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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.43 Mar del Plata June 2022

 

Artículos

Lecturas devastadoras en Insensatez y Moronga de Horacio Castellanos Moya

Devastating Readings in Insensatez and Moronga by Horacio Castellanos Moya

Susana F. Ramírez1 

1 Ce.Le.His., Universidad Nacional de Mar del Plata

RESUMEN

En las novelas Insensatez (2004) y Moronga (2018), interrogamos los modos de leer, los efectos, los usos de la lectura y las circunstancias en que los personajes desempeñan esta actividad, teniendo en cuenta que tal ficcionalización coopera en trazar los horizontes morales, sociales y culturales que circundan la actividad lectora de una etapa (Zanetti 2010). En ambos textos, las situaciones de lectura tienen una función constructiva. Los protagonistas -migrantes salvadoreños en el exilio- leen documentos relativos a los trágicos hechos que afectaron al istmo centroamericano en el siglo XX y que los interpelan (testimonios en Insensatez; mails y cables desclasificados en Moronga). La lectura, ejercida solamente a cambio de una remuneración y carente de hedonismo, revela una subjetividad desbordada por las traumáticas experiencias de extrema violencia política: el acto de leer, en vez de refugio o escape del entorno hostil, es para los personajes motivo de perturbación, pues dispara la memoria hacia los hechos pavorosos del pasado reciente, reaviva la angustia experimentada, reconfigura la percepción de la propia identidad y los enfrenta a su situación presente, plena de temor e incertidumbre respecto del futuro.

PALABRAS CLAVE: Lectura; documentos; perturbación; memoria; identidad

ABSTRACT

In the novels Insensatez (2004) and Moronga (2018), we interrogate the ways of reading, the effects, the uses of reading and the circumstances in which the characters carry out this activity, taking into account that such fictionalization cooperates in tracing the moral, social, cultural horizons that surround the reading activity of a stage (Zanetti 2010). In both texts, reading situations have a constructive function. The protagonists -Salvadoran migrants in exile- read documents related to the tragic events that affected the Central American isthmus in the twentieth century and that challenge them (testimonies, in Insensatez; declassified emails and cables in Moronga). Reading, exercised only for remuneration and devoid of hedonism, reveals a subjectivity overwhelmed by the traumatic experiences of extreme political violence: the act of reading, instead of refuge or escape from the hostile environment, is for the characters a reason for disturbance, because it triggers the memory towards the frightening events of the recent past, it revives the anguish experienced, reconfigures the perception of one's own identity and confronts them with their present situation, full of fear and uncertainty regarding the future.

KEYWORDS: Read; Documents; Disturbance; Memory; Identity

La lectura en contextos de violencia

En la escritura de Horacio Castellanos Moya, ficción y memoria histórica se fusionan para relatar las vicisitudes de salvadoreños afectados por los hechos violentos que sacudieron al país desde 1931 -con el quiebre del orden democrático-, se prolongaron con los sucesivos regímenes militares y alcanzaron trágica intensidad durante la guerra civil (1980-1992). Las múltiples aproximaciones críticas a la narrativa centroamericana de los noventa coinciden en señalar el desencanto y la desesperanza como afecciones predominantes en los textos de Rodrigo Rey Rosa, Franz Galich, Horacio Castellanos Moya, Carlos Cortés, Arturo Arias, entre otros, ante el fracaso de los proyectos políticos revolucionarios que prometían el progreso para El Salvador y otros países de la región istmeña, y, ya en la democracia de signo neoliberal, ante la agudización de las asimetrías socioeconómicas y culturales. En esos textos se advierte una transición hacia “una escritura abierta e inmersa en un espacio narrativo propio de un nuevo contexto en el que urge (re)escribir e inscribir las historias centroamericanas recientes” (Ortiz Wallner: s/d). Denominadas “narrativas de la violencia”, “narrativas de posguerra”, “narrativas del desencanto” o “poéticas del fracaso”, tienen puntos de convergencia con otras representaciones postapocalípticas que se preguntan si hay un sentido después del final (Amar Sánchez y Basile 2014: 338). Estas ficciones contemporáneas desplazan el interés por los temas históricos y la escritura testimonial predominante durante el período de la lucha armada, hacia la exploración de la subjetividad en el espacio urbano (Cortez 2010: 27). En ellas se plasma “una sensibilidad de posguerra que contrasta con la sensibilidad utópica y esperanzadora que acompañaba la fe en los proyectos revolucionarios” (Cortez 2010: 25). Mediante discursos que revisan la idea de Nación, impregnados de escepticismo y de incertidumbre ante el futuro, estas escrituras apuntan “a visibilizar la descomposición del tejido social para mostrar las vísceras de un estado criminal que ha forjado una cultura de la violencia que permea vidas y subjetividades” (Aguilar: 123). En términos generales, los rasgos de la nueva literatura son: a) desplazamiento de lo público a lo privado y lo íntimo; b) salida de las fronteras nacionales a través de una serie de subjetividades diaspóricas y nomádicas que cuestionan el propio concepto de literatura nacional (Pérez: 164). La narrativa de Castellanos Moya se caracteriza por el predominio de subjetividades perturbadas debido a la inseguridad reinante en todos los órdenes de la vida cotidiana. Acuciados por los atropellos de gobiernos autoritarios, envueltos en el horror de la guerra civil u obligados al exilio y con la memoria atenazada por un pasado impronunciable en la nueva residencia, los protagonistas y testigos arrastran -en la etapa posrevolucionaria y en las primeras décadas del siglo XXI- las traumáticas secuelas de la extrema violencia que conmoviera a la región durante el siglo anterior. La acertada representación estética del habla particular de cada uno constituye el elemento fundamental para la construcción de estas subjetividades dañadas.

