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Temas y Debates

On-line version ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.42 Rosario Dec. 2021

 

ARTÍCULOS

Sociología argentina de las mentalidades de Ingenieros a Germani. Razas, historia y discurso científico en clave de una historia del presente desde el Sur

Argentine Sociology of Mentalities from Ingenieros to Germani. Races, History and Scientific Discourse From the Perspective of a History of the Present from the South

 

Ana Grondona

Ana Grondona es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en el Instituto de Investigaciones Gino Germani, Argentina. E-mail: antrondona@hotmail.com


resumen

Este artículo se propone una revisión exploratoria de los modos en que la sociología argentina, en particular la científica, trabajó sobre la relación entre mentalidades, razas e historia. En particular, nos interesa hacer una lectura que, orientada desde la perspectiva de la historia del presente, ponga en serie las formas en que estas cuestiones fueron tratadas en los albores de la sociología y en el proyecto científico de Gino Germani. Este ejercicio de puesta en relación de diversos materiales nos obligará, a su vez, a volver sobre la genealogía del racismo que propuso Michel Foucault en su seminario de 1976 en el Collège de France. El texto está estructurado en cuatro secciones. En primer lugar, presentaremos los documentos que hemos trabajado y analizamos la manera en que en ellos se articula la lucha de razas como discurso histórico. Luego, pondremos en relación nuestros hallazgos con alguno de la referida tematización foucaultiana sobre la historia del racismo. A continuación, revisamos los modos en que la narrativa histórica sobre la lucha de razas se conjugó en la sociología de los albores del siglo XX en un lenguaje que se reclamaba científico. Después, daremos paso a la puesta en relación entre aquellos textos primigenios y la sociología científica de Gino Germani para, finalmente, proponer algunas reflexiones preliminares.

palabras clave: Sociología argentina; Genealogía del racismo; Historia de las mentalidades

summary

This paper presents a review of the ways in which Argentine sociology analysed the relationship between mentalities, races and history. In particular, we are interested in proposing a perspective that, informed by the history of the present, constitutes a series that puts together (and contrasts) the ways in which these questions were treated at the dawn of sociology and in Gino Germani’s scientific project. The outcome of such exercise will force us to critically return to the genealogy of racism proposed by Michel Foucault in his 1976 seminar at the Collège de France. The text is organized in four sections. In the first place, we will present the documents that we have analysed and look into the way in which the race struggle is built as a historical discourse. Then, we will relate our findings to some of the aforementioned Foucauldian thematization of the history of racism. Next, we review the ways in which the historical narrative of the race struggle was conjugated in the sociology of the early twentieth century in a language that claimed to be scientific. Then, we will give way to the relationship between those original texts and the scientific sociology of Gino Germani to, finally, rise some questions to take this research forward.

keywords: Argentine sociology; Genealogy of racism; History of mentalities


De esa prisión, con todos los asedios políticos del cuerpo que en su arquitectura cerrada reúne, es de la que quisiera hacer la historia. ¿Por puro anacronismo? No, si se entiende por ello hacer la historia del pasado en los términos del presente. Sí, si se entiende por ello hacer la historia del presente (Foucault, 2002: 37).

Según la descripción que propone Garland (2014), una historia del presente comienza por identificar una práctica contemporánea que está dada por sentado y que, sin embargo, en ciertos aspectos ha devenido problemática o ininteligible. Luego, se dispone a rastrear las luchas de poder que la produjeron, las condiciones en las que, en cierto momento ella emergió. Su meta no es conectar los fenómenos contemporáneos con sus orígenes, “como si se estuviera mostrando un edificio descansando sobre sus cimientos, un edificio sólidamente enraizado en el pasado y proyectado con confianza hacia el futuro”, sino “rastrear los procesos erráticos y discontinuos por los cuales el pasado se convirtió en el presente” (Balibar, 2004: 304).
El proyecto foucaultiano de la historia del presente encontró entusiastas seguidores y seguidoras a ambos lados del Atlántico. En nuestras latitudes, sin embargo, requiere de mediaciones y traducciones, pues aquí es la discontinuidad la que opera como norma: La evidencia del corte entre un tiempo y otro. Así, por ejemplo, la sociología científica de Gino Germani, interesada en escudriñar las mentalidades sociales, nada tendría para decirse con los ensayos de un Jauretche, ni con los de Scalabrini Ortiz, ni siquiera con los del médico Ramos Mejía o con el criminalista Ingenieros. Pertenecen, se sabe, a órdenes distintos. Por el contrario, este artículo –que es parte de un esfuerzo más vasto compuesto de múltiples fragmentos1– busca identificar el entramado en el que se tejió la cuestión racial y la pregunta por las mentalidades en los albores de la sociología argentina, bajo la hipótesis de que esos ecos resultan reveladores de muchos de los sentidos que se tramaron en la sociología germaniana. En ese recorrido intentaremos mostrar que entre los interrogantes se destaca una inquietud por la democracia, el autoritarismo y por los modos en que se conjuga la des/igualdad en distintos grupos raciales o poblaciones. La discusión sobre este último punto incorpora un asunto fundamental: la posibilidad de legitimar esas desigualdades en un discurso que se reclama netamente científico. Este texto funcionará, también, como un “diálogo silencioso” entre Gino Germani y otra figura ítalo-argentina clave de la sociología nacional: José Ingenieros –médico, alienista, funcionario–, “el más influyente de los positivistas”, en palabras de Germani (1968: 392), y con quien, para algunos, comenzó la historia de la sociología argentina (Marsal, 1959: 230). Dos discursos fundacionales de la sociología científica en la Argentina que, curiosamente, no suelen ponerse en relación.
A esta línea de trabajo y estos diálogos se suma un segundo nivel de análisis que propone este artículo. Las reflexiones alrededor del modo en que se ensambló la problemática de las mentalidades raciales y, en particular, la perspectiva histórica/historicista que recorrió los discursos sociológicos nos permitirá discutir con algunas de las hipótesis de Michel Foucault sobre la genealogía del racismo moderno. Nos interesará mantener este segundo nivel de la discusión desde una perspectiva que supera la de la mera descripción de la “singularidad” o “excepcionalidad” del contexto argentino (periférico, dependiente, etc.). Nuestro argumento será que una historia del presente que se pretenda crítica no solo está inhabilitada para generalizar o universalizar la experiencia europea, sino que también debería preguntarse por los efectos de esas historias “coloniales” en la constitución de ciertos dispositivos, problematizaciones o conceptos en lo que luego se presenta como versiones “clásicas”. Así, asumir un nuevo punto de vista para analizar la cuestión racial en la sociología germaniana a partir de su relación con textos fundantes del archivo sociológico argentino, nos devuelve, como saldo, la desestabilización de algunos aspectos centrales de la conceptualización foucaultiana sobre la historia del racismo. En esa línea, el ejercicio se propone mostrar la productividad teórica (y en ese sentido, universal) de la historia del presente desde el Sur, más allá de los límites del estudio descriptivo de caso. Nos interesa argumentar, pues, que ambos movimientos se ensamblan en uno solo: será el ejercicio de puesta en serie de nuestros maltrechos archivos lo que nos permitirá, al mismo tiempo, encontrar la sociología germaniana bajo una nueva luz (que nos obliga a pensarla inscripta en la trayectoria de una problemática con sus muy activas memorias “nacionales”, más allá de su presentación como mero “importador” de las sociologías estadounidenses) y, a partir de los resultados del mismo ejercicio, revisar los modos en que algunas cuestiones han sido pensadas (eurocéntricamente) en el proyecto genealógico de Foucault. En este sentido, las interpretaciones que se contentan con reducir la sociología de la modernización y, en particular la de Germani, a mera reproducción de un punto de vista eurocéntrico se mostrarán como un obstáculo epistemológico no solo a la hora de abordar esas sociologías, sino los modos en que aquí se tejió la “colonialidad del saber-poder” (según la expresión de Quijano, 2000) en una de sus dimensiones fundamentales, la racial.
Para desplegar ambos argumentos –uno más ceñido a nuestro objeto empírico, el otro de interés más epistemológico-teórico–, en primer lugar, presentaremos los textos que hemos analizado y expondremos el modo en que en ellos se articula la lucha de razas como discurso histórico o, mejor, que vuelve inteligible la historia. Luego, pondremos en relación nuestros hallazgos con alguno de los aspectos de la genealogía del racismo que propuso Michel Foucault. A continuación de ello, revisaremos los modos en que la narrativa histórica sobre la lucha de razas presente en los albores de la sociología argentina se conjugó en un lenguaje que se reclamaba científico. Después de ello, daremos paso a la puesta en relación entre aquellos textos primigenios y la sociología (científica) antirracista de Gino Germani para, finalmente, esbozar algunas conclusiones.

