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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.44 Mar del Plata Dec. 2022

 

MISCELÁNEA

Figuras del deseo (Erotismo y significación en la narrativa de Felisberto Hernández)

Figures of desire(Eroticism and significance in the narrative of Felisberto Hernández)

Gustavo Lespada1 

1 Universidad de Buenos Aires

RESUMEN

La atípica narrativa de Felisberto Hernández (1902-1964), signada por la divergencia y la ambigüedad, también establece con el deseo una singular relación, en muchos sentidos contrapuesta con los ingredientes comunes al relato erótico. Rasgos caricaturescos y hasta ominosos pueden suscitar una apetencia sensual y transgresora -obsesión que llega a trasladarse a los objetos- en el narrador protagonista de sus cuentos, siempre bajo el manto de la anfibología y la curiosidad. Es nuestra intención destacar este aspecto de su escritura mediante un relevamiento minucioso de las figuraciones del deseo a lo largo de toda su obra para, posteriormente, detenernos en un relato tardío en particular que, de alguna manera, excede y culmina su particular asedio al erotismo: “Úrsula”.

PALABRAS CLAVE: escritura;deseo; erotismo; procedimiento; Felisberto

ABSTRACT

The atypical narrative of Felisberto Hernández (1902-1964), marked by divergence and ambiguity, also establishes a unique relationship with desire, in many ways opposed to the common ingredients of the erotic story. Caricature-like and even ominous features can arouse a sensual and transgressive appetite- an obsession that reaches objects -in the main narrator of his short stories, always under the cloak of amphibology and curiosity. It is our intention to highlight this aspect of his writing by means of a detailed survey of the figurations of desire throughout his entire work to, and then to focus on a short story that exceeds and culminates his particular siege on eroticism: “Ursula”.

KEYWORDS: writing; desire; eroticism; procedure; Felisberto

Los inicios

La narrativa de Felisberto Hernández (1902-1964) pareciera tener un núcleo generativo en los interrogantes que se abren y proliferan en torno al universo femenino que incluso a veces se manifiesta como un sucedáneo erótico, sexual. En sus relatos, la mujer es un misterio al que ninguna posesión o conocimiento puede descifrar: por eso su escritura se comporta como una metonimia arrojada sobre lo que no sabe -lo cual repite en varias ocasiones a lo largo de toda su obra-, deseo de lo desconocido, de lo inasible.

A pesar de pertenecer a la primera etapa de Felisberto, “La cara de Ana” (1930) presenta, tempranamente, todas las características propias de su particular estilo, a saber: el extrañamiento de lo cotidiano, la conjunción de lo disímil -privilegiado en la figura del zeugma-, la animación y autonomía de entes u objetos y su contracara de cosificación y fragmentación de lo humano, el uso desembozado de elementos biográficos con fines estéticos, el registro divergente que atenta contra la linealidad progresiva y el cierre final del cuento clásico, el humor absurdo al servicio de desacralizar certezas, normas, estereotipos y prejuicios, etcétera. Así lo vieron, entre otros, Ángel Rama (1982) y Ana María Barrenechea (1982). Por mi parte, cuando lo analizara oportunamente, señalé que este texto inaugura el relato de la memoria con una densidad narrativa que nada tiene que envidiarle a los de Nadie encendía las lámparas. Además de la inquietante locura del personaje de Ana, encontramos aquí un narrador infantil en primera persona -similar al de la primera parte de El caballo perdido-, un uso divergente de la prosopopeya en sensaciones, abstracciones o sentimientos que cobran autonomía, ciertos desvíos en el manejo de algunas figuras retóricas como la comparación, la elipsis y el zeugma, además de sus típicos deslizamientos sin solución de continuidad entre el sentido propio y el figurado (Lespada 2014: 81-91).

