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Revista de la Facultad

Print version ISSN 1850-9371On-line version ISSN 2314-3061

Rev. Fac. vol.8 no.2 Cordoba Dec. 2017

 

HOMENAJE AL PROFESOR ERNESTO GARZÓN VALDÉS

LO QUE LE DEBO

WHAT I OWE HIM

 

Francisco Laporta*

* Doctor en Derecho. Catedrático de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid-España. Premio nacional de investigación en ciencias jurídicas y sociales. Cruz de Honor de la Orden de San Raimundo de Peñafort. Fue director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Complutense de Madrid, director del Centro de Estudios Constitucionales Consejero de Estado, miembro de la Comisión para la Democracia a través del Derecho ("Comisión de Venecia") del Consejo de Europa.


Resumen: La contribución señala aspectos del comportamiento personal e intelectual de Ernesto Garzón Valdés, con sus conocidos, amigos y colegas, su generosidad material y espiritual, su sensibilidad, los ámbitos y espacios de trabajo creados, su compromiso moral.

palabras-clave: Ernesto Garzón Valdés - Comportamiento personal e intelectual - Espacios de labor académica.

Abstract: Te contribution points out aspects of Ernesto Garzón Valdés’ personal and intellectual behavior with his acquaintances, friends and colleagues, his material and spiritual generosity, his sensitivity, the areas and spaces created, his moral commitment.

Keywords: Ernesto Garzón Valdés - Personal and intellectual behavior - Academic work spaces.


 

Quizá sea más sencillo hablar de lo que le debo. Muchos otros han hecho y harán análisis y estimaciones de su obra, de sus ensayos, de sus proyectos e iniciativas intelectuales y académicas. Mucho de lo que él también ha sido. Pero yo voy a hablar de lo que le debo, y así quizás resulte claro, por una suerte de imagen refejada, lo que él también ha significado para tantos y para mí, uno de tantos. Desde que le conocí personalmente, va ya para cuarenta años, en el despacho de Elías Díaz, en la Universidad Autónoma de Madrid. Entonces se me ocurrió decirle que dónde podría encontrar los dos tomitos de su Derecho y naturaleza de las cosas, en los que pasaba por la guillotina de Hume y la navaja de Ockam, a las modernas teorías alemanas de la naturaleza de la cosa como nuevo episodio del cansino volver del derecho natural. Siempre me impresionó la apuesta por la racionalidad que se contiene en ese libro, que, de acuerdo con la dedicatoria que puso en el ejemplar que me regaló algunos días después, "no hay que leer". Yo, sin embargo, lo leí, y con bastante beneficio porque desde entonces sé que la teoría en cuestión no resiste algunos embates de la racionalidad moderna.

