interiores, rincones, ya sean familiares o siniestros). Pero además de esa sombra que avanza como una oscuridad y cuya forma no es del todo perceptible, está la sombra que es índice o metonimia de un objeto o personaje que la provoca. Esta adquiere un rango mayor de presencia. Hans Belting, en su conocido estudio Antropología de la imagen, ha destacado que el cine ha mantenido históricamente esta tendencia a que las sombras manifiesten cierto tipo de presencias. Aunque el cuerpo del cual la sombra proviene sea invisible, eso no implica que su poder se reduzca, sino todo lo contrario. (Belting, 2007). Es que la sombra, anticipando o persiguiendo, desplazando con su presencia a aquello de lo que es emisaria, llama a la ficción, incluso a una suerte de suspenso plástico, una tensión temporal en la composición de la imagen. Y para mayor complejidad, cuando se hacen visibles esos cuerpos y objetos proyectados también son sombras, tal como lo había detectado Maxim Gorki. Y las que vemos como sombras, sombras, más bien son son sombras de sombras.

Las sombras en el cine están siempre bajo la amenaza de la desfiguración anamórfica y la metamorfosis, la disociación o la imposibilidad de establecer un sentido unívoco. En Cat People (Jacques Tourneur, 1942) las sombras instalan el equívoco sobre lo visible, tendiente a ser engullido por la oscuridad de los espacios. Una famosa escena transcurre en la solitaria piscina cubierta de un club. Allí una mujer solitaria es acechada por un ser sobrenatural, o acaso por su propio miedo. Los agentes de su terror son solamente sombras: tal vez de una pantera, tal vez sólo la de un gato que pulula cerca de la piscina. En todo ese trayecto hay más zonas de sombra imprecisa que sombras figurativas. Sombras, sí, pero toda la cuestión consiste en dilucidar lo siguiente: ¿sombras de qué? En otro momento, una pareja se ve acechada por la pantera dentro de una oficina solamente iluminada por los neones de las mesas para el diseño arquitectónico. Bajo cada mesa puede estar avanzando la criatura, que a su vez no se puede estar seguro si es una pantera escapada del zoo o un ser proveniente de una maldición milenaria.

Las sombras en tanto motivo cinematográfico, apelando a ese poder de presencia intrínseca que destacó Belting, permite no solamente construir poderosos efectos de ficcionalización, sino que a su vez ensaya la posibilidad de pensar el cine y su imagen. En un film de extrañeza ejemplar como Vampyr (1932) una secuencia muestra una peculiar danza de sombras. Un guardia se sienta a dormir en un banco solitario y ni bien se adormece, su sombra se despega del cuerpo. Allí comienzan a reunirse un coro de sombras que acomete una danza frenética al compás de un sonsonete mecánico. Se ven sombras de cuerpos girando, sombras de elementos que pertenecen a un decorado invisible, proyectadas sobre una superficie blanca. Dreyer reúne en esa danza espectral a los vampiros con la tradición de los autómatas. Asocia a las máquinas (las del film, pero también la cinematográfica) con la animación que evoca a la muerte y la resurrección. De pronto llega la bruja vampiro y ordena silencio, con un solo grito. También en ese momento, el estruendo de las sombras reinventa la relación entre el cine silente y el sonoro. Las sombras en el cine, no sólo se ofrecen a la vista, por cierto, también se hacen escuchar.

