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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.29 Mar del Plata June 2015

 

LAS TRES ÁREAS DEL CELEHIS

El «puente inestable» del barroco entre las dos orillas

 

Melchora Romanos*

Universidad de Buenos Aires

* Melchora Romanos es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, Profesora Consulta Titular y Directora del Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas «Dr. Amado Alonso» de la misma Universidad. Es autora de trabajos y libros sobre Literatura Española aurisecular, entre los que se destacan los relacionados con la polémica sobre las Soledades de Góngora: la edición del Discurso poético de Juan de Jáuregui y los estudios sobre las Anotaciones de Pedro Díaz de Rivas a los poemas gongorinos. Es también especialista en el teatro de Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca y ha coeditado volúmenes colectivos como El gran teatro de la Historia. Calderón y el drama histórico, Buenos Aires: EUDEBA, 2002. Integra el Consejo Asesor de revistas y publicaciones argentinas e internacionales. Ha sido co-fundadora y presidenta de la Asociación Argentina de Hispanistas (AAH), vicepresidenta de la Asociación Internacional de Hispanistas (AIH). Actualmente es Vicepresidenta de la Asociación Internacional de Teatro español y novohispano del Siglo de Oro (AITENSO). Ha presidido la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO) por lo que actualmente es Presidenta de Honor. En 2007 el gobierno español le concedió la cruz de oficial de la Orden de Isabel la Católica en mérito a su colaboración para el desarrollo de las relaciones culturales entre España y la Argentina.

 


Resumen

En la presente ponencia se analizan algunas de las propuestas del libro de Aurora Egido (2009) titulado El Barroco de los modernos. Despuntes y pespuntes, resultado de unos apuntes de clase en el que se propone ofrecernos el panorama cultural vigente en el momento de la aparición del Barroco, en la crítica del primer cuarto del siglo XX. Es en este periodo cuando se consolida el término historiográfico que por sus vinculaciones con los inicios de la modernidad permitió, a la vez, una doble proyección crítica y práctica que, desde la lectura de los textos del siglo XVII, se trasladaba a la propia creación de quienes los abordaban con fines más reivindicativos que interpretativos como sucedió, particularmente, con la valoración de Góngora por parte de los poetas de la generación del 27. Con este objetivo se realiza un recorrido fragmentario por los aportes críticos de José Ortega y Gasset, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Guillermo de Torre y Jorge Luis Borges.

Palabras clave Barroco - Góngora - historiografía literaria - modernidad

Baroque's "Unstable Bridge" Between Two Shores

Abstract

In this essay, ideas introduced by Aurora Egido in her book, El Barroco de los modernos: Despuntes y pespuntes (2009) will be discussed. In this text, she describes the cultural panorama in which Baroque art appeared as a topic in the criticism of the frst quarter of the 20th century. It is in this period that the historiographic term was consolidated, and, because of its links with the beginning of avant-garde literature, it involves a double purpose, both critical and practical, which moves from a reading of 16th-century texts to the creative process of the very same writers who approached them with apologetic rather than interpretive purposes. This occurs, for instance, with the reevaluation of Góngora's work by the poets of Generación del 27. Thus, the critical statements by José Ortega y Gasset, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Guillermo de Torre, and Jorge Luis Borges will also be reviewed.

Keywords Baroque - Gongora - literary historiography - modernity


 

Este poder de rejuvenecimiento y adaptabilidad a
la vida moderna que posee el estilo barroco español,
es, en mi opinión, único en las literaturas románicas.

Leo Spitzer (1961: 245).

Ante el compromiso de compartir el honor de integrar el panel de clausura de este Vº Congreso Internacional CELEHIS de Literatura en la compañía de dos destacadas investigadoras, estudiosas de la Literatura Argentina y Latinoamericana, he tenido que afrontar una difícil decisión acerca del tema de mi ponencia. Sabido es que mi área es la Literatura española del Siglo de Oro y que mi impronta metodológica transcurre por los caminos del Instituto de Filología «Amado Alonso» de la UBA por lo que pensé que, dada la circunstancia y la hora de nuestra intervención, no era pertinente abrumar a los ya fatigados congresistas con alguno de los arduos relieves de erudición académica que suelo frecuentar. Comprenderán que me asaltaron numerosas dudas y surgieron en mi mente interrogantes que me llevaron a una situación similar a la del autor del Quijote cuando se dispone a escribir el prólogo de la obra y toma la pluma muchas veces y muchas la deja «por no saber lo que escribiría». Y así me vi a mí misma «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría».