“La cara de Ana” es el escenario de la desfachatez, del descaro; el lugar emblemático del título presenta una identidad atravesada por la contravención, una doble contravención. En el nivel semántico, Ana encarna la insolencia, la transgresión de la normativa de los adultos que representan la Ley. La risa desobediente de Ana, al violar el silencio de los mayores, tiene dos consecuencias: por un lado, el castigo que le inflige su madre a la niña; por otro, la identificación alegre y solidaria del narrador, en franco desafío a la admonición y la censura. Habría una identificación con la propia escritura, ya que en su ejercicio de extrañamiento, imprevisibilidad y desacato este personaje adquiere una dimensión metadiegética. En Ana se prefigura una poética que confronta con los cánones de las escuelas realistas o naturalistas dominantes en el Uruguay de 1930. Pero, además, y esto tal vez no ha sido señalado claramente, desde sus orígenes esta narrativa se centra en el misterio femenino. Ana encarna esta estética disruptiva no sólo por su extrañeza singular y sus contravenciones sino también -o sobre todo- por ser mujer.

La lógica que parece animar estos relatos es la de decir mucho más que lo que dicen como en la sinécdoque. Pars pro toto, la parte por el todo. Ese trayecto significativo que va desde la parte al todo carece de una representación significante, no está escrito ni tiene signos materiales que lo sustenten, sin embargo, en esa ausencia se forja un sentido, en esa falta se produce una imagen: la presencia de lo que no está, el ser de lo que no es, como el andar a tientas palpando la cara de las muchachas en “Menos Julia” o “el deseo de descubrir o violar (los) secretos” de Celina, la profesora de piano en El caballo perdido (Vol. 2: 16). Sobre esta paradoja se formula una estética, un no decir que dice más acerca de las carencias y todo lo ignorado de este mundo que cualquier otra prosa que confiera realidad sólo a lo evidente o manifiesto. Si lo que se nos revela a los sentidos lo hace a expensas de desplazar otras realidades, la recuperación de esas exclusiones pareciera ser el objetivo de esta estética. Maurice Blanchot dice que por la percepción de la ausencia de esas realidades imaginarias -que también forman parte del mundo pero que han sido puestas fuera de juego-, “por su ausencia, por la realización de esa propia ausencia es que empieza la creación literaria” (1993: 34).

Al ubicarnos en la zona de lo excluido o desplazado indefectiblemente nos colocamos en un terreno opuesto a lo establecido o dominante, o sea en el registro que se identifica con la lengua materna en disidencia con el discurso de la Ley patriarcal. La ruptura con lo previsible y los significados instituidos relaciona esta prosa con la semiosis poética -Julia Kristeva mediante- puesto que estamos ante una escritura que pone en tela de juicio la identidad del sentido, antes que una correspondencia especular con las estructuras (simbólicas, sociales). Una práctica que, al abrirse a formas alternativas de significar y valorar el mundo, postula la obsolescencia de concepciones arquetípicas porque en ella también se produce algo diferente de cualquier otro saber, allí se destruye y se renueva el código social (Kristeva: 249-287).

Intentaremos fundamentar esta hipótesis mediante un rápido inventario de las motivaciones de algunos de sus relatos, además de “La cara de Ana”. El misterio que rodea la relación de la muchacha con los objetos será el tema de “La casa de Irene”; en “La envenenada” el literato encontrará “asunto” para escribir en la mujer muerta; el deseo es notorio en “Hace dos días” en que el amante necesita dejar constancia de lo que imagina cuando se dieran el primer beso y “cómo sería el silencio de alrededor de ese beso” (Vol. 1: 87); en Por los tiempos de Clemente Colling, es Petrona quien reviste rasgos metadiegéticos, esa tía lejana, autodidacta, que posee undesarrollado “sentido estético de la vida” (153); en El caballo perdido la memoria se dispara hacia el precoz enamoramiento del niño de su profesora de piano y la diseminación del deseo sobre los ambientes y objetos de su casa; la seducción inconclusa de la joven pelirroja en el cuento “Nadie encendía las lámparas” que culmina en el oscuro umbral de una situación erótica; “El balcón” tiene como protagonista a una muchacha desquiciada que está enamorada de su balcón y cuyo acoso nocturno sobre el narrador parodia el relato de alcoba; el episodio central de la sonámbula en “El acomodador” posee fuertes connotaciones sexuales con esa luz de los ojos intrusos que recorre y penetra el cuerpo desmayado de la muchacha.