Bérénice de Raúl Ruiz: un coloquio en las sombras

Las sombras como condición de posibilidad del cine, recurso formal y motivo visual insisten permanentemente en la producción de Raúl Ruiz. Se hacen presentes en cada rincón de su prolífica filmografía y en su mismo discurso sobre el cine, tanto a lo largo de sus escritos teóricos como sus intervenciones orales. Esta asiduidad del trato con las sombras instala a Ruiz como destacado representante, dentro del cine moderno y contemporáneo, del linaje de los montreur d'ombres, esos artistas que extraen su materia prima no tanto del cultivo de la plenitud de la imagen, sino de las posibilidades de diálogo entre imagen y sombra, entre lo visible y lo invisible. Como Edgar Ulmer y otros tantos maestros de un cine que supo hacer emerger el virtuosismo a partir de las restricciones materiales, la sombra para Ruiz era una elección que surgía como opción estética, exprimida al mayor grado posible en su potencial. Más aún, el legado que en el cine han depositado las distintas prácticas que explotaron la eficacia de las sombras junto al poder de la imagen, como los teatros de sombras, las linternas mágicas y las fantasmagorías, aparecen en su filmografía de modo explícito. Toda esa concurrencia queda magistralmente demostrada en el capítulo tercero de Manuel en la isla de las maravillas (1982): “La pequeña campeona de ajedrez”. Allí un grupo de niños asiste fascinados a la exhibición de toda una panoplia de sombras proyectadas cuyo destino no es otro que el cine.

Un año antes de filmar Bérénice, Raúl Ruiz había elaborado una película en miniatura, un corto de apenas siete minutos y medio, para el programa de la TV francesa Juste un image (un ciclo dedicado a distintas formas de la creación experimental). Alentado por la propuesta y el marco del programa, Ruiz elaboró una suerte de catálogo de las situaciones dramáticas posibles en una trama, enumeradas de manera veloz y enciclopédica, auxiliado con planos donde sólo intervienen objetos y sombras, oscilando entre la corporeidad y la platitud. Jean-Louis Leutrat, en su estudio sobre el cine fantástico Vida de Fantasmas, cita a Eliane Escoubas: “Con la sombra se instala en la representación algo que recuerda a un cuadro, una superficie plana, sin espesor” (Leutrat, 1999: 138). En efecto, algo en la irrupción de una sombra en pantalla parece recordar, dentro de la tendencia a concebir presuntas y dramáticas distancias y volúmenes en el rectángulo iluminado, que estamos frente a una superficie signada por formas dispuestas en un juego básicamente bidimensional. Algo en la aparición de las sombras en pantalla nos devuelve, desde la ilusión de una ventana, a la realidad del lienzo. Pero si bien surge ese recordatorio de un cuadro, también la proyección de la sombra separa esa percepción del territorio pictórico para reclamar su derecho al cambio y a la transformación. Señala el autor: “Llamaremos SOMBRA a aquello cuyo emplazamiento está en constante desplazamiento” (Leutrat, 1999:139). Una danza de lo visible en contrapunto con lo invisible.

Berenice (1983) es una adaptación realizada por Raúl Ruiz de la tragedia escrita por Jean Racine en 1670. La obra original refería la historia de un emperador romano que, obligado por el reclamo popular, declinaba casarse con la reina palestina de quien estaba enamorado. Fiel a los proyectos ambiciosos y atípicos, en un principio Ruiz había previsto adaptar varias obras del dramaturgo clásico en el formato cinematográfico que le permitía la máxima libertad de producción, aun a pesar de sus limitaciones técnicas. En esos años, aún poseía sus ventajas comparativas el muy liviano cine Super8. Pero finalmente se limitó a filmar esta tragedia, rodada en el más flexible formato de 16mm, en blanco y negro, y producida con la colaboración del célebre festival teatral de Avignon. Ese trabajo que podría ser considerado, en una descripción distante, como un ejercicio de “teatro filmado”, se convierte en una exploración extrema del poder de las sombras como elemento constitutivo del cine. Los actores en el film Bérénice leen el texto de Racine. Raúl Ruiz no introduce modificaciones a la obra original en su manifestación oral. Más aún, en los 103 minutos de duración del film, se incluyen casi la totalidad de los parlamentos de la obra teatral, con sus tres personajes principales, Tito, Antíoco y Bérénice, más sus amigos y confidentes. Pero el peso dramático del texto no se ancla en la imagen de los cuerpos en pantalla, salvo el de Bérénice, que es su protagonista casi excluyente y la portadora del punto de vista en todo su transcurso. Lo que en la obra teatral de Racine involucraba una nutrida trama de pasiones e intrigas con cuerpos presentes, en la puesta en escena de Ruiz se convierte en la deambulación permanente de la heroína en un palacio oscurecido, salvo breves pasajes en algún exterior del edificio. Las voces restantes se vinculan con sombras, o unos dispersos cuerpos masculinos, reducidos a una presencia cuasifantasmal, al modo de estatuas parlantes, pintados de negro, donde sólo destacan en ciertos momentos la intensidad de los ojos, como la de las esculturas policromadas de la antigüedad grecolatina. En algún momento breve aparecen fugazmente, a la distancia y preferentemente a contraluz, destacando su contorno al borde de configurar otra sombra más, otros cuerpos mudos, que elaboran fugaces contrapuntos con Berenice, quien establece fundamentalmente su diálogo entre penumbras. Pero para que este juego sea efectivo, Ruiz cuenta con los interiores de un palacio clásico, cuyo interior oscuro permite redoblar todo tipo de efectos de luz y sombra: cada pared se troca en una pantalla, cada superficie muestra o vela, elabora un juego del escondite que recorre las posibilidades de la sombra como agente activo en el cine. Berenice es protagonista, pero también la primera espectadora de esa trama que la mantiene en el centro de la tragedia. Una espectadora activa de un coloquio de sombras.