Pero vayamos paso a paso y de menor a mayor. La primera deuda que quiero mencionar aquí fue una deuda monetaria en el sentido más estricto, una deuda menor, insignificante. Pero también de ella saqué yo enseñanzas provechosas. Estábamos en New Haven. Nos había invitado Owen Fiss a un emocionante funeral civil en honor de Carlos Nino en la Universidad de Yale. Estaban allí también con Ernesto, Eugenio Bulygin y Martín Farrell, que habían venido desde Argentina, y Bernard Williams, Ronald Dworkin y Tomas Nagel como invitados de otras universidades norteamericanas. Después de las solemnidades y los discursos nos marchamos a la Yale Uni-versity Bookstore, un paraíso para cualquiera que sepa apreciar estas cosas. Ernesto siempre ha tenido una compulsión imparable hacia la compra de libros. Cuando uno duda si comprar un libro, siempre te advierte: cómpralo, porque si no lo haces, antes o después lo echarás de menos. Creo que a mí me ha transmitido ambas cosas, la compulsión y el consejo. Y, claro, en esas estábamos cuando se me acabó el dinero. Porque no sólo eran los libros, también necesité un trolley para llevarlos. El caso es que acabé por recurrir a él para que me prestara cien dólares. Lo sorprendente es que durante casi un año me olvidé de esa deuda. Quiero advertir al posible lector que soy persona muy cuidadosa con lo que debo. No tengo deudas monetarias, y cuando las tengo, acudo enseguida a pagarlas. Con mucha diligencia. Pero ésta se me olvidó completamente. Siempre he meditado el porqué de ese olvido. Y la respuesta tiene que ver sin duda con ese tejido de cooperación, amistad, protección, asistencia y apoyo, estímulo, tutela, ánimo, etc., que teje Ernesto en torno a muchos de sus amigos y colegas. Al lado de eso, la insignificancia de que te preste dinero es lo de menos. Cualquiera que haya experimentado esa vivencia como yo tiene que saber que el hecho de que Ernesto te preste cien dólares es algo así como natural, en tanta sintonía con las demás cosas que hace contigo que puede parecer lo más normal del mundo, algo que no aparece ante ti como un acontecimiento sino como uno más de los momentos de una relación que él hace natural y fuida. Algo que se puede sobreentender tanto, o dar tanto por hecho, que se llega a olvidar. Ya se sabe que Ernesto te va a ayudar, cómo lo va a hacer quizá no, pero te va a ayudar. Casi un año después, y tras tantos olvidos, tuve que ir a comprar a un banco un billete de cien dólares y se lo incluí en un librito. Para corroborar lo que digo, esta fue su reacción: ¡Qué pena, Pacazo, con la relación tan peculiar que habían creado esos dólares! En realidad, este era uno más de los hilos que nos unían, y quizás hasta le disgustó un poco que se diluyera algo con el pago de la deuda. Para ilustrar estas cosas he escrito en otro lugar de "su generosidad sin límites, su afán de cooperación y ayuda intelectual y personal, su maravillosa destreza para empujarte, animarte, su afabilidad y bonhomía de todos los días, de todas las llamadas, esas llamadas que te hace solo para ‘oír tu voz’, para preguntarte delicadamente si has hecho ya lo que tenías que hacer, si vas a ir dónde tienes que ir o si puedes hacer cualquier cosa. Y para saber de ti, de los tuyos, y mandar cariños a todos. En esa liberalidad con su persona, su talento y su tiempo se sustenta también lo mucho que Ernesto ha hecho y lo mucho que le debemos tantos" (Doxa 30, 2007). Poco más tengo que añadir para explicar mi primera y cancelada pequeña deuda monetaria.

En ese marco general, tengo después algunas deudas un poco mayores de tipo personal, derivadas de las ayudas que de tiempo en tiempo ha hecho a mi carrera profesional. Son las que me han facilitado el contacto con grandes colegas y la posibilidad de acceder a círculos internacionales de excelencia. Primero, la pertenencia al que se llamó Bielefelder Kreis o, en su denominación oficial, Comparative Legal Research Group, un grupo de profesores que nos dedicamos a establecer estudios comparativos sobre temas concretos en diferentes países. Seguramente, por sus relaciones con ellos, Ernesto hubo de recomendar que el representante español fuera yo (luego vino también Alfonso Ruiz Miguel). Después, está el llamado Tampere Club, una de esas invenciones genuinas de Ernesto, en el que se reúnen a debatir un tema en la ciudad de Tampere, Finlandia, una serie de académicos entre los que están algunos del máximo nivel (tres o cuatro premios Nobel de economía, por ejemplo). Una suerte de think tank cuyos estudios y publicaciones tienen un destinatario poco definido. Por no hablar de algo mucho más familiar y también más encantador, como los llamados Roland Seminars, por celebrarse precisamente en su casa de Bonn, en la Rolandstrasse. En todas esas reuniones y mítines, en los que se deliberaba con agudeza sobre temas de flosofía moral y política, me di cuenta pronto de que quizás lo que se aprende de los comportamientos personales es tanto o más importante que lo que se aprende de la teoría. Esto, desde luego, sucede con Ernesto mismo. Y podría formularse así: cuando uno está en presencia de un grande de verdad, como yo tuve la oportunidad de estarlo, por ejemplo, con Georg Henrik von Wright (gracias también a Ernesto), se tiene mucho que aprender de la teoría, pero sobre todo se tiene también que aprender del comportamiento personal. Von Wright era una persona educada, afable y modesta, muy respetuosa con sus colegas (por ejemplo, si había sido invitado a un simposio asistía religiosamente a todas las sesiones de todos los colegas por no hacer un feo a nadie), escuchaba los argumentos de todos y si ponían en cuestión algunas de sus ideas, los sopesaba minuciosamente y era capaz de modificar sus puntos de vista o reconocer y matizar públicamente sus dudas. Además, siempre te daba ánimos señalando en tu paper alguna virtud que le resultaba interesante. De sus ideas no necesito hablar. Yo ya las conocía bien, pero lo que no olvidaré fácilmente es la lección ética permanente que era su comportamiento personal e intelectual.