Historia y lucha de razas

Los textos que conforman el corpus de este artículo2, salvo los del propio Ingenieros, están referidos o minuciosamente abordados en su Sociología Argentina de 1915. Aunque en el comienzo de nuestra indagación Ingenieros era uno más de los autores de interés, en su decurso fue adquiriendo centralidad. A partir de la huella de investigaciones previas –en particular las de Bibiana del Brutto (2000) y de Oscar Terán (1987; 2000)– caímos en la cuenta de que en los textos del siciliano operaba ya la delimitación de una serietextual3 compuesta a partir de una pregunta que combinaba la inquietud por la conformación racial de la Argentina con las condiciones de sus mentalidades.
Resulta fundamental indicar, antes de avanzar en el análisis, que se trata de textos heterogéneos que lidian de muy distintos modos con la cuestión que aquí nos interesa. Se inscriben, además, en diversas coyunturas, pues mientras algunos son previos a la denominada “campaña del desierto” contra las poblaciones originarias del sur del país, otros fueron publicados en la segunda década del siglo XX, cuando el problema de la inmigración meridional europea hacinada en Buenos Aires ya resultaba acuciante.4 Por otra parte, en todos los casos, según especificó Zimmerman (1992: 24), el concepto de “raza” distaba de estar nítidamente definido. Para algunos, implicaba una distinción entre diferentes categorías étnicas y el establecimiento de una jerarquía de razas “superiores” e “inferiores”. En ciertos casos, esta jerarquización se sostenía en factores biológicos y, otras, en dimensiones históricas, geográficas o culturales. No era inusual superponer raza y nacionalidad o asociar características biológicas y culturales de diferentes grupos raciales como inseparables.
Así, los escritos que incluimos en nuestro análisis fueron: Conflicto y armonías de las razas en América ([1884] 1915), de Domingo F. Sarmiento; Estudios económicos ([1915] 1934), un compendio de textos de Juan B. Alberdi; La ciudad indiana ([1900] 1986), de Juan Agustín García; Nuestra América. Ensayo de psicología social (1903), de Carlos Octavio Bunge; La anarquía argentina y el caudillismo. Estudio psicológico de los orígenes argentinos (1904/1912), de Lucas Ayarragaray; La transformación de las razas en América, de Agustín Álvarez (1908); y Sociología argentina, de José Ingenieros ([1915] 1946).
Los documentos analizados establecen una asociación directa entre el trasfondo racial heterogéneo y mestizo argentino y los dos principales males políticos de la patria: de una parte, la anarquía –“los abusos y las violencias más torpes de la política criolla, nutrieron sus ideas y reclutaron sus elementos, en gran mayoría, entre los elementos mestizos” (Ayarragaray, 1904: 297)– y, por otro lado, el caudillismo: “la gauchocracia tuvo en esas disposiciones étnicas su base consuetudinaria” (Ayarragaray, 1904: 297). La mezcla sudamericana era pérfida y producía caracteres “faunos morales” (Ayarragaray, 1904: 297).5 Una de las consecuencias centrales de esta diferencia de origen era que resultaba en una constitución psicológica reñida con la “democracia”:
La pereza, la tristeza y la arrogancia criollas, esas tres cualidades típicas de los hispanoamericanos, están vinculadas tan íntimamente entre sí que forman un todo compacto y homogéneo: el carácter de raza. Este podría considerarse inverso del europeo, al menos del (genio ideal de los pueblos más ricos y fuertes de Europa); cuyas tres condiciones capitales serían: diligencia, alegría y democracia. Contra pereza, diligencia; contra tristeza, alegría; contra arrogancia, modestia, que se traduce prácticamente por igualdad, y la igualdad, en política, por democracia (Bunge, 1918: 200-201, énfasis nuestro).

Hemos analizado esta articulación entre carácter racial-democracia y el problema de las masas en otro trabajo (Grondona, 2019). En este nos interesa indagar acerca de cómo este asunto es explicado en una clave histórica, por ejemplo, como el efecto de “doscientos años de coloniaje obscuro y abyecto” que arrojó como resultado la “masa o pasta de que se compone nuestro pueblo hispanoamericano”, con el que ya, según Alberdi (1948: 137, énfasis nuestro), resultaba insensato y utópico construir una república representativa. En efecto, en buena parte de los textos observamos, como regularidad, una delimitación de la “psicología étnica” como un punto de vista para comprender la historia y, en el sentido inverso, una tendencia a hacer de la revisión histórica una clave interpretativa de la conformación de las estructuras psíquico-raciales.
En esta historia, la lucha ocupará un lugar destacado. Ella parte de una revisión de los procesos de conquista en virtud de la cual se articula una narrativa genéricamente anti-hispanista sostenida en la comparación con el caso “virtuoso” de la conformación (civil, racial, social y política) de los Estados Unidos. Estos últimos se habían mantenido “verdaderamente” europeos, lo que implicaba un conjunto de valores civilizatorios deseables. Incluso, se trataba de dos poblaciones (la inglesa y la española) que se encontraban en “diversas etapas de evolución”, lo que había dado como resultado, “la formación de ambientes sociológicos heterogéneos” (Ingenieros, 1915: 20-21).
Según recuerda Ingenieros, Sarmiento ya había tomado nota de que, junto con la mestización, los males que habían pesado sobre la América del Sur se debían a la herencia española6 (Ingenieros, 1915: 37). En esta línea, resulta recurrente la tematización de la inferioridad española en términos netamente raciales asociados al problema de la hibridación. Si la conquista de América del Sur había tenido “defectos orgánicos” (Sarmiento, 1915: 379), ello era en buena medida por la “promiscuación étnica” que ya había tenido lugar en la madre patria, cuestión señalada por el antropólogo italiano Giuseppe Sergi (Ingenieros, 1918: 12). Bunge, por su parte, se refiere a los españoles como “afroeuropeos” (Bunge, 1918: 86) portadores de “degeneración fisio-psíquica” (Bunge, 1918: 88). Del mismo modo, se analizaban los males que se habían importado con el catolicismo anticristiano (sic) carente de ternura de los españoles, quizás como consecuencia de su mezcolanza con judíos y moros (Bunge, 1918: 95).
En estas búsquedas de las trayectorias históricas que habían pervertido de tal modo a España también nos encontramos con lecturas como la de Juan B. Alberdi, quien propone la siguiente caracterización:
pobre, mal poblada, educada por una guerra de ocho siglos contra los otomanos en los usos de sus mismos enemigos (porque nuestros enemigos son nuestros maestros), no pudo llevar al Nuevo Mundo lo que no tenía: gran población, ni miras económicas, ni libertad, ni comercio, ni agricultura, ni industria (Alberdi, 1934: 99).

