El Primer Congreso Nacional de Filosofía que tuvo lugar en Mendoza entre el 30 de marzo y el 9 de abril de 1949 constituye uno de los acontecimientos intelectuales más relevantes del primer peronismo, como puede comprobarse por la lista de sus prestigiosos participantes, en las actas del mismo -cuya publicación estuvo al cuidado de Luis Juan Guerrero, secretario de actas, un año después-,1 en reseñas contemporáneas2 y en los estudios e interpretaciones actuales del hecho.3 Asistieron pensadores como Hans Georg Gadamer, Eugen Fink, Nicola Abbagnano, Wilhelm Szilasi o Karl Löwith, mientras enviaron sus trabajos Martin Heidegger, Nicolai Hartmann, Benedetto Croce, Karl Jaspers, Jean Hyppolite, Gabriel Marcel, Bertrand Russel, Ludwig Klages, Raymond Bayer o Galvano Della Volpe, entre los nombres más conocidos de un elenco compuesto por más de 170 participantes. Estuvo presente un conjunto numeroso y significativo de filósofos argentinos de diversas orientaciones teóricas, y latinoamericanos como José Vasconcelos o Alberto Wagner de Reyna.
La documentación y la bibliografía existentes revelan las tensiones intelectuales suscitadas desde los comienzos de la organización del congreso entre, básicamente, el neotomismo y el existencialismo en sus distintas vertientes, cuyos representantes más visibles y activos en el país fueron el filósofo y sacerdote Octavio Derisi, y Carlos Astrada, respectivamente. El primero había participado de la fundación, un año antes, de la Sociedad Tomista Argentina; el segundo, luego de sus estudios con Heidegger, era uno de los propulsores del existencialismo en Argentina; sus libros recientes teorizaban sobre esas bases las posibilidades históricas de una identidad argentina y lo acercaban manifiestamente al movimiento liderado por Perón.4 Precisamente el presidente argentino fue quien pronunció el discurso de cierre del congreso. Su conferencia “La comunidad organizada” se constituyó entonces en una pieza clave para la comprensión ideológica y política del momento.
Las sesiones dedicadas a Estética tuvieron lugar el 2 de abril. Participaron veinte especialistas de distinta proveniencia, entre los cuales dos argentinos a cuyas presentaciones nos dedicamos aquí. Luis Juan Guerrero, titular de la cátedra de Estética en la Universidad de Buenos Aires,5 expuso sus investigaciones en la ponencia “Torso de la vida estética actual”, que había sido precedida por una intervención suya en la sesión plenaria del día anterior, “Escenas de la vida estética”: contribuciones fundamentales que anticipan los desarrollos que presentará luego en su Estética operatoria en sus tres direcciones.6 En aquellos textos refiere solo tangencialmente a la música, y dada la radicación de sus ideas en una ontología fenomenológica y existencial de considerable abstracción y generalidad7 sería un desatino trasladar esa densidad de pensamiento a una estética aplicada o intentar interpretarlo desde el plano concreto de las prácticas musicales: implicaría una mengua drástica de la potencia especulativa de su obra, lo que otra parte requeriría competencias disciplinares específicas. No obstante, señalemos al menos algunos puntos fundamentales sobre los que estimamos merecería detenerse la reflexión sobre la música, que acercaremos en este caso a la producción argentina de la época. La mayor parte de ellos se encuentra en “Torso de la vida estética actual”.
Uno de esos aspectos es el de la tradición y su relación con la obra de arte, que Guerrero examina en su trayectoria histórica, desde la funcionalidad que aquella cumplía ligada al culto y al vínculo social, en cuyo cauce se definía su valor estético y comunicativo, hasta su desprendimiento en un proceso de creciente individualismo y autonomía, iniciado con la instauración de la mentalidad burguesa. Esta dimensión histórica desde luego no es original y constituye solo un punto de referencia en la argumentación de Guerrero. De hecho, es ese recorrido el que organiza las importantes contribuciones historiográficas contemporáneas de musicólogos austro-alemanes emigrados en Argentina como Erwin Leuchter, en obras comoEnsayo sobre la evolución de la música en Occidente (1946).8 El filósofo constata que hoy, la pérdida de funcionalidad ha hecho que objetos neutrales “penentr[en] en la obra artística por una arbitraria ‘voluntad de forma’” (Guerrero 1950c: 1472). Así, “la pura forma [implica] una disminución axiológica de la realidad y una correlativa elevación del poder individual de ‘creación de valores’” (Guerrero 1950c: 1472). Emancipada, convertida en “sistema racional de signos”, y “destruido el nimbo de tradición que antes la rodeaba, es el puro correlato objetivo de una representación subjetiva” (Guerrero 1950c: 1470 y 1473).