Los valiosos aportes críticos de María del Pilar Vila, Paula Aguilar, Teresa Basile, Celina Manzoni, Beatriz Cortez, Werner Mackenbach, Alexandra Ortiz Wallner, Yansi Pérez respaldan nuestra indagación de otra faceta significativa en la narrativa del escritor: la operación de lectura de textos no ficcionales (documentos, testimonios de la violencia reciente) en la trama de dos novelas, Insensatez (2004) y Moronga (2018), puesto que a partir de las escenas de lectura el discurso narrativo se focaliza (en) y explora la intimidad de los personajes, la cual constituye “algo así como el laboratorio de la verdad”, mientras “lo público es un tejido de creencias” (Aira: 25). En los modos de leer, en las condiciones materiales de esta práctica, los usos de la lectura y sus efectos, se figura la sensibilidad del sujeto centroamericano de posguerra.1 Si la producción literaria testimonial procuraba, en la etapa revolucionaria, alentar la fe en los proyectos de cambio radical, en los relatos seleccionados, en cambio, la lectura de estos géneros llega a trastornar el equilibrio emocional de los personajes-lectores, quienes se muestran impotentes para modificar en algo su desamparo. Empeñados en procurarse satisfacción y seguridad en contextos locales y globales que ya no las garantizan, los protagonistas se enfrentan -mediante la actividad lectora- a la constatación de su completa vulnerabilidad en su condición de sujetos atravesados por las turbulencias y vaivenes de la historia centroamericana, americana y global de las últimas décadas.

La ficcionalización de la lectura se halla en la base de la construcción de ambas novelas y, por lo tanto, las escenas donde se representa tal actividad adquieren importancia, pero sin duda las situaciones de lectura/escritura difieren de la manera como se representaron durante los siglos XIX y principios del XX. En tal periodo, esas escenas tuvieron una función constructiva en la conformación del sujeto moderno y su representación, así como también en el arraigo de la certidumbre del vínculo entre lectura, y progreso individual y social (Catelli: 22). Actividad gozosa, vía de acceso a otras vivencias y subjetividades con las cuales el lector nutre su curiosidad, sus ansias de saber o su afán de entretenimiento y evasión, la lectura ha sido percibida como una experiencia estimulante y liberadora de los condicionamientos exteriores: según esta concepción, el lector ideal es el que está fuera de la sociedad (Piglia: 156). Desde otro ángulo de análisis, Susana Zanetti destaca que las ficcionalizaciones de escenas de lectura resultan, respecto de América Latina y especialmente en la etapa de modernización, el testimonio mediatizado de las distintas maneras en que una sociedad se ha pensado como lectora, y de cómo se desea o disciplina a los lectores con el objeto de formar públicos (14). Pero a lo largo del siglo XX y en gran medida como consecuencia del acceso a los libros por vía de la alfabetización universal, se fue produciendo un cambio en la percepción del valor de la lectura, por lo cual las representaciones literarias de esa práctica se volvieron difíciles de identificar (Catelli: 18). En efecto, tales escenas no solo son escasas en la narrativa de Castellanos Moya, sino también en las novelas abordadas las experiencias lectoras producen, antes que placer, un efecto devastador, pues a partir de ellas se desencadena en los personajes el desmoronamiento de la propia imagen identitaria.

Considerados en conjunto, en los relatos del escritor la sociedad salvadoreña se figura renuente y hasta escéptica con respecto a la literatura ficcional. Las novelas Tirana memoria (2008),El sueño del retorno (2013), Donde no estén ustedes (2003), Desmoronamiento (2006), La sirvienta y el luchador (2011) presentan personajes letrados vinculados con el periodismo político -la mayoría iniciados en la escritura de poesía-, quienes han abandonado la afición por la lírica al no encontrarle sentido dentro del contexto de violencia o desencanto. Algunos fantasean con escribir una novela a partir de los acontecimientos vividos, deseo que no se concreta: la inmersión en la actividad política los ha alejado de la lectura ficcional y de la escritura creativa, prácticas necesitadas de un relativo apartamiento de los conflictos del “afuera”. Así, en la primera novela del autor, La diáspora (1989), un excolaborador de la guerrilla salvadoreña puede recuperar su gusto por la lectura de ficción cuando acaba por romper toda relación con la actividad política. Entonces, toma un libro (una novela) y goza de ese momento de abstracción y olvido de las amenazas externas. En efecto, la ficción había sido relegada a un lugar secundario en la producción literaria durante la guerra civil, por ser vista como un instrumento para evadir la urgencia revolucionaria (Cortez 2000: s/d). En la posguerra, la lucha cotidiana por sobrevivir en un contexto de decadencia y de naturalización de la violencia tampoco alienta la disposición anímica adecuada para recogerse en la intimidad de los libros. Antes bien, la decepción y las experiencias de extremo sufrimiento habrían conducido al descreimiento en el potencial simbólico de las ficciones.2