Todo advertido lector que en estos tiempos o en los pasados haya leído o releído este prólogo sabe que la solución a tan acuciante problemática le llega al narrador con los sabios consejos de un amigo que le dará solución a sus dudas. En mi caso, y salvando las distancias, encontré una solución semejante leyendo el libro de una amiga, Aurora Egido, titulado El Barroco de los modernos. Despuntes y pespuntes (2009) y por lo tanto espero que, a partir de alguna de las interesantes propuestas que allí desarrolla y de mi personal frecuentación de la enseñanza de la poética de los autores áureos podré, o al menos intentaré, salir airosa de tan importante compromiso.

En el título he fraguado una condensada metáfora conceptista que merece una breve explicación: el sintagma «puente instable» pertenece a un verso de un soneto que Góngora le dedicó, en 1606, a la embarcación en la que se suponía que iban a viajar a Nueva España el Marqués de Ayamonte, nombrado Virrey, y su esposa doña Catalina de la Cerda. Se encuentra en el primer cuarteto: «Velero bosque, de árboles poblado, / que visten hojas de inquïeto lino; / puente instable y prolija, que vecino / el Occidente haces, apartado».1 El viaje nunca se realizó porque no quiso la Marquesa aventurarse a cruzar el Océano, por lo cual el Marqués renunció al cargo. En cuanto a la consideración de que el Barroco es un «puente instable y prolijo» = 'movible y dilatado' que ha vinculado las dos orillas del contexto cultural hispanoamericano, a lo largo del siglo XX, es lo que me propongo plantearles en esta comunicación que se ha de centrar en algunas de las figuras que van gestando la marcha y definitiva instauración historiográfica de un periodo no valorado suficientemente hasta entonces.

Como sucede con todos los marbetes acuñados con fines metodológicos, aplicados en la periodización historiográfica, es evidente que «la invención del Barroco literario» ha sido uno de los más prolíficos y potenciados, traslaticios e imprevisibles pues carece de la homogeneidad de otros términos como Renacimiento.2 Es evidente que por sus vinculaciones con los inicios de la modernidad permitió, a la vez, una doble proyección crítica y práctica que, desde la lectura de los textos del siglo XVII, se trasladaba a la propia creación de quienes los abordaban con fines más reivindicativos que interpretativos como sucedió, particularmente, con la valoración de Góngora por parte de los poetas de la generación del 27. El libro de Aurora Egido es el resultado de unos apuntes de clase en el que se propone ofrecernos el panorama cultural vigente en el momento de la aparición del Barroco, en la crítica del primer cuarto del siglo XX, «cuando, al inventarse el término historiográfico y crítico, la propia mentalidad moderna de la época lo define y limita desde sus propios gustos» (2009:17).

En un exhaustivo estudio que el hispanista italiano Oreste Macrì dedicó a «La Historiografía del Barroco literario español», comenzaba su exposición diciendo que: «Es justo que empecemos por el área germánica, incluyendo en ella los países de cultura limítrofe» pues «irradian hacia el barroco la vocación historiográfica novecentista con el signo exterior de la fortuna de la gramática figurativa wölffiniana» (1960: 2). Es indudable que la génesis del proceso se funda en la obra juvenil de 1888 de Heinrich Wölffin, titulada Renacimiento y Barroco, en la que por primera vez señala que este periodo del arte italiano, en sus diversas variedades de las artes plásticas, no era en absoluto simple decadencia sino que poseía su estilo propio e irreducible al estilo clásico. Sin embargo, es en su libro de madurez, Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915), donde ofrece los célebres cinco principios formales con que caracteriza el arte barroco y que fueron determinantes para construir una crítica literaria en la que se potencia particularmente el estudio de las formas.