Sin embargo, el cuestionamiento del objetivismo contemporáneo no implica, como podría conjeturarse, una celebración nostálgica o esencialista del pasado. Por el contrario, Guerrero observa:
Pueden también las artistas, y más aún los aficionados, proponer un regreso a ‘modelos naturales’ o ‘condiciones originarias’: desde el hipertrofiado culto del Folklore hasta las manifestaciones más variadas del Primitivismo exótico y desde el empleo de cualquier temática pretérita, en un intento de superación de los ritmos actuales, hasta el descubrimiento de un ‘último destino’ del arte. En todos esos casos se pretende configurar un material extraordinariamente diferenciado […] por medio de formas estáticas o, por lo menos, extrínsecas al complejo proceso histórico de diferenciaciones y mutuas oposiciones. Por eso, aunque bien intencionadas, también fracasan estas soluciones […]. Ellas terminaron por encerrarse en esas cámaras vacías que hoy se expenden, para consuelo de inocentes, con los rótulos de ‘Naturaleza’, ‘Comunidad’, ‘Reino de valores’ y demás ‘Modelos eternos’ de toda índole. (Guerrero 1950c: 1469)
Para el mundo musical argentino del momento, afirmaciones de este tenor contradicen valores sostenidos por influyentes sectores conservadores de la cultura oficial, quienes promueven la necesidad de recostarse ya sea en fórmulas académicas “intemporales” o, sobre todo, en el folclore, las tradiciones locales compartidas y naturalizadas como sustancia para la consolidación de una música nacional. En este sentido, las consideraciones de Guerrero resultan más afines, por el contrario, a las aperturas modernizadoras iniciadas a fines de los años ‘20, mantenidas por formaciones independientes en los años siguientes y retomadas por la renovada gestión cultural del peronismo ocurrida a comienzos de la década de 1950. En esa órbita se inscribe asimismo un pensamiento que, sin reducir el peso de la historicidad de los hechos artísticos, otorga un espacio relevante a la autonomía de la materia y de los procesos formales específicos a través de los cuales se concreta la imaginación artística. De este modo, sostiene Guerrero:
[…] la obra no se inscribe solamente en la determinación particular del hombre, es decir, en una época histórica y una cultura local, sino también en la determinación particular de una ‘materia’ específica: la sonoridad propia de cada instrumento musical, la gama acústica y significativa a la vez de toda exposición lingüística, el bronce y el mármol, los volúmenes y los colores. Esa ‘materia estética’ es resistencia y apoyo a la vez. Componer: poner juntos, en una actividad creadora, los materiales de la propia existencia y los materiales del mundo, el material sensible específico, propio de cada dominio particular del arte, con el material significativo de la imaginación. (Guerrero, 1950b: 239)9
Anticipando desarrollos de lo que se perfilará luego como teoría de la recepción, Guerrero descarta la idea de obra que, encapsulada en sus condiciones de producción, impondría una verdad única a la cual debería acceder la posteridad:
[…] el texto de una obra pretérita no puede ser nunca el objeto de una intuición que capte su ‘esencia’ para siempre, sino más bien un lenguaje cifrado, que revela aspectos muy diferentes a los hombres de distintas épocas que, gozándola, la re-crean, es decir que, penetrando en sus pliegues secretos, la re-interpretan en su escondido mensaje. (Guerrero, 1950c: 1470)
Aun a riesgo de forzar la extrapolación, podría considerarse a la luz de estas afirmaciones el vínculo que numerosos compositores argentinos renovadores establecieron con la historia de la música no solo en una tradicional actitud general de contemplación estética, de estudio y aprendizaje de su propio arte, sino como reserva operativa de materiales y procedimientos disponibles a “descifrar”, deconstruir y reformular mediante procesos intertextuales hiperconcientes en sus nuevas obras, arco de bóveda del neoclasicismo de impronta stravinskyana al que adhirieron desde fines de los años ‘20.