Otro aspecto relevante de esta narrativa es el neto contraste entre los personajes letrados o dedicados al arte y los violentos hombres de armas, carentes de todo vínculo con la actividad intelectual, en quienes las circunstancias políticas han exacerbado la agresividad hasta cifrar en la guerra el sentido de su existencia, como sucede con el protagonista de El arma en el hombre (2001), con Quique López en La diáspora o con Zeledón en Moronga. Al respecto, tanto en La diáspora como en Moronga se recupera la figura del poeta Roque Dalton, intelectual y combatiente,para delimitar en torno de su muerte el fin de un tiempo utópico, cuando las expectativas revolucionarias hacían posible concebir la conciliación de las armas y las letras.

Como se ha dicho, las representaciones de la lectura articulan los relatos que abordamos y por tal razón adquieren especial significación. No aparecen en ellas lectores “cortados de lo real”; antes bien, tal actividad resulta perturbadora, pues dispara la memoria del sujeto lector hacia los hechos horrorosos del pasado reciente, reaviva la angustia experimentada y lo enfrenta con su situación presente, de la que justamente desearía huir. Así, las atrocidades narradas por los testigos de un genocidio étnico le resultan intolerables al protagonista-editor en Insensatez, porque exacerban su imaginación y desequilibran su ya menoscabada estructura psíquica. De modo similar, las instancias de lectura en Moronga generan inquietud y zozobra en los protagonistas Zeledón y Aragón al despertarse la memoria de la penosa vida anterior. El recuerdo hace resurgir una identidad que han pretendido dejar en el pasado e intentado ocultar a efectos de sobrevivir en el país extranjero donde se exiliaron. Para los tres personajes, lejos de resultar placentera, la lectura constituye un trabajo que emprenden sin entusiasmo y a cambio de una remuneración.

Insensatez: de la corrección al desorden de la identidad

La voz narrativa de la novela es la de un escritor/periodista exiliado en un país centroamericano vecino a su lugar de procedencia, a cargo de la corrección del informe donde constan los testimonios de un genocidio étnico perpetrado en las postrimerías del siglo XX. El discurso subraya los efectos de esa tarea en la sensibilidad del corrector: un miedo incontrolable crece con el avance de la lectura del extenso documento y trastorna su equilibrio psíquico hasta la enajenación y, de este modo, se actualiza en la novela el horror de las masacres perpetradas contra las poblaciones indígenas.3 Pero en el texto no leemos los testimonios, a los que accedemos en forma elusiva y fragmentaria, por la mediación de un lector instalado en el escenario de los hechos, muy cerca de los principales protagonistas. El trabajo de lectura y corrección -encomendado al narrador por las autoridades del Arzobispado- lo conmociona por el extremo grado de crueldad de las torturas y ejecuciones e incide prontamente tanto en su imaginación como en sus reacciones corporales: ahogo, escalofríos, sudoración y ataques de pánico.4 Hasta una oficina en la sede del Arzobispado, su lugar de trabajo, se le vuelve claustrofóbica. Las reiteradas escenas donde se insiste en la repulsión provocada por las atrocidades reveladas en el documento señalan el efecto contundente de la lectura, el poder de involucramiento subjetivo y conmoción interior para quien proyecta en lo que lee su propia situación de extrema vulnerabilidad, y acaso también su posible destino: lo altera no solo el alto impacto emocional de los testimonios, sino principalmente la peligrosidad de su tarea, realizada en ese país donde los conflictos políticos no han finalizado y el poder continúa en manos de los perpetradores del genocidio. La lectura agita sus instintos primarios; el miedo de los otros lo afecta en mente y cuerpo y provoca que la interrumpa con frecuencia: “me ponía de pie y empezaba a pasearme como animal enjaulado” (16). La violencia consignada en los testimonios, que ha reducido lo humano a la pura materia (carne para ser destazada, vísceras, sangre y huesos), hace que comience a percibirse como partícipe de ese universo bestial y se agigante su tendencia paranoide hasta confundir lo leído con la propia situación personal, en una identificación que bordea lo absurdo pero que acaba por desequilibrarlo, ya que ha debido exiliarse por razones políticas y sigue sintiéndose perseguido. Lo caracteriza una honda decepción cercana al nihilismo: incrédulo respecto de los pilares en que se asientan las instituciones, las normas morales y los discursos públicos, ha perdido toda confianza en los demás; su discurso, por completo autorreferencial y de marcado cinismo, revela una intimidad desasosegada, solo atenta a las pulsiones y deseos del yo en su necesidad de sobrevivencia, rasgo que Beatriz Cortez destaca en lo que denomina “estética del cinismo”.5 En efecto, un marcado individualismo se manifiesta en sus únicas verdaderas preocupaciones: el sexo, la seguridad personal y la propia imagen pública, contrastante con la labor comprometida de quienes se ocupan de la recolección de testimonios y la redacción del informe. Sin embargo, la lectura del documento trastorna a tal punto la identidad construida a lo largo del relato que tiene como notable consecuencia el cambio de la perspectiva egocéntrica, del yo dominante en todo el relato a la asunción de un nosotros colectivo en el capítulo final de la novela: “¡Todos sabemos quiénes son los asesinos!” (énfasis en el original). Pero el miedo le ha enajenado la conciencia y de nada sirve ya su grito emitido desde la lejana ciudad europea adonde se traslada. Esta impotencia y la noticia del asesinato del arzobispo responsable de la publicación del informe cierran el texto que, según lo que hemos venido considerando, exhibe un profundo desencanto, crítico de las expectativas oficiales y hegemónicas respecto de la integración democrática en los países istmeños donde la violencia y la impunidad continúan, y que Beatriz Cortez destaca como propio de la estética del cinismo, en las antípodas del utopismo revolucionario de la década del 80.

