Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa, sin dejarme vivir, vive serena aquella luz, que fue mi gloria y pena, y me hace guerra, cuando en paz reposa.
Tomé de Burguillos (Lope de Vega)
La primera edición de Amarilis data de 1633 y es posteriormente incluida en la publicación póstuma de La Vega del Parnaso (1637), por lo cual se inserta en el llamado período de senectute dentro de la producción lopesca, siguiendo la propuesta de Rozas (1990). Es un poema extenso de gran labor retórica que, si bien ha sido abordado recientemente por destacados nombres de la crítica especializada (Carreño 2019; Pedraza Jiménez 2010, 2015, 2017), no se lo ha analizado tanto como a otros textos del autor. De hecho, en lo que respecta a ediciones, recién en 2010 se realiza una nueva publicación, a modo de facsímil, y una segunda de carácter crítico en 2015 incluida en La Vega del Parnaso, ambas a cargo de Felipe Pedraza Jiménez. A su vez, si bien suele ser mencionada junto a otras églogas de Lope pertenecientes al mismo volumen, pocos son los trabajos que la abordan de manera específica. Además, las consideraciones que la incluyen y las lecturas que se le han impuesto se reducen muchas veces a la interpretación biográfica en torno a la figura de Marta de Nevares.1
La línea de análisis aquí propuesta busca realizar un aporte sobre la forma de abordaje del objeto, centrándonos en los constructos ficcionales previos a las posibles interpretaciones biograficistas, evidentemente dominantes en la crítica española que, como señala Pedraza Jiménez, muchas veces ha leído el poema sin atender a su valor estético (2015: 641). En este sentido, Amarilis da cuenta de un trabajo con el lenguaje que pone de manifiesto la subjetividad barroca, de modo que la inserción de elementos de la vida autoral funciona como un factor más que se agrega al juego ficcional del lenguaje.
El monólogo de Elisio, en particular, se inserta en el corazón de la égloga. Acorde a lo que proponen Diez de Revenga (1985: 253) y Pedraza Jiménez (2015: 640), el texto posee una estructuración que se distingue desde la métrica: una introducción y cierre en silvas, que abarcan los discursos de los pastores Silvio y Olimpio y el marco bucólico; y una segunda parte elaborada en octavas reales, que es el relato de Elisio y su peripecia amorosa con Amarilis. Esta división abre el paso a la hibridación genérica,2 ya que el cambio formal y la narrativa de Elisio introducen el tono elegíaco del texto. 3
Asimismo, el discurso que nos convoca se destaca también por su extensión -abarca la mayor parte de la égloga, entre los versos 413 al 1348-. Además, su mencionada estructura métrica, como bien indica Pedraza Jiménez (2010:35), lo diferencia y le da una mayor jerarquía frente al habla de los otros dos pastores, como también cierta autonomía frente al resto del poema (2015: 640). La situación enunciativa que propone la égloga permite construir el discurso como un monólogo con dos oyentes, en el que el pastor refiere la vida de Amarilis -su amada-, el nacimiento de su amor y las dificultades que deben atravesar. Por esto, en la extensa tirada de versos, hay una oscilación entre el tono descriptivo en torno a Amarilis, y el narrativo en el que se refieren los hechos del pasado y la acción del presente de la enunciación.
Amarilis es el objeto central de enunciación del sujeto poético y, por lo tanto, su presentación toma un papel preponderante en todo el discurso desde su primera mención:
A competir la luz que el sol reparte, nació, pastores, Amarilis bella, para que hubiese sol cuando él se parte, o fuese el mismo sol aurora de ella; benévola miró Venus a Marte sin luz opuesta de contraria estrella; pero la envidia, si en el cielo cupo, turbó su claridad cuando lo supo.
(vv. 445-452)
La octava citada introduce varios de los aspectos con los cuales se compondrá el retrato posterior de la dama. Hay una predominancia del campo lumínico -“luz”, “sol”, “aurora”, “estrella”, “claridad”- que acompaña la imagen a lo largo de todo el relato. Amarilis constantemente es referida como sol y, por lo tanto, como luz y eje de la vida del yo. De hecho, en un principio se la describe siguiendo el modelo petrarquista de la donna angelicata, referencia que es explicitada en las estrofas finales (Vega Carpio: vv.1253-1255).