Prosiguiendo la especulación en esta delicada cornisa, cabría desarrollar las eventuales correlaciones entre las consideraciones de Guerrero sobre el fragmento como marca del arte contemporáneo y los procedimientos de ruptura y montaje de “objets trouvés” ejercitados por la estética musical neoclásica en sus manifestaciones más radicales. En su Estética operatoria Guerrero no aborda específicamente este segmento de la producción musical contemporánea. Sus referencias musicales a grandes autores del pasado, encabezadas por Beethoven, son casi siempre laterales y mediadas por textos de otros autores como Betina Brentano, Goethe, Sartre y Dufrenne. En cuanto al siglo xx, hay menciones escuetas a Debussy, Ravel, Falla, Prokoffief y Berg. Schoenberg merece una consideración privilegiada por su dimensión conceptual y su situación estratégica en las páginas finales de su inconcluso volumen iii, a Un sobreviviente de Varsovia. Esa aparición del autor vienés se anticipa además en páginas previas (190 y 202, esta última con referencia a Adorno). Guerrero habría conocido esa obra de Schoenberg, según indica Ibarlucía, precisamente por escritos de Adorno a los que tuvo acceso (Ibarlucía 2015: 172-173). Un sobreviviente de Varsovia (1947) se había estrenado en Buenos Aires, en el Teatro Cervantes, el 23 de agosto de 1954, a cargo de la Orquesta Sinfónica del Estado, dirigida por Carlos Cillario con el barítono Ángel Mattiello y el Coro Esloveno Gallus preparado por Julio Savelli (La Nación, 24-8-1954: 4). La que sería, hasta donde llega nuestro conocimiento, la primera grabación fue realizada en 1953, cinco años después del estreno absoluto, a cargo de la Orquesta Sinfónica de Viena dirigida por Hans Swarowsky, con Hans Jaray como narrador y el Coro de Cámara de la Academia de Viena (Columbia Masterwork, M 4664), por lo cual resulta fácticamente posible que Guerrero haya tenido acceso o al menos conocimiento de la obra también por estas vías.
La solitaria ponencia dedicada a la música fue la realizada por Mario García Acevedo, “Estética musical y comunidad argentina” (García Acevedo, 1950), presentada en la sesión del sábado 2 de abril. La declinación local que formula la segunda parte del título es una marca diferenciadora en el conjunto de presentaciones e inscribe además un término, “comunidad”, de particulares resonancias en el clima ideológico del momento.10 García Acevedo se había graduado como Doctor en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires en 1947, con la tesis Espacio y tiempo en la música, la que hasta donde nos consta permanece inédita. Había nacido en 192611; estaba en consecuencia en torno a sus 23 años en la fecha de realización del congreso. Ignoramos las razones de su inclusión y los mecanismos de aceptación de trabajos para el evento. Quizás haya sido alumno de Guerrero y además uno de los pocos casos de estudiantes dedicados a la estética de la música. Su postura en defensa de una música nacional manifestada en publicaciones previas pudo haberlo asimismo favorecido en el contexto general de la época.
En efecto, en sendos artículos publicados en 1946 en Balcón, revista de la derecha católica, García Acevedo promovía una música culta argentina basada en el folklore, que debe conocerse por métodos científicos, tratado “con cuantos recursos le proporcione la técnica”, ya que “el músico popular dispone de parvos recursos para su exteriorización y desde luego para todo ulterior desenvolvimiento. Es entonces el músico culto quien puede aprovechar la base proporcionada por ritmos y giros melódicos y enriquecer la faz armónica e instrumental sin llegar por ello a deformar el contenido peculiar de lo criollo”. Pese a que existen, aclara, algunas obras que lograron ya esta conjunción, “la inmensa mayoría de las composiciones llamadas de inspiración folklórica no contienen sino meras alusiones, referencias a veces lejanas con lo nuestro y desconocen lo más esencial. Son, en su mayor parte, de corte completamente extranjero”. Las obras que respondan a aquellas exigencias que formula, en cambio, “no serán identificadas con lo folklórico” pero a su vez “permanecerán al margen de lo europeo”. “Representarán la plenitud del espíritu argentino en constante posesión y conocimiento de sí mismo y albergarán un no sé qué irreductible, arraigado en la entraña palpitante” (García Acevedo 1946b: snp [6]).