Aunque entiendo que estas referencias son bien conocidas por cualquier persona medianamente instruida, aun sin ser un experto en cuestiones culturales, la razón que me mueve a evocarlas es la de otorgar el reconocimiento a quien ayudó a la divulgación de estos principios en España. Se trata de Ortega y Gasset quien impulsó la traducción realizada por José Moreno Villa del libro de Wölffin y además prologó la obra en la edición publicada en 1924.3 De ese modo, al facilitar a los lectores hispanohablantes el conocimiento de Los conceptos fundamentales de la Historia del Arte, Ortega pretendía mejorar el panorama de la cultura española en función de su programa de «europeísmo germanista» desde una posición humanística integradora que venía poniendo en práctica desde su regreso de las universidades alemanas.

En el capítulo del libro que A. Egido dedica al f-lósofo español, analiza la importantísima «penetración del concepto de Barroco» en la obra del filósofo español quien antes de que esta obra se tradujera al español, mostraba ya una clara noción de este movimiento al que entendía como algo dinámico por oposición al estatismo.4 Sus indagaciones contribuyeron a la institucionalización e incorporación del concepto a la crítica, tanto artística como literaria, facilitando su impronta posterior en el quehacer historiográfico. Los presupuestos artísticos de Wölffin coincidían perfectamente con los de Ortega, al que tanto le interesó el mundo del arte, por cuanto invitaban a una identificación de las formas del Barroco originario con las del presente, que adquirían así una estética paralela.

En el terreno de la literatura, en los años previos al centenario de Góngora, Ortega intensifica sus observaciones sobre la metáfora patentes en su obra La deshumanización del arte e ideas sobre la novela (1925), donde, en clara contraposición a Antonio Machado, define la poesía como «álgebra superior de las metáforas». Por ello, resulta notoriamente interesante su valoración de la poesía de don Luis «sobre todo cuando habla de que en ella el poeta cordobés trataba de "evitar la tangente"» y así advierte que «en vez de seguir el camino recto de la idea o el concepto, lo abandona buscando la imagen adyacente»; formulación que apunta a la dirección esencial hacia la que se orientaría la mayor parte del gongorismo del 27 y de sus seguidores (Egido 2009: 141). El marcado interés que ofrece su visión de los clásicos del Siglo de Oro, entre los que sin duda se destaca Cervantes, resulta capital en el marcado infujo que ejerció en los críticos y escritores de su tiempo.

Atravesemos ahora el puente instable desde una a otra orilla para encontrarnos con dos personalidades de nuestra América hispana: Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes quienes supieron de muchas travesías transatlánticas a la par que nos brindaron valiosas alternativas críticas para la lectura del Barroco. En el caso particular de Henríquez Ureña, es de importancia significativa en lo que hace a nuestro interés su obra La versificación irregular en la poesía castellana, escrita parte en Estados Unidos y parte en España entre 1916 y 1920 fecha de su publicación, puesto que infuye en la creación poética posterior e inicia el estudio crítico de la métrica en el ámbito del análisis flológico. Su vinculación con el Centro de Estudios Históricos determina que cuente con un prólogo de R. Menéndez Pidal, que nos dice sobre su contenido:

Al estudio de todas las épocas de esa versificación variamente
irregular ha consagrado el Sr. Henríquez Ureña el presente libro,
donde ha organizado por primera vez una vasta materia que comprende
desde los or ígenes medievales hasta la lírica de las zarzuelas y del
g énero chico y hasta la revolución contemporánea iniciada por Rubén Darío (11).5

Sus ensayos literarios son una muestra segura y detallada de su conocimiento de las tradiciones europeas y españolas, y de la cultura americana. En opinión de Rafael Gutiérrez Girardot, «constituyen los cuidadosos pasos metódicos con los que se va acercando a su concepción de la historiografía literaria en general y de la América hispana en particular» (1989: XXXII). En algunos de los relacionados con la literatura española del periodo áureo podemos encontrar un carácter justificadamente reivindicativo y llega también a anticiparse a cuestiones debatidas con posterioridad, especialmente en relación con la poesía barroca. En un artículo de 1905 se refere a Rubén Darío «como un Góngora desenfrenado y corruptor» pero, sin embargo, consideraba a don Luis como un artíFCE de la versificación y un renovador en el mejor sentido del término (Egido 2009: 86).