Este enfoque más “culturalista” sobre la pesada herencia hispana7 también recorre algunos tramos de los textos de Sarmiento, en los que se subrayaba que con los Reyes de Castilla y de Aragón habían triunfado los bárbaros, muy inferiores a los de Granada y Córdoba (Sarmiento 1915: 22). Del mismo modo, se detiene en la caracterización de la Inquisición como institución que había atrofiado la inteligencia española8 y destruido en “la práctica diaria, y en el sentimiento íntimo, la noción del derecho, la seguridad de la vida ante las leyes, la conciencia de la justicia, los límites del poder público” (Sarmiento 1915: 184).
Por cierto, encontramos un acuerdo generalizado en los balances sobre aquella sistemática contienda contra la herejía y sus efectos. Sobre todo, los vinculados a la brutalidad ejercida en nombre de Dios y la resistencia al desarrollo de un espíritu científico. En relación con este último punto, Agustín Álvarez ironizaba: los españoles habían visto estancado su progreso cultural no por falta de aptitudes sino porque las tenían “ocupadas en sacar ánimas del purgatorio” (Álvarez, 1944: 155). Una de las principales huellas del legado inquisitorial era la extendida superstición popular, muy distinta al rigor científico que habían sabido desarrollar las masas de América del Norte (punto que también resalta, entre otros, García y sobre el que volveremos).
Otro de los rasgos característicos de los españoles, imbuidos de fatalismo psíquico y geográfico, era, pues, su propensión al anti-individualismo y al despotismo político que derivaba de su arrogancia (Bunge, 1918: 70). La conquista española había estado presidida por una mirada militar y autoritaria, incluso “semibárbara” y salvaje (Sarmiento, 1915: 15) en la que casi no había habido mujeres que garantizaran la reproducción sin mezclarse con la población nativa (Ingenieros, 1946: 440). Por su parte, Agustín García subraya la voracidad de la conquista española y el trato injusto al indio que habían redundado en un régimen social y económico desastroso que importaba un intento de restauración del feudalismo, esta vez bajo la figura de la mita o de la encomienda (1986: 33).
Importa subrayar que será precisamente en virtud de estos y otros elementos que buena parte de los textos encuentran en el gobierno de Juan Manuel de Rosas –interrogante más o menos persistente para todos ellos– una iteración de estos elementos hispanistas. Ante lo que estamos, como indicamos más arriba, es frente a una pregunta por los orígenes histórico-raciales del autoritarismo como enfermedad política, inquietud que teje una densa genealogía de orígenes impuros e inmorales.
En todos los planos, esta trayectoria se contraponía a la de la colonización civil de los Estados Unidos (Ingenieros; 1946: 440), diferencia que, en términos de Álvarez, había inhibido el desarrollo de una cultura moral impulsada por el ejercicio de la generosidad, la simpatía y la benevolencia.9 Por cierto, estos contrastes también determinaron los distintos procesos emancipatorios de la América del Norte y de la del Sur. En esta última, las masas mestizas se habían agitado confusamente y de modo desordenado, sin concepto firme e inspiradas por la revolución francesa-jacobina (Ingenieros, 1915: 28) e incluso por las utopías abstractas de los jesuitas (Sarmiento, 1915: 97). Ya en tiempos coloniales se habían producido una serie de rebeliones y desórdenes en México, Paraguay y Perú signadas por el peso de estas nefastas herencias. Los procesos de independencia que le siguieron, particularmente en la Argentina, habían sido movilizados por las élites blancas y descendientes de españoles, aunque acompañados, en algunos casos por poblaciones negras y mulatas. El problema había sido, según sintetizaba Bunge, la ausencia de un verdadero demos:
Y ocurrió así que la primitiva protesta de la burguesía criolla fue creciendo y asimilándose ideas extranjeras, hasta rotularse “revolución democrática”. Extraña falsificación porque, precisamente, si bien había una clase directora capaz en las colonias, faltaba en absoluto pueblo europeo y republicano. Constituíase una democracia, ¡sin Demos! (Bunge, 1918: 289, énfasis nuestro).

En los Estados Unidos, la emancipación también había sido resultado del levantamiento de un selecto grupo de raza blanca en nombre de derechos (Ingenieros, 1915: 28), pero, según se afirmaba en Sociología argentina, lo que “allá era un pueblo, aquí una clase; allá una idea moral, aquí una necesidad inmediata” (Ingenieros, 1946: 49). Sarmiento, por su parte, subrayaba el peso que la práctica protestante de la igualdad, del self government y el aristocratismo de los caballeros de Virginia (descendientes del pacto del Mayflower) habían tenido en la emergencia de la Constitución Americana, aspecto fundamental para una democracia real muy distinta a la demagogia meridional.
Según Ingenieros (1946: 190ss), luego de los procesos de independencia en América del Sur y más especialmente en la Argentina, se había abierto un tiempo de anarquía y caudillismo inorgánico, en el que las masas híbridas habían cumplido un rol protagónico. A esa etapa le había seguido otra en la que se habían enfrentado dos grandes intereses, el interés feudal del interior y el ganadero del litoral. Esta segunda fase había estado signada por el caudillismo, pero esta vez, orgánico, bajo el control de Rosas, figura fantasmática que, como indicamos, concentra las peores desgracias de la herencia racial. Luego de Caseros, en la etapa de estabilización, los caudillos se redujeron a algunas pocas figuras urbanas. Finalmente, gracias a la conformación de la mentada unidad nacional, se había entrado en una época de desarrollo industrial tendiente a la modernización en el que el proceso de europeización de la población, vía inmigración, había cumplido un rol fundamental (Ingenieros, 1946: 190 y ss.).
Por lo general las narrativas que encontramos en los textos (mayormente coincidentes a lo expuesto en los párrafos anteriores) se detienen muy particularmente en el análisis de las etapas de anarquía y caudillismo. Si la anarquía era la consecuencia de una mentalidad transitoria y confusa, producto del mestizaje, otro tanto ocurría con el caudillaje. Según indica Ayarragaray en el prólogo a la tercera edición de su libro (de 1935) esta forma de liderazgo había sido una creación profunda de la muchedumbre, resultante del maridaje espurio de tradiciones y hábitos del conquistador español y del cacique indígena (Ayarragaray 1935: 11).
En la caracterización de Bunge, también construida a partir de “etapas”10 , luego de la independencia, había subsistido aún la organización aristocrática y las tierras estaban divididas en latifundios que “pertenecía a ricos holgazanes de las ciudades y la plebe de color de la campaña se hallaba en misérrima condición” (1918: 159, énfasis nuestro). Precisamente, aquel vulgo había iniciado un segundo movimiento histórico, en el que “constituyó sus caudillos y movió guerra política a las ciudades” (ibídem). Si en la guerra de la Independencia había triunfado “la burguesía criolla”, en las luchas posteriores “venció la plebe campesina”, que consolidó los gobiernos de caudillos (ibídem). A su vez, estos luego se enfrentaron a la poderosa Buenos Aires y su aduana. Así, en el lenguaje de Bunge, pero en general de los materiales analizados, esta historia política nacional era la de enfrentamientos entre “elementos” pasibles de ser representados en mapas etnopolíticos,resultado de ciertas herencias históricas, pero también de luchas y enfrentamientos que los textos se ocupan de analizar. Tomamos esta singular articulación entre la cuestión de las razas, su historia y sus disputas como una invitación a revisitar el modo en que Michel Foucault hilvanó su genealogía del racismo en sus lecciones de 1976, publicadas en español bajo el nombre Defender la sociedad.

Las singularidades del “caso argentino” (a propósito de la genealogía del racismo)