Abundan los pasajes en que la concurrencia de ciertos elementos propios del erotismo y la sexualidad parecieran estar aludiendo a otra escena por vía de la cifra y la sustitución como sucede en el ritual del túnel en “Menos Julia” en que el tacto sobre las mujeres inmóviles sustituye a la vista. La dualidad y el equívoco alcanza un clímax en “La mujer parecida a mí” cuando la maestra conduce al caballo a su habitación con todos los ingredientes de un encuentro amoroso en clave: la cama, las caricias, las ropas revueltas, la mujer que aguarda a que estén solos para introducirlo en su dormitorio con recomendaciones de silencio y discreción mientras el espejo duplica la escena. “Lucrecia” en vez de la cortesana intrigante de los Borgia será la desvalida reclusa, dueña de tan hermosos ojos que al mensajero le extrañará “que también le sirvieran para ver” (Vol. 3: 94); en Las hortensias, un morboso deseo subyace en la atracción de Horacio por las muñecas que percibe como mujeres dispuestas cuyo recuerdo funciona como si les “robara una prenda íntima” (Vol. 2: 198). En “La casa inundada”, el narrador protagonizará estrambóticas y esforzadas ceremonias con su voluminosa partenaire en una cama, rodeados de velas encendidas en budineras flotantes y la imagen de un chivo; y más, muchas escenas más en las que la sexualidad y el erotismo se encuentran encubiertos en alusiones oníricas.

Pero, ¿cuál es el límite del deseo en esta narrativa? ¿dónde se traza la raya? Esta pregunta viene a cuento porque Felisberto evidentemente tiene como objetivo corroer certezas, destruir estereotipos y doblegar convenciones -literarias, culturales-, en este sentido es notorio que el ideal de belleza -ya socavado con la locura de Ana o la cara de caballo de Tomasa- resulta demolido en “La casa inundada” y la impiadosa comparación de la obesa anfitriona con una “elefanta blanca” (Vol. 2: 236). Pero el deseo no cede en nuestro personaje, es más, pareciera estar en proporción directa con el volumen desbordante de la dueña de casa, al punto que Margarita parece remitir a la gran madre universal, a la hembra exuberante de las tallas paleolíticas, a la suprema sacerdotisa de “una religión del agua” (252), a la soberbia figura matriarcal a la que se somete el narrador subalterno como el zángano frente a la reina de la colmena.

2. Hipérboles, prosopopeyas: las figuras del exceso

Tal vez no hay raya, ni límite. Tal vez esa preservación de la ambivalencia, la forma cifrada de la pulsión y el estudiado desvío fueran sólo una manera de contradecir las expectativas de lecturas que también responden, por cierto, a protocolos y convenciones. “Úrsula” es un cuento en el que se redobla la apuesta de “La casa inundada” para dar paso al deseo manifiesto por lo ominoso. Deseo que no cumple con los pasos progresivos del suspense -condición del género, al menos del cuento clásico- sino que golpea con su apertura sin ambages al desprevenido lector:

Úrsula era callada como una vaca. Ya había empezado el verano cuando yo la veía llevar su cuerpo grande por una calle estrecha; a cada paso sus pantorrillas se rozaban y las carnes le quedaban temblando. A mí me gustaba que se pareciera a una vaca. Una noche que el cielo estaba bajo y se esperaba la lluvia, un auto descargó sus focos sobre el cuerpo de Úrsula. Ella dio vuelta la cabeza y enseguida corrió para un lado de la calle estrecha; parecía una vaca sacudiendo las ubres (Vol. 3: 121).

