Afínales del verano de 1958 se desarrolló en la apacible localidad bonaerense de O'Higgins la epidemia de una enfermedad (la fiebre, como la llamaban sus habitantes), que comenzaba como un estado gripal y podía derivar en un grave cuadro que amenazaba la vida de los pacientes.
No era completamente desconocido este mal, pues las primeras referencias a cuadros semejantes databan de 19431-2. La enfermedad incluso había sido descripta en 1955 en los medios científicos por un médico rural de Bragado, el Dr. Rodolfo Arribálzaga3. Sin embargo, el aumento de casos de 1958 llamó la atención del periodismo y acobardó a los peones rurales que levantaban la cosecha, sobre todo del maíz. Si bien el mal no discriminaba por clase social, los más afectados resultaron los peones golondrina, que llegaban transitoriamente a levantar las cosechas y vivían en muy precarias ranchadas asentadas en su lugar de trabajo. Prontamente, a la presión de los artículos periodísticos se agregó la negativa de los peones a retomar sus tareas en el área más rica de la pampa húmeda, lo que encareció los costos sectoriales de la Argentina agroexportadora.
Mientras tanto, la ya llamada fiebre hemorrágica argentina (FHA)4 continuó expandiendo su área de presentación y con el tiempo llegó a afectar el norte de Buenos Aires y La Pampa, y el sur de Córdoba y Santa Fe. Las primeras respuestas provinieron del Hospital Regional de Junín, ciudad cercana al pueblo de O'Higgins, donde en forma empírica se administró a los pacientes suero de convalecientes, aunque faltaban estudios clínicos que avalaran el método.
Un equipo de la entonces Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires (hoy Facultad de Medicina) dirigido por Armando Parodi, encontró en septiembre de 1958, el agente etiológico, al que llamó virus Junín. Quedó así establecida la cadena de contagio; el vector del virus es el ratón maicero, que lo pasa al hombre con sus deyecciones y justifica así el nombre vulgar dado a la enfermedad: mal de los rastrojos.
A su vez, el Gobierno nacional creó una comisión a cargo de Ignacio Pirosky (director del Instituto Malbrán), que reafirmó la autenticidad del virus Junín como productor de la enfermedad por medio de la autoinoculación. En efecto, el Dr. Barrera Oro se inoculó voluntariamente con el virus aislado en laboratorio y prohibió expresamente que se le suministrase ningún tratamiento. Desarrolló así la típica enfermedad de FHA, a la que tuvo la fortuna de sobrevivir. Ese mismo equipo anunció en 1959 la obtención de una probable vacuna. Cuando esta se estaba probando, un golpe de Estado cesanteó a Pirosky y desmanteló el grupo, que no pudo salvar ninguno de sus estudios5-6. Tampoco fue exitoso el intento de lograr una vacuna llevado a cabo por el equipo de Parodi.
En 1965 regresó a su patria el prometedor médico Julio Maiztegui. Por la importancia que adquirió su figura para los estudios de la FHA7, cabe detenerse en su biografía.
Julio Isidro Maiztegui nació en Bahía Blanca en 1931 y se trasladó a Buenos Aires para matricularse en su Facultad de Ciencias Médicas, de la que egresó en 1957. Al año siguiente viajó a los Estados Unidos, donde se formó en Clínica Médica y Enfermedades Infecciosas. Luego de hacer los cursos requeridos, obtuvo el título de Máster en Salud Pública por la Universidad de Harvard en 1964.
Cumplida su formación en el extranjero, regresó a Argentina al año siguiente y se incorporó al Centro de Educación Médica e Investigaciones Clínicas (CEMIC). Allí comenzó a interesarse por la FHA y tomó contacto con la fundación Emilio Ocampo, creada para el estudio de la enfermedad. Convencido de que las investigaciones debían hacerse en la zona donde la FHA se manifestaba, Maiztegui aprovechó en 1965 la inauguración de un modesto Centro de Estudios de la Fiebre Hemorrágica de Pergamino para unirse a él desde su fundación como jefe del equipo. Este centro dependía del Ministerio de Salud Nacional y poseía apoyo del Instituto Malbrán. Al principio funcionó en un lugar facilitado en préstamo por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) para instalar el laboratorio, así como en una sala del Hospital San José donde se internaba a los pacientes. Con la excepción de 1969 y 1970, años en que viajó a Londres para seguir los cursos de la Escuela de Medicina Tropical, Maiztegui estuvo al frente de la entidad (aun cuando por su prestigio y complejidad cambiara de nombre) hasta su muerte en 1993.