En este sentido, Lope se vale de la concepción de belleza renacentista para la idealización femenina. Luego de la estrofa citada, realiza un retrato de Amarilis cuya descripción es detallada y tipificada desde la frente hasta el cuello al modo de los poetas petrarquistas. Un claro ejemplo es el caso de los ojos: “Dos vivas esmeraldas, que mirando/ hablaban a las almas al oído” (vv. 485-486). Y, si bien el giro sinestésico de las metáforas lo vincula más con una estética barroca (Carreño: 173), se da un sentido neoplatónico a la mirada (Balbín Nuñez del Prado: 25-26) al vincular el campo visual con el espiritual que lo acerca a las concepciones renacentistas.
La imagen armoniosa e idealizada de la amada es constante en todo el texto, pero no de forma perfecta. En torno a esto gira la segunda mitad de la primera octava referida. Los últimos dos versos anticipan el conflicto posterior de Amarilis a través de la afirmación “turbó su claridad” que alude a la futura ceguera. De manera que, en medio del retrato armónico e idealizante, aparece el componente fatídico vinculado al cuerpo real. Este quiebre en el cual la vitalidad irrumpe en el plano de la idealización da cuenta de una subjetividad propiamente barroca (Egido 1990: 49) en la voz que enuncia.
Los elementos corporales en relación a lo trágico acompañan la construcción de Amarilis desde las primeras descripciones, incluso previas al vínculo amoroso con el pastor. Quizá el pasaje más paradigmático sea el siguiente, que relata la violencia de su primer esposo en la noche de bodas:
Llegado el tiempo al amoroso plazo,/ con vergonzosa nube la desnuda /fuerza cubrió que, aunque mujer la nombra,/faltaba el alma, y abrazó la sombra. /No suele de otra suerte la cordera,/ acechada detrás del verde escobo,/ la repetida voz gemir postrera /entre los dientes del sanguinario lobo;/ni menos fiero, cuando más se altera,/ albergue de pastores contra el robo,/cogiendo piedras y llamando perros,/discurre valles y trasmonta cerros./Allí se forma una áspera batalla:/uno sigue, otro ladra, aquel le muerde;/el silbo suena, el cáñamo restalla;/ huye, resiste, sufre y no la pierde;/las hondas burla, y cuando el monte calla,/tiñe de rojo humor la cama verde/en que duerme seguro y satisfecho,/que la tiene en los brazos o en el pecho. (vv. 569-588)
La extensa descripción quiebra con los imaginarios de luz y armonía de las imágenes iniciales. Las referencias lumínicas se orientan a la falta de luz que, en la clave neoplatónica, implica la falta de alma. Y es en ese espacio sombrío donde se desarrolla una noche de bodas concebida como una violación, evidente en la metáfora de la cacería: el marido-lobo acosa a la esposa-cordera. La sintaxis activa, cargada de puntuación, acompaña el ritmo de la persecución. En la primera octava hay una preponderancia del uso del gerundio como continuidad de la acción, y en la segunda una sobrepoblación de verbos en presente que dan vitalidad y ritmo a la cruel imagen: “ladra, muerde, suena, restalla, huye, resiste, sufre y no la pierde”. El asíndeton de las acciones genera un efecto de vorágine en el cual se deja entrever la sensibilidad del hablante lírico, alterado por la crueldad que rodea a la amada.
Esta es la primera irrupción que quiebra la armonía de Amarilis, cuyo signo será siempre fatídico. Lo que lleva a Elisio a la pregunta por el albedrío:
No porque tengan fuerza las estrellas contra la libertad del albedrío, mas porque al bien o al mal inclinan ellas, y no ponemos fuerza en su desvío.
(vv. 533-536)
Este interrogante, que será tan cuestionado en el Barroco por autores como Calderón de la Barca (Santiesteban Oliva 2003), se filtra en el poema como una pregunta sin respuesta. El pelear o dejarse llevar por el fatum es una constante tensión: por un lado, los padecimientos inevitables de Amarilis, hasta la propia muerte; y por otro, la acción del yo que constantemente lo pone en crisis con sus decisiones. A fin de cuentas, en la disyuntiva, es la construcción del amor que tiene Elisio la que mueve su accionar.