La comparación recorta en el cuerpo la marca del deseo: los senos como “ubres” bamboleantes. Recordemos que Georges Bataille sostiene que, ante el objeto de deseo se desplazan y transgreden los límites al punto de constituirse la formidable paradoja del erotismo por la cual “la belleza negadora de la animalidad, que despierta el deseo, desemboca, en la exasperación del deseo, en la exaltación de las partes animales” -sus secretas y pesadamente sugestivas “partes vergonzosas (...), partes pilosas”-, puesto que “el valor erótico de las formas femeninas, dice Bataille, está vinculado con la desaparición de la pesadez natural” -el erotismo es un sentimiento humano que no tiene nada que ver con la procreación “natural”- (Bataille: 143-144). Ahora bien, en este cuento se opera con la inversión de la fórmula de Bataille, puesto que el deseo se despierta por los rasgos animales, es casi del orden de la zoofilia y rayano en la perversión: el narrador ansía aparearse con Úrsula en tanto parecida a -comparada con- una vaca.

Cuando se refiere a la mujer cuya posesión desea, emplea una comparación hiperbólica para expresar su gordura: “Su cuerpo parecía haberse desarrollado como los alrededores de un pueblo por los cuales ella no se interesaba”. Es interesante detenerse en el uso impropio que se hace de esta figuración en que la comparada (Úrsula) se incorpora a la comparación, o sea a esos “alrededores de un pueblo” (el contorno de su voluminoso cuerpo) por los cuales no se ha interesado, todo ello para expresar el propio descuido por su obesidad, pero por la vía de la figura. Para Bergson (2003) utilizar la figura en sentido directo es uno de los recursos que provoca el efecto de la comicidad, pero nosotros percibimos que hay algo más, que esta forma de proseguir por la figura -como si fuera una puerta- para aludir al volumen excesivo del personaje intensifica su presencia o percepción en la lectura: nos acerca más a Úrsula y al deseo de Úrsula.

José Pedro Díaz fue el primero en percibir que algunos de estos cuentos tendrían como argumento “una metáfora desarrollada”. Así, una frase corriente y manida como “la luz de sus ojos” podría estar dando lugar a “El acomodador”; o que de la articulación de dos expresiones figuradas como “ser un caballo” (por lo torpe o bruto) y “tener cara de caballo” pudiera surgir un relato como “La mujer parecida a mí” (Díaz 1965: 133). Entonces, si una frase propia de la oralidad como “lágrimas de cocodrilo” tomada en sentido literal pudo ser el germen de un cuento acerca de un vendedor que le “llora la carta a sus clientes”, expresiones vulgares que animalizan la exuberancia femenina, del tipo “es una yegua” o “tiene unas ubres tremendas”, bien podrían ser el origen de un relato como este. Pensado así, “Úrsula” no sólo sería coherente con un crudo erotismo, sino que continuaría -aunque en extremo- esta lógica figurativa que tiene mucho de expresionista, como ya lo he señalado en otra parte (Lespada 2014: 25).

El discurso literal o directo es aquél que significa sin evocar -o al menos en el que la sugerencia está reducida al mínimo-, puesto que su sentido se encuentra orientado hacia el referente; mientras que en el sentido figurado predomina la expansión imaginaria del lenguaje. Esta división en los relatos de Felisberto no funciona. Al menos no puede sostenerse en términos antagónicos puesto que, como hemos visto, frecuentemente se transita desde lo literal hacia figuras que cobran consistencia “real”. Esta fusión del sentido directo con el figurado atenta también contra la interpretación simbólica puesto que, aun los relatos más cercanos a la parábola o la alegoría -como pueden ser “La mujer parecida a mí” o “Menos Julia”- poseen la ambigüedad irreductible de participar a la vez de ambos aspectos del lenguaje.

En el comienzo de El caballo perdido, la descripción del niño realiza un desvío metafórico que reemplaza las inocuas “fundas” -que cubren los muebles de la sala de Celina- por las insinuantes “polleras”-engañosa analogía entre la función de resguardar objetos y la de cubrir zonas erógenas-: “Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla…” (Vol. 2: 11). Sustitución que habilita el posterior tratamiento asociativo de la catacresis “patas” (de los muebles) como si fuesen piernas. Las catacresis son figuras impropias que provienen de un uso extensivo de la expresión ante insuficiencias léxicas, del tipo “los dientes del peine”, “el cuello de la botella” o “las patas de la mesa”. Se trata de una especie de metáforas dormidas que se han incorporado al léxico cotidiano, al punto que muchos lingüistas les niegan su condición de figura porque carecen de una expresión equivalente. Al despertar la figuración de la catacresis primero, y luego utilizar ese sentido como propio, se produce la animación del objeto, o sea, la feminidad de la silla, lo cual descubre el carácter transgresivo del acto del niño que se ufana de haberle visto el “género verde” como si se tratara de una prenda íntima. Como señala Roberto Echavarren, “la sustitución de funda por pollera da la dimensión de la transgresión” (71).

Efectivamente, levantarle la “pollera” a los muebles, la disposición “a violar algún secreto de la sala” junto al manoseo fetichista sobre el busto de mármol, constituyen algunas de las marcas del desplazamiento metonímico del deseo sobre los objetos. Jacques Lacan, quien a partir de la experiencia psicoanalítica descubre en el inconsciente la estructura del lenguaje, describe el comportamiento de la metáfora como un síntoma (“una palabra por otra”) en tanto que el deseo se manifiesta como una metonimia puesto que siempre es “deseo de otra cosa”. Se trata de ese deslizamiento sustitutivo por el cual la conexión entre los significantes hace posible la elisión que “instala la falta del ser en la relación de objeto”, mientras que la significación se carga con el deseo dirigido hacia esa misma falta a la que sostiene (Lacan: 179-213). Ahora bien, no olvidemos que estamos en el ámbito del lenguaje literario y, por lo tanto, lo que más nos interesa es la forma figurada en que la pulsión se articula en la escritura y de qué manera ese desplazamiento figurativo hacia lo otro significa. Pero volvamos a “Úrsula”.

La forma de describir la parsimonia del personaje roza todo el tiempo lo hiperbólico, incluso para expresar la admiración por sus ojos azules -que se movían bajo sus párpados comparados con cobijas-, o su boca carnosa que “comía pero no hablaba” que al narrador le provoca imaginar que ella “entregaría su cuerpo como si él fuese un animal” y, enseguida, a la manera de una prolepsis, piensa que si tuviera relaciones sexuales con ella “amaría disimuladamente a una vaca” (122). La animalidad del vínculo se ve reforzada por la incomunicación ya que, a las dificultades de otra lengua se suma la voz gruesa y afónica de Úrsula como si hiciera “mucho que no la usaba” (123). La acción -o más bien, la inacción- transcurre en Francia, a dos horas de París y, como sucede en los relatos de Felisberto, el personaje-narrador es un invitado o un intruso en una casa ajena.

Sorteando las malas referencias de “Úrsula” (dicen “que es muy haragana”), el narrador consigue que su amigo -el anfitrión- la contrate para que sirva en su domicilio antes de regresar a París, con la intención de quedarse a solas con ella. A la mañana, cuando ella va a despertarlo y preguntarle si prefiere café o té, él le responderá en francés: “J'aime du lait”. Torpemente, a la manera apática y cansina de su rumiante musa, el deseo comienza a abrirse paso en el lenguaje:

Ella levantó los párpados y me mostró sus ojos desnudos; tenían el asombro de un presentimiento. Yo sentía voluptuosidad en haber empleado el verbo amar para hablarle de la leche. Ella se limitó a decir: “Iln'y a pas de lait”. Pero insistí señalando una valija y haciendo señas para que la abriera. Ella tenía la torpeza de un animal amaestrado. Sacó un tarro de leche desecada y lo daba vuelta entre sus manos para mirar todas las vacas pintadas alrededor (125, el subrayado es nuestro).

Si prescindimos de lo desopilante, la escena es la parodia perfecta de una mise en abyme, no sólo por la imagen de la vaca humana con el tarro de las vaquitas pintadas en la mano, sino por el grado de doblez e insinuación procaz en las referencias al verbo amar y a la leche en la interacción con Úrsula, la dueña de las “ubres” del párrafo inicial. Más allá del grotesco, la situación narrada se ofrece como las capas de un hojaldre, pliegue sobre pliegue y, entre ellos, como cubierto a medias por los pesados párpados de la muchacha, asoma lo obsceno o, mejor, lo obsceno pareciera burlarse de nosotros.

Entre tropezones, equívocos, vergüenzas y paisajes con vacas, el narrador consigue acercarse a Úrsula con el pretexto de leerle las manos (127). Así se enterará que su padre es un ladrón, que se ocupa “de robos”; el tacto, las palabras y los besos furtivos van logrando extraerle los secretos. Acompañarla al cine o hasta su casa -siempre al acecho de sus “alrededores”- da la pauta del bizarro cortejo: “yo quería rodearle el talle pero el brazo no me alcanzaba” (132). Los prolegómenos de la seducción antes que en el placer parecen enmarcarse en la hazaña, grotesca por cierto. Una película triste hará llorar a Úrsula y al secarle las lágrimas con su pañuelo, nuestro galán narrador presiente “olor a leche”. A la siguiente noche, al regreso del cine, en lugar del alcohol propiciatorio, la invitará con “una taza de leche”, mientras le dice:

-¡Es tan tarde! Si su papá no fuera tan celoso usted podría quedarse en mi casa. En ese momento ella tenía la taza en la boca; la separó apenas de los labios y sintiéndose escondida detrás de ella, me dijo: -Mi padre está preso. Hicimos un minuto de silencio para pensar en el padre; pero yo estaba contento (132).

Entonces, como es usual en Felisberto, el escamoteo de la elipsis nos deja fuera de la proeza, nos cierra la puerta en la cara. Después de ese “minuto de silencio”, el relato salta “A la mañana siguiente…” y apenas -como si fueran sobras o migajas- recogemos los indicios del consumado acoplamiento en la sensación de “libertad de un estudiante después de una temporada de exámenes” que disfruta del “silencio que se había amontonado en Úrsula” (133). Pero cuando esperamos que la intimidad de los cuerpos ablande su perspectiva, que la imagen de Úrsula se torne más amable o, al menos, respetable, una última defraudación nos espera. El cierre será el relato descarnado del protagonista que en un atardecer se ha adormecido en un pajar y de pronto abre los ojos para encontrarse cara a cara con una vaca real:

Me asusté y tuve un instante de ofuscación. Entonces le grité con todas mis fuerzas: “¡Úrsula!” Los dos nos quedamos quietos; y a los pocos segundos Úrsula vino corriendo, empezó a reírse y se llevó la vaca. Las dos iban sacudiendo sus cuerpos hacia un portoncito del fondo; y yo las miré hasta que una salió y la otra cerró el portón (133).

La última cláusula, al prescindir de toda figuración, definitivamente las iguala: “Las dos…”. Ese final condensa un recurso que ha venido desarrollando a lo largo de toda su obra: proponer la figura -la insistente comparación con la vaca- para tomarla luego en sentido literal: una salió y la otra cerró el portón. El procedimiento narrativo ha transformado a Úrsula en una vaca, por lo tanto, se perdona al lector cualquier epíteto que espontáneo le surja sobre el narrador -a quien, equivocadamente, solemos confundir con el autor-, pero en aras de respetar la estética del cuento, sugerimos para este final el poco académico: qué mala leche.