Es interesante recordar sus apreciaciones sobre lo que por entonces se debatía acerca de las dos épocas en la producción del poeta cordobés. Su postura es interesante: considera que la obra de Góngora es el resultado de un proceso evolutivo que supone «desarrollo, nunca vuelco» y que, si bien es uno de los grandes artistas de la época, pertenecía al Renacimiento, vale decir, que miraba hacia el pasado. Un poeta que «con todas sus estrecheces, pero con todas sus opulencias, seguirá fascinando y embriagando mientras en el mundo haya quien lea versos en nuestro idioma».6

En su visión plural del Siglo de Oro, Henríquez Ureña insistía en que el estilo culto del siglo XVII se había ido consolidando en el XVI por el infujo de Herrera. En este sentido cabe destacar su edición de la Fábula de Acis y Galatea de Luis Carrillo y Sotomayor, poeta al que definía como un innovador que había creado su propio estilo.7 Esta aportación editorial se encuentra, sin duda, vinculada al debate que en 1925 había enfrentado a Justo García Soriano y Dámaso Alonso por el supuesto plagio gongorino de este poema. La importancia de Henríquez Ureña en este proceso cultural que involucra a la generación del 27 es una muestra de su amplia visión de la flología en general y de la literatura áurea que bien merecerían ser analizadas en el contexto de la historiografía literaria de la América hispánica.

En cuanto a su amigo Alfonso Reyes, es mucho más conocida su consus tan cia da vinculación con la poesía barroca española y, como ya hace tiempo dediqué un estudio a la con-figuración de los entrecruzamientos y las redes enlazadas por este escritor mexicano en la conjunción de los tres ejes -México, Madrid, Buenos Aires- (2004), voy a acercarles algunas de las cuestiones que entonces abordé, porque -como dice Umberto Eco- «no hay nada más inédito que lo que ya se ha publicado» (2012: 18).

El permanente diálogo con las obras y los autores de la Literatura española, que se condensa en dos volúmenes de sus Obras Completas, alcanzó su mayor vigor durante los diez años en que vivió en España, de 1914 a 1924. Años que rememora con estas palabras: «Yo llegué a España dejando atrás torvos horizontes. Mis amistades españolas fueron el alivio de mis penas y me ayudaron a persistir en mi verdadera vocación» (1957, vol. VI: 408).8 Esas amistades españolas constituían el núcleo de los intelectuales de mayor significación en el ámbito de la cultura y de la investigación filológica entre los que podríamos evocar, siguiendo las líneas trazadas por el propio Alfonso Reyes, a D. Ramón Menéndez Pidal que durante cinco años dirigió sus trabajos en el Centro de Estudios Históricos (por los mismos años que estuvo Henríquez Ureña) rodeado de la compañía y consejo de Américo Castro, Federico de Onís, Tomás Navarro Tomás, Antonio G. Solalinde; a Enrique Díez-Canedo, su fraternal amigo, a Juan Ramón Jiménez con quien colaboró en varios emprendimientos editoriales; en fin, también se contaban entre sus amigos José Ortega y Gasset, Rufino Blanco-Fombona, Ramón del Valle Inclán y Azorín. Este era el cuadro de la vida literaria que presenció en Madrid por aquellos años.

En ese contexto se fraguan, de 1915 a 1923 sus trabajos sobre la poesía de Luis de Góngora, que reunidos bajo el título de Cuestiones gongorinas aparecen en un volumen en 1927, al conmemorarse los trescientos años de la muerte del poeta cordo bés.9 En conjunto, constituyen uno de los núcleos más consoli da dos de su labor crítica en lo que atañe a la Literatura Españo la y se sitúan escalonada mente en la etapa preliminar y necesaria que conducirá al resur gimiento de Góngora en torno al cual se agluti nan los escritores de la generación poética del 27.

El proceso crítico desarrollado por Alfonso Reyes junto a la labor de otros eminen tes hispanistas insertos en la nueva dimensión alcanzada por la Filología en los primeros años de nuestro siglo, sentarán las bases necesa rias para una cabal interpretación del conjunto de la obra gongorina. Entre estos se encuentra precisamente R. Foulché-Delbosc, quien publica en 1921 la edición de la Obra poética de Luis de Gón-gora sobre la base del manuscrito del siglo XVII preparado por don Antonio Chacón Ponce. Al concluir la introducción de su edición, el hispanista francés destaca la participación del flólogo mexicano en esa empresa edito rial de renovada significación para los estudios gongorinos que voy a leerles porque pocas veces es recordada por la crítica:

