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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.44 Mar del Plata Dec. 2022

 

DOSSIER "ESTUDIOS ANDINOS II"

El surgimiento del lenguaje: El jardín de Nora de Blanca Wiethüchter1

On the emergence of human language: Blanca Wiethüchter's novel El jardín de Nora

Alba María Paz Soldán1 

1 Universidad Mayor de San Andrés

RESUMEN

La novela El jardín de Nora (1998) construye el relato de vida de una pareja de inmigrantes alemanes que se instalan en La Paz, donde una vez instalados se dedican a plantar un jardín de acuerdo a las reglas de la jardinería europea de su país de origen. Este Paraíso en suelo extranjero es confiado a los cuidados de un nativo boliviano, un jardinero aymara. Llegan los hijos, y a temprana edad, quedan mudos uno a uno, y son cuidados por una institutriz alemana. El jardín, por su parte, muestra un gran progreso; sin embargo, periódicamente, aparecen huecos en él, lo cual hace que Nora se sienta frustrada. Este artículo lee la relación de los niños con sus padres y con el jardín, para poner en evidencia cómo se produce la mudez de los niños pero a la vez la emergencia de una nueva relación comunicativa con la naturaleza y el jardín: finalmente, dificultosamente, aprenden a expresarse en una lengua hecha de español y de aymara: la ficción narrativa había sido orientada a poner en evidencia los conflictos que subyacen a la construcción de una expresión propia, posible sólo una vez abierta la vía al encuentro con la tierra y la lengua comunes.

PALABRAS CLAVE: literatura boliviana; Blanca Wiethüchter; lenguajes; migración; pertenencia; expresión

ABSTRACT

In Blanca Wiethüchter's narrativeEl jardín de Nora(1998), a German migrant in Bolivia and his spouse seek and achieve in the alien soil of La Paz to grow a garden that meets their own native national stylistic standards. This European Garden of Eden of their own will be kept and tended by an Aymara gardener of their choice. The children of the migrant family born in Bolivia, and one at a time, and at a very early age, they lost speech. A German governess takes care of them. While the Garden looks greener every new season, Nora is repeatedly baffled by the disquieting opening up of empty holes on the ground. In this essay, we focus on the double binding of children, with their European family and with the German garden on American soil, one the source of their muteness, the other of the emergence of an unfamiliar familiarity in their commerce with nature and the garden. Not without difficulties, they eventually learn how to communicate in an idiom made up of Aymara and Spanish. This is the point the fictional plot of loss and retrieval purported to make: the uncovering of a web of conflicts underpinning every building up of a distinctively personal means of expression, only possible if in touch with earth and deeply rooted local languages.

KEYWORDS: bolivianliteratura; Blanca Wiethüchter; languages; migration; belonging; self-expression

La incursión de Blanca Wiethüchter (1947-2004) en la narrativa es posterior a su escritura de poesía, Asistir al tiempo (1975), y también posterior a la de su escritura crítica y sus ensayos que había iniciado casi simultáneamente con la publicación de su tesis redactada en París, Estructuras de lo imaginario en la obra poética de Jaime Saenz(1975). No es fácil decir si es extraño o más bien natural el hecho de que se animara a escribir aquel ensayo académico antes que probar con formas narrativas que parecerían más simples. Es posible que, para esta disposición, más exigente en precisión lingüística y teórica, haya influido su lengua materna, la que se hablaba en casa de sus padres a la par que el castellano. El alemán entre los idiomas modernos, se destaca por la precisión de su léxico, por una morfología que permite la formación de palabras compuestas y por lo enrevesado de una muy exacta sintaxis. Lo cierto es que la escritura de esta autora se ha caracterizado por buscar precisiones, en el castellano y que consistentemente, en el inicio de su obra, fue la poesía la forma que se le impuso como un espacio propio de indagación y como objeto de reflexión. Es también un hecho que Wiethüchter nunca va a usar ese idioma germánico, aunque lo haya heredado, ni para desarrollar su propia expresión, ni para teorizar sobre la poesía. Hace una elección: escribir y pensar en castellano, más aún, en castellano boliviano, elección que se extiende a toda su práctica de escritura. La poesía había sido su llamado primero. El que haya optado por determinada lengua y determinadas configuraciones parece estar ligado a una pulsión de arraigo, antes que a la búsqueda de pertenencia y, de manera crucial, a haber encontrado lo que inteligentemente señala Eugenia Brito (Wiethüchter, IV: 2017): su significante en la poesía de Jaime Saenz.

Si nos proponemos rastrear el inicio de la escritura narrativa en Wiethüchter, la primera de sus obras en que se advierte el contar como gesto pleno es Memoria Solicitada (1989). Según se deduce, este texto, compuesto a pedido de un lector del poeta, habría sido concluido en 1988, dos años después de la muerte de Jaime Saenz. Si bien este es un texto motivado por la muerte de dicho autor, la pregunta que guía la escritura de Wiethüchter, sobre la obra del propio Saenz, interroga la génesis de esa obra a partir de las particularidades de una personalidad y de una cotidianidad. El gesto narrativo se conjuga con el gesto crítico y reflexivo que se vuelve a la observación del lenguaje saenziano. Es un texto que no privilegia la obra de su mentor, como su trabajo crítico anterior, sino que da testimonio de sus experiencias con él, ahí están las obsesiones y aspectos de la personalidad saenziana, ahí están las indagaciones sobre la vida, el amor, la soledad y la muerte que constituyen el sustrato del lenguaje poético de Jaime Saenz.

El tipo de escritura que inaugura Memoria Solicitada (1989), donde el gesto narrativo complementa la reflexión sobre una producción artística se continúa con el texto sobre la pintura de Ricardo Peréz Alcalá, Los melancólicos senderos del tiempo (1997) y con el texto póstumo La geografía suena (2005) sobre la obra musical de Alberto Villalpando. Estos trabajos han sido caracterizados por el crítico Marcelo Villena, al estudiarla en el tercer tomo de las obras completas, como una crítica-afición. En los tres libros se destaca un gesto inicial que es narrativo. En el primero el deseo de contar lo compartido con Saenz; en el segundo, ya más ficcional, a partir de la conferencia de un crítico de arte, Bloomfield, se cuentan las circunstancias y el discurso crítico sobre la pintura de Pérez Alcalá; y en el tercero, se narran aspectos de la vida del compositor Alberto Villalpando. Todas estas narraciones, entrelazan reflexiones sobre la obra artística y las propias inquietudes de Blanca sobre lo poético.

El gran impulso narrativo de Wiethüchter está en sus últimos años. Diez años después del inaugural gesto narrativo de Memoria Solicitada publica su narración más comentada y estudiada, El jardín de Nora (1998), a la que dedicamos el estudio que sigue.

Podríamos decir que el Jardín de Nora (1998)es el relato del surgimiento de un lenguaje propio en condiciones de negación y repulsión.2 Una pregunta está por detrás de la trama y la desata: ¿Cómo el surgimiento de un lenguaje propio, tan difícil y tan naturalmente resistido por el medio y por las condiciones circundantes, resulta, sin embargo, posible? La narración se inicia con el descubrimiento del jardinero y esto es el anuncio de algo, todavía desconocido, que va a despertar un antiguo y persistente rumor en el cuerpo de Nora, la madre de los mudos. Es el presentimiento y luego el sentimiento de que esa admonición sobre el jardín anuncia algo malo, una amenaza que inquieta desde adentro:

el rumor en su pecho, ese rumor que la venía acosando desde hacía años y que últimamente había cobrado una frecuencia inusitada, para advertirle de ese algo que tenía que ver con el miedo que ahora percibía, ese miedo atroz, que no es sino una forma de resistir al mal; al mal que de una manera o de otra ya se espera, como a una visita y que Nora vigila desde el día en el que decidió forzar la tierra a producir un jardín como si estuviera en Viena. (57)

Si bien queda explícita la sensación de miedo y la turbación emocional, también queda expresamente dicho -de manera más sutil, rebasada y atenuada por la centralidad de las sensaciones- el origen, el desde cuándo, la causa de ese mal que espera: el haber decidido “forzar la tierra”. Hecho que después será narrado desde la llegada a La Paz de Nora y Franz, su esposo, la decisión que tomaron de comprar el “terreno pedregoso” y su deseo de fundar “el espacio primigenio de su unión perfecta, pues se sentían en todo los primeros”, deseo que proyectarán a lo largo de sus vidas. Pero, lo hicieron contradiciendo las recomendaciones del “especialista” que veía mucha dificultad en lograr un jardín en ese lugar, e ignorando su advertencia respecto de los huecos y su sugerencia de hacer una casa con animales domésticos donde puedan “…hurgar los chicos sin molestar”. (66)

Después de dilatar su enfrentamiento con lo que tiene que mostrarle el jardinero, “lo horrible no se marcha por hacerlo esperar” (59), Nora comprueba “ese tajo” y percibe con horror que la tierra también se resiste. Todo esto se narra en estilo indirecto libre que funde la narración con la voz y el punto de vista de Nora, con una suerte de monólogo interior, focalizado en su obsesión por planchar la ropa de Franz perfectamente por el amor especial que le tiene. Este estilo también busca recoger y sumar el pensamiento y el lenguaje del jardinero aymara.

Extrañamente el rumor ya no se manifestaba al ver ese “enorme hueco” (60) que lo único que exhibía “impúdicamente eran “sus secretas capas interiores, las que ellos mismos habían añadido al pedregoso lecho del río” (61). Se trata de un hueco, asociado a la nada: “Miró anonadada el no hay de la nada que ahora ocupaba el lugar del rosal” (60) y lo único que puede ver en él, en su interior, es aquello que ellos mismos le han puesto en su afán, en su deseo de construir allí el jardín: “el paraíso prometido a los dos para ser el espacio primigenio de su unión perfecta” (63), aunque ello implicara tener que luchar contra el terreno pedregoso. Ahora lo que le importa a Nora es el hueco. Al indagar cómo se ha producido este agujero, después de desechar la visión de los restos de un sullu, de descartar la intervención de los perros (67-68), su vista descubre un papel de chicle bazooka y allí parece afincarse la causa del horror: en sus hijos, los mudos (69).

La reacción emocional de Nora se expresa en la presión que siente en los senos para acabar haciendo brotar una leche agria, reacción corporal que alude a la maternidad. No obstante, es una maternidad conflictuada, dañada como la leche que produce. Manifiesta una culpa imprecisa pero ligada a su deseo, a su deseo de jardín y al rosal, ahora desaparecido:

ese dolor que menos que un dolor era una presión que le hinchaba los senos con una amenaza de explosión, y que a veces, sobre todo cuando sentada en plena contemplación del rosal de fuego, “el rosal de rosas que viajó en maceta desde Viena a La Paz, el rosal que amo como a ninguna otra planta de todo el inmenso jardín”, presionaba con una angustia sin límites y empujaba hasta hacer brotar no sangre, como ella imaginó la primera vez, sino una especie de leche o suero amarillento, tal vez leche agria. (58)

En este pasaje llama poderosamente la atención el “sobre todo” que señala el momento cuando se produce ese rumor en el pecho, cuando contempla el “rosal de fuego […] el rosal que amó como a ninguna otra planta de todo el inmenso jardín” y cuyos “pinchudos aguijones” habían hecho “llorar a los niños por orden de edad, llorar de dolor, pero también de estupor”(62). ¿Cómo ha de entenderse esa maternidad conflictuada y el amor a la planta traída desde Viena?

Si de amor y deseo se trata, veamos qué hace el pensamiento de Nora ante el indicio del papel de chicle bazooka que acusaría tácitamente a los hijos por el daño al jardín. Sus recuerdos se refugian en las veladas con Franz, en el recinto íntimo donde disfrutaban de la música y de la contemplación de obras plásticas universales. Y así recuerda aquella noche en que observaban, “no sin espanto […] aquel fresco de Rafael que representaba a la pareja paradisíaca, separada por el manzano en el que se enroscaba la serpiente, cuya cabeza parecía una niña o tal vez un niño”. (69) El descubrir que la serpiente tiene la cabeza de un niño conmociona a Nora porque revive el horror que le producen sus propios hijos:

Son ellos los que separan, son ellos la causa de la expulsión del paraíso. Son los eternamente expulsados. Los causantes del dolor, del sufrimiento y de la muerte. Sin ellos no habría muerte, Franz, no habría dolor. Oh, Franz, no deben destruir nuestro paraíso. (70)

Y Franz procura calmar este espanto: muy racionalmente explica que sus hijos son débiles e inofensivos, “son unas pobres aves que ni siquiera saben hablar”. (70). No sin alguna inseguridad imputa la mudez de su prole a la situación geográfica y a las condiciones físicas de La Paz. La explicación busca, pero no encuentra, las certezas que brindaba un determinismo característico del siglo XIX: “Y no sé si ha sido la altura y la falta de oxígeno o las montañas que obligan a los chicos a vivir con otra mentalidad, las que tal vez los han dejado mudos. Son muy altas estas montañas”. (70)

El pecado original de los niños -uno del que no tienen culpa- parece ser el no haber nacido en Austria, en otra parte. Este pensamiento determinista será avalado con la mención de un gran escritor del siglo XX. Con su escritura, Franz Kafka ha cuestionado el determinismo y las explicaciones causa-efecto para lo humano, versiones que todavía se blandían en su tiempo. En su Carta al padre (1919), Kafka expresa las sensaciones de debilidad y de inseguridad que le produjeron siempre las actitudes dominantes e impositivas de su padre y lo confronta con ese tratamiento, ese error. En El jardín de Nora hay una ironía en la inversión que efectúa el discurso del personaje: desplazamiento del hijo escritor al padre, que no escribe, pero habla, y que intenta reducir y someter a sus hijos. La potestad paterna y el consiguiente daño afectivo en los hijos quedan expuestos a través de la erudición exculpatoria del Franz de esta historia, que parece identificarse y comprender al padre de Kafka antes que los sentimientos del hijo Kafka en su reclamo filial que le expresa al padre cuán doloroso es su crecimiento. Nueva ironía, nueva paradoja: el comentario de Franz parece que fuera empático con el escritor, pero lo es con el padre: “-No sé por qué- dijo Franz después de un momento -no sé por qué asocio este instante con Franz Kafka. Pero él, él sí sabía, sí ha entendido algo de todo eso, por eso condenan los padres a los hijos.” (71)

En esta ironía de la autora respecto de la condena -otro tema y texto kafkiano- adquiere relieve la implicancia mutua de los extremos, en la relación padre-hijo. Hasta pareciera que por ello, las posiciones se vuelven reversibles; de manera semejante a cómo se complementan los términos en la relación amo-esclavo que también, por eso mismo, puede incluir en una misma persona las dos posiciones imaginarias.

Franz acepta y realiza esa condena de debilidad y amenaza contra los hijos. Por su lado la madre, cuyo cuerpo ha gestado a esos hijos, no los puede alimentar, pues no los nutre el alimento que les ofrece: esa otra cultura, ese jardín de Viena que ella sí ama y que quisiera que ellos también amaran. Esos sentimientos quedan como algo que brota del cuerpo de la madre, pero desfasado, caduco, como esa leche agria. En realidad, es el miedo a la libertad de los hijos (“Nora se asustó de tal libertad que podía ser molesta”), a que adquieran una expresión propia, a la germinación de algo que pudiera no encajar en el paraíso soñado por ella y Franz como pareja primigenia. Ese miedo lleva a estos padres a condenar la posibilidad de la expresión de los hijos. Sin embargo, la expresividad de los hijos estalla en el entusiasmo al corretear por el jardín y en la manifestación más primaria de satisfacción, la risa: “-Pero ríen, Franz-le interrumpió vehemente la mujer -siempre ríen como si no estuvieran mudos. Y eso es a veces peor que poder hablar.” (71)

¿Cuántos sistemas represivos conocemos que se intensifican por el miedo al enemigo, por imaginar que pudiera superarlos en fuerzas, en estrategias, en recursos de pensamiento y formas de vida? Así también la educación se torna represiva y autoritaria ante el temor por la amenaza que significan las nuevas expresiones y concepciones que desarrollan los estudiantes con un poco de libertad en el aprendizaje. Pero, volviendo al “Jardín de Nora”, estos padres, como cualquier sistema dominante, le temen a la risa, al libre desplazamiento de los hijos y a “los gritos gozosos, extraños” (86), pero también y principalmente al lenguaje que ya están adquiriendo los hijos y que por lo visto no condice con el sueño, ni con la música en los oídos que ellos esperan escuchar. Y no es de extrañar que sea una piedra, tan propia del terreno donde deciden hacer el jardín, la que despierte el mayor entusiasmo del niño.

Ya sin titubear, Nora corrió tras el niño el mismo instante en el que lo hacía Franz, ya en trance de no poder detener su disgusto mientras el niño aún con tiempo, daba gritos:

- ¡Kala, kala!

Encaramándose sobre el basalto negro pulido:

- ¡Kala, kala!

Con k oclusiva, pura, sorda y postvelar, y Nora, ya cerca, corregía suplicante:

- ¡No!, ¡piedra!, ¡piedra!

Y Franz, ya sobre el niño:

- ¡Nein, Stein, Stein!

Y el chico despistado, montado sobre la parte alta de la piedra de la concordia, animado por lo que leía como entusiasmo familiar:

- ¡Kala, Kala!

Otra vez con la k oclusiva, pura, sorda y postvelar, mientras Nora intermediaria:

- ¡Piedra, piedra!

Y Franz fanático:

- ¡Stein, Stein!-A tiempo de impulsar el brazo, para fortalecer la palma de la mano que restalló seca en una bofetada sobre la pequeña mejilla blanca del niño, mientras repetía fuera de sí:

- ¡Stein, Stein! (87)

En El jardín de Nora está en juego nada más y nada menos que el miedo de estos padres a la expresión libre de sus hijos, pero también a la lengua aymara frente al español y al alemán. Miedo que coarta el crecimiento autónomo y libre, que frustra el desarrollo de su propia expresión.

Por la misma constitución de la naturaleza humana, los niños desarrollarán su lenguaje tomando elementos del medio y de la cultura que los rodea, de la que se apropiarán como lo hace todo aprendizaje en el proceso de crecimiento. Esencialmente es por esa represión que los diez hijos de Franz y Nora pierden el habla cuando llegan sucesivamente a los siete años, edad en la que, en condiciones normales, el niño está en mayor contacto con el medio social -va al colegio y aprenderá a leer, como dice Franz- y ya la familia deja de ser el mayor modelo para su desarrollo. Pero también porque estos niños han sido aislados de sus padres y por ello comparten más con el jardinero y la gente de servicio de la casa.

Que la libertad de esos niños significa una amenaza se muestra con mayor nitidez en la escena en que los padres, por considerar que el primero de sus hijos ha llegado a esa edad, intentan que éste haga el pasaje por un rito de iniciación. Buscan iniciarlo en la cultura del jardín, dotarlo de un modelo de centinela del rosal: un enano traído de Viena expresamente para esta función. El niño no acepta para sí la imagen del enano, para representar su presencia en el jardín, no quiere o no entiende que ellos quieren que le dé su propio nombre. Para los padres esto ya constituye la mudez:

- ¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te llamas, idiota? Pero el niño no respondió.

Se miraron Franz y Nora, Nora y Franz, rendidos por la mudez. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer con este niño que se resistía a comprometerse con las claves de la integración al jardín? (89)

Entonces sucede que, en una parte no programada por ese ritualismo, el padre saca una rosa y se la entrega al niño. Este reacciona ante el pinchazo de una de las espinas y suelta la rosa. Y el padre se violenta, al considerar este acto como una torpeza de su hijo, y hace que la sangre caiga al jardín, riegue el jardín: “y cuando el hijo, para no molestar, intentó chuparse la sangre que le brotaba, el padre tomó bruscamente el dedo e hizo escurrir dos gotas penosas a la tierra.” (90)

Esta escena de concentración simbólica sella una pertenencia espacial específica, marcada de diferentes maneras en la novela, la del vínculo que une a los hijos con la tierra. El juntar la sangre del niño con la tierra sella esa conexión ante el mundo. En un ensayo sobre Jesús Urzagasti, Blanca Wiethüchter con relación a este tema dice lo siguiente: “Pienso que tal vez más importante que el nacer en un sitio sea el ser enterrado, porque señala la conjunción de sangre y tierra que anuda nuestro cuerpo y nuestro ángel al lugar, como señal de linaje”. (Wiethüchter, 2017: IV: 185)

Y entonces se manifiesta el contraste con la relación que Franz y Nora tienen con la tierra, a la que le quieren imponer el famoso jardín, un jardín modelado en Viena, en otra cultura, y sienten que la tierra se les resiste. De esta manera insisten en su no pertenencia, en su no conjunción, ni aceptación de la tierra, mientras que al niño lo que le cuesta es poder entender, aprehender los ritos de esa otra cultura (el enano tallado en madera, la mesa, el champagne, el jardín, el lenguaje: el nombre recibido, quizás en alemán, y los nombres de las plantas en latín); no obstante, sí puede sentirse parte de esa tierra.

La escena simbólica e ineludible, marca, a la vez, una pertenencia, la de los hijos a la tierra, y, una no-pertenencia, impertinencia, la de los padres. Pero esta oposición tiene otra consecuencia inmediata: la ruptura entre padres e hijos, la disyunción de la sangre del hijo respecto de su propia sangre: la de sus padres. Y esto no puede dejar de ser registrado por el cuerpo de la madre:

Fue en ese preciso momento, tal vez exactamente el instante en el que la sangre tocaba tierra, con un ritmo que crece oscuro y alado, como un viento afilado buscando expandir su bronca, como murciélagos sorprendidos, que apareció aquel rumor por vez primera en la jaula del pecho exprimiendo la leche. (90)

En las primeras líneas de la cita se señala precisamente la ruptura y el momento en que surge el rumor en el cuerpo de la madre. Esto ocurre cuando la sangre del hijo se mezcla con la tierra, esa tierra que al reaccionar según su naturaleza -en la zona a la que se refiere el relato, por algún efecto de la erosión producida por sequías y lluvias en su conformación, no es extraño que se abran huecos- rechaza el jardín vienés.

Aquí se evidencia la otra disyunción entre la tierra y el jardín, como dos cosas distintas y hasta opuestas. La tierra resiste la imposición de una cultura ajena y, unida a la sangre, le da al niño una pertenencia; mientras que el jardín parece resistir la identidad y el lenguaje del niño: “Ni uno de los niños pudo jamás pronunciar su propio nombre en el jardín. Tal vez porque para lucir un nombre hay que pertenecer a un lugar y ellos habían perdido el territorio que abarca la sombra de un árbol antecesor” (91).

El jardín da pertenencia y lugar a los enanos de madera, mientras que la tierra remedia la pérdida del árbol antecesor de los niños. La tierra subsana la disyunción que se produce entre padres e hijos, entre una lengua y una cultura, disyuntivas que dificultan la expresión de los niños, donde la tierra se constituye en un espacio que los acoge.

En el desarrollo del relato, ese “horror” de la ausencia del rosal, el vacío, la nada, se ve parcialmente solucionado. El jardín es recuperado y el rumor en el cuerpo de la madre se va. Al mismo tiempo que los niños mudos dejan de estar a cargo de la sabiduría libresca de FrauWunderlich para quedar bajo el saber científico de un nuevo especialista que se compromete a conseguir que hablen. Será precisamente en una celebración familiar cuando este profesional muestre sus logros. Entre grandes esfuerzos los mudos pronuncian las palabras: papá, mamá. Pero entonces, mientras el padre quiere saber qué más han aprendido, el rumor retorna ineluctable al cuerpo de la madre, antes de que pronuncien “¡Bbbbuuuueeeeccccoooo!” (94)

Pareciera que la tierra volviera a abrirse con esa palabra que pronuncian dificultosa, pero unánimemente, las diez bocas. En lo que podríamos considerar ese lenguaje auténtico, que conectado a la tierra, vibra en ella cada vez que se abre un hueco, como en el lenguaje de la poesía, de los locos, de los niños (Heidegger, 1989). Así, se delinea una semejanza importante entre las bocas huecas de los hijos, de donde intenta salir la palabra, y el hueco que se abre en la tierra:

El que se abrió ahí mismo, abismal y profundo, que se abrió con el viento de voces como una garganta que al despeñarse hacia el fondo dejaba al descubierto los negados jugos de un jardín oculto, que se destapó con un tumulto de piedras como frutos resecos, que ahora despeñadas sobre Franz y Nora los hundían sin oportunidad de voz en aquel hueco negro, despejado por aquella decena de bocas desbocadas, diseñadas con seguridad para otra cosa.

Al otro lado del hueco, no había nada. (94)

Ante este vacío -el hueco, la nada- la expresión de los mudos surge con dificultad. No es lo mismo hablar, pronunciar las palabras, que lograr la propia expresión. Solo después de que “aprendieron a hablar”, explica la voz narrativa, los mudos la lograron, al pronunciar “putunhuico”, pero precisamente “nadie los entendió” por ser esta una expresión nueva y propia de ellos, resultado de la propia e íntima sensación en conjunción con las palabras que les ofrece su medio cultural: phutunku en aymara, unida a “hueco” en castellano.

El hueco, esa nada que tanto horror produce en el relato, resulta, como las bocas de los niños, el espacio que posibilita el surgimiento de la expresión propia. Pero no porque conlleve o implique significados especiales, sino precisamente porque carece de cualquiera de ellos: “Al otro lado del hueco, no había nada.” (95), es un vacío que por serlo permite nuevas inscripciones. Los huecos del relato se asocian con las concepciones de la nada en Stephan Mallarmé, según palabras de Eduardo Milán.

La Nada tampoco es un espacio mítico-simbólico de carácter pretemporal, una memoria de lo anterior puro cuando no existía nada, por ejemplo. No es un vacío antes del mundo, que sería una especie de “lleno”. La Nada mallarmeana es más bien un estado inverificable fuera de sí mismo pero que actúa como una conexión: la Nada, para Mallarmé, es un mecanismo que genera posibilidades infinitas de trasformación simbólica. (Milan, 1998:27)

Ante condiciones de repulsión, horror y negación hacia otros lenguajes, la transformación sin embargo se produce. Aunque con dificultad, la expresión propia se logra, representada por la palabra “putunhuico” que recoge un cúmulo de percepciones y sensaciones de la subjetividad de los mudos. Algunas de ellas son el temor y la obsesión que tienen los padres por el significado “hueco”, la vivencia opuesta de los niños ante el jardín y ante la tierra, el significado asociado a los accidentes del terreno, a las lenguas brindadas por el entorno (aymara y español). De la vivencia de todo ello surge una expresión auténtica que vence la artificialidad que se imponía. Los mudos han vencido la mudez al lograr esa incipiente expresión, el inicio o la posibilidad de su propia expresión, entonces el mundo por ellos vivido podrá ser ahora un nuevo mundo simbólico, gracias a su propio lenguaje: un nuevo lenguaje.

Aquí también podemos ver proyectarse el proceso creativo, simbólico de la autora, el surgimiento de su escritura, sus elecciones de lengua y tierra, así como sus conquistas de libertad. La misma dedicatoria: “Para Cachín y el submarino amarillo” está ligada a otros elementos de la simbología personal de la autora. Por una parte, Cachín es Luis H. Antezana, quien a fines de la década del setenta había llegado de Europa con innovadoras reflexiones sobre el lenguaje literario. Los nuevos modelos abrían diversas posibilidades de lectura para los estudios literarios, pero también para el estudio de los lenguajes sociales. La semiología conmocionó las pretensiones de conocimiento de quienes entonces indagaban en la literatura. Cachín se convirtió en un gran interlocutor de Blanca Wiethüchter. Por otra parte, TheYellowSubmarineo el submarino amarillo, tema grabado por los Beatles en 1969, llegaba a Bolivia como la expresión musical más revolucionaria por la riqueza de sus connotaciones y por incorporar lenguajes sonoros poco usuales en la música popular: burbujas en el agua, vasos de cristal entrechocándose, el ruido de una cadena que se estrella contra una superficie metálica: todo lo tradicional se oía y se veía sacudido.

*Alba María Paz SoldánesProfesora de Literatura y Coordinadora del Instituto de Investigaciones Literarias en la Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia. Ha enseñado en universidades de España, Argentina y Ecuador. Fue Coordinadora Académica del Departamento de Cultura de la Universidad Católica Boliviana San Pablo por 14 años. Su tesis doctoral fue publicada por Oxford UniversityPress como introducción a la traducción de la novela Juan de la Rosa al inglés (2006). Es autora de Sed que no para. Ensayos reunidos (1982-2020) y co-autora, con B. Wiethüchter, de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia. Ha publicado artículos en revistas de Venezuela, Argentina, EEUU y Chile. Integró el Consejo Editorial de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (2015-2020).

Referencias bibliográficas

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1 Este artículo se reescribió tomando como base una parte del Estudio Introductorio titulado “De un gesto narrativo y libertario en la escritura de Blanca Wiethüchter” en el Tomo II Obra Completas de Blanca Wiethüchter. (Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia-Fundación del Banco Central de Bolivia, 2017)

2De aquí en adelante todas las referencias a las obras narrativas de Blanca Wiethüchter mostrarán únicamente el número de página entre paréntesis, que remite al Tomo II de Blanca Wiethüchter. Obra Completa.

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