De Tren de sombras a La dama de Corinto

El proyecto del largometraje Tren de Sombras (1997) nació en torno al centenario del cine, esto es, alrededor de la consabida celebración de la primera función comercial de la invención Lumière. El título responde, por cierto, a la expresión de Gorki que hemos recordado al inicio de este artículo. El film tiene un subtítulo: El fantasma de Le Thuit, que no es otro que el de un realizador aficionado e imaginario, un tal M. Fleury, cineasta amateur, presuntamente desaparecido cerca del lago de Le Thuit, en Normandía.

Tren de sombras es un paseo poético por los bordes de la narración y la historia del cine. Vemos en la primera parte del largometraje lo que asemeja un montaje expositivo los films familiares de Fleury, que parecen registrados en los años veinte, junto a breves tramos por el presente del apacible pueblo normando. A la vez, la cámara de Guerín se pasea por la espaciosa casa familiar, hoy vacía. Pero luego de esa cordial sección inicial, comienza la inquietud: una revisión minuciosa de las viejas películas, plano por plano, se detiene en ciertos fotogramas, monta las imágenes de manera distinta y revela detalles fundamentales antes disimulados. La emulsión deteriorada de la cinta -las “películas de Fleury” fueron rodadas por una cámara a cuerda de los años 20 y meticulosamente arruinadas en forma manual por Guerín en la cocina de su casa, para simular los estragos que siete décadas suelen producir en el material fílmico- postula al retrato de familia también como el registro de la vida que huye y el enigma de los lazos entre los personajes. El cineasta parte de un simulacro de esas películas familiares cuyo género se inició en la felicidad burguesa y veraniega de los Lumière, e ingresa en la ficción insinuada en la ociosidad del grupo retratado, en su status, en los géneros y las generaciones que dejan insinuar tensiones y dramas ocultos. Tren de sombras anima sus fantasmas jugando a cuestionar los límites entre lo visto y lo no visto. Lo representado plenamente a la luz del sol y lo oculto por las sombras, aún cuando estas no sean más que las del follaje en el jardín. Por momentos, el cineasta decide detener la imagen, remitiendo a los fotogramas a exhibir su base de fotografía fija. En las fronteras mismas del cine y sus reservas de ficción, delega las conexiones narrativas y poéticas al contemplador, confiando en los poderes de su mirada y su vocación por saber más de lo que permite la visión.

En su tramo intermedio, cuando ya en color -luego de la media hora inicial, compuesta por esos presuntos fragmentos de películas familiares- el film explora la casa normanda en la actualidad, mantenida intacta y sólo poblada por los muebles y las luces cambiantes que se filtran por las ventanas. En esos pasajes, Tren de sombras se remonta a la raíz primordial del espectáculo cinematográfico. Los haces luminosos de autos nocturnos que pasan por la ruta cercana o los relámpagos de una breve tormenta dibujan contornos inquietantes y figuras que danzan en las paredes. Sombras de la misma estirpe de los teatros de sombras, la linterna mágica y tantas otras maravillas ópticas que presidieron los asombros y terrores de siglos de espectadores fascinados -y que también animaron tantas infancias cinéfilas. Surge entonces la sospecha: lo que allí se revela es el mito de origen del cine mismo, ya no mediante el tan desgastado recurso al “cine dentro del cine”, que la película supera desde su mismo planteo, tomando la filmografía casera de M. Fleury más bien como señuelo y coartada inicial, aunque sea tal el efecto de convicción que posee esta ficción que, en tiempos de su estreno, algunos espectadores la confundieron con documentos reales. Y con la sospecha se instala la certidumbre: Tren de sombras se erige como un manifiesto por la existencia del cine, en su materialidad y sus fantasmas, como un arte fundado en el poder de la sombra.

En la línea de su film anterior, pero con una experiencia que se desplaza del largometraje a la instalación audiovisual, Guerín ha explorado en La dama de Corinto no solamente la condición fundante de las sombras en el cine, sino que remonta esa matriz penumbrosa a una historia de la imagen en general, a partir de la experiencia de la sombra. La referencia que la inspira es ampliamente conocida en la historia del arte, pero cabe destacar que en las últimas décadas se han multiplicado sus lecturas. Entre los textos fundantes de una reconsideración de las sombras como fuente de la plástica, coinciden autores como Victor Stoichita, Jacques Aumont y Dominique Païni al ocuparse de esta cuestión, es difícil sobredimensionar la relevancia de la vieja historia de la dama de Corinto, relatada brevemente por Plinio el Viejo en el libro XXXV de su Historia Natural. Según el relato de Plinio, la hija del alfarero Butades trazó con un carboncillo la silueta que en una pared proyectaba la sombra de su amado, que al día siguiente partiría hacia un peligroso viaje. El trazo de ese contorno era, para Plinio, ni más ni menos que el origen de la plástica. Señala la historia que Butades aplicó sobre ese contorno trazado con carbón una capa de arcilla, que permitió elaborar un relieve a la figura. Mito de origen tan breve como complejo, que aúna elementos del dibujo, de la pintura y potencialmente de la escultura, como formas de persistencia y transfiguración de una sombra inicial. Pero que además apunta a la huella propia de la imagen fotográfica, por la función indicial de la sombra de un cuerpo que dispara las acciones posteriores y su parecido, en tanto representación proclive a la manifestación, por medio de la imagen, de una ausencia.

El mito de la dama de Corinto ha sido representado diversas veces en la pintura, gozando especialmente de su frecuentación dentro del clasicismo, en un linaje en el que pueden destacarse las representaciones de Joseph Wright de Derby (1782) y de Joseph Benoit Suvée (1791). Guerín elige para esta incursión en una exploración de las sombras en la historia del arte y en el cine ya no la proyección de una película de 35mm en una sala convencional, sino la intervención en un espacio museal. La dama de Corinto es un conjunto de instalaciones video dispuestas en varias salas de un museo, hasta alcanzar 24 proyecciones diferentes en tres salas distintas (en su presentación en el MUAC Esteban Vicente). Algunas de ellas se proyectan en loop, como breves haikus, al decir del cineasta, y articulan relaciones poéticas entre sus imágenes. Otras adoptan la forma de breves cortometrajes, con el estilo de cartas filmadas, y se aprovechan de las posibilidades del formato instalación para interrogar no solamente lo que ocurre en el rectángulo de la pantalla, sino también las circunstancias de la proyección y el lugar de un espectador en tránsito, deambulante entre una y otra imagen proyectada, ensayado un trato particular con ellas siempre en estado de riesgo. Algunas de esas imágenes, incluso, ponen en crisis la misma idea de pantalla como destino de la imagen proyectada, al hacer jugar el haz del proyector sobre las paredes laterales de las salas, instalando una inquietante dimensión anamórfica en la imagen, alargando sus sombras, armando y desarmando los contornos de las imágenes. La dama de Corinto revive el mito fundante, además, a partir de la decisiva incorporación de un protagonismo femenino. Así como el relato original instala a una joven como primera dibujante o pintora, la videoinstalación de Guerin cuenta con la participación de la bailarina Moreno Bernardi, animando a la doncella. Los distintos cortos que componen la videoinstalación cuentan con la magnética presencia de Bernardi, al igual que el film de Ruiz se concentraba en la Bérénice interpretada por Anne Alvaro. Y el resto, fundamentalmente, es un enjambre de sombras de las que surge, a través del dibujo, la pintura y diríase también la fotografía, finalmente el cine. Resulta interesante, por otra parte, que esta experiencia se remonte a una matriz de lo cinematográfico no localizada en una presunta determinación tecnológica, sino que pueda hacerlo en un contexto post-filmico, dentro de las posibilidades abiertas por nuevas modalidades técnicas de la imagen proyectada. Pero en un bucle, aquí lo nuevo concurre al encuentro con sus fuentes primordiales.