Más allá de este final retórico, las propuestas reiteran viejos postulados y contradicciones presentes en las músicas “nacionales”, tensionadas entre sustrato local -en muchos casos de origen euroculto, por lo demás- y técnicas compositivas “extranjeras”. Resuenan aquí conocidas formulaciones de Alberto Williams expresadas unos años antes: el “no sé qué irreductible” remite al “perfume” o la “atmósfera” que el compositor debe destilar de las músicas folklóricas; lo nacional y lo europeo, por su parte, responde a la conjunción que propuso entre la inspiración suscitada por los payadores de Juárez y las técnicas compositivas francesas. Estas ideas vertebran tempranamente las decisiones musicales concretas de Williams desde fines del siglo xix. Se conceptualizan en textos publicados en su revista La Quena en los años ‘30, que el autor recopilara luego en la edición de sus obras completas (Williams 1951b y c). El planteo de Luis Juan Guerrero de una palingenesia americana presenta vasos comunicantes con este tópico. Al estudiar las continuidades e intertextos entre Martín Fierro y Don Segundo Sombra, Guerrero afirma:
[En la novela de Güiraldes] podríamos esquematizar esta doble referencia -París y la Pampa, la técnica literaria de los cenáculos de Montmartre y el habla de los gauchos, el viento cosmopolita y el sabor inconfundible del terruño- como una contienda entre la composición y la exposición de la obra [aunque] cada uno de los elementos del relato y hasta cada una de las metáforas son una síntesis […] que termina por imponer su propia fisonomía. (Guerrero 1956a: 405)
Esta dicotomía es persistente en los tiempos largos de la reflexión musical argentina del área culta. Planteada en términos de dualismo entre culturas originarias y aportes inmigratorios, en un registro menos optimista, volvemos a encontrarla en el diagnóstico de una tensa, “quizás imposible síntesis entre Europa y América, [que] involucra a todo y a todos” formulada por Mariano Etkin en los años ‘80 (Etkin 1984: 13).12
Una diferencia considerable del planteo de García Acevedo con respecto al primer nacionalismo musical argentino es el reconocimiento de la necesidad de un estudio científico y sistemático de los materiales folklóricos, que el autor valora en los trabajos recientes de Isabel Aretz, inspirados en su maestro Carlos Vega y su teoría del descenso de los bienes culturales derivada del difusionismo germánico, investigaciones a través de las cuales se superaría “la ignara y dañosa indiferencia de varias generaciones” y su consecuente “descaracterización de la nacionalidad” (García Acevedo 1946a: snp [3]).
El texto presentado en el Congreso es solidario con las ideas expresadas previamente, colocadas ahora en un plano más general y con una mayor problematización de sus supuestos. Comienza con un deslinde de competencias disciplinarias. Señala las diferencias entre musicología y “ciencia de la cultura” -la que correspondería aproximadamente, agreguemos, a la actual antropología de la música- y subraya la especificidad de la estética ante hechos musicales de distinto origen y profundidad histórica: “frente al primitivo como ante el despliegue del drama lírico wagneriano ha de asumir idéntica perspectiva una estética musical sensu strictu” (García Acevedo 1950: 1462).
Podrían organizarse las ideas expuestas en su ponencia en dos núcleos centrales. Por un lado, la atención acordada a los aspectos estructurales, autónomos de la música sintoniza con consideraciones en el mismo sentido sostenidas por Guerrero. Así, García Acevedo asevera que “la música deviene un lenguaje cuyos pensamientos se articulan mediante leyes autónomas que condicionan por sí mismas su inteligibilidad. Quienes no comprenden el lenguaje musical, les suena como un habla desconocida, porque los pensamientos musicales, diferentes de los conceptuales del habla, no se organizan en su percepción, no captan así las formas, y tienen vivencias confusas y caóticas” (García Acevedo 1950: 1463, énfasis original). La comprensión musical se encuentra a su vez íntimamente ligada a los procesos históricos: “La temporalidad histórica ha concretado, en lenguajes musicales muy diversos, logros expresivos contradictorios”, y es tarea de la estética “penetra[r] en el mundo singular e irreversible advenido al hombre en épocas determinadas y que condiciona mediante la conjugación de factores formales y materiales, las posibilidades de su proyección artística” (García Acevedo 1950: 1463).