Para profundizar estos puntos es preciso detenerse en tres hechos centrales del poema: la ceguera, la locura y la muerte de Amarilis. Los tres sectores del texto permiten pensar las tensiones contradictorias que rodean a la construcción de la amada, el amor y la postura que adquiere del yo ante la desgracia.
Ceguera de Amarilis
En el discurso de Elisio, el sentido de la vista es un eje central respecto de la forma en que se relacionan los amantes. El yo lírico relata su primer encuentro con la amada en una fiesta poética y pone énfasis en el encuentro de las miradas como conexión de las almas.4 Esta idea neoplatónica de los ojos como puerta del alma, presente en el retrato inicial, se radicaliza al iniciar el vínculo amoroso:
así mis ojos libertad buscaban de la nueva prisión en que se vían, pues por librarse de mirar, miraban, y pensando en salir, se detenían; cuando las alas de Ícaro abrasaban rayos de sol, la cera derretían, y este regalo, cuyo ejemplo sigo, pensaba que era amor, y era castigo.
(vv. 653-660)
La octava afirma el enamoramiento inevitable a través de la mirada. Hay un juego con el campo de los verbos visuales en relación con la paradoja de la libertad y la cárcel, que se refuerza con la poliptoton del verbo mirar en el tercer verso. A su vez, la metáfora mitológica de Ícaro reafirma no solo el aspecto culto del poema, sino también la concepción de Amarilis como el sol. La recuperación de ese mito en relación al amor venidero traza la línea de contradicción que porta Elisio al conocer su futura desgracia. Por un lado, funciona como hipérbole de un amor inevitable y, por otro, como ese deseo lo lleva a la muerte, al igual que al héroe mítico. Así mismo, este sentido paradójico se condensa en la palabra castigo. De forma que la aparición de estos elementos anticipatorios de la desgracia retrotrae al lector al tiempo de enunciación del hablante y ubica el relato en el presente de la égloga.
La ceguera de la amada como desgracia, entonces, adquiere un estatuto aún mayor en el universo discursivo, dado que es la vista la que une las almas. En función de esto, el yo hace uso de múltiples estrategias para imprimir el patetismo. Un ejemplo claro es la comparación de la ceguera con el caos natural de forma anticipatoria (vv. 869-876). A la hora de dar cuenta del hecho, el énfasis está puesto en el sentir de Elisio, que es quien relata la historia del amor perdido. Por ello, el discurso focaliza en el posicionamiento del yo antes que en Amarilis:
Cuando yo vi mis luces eclipsarse, cuando yo vi mi sol escurecerse, mis verdes esmeraldas enlutarse y mis puras estrellas esconderse, no puede mi desdicha ponderarse, ni mi grave dolor encarecerse, ni puede aquí sin lágrimas decirse cómo se fue mi sol al despedirse.
(vv. 885-892)
El yo irrumpe como principal afectado y todo el sistema retórico se pone en función de ese padecimiento, lo que es evidente ante la sobreabundancia de pronombres en primera persona. El oscurecimiento se presenta en los cuatro primeros versos a través del paralelismo sintáctico entre sustantivo e infinitivo con pronombre reflexivo enclítico. En los primeros se hace presente el campo lumínico visual, con las imágenes ya referidas a los ojos de la amada -sol, esmeraldas, estrellas-. En los segundos se elabora el campo de la pérdida, que va desde la imagen lumínica hasta la ausencia física -de eclipsarse y escurecerse a enlutarse y esconderse-. El paralelismo continúa en los otros tres versos mediante la vinculación de sustantivos referentes a la angustia con verbos referidos a la imposibilidad de expresarse. Todo esto pone en evidencia un lenguaje que no solo condensa el sentir a través de las imágenes temáticas, sino que lo hace mediante el uso de una retórica densa, contradictoria y fundida en un claro-oscuro, entre la luz y la sombra, que es propia del barroco (Díaz Plaja: 45-46).
Otro aspecto a destacar en la estrofa es cómo se evoca la oralidad del pastor que narra. Por un lado, la rima consonante de variación mínima en las tres terminaciones evoca rítmicamente la agitación de Elisio al recordar los hechos. Por otro, el uso del infinitivo ubica al discurso en el presente de la narración del dolor del yo a los otros pastores. De esta manera, se vislumbra en el sentimiento trágico una posible acción dramática de la escena bucólica que adquiere la vitalidad del presente.