Ahora bien, el editor se interesa en la peculiaridad de los relatos orales indígenas, transcriptos en el informe. Precisamente, el punto de partida de su discurso es una frase leída el primer día de trabajo: “Yo no estoy completo de la mente” (procedente de un indígena testigo del asesinato de toda su familia), que de inmediato interpela al narrador y éste aplica a su situación personal, por la peligrosidad del trabajo que ha asumido. La alta resonancia de esas palabras lo impulsa a transcribirlas en una libreta de apuntes, y progresivamente, a medida que avanzan el terror y la inseguridad ante algunos sucesos de su entorno, otros fragmentos seleccionados pasan a integrar el propio discurso del protagonista. Por cierto, la expresión “pasar en limpio” con la que se refiere a esta tarea privada no significa realizar su pulimiento estilístico, sino sustraer las frases del contexto discursivo testimonial por encontrarlas “estupendas literariamente”, bien opuestas a los “horribles versos de mediocres poetas izquierdistas vendedores de esperanza” (41), que lee escritos en las paredes de un bar.6 Pero la razón última de esta apropiación es que los fragmentos desglosados resultan operativos en el plano subjetivo: el editor identifica esas expresiones con su situación existencial, es decir, encuentra que le están destinadas porque condensan sus propios temores y angustia. La serie de fragmentos incorporados a lo largo de su relato irá describiendo la espiral paranoica en que queda atrapado. A medida que su lectura avanza y aumenta el grado de involucramiento emocional, cada acontecimiento cotidiano es interpretado como una nueva amenaza persecutoria, y las frases seleccionadas son repetidas y definitivamente asumidas como propias.

Desde luego, resulta absurda y, en algunos tramos, hasta hilarante la enorme distancia entre la extrema crueldad de los hechos que testimonian las víctimas y los temores del lector en su creciente paranoia, pero el humor sarcástico opera como estrategia discursiva de distanciamiento. De modo similar, al atender a la sonoridad, las figuras de lenguaje o la extrañeza de la sintaxis de los indígenas, el editor interpone una distancia con lo leído: concentrarse en la riqueza expresiva del lenguaje testimonial lo aparta de la identificación con el dolor de las víctimas. Solo así le resulta posible continuar leyendo. Por cierto, la perspectiva desde la que el editor lee las frases resulta difícil, si no imposible, de compartir: el sentido que les atribuye es por completo personal, autorreferencial y ante todo impiadoso desde un punto de vista ético. En distintas escenas, localizadas en los lugares donde se reúne con sus colegas a la hora del almuerzo, el corrector selecciona algunas y las lee en voz alta para sus conocidos, a fin de compartir lo que él encuentra en ellas de poético. Los demás rechazan su actitud y lo manifiestan en gestos, miradas, silencios intencionados y movimientos corporales que indican fastidio y hasta enojo, ya que, al elogiar la fuerza expresiva de las frases, desestima la vocación de denuncia depositada en el informe. En consecuencia, la lectura compartida fracasa y con esto su deseo de congraciarse con los otros, en especial con las jóvenes mujeres a quienes, en vez de seducirlas según su íntimo propósito, les genera una reacción de profundo desagrado. En estas escenas de lectura mal compartidas que conducen al fracaso sentimental se halla otro de los momentos sarcásticos del relato, con la subversión del vínculo entre lectura y erotismo que, en una larga serie, recorre la narrativa de la modernidad con antecedentes y modelos notables como Paolo y Francesca en el Infierno de Dante, o Werther y Carlota, en la novela de Goethe.