3. A manera de epílogo

En El caballo perdido hay otro episodio en el que se condensan misterio y erotismo: el del lápiz rojo. No es de extrañar que el lápiz, en tanto objeto de Celina, sea deseado por el niño (“quería que me compraran otro igual”), lo curioso es cómo el deseo se transfiere al objeto que cobrará vida -prosopopeya mediante- en la mano de la profesora de piano: “el lápiz estaba deseando que lo dejaran escribir” (Vol. 2: 22) y, como Celina no lo soltaba, “se movía ansioso entre los dedos que lo sujetaban” y “registraba entre las patas de las notas buscando un lugar blanco donde morder”: a esta altura del relato lo blanco tiene en su paradigma la piel de Celina y los verbos volitivos -husmear, morder, mamar- descargan vicariamente su lujuria en el objeto alargado, movedizo, fálico. Sólo que la voracidad erótica ahora se vuelca “sobre el blanco del papel”, como prefigurando alguna sublimación compensatoria en la escritura (Lespada 2015: 200).

La narrativa que nos ocupa es muy consciente del dinamismo y fluctuación de los sentidos, así como del espesor connotativo del lenguaje, y encontramos otro buen ejemplo en un pasaje de Tierras de la memoria, en el que una palabra se aparta de su significado para aludir al sonido, a su dulce modulación, en suma, a la actividad semiótica del significante. Allí, el niño-narrador, se imagina que en el origen del lenguaje se habrían pensado los nombres antes de repartirlos entre las cosas, y que él habría llamado “abedules” a las caricias en un brazo de mujer, como si se tratara de una palabra compuesta, en la cual “abe sería la parte abultada del brazo blanco y los dulesserían los dedos que lo acariciaban”. Entonces toma su cuaderno y escribe el singular sintagma: “Yo quiero hacerle abedules a mi maestra” (V3: 19). Lo interesante, además del llamado de atención sobre la significancia de los sonidos, es la confluencia del contacto, la unión de la caricia cifrada en la articulación de ambas partes del sustantivo. Las unidades fonéticas de la palabra cosidas por un hilo de Eros. Un hilo impreciso, vago y a la vez firme, imantado de la seducción de lo incompleto, de lo ausente. Porque es este escamoteo sustitutivo constante del objeto “real” del deseo, es esta dimensión ambigua de la falta justamente la que le otorga el intenso carácter erótico a la narrativa de Felisberto. El deseo permanece insatisfecho -nombrado a medias-, creciendo atrapado en las redes de una escritura que se pliega y revuelve insomne sobre sí misma. El único referente del deseo hiperbólico del texto es el propio texto literario.

* Gustavo Lespadaes Doctor en Letras (UBA), escritor, docente universitario, investigador de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires, es autor de numerosas publicaciones académicas y de los siguientes libros: Carencia y Literatura. El procedimiento narrativo de Felisberto Hernández (2014); Tributo de la sombra (2013), Las palabras y lo inefable (2012); Naufragio (2005); Esa promiscua escritura. Estudios sobre literatura latinoamericana (2002); e Hilo de Ariadna (1999). Editó y prologó Escritura del deseo / deseo de la escritura (2020); El factor literario. Realidad e historia en la literatura latinoamericana (2018); una antología poética de César Vallejo (2013) y una antología de Felisberto Hernández, Cuentos selectos (2010). Ha dirigido proyectos de investigación (UBACYT), dictado conferencias en varios países, colaborado en revistas literarias y diversas ediciones colectivas, nacionales e internacionales. Entre otras distinciones obtuvo un Premio de la Academia Nacional de Letras del Uruguay (1997); Premio Internacional Juan Rulfo 2003 (ensayo literario) - Colecc. Archivos (Francia-UNESCO); Premio único ensayo (editado) del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay (2016).

Referencias bibliográficas

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