Además, en el tratamiento de la ceguera, se reitera la idea de la pérdida de la luz o de la visión como pérdida de acceso al alma, en base a la concepción neoplatónica que hemos mencionado.
No luce la esmeralda si engastada le falta dentro la dorada hoja porque, de aquella luz reverberada, más puros rayos, transparente, arroja; así, en mis verdes ojos eclipsada dentro la luz, que Fabia le despoja, aunque eran esmeraldas, no tenían el alma de oro con que ver podían.
(vv. 941-948)
A lo largo de la estrofa, la metáfora de los ojos-esmeralda se encadena con la lumínica y, en los primeros versos, la comparación establece una correspondencia entre la ausencia de luz en los ojos y la de la ausencia del alma. De manera que la ceguera prefigura a Amarilis como una belleza vacía y ese despojamiento le permite a Elisio afirmarse como guía definitivo de la amada:
Agora sí que Amor es ciego, agora si tirase, a ninguno acertaría. Agora sí que sois, dulce señora, ciega de amor, pues que mi amor os guía.
(vv. 949-952)
El juego anafórico con el adverbio ubica al hablante lírico ante la amada como siervo y guía que permite interpretar una recomposición del amante, a pesar de haber perdido el acceso al alma de la amada. Por lo tanto, el concepto de amor que subyace en los versos, aunque sufriente, es esperanzador a través del tópico omnia amor vincit (Porteiro Chouciño: 85). Y en esto, adscribimos a lo que propone Jaime Fernández al trabajar el amor en Lope, porque si bien hay una mirada idealizante y (neo)platónica de ese amor, coexiste con la consciencia de los aspectos reales de la amada (538).
Locura de Amarilis
Sin embargo la desidealización no se agota en la ceguera, sino que se profundiza paulatinamente, y la pérdida de la vista es seguida por la pérdida de la razón. La construcción del discurso en torno a ello es llevada a cabo por un yo poético activo y presente que refuerza el tono elegíaco por ser consiente del in crescendo trágico de lo que relata. Aun así, el posicionamiento del yo se complejiza y trasciende el tono monocorde del lamento. Esto lo podemos observar claramente en dos puntos que dan continuidad a lo anterior: la descripción del hecho y cómo se refuerza la concepción amorosa.
Para relatar la locura, el pastor opta por continuar utilizando el campo semántico de la vista. Establece así una relación directa con lo referido sobre la ceguera a través de un paralelismo entre ambos fenómenos:
Es el entendimiento la primera luz que la entiende, y voz que la declara: en su vista y en sus ojos, pues ¿qué intento más fiero que cegar su entendimiento?
(vv.1009-1012)
De esta manera, se continúan y reelaboran los campos semánticos antagónicos de la luz y la oscuridad que operan en todo el poema respecto a la visión. A partir de ellos, se efectúa un desplazamiento en el que la ceguera se equipara con la pérdida del alma y el entendimiento. En consonancia, la relación entre vista, claridad y cordura se hace evidente y todas se oponen a la sombra. Dicha vinculación es explicitada en la siguiente octava:
¿Quién creyera que tanta mansedumbre en tan súbita furia prorrumpiera?; pero faltando la una y la otra lumbre de cuerpo y alma, ¿que otro bien se espera? Que en no habiendo razón que al alma alumbre, ni vista al cuerpo en una y otra esfera, solo pudo quedar lo que se nombra, de viviente mortal, cadáver sombra.
(vv.1021-1028)
La estrofa muestra un punto cúlmine del entramando del poema y refuerza el paralelismo que va desde la ceguera material a la metafórica gracias al uso del campo lumínico. Nuevamente aparece el tópico renacentista de la concepción de los ojos como contenedores del alma, pero en este caso sirve para complejizar el estado de Amarilis, que es enajenada doblemente: por perder la visión, pierde la razón. En concordancia a la doble afectación, el uso de la palabra “esfera” funciona como una dilogía, ya que alude tanto a los ojos como a la esferas de lo espiritual y lo corporal, consonantes con la corriente neoplatónica del tópico recuperado.
Esta transición hacia la locura se elabora retóricamente en la estrofa. Los primeros versos explicitan la mudanza mediante la pregunta retórica. Aquí vuelve a tomar preponderancia el yo, con un estado de incredulidad, que evoca la situación oral de la narración a los pastores. La elección del verbo “creyera” refuerza el sentido excepcional de la enfermedad, y la antítesis de mansedumbre a furia -que remite tanto a un estado de agitación como a las deidades grecolatinas infernales- abre el espacio textual para la creación discursiva de una nueva Amarilis.