Copié el manuscrito Chacón el año de 1900. Al publicarlo tantos años después, la suerte me deparó la amistad de don Alfonso Reyes -a quien considero el primer gongorista de las nuevas generaciones- el cual no solamente me ha ayudado en una última revisión del manuscrito, sino que ha compartido conmigo la minuciosísima tarea de la co rrección de pruebas. A él debo asimismo más de una valio sa sugestión relativa a la inteligencia de ciertas poe sías. Me complazco en darle público testimonio de mi agradecimiento (1921, tomo I: XXVI).10

Mucho le debe a Alfonso Reyes el gongorismo porque supo transitar con «minuciosidad microscópica y amor diligente» por los senderos que depuraban de corrupciones, alteraciones y atribuciones dudosas los textos de Góngora. Pero muy especialmente, al menos desde mi compartida afición personal, por su reivindicación de la tarea de los comentaristas de Góngo ra. En su: «Necesidad de volver a los comentaristas» privilegia la utilidad que estos contemporáneos y entusiastas lectores cumplen en la medida en que «precisamente lo que, en los poemas gongorinos, necesita aclara ciones de este orden [mitológicas, históricas, etc.] es, podemos decir, el peso muerto que gravita sobre las alas de Góngora, la parte sorda de su poesía». Y por ello concluye: «Volvamos, pues, a los antiguos comentaris tas de Góngora, por repelentes que sean o pa rezcan ser, si queremos entender plenamente a Góngora» (1958, vol. VII: 150).11 Debo confesar que me encuentro entre aquellos que hemos segui do esta aciaga convocatoria del gran flólogo mexicano y he practicado este ejercicio cruel que ahuyen ta a muchos.

Creo que el consejo de otrora y muchas de las propuestas de Alfonso Reyes, siguen hoy vigen tes y renacen en nuevos estudios y ediciones críticas que han permitido consoli dar definitivamente en el siglo XX la demorada comprensión del fenóme no de la poesía de Góngora desde la nueva mirada interpretativa del valor estético del Barroco.

En nuestro itinerario hacia la consagración del Barroco en el siglo XX, cabe ahora recordar la significación que alcanza Guillermo de Torre, como representante y protagonista de los movimientos ultraístas de la vanguardia parisina y de la española. Su libro sobre las Literaturas europeas de vanguardia (1925) nos ofrece una crónica detallada de esos movimientos que él conocía desde adentro.12 En este original análisis sincrónico de la obra literaria y artística, se advierte cómo el término barroco aparece asumido a muy distintos niveles y «plenamente integrado como acepción asimilable a la estética de su tiempo» (Egido 2009: 163). La vinculación del simbolismo con las vanguardias se cifraba en la creación metafórica y, de este modo, es posible trazar una secuencia que relaciona a Góngora con Mallarmé para culminar en los movimientos que de Torre describe. Resucitar el Barroco y renovar la poética del poeta cordobés era un modo de actualizarlos en la estética de la vanguardia pues los ultraístas consideraron las Soledades de Góngora como precursoras de sus pesquisas metafóricas.

Es una sintonía de coincidencias y disensiones con esta posición crítica, se encuentran las lecturas de R. Gómez de la Serna y José Bergamín en las que no puedo demorarme, pero, en cambio, voy a referirme brevemente, puesto que existe una importante bibliografía, a la posición contradictoria de Jorge Luis Borges y a su compleja relación con los clásicos áureos en los años próximos al periodo que nos ocupa.

En El idioma de los argentinos (1928), libro que su autor define en el prólogo «de formación haragana, hecho sedimentariamente de prólogos, vale decir de inauguraciones y principios», y excluido de sus Obras completas, se encuentran afirmaciones en las que se pone en evidencia que frente a la poética sustentada por la mayoría de sus contemporáneos, su intención era procurar huir del lenguaje del Barroco que lo atraía y atemorizaba a la vez. Al tratar el tema de «La felicidad escrita» recorre poesías de la antología compilada por Menéndez Pelayo para mostrar que se encuentran «numerosas celebraciones de dichas pretéritas y ninguna de la dicha actual» (1994: 43) y a partir de ironías y sutilezas concluye así:

Suele suponerse que la literatura ya ha dicho las palabras esenciales de nuestro vivir y solo puede innovar en las gramatiquerías y en las metáforas. Me atrevo a aseverar lo contrario: sobran laboriosidades minúsculas y faltan presentaciones válidas de lo eterno: de la felicidad, de la muerte, de la amistad. (1994: 47).

