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vol.26 issue43PresentaciónTesis sobre la pena de muerte: Pronunciada y sostenida en la Universidad Nacional de Buenos Aires por José María Reybaud, 1934 author indexsubject indexarticles search
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Delito y sociedad

Print version ISSN 0328-0101On-line version ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.26 no.43 Santa Fé June 2017

 

DOCUMENTOS

Tesis sobre la pena de muerte

Sostenida en la Universidad de Buenos Aires para recibir el grado de Doctor en Leyes por Marcos Paz el día 3 de julio de 1834


 

Señores  Examinadores:

Al presentarme por última vez ante el augusto Tribunal que ha de juzgar mi examen final en la carrera de Jurisprudencia, lo hago no sin el temor de que la falta de erudición y de autoridad jurídica defrauden vuestras esperanzas, al tomar en consideración esta modesta tesis; no hallaréis seguramente méritos científicos y sí muchos errores que seré el primero en reconoceros, pero sinceramente acataré vuestra desición, reclamando sí la indulgente consideración con que sabéis acoger al principiante en la difícil carrera del derecho.

La pena de muerte señores, ha ocupado la atención de todas las naciones; en todos los países y en todas las épocas ha sido aplicada e incorporada a las legislaciones penales, reglamentando no sólo la oportunidad de su aplicación sino también detallando la operación y los suplicios variados a que eran sometidos los desgraciados que caían bajo su condena.

Pero en los últimos tiempos, se ha producido entre los autores más ilustrados, un movimiento de controversia que importa un verdadero proceso de esta institución, formándose dos grandes grupos antagónicos: los que pregonan su abolición en la legislación moderna y los partidarios de su mantenimiento.

Esta controversia que ha llegado a apasionar los ánimos provocando larguísimas discusiones, tuvo su origen a mediados del siglo pasado, cuando el ilustre Marqués de Beccaria predicó por medio de sus obras una nueva doctrina de derecho penal, empezando por la aparición de su obra “Dei delitti e delle pene”, que bien pronto encontró discípulos y partidarios.

Pero antes de pasar adelante y para llegar a establecer mi proposición, he de permitirme bosquejar rápidamente lo que ha sido la pena de muerte a través de la historia.

Los hebreos cuyas leyes penales eran inflexibles y duras empleraron cuatro modos de ejecutar: la estrangulación, el fuego, el apedreamiento y la decapitación con espada. Y no se crea que estos castigos estaban reservados sólo a los grandes criminales, pues su aplicación era frecuente. Hasta la muerte en la cruz había sido empleada por los judíos antes de la venida de Jesucristo, como la habían usado también los egipcios, los cartagineses y los persas.

En Grecia se aplicaba la pena de muerte con la espada, el lazo o la cicuta a los sacrílegos, conspiradores, desertores, a los impíos que eran condenados a morir de hambre y a los suicidas, como no era posible castigarlos en vida, le cortaban al cadáver la mano derecha!

Los Romanos abusaron también de la pena de muerte castigando con ella a nobles y plebeyos aunque con distinto suplicio, hasta la publicación de las leyes de 12 Tablas que castigaba por igual. La pena de muerte se aplicaba indistintamente al delