Introducción
La dictadura que gobernó Uruguay entre 1973 y 1985 se caracterizó por la prisión masiva y prolongada de sus opositores/as políticos/as. En la Investigación histórica sobre la dictadura y el terrorismo de Estado en el Uruguay (Rico, 2008) se señala que cerca de seis mil uruguayas/ os fueron presas/os políticas/os. Además de estos casos, en los que hubo una causa judicial abierta, fue común el caso de la prisión sin invocar razones ni establecer un tiempo determinado para las penas a cumplir, sin ninguna garantía jurídica o procesal para las personas detenidas, por lo que la cifra total de personas privadas de su libertad durante la dictadura se calcula que asciende a 25.000 personas (González Baica y Risso, 2012).
De manera similar a lo que ocurrió en Argentina, una vez finalizada la dictadura, el reclamo principal de los organismos de derechos humanos uruguayos se enfocó en la búsqueda de los/as detenidos/as-desaparecidos/as, dejando en un segundo plano a las víctimas que habían logrado sobrevivir. En este contexto, durante muchos años, los delitos de tortura o violencia sexual1 no fueron masivamente denunciados ni problematizados (Alonso y Larrobla, 2017). Sin embargo, en los últimos años, como está ocurriendo en otros países del Cono Sur, en Uruguay han emergido relatos de mujeres sobrevivientes de la dictadura en diálogo, y en tensión también, con el relato hegemónico masculino (y masculinizante)2. Entre éstos, se destacan algunos testimonios de mujeres que, en distintos formatos, empezaron a narrar sus experiencias de cautiverio desde “lo femenino”, dando cuenta de modos de resistencia diferenciales, reivindicando la agencia femenina y haciendo foco también en la experiencia de la maternidad en la prisión.
Como señalaba Maurice Halbwachs (2005 [1925]) en su clásico trabajo sobre los estudios sociales de la memoria, recordar no es un acto individual, sino que siempre se encuadra dentro de determinados “marcos sociales de la memoria” que delimitan qué aspectos del pasado merecen ser recuperados y cómo deben ser enunciados. Esta delimitación supone siempre una serie de “olvidos”; es decir, la exclusión o marginación pública de otros elementos del pasado que carecen de legitimidad y, por ende, de escucha. En la medida en que se produce en el seno de relaciones sociales conflictivas y cambiantes, todo trabajo de encuadramiento de la memoria es también un trabajo de negociación y de lucha (Jelin, 2002). Los cambios políticos, sociales, culturales y generacionales fueron modificando los “marcos sociales de la memoria”, transformando aquello que podía ser decible (y, sobre todo, audible) en cada momento histórico (Oberti y Pittaluga (2006); Lvovich y Bisquert, 2008; Crenzel, 2008). En el mismo sentido, Michel Pollak señala que “la cuestión no es solamente saber lo que, en condiciones extremas, torna a un individuo capaz de testimoniar, sino también lo que hace que se lo solicite, o lo que permite sentirse socialmente autorizado a hacerlo en algún momento” (Pollak, 2006: 13).
Poco a poco, en los últimos años, y en el mismo momento que eso ocurría en Argentina y Chile, se empezó a dar cuenta también de las distintas formas de violencia sexual a las que habían sido sometidas las presas políticas. En este contexto, en el año 2011, a pesar de las peculiaridades del proceso de justicia uruguayo3, unos meses después que en Argentina (Alvarez, 2019), se presentó por primera vez una denuncia penal por violaciones y abusos sexuales cometidos durante el período de la dictadura militar. Esta denuncia fue realizada por un colectivo de 28 mujeres ex presas políticas y señalaba a 112 policías, militares, enfermeras e incluso médicos como responsables de las torturas y abusos sexuales en los diferentes centros de reclusión del país, así como dentro del Hospital Central de las Fuerzas Armadas. Como señalan Alonso y Larrobla (2017:10) “Es a partir de ese momento que comienza a configurarse un relato sobre el horror que incluye este tipo de violencia como parte de las prácticas de tortura perpetradas por los militares durante la dictadura”.
A partir de esta denuncia, según ella misma comentó en diversas entrevistas, surgió en la cineasta uruguaya Manane Rodríguez4 el deseo de llevar a la pantalla grande la historia que narra en la película “Migas de pan”, en la que se representan los años de la militancia, el secuestro clandestino, la experiencia carcelaria de mujeres uruguayas encerradas en el Penal de Punta de Rieles y las consecuencias posteriores de dicha experiencia. El film no se enfoca en la historia de los presos varones, sino en las vivencias de las presas mujeres. Esta puesta en foco de las mujeres no apunta a presentarlas como las principales protagonistas o víctimas de la represión sino más bien a dar cuenta de experiencias que han sido poco visibilizadas y, fundamentalmente, poco escuchadas. En palabras de Dora Barrancos,
Hay una diferencia de género en los atributos de los que se invistió el horror del terrorismo de Estado: las violaciones, las condiciones del parto y el secuestro de recién nacidos aumentaron la victimización de las mujeres. (…) No sostengo, absolutamente, que las mujeres sufrieran más que los varones, sino que les fueron infligidos repertorios más amplios de suplicio (Barrancos, 2008, pp. 147-148).
Esta amplitud punitiva hacia las mujeres militantes vino dada por condicionamientos físicos -como el embarazo y la lactancia fundamentalmente-, pero fundamentalmente por la doble transgresión al sistema político y social que significaba su militancia política. Las mujeres militantes, desde la perspectiva de los represores, eran doblemente subversivas: con su militancia habían cuestionado el orden social y, al mismo tiempo, habían desafiado los estereotipos hegemónicos de género en lugar de reproducirlos. Así, la violencia sexual constituyó, entonces, una forma de castigo hacia ellas y también hacia sus parejas, compañeros de militancia, hermanos, padres. Mediante la violencia sexual los represores les demostraban superioridad a esas mujeres y a los varones que no las podían defender. “Poseer” a esas mujeres parecía ser, en términos simbólicos, otra forma de ganar “la guerra”. En el presente trabajo analizaremos Migas de pan de la directora uruguaya Manane Rodríguez (2016) focalizando en la producción como agente de sentido y como intervención política. Este film es una ficción basada en el relato de Liliana Pereira, una ex presa política de la última dictadura uruguaya (1973-1985). Nos proponemos también reflexionar sobre los significados y las consecuencias de la irrupción de estos relatos femeninos en las memorias sobre la represión en Uruguay.
Migas de pan
La película que aquí nos proponemos analizar transcurre en dos tiempos: dos momentos de la vida de Liliana Pereira (la juventud y la adultez).
En el primer momento, en Montevideo, Liliana es una joven universitaria, madre de un bebé, que participa en las luchas estudiantiles contra la dictadura. Con un estilo narrativo que busca asimilarse al documental, con una temblorosa cámara en mano y una destacada recreación en decorados de escenarios carcelarios, la mayor parte de la película transcurre en los años ‘70s. Luego de una breve presentación de su militancia política, la protagonista de la historia es secuestrada en un centro clandestino donde es torturada, violada y especialmente amenazada en relación con su hijo pequeño. En este fragmento de la película podemos ver una serie de escenas en las que se busca recrear la tortura, punto sobre el que volveremos más adelante.
Luego de su paso por el centro clandestino de detención, la protagonista es trasladada a la cárcel de Punta Rieles, donde pasa aproximadamente dos años. En este fragmento de la película se recrean las condiciones de vida en la cárcel de las presas políticas haciendo especial hincapié en las dificultades de la protagonista para sostener el vínculo con su hijo, a quien casi nunca llevan a visitarla. Un día le comunican que ha sido desposeída de la patria potestad de su hijo. El apoyo mutuo con sus compañeras de reclusión la fortalece y la acompaña. Por el contrario, cuando le dan la libertad condicional (aun en dictadura) sólo encuentra incomprensión y cuestionamientos por parte de su familia. El padre de su hijo no le permite verlo, su familia no la acompaña y, finalmente, decide partir al exilio.
Tras años de exilio en España, en 2010, Liliana Pereira vuelve al Uruguay para el casamiento de su hijo. Se reencuentra con sus ex compañeros/as de militancia pero en su familia sigue encontrando la misma falta de empatía. Dos años más tarde, y al enterarse de que será abuela, Liliana decide volver a Uruguay para participar con sus excompañeras en la denuncia penal colectiva por violaciones y abusos sexuales cometidos durante el período de la dictadura militar y, también, para recuperar los vínculos debilitados con su hijo.
El film tuvo una circulación significativa en Uruguay y también en otros países, participó de distintos festivales internacionales e, incluso, fue nominada al Oscar en el rubro “mejor película de habla no inglesa”.
Un primer aspecto interesante de la película es el diálogo que establece entre pasado y presente. El relato del pasado transcurre entre 1975 y 1982 y el del presente, entre 2010 y 2012. Ese pasado, que no pasa, tiene efectos concretos sobre la vida de la protagonista 30 años más tarde.
Este vínculo entre pasado y presente tiene que ver especialmente con la actitud que, en términos generales, tomó la sociedad uruguaya y que aparecen representados en la actitud de la familia de Liliana, que lejos de escuchar y acompañar, juzga y opta por el silencio. Si bien luego habrá un cambio de comportamiento por parte de él, poco antes de realizar la denuncia colectiva, el hijo -con quien aún tiene un vínculo complicado- le pide que no participe de la denuncia pública porque, según señala, es una exposición innecesaria que ellos (él y su familia) no podrían soportar. Esta escena nos resulta muy interesante porque muchas sobrevivientes cuentan vivencias parecidas.
Como señalábamos en la introducción, lejos de depender únicamente de la voluntad o la capacidad de las víctimas para reconstruir su experiencia, todo testimonio resulta fundamentalmente del encuentro entre la disposición del/de la sobreviviente a hablar y de las posibilidades de ser escuchado/a. El testimonio contiene un aspecto reparador porque coloca en un lugar de agentes a quienes, en primera instancia, son interpeladas/os únicamente como víctimas. Sin embargo, en muchos casos los sentimientos de las mujeres que testimonian situaciones de violencia sexual son contradictorios: desean atestiguar pero no ser conocidas públicamente; luchan por el acceso a la justicia pero, al tiempo que se produce, lo temen (Bacci et al., 2012) y este temor se vincula generalmente con el miedo al “qué dirán”, es decir, con el miedo a la experiencia contenida en el testimonio de las víctimas sea objeto de descrédito y/o que resulte difícil de escuchar.
Como señala Sara Amhed, la vergüenza se puede definir como “una sensación intensa y dolorosa que está ligada con el modo en que se siente el yo acerca de sí mismo, un sentimiento que el cuerpo siente y que se siente en él. Ciertamente cuando siento vergüenza he hecho algo que siento que es malo” (Amhed, 2015, p. 164). Pero, como señala la autora, la función social de emociones como la vergüenza es acallar y, sobre todo, privatizar problemas que en realidad son sociales y culturales. Desde esta perspectiva, se puede producir un ocultamiento de la injusticia detrás de lo emocional ya que estas emociones refuerzan públicamente los caminos argumentativos de la discriminación y el rechazo, transformándose en excusas para evitar asumir responsabilidades colectivas (Amhed, 2015).
Cabe retomar los aportes de Sedgwick (2003) en cuanto a lo que ocurre cuando esos afectos se vuelven públicos. La autora señala que cuando los afectos se hacen presentes, modifican la distinción entre lo público y lo privado y agrega que, exponer la vergüenza es un modo de volver productivo ese afecto. Así, Sedgwick señala la potencialidad política que puede tener la vergüenza, que deja de ser un afecto obturador de la acción, pudiendo habilitar en su performatividad la potencialidad de la agencia (Macon, 2014).
En definitiva, con la irrupción de estos relatos femeninos y con la exposición pública de sus afectos en las memorias sobre la represión en Uruguay muchas categorías asumidas como “neutras” son interpeladas por nuevas dimensiones hasta ese momento ocultas, mostrando espesores y disonancias en conceptos que se suponían universales. Al mismo tiempo, y este punto no es menor, la visibilización social y el juzgamiento también permiten iluminar la violencia sexual del presente y desnaturalizarla.
En ese sentido, pensar las actitudes sociales frente los testimonios de las sobrevivientes permite entender los silencios, quitarles la responsabilidad de testimoniar a ellas y reflexionar sobre lo que se hizo (y lo que no) a nivel social para que esos testimonios se pudieran realizar. Otro aspecto interesante, que es relativo a la historia de la denuncia que efectivamente se realizó pero que, al mismo tiempo, aparece muy bien representado en la película, es la importancia del encuentro con los/as pares. La protagonista, si bien vive en España, mantiene contacto con algunos/as ex compañeros/as de militancia y también con compañeras de la experiencia carcelaria. Cuando vuelve a Uruguay se reencuentra con ellos/as y, así como recuerdan las experiencias pasadas y homenajean a quienes ya no están, también piensan estrategias de cara a la justicia. En este sentido, como plantea Julieta Lampasona, si el secuestro y -en el caso de la protagonista de la película- el exilio, habían desarmado los espacios de pertenencia, aislando y desamparando a los sujetos (Lampasona, 2018), la paulatina reinscripción en nuevas espacios de acompañamiento e interacción, y, sobre todo, “el (re)encuentro con y el reconocimiento en y de otros semejantes, configuraron nuevas escenas sociales que permitieron ir desarmando -al menos parcialmente- los efectos de largo plazo de la experiencia límite e incidieron en los modos de acción y de reflexión sobre sí y los otros” (Lampasona, 2020: 8). En este sentido, en la película aparece muy bien representado cómo es a partir de ese encuentro con pares y de la organización de una denuncia colectiva que las testimoniantes pueden narrar las formas de violencia sexual a las que fueron sometidas durante la dictadura.
La representación de la tortura y la violación
En una entrevista realizada para el portal de la Asociación francesa ¿Dónde están?, publicada el 19 de agosto de 2016, Manane Rodríguez reflexiona sobre escenas en las que se representa la tortura y la violación y plantea lo siguiente:
Entrevistador/a: La película es explícita en escenas de tortura y de violación. Considerando que las protagonistas son cercanas a usted, ¿qué límites se puso? Manane Rodríguez: Sentía el compromiso de contar lo que habían vivido, pero me parecía muy delicado abordar el tema de una manera efectista que pudiera hacerles daño. Como esto no es un documental sino una ficción, busqué respetar todo ese miedo, toda esa intimidad que perdieron, siendo veraz y estando en un permanente estado de atención. E: ¿Cuál era su miedo? M. R.: Ser inmoral. Jacques Rivette y Jean-Luc Godard hablaron mucho de la moralidad del travelling en el cine, es decir, cómo se debe filmar la tragedia. Lo que hice fue contar los momentos más fuertes con una distancia muchas veces en off, y concentrando el horror en la mirada de la protagonista5
La directora hace referencia al conocido artículo del crítico Jacques Rivette, “De l’Abjection”, publicado en 1961 en la revista Cahiers du Cinéma, donde cuestionaba fuertemente el film Kapo (1960), de Gillo Pontecorvo por la estetización del horror que él encontraba en algunas escenas (y en una muy particularmente). En este texto el crítico reflexionaba sobre la relación entre ética y estética, moral y forma. Para Rivette, la puesta en escena melodramática de un campo de concentración, cristalizada en el detalle de un movimiento de cámara (el travelling que muestra la muerte de un personaje contra una cerca de alambre de púas electrificado), convertía a esta en una película abyecta.
Como contrapunto, Rivette reflexionaba sobre Noche y niebla (1955), ensayo cinematográfico de Alain Resnais, que combinaba imágenes documentales captadas en el momento de la liberación de los campos, con imágenes de películas nazis de ficción y secuencias realizadas por el propio Resnais. El crítico señalaba que, si el público se acostumbra al melodrama de Kapo por medio de una identificación catártica, no sería posible, jamás, que se habitúe a las imágenes reales exhibidas en Noche y Niebla.
En ese sentido, es interesante lo que señala Ilana Feldman:
Con todo el dogmatismo de la época, Theodor Adorno se refería a esto en 1949, años antes de Rivette, Godard, Daney y Lanzmann, en su Crítica de la cultura y la sociedad: “Es una barbarie escribir un poema después de Auschwitz”, inmortalizó. En ese texto, Adorno defendía que la crítica cultural de la época se enfrentaba con los estertores de la dialéctica entre cultura y barbarie, haciendo eco al postulado visionario de Benjamin de que nunca existió un documento de cultura que no fuera al mismo tiempo un documento de barbarie (Adorno: 91). Como resalta Marcio Seligmann-Silva (2010: 51), ese tabú de las imágenes reinstaurado por Adorno era en realidad un llamado, un llamamiento (…) para reflexionar, tras la catástrofe, sobre las aporías inherentes a todo intento de pensamiento y representación. (Feldman, 2018: 79-80).
En Migas de pan no vemos escenas tan claras de estetización del horror como las de Kapo y, como señalábamos, la directora narra que buscó evitar todo tipo de estetizaciones. Sin embargo, la tortura y la violación aparecen escenificados y, aunque no se busque, ¿no es esa escenificación una estetización? ¿Cuánto de la experiencia de la tortura y la violación puede transmitir una película de estas características? ¿hasta qué punto pueden esas escenas dar cuenta del horror? ¿Cuánto permite entender y cuánto desdibuja/edulcora? ¿Es necesario representarlas?
Soy partidaria de pensar que no es necesario ficcionalizar esas escenas particularmente, sobre todo teniendo en cuenta que -si bien son escasas- contamos con algunas imágenes de archivo y también con sobrevivientes de esa experiencia que pueden narrar sus vivencias. Pero también debemos reconocer una tensión: en la entrevista anteriormente citada la directora señala que Migas de pan “no es para la gente de izquierda, es para todos” y sabemos que este tipo de películas (con actrices conocidas que, entre otras cosas, responden a ciertos patrones hegemónicos de belleza) suelen tener un público más amplio que el que en general tienen documentales en los que los/as sobrevivientes narran sus experiencias. Sin embargo, estos últimos pueden propiciar una postura más activa y reflexiva por parte de los/as espectadores/as, “comprometiendo al espectador a suturar de manera incómoda los huecos narrativos de la trayectoria de una generación” (Amado, 2009: 135). La escucha social de los testimonios de las sobrevivientes ha sido, en términos generales, muy escasa. Tal vez, en términos sociales, sería más interesante escuchar sus testimonios que intentar representar su sufrimiento (con lo incompleto que eso siempre resultará).
Ideas finales
Migas de Pan es representativa de un nuevo momento de la memoria, en el que se ponen de relieve nuevos testimonios que dan cuenta de experiencias de la represión no cubiertas por el relato canónico masculinizante construido en la postdictadura. Entre ellas, se destacan los testimonios de las mujeres sobrevivientes, que nos hablan de las dimensiones particulares que atravesaron en tanto mujeres, en especial la violencia sexual. Es la primera vez que una película (que, además, tuvo una circulación muy considerable) tematiza estas cuestiones en Uruguay.
La propia película, en tanto relato de ficción, reflexiona sobre las transformaciones en los momentos de la memoria y en los cambios a lo largo del tiempo en las condiciones de audibilidad y decibilidad de los testimonios de las mujeres. En este sentido, se detiene en las actitudes sociales frente a las sobrevivientes, en las dificultades para la escucha de sus testimonios (especialmente los referidos a la violencia sexual a la que fueron sometidas durante sus cautiverios). También pone en discusión las consecuencias que en el largo plazo de la vida de las sobrevivientes tuvieron la tortura, el encierro y, nuevamente, la falta de marcos sociales de escucha y acompañamiento.
Rescata, asimismo, cómo el encuentro con las pares, el compartir los relatos de las experiencias vividas y la acción colectiva fueron decisivas para que estas mujeres pudieran finalmente no solamente tomar la palabra y hacerla pública, sino también lograr la escucha social que no habían obtenido hasta entonces. Este proceso que retrata la película para el caso uruguayo se está dando también en tiempos recientes en Argentina y Chile, donde iniciativas colectivas similares de sobrevivientes han derivado no sólo en diferentes manifestaciones testimoniales, sino que han sido el puntal de las denuncias y las causas judiciales seguidas contra los perpetradores.
Más allá de los debates en torno a las posibilidades de ficcionalizar experiencias traumáticas, Migas de pan constituye un aporte en la tematización y visibilización de la experiencia de las mujeres detenidas durante la dictadura uruguaya y, fundamentalmente, a las distintas formas de violencia sexual a la que éstas fueron sometidas.