Esta afirmación se va a engarzar de inmediato en «Otra vez la metáfora» con la siguiente reflexión: «La más lisonjeada equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas es la tarea fundamental del poeta y que por ellas debe medirse su valimiento» (1994: 49). Reconoce, sin embargo, que no se trata de que para él mismo no fueran sustanciales las metáforas pero pone en duda los argumentos tan abonados por muchos de sus contemporáneos que pretenden adjudicarle la prioridad absoluta. Para ello recurre a comparaciones -a mi entender simplificadoras- pues encuentra que los romances viejos (el del conde Arnaldos, el del rey moro que perdió Alhama, el de Fontefrida) por ser poesía popular «no ejerce metáforas» mientras que en los romances ya literarios de Góngora o de Meléndez Valdés se advertirá «una pluralidad de metáforas» (1994: 49-50). Para ilustrar que éstas son tan solo «habilidades retóricas para conseguir énfasis» y que su logro mayor no consiste en la invención sino en la oportunidad para ubicarlas en el discurso, recurre a una arbitraria comparación entre un soneto de Góngora y uno de Quevedo:

Razona Góngora (A la armada en que los Marqueses de Ayamonte passaban a ser Virreyes de Méjico):

Velero bosque de árboles poblado
que visten hojas de inquïeto lino.

Aquí la igualación del bosque y la escuadra está justificada con desconfanza y la traducción de mástiles en árboles y de velámenes en hojas peca de metódica y fría. Inversamente, Quevedo fija la idéntica imaginación en cuatro palabras y la muestra movediza, no estática. La anima soltándola por el tiempo (Inscripción de la Statua Augusta del César Carlos V en Aranjuez):

Las selvas hizo navegar. (1994: 54).13

No voy a verter mi opinión sobre esta comparación, en la que entiendo que rítmicamente es superior el cuarteto de Góngora, sino que en este caso me voy a escudar en la de A. Egido: «Quevedo ganaba así la partida a Góngora a los ojos de Borges, quien, al recordar la posibilidad retórica de convertir la metáfora en adorno, más que denunciar el mero lujo elocutivo, confesaba sus preferencias de hombre enlutado» (2009: 182).

No voy a demorarme en las dos piezas del libro de Borges dedicadas plenamente a las cuestiones gongorinas: «El culteranismo» y «Fechas. Para el centenario de Góngo-ra», porque prefero no tener que debatir sobre las opiniones vertidas por este «hombre enlutado» -por quien tengo gran admiración- ya que, en conjunto bordean los juicios negativos de Menéndez Pelayo y evocan los de Jáuregui en el Antídoto. Ahí va la muestra (1994: 106):

Góngora -ojalá injustamente- es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir del academismo que se porta mal y es escandaloso. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre.

Consigno mi esperanza -demasiadas veces satisfecha- de no tener razón.

No cabe duda de que Borges ha mantenido una actitud errática en su relación con los clásicos españoles del Barroco y que en particular, como señala Joaquín Roses (2007: 308), «su aproximación a Góngora es siempre tangencial y dispersa, pero nunca secundaria, pues funciona como un ejemplo a contrario de sus principios estéticos». Importantes trabajos sobre esta confictiva relación me excusan de continuar ahondando en esta cuestión de entrecruzamientos y especulares refejos, ya que es evidente que por esos años su poética se alejaba deliberadamente del virtuosismo barroco que tanto admiraba a los escritores del 27.

Es indudable que este recorrido fragmentario por la crítica y la poesía de los primeros treinta años del siglo XX es una muestra parcial del solvente despliegue de lecturas y relecturas con las que A. Egido nos muestra hasta qué punto la invención del barroco literario corría en paralelo con la propia creación literaria de quienes se empeñaban en afanzarlo y en reintepretarlo. De esto resulta cierta insistencia de algunos poetas del 27, como es el caso de Gerardo Diego, en cuanto a considerar que algunos recursos de Góngora no eran aceptables en la poesía moderna. Paradoja que encierra la negación del derecho de cada poeta a ser hijo de su propio tiempo.