En el seminario referido (Foucault, 2000), el filósofo francés vincula la emergencia del historicismo como perspectiva crítica al poder soberano con la circulación de discursos sobre la “lucha de razas” en el siglo XVIII. Estos discursos, netamente aristocráticos, se conjugaban para develar la historia sangrienta y olvidada por las formas monárquicas de componer narrativas sobre pasados y victorias, un intento de “vincular jurídicamente a los hombres al poder mediante la continuidad de la ley” (Foucault, 2000: 68). Según la genealogía que propone Foucault, el discurso de “lucha de razas” (que busca, precisamente, desestabilizar el monótono discurso histórico como conmemoración, legitimación y continuidad asociada al discurso jurídico y/o de soberanía) presenta la dominación como efecto de una derrota circunstancial en un enfrentamiento de largo aliento entre estirpes enemigas. Esta trama, de múltiples y variadas procedencias, se articuló en un cierto momento, de modos contingentes y heterogéneos, en dos formaciones discursivas distintas, por una parte, en la dialéctica de la lucha de clases  de corte marxista y, por la otra, en una estatización de lo biológico que dio nacimiento al racismo de Estado, contracara letal de la biopolítica que se consolidó en el siglo XIX como modo de regulación de las poblaciones.11
En términos cronológicos los textos analizados para este “caso argentino” coinciden con aquellos que, para Europa –u “Occidente”–, Foucault asocia con un proceso de estatización de lo biológico, en el que la retórica de la guerra se aplacaba, se despolitizaba, y mutaba en una semántica de la “conservación” de la raza/nación (en singular) frente a las amenazas de degeneración. Sin embargo, en los documentos analizados, las referencias al problema de la degeneración conviven con la persistencia de la guerra como matriz para pensar el problema de las mentalidades, de las razas y de una nación que insiste en mostrarse (irreductiblemente) dual. Ello no solo en el caso de Sarmiento y Alberdi, sino también en los textos posteriores de Ayarragaray o Bunge.
Estamos, según nuestra hipótesis, frente a un nuevo ejemplo de “ideas fuera de lugar” (para retomar la fórmula de Schwartz, 2014). Encontramos, en efecto, dos elementos nodales que estuvieron ausentes en la configuración local y que aquí dislocaron la posibilidad de re-conversión más plena de la “lucha de razas” como “racismo de Estado” (tal como habría sido, según Foucault, el caso europeo). Por una parte, en nuestro contexto no se observa la preexistencia de un poder de soberanía plenamente exitoso en la delimitación de un cuerpo-nación sobre el cual sería posible articular una nueva matriz, episteme o dispositivo de gobierno. Asimismo, y estrechamente relacionado con lo anterior, tampoco parece clara la posibilidad de reclamar el triunfo final de una “raza dominante” capaz de devenir, sin más, esa “nación”. Precisamente, según los textos que hemos analizado y que rescribían la historia como lucha entre estirpes, la paz resulta un “estado convencional y episódico”, incluso, como “los resultados de la lucha, abandonada siempre a las armas ó al fraude” un estado que jamás es “aceptado por el partido vencido, que medita constantemente” (Ayarragaray, 1904: 79): El enfrentamiento es, entonces, incesante y con ello, el desarrollo del comercio y la industria, que en Europa habían traído el Progreso, devenían aquí improbables. En términos afines a los de los textos estudiados: la sociedad militar, no dejaba emerger la sociedad industrial.
Ahora bien, este discurso que retiene en un lugar central la lucha entre razas (en plural) como matriz de inteligibilidad de la historia y de la (imposible) nación no se formula desde el lugar de una crítica que logra interrumpir el monótono modo en que se narra la historia oficial, sino como historia oficial. Aunque el proceso de organización nacional aparecía, en algunos otros tramos de estos relatos, como un intento exitoso de estabilización, resultan indisimulables las inquietudes por la probable reemergencia de las luchas. Todo ello en el marco de una radicalización de la cuestión social, de sus conflictos y de la emergencia de nuevas “amenazas ácratas”.
A partir de estas singularidades del discurso racialista/racial en su articulación con los procesos de reforma y control desde el Estado en la Argentina, es preciso recordar que nuestra región no conoció la estabilización de la que habla Foucault cuando analiza los modos en que el poder de soberanía se ensambló y redefinió en el entramado biopolítico. Aquí la promesa de nación como futuro y despliegue de nuevas capacidades estatales no logró silenciar los antagonismos del pasado, aunque fuera como una herida que siempre amenaza con reabrirse y horadar esa misma unidad. El carácter incompleto, aparente, frágil e inconcluso de la conformación de los Estados-nación (más precisamente, de ese guion que parecería unirlos sin más) es un tema clásico y recurrente de la teoría crítica del continente (Zavaleta 2013a y 2013b; Lechner, 1977). La disputa por definir qué es lo nacional es también una marca de época (de la que analizamos y de la nuestra). El que Foucault pueda, aparentemente, prescindir de entrar en mayor detalle sobre este tema nos habla, en nuestra hipótesis, de la obviedad con la que, a pesar de todo (y ese todo no debe menospreciarse, pues marcó a sangre y fuego la historia larga del siglo XX), la unidad del Estado-nación sí logró estabilizarse en la coyuntura europea. Esta singularidad histórica tomada como norma universal deviene un obstáculo para analizar los modos en que en otros contextos se articuló biopolítica-lucha de razas-Estado y nación. Incluso para preguntarse por el impacto que esas otras articulaciones (ineludiblemente asociadas a los dispositivos coloniales) tuvieron en los casos “clásicos” del centro.
Oscar Terán delimita dos modos de concebir la relación de una nación con sus orígenes: una (minoritaria en el entre siglos argentino) que construye una narrativa nativista con lugar para elementos indígenas; y otra, derivativista, que gira entorno de la metáfora del “trasplante” de culturas europeas en estas latitudes (Terán, 2000: 226 y ss.). En los textos referidos esta tensión irresuelta aparece, incluso, como un lapsus: por ejemplo, uno de Alberdi, según quien el “trasfondo” mestizo e indio es a la vez inexistente y fundante de la soberanía popular.12 Más allá de este tropiezo argumentativo, la historia que trazan los documentos analizados definitivamente no es la de una raza que ha logrado mantener su continuidad, sino la de una serie de orígenes impuros que es menester repudiar (la América india, la conquista, la España mora o judía, etc.). El blanco del ataque es, justamente, la mezcolanza espuria en la que se incluyen elementos que calificaríamos de “europeos” tales como el jesuitismo o el jacobinismo. Este trasfondo abigarrado, para convocar nuevamente la voz de Zavaleta (2013a, 2013b) es, en rigor, lo denunciado.
Frente a ello, se alza la promesa de una “nueva” pureza, condenada, desde el inicio, cíclica y trágicamente a fracasar. Así, por ejemplo, la “evasión europeizante” (según el decir de Zea, 1953) en nombre de la que se fomentó la migración masiva de poblaciones europeas desde fines del siglo XIX volvería a “fallar”: no llegaron los del norte, sino los del sur; no representaban la anarquía de los caudillos, pero sí el anarquismo del cocoliche, la guarangada y la simulación (asuntos que, como sabemos, también interesaron a José Ingenieros). Ante esta amenaza de microbios extranjeros, se activarían diversas leyes de defensa social. Nuevos capítulos se sumarían a este modo del desencuentro entre el país potencia/potencial y su hibridez/materialidad concreta, elemento nodal para el repudio de las poblaciones relegadas a lo abyecto a las que, sin cesar, se les declara la guerra, para rectificar el desfasaje.
Esta retórica racialista –biologicista o no– no logra resolver el problema de la unidad y/o estabilización del Estado-nación, sino tan solo modularlo en un vocabulario que se pretende científico y objetivo (como veremos en el apartado a continuación), pero que perpetúa la lucha como condición del orden. En este sentido a la crítica de, por ejemplo, Grosfoguel (2012) o Mitchell (2000) sobre el tono objetablemente eurocéntrico de la genealogía del racismo que propone Foucault13, deberíamos agregar, como tarea, el imperativo de revisar los modos singulares en que el discurso del racismo se conjugó con la matriz biopolítica sin presuponer, al menos para nuestros contextos, la erradicación o –siquiera– la morigeración (ni siquiera transitoria) de la guerra de razas.14Ello, por cierto, no sería más que una nueva confirmación –por si hiciera falta– de que la colonización es una tarea siempre-en-ejecución. Frente a lo mestizo, híbrido e impuro ella activa sus perpetuos dispositivos de (imposible) homogeneización.
En ese sentido, puede arriesgarse que las narrativas del revisionismo histórico, aun operando una inversión en el sentido evaluativo y programático otorgado a los distintos personajes y estirpes, permanece en la misma “trama epistémica” que (intentaba) funda(r) oficialmente (y que, en realidad, nunca funda enteramente) ese Estado-nación. Y también podemos intuir que es esa persistente dualidad conjugada en un lenguaje racial o de estirpe la que nunca logrará ser enteramente desalojada para dar paso a un vocabulario estrictamente (y “puramente”) clasista. 
Pues bien, en relación con la singular matriz biopolítica que aquí logró articularse, resulta nodal comprender los modos en que estas narrativas, explicaciones y descripciones pretenden ser reconocidas, además, como científicas. Para ello, nos detendremos particular en algunos aspectos de la sociología de José Ingenieros.