En síntesis, la apelación al distanciamiento como recurso narrativo supone la búsqueda de un modo diferente de abordar la violencia y la crueldad extremas, y el abandono de las formas características de la literatura testimonial de denuncia, entre ellas, la aseveración de representatividad en nombre de los subalternos (Mackenbach 2001). La crítica a la narrativa anterior, en especial la novela histórica, se explicita, en las mismas palabras del protagonista, como una exacta “puesta en abismo” del texto”: “a nadie en su sano juicio le podría interesar ni escribir ni publicar ni leer otra novela más sobre indígenas asesinados” (74). La elección de un narrador descreído de las normas morales, carente de todo heroísmo y al borde del colapso nervioso, impone un modo discursivo distinto respecto del narrador racional y en apariencia objetivo de la narrativa precedente. Así, en la lectura ficcional y sus efectos en el lector-personaje se fusionan de manera acertada el referente histórico y su abordaje estético: la irracionalidad y el salvajismo de las masacres tienen su correlato en la insensatez del narrador.

Otro uso de la lectura consiste en servir como descarga de las emociones que el protagonista reprime, en escenas delirantes donde actúa en soledad lo leído, pero invistiendo el rol de victimario. En una de ellas, una imagen repetida en varias partes del informe lo hace incorporarse de su mesa de trabajo y asumirse como el teniente que irrumpía brutalmente en la choza de una familia indígena, a la que sometiera a sufrimientos atroces, actos que el lector ejecuta con los movimientos corporales del asesino. La catarsis es explicitada:

Y era el reguero de sesos palpitantes el que me hacía volver en mí, descubrirme en medio de la habitación, agitado, transpirando, un tanto mareado por los movimientos vertiginosos hechos cuando giraba al bebé por los aires, pero al mismo tiempo con una sensación de levedad, como si me hubiera quitado una carga de encima (138).

Para María del Pilar Vila, en su vasta obra Castellanos Moya desafía las convenciones: busca decir lo que no se podría decir, lo que no estaría permitido y lo hace con un lenguaje desafiante y hasta obsceno por su propia dureza, por lo que la violencia del lenguaje impregna todo lo narrado (560). De este modo, la voz sarcástica del lector protagonista sumada a las voces de las víctimas desplazadas del cuerpo del informe, mediante una operación similar a la duchampiana del objecttrouvé (Manzoni: 122), vuelven aún más estremecedoras las escenas narradas, potencian y actualizan la magnitud del genocidio. Para el protagonista de la novela, acaso el más cínico y escéptico de los lectores, leer esos testimonios resulta una actividad perturbadora pues constituyen el espejo que le devuelve la imagen vulnerable de su existencia y la de otros centroamericanos, atravesadas por acontecimientos traumáticos.

Moronga: lectura y control

Conformada por dos relatos en primera persona, “Zeledón (agosto de 2009-mayo de 2010)” y “Aragón (junio de 2010)”, seguidos por un epílogo titulado “El tirador oculto”, en Moronga el espacio ficcional es el territorio estadounidense, donde residen los narradores, migrantes salvadoreños que dan nombre a las dos primeras partes. Pese a los veinte años transcurridos desde el fin de los conflictos armados en su país, las dolorosas vivencias del pasado permanecen indelebles en el recuerdo de ambos y resurgen ante cualquier detalle evocador. El malestar existencial se acentúa al percibir, enfocada en ellos, la rigurosa vigilancia de la sociedad receptora. En ese marco hostil transcurren las escenas de lectura y los derroteros de los protagonistas. Pero esta percepción no es meramente subjetiva, como lo demuestra el informe de la Agencia de Inteligencia incluido en el epílogo. Con un minucioso registro formal-administrativo y la inserción de mapas con la ubicación exacta de los hechos, este documento reúne a los protagonistas, José Zeledón y Erasmo Aragón, en relación con un caso criminal en que ambos resultaron involucrados, el primero, como el tirador oculto participante de una balacera entre bandas de narcos centroamericanos, y el segundo, cuya intervención en esos mismos hechos resultara fortuita e involuntaria, pero sobre quien recae el peso de la ley y la orden de repatriación. En la historia narrada, si bien los dos coinciden en los mismos lugares y en los sucesos centrales, nunca llegan a estar juntos ni a hablarse. Muchos elementos de la novela la acercan al thriller psicológico y a las historias de acción y espionaje que abundan en la cinematografía estadounidense. Al respecto, Nicasio Urbina señala que la apropiación de estructuras narrativas de los géneros populares en las obras de Castellanos Moya y otros escritores centroamericanos de los noventa, lejos de ser una vulgarización, resulta un paso adelante para la inserción de Centroamérica en los mercados literarios internacionales y a la vez para revelar las problemáticas que afectan a las naciones de esta región.

Tras el nombre José Zeledón oculta su verdadera identidad un exguerrillero sobreviviente de la guerra civil en su país, residente en Merlow City, una pequeña ciudad universitaria. El otro, Erasmo Aragón, profesor visitante en MerlowCollege, investiga una etapa controvertida en la vida del poeta salvadoreño Roque Dalton. Los precisos datos temporales en los subtítulos recortan el período narrado por cada uno, mientras que el epílogo cierra la historia sugiriendo la definitiva imposibilidad del imaginado cambio de vida en el país de residencia para los dos personajes. El pasado de ambos ejerce un dramático peso en este destino, ya que el primero decide retomar sus actividades delictivas y clandestinas, tal como lo hizo veinte años atrás en El Salvador en época de guerra, mientras el obligado regreso al lugar de origen significa, para el otro, no solo el fracaso de sus expectativas laborales, sino también el retorno a conflictos personales irresueltos de los que había pretendido escapar.7 La novela plantea, entonces, un presente y un futuro aciagos para los centroamericanos cuya existencia estuvo atravesada en mayor o menor medida por los trágicos sucesos políticos de la región, pero también avizora la nueva configuración del orden mundial a partir del 11 de septiembre del 2001. En efecto, la sociedad en que pretenden insertarse Zeledón y Aragón se representa hipercontrolada mediante sistemas de vigilancia cada vez más precisos y refinados, en la que resuenan los ecos de 1984, la novela de Orwell. Para Aragón,

esa era la tónica de la nueva etapa de civilización a la que habíamos entrado, los ojos fisgones y fiscalizadores en todas partes, un proceso que culminaría esplendorosamente cuando nos pusieran un chip en el cerebro para controlar hasta nuestra más recóndita idea (291).

Más allá de los sombríos vaticinios del protagonista, lo cierto es que los dos personajes resultan sospechados, discriminados a raíz de su extranjería, y se sienten extraños y controlados en el país donde residen. Zeledón, porque se oculta tras una identidad falsa. Su pasado de exguerrillero a cargo de una unidad de combate lo ha habituado a la sospecha, a observar con atención conductas y gestos, a controlar, rastrear y espiar los movimientos y vínculos de las personas, así como también a suponer en ellas un pasado oscuro. El contacto corporal con el arma que oculta en su talonera lo mantiene ligado a aquel pasado que no puede ni quiere borrar, ya que entonces había sido un hombre con poder y autoridad ante sus subordinados, algunos de los cuales viven en Merlow City y en privado lo llaman todavía “mi teniente”. En cambio, en la pequeña ciudad estadounidense apenas si sobrevive realizando trabajos menores. El presente sin horizonte en lo personal, la completa soledad por la falta de vínculos sinceros y la culpa, no por los muchos que matara en la guerra sino por sentirse responsable de la muerte de su madre y de su pareja, le generan una permanente angustia. Zeledón no es un hombre letrado, pero consigue un trabajo más calificado en la sección Servicios Tecnológicos de MerlowCollege, en el área que responde a la policía universitaria, para revisar exclusivamente la correspondencia de docentes, alumnos y administrativos que se comunican en español. Zeledón describe su lugar de trabajo como un cubículo impersonal donde está la computadora, en la que se limita a la lectura de palabras clave y etiquetas clasificadas en grupos, relacionadas con “terrorismo, amenazas, ataques y uso de armas, acoso sexual y relaciones prohibidas”, amplio abanico que apunta a señalar la paranoia generalizada del sistema. El trabajo de lectura pronto se le vuelve tedioso, rutinario, hasta que este lector-espía encuentra un e-mail remitido por un profesor al director del Depto. de Lenguas Romances, con la solicitud de autorización para consultar los cables desclasificados de la CIA en los Archivos Nacionales. El hecho de tratarse de un solicitante proveniente de El Salvador cuya correspondencia está ligada a la palabra clave CIA lo llena de preocupación como si esta cercanía, aunque virtual, constituyera una amenaza a su identidad presente: le han comentado que el profesor Erasmo Aragón Mira había colaborado en México en tareas de propaganda de la guerrilla salvadoreña. La lectura de los mensajes de Aragón, más la de los mensajes encriptados que le envía un antiguo combatiente y subordinado, conmocionan la memoria de Zeledón y desatan la serie de recuerdos personales que hasta este momento había tratado de suprimir en su propósito de dejar atrás el pasado. Estas escenas de lectura, entonces, tienen una doble función en el texto: a) la remoción de la memoria sepultada, con la consiguiente alteración emocional e identitaria del lector; b) la articulación de las dos partes principales de la novela, pues el protagonista del segundo relato es presentado a través de los e-mails que Zeledón lee y de las imágenes capturadas en las pantallas desde donde también ejercerá su papel de observador-espía del profesor Aragón, por encargo de un superior.

Al revés de Zeledón, quien lee e-mails y opera cámaras de seguridad para controlar las actividades ajenas, Aragón descubrirá, lectura mediante, su condición de sospechoso en el país extranjero, lo que afectará su frágil estabilidad emocional. Su relato comienza en el momento del arribo a Washington D.C., donde llevará a cabo su investigación.8En el entramado intertextual, Aragón y Zeledón, pese a sus diferencias sociales, culturales y de personalidad, resultan dos facetas de una misma historia de violencia y desmoronamiento nacional. Aunque no se conocen entre sí, se hallan vinculados por lazos familiares: Zeledón es el nieto de la fiel sirvienta de los Aragón -la protagonista de La sirvienta y el luchador-, el que ingresa en la actividad clandestina y ocasiona la muerte de su propia madre en un atentado terrorista.9 De tal modo, Moronga retoma la saga de los Aragón, acomodada familia salvadoreña en la que se sintetiza el fracaso de las utopías y proyectos nacionales, con el dolor y el destino incierto de varias generaciones.

Leer en el corazón del imperio

Otra vertiente de la trama novelesca vuelve a la historia de Roque Dalton. La primera novela de Castellanos Moya, La diáspora, aborda el asesinato del poeta y sus posibles motivaciones. En Moronga, el investigador Aragón indaga los entretelones de la captura de Dalton por la CIA, en 1964, en especial la red de espionaje y contraespionaje montada en torno al escritor y otros militantes de la izquierda revolucionaria. De este modo, la novela traza líneas de continuidad dentro de la producción narrativa moyana en diferentes aspectos. Por un lado, pareciera completar, con el último de los Aragón, una historia familiar/nacional signada por el desarraigo, la impotencia y la disolución. Por otro, hilvana con textos anteriores los ominosos episodios de traición y delación en el seno de aquella organización política, amalgamando hechos históricos con elementos ficcionales. Teresa Basile destaca en su lectura de La diáspora que la profundidad y gravedad de esta escena traumática -la traición de los propios- “provoca el desencanto y la pérdida del aura revolucionaria” (2015: 201). Por último, otra línea en los textos moyanosseñala la persistencia de operaciones de vigilancia/espionaje ejercidas en la región centroamericana desde mediados del siglo XX y perfeccionadas en el XXI con dispositivos tecnológicos cada vez más precisos para controlar a los migrantes, como se infiere del minucioso informe final. Sin embargo, al ojo del poder que lo ve y registra todo no le interesa el relato de la verdad, sino la estabilidad y eficacia del propio sistema, por lo que el profesor Aragón es injustamente acusado, mientras el exguerrillero, diestro en esquivar los aparatos de control, logra escabullirse (Perkowska: 28).

En la continuidad narrativa que venimos analizando, un tercer aspecto no menos importante resulta la exploración de subjetividades profundamente afectadas por la violencia, tal el caso del protagonista de Insensatez y el de Aragón en Moronga, personajes-lectores perturbados hasta la enajenación, manifiesta en una discursividadverborrágica, incontenible, exasperada por la ansiedad y el miedo, caracterizados además por una continua inseguridad que se vuelve paranoica. Así, durante el proceso de acreditación en los Archivos Nacionales, Aragón dice padecer el “síndrome del infiltrado” (182), un miedo que le crispa los nervios y que se acentúa al percibir una expresión de sospecha en el personal encargado de entregarle las cajas con los documentos clasificados. Lo domina una sensación de claustrofobia “a causa tanto de los vigilantes que se paseaban entre las mesas de trabajo como de las numerosas cámaras” (180). Es consciente de hallarse en “el corazón de los enemigos del poeta” (178) y de que tal control procede de “una lógica implacable, habida cuenta del clima de paranoia que padecía este país, contimás su capital política” (208). Su investigación está centrada en los cables relacionados con el caso Dalton, su secuestro y el intento de la CIA de convertirlo en doble agente en 1964. A medida que los lee, el investigador va reconstruyendo aquella operación a cargo de un oficial de contrainteligencia, en El Salvador. Si bien en los documentos Aragón halla el reporte minucioso de este agente, “muchas líneas y hasta páginas enteras estaban tachadas con un grueso plumón negro para evitar que el investigador supiera los nombres de los informantes de la CIA aún en activo” (219). El hallazgo de un cable repetido, donde quedara sin tachar el nombre de un doble agente cubano, le depara la sorpresa de reconocer al escritor de izquierda con quien había integrado un grupo de apoyo a las actividades revolucionarias, siendo muy joven. Para su espanto, piensa que el soplón pudo haber informado quiénes eran los miembros del grupo. Tal descubrimiento acelera la ansiedad y paranoia pues supone la existencia, allí mismo, de un expediente con su nombre, y “con la vista fija en el cable, como si pudiese pasar leyendo tanto tiempo una sola línea” (223) es víctima de un ataque de pánico. De este modo, la lectura, al revelarle aquel episodio de delación, enfrenta al investigador con su condición de sospechoso, pese a los muchos años transcurridos, lo cual profundiza su desencanto respecto de la utopía de juventud, así como también la percepción desasosegada de su vulnerabilidad.

La figura de Roque Dalton, motivo de la investigación y excusa de Aragón para viajar a Washington D.C., atraviesa las dos partes de Moronga. En los Archivos Nacionales, el profesor busca desentrañar (y desestimar) el malentendido respecto de las actividades de contraespionaje y traición atribuidas a Dalton, que en un primer momento sirvieron para justificar el asesinato del poeta a manos de sus propios camaradas. En cambio, la labor de Dalton-escritor parece haber caído en el olvido, como se hace evidente en la primera parte, cuando Zeledón no logra dar con el único ejemplar de su obra poética en la biblioteca del College. Si tenemos en cuenta que la selección del archivo de toda biblioteca valida caminos correctos que protegen de una lectura “errónea” (Zanetti: 266, énfasis en el original), la ausencia de libros de Dalton en esta biblioteca imaginaria parece señalarlos como poco representativos en la presente etapa de la cultura, por lo que no se fomentaría su circulación. Sumado a esto, el recorrido infructuoso de Aragón por una inmensa librería de Washington en busca de algún libro del escritor salvadoreño señala la casi nula visibilidad de la cultura y la literatura salvadoreñas en el mercado editorial global: “a veces ni la muerte escandalosa es suficiente para que los libros de un autor permanezcan en una estantería” (229).10 En cambio, la novela estima las obras de Dalton como lo mejor de la tradición literaria de El Salvador y, con este gesto, procura atraer la atención internacional hacia las producciones de la región.

A modo de conclusión

Las dos novelas de Castellanos Moya trazan un arco temporal que abarca los pasados conflictos internos centroamericanos, el atribulado presente del exilio y el futuro desalentador entrevisto para la región, en una escritura que otorga el tono adecuado a las voces de narradores profundamente afectados de desesperanza y cinismo. Nuestro abordaje se apoya en la amplia producción crítica acerca de la literatura moyana, pero ha intentado centrarse en las escenas de lectura ficcional que hacen visibles cuestiones estéticas e ideológicas vinculadas con la colocación del escritor (Zanetti: 14), ya que estos textos ilustran la crisis del optimismo progresista moderno, con su confianza en los libros y los beneficios de la lectura, a través de protagonistas-lectores expertos, para quienes, sin embargo, la actividad lectora no solo carece de hedonismo, sino que provoca sufrimiento al volverlos conscientes de su impotencia para mejorar la existencia cotidiana. En relación con las cuestiones estéticas, tales ficcionalizaciones, además de cooperar en el trazado de las circunstancias en que se realiza la lectura, suponen la búsqueda de una modalidad narrativa que reemplace el predominio del testimonio como garante de la verdad histórica y, en cambio, recurra a la relativización y se oriente a indagar las subjetividades devastadas por el derrumbe de las ilusiones y el imperio de la violencia.

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1Las figuraciones del lector en la literatura trazadas por Ricardo Piglia (El último lector, 2005) fueron el punto de partida para pensar la caracterización del sujeto lector en las novelas de Castellanos Moya.

2Respecto del deseo de escritura que no se concreta, para Noé Jitrik la negativa a comenzar la escritura podría explicarse en la imagen de un deseo contradictorio en relación con la depresión, es decir, un deseo de conservarse en el equilibrio caótico previo al acto de escribir “pese al intolerable peso que tiene lo que deprime” (66).

3La mención del asesinato de monseñor Juan Gerardi, uno de los impulsores del informe, en el párrafo final de la novela, permite ubicar la historia narrada en los últimos años de la década del noventa, en la capital guatemalteca.

4En el plano extratextual, referencia a Guatemala. Nunca más.Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica. Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 4 vols., 1998. Otro documento que contiene la memoria de más de tres décadas de guerra fratricida es Guatemala, memoria del silencio (1999). Comisión de Esclarecimiento Histórico. 12 vols. Véase Grinor Rojo (2018).

5Para Cortez, esta estética está “marcada por la pérdida de la fe en los valores morales y en los proyectos sociales de carácter utópico” (2000: s/d). Para César Aira, frente al tejido de creencias que conforman lo público, la decisión de no creer constituye la intimidad del hombre. El cinismo sería el estrecho margen de maniobra que le queda a la negación del lugar común y la obviedad, en los que coinciden fatalmente los sujetos, al compartir el mismo lenguaje como instrumento público (26).

6La valoración estética se establece al comparar lo que el narrador percibe como auténtico en los sentimientos expresados por los testigos, frente a la inautenticidad de discursos sin arraigo en la experiencia.

7Consultado en una entrevista realizada por el diario El País (Babelia Libros, 2018) acerca de la inestabilidad de estos personajes, el escritor responde que “son expelidos por su país, El Salvador, de donde salen caminando cada día 230 personas rumbo a los EEUU, según datos oficiales. […] Por eso viven peleados con el mundo que dejan, al que no quieren pertenecer más. Pero también tienen problemas para adaptarse al mundo al que llegan”.

8Erasmo Aragón ya había aparecido en novelas anteriores del autor. En Desmoronamiento, es el nieto mimado de la abuela hondureña; en Tirana memoria, un descendiente por la rama paterna de Pericles Aragón -su abuelo salvadoreño y personaje central de la novela- y en El sueño del retorno, el narrador-protagonista.

9También puede reconocerse en Zeledón al teniente Pedro de El arma en el hombre.

10Como señala Zanetti, la América Hispana presenta muy desparejos desarrollos de la industria editorial, sometida, además, al imperio de los intereses económicos del mercado. En esto han influido negativamente, entre otros factores, las precariedades de tal industria, la persistencia de la censura y “el rol periférico del español entre las lenguas autorizadas como vehículo del arte y la ciencia contemporáneos” (16).

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