El término barroco ha rodado desde Wölffin hasta Walter Benjamin, y se ha expandido en el neobarroco y en el ultrabarroco pero más allá de su extensión metafórica se ha afincado en Hispanoamérica con renovada potencia en Severo Sarduy y ha proliferado con complejos resultados en el campo de la creación literaria y de la ideología hegemóni-ca en el estudio de la literatura colonial. Para Lezama Lima se convirtió en un «arte de la contraconquista» y para Alejo Carpentier, América «fue barroca desde siempre». Lejos estamos de la delimitación como un periodo histórico concreto del siglo XVII, en España, al que Maravall dedicara tantos empeños. Todos estos quehaceres y deshaceres y, porqué no, tantos pespuntes y despuntes me recuerdan aquello que Antonio Machado, beligerante contra la metáfora barroca por considerarla convertida en retórica vacía y alejada del lenguaje de la calle, decía en sus Nuevas Canciones:

El pensamiento barroco
pinta virutas de fuego,
hincha y complica el decoro.(LXXXVIII)

Sin embargo.

-Oh, sin embargo,
siempre hay un ascua de veras
en su incendio de teatro. 14 (LXXXIX)

Notas

1   En el sigo XVII el sustantivo puente era femenino. En el v. 48 de la Soledad segunda, Góngora vuelve a usar la misma metáfora referida a embarcación: «vínculo desatado, instable puente».

2   Sobre el Barroco y la literatura del siglo XVII véase Egido, Aurora (2006) «Sobre la invención del Barroco literario».

3  En la editorial Calpe, fundada en Madrid por Nicolás María de Urgoiti, de la que Ortega y Gasset dirigió la Biblioteca de ideas del siglo XX. Un año antes, 1923, se había fundado la Revista de Occidente.

4  Se trata del capítulo V, «Óptico y áptico».

5 Cito por la edición que en 1961 publicó el Instituto de Filología Hispánica «Dr. Amado Alonso» donde con el título Estudios de versificación española se reúnen todos los trabajos sobre versificación publicados por Henríquez Ureña.

6  Las citas de Henríquez Ureña son de «Góngora», un artículo publicado en Ensayos, y están tomadas de Egido (2009: 86-87).

7   Publicada en La Plata, Cuadernos de don Segundo Sombra, 1929.

8 Se trata del Prólogo al libro Tertulia de Madrid, de mayo de 1949.

9 A este conjunto de estudios debe agregarse la edición de la Fábula de Polifemo y Galatea, publicada en Madrid, en 1923, por la Biblioteca de Índice, n°3.

10   Véase la mención precisa de su colaboración con Foulché-Delbosc en «La estrofa reacia del Polifemo», (1958, vol. VII: 220). Se conserva la correspondencia entre ambos pues Reyes consultaba en Madrid el precioso códice y le remitía a París sus resultados.

11  Un interesante enfoque de este estudio de Reyes es el realizado por Pascual Buxó, José en «Alfonso Reyes, gongorista», en su Las figuraciones del sentido. Ensayos de poética semiológica, 1984, México, F.C.E., 225-234.

12 Fue reeditado, en 1965, con ampliaciones y modificaciones como Historia de las literaturas de vanguardia, Madrid, Guadarrama. Dehennin, Elsa (1962), en su estudio sobre el resurgimiento de Góngora y la generación poética ha señalado la importancia que las revistas –algunas, inhallables hoy– tuvieron en la difusión de estas experimentaciones poéticas.

13  Borges elude citar el cuarteto del soneto de Quevedo: «Las selvas hizo navegar y el viento / al cáñamo en sus velas respetaba, / cuando cortés su anhélito tasaba / con la necesidad del movimiento». Las metonimias para las naves (selvas) y las velas (cáñamo) de su armada eran frecuentes en la época. El viento soplaba según las necesidades de sus barcos, medía (tasaba) su empuje (anhélito).

14 Nuevas canciones reúne poemas de 1917-1930, estos dos están incluidos en Proverbios y cantares y se trata del LXXXVIII y del LXXXIX, (1965: 268).

 

Bibliografía

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