Por otro, emite un diagnóstico sobre la situación del compositor contemporáneo en relación con los materiales y con su entorno, acechado por “el perfil cosmopolita de la urbe contemporánea”, con un lenguaje musical “en babélico conglomerado”13 y el riesgo de que su obra se resuelva en un “yerto y vacío cascarón académico, armazón de fórmulas carentes de significación viva” (García Acevedo, 1950: 1464). La pérdida de contacto con “el canto socialmente vivo” y no tener “a mano la materia artística” consolidada, debe buscarla -inferimos, ya que no se explicita- mediante el trabajo de investigación y reflexión invocado en los artículos de Balcón, pues “al músico ya no le basta ser músico, sino debe ser filósofo y etnógrafo a la vez”. En esa tarea se reencontraría con elementos y formas musicales antiguas que perviven en “núcleos humanos al margen de las contingencias contemporáneas” (García Acevedo, 1950: 1464). Asegura que en Argentina “se estratifican así formas sucesivamente recibidas de fuera y actualizadas en nuestro medio en función de los requerimientos de la comunidad. Sobre ella gravitan [sic] el flujo de las modas que pugnan por anegarla, pero sólo prosperan las nuevas formas en base a la reiteración del estímulo y a una tácita similitud con las que ya anteriormente la han impregnado. Así la comunidad no admite ni asimila sino aquello que como en esquema encuentra prefigurado en su espíritu” (García Acevedo, 1950: 1464). Jerarquiza así la precedencia de una estructura contenedora, de un sustrato -¿esencial o como sedimento histórico?- en tanto condición que legitime o legalice la consistencia de las nuevas producciones, su radicación en la densidad de la cultura. En este sentido, habría vasos comunicantes entre esta postulación y las ideas de Guerrero analizadas por Ricardo Ibarlucía, referidas al anclaje del arte en “pre-sentimientos” individuales y colectivos que “pre-figuran” nuevos horizontes posibles (Ibarlucía 2022). Aunque García Acevedo admite la imposibilidad de “instaurar las características concretas de la comunidad”, confía no obstante en el músico que, ante ese patrimonio recibido:
[…] recrea sus formas y llega a sentirlo de hecho como canto interior, plasma para sí en cada uno de sus actos de creación una existencia auténtica valorada en la medida en que ha sabido integrar cuanto hay de germinativo y potencial en las incipientes formas populares. Ingresa así en una verdadera comunidad de espíritus que no le ha de proporcionar seguridad alguna, sino incitaciones de alerta combativo, pues a cada instante se ha de hallar amenazado por la caída en la fórmula, en la cosidad más exterior de la música. (García Acevedo, 1950: 1464-1465)14
Esa firme restricción preceptiva se ve sin embargo relativizada en el párrafo final, de tono integrador y ecuménico: “Esencialmente responsable, el artista argentino advierte al indio, al gaucho, al músico urbano, al universitario, al filósofo, y dueño de su destino alienta bajo todos estos perfiles y encarnaciones a la vez” (García Acevedo 1950: 1465).
La solitaria presencia del joven García Acevedo en el área de la estética musical plantea la ineludible pregunta por la ausencia de otros estudiosos de la disciplina activos en la época, como Daniel Devoto y, más específicamente, Leopoldo Hurtado. También graduado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, Hurtado contaba desde la década de 1930 con una significativa producción teórica sobre problemas de estética de la música, dedicada especialmente a la producción contemporánea, dada a conocer en prestigiosas revistas culturales15 y en libros. Un recuento mínimo de sus trabajos anteriores al Congreso de Filosofía incluiría los sustantivos estudios sobre el concepto de objetividad y sobre las relaciones espacio-tiempo en el arte contemporáneo publicados en Cursos y Conferencias, los libros La música contemporánea y sus problemas, Estética de la música contemporánea y Espacio y tiempo en el arte actual, así como intervenciones en discusiones candentes como la pertinencia de la atonalidad o la crítica al uso de recursos folklóricos en obras académicas. En 1949 era sin duda la figura más sólida y relevante de la estética de la música en el país, posición que seguiría consolidándose dos años después con la publicación de su Introducción a la estética de la música y, en 1953, de los ensayos que integran Realidad de la música. A pesar de estos antecedentes, no participó del congreso mendocino.
Algunos de sus organizadores manifestaron que existió “una propaganda de mala ley llevada a cabo contra el Congreso, desde el exterior, por elementos sectarios y contrarios a nuestro gobierno” (Derisi 1949: 169) lo que provocó la negativa a participar de un conjunto de pensadores extranjeros. Un resumen de la situación concluye en que “para los numerosos intelectuales contrarios al oficialismo, el congreso era un encuentro de propaganda peronista y cooptación ideológica” (Ruvituso 2015: 167), por lo cual filósofos argentinos antiperonistas, varios expulsados de la universidad por las intervenciones de 1946, se opusieron y difundieron su decisión a través de sus redes académicas internacionales. Hurtado formaba parte de esa intelectualidad antiperonista de distintos horizontes ideológicos, pertenencia que se manifestó desde los inicios del movimiento mediante la firma de documentos públicos,16 los vínculos solidarios con colegas del mismo campo,17 el fustigamiento de las políticas culturales y la participación activa en el mundo editorial opositor. Aun sin contar con mayor evidencia documental y con todos los inconvenientes de las consideraciones contrafácticas, ante estos antecedentes es verosímil conjeturar entonces que Leopoldo Hurtado no fue invitado al congreso o que, de haberlo sido, se habría negado a intervenir.