Poder de las sombras, proyección del cine

Ha destacado Jacques Aumont que la imago, de donde viene nuestra palabra imagen, designa las visiones, los sueños, las apariciones, pero también las imágenes de los ancestros, es decir, las sombras de los muertos. Por tanto, De de la imago a la sombra no hay una antítesis ni una diferencia categórica. Lo que hay, más bien, es un deslizamiento entre lo más o menos iluminado y lo más o menos oscuro (Aumont, 2012:147) El cine, como hemos podido apreciar, resulta un ámbito ejemplar para poner en evidencia estas complejas relaciones, activando factores que no solamente residen en la imagen y las sombras sino en nuestra misma conexión, en tanto sujetos, con estos fenómenos. En etapas relativamente tempranas de sus estudios sobre la psiquis infantil, el célebre psicólogo suizo Jean Piaget supo detectar en los niños lo que dio en llamar un estadio de la sombra. A la manera de lo que su colega y rival Jacques Lacan planteaba en torno a un estadio del espejo en la niñez temprana, que marcaba una etapa crucial en la confrontación del infante con su propia imagen, Piaget dio cuenta, en La construcción de lo real en el niño, de que a los seis años de edad, la sombra es percibida como una sustancia, manifestada por sus propios medios. Algo así como una presencia per se. Unos años más tarde, aproximadamente desde los nueve a los once años, la sombra pasa a ser percibida por los niños como un efecto de la luz, interrumpida por un cuerpo opaco, esto es, dependiente de una proyección (Stoichita, 1999:33) Desde un sentido material y espontáneo de las sombras como presencias concretas y aisladas, los niños se desplazan hacia una abstracción, una intelección de relaciones entre cuerpos, luces y sombras. Esto es, se transportan desde una fenomenología a una lógica de las sombras.

Las aventuras de la sombra en cine que aquí hemos revisado son sólo una pequeña selección particular de casos emblemáticos, por cierto pasibles de proyectar sus determinaciones hacia territorios más allá de su singularidad.

Si la imagen cinematográfica es modulación, como insistía en sus seminarios y libros Gilles Deleuze, la sombra, con su aparición hecha de modulaciones, matices y contornos, parece ser llamada, aspirada por el cine desde su mismo inicio. Las sombras desdoblan, tensionan, hacen más complejo el espacio propio del cine. Sin ellas el mundo que nos rodea sería más bien uniforme, plano, más bien chato. Y los mundos que construye el cine no podrían siquiera establecerse como la experiencia que hoy conocemos y que las tiene como elemento decisivo de su arquitectura imaginaria y como protagonistas privilegiadas de sus peripecias, ya que son mundos fundados en las sombras.

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Recibido: 01 de Febrero de 2019; Aprobado: 01 de Marzo de 2019; : 01 de Mayo de 2019

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