Para un ethos científico-positivo: la operación Ingenieros

Una de las particularidades más interesantes que encontramos en los textos analizados es la conjugación del problema político de la nación en un vocabulario que se quiere objetivo (siempre) y biologicista (en algunos casos). Sobre este punto, abundan las más diversas referencias: a Francis Galton (en Sarmiento y Bunge), a Herbert Spencer (en Sarmiento, Ayarragaray, Bunge e Ingenieros), a Henry Buckle (en Sarmiento y Álvarez), a William Prescott (en Sarmiento e Ingenieros), a William Robertson (en Álvarez y en Sarmiento), a René Worms (en Ingenieros y Bunge), a Giusseppe Sergi (en Ingenieros), a Louis Agassiz (en Sarmiento), a Celestine Bouglé, Wilhelm Wundt, Alfred Weber y Gabriel Tarde (en el caso de Bunge), a Gustave Lebon (en Sarmiento e Ingenieros) y a Charles Darwin (en casi todos los textos analizados). La cita a estos discursos autorizados produce “efectos de verdad” singulares, que lo distinguen de formas legas del discurso en nombre de un decir autorizado (Solodkow, 2005: 103).
Probablemente sea José Ingenieros el más interesado en inscribir los ejercicios de tematización de la conformación racial argentina y americana en una sociología científica. Ello resulta palpable en el libro Sociología argentina que, además, consagra ese estatus a los otros textos incluidos en nuestro análisis, pues el autor los incluye como parte del “canon” de la naciente disciplina. Sin embargo, una de las diferencias nodales que Ingenieros traza respecto de estos antecedentes centrados en la pregunta por la mentalidad argentina era que subestimaban los determinantes de la subestructura económica. Así, por ejemplo, la pereza, rasgo psicológico clásicamente adjudicada a la raza india, era una manifestación de condiciones ambientales creadas por el feudalismo colonial, que se había articulado muy bien con el “régimen cacical” configurando, así, una “superposición de feudos” (Ingenieros, 1918: 25).
El ejercicio de Ingenieros es, en buena medida, el de una sistematización15 en la que retoma los estudios precedentes para proponer una explicación holista y, sobre todo, capaz de clarificar sus propios términos con mayor rigor del que se observa en los “antecesores”. Criticarlos resulta, en este sentido, una operación fundamental. Así, por ejemplo, define la posición de Bunge como una etnopsicología que haría bien en complementarse con un economicismo histórico que él mismo ensayaba con el rótulo de “bioeconomía” (Ingenieros, 1918: 10), bajo la premisa de que la economía política era la aplicación a la especie humana de leyes biológicas (Ingenieros: 1946: 23): La determinación de la herencia siempre estaba modificada por la del medio (geográfico, climático y económico), lo que suponía transformaciones posibles en lo heredado, al tiempo que reforzaba el papel determinante de la organización social y la productividad de la reforma social.
Ahora bien, más allá de estas observaciones, Ingenieros valida como científicas muchas de las conclusiones de aquellos estudios antecedentes e incluso reconoce por derecho propio lo que denomina “psicología étnica”, una rama “bien desarrollada de la psicología social” (1946: 24). En este mismo sentido, adopta un tono más que celebratorio para referirse al capítulo sobre mestizaje del libro de Lucas Ayarragaray –pleno de caracterizaciones estigmatizantes sobre el “hibridismo moral” y la “monstruosidad étnica”16–, al que describe como un texto “magnífico sin restricciones” (Ingenieros, 1946: 193).
En ese mismo juego de construir sus precedentes, reconoce y legitima a Carlos Octavio Bunge como un fiel conocedor de Darwin y de la diferencia entre mestizaje e hibridismo. Con ello, convalida17 la explicación según la cual el primer término debe aplicarse al caso de combinación de dos variedades de una misma especie (un potrillo nacido de una yegua árabe y un potro anglonormando), mientras que el segundo a dos individuos de dos especies de un mismo género (como el ejemplo de la mula). Según Bunge, en el caso del género humano, no resulta sencillo definir si las cuatro razas humanas (blanca, amarilla, negra y americana) corresponden a distintas variedades o si conforman diferentes especies. En rigor, las distintas mezclas deben ser calibradas en sí mismas: Mientras la combinación entre negro y criollo resulta más aceptable -“la sangre africana entronca admirablemente con la española, al menos con la de los españoles del Sud, porque, como he dicho, según enseñan los modernos antropólogos, los íberos primitivos fueron en parte inmigrados de África, fueron afroeuropeos” (Bunge, 1918: 145)- no ocurría lo mismo en el caso de la combinación de sangre india y española -“pues que éstos descienden de un tronco probablemente aislado desde el período cuaternario”- (ídem). En consecuencia, podría llamarse al cruce hispanonegro, simple mestizaje y al hispanoindio o afroindia, verdadera hibridación. Esta explicación otorgaba, pues, validez a la denostación del origen de buena parte de las “masas mestizas” que asediaban como fantasmas, al mismo tiempo que brindaban argumentos para pensar que había “buenas mezclas” y que era posible definir objetivamente cuales.
Ciertamente, el ejercicio de construcción de un estilo científico legitimante no se reduce a los textos de José Ingenieros. Resulta interesante, por ejemplo, indagar en el tono objetivista en la prédica de Bunge, quien en la introducción de su libro afirmaba, en primera persona: “si yerro será por falta de conocimientos y de capacidad, pero nunca por sobra de pasión. Un sociólogo debe ser siempre un juez. Aunque penetre en los corazones por simpatía humana, juzgará por equidad científica, o, si se quiere, por justicia divina, puesto que la Ciencia parece ser hoy la Divinidad suprema” (Bunge, 1918: 44-45, énfasis nuestro). Singular combinación de positivismo y espiritualismo, subrayado en el análisis de Terán (2000) y en el de Miranda y Vallejo (2006: 60 y ss.).
Por otra parte, más allá de estos tramos en los que se explicita la construcción de un lugar de enunciación desapasionado, encontramos otros en los que este ethos objetivo se muestra en acto, por ejemplo, mediante la formalización del lenguaje, la construcción de cuantificaciones o el uso de esquemas, el uso de datos estadísticos, la referencia a discursos autorizados o a procedimientos técnicos (como la medición de cráneos) (Solodkow, 2005: 103).

Esta figura representa el espíritu humano europeo en contraposición con el hispanoamericano (Bunge, 1918: 200).

El esquema que pegamos más arriba es un gráfico del Apéndice en el que se muestra la transformación etno-demográfica de la sociedad argentina en las etapas de la “sociedad colonial” (1700-1801), la “sociedad gaucha” (1836-1852) y la “sociedad argentina” (1895-1914).

 Ingenieros, J. Sociología argentina.

Este último, por su parte, es un cuadro con datos etno-demográficos sobre la ciudad de Buenos Aires en la época colonial, la gaucha y la argentina, también del Apéndice del libro referido.18En ambos documentos, se muestra la presencia de blancos extranjeros, blancos argentinos/nativos, blancos españoles, mestizos, indios, negros y mulatos.
La filiación con estudios y teorías validados internacionalmente, la construcción de un canon científico que al mismo tiempo se describe críticamente, se sistematiza y se supera y, finalmente, la incorporación de técnicas de formalización del discurso (mediante cuadros, cuantificaciones) son modos a través de los cuales el discurso racialista sobre las mentalidades argentinas se define propiamente como científico y, en algunos casos, como sociológico. Al hacerlo delimitan, además, los modos en que la disciplina en cuestión debe producir sus enunciados y sus vínculos con otras ciencias. Así, en la mayor parte de los documentos estudiados, a excepción del de García o Alberdi, se observa una interpelación recurrente a la biología. Precisamente, décadas después, también en nombre de la ciencia, iba a ser este nudo el que los estudios de Gino Germani sobre el carácter social iban a intentar desatar.
Antes de pasar al apartado donde trabajaremos aquella perspectiva, interesa subrayar que aun cuando por las singularidades analizadas más arriba, no encontramos, para el contexto argentino, una reconfiguración de la cuestión racial que netamente conduzca del esquema de lucha de razas a la degeneración de la raza (en singular), la razón biopolítica se conjugó con ambas, de modo que el racismo de Estado logró presentarse, al mismo tiempo y paradójicamente, como la razón común del Todo (Razón de Estado) y de una parte (la civilización, el Litoral, etc.) frente a otra que resultaba a la vez inerradicable, imposible y constitutiva. La dualidad es, pues, persistente y por eso la tensión permanece siempre-ya-abierta, y no exclusivamente como excepción o exclusión de los márgenes.