En este sentido son, además de magistrales, claves los últimos dos versos de la octava. Por un lado, porque subrayan el “vaciamiento” de la amada al convertirse un cuerpo sin alma, es decir, en un nombre.5 En el verso final hay un encadenamiento de cuatro palabras que se impregnan mutuamente: “de viviente mortal, cadáver sombra”. A pesar de la división de los hemistiquios y la coma, propone una sucesión de palabras con carga sustantiva que gradúan desde la existencia hasta la ausencia de ella: vida, muerte, cuerpo muerto, cuerpo inexistente. Y si las agrupamos sintácticamente como está propuesto en “viviente mortal” y “cadáver sombra”, observamos la complejización del juego en la oposición vida-muerte, material-inmaterial. La amada entonces deja de ser una presencia netamente viva y la locura, entendida desde los nexos semánticos del poema, implica la pérdida del alma, es decir, de la vida como tal. De manera que Amarilis se convierte en una apariencia vacía ya no solo en su mirada, sino en su cuerpo todo:
Aquella que gallarda se prendía y de tan ricas galas se preciaba, que a la aurora de espejo le servía, y en la luz de sus ojos se tocaba, furiosa, los vestidos deshacía; y otras veces, estúpida, imitaba, el cuerpo en hielo, en éxtasis la mente, un bello mármol de escultor valiente.
(vv. 1029-1036)
La octava remite a la conducta afectada por la locura. Es interesante observar cómo esa división está sujeta a los verbos, dado que el campo de los sustantivos en relación a la belleza o la preparación femenina son constantes en toda la estrofa. Los primeros verbos - “prender”, “preciar”, “tocar”6- dan cuenta del estado inicial de la amada. En la segunda mitad de la estrofa, los veros “deshacer”, “imitar” y los adjetivos “estúpida” y “furiosa” ponen en evidencia la conducta inadecuada, a la vez que se señala un cuerpo cadavérico.
La locura entonces profundiza lo anterior y el yo vuelve a valerse del caos natural para dar una impronta hiperbólica al hecho:
Las aves, campos, flores y arboledas, que primero la oyeron, repitiendo los ecos de su voz; las altas ruedas, por donde forma el Tajo dulce estruendo, apenas pueden detenerse quedas, como entonces oyendo agora huyendo,
(vv.1053-1058)
En la estrofa, se concibe la locura como agente que rompe el orden natural. La armonía propia del tópico bucólico entre la amada y la naturaleza del locus amoenus, descrita como estado anterior en los primeros tres versos de la octava, es quebrada por la situación del presente. Y es el amor del yo el único que resiste: “solo la escucho yo, solo la adoro,/ y de lo que padece me enamoro” (vv.1059-1060). Nuevamente retoma la noción de un amor que todo lo vence, pero también, nuevamente, crece aquello que debe vencer. De hecho, gracias a ese amor, luego de la máxima expresión del caos -el quiebre entre la amada y la naturaleza- Amarilis recupera la cordura.
El abordaje que Lope hace de la locura es profundamente barroco en tanto que si bien retoma la noción renacentista del alma y la vista, las complejiza al proponer un yo maltrecho por amar a un ser que ya no es quien era. Su amada parece ella misma, pero ya no puede serlo porque no posee su alma, y ahí es donde se presenta la contradicción. Pero a diferencia del característico desencanto barroco, el poema aborda el tópico amoroso como esperanzador. Ese yo, que sí ve, es un yo que ama a pesar del dolor:
ejemplo puede ser mi amor de amores, pues quiere amor que más aumente y crezca; que si en amar defectos se merece, ése es amor que en las desdichas crece.
(vv. 1017-1020)
Defiende el “amor”, ejemplar, y lo refuerza en su discurso con la repetición dada en la poliptoton de la palabra. Pero el amor, aunque persiste, no está idealizado, sino que entra en tensión ante la desgracia; por eso, no es menor observar que el fragmento preside las octavas trabajadas en el subtítulo, lo que significa que dicha afirmación amorosa es inmediatamente seguida de los hechos que distancian espiritualmente esas almas. La locura radicaliza, entonces, la distancia que la ceguera había puesto aunque perviva el tópico de ominia amor vincit.