Y eso me sirve para pasar a hablar de lo más importante que le debo. Todas estas cosas, todas esas deudas, no tienen sin embargo parangón con la deuda mayor, compleja y múltiple que tengo con él, la del enriquecimiento de mis actitudes morales. Por supuesto que uno puede leer el contenido de libros y artículos de flosofía moral y aprender mucho de las teorías y argumentaciones que en ellos se contienen, pero quienes tenemos la fortuna de haber sido testigos de las Reflexiones morales de Ernesto, hemos asistido paso a paso a una manera de proceder que es algo más que eso. Ernesto, para empezar, no elegía los temas inocentemente. Si se ocupaba de algo era porque de un modo u otro eso despertaba su sensibilidad moral. Después realizaba sobre ello un análisis conceptual despejando todas las incógnitas argumentales que lo asediaban, para exponerlo de una forma que unía al mismo tiempo la presentación depurada del tema y la propuesta moral acerca de él. Es decir, debajo de la Reflexión moral había siempre una propuesta normativa. Ese estilo de hacer filosofía moral fue uno de los regalos más profundos que recibimos en España en la comunidad de los filósofos del derecho. Unir la flosofía moral con posiciones morales ante los problemas es algo que parece una suerte de traición a la pretendida asepsia de los discursos académicos, pero en la pluma de Ernesto se confabulaba para iluminarnos profundamente. Cuando en un texto se condensaban su ejemplaridad, su sensibilidad moral ante los problemas sociales y sus análisis y argumentaciones conceptuales, se proyectaba sobre nosotros un rayo de luz y un ejemplo. El resultado era que no nos hacía sólo más sabios, sino que también nos hacía mejores. Esta es la gran deuda.

Estaba, además, la manera de ser Ernesto, como académico y como persona. Lleno de sabiduría, pero también de dudas, riguroso, nada petulante, generoso con los demás, con un impulso innato hacia la cooperación con las personas y los equipos académicos. Crea a su alrededor un tejido de admiración y afecto, de trabajo y de amistad, que es como una atmósfera mágica. Eso sin contar que su curiosidad intelectual no se pone ningún límite. Igual te recomienda de pronto una obra literaria insólita como un pequeño conventito escondido en un valle o un concierto de Richard Strauss. "No dejes de ver esto", "no te pierdas esta novela", "el Pérgamo hay que verlo sí o sí", son todas ellas frases e invitaciones que acompañan siempre sus conversaciones. Hasta las innovaciones tecnológicas le son recomendadas a uno, si eso es lo que corresponde. Por ejemplo, yo tenía mucha renuencia a abandonar el tocadiscos y los discos de vinilo, porque tenía una buena colección de música clásica, pero me sugirió enseguida que me pasara al compact disk. Con razón, naturalmente. Por todas esas cosas personificaba muy acabadamente ese prototipo de intelectual que es característico exclusivamente de la cultura europea, alguien que sabe mucho de una cosa pero que también sabe algo de casi todo. Una cultura que conforma no sólo una personalidad, sino también una manera pulcra y delicada de producirse en la vida.

Pongamos un ejemplo: si alguien quisiera profundizar en los problemas que tiene la noción de responsabilidad, y en particular la noción de responsabilidad moral, acudir al artículo de Ernesto que apareció en el número 19 de la revista Doxa, con el título "El enunciado de responsabilidad" será una vía muy eficaz para hacerlo. Recorriendo con él todos los pasillos y galerías que desembocan en esa noción y son generadas por ella, el lector obtiene una iluminación muy profunda de todas las cuestiones que suscita, desde las más abstractas y flosóficas, como la causalidad y el determinismo, los futuros contingentes, etc., hasta las más conectadas con la vida y la experiencia cotidiana de los sujetos humanos y sus sociedades, tales como la responsabilidad grupal o el compromiso personal. Y todo ello está, además, presidido por un posicionamiento tácito que se expresa muy bien, no a través de un texto académico, sino con un párrafo literario. Habla Edmundo, en El Rey Lear, I, escena 2ª: "Es la suprema estupidez del mundo que, cuando enfermos de fortuna, muy a menudo por los excesos de nuestra conducta, culpemos de nuestras desgracias al sol, la luna y las estrellas; como si fuéramos malvados por necesidad; necios por exigencia de los cielos; truhanes, ladrones y traidores por el infujo de las esferas; borrachos, embusteros y adúlteros por obediencia forzosa a la infuencia planetaria, y cuanto hay de mal en nosotros fuese una imposición divina. Que admirable la excusa del hombre putañero, poner su sátira disposición a cuenta de los astros. Mi padre holgaba con mi madre bajo la cola del dragón y fui a nacer bajo la Osa Mayor, de lo que se deduce que soy violento y lujurioso, ¡bah! Habría sido lo que soy aunque la estrella más virginal hubiera centelleado en el frmamento mientras me hacían bastardo". Lo que quiero advertir al trasladar el texto no es sólo la profunda dimensión cultural de su personalidad, sino, ante todo, que el lector desde el principio tiene que desechar ciertas actitudes y eso le predispone inmediatamente a ser responsable. Cuando uno termina de leer el artículo de Ernesto, en el que todos los refugios teóricos para eludir la responsabilidad son desmantelados y mostrados como subterfugios, entonces es cuando aparece aquello que quiero subrayar: uno no sólo sabe mucho sobre la flosofía de la responsabilidad, lo importante es que también es uno más responsable. Esa es la deuda mayor con él: nos ha dado las herramientas para enriquecer nuestras actitudes morales.

Eso no es más que un ejemplo. Podría hacer un examen paralelo con sus aportaciones a cuestiones morales como la corrupción, la tolerancia o el terrorismo de Estado, o con su apuesta valiente sobre los límites de la decisión pública democrática (lo que todos llamamos ya como él lo bautizó: el "coto vedado"). La idea brillante y fecunda de las por él llamadas "instituciones suicidas", es decir, instituciones morales que llevadas a sus límites extremos o dejadas en plena libertad pueden acabar por au-todestruirse. La tolerancia de lo intolerable, la decisión democrática contra los valores democráticos básicos o la deriva del mercado hacia el monopolio son ejemplos con los que Ernesto Garzón nos enseñó a no entregarnos a la simplicidad en las convicciones morales. En todos ellos se muestra la capacidad de análisis, el compromiso moral y la invitación a la mejora de las actitudes morales. Y suelen ser todas ellas aportaciones muy decisivas a la hora de enfrentar esas cuestiones. Pero donde quiero detenerme es en tres de esas aportaciones, de distinta extensión e intensidad, pero todas muy aleccionadoras para mí.

En primer lugar, su actitud y su Reflexión (en Ernesto, como digo, Reflexión y actitud van siempre pari passu) ante las propuestas de teñir de rasgos morales fenómenos colectivos como la diversidad cultural o la existencia de minorías étnicas en el seno de comunidades humanas más amplias. Me siento extremadamente identificado con la premisa básica desde la que inicia toda su argumentación: "La adopción de una perspectiva ética presupone la aceptación de principios y reglas de validez universal y el rechazo de una concepción de la moralidad entendida como Sittlichkeit, en el sentido hegeliano de la palabra, concepción que ha sido reactualizada recientemente, tanto por los partidarios del relativismo cultural como por los del llamado ‘comu-nitarismo’" (en un texto de 1992 sobre minorías étnicas). Y también con la segunda coordenada de su trabajo: el funcionamiento de la democracia representativa exige como condición un cierto grado de homogeneidad social, pero esta homogeneidad no se ha de perseguir mediante la discriminación y la ignorancia de minorías étnicas o rasgos culturales diversos, porque tal homogeneidad es simplemente el producto de una atribución generalizada e igual de derechos: "Una sociedad es homogénea cuando todos sus miembros gozan de los derechos directamente vinculados con la satisfacción de sus bienes básicos". Planteadas así las cosas, desde una ética universalista y en el seno de una sociedad homogénea, el problema ético de las minorías prácticamente desaparece. Por mucho que los relativistas culturales subrayen una y otra vez la pluralidad de las identidades étnicas en casi todas las sociedades, ese es un tema que es perfectamente ajeno al discurso moral, porque desde el relativismo cultural no se puede dar el salto al relativismo ético sin hundir los pies en las arenas movedizas del non sequitur o dar pasos inconcluyentes. La diversidad cultural, así, no tiene títulos para presentarse como moralmente relevante. La diversidad cultural no lleva consigo enriquecimiento moral alguno. Ni es moralmente exigido tolerar todos los extremos de tal diversidad. "La diversidad, tomada en sí misma, no tiene ninguna connotación moral positiva". Porque la identidad del individuo como agente moral no depende de su identidad social o cultural como miembro de un grupo o comunidad, sino de su condición humana originaria. Poner en claro los frecuentes problemas conceptuales de estas teorías ancladas en la diversidad cultural hace de Ernesto Garzón una referencia impagable para las actitudes éticas universalistas y para muchos, como para mí mismo, ha sido decisivo para configurar compromisos morales profundos.

Una segunda cuestión en la que me siento implicado con el pensamiento de Ernesto y puede parecer un corolario de la anterior, aunque vaya mucho más allá de ella, es la pregunta por los llamados por él "deberes positivos generales". En 1984, con la publicación del número 3 de la revista Doxa, Ernesto planteó ante nosotros súbitamente un problema con el que yo, al menos, no había contado, o no había contado tanto: el de si tenemos deberes positivos (es decir, deberes de hacer algo, de realizar alguna acción) en favor de los demás entendidos en términos generales, no personalizados en nadie y que no dependan de un acto de nuestra voluntad (una promesa, por ejemplo). Para el lego, por sensible que sea, el universo de la ética del deber parece a primera vista dividido en dos mundos: el de los deberes generales de no hacer (deberes negativos) aquello que dañe o perjudique a los demás en general, y el de los deberes particulares de hacer algo (deberes positivos) en beneficio de un individuo o grupo con el que nos unen ligámenes particulares o circunstancias muy definidas. Pero en esta división del lenguaje moral faltan los deberes positivos generales, es decir, aquellos deberes que tendríamos de hacer algo en beneficio de los demás en términos generales, por ejemplo, para paliar el hambre en el mundo o la falta de atención médica en determinadas áreas de algún continente. Nótese que aquí no estamos ligados por ningún vínculo a otros sujetos morales individuales, ni las situaciones que los suscitan parecen surgir de ningún acto de nuestra voluntad, tales como contratos, promesas, etc. Sin embargo, en un ensayo minucioso y lleno de luminosa astucia argumental, Ernesto nos convenció de que todas las estrategias que habían sido esgrimidas para evadir nuestra responsabilidad moral ante esas cosas carecían de fundamentación. Lo que significaba, quizás, que teníamos ciertamente tales deberes y que quienes se escudaban en la falta de nexos causales, la condición de extraños que tienen aquellos destinatarios de nuestras hipotéticas acciones, el hecho de que ya habría alguien más cercano que se ocupara de ello, o cualquier otra argumentación o mera excusa, no estaban justificados para eludir su responsabilidad. Para apelar a un ejemplo que él puso en circulación y que yo he utilizado después, todos somos vecinos de Kitty Genovese. Cualquiera puede apreciar el cambio fundamental en la fenomenología moral de las relaciones humanas que eso supone. Esa idea, que tanto se propone en el terreno de la poesía o de los discursos protocolarios, de una humanidad de sujetos entrelazados por la solidaridad, adquiría cuerpo cierto en el discurso moral. La ética universalista en términos del alcance de los enunciados morales acababa por ser una ética universalista en sentido estricto: si todos somos iguales como agentes morales, nuestros deberes se proyectan sobre todos, sin distinciones de tipo alguno. Esto me parece una idea tan relevante como para poder afrmar que es la única que puede suministrar la base para una reorganización de las políticas y los programas económicos internacionales o globales, lo que equivale a decir que es la única que puede fundamentar las relaciones humanas universales.

Pero una cosa así, en el caso de Ernesto, podría dar lugar a una objeción malintencionada y miserable, que alguna vez le ha sido dirigida desde su patria. Me refiero a que esa dimensión universal de su pensamiento puede hacerle olvidar las peripecias y dolores de su vieja patria argentina. Pero nada de esto es cierto. La aparición en el año 2000 de su libro teórico y autobiográfico El velo de la ilusión disipa esa objeción. Aunque hayan pugnado por hacerlo invisible, el patriota verdadero es el que señala el dolor de sus gentes, las injusticias que se cometen con ellas y la irracionalidad y la corrupción de los gobiernos cotidianos. Con estas palabras lo saludaba yo entonces: "Un universitario cordobés de ascendencia liberal que dirige su mirada crítica sobre el propio país al mismo tiempo que sufre los contratiempos que le propina la versión oficial de la realidad asumida colectivamente. Esa confrontación de una vida individual y una historia ilusoria tiene un gran poder de sugestión. Porque nos presenta la singular insinuación que está en el fondo del libro: a medida que el testigo va tomando conciencia de todos los problemas de su patria ajenos al discurso histórico oficial, es el testigo y no la versión distorsionada de la realidad el que va perdiendo presencia en su propia sociedad. Cuando aparece el primer peronismo, con su furibunda mitificación de la realidad, el argentino que por carácter o por educación se distancia de aquella particular melopea nacional, empieza a resultar invisible. ‘En no poca medida Félix se sentía formando parte de una Argentina invisible’, escribe Garzón Valdés. A partir de ahí la imposibilidad de establecer una mediación entre el lenguaje colectivo y la mirada crítica individual se expresa en toda una fenomenología del rechazo que acaba por engendrar toda una gama de situaciones de invisibilidad forzosa: primero peregrino, después prescindible, luego exiliado, más tarde emigrado y al final, quizás, superfuo. Lo paradójico de esta dura vivencia es que aquellos que la sufren y contra los que a veces se dirige la insinuación de traidores (y hasta de ‘apátridas’) son precisamente quienes alertan con más calor sobre el engaño y la descomposición de su pueblo. Los otros, los patriotas aparentes y ruidosos, son los que crean, encubren o ignoran estas vergüenzas creyendo mantener con ello más alto el pabellón nacional".

Hace bien poco hablábamos por teléfono. Era en mayo, días después de un pequeño y cálido homenaje que organizó Jorge Malem para él en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Como casi siempre, llamaba para incitarme a hacer algo, en su función perpetua de acicate para que no nos dejáramos dormir, no nos abandonáramos. "Unas pocas páginas más y lo sacamos como librito". "¿Por qué no lo dejamos para después del verano?", le dije. Como de broma, me respondió: "yo no puedo hacer planes a largo plazo". Nos reímos los dos. Le dije entonces: "acabo de leer lo que signi-fica ‘acicate’ en el castellano antiguo. Era un aguijón corto que se añadía a la espuela para montar: si tú eres el acicate, yo debo ser el caballo". Más risas. Desde que le conocí, hace más de treinta años, siempre han sido así las cosas. Mi antigua y minúscula deuda monetaria, es, obviamente, insignificante. Las auténticas deudas son las que no se pueden pagar. Lo importante, lo impagable, es que conocerlo y leerlo ha contribuido a mi enriquecimiento como ciudadano, me ha hecho ser mejor persona. A ver quién puede saldar esa deuda.

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