Gino Germani y la crítica científica a la psicología racial

Tal como indicamos en los últimos párrafos del apartado anterior, los documentos analizados establecían, en nombre de la ciencia, distinciones raciales objetivas en las que se fundamentaban, entre otras cuestiones, imaginarios elitistas de una democracia que no era (ni podía ser) realmente universal. Germani, por el contrario, intentó mostrar, décadas después, la inexactitud de estas explicaciones.
Según hemos consignado en otro trabajo (Grondona, 2017), una de las marcas de su sociología fue el rechazo a lo que denominaba la “psicología racial”, aun circulante en los años todavía muy marcados por la Segunda Posguerra en los que el antifascismo disputaba el decir científico legítimo (Grondona, 2016). El debate sobre el peso de las determinaciones hereditarias y de las ambientales constituyó una de las arenas de aquella discusión. En ella se jugaba la posibilidad de fundar una universalidad anclada en ciertas necesidades básicas (y no ya en “instintos”), una humanidad plástica, vulnerable y siempre social. Precisamente, esta plasticidad daba lugar a explicar las diferencias entre pueblos y naciones a partir de las singularidades de cada cultura, antes que de invariantes biológicas heredadas u ocasionalmente modificadas por el ambiente. La pregunta por la personalidad (social básica) fue, además, un modo en el que, muy rápidamente, los interrogantes racialistas por la naturaleza de tal o cual colectivo fueron sustituidos por otros que apuntaban a desentrañar las causas de los prejuicios, de las actitudes de discriminación hacia los grupos minoritarios. En esa deriva, el etnocentrismo iba a ser, precisamente, uno de los rasgos fatales de la personalidad autoritaria.
En su discusión con la psicología racial y, más en términos generales, con el racismo, Germani se congratulaba de los efectos del crisol de razas como signo distintivo de la historia argentina e insistía en la relativa ausencia de racismo en ese contexto. Sin embargo, en sus textos también supo tomar nota del racialismo/racismo de algunos de los “primeros sociólogos argentinos”:
La intención para muchos fue la de modificar el “carácter nacional” del pueblo argentino de manera que fuera adecuado para la realización del ideal político a que aspiraban esas elites de la “organización nacional”: un Estado nacional moderno, según el modelo ofrecido por algunos países europeos y sobre todo por los Estados Unidos. Era necesario “europeizar” a la población argentina, producir una “regeneración de razas”, según la expresión de Sarmiento. La instrucción misma –el otro poderoso medio de transformación– tenía un límite infranqueable en las características psicosociales de la población existente: no menos necesario era traer físicamente Europa a América si se deseaba una transformación radical de la sociedad y de los hombres (Germani, 1971: 242).

Resulta difícil explicar la condescendencia de Germani con tales posiciones, siendo que resultan ineludiblemente próximas a las perspectivas contra las que había combatido. Aunque les recriminaba haber confundido la transición de una estructura a otra con un cambio racial, termina por quitarles importancia, como un mero eco circunstancial de “ideas muy difundidas” en la época (Germani, 1971: 242). Por otra parte, desestimaba la existencia de diferencias étnicas objetivas entre los habitantes de Argentina, motivo por el que las diatribas racialistas podían resultarle caprichosas.19 En efecto, aunque tomó nota de la demarcación del "cabecita negra"20 como una diferencia social inteligible, en sus primeros textos sobre el peronismo, le restó relevancia. La visibilización de dicha alteridad “parece haber sido de corta duración, y tan solo una respuesta al impacto de la inmigración masiva del interior” (Germani, 1971: 44). En una reescritura de madurez, puede, sin embargo, leerse:
El componente “criollo” de la nueva clase trabajadora fue tan prominente que produjo la aparición de un estereotipo: el “cabecita negra”, que a su vez fue sinónimo de peronista. Como todo estereotipo, poseía grandes distorsiones, pero también una fuerte base de realidad. Fue reconocido por todos: la clase obrera y la media, los peronistas y los antiperonistas, si bien con reacciones emocionales opuestas. En un país tan llamativamente libre de prejuicios étnicos, este estereotipo adquirió peso emocional debido a su contenido político e ideológico, desapareciendo en el periodo posperonista (Germani, 1973: 466, énfasis nuestro).
Tal como subraya Alejandro Grimson (2017) en un análisis del mismo pasaje que reponemos, el sociólogo ítalo-argentino nos muestra en el párrafo precedente un aspecto fundamental del funcionamiento del discurso anti/peronista que racializó a los seguidores del justicialismo: No se era peronista por “cabecita negra”, sino al revés.21 En su análisis, Grimson subraya, asimismo, la paradoja de que buena parte de quienes en la Argentina se habían organizado contra el nazi-fascismo y homologaban el fenómeno peronista a aquél portaban en sus propias filas “un racismo que nadie consideraba ni juzgaba como tal” (Grimson, 2017: 124). Tal fue, indudablemente el caso de Ezequiel Martínez Estrada22, quien, en un trabajo que es simultáneo a los primeros análisis germanianos sobre el peronismo, señalaba que:
El 17 de octubre se volcó a las calles un sedimento social que nadie habría reconocido. Parecía una invasión de gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos y, sin embargo, eran parte del pueblo argentino, del pueblo del Himno (Martínez Estrada, 2005: 55, énfasis nuestro).

Esta masa –que caracteriza como turba resentida, populacho desdichadamente mayoritario, residuos sociales, slum, bajo pueblo, miserable pueblo, infraproletariado, animales de noria, y también como los negros del proletariado– había sido seducida, nuevamente, por una secta pérfida. Este “nuevo tipo étnico” de “cabecitas negras” y “pelo duro” que habían llenado calles, teatros, fábricas, cabarets y la administración pública había sido hechizado por un “socialismo neorrosista” que hacía resucitar aquél antecedente de “socialismo olocrático” y aquella “dictadura de la plebe mulata” (Martínez Estrada, 2005: 127). Por cierto, en Perón también resonaba el “Cesaropapismo” (Martínez Estrada 2005: 138), la hez colonial y borbónica (Martínez Estrada, 2005: 58) y los elementos jesuitas ya presentes en Rosas en el siglo anterior. A ello se sumaban las reverberaciones falangistas (2005: 63), así como de las ensoñaciones imperiales del fascismo mussoliniano (una “Roma guaranítica”, 2005: 51).
Es inevitable escuchar en el párrafo anterior, los ecos de lo que hemos discutido más arriba al analizar los textos de aquella sociología de entre siglos. Las imágenes, incluso, se repiten. Frente a ellas, la sociología germaniana implica un corte cuyas consecuencias e implicancias haríamos bien en revisar. Por ejemplo, desde este punto de mira, la insistencia de Germani en reconocer mayor racionalidad en las masas obreras peronistas que en las clases medias seducidas por el fascismo (Germani, 1971: 344) adquiere un nuevo relieve. Mientras las primeras, temerosas de la pérdida de status se habían movilizado contra los sectores obreros organizados sin encontrar respuestas reales y objetivas a sus temores de desclasamiento, sino más bien sustitutos (ersatz) psicológicos que las orientaban a la celebración de la jerarquía y el racismo (ídem: 346), las segundas habían experimentado formas concretas de democracia en sus ámbitos cotidianos, sobre todo, en las fábricas (ídem: 342). En la misma línea, Germani se mostraba abiertamente crítico de las interpretaciones que afirmaban que el peronismo había inducido “indisciplina” y “resentimiento”. Los “excesos y abusos” de los que se alimentaba la mitología antiperonista “fueron la contrapartida de igual o peor conducta del otro lado” (ídem). Aun a pesar de su desgastado argumento sobre los supuestos “nuevos” obreros sin una verdadera consciencia de clase, para Germani la historia que había conducido al totalitarismo peronista (tal era su diagnóstico) no era la de una persistencia de razas degeneradas y mulatas, sino la negativa de las élites de avanzar con un proceso de democratización social y política que resultaba inevitable:
Lo que se precisa a este respecto no reside de ningún modo en un cambio de mentalidad, sino en ofrecer a la acción política de esas masas un cambio de posibilidades que les permitan alcanzar sus objetivos “reales” (objetivos que, a pesar de todo, habían percibido sin excesiva deformación, aunque sí fueron engañadas con las incumplidas promesas relativas a las reformas de estructura). Tal acción debe poder ofrecerse a partir de los aspectos más inmediatos de su vida y de sus intereses: el trabajo y los problemas conexos. (Germani, 1971: 353, énfasis nuestro).

Esta ruptura con la narrativa racialista que analizamos en la primera parte de este artículo no constituye un dato secundario para comprender la sociología germaniana y sus derivas. Por el contrario, ella resulta una condición sin la cual, por ejemplo, sus tematizaciones sobre la marginalidad social resultan ilegibles (y quizás por ello, tan poco leídas), pues allí Germani hace de la dualidad constitutiva a la que nos hemos referido un problema sociológico fundamental. 
En uno de los primeros párrafos de un texto publicado en 1979, sugerentemente intitulado “La marginalità come esclusione dai dirritti”, Germani toma nota de que “la selección de los marginales era realizada en términos étnicos, experimentándose sobre todo en los países con fuerte discriminación entre los denominados indios y no indios” (Germani, 1979: 23). Uno de los elementos constitutivos del problema de la marginalidad era, desde la perspectiva del autor, la consolidación de un espacio nacional integrado garante de ciudadanía atravesado, sin embargo, por una disparidad de hecho. Ello supondría la “coexistencia de sectores de población culturalmente distintos que viven dentro de una misma nación, ciudad o territorio” (ídem: 39). Esta coexistencia, que podía tener diversos orígenes (conquista, importación de esclavos, migraciones voluntarias, etc.), implicaba relaciones de desigualdad entre grupos. La marginalidad operaba, pues, de un modo contrastivo, como elemento excluido que, paradójicamente, mediante su posición externa (negativa) terminaba por definir (de modo conflictivo y precario) una unidad de la que no forma parte: la nación, la modernidad. Así:
El origen histórico de la “modernidad” torna inevitablemente ambiguas las características “modernas”. En efecto, como el complejo urbano-industrial surgió dentro de la cultura occidental y se impuso al resto del mundo a través del poder y la expansión cultural, económica, política y militar pertenecientes a ese ámbito histórico, moderno empezó por ser sinónimo de europeo u occidental (…). El nacimiento o la intensificación de la conciencia nacional en todos los países en curso de desarrollo – particularmente en América Latina– estimula cada vez más la afirmación de las características culturales nacionales, y la resistencia a aceptar modelos ajenos (Germani, 1980: 80, énfasis nuestro).
La reflexión continúa y Germani señala que América Latina tiene, de hecho, un “doble origen, europeo por un lado y autóctono (o africano) por el otro” (Germani, 1980: 81, énfasis nuestro). En este sentido, existe en una doble tradición puesta en juego para definir “lo nacional” en la que “lo primero [lo europeo] se impuso materialmente a lo segundo [lo autóctono o africano], desde la Conquista y la época colonial, prolongándose de varios modos hasta nuestros días” (1980: 81). Así, la cultura dominante ligada a sectores altos y luego también a los sectores medios urbanos resultó europea o europeizada. Por su parte, los “componentes autóctonos” o “no europeos”, aunque “fuertemente influidos por la herencia hispánica, sus transformaciones coloniales y postcoloniales”, se mantuvieron con mayor presencia en las áreas rurales y, sobre todo, en los sectores populares urbanos. Esta imposición, que respondía a procesos históricos, se reproducía contemporáneamente a partir de la sanción de la cultura legítima. En efecto,
inevitablemente en el esquema normativo que los sectores medios y altos (y aun los sectores obreros plenamente incorporados) aplican de hecho al juzgar la viabilidad de la participación de las subculturas dominadas o de menor poder en la sociedad nacional y de “funcionamiento” en las estructuras modernas (Germani, 1980: 81).

Esta superposición entre “lo [legítimamente] nacional” y “lo [legítimamente] moderno” hacía de la cuestión de la “marginalidad” una problemática candente e inevitablemente ligada a la disputa hegemónica por definir ambos términos y los modos de su relación. El autor concluye que “ala incertidumbre en cuanto a lo que es "funcionalmente” necesario para actuar en roles urbanos modernos se agrega el contraste en cuanto a lo que debe considerarse cultura nacional” (Germani, 1980: 80-81, énfasis nuestro). Como puede leerse, entonces, no solo está en disputa el sentido de “lo nacional”, sino también, aquello que se define o puede definirse como moderno. Un movimiento argumentativo que desestabiliza el andamiaje conceptual en el que se montaba el discurso racialista sobre la historia que leímos más arriba. La sensibilidad de Germani ante el problema sociológico fundamental de la dualidad fue tal que llegó a coquetear con la necesidad de repensar la estructura social a la luz de nociones como la de etnoclase (1980: 64-65), síntoma de que la sociología latinoamericana y la argentina requerían de otros lenguajes para dar cuenta de sus abigarradas realidades.

Reflexiones finales

Germani estuvo muy lejos de desarrollar una perspectiva capaz de dar cuenta acabadamente de las narrativas racialistas que señalamos en la primera parte de este trabajo. Por el contrario, las naturalizó como “discursos de época”. Sin embargo, su sociología, leída a contraluz de los textos allí analizados, dio lugar a buenas y nuevas preguntas. Sin salirse enteramente de la trama apretada en la que se tejió el problema de la dualidad constitutiva argentina (y latinoamericana) –que, como vimos en el apartado de diálogo con Foucault, nos obliga a repensar aspectos centrales de su genealogía del racismo– logró desmarcarse de razonamientos y narrativas aún muy disponibles en su propio medio intelectual. Intentó otros caminos, que, tal como muestran las últimas citas que hemos trascripto, antes que celebrar o denostarla buscaban, además de explicarla, dar cuenta de los saldos que ella supone no solo en relación con el proyecto de nación (y el mentado problema de la “integración”), sino también respecto de las promesas de una “modernización” en la que, sin lugar a dudas, Germani también había creído. Con su escepticismo del final23 el sociólogo ítalo-argentino también cancelaba la peligrosa imagen de una homogeneidad por venir con la que tanto había fantaseado Ingenieros. Si la imposibilidad de garantizar un futuro en el que democratización, desarrollo y secularización finalmente se conjuguen produce cierta desazón, el reconocimiento de una heterogeneidad constitutiva e inerradicable da paso a respuestas no-esencialistas en las que la política, como modo de producción (sin garantías) de lo común, podría tener un lugar destacado. Tal como lúcidamente nos ha mostrado Pasquale Serra (2019), ese es el (hasta hace poco) secreto diálogo que Ernesto Laclau había mantenido con Gino Germani y a través del cual el problema iba a ser radicalmente repensado en una nueva trama. Son las marcas de una historia signada por luchas que no lograron cuajar, como en otros contextos, en formas más o menos estabilizadas (aunque feroces) de lo parmenideamente “uno”. Ese es el saldo que aporta la digresión a propósito de la in/adecuación de la tematización foucaultiana sobre la genealogía del racismo a la hora de analizar los materiales del corpus aquí propuesto.
A contramano de ciertas posiciones que prefieren superponer, sin más, las discusiones “positivistas” y las de la sociología germaniana de la modernización, para arrumbar ambas al cajón del “eurocentrismo”, recorridos como el que propone este artículo nos invitan a revisar con mayor cuidado la enumeración de rupturas y continuidades de una historia de las problematizaciones todavía construida muy a grandes rasgos. Antes que condenar o absolver en bloque, la tarea de una historia del presente desde el Sur parece ser la de recorrer las vetas del texto para dar cuenta de los estruendos de la batalla en ese campo que llamamos “científico” o, más recientemente, “experto”. Ello implica estar dispuestos y dispuestas a aceptar una heterogeneidad que no solo amenaza y horada la pretendida unicidad y pureza de nuestros objetos, sino, probablemente, también la nuestra. Incluso, nos obligará a revisar nuestro vínculo con esos cuerpos textuales que asumimos como “marcos teóricos”. Tal el caso de la genealogía foucaultiana, una trama que deberíamos tensionar no solo para dar lugar a explicaciones ad hoc sobre las rarezas, “traducciones” o excentricidades de la periferia, sino para cumplir su propia promesa de producir algo así como contrahistorias. Ello convoca a modos de lectura de nuestros desvencijados archivos que se niegue a tomarlos como meros ecos de discusiones que en otras latitudes han tenido más sustancia, dejar de suponer que sabemos los sentidos que en ellos se tejieron en virtud de las referencias a discusiones o autores del centro que esos mismos textos proyectan. Extrañarnos de la evidencia, persistente, de que se trata tan solo de enunciados-copia, para producir formas de trabajo que den relieve a su dimensión acontecimental que desestabilice las narrativas canónicas (y eurocéntricas) que acompañan las disputas por la verdad, también en formas contemporáneas de la teoría crítica.

Referencias

1 Desde nuestro marco metodológico hablamos de diversos dominios interdiscursivos que según la perspectiva del investigador/a funcionan en la producción de sentido de ciertos textos o problematizaciones que interesa analizar. Entre los dominios interdiscursivos que componen la interrogación por los modos en que la “cuestión racial” se anudó en los textos de Germani hemos incluido: las discusiones del anti/fascismo italiano y del argentino sobre la cuestión racial (1935-1945), los debates de UNESCO alrededor de las declaraciones sobre las razas en la segunda posguerra (1949-1955), las conceptualizaciones de los denominados estudios de cultura y personalidad (1917-1969) (Grondona, 2017).

2 Tal como ha indicado Zimmerman (1992), en los textos analizados la cuestión racial conjuga toda una serie de problemas sociales que se asocian con la salud pública, la criminalidad, el control migratorio, las consecuencias de la urbanización, etc. En este sentido, se trata de un problema que han abordado una multiplicidad de “reformadores sociales”, desde Joaquín V. González hasta Alfredo Palacios. Ahora bien, para el presente artículo nos centraremos en la tematización de las “mentalidades” desde una perspectiva que se reclamaba sociológica. Para un abordaje que incluye otras perspectivas del saber experto, sugerimos Zimmerman (1992); Nari (1999); Murillo (2001); Miranda y Vallejos (2006).

3 En Sociología argentina, Ingenieros presenta un conjunto de reseñas de libros que desde su perspectiva compondrían el canon de la disciplina y en los que la cuestión racial ocupa un lugar destacado.

4 Esto no supone un obstáculo para la conformación de la serie de documentos con la que aquí trabajamos. Para un análisis sobre la porosidad de la noción de “contexto” y sus consecuencias metodológicas, ver Didi-Huberman (2011); Grondona (2019).

5 Por cierto, la mezcla como metáfora de barbarie también estuvo presente desde temprano en la literatura argentina, por ejemplo, en El matadero de Esteban Echeverría (Salessi, 1996: 57).

6 Esta cita parece confirmar la hipótesis de Ingenieros: “Sin ir más lejos, ¿en qué se distingue la colonización del Norte de América? En que los anglo-sajones no admitieron a las razas indígenas, ni como socios, ni como siervos en su constitución social. ¿En qué se distingue la colonización española? En que la hizo un monopolio de su propia raza, que no salía de la edad media al trasladarse a América y que absorbió en su sangre una raza prehistórica servil” (Sarmiento, 1915: 449).

7 Resulta digna de mención la persistencia de este tópico incluso en Gino Germani, quien, recuperando a Francisco Romero, censura la crítica irresponsable al positivismo que “tiende a reforzar algunos modelos y valores preexistentes innatos en la cultura latina y española” (Germani, 1968: 395, énfasis nuestro).

8 “La nación española ha sido privada de sus libres pensadores, y como exprimida a razón de mil personas por año durante los tres siglos de 1471 a 1781, porque cien personas en término medio han sido ejecutadas y novecientas perseguidas al año” (Sarmiento, 1915: 286).

9 Se trata, indudablemente, de una resonancia liberal, muy afín a las citas a Adam Smith con la que Alberdi también insistía. En este sentido, preocupaba la tendencia antiliberal que España había legado para América del Sur y en particular para la Argentina (Alvarez, 1944: 190 ss.).

10 Esta regularidad debiera poner en duda la filiación exclusivamente rostawiana de las etapas con las que Germani pensó la historia argentina (1971) y nos obliga a pensar en la “hibridez” de dicho esquema.

11 “El Estado no es el instrumento de una raza contra otra, sino que es y debe ser el protector de la integridad, la superioridad y la pureza de la raza. La idea de la pureza de la raza, con todo lo que implica a la vez que monista, estatal y biológico, es lo que va a sustituir la idea de lucha de razas. Cuando el tema de la pureza de la raza sustituye el de la lucha de razas, creo que nace el racismo o se produce la conversión de la contrahistoria en un racismo biológico” (Foucault, 2000: 80).

12 Fundante, en tanto habría, en realidad, dos clases de indios, los “civilizados dos veces” y “los salvajes”. Estos últimos eran obstáculos para la agricultura y el comercio, mientras que los primeros eran habitantes de las ciudades, “parte de la unidad elemental de las ciudades mixtas de donde nacieron las Repúblicas” (Alberdi, 1934: 100).

13 Se trata, bueno es aclararlo, de críticas que apuntan en direcciones diversas. Mientras, Fanon mediante, Grosfoguel parece estar más cerca de cierto imperativo de “desconexión” respecto del centro/Norte, Mitchell nos impulsa a producir, también para fenómenos del Norte/centro, genealogías contaminadas en las que el carácter siempre-ya-híbrido de prácticas y discursos resulte visibilizado. 

14 Para Foucault esta rearticulación fue la marca “singular” del nazismo y el stalinismo. Es probable que en “nuestro caso” se conjugue como regla de los Estados colonizados/colonizantes.

15 Para ello aplica la perspectiva de Ernest Renan sobre las tres instancias de producción en el conocimiento. Ingenieros otorga un carácter sincrético a las obras de Mitre, Paz y López, ubica como parte de un momento analítico a la Ciudad Indiana de Álvarez, Multitudes argentinas de Ramos Mejía, Patología política de García y Anarquía argentina y caudillismo de Ayarragaray y reserva el lugar de grandes síntesis a los Estudios económicos de Alberdi y a Conflicto y armonía de razas de Sarmiento.

16 Es cierto que Ingenieros también cuestiona el tono panfletario del libro en general (1946: 192), pero valida la hipótesis acerca del carácter degenerado de la población mestiza.

17 Buena parte de la operación de Ingenieros funciona no por el contenido de lo que afirma, sino por el hecho de que asume un lugar de enunciación en el que le corresponde, por ejemplo, validar, legitimar o criticar. En este sentido, se proyecta como fundador de la sociología científica de una manera cuya analogía con la de Germani (1968) no ha sido aun abordada con profundidad.

18 Resulta notable el modo en que ambos cuadros formalizan una narrativa “etapista” a la que nos referimos más arriba que, entre otras cuestiones, consolida una relación de exterioridad entre la época “gaucha” y la “argentina”. Véase la nota al pie 9.

19 Algunos autores contemporáneos reproducen este tipo de argumentos. Tal es el caso de Zimmerman (1992), posición que discute Nari en un texto posterior (1999: 348).

20 Se trata de una expresión sumamente despreciativa que alude al pelo oscuro de los y las trabajadores y trabajadoras del norte de la Argentina. El antiperonismo lo utilizaba para marcar racial y socialmente a los seguidores de Perón. El peronismo, por su parte, retomó el término de un modo reivindicatorio (Grimson, 2017).

21 Al respecto, Grimson también llama la atención sobre dos mitos o representaciones fundamentales del anti/peronismo para caracterizar al colectivo de los interpelados por el movimiento encabezado por Juan Perón. De un lado, la delimitación de los “descamisados”, que fue retomada con un sentido reivindicatorio. Por otro lado, encontramos la citada expresión “cabecita negra”, cuyos pocos intentos de “inversión” celebratoria fueron posteriores a 1955 y no provendrían de Perón, ni de la primera plana del peronismo (Grimson, 2017: 119). No hubo, pues una apropiación positiva de una identidad negra, mestiza o indígena ni un desafío al imaginario de una Argentina blanca y europea (ídem: 123). Tal era (y es) su fuerza, que también resuena en la última frase de la cita de Germani.

22 Escritor y ensayista argentino. Participó de la revista Sur junto a personalidades como Victoria Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge L. Borges. Luego se acercó a la revolución cubana. De fuerte impronta antiperonista fue, sin embargo, reivindicado por escritores que se reconocen en el legado de las tradiciones nacionales y populares, tal el caso del sociólogo Horacio González. El recorte que hacemos en esta ponencia no le hace justicia, pero no es ese nuestro objetivo.

23 Son conocidas, a esta altura, las elucubraciones pesimistas de su último artículo, de 1979, en el que descreen de la viabilidad misma del proyecto secularización y democratización que había alentado todo su trabajo teórico e institucional (véase, Marín y Rebón, 2010 y Germani, 2010).

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Enviado: 02/04/2020.
Aceptado: 28/11/2020.

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