La muerte
El tramo final del discurso relata la muerte de la amada y, por lo tanto, agudiza el tono elegíaco. El fallecimiento es contado mediante una escenificación de la despedida final, en el cual se introduce por única vez la voz de Amarilis (vv. 1109-1124). Tras la escena, el yo, antes optimista, se ve afectado por una mayor carga dramática ante la pérdida definitiva de la dama:
Pensé morir viendo morir mi vida; pero mientras salir el alma piensa, vi que las hojas del clavel movía, y detúvose a ver qué me decía. Más ¡ay de mí!, que fue para engañarme, para morirse sin que yo muriese, o para no tener culpa en matarme, por que aun allí su amor conociese.
(vv. 1169-1176)
La octava presenta en su integridad una nueva poliptoton pero del verbo “morir”, exponiendo así la relación de los amantes como una condición vital. Por otro lado, se ve la fuerte predominancia del yo tanto en los verbos conjugados -“pensé”, “vi”-, en los pronombres y en la exclamación “¡ay de mí!”. La última refuerza nuevamente el sentido oral del relato y el pathos del hablante lírico, y propicia así el regreso al presente de la evocación. Este tipo de hipérboles se reiteran muchas veces en el texto, como el ejemplo siguiente:
Salgo de allí con erizado espanto, corriendo el valle, el soto, el prado, el monte, dando materia de dolor a cuanto ya madrugaba el sol por su horizonte. <<¡Pastores, aves, fieras, haced llanto! ¡Ninguno de la selva se remonte!>> - iba diciendo, y a mi voz turbados secábanse las fuentes y los prados.
(vv. 1189-1196)
En el fragmento son los verbos conjugados y el uso del gerundio los que ubican al relato en el presente, y la agitación de la acción se traspone en el ritmo de la enumeración y en el uso de la exclamación. A su vez, se efectúa nuevamente un desplazamiento hacia la naturaleza como receptáculo de la interioridad de los personajes, lo que lleva a la hipérbole del pathos y la afectación del hablante lírico mientras recuerda aquello que narra.
Pero de todas maneras, luego de esta máxima muestra de la pérdida, la concepción amorosa se impone de una forma optimista, que se trasluce en una visión de la poesía como posibilitadora de la pervivencia de la amada: “yo te prometo que tu nombre sea/luz de mi ingenio y de mi pluma idea.” (vv. 1253-1254). Se pone en juego una percepción vitalista de la escritura que, como señala Pedraza Jiménez, es propia de Lope. Para afirmar esto, el crítico retoma la idea de la elaboración literaria del sentimiento en el autor como una clave para la lectura biográfica, donde la escritura es movida por la experiencia empírica de la pérdida (Pedraza Jiménez, 2010: 35-36). Pero al margen de esa interpretación posible, al interior del poema, funciona como una vinculación metaliteraria: es el hecho de escribir y narrar a la amada -lo que está haciendo el pastor- lo que la mantiene en el presente.
De hecho, el final del discurso lleva al extremo ese “hacer presente” al punto que, al finalizar el monólogo, Elisio muere ansiando encontrarse con Amarilis (vv. 1345-1348). Lo interesante es que dicha resolución no es un suicidio, sino un pedido concedido. La muerte abre el espacio textual al encuentro de los amantes por fuera del mundo terrenal. Para ello, es útil recuperar la noción de Rozas (1990) de la literatura de senectute de Lope. Este texto, perteneciente a la última etapa dicha etapa, se resuelve poniendo en tensión lo trágico y lo optimista: el pastor muere para reencontrarse con su amada. Conviven de esa manera el fatum de la inminencia de la muerte junto al deseo de reunión con un amor que atravesó en vida todas las pérdidas y dificultades.
La égloga como posibilitadora de la hibridación genérica
El análisis precedente pone en evidencia la convergencia de tendencias presentes en el texto. Según Vicente Cristobal, es la égloga -como género- la que permite los múltiples cruces que han sido parte de su evolución a lo largo del Siglo de Oro (Egido 1985). En Amarilis, en particular, se destacan tres cruces genéricos que resultan productivos: con la elegía, con el monólogo dramático, y la presencia del elemento biográfico enmascarado.
El primero ha sido trabajado en extenso.7 De hecho, en el recorte realizado es factible afirmar que el tono elegíaco se sobrepone al marco bucólico e idealizante, ya que, como se ha demostrado, la corporalidad, la enfermedad y el patetismo se entrelazan con el amor pastoril. El texto mismo lo explicita:
Más fácil cosa fuera referiros las varias flores de esta selva amena o las ondas del Tajo, en cuyos giros envuelto, su cristal besa la arena, que las ansias, temores y suspiros de la esperanza de mi dulce pena, hasta que ya, después de largos plazos, gané la voluntad, que no los brazos.
(vv. 669-676)
Mediante el uso de la ironía, que contrapone los elementos propios del locus amoenus al sufrimiento, se hace evidente la ruptura entre el tópico bucólico y el elemento elegíaco. Este movimiento traza una distancia entre los males de amor típicos de los pastores de la égloga renacentista y el dolor del yo que, con un entramado barroco, pone fin a la idealización. 8 La ruptura se observa incluso de forma sintáctica, ya que la enumeración del cuarto verso introduce una variación rítmica frente al fluir de los primeros. No obstante, como se ha indicado en múltiples pasajes, el tono elegíaco está lejos de ser monocorde y resueltamente pesimista. El discurso fluctúa entre la idealización y la materialidad de la amada, entre la desgracia fatídica y la esperanza del amor como fuerza inagotable. Incluso la muerte del pastor no se concibe como una desgracia absoluta.
El segundo cruce es posibilitado por la misma flexibilidad del género bucólico. Su estructura dialogal está inevitablemente emparentada al género dramático, como señala Pérez Priego. En su artículo “La égloga dramática”, al analizar el modelo enciniano, piensa al pastor como una máscara teatral (81), reflexión que es útil para comprender el discurso de Elisio. El extenso monólogo, como se ve en varios fragmentos, expone de forma constante la vitalidad del pastor como hablante que representa sus palabras. Otro ejemplo es el siguiente pasaje:
Pastores, perdonad si el excesivo dolor en tiernas lágrimas me baña apenas el estruendo compasivo y el dudoso temor me desengaña
(vv. 1143-1146)
Ya el vocativo “pastores”, que se reitera algunas veces en el relato, coloca el discurso en el presente de la enunciación, al igual que los verbos en presente que refuerzan la teatralidad y la corporalidad de Elisio. También se comenta la acción del llanto distanciada del relato y en relación al hablante que la enuncia, tomando la función de indicación escénica.
Otro aspecto para pensar la filiación con lo dramático es justamente la vitalidad del sentimiento que evoca el hablante desde el presente. En este sentido, Pedraza habla de la elaboración del sentimiento, recuperando la propuesta poética de Lope:
El propio poeta parece estar convencido de que el recurso para transmitir esa impresión es sentir, <<de verdad>>, las situaciones que aparecen en sus textos. (…) Lo importante es que el poeta en el acto de la escritura, y el lector al recibir la obra, vivan como real la ficción literaria. (Pedraza Jiménez 2010: 36-37)
Para llegar a esta reflexión, Pedraza cita a Lope en Lo fingido verdadero mediante la teorización de que el representante, para poder transmitir en el teatro lo que siente, tiene que hacerlo de forma efectiva. Lo que nos permite pensar, desde la construcción retórica de Amarilis, la efectiva constitución de un sujeto que siente en el presente mientras cuenta el pasado, como señala de forma detallada Carreño (178). En los múltiples pasajes analizados el yo poético no sólo describe, sino que empapa el relato del presente de quien se deja afectar por lo que dice. No es solo una voz, sino también un cuerpo que siente. De manera que el tono elegíaco trasciende de un posicionamiento lírico a un fluir del sentir dramático, que se deja modificar por el recuerdo de lo bello y de lo doloroso. Sin duda, la pluma dramatúrgica de Lope se filtra en su reconstrucción poética.
El último aspecto a resaltar refuerza el sentido barroco propio del texto ya que, al realizar un cruce entre la ficción y la biografía, las figuras tanto de Elisio como de Amarilis trascienden el límite del poema. En este sentido, es útil lo que propone Vicente Cristóbal al referir a la égloga como género:
Esta posibilidad de realizarse la bucólica como una gran mascarada es acogida y cultivada con afán por los poetas modernos, que esconden sus amores reales, y sus personales relaciones y circunstancias, bajo nombres fingidos, forjados en acuerdos con la tradición bucólica. (32)
La cita permite pensar la relación de máscara que adquiere Amarilis si es ubicada frente al referente de Marta de Nevares, última pareja del autor, quien en efecto enfermó, quedó ciega y entró en estado de locura (Carreño: 170). El uso de la égloga para la (auto)ficcionalización abre el juego textual donde ese yo entra en contacto con la figura autoral.9 En concordancia, es preciso recuperar a Rozas que entiende a Lope como “poeta más extenso que intenso, más creador de fabulaciones que sistematizador de un estilo, más de su vida y su naturaleza que del arte por el arte -caso contrario al de su mayor enemigo, Góngora-” (1990: 169), es decir, como un autor más vital que teórico, lo que lleva inevitablemente a que su periodización vincule la obra con la experiencia. De hecho, pensar la égloga dentro del período de senectute justamente habilita a la lectura del tono elegíaco y el deseo de la muerte en relación a la verdadera inminencia de la muerte del autor y la pérdida de su última pareja.
Conclusiones
En este trabajo se ha expuesto la complejidad textual que consolida el monólogo de Elisio en los niveles semántico y estructural, atendiendo desde las influencias confluyentes del Renacimiento y el Barroco, y el yo atravesado por esa tensión, hasta las hibridaciones genéricas que suscitan las múltiples aristas de la composición lírica. En la relación entre el sujeto y la amada, la construcción de ese yo y objeto de la enunciación se hacen plenos en el universo barroco, dado que se consolidan mediante el despliegue de oposiciones -claro y oscuro, ser y parecer- que no sólo son propias de la estética, sino que remiten a un tipo de subjetividad poética profundamente conflictuada. Las imágenes lumínicas, la identidad -hallada, perdida y vuelta a hallar- de Amarilis, y la confluencia de la pérdida y la esperanza del yo establecen un sistema de oposiciones que se entraman en un relato amoroso. Pero no sólo se desarrolla un monólogo elegíaco sobre la pérdida, sino que esa pérdida es puesta en crisis por la conceptualización del amor que todo lo vence. Aun así, no encontramos una concepción absoluta de optimismo o desengaño, sino que mediante la ambigüedad, propuesta desde y por el lenguaje, se esboza un sujeto en crisis, sumido en el dolor pero también en la esperanza.
Pero, en lo que respecta a la consolidación estructural, esta tensión entre la idealización del amor frente a la realidad dolorosa, si bien es favorecida por el propio género de la égloga -que se caracteriza justamente por esa contradicción entre el mundo bucólico y el lamento de los personajes (López Bueno: 19)- , quiebra con la armonía natural. Es la voz individual la que prevalece por sobre el marco pastoril. En el fragmento abordado, se abandona el modelo bucólico renacentista y prevalecen el tono del lamento y la vitalidad teatral. El personaje en el hecho de contar se conmueve, se altera, se tranquiliza y muere ante sus dos oyentes pastores. El relato del pasado se convierte en puro presente, como si fuera puesto en un escenario.
Solo resta agregar que Lope en Amarilis lleva a cabo una poesía que pone en crisis todos los rótulos, coherente a la producción de la última fase del autor, dado que convergen en ella la estilización renacentista y el conflicto barroco; pone en juego los límites de los géneros clásicos y filtra la propia experiencia vital del autor. Lope construye una concepción de amor que se hace presente en el poema como una resistencia al desengaño barroco. Se alza frente a lo inevitable, a lo fatídico, a lo desgarrador; se enfrenta a la pérdida de esa luz y brinda al yo la posibilidad de morir para encontrar a su amada. La tensión barroca no se vuelve un desengaño sostenido en el descreimiento total, sino un conflicto entre saberse en el lugar de lo perdido y buscar salir de él. La égloga, como espacio textual en el que se construye la voz de Elisio, deviene en la excusa para poder dar cuenta de un constructo mayor, que es reforzado por el uso del lenguaje dentro de las tensiones semánticas y el cruce genérico con el tono elegíaco y el monólogo dramático. Vemos así en la Amarilis un mundo textual en el cual el sujeto poético lucha entre el dolor y la esperanza, incluso más allá de la muerte.