Cabe preguntarse cuál fue la forma de trabajo que diferenció a Maiztegui del resto de los investigadores de la FHA. En primer lugar, como sus predecesores, Mazza con la Misión de Estudios de Patología Regional Argentina (MEPRA) y Alvarado con la lucha antipalúdica, Maiztegui se transformó en un adelantado respecto de la Atención Primaria de la Salud. En efecto, a diferencia de otros equipos de investigación, una de sus primeras medidas fue la de relacionarse con los médicos de la zona para cambiar experiencias y realizar cursos acerca de la enfermedad. La población a atender fue otra de sus preocupaciones: llegó a clubes y escuelas con folletos, conferencias, radio y más tarde televisión. No sólo lo hizo en Pergamino, sino que a medida que avanzó su área de influencia se fue desplazando hacia las provincias cercanas afectadas por el mal.
Es digno de reproducir el relato de la Dra. Enría, que iría a suceder a Maiztegui luego de su muerte. Hablando de una gira hecha por Santa Fe dijo:
"Cada vez que íbamos a un lugar estaba el enfermo tal que venía a saludarnos (...) nosotros no éramos...
desconocidos para esa comunidad, éramos la gente que los atendió. "8
Esta exitosa experiencia hizo del Instituto de Pergamino un centro de referencia para los pacientes de FHA. Por ello, sobre la base del antiguo Centro, en 1978 se creó el Instituto Nacional de Enfermedades Virales Humanas (INEV), dotado con mayores recursos.
Una vez establecido el fuerte vínculo con la comunidad, la tarea siguiente de Maiztegui se relacionaba con la investigación acerca del tratamiento de los pacientes. Los médicos locales, entre los que se destacaba el Dr. Héctor A. Ruggiero, habían comenzado desde 1958 a emplear transfusiones de plasma de los convalecientes en los nuevos enfermos9. Los resultados, aunque buenos, no eran constantes; además, no estaban estudiados los efectos colaterales, la dosis a aplicar ni el momento de hacerlo.
Para poder validar y normatizar el tratamiento, Maiztegui emprendió una investigación retrospectiva tratando de determinar la cantidad de plasma recibida por los diversos pacientes y sus resultados. Tras obtener estos datos, empezó a medir el plasma inmune con una técnica basada en inmunofluorescencia. Así se aseguró de que cuando inyectaba plasma a un paciente el producto era plasma con anticuerpos efectivos. Luego de realizar las comprobaciones clínicas y establecer la eficacia del tratamiento llevado a cabo en los primeros ocho días, Maiztegui y sus colaboradores, Néstor Fernández y Alba Damilano, publicaron en 1979 los resultados de sus experiencias en la revista The Lancet.
Una vez establecido, el protocolo del tratamiento fue aceptado por la comunidad científica, que pudo comprobar que con él la mortalidad por FHA había disminuido de 30% a solamente 3%. Maiztegui se dedicó entonces a difundir el método y crear bancos de plasma en toda el área de influencia de la enfermedad.
Paralelamente, en 1978 el Gobierno argentino, la Organización Panamericana de la Salud, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y —curiosamente— el United Army Medical Research Institute of Infectious Diseases firmaron un acuerdo para encontrar una vacuna en un plazo de tres años. Este convenio establecía que la obtención de un virus atenuado estaría a cargo de un argentino (el Dr. Barrera Oro) en los laboratorios estadounidenses, y que la fabricación de la vacuna, que no tenía valor comercial por el reducido mercado, le correspondía a la Argentina.
En 1980 el INEV comenzó a ser acondicionado para producir la vacuna, que tardó un año más de lo estipulado y finalmente fue denominada Candid 1. Después de 1983, cuando retornó la democracia a la Argentina, las obras del Instituto no estaban terminadas, y la posterior situación económica no permitió mayores erogaciones. Desde los Estados Unidos se enviaron prototipos que comenzaron a aplicarse a voluntarios humanos. Este desarrollo culminó en 1990. Maiztegui, quien ya estaba enfermo de cáncer, recibió entonces la noticia de que los resultados controlados internacionalmente aseguraban la efectividad de la vacuna, que a partir de ese momento fue distribuida a todas las regiones afectadas. Su prematura muerte, a los 62 años, lo privó de ver la vacuna desarrollada por científicos y técnicos argentinos para una enfermedad exclusiva de su territorio, meta que se logró en 2003. Pero su ejemplo y su arduo trabajo continúan guiando al Instituto Nacional de Enfermedades Virales Humanas, Dr. Julio Maiztegui, que hoy fabrica la vacuna en la ciudad de Pergamino y la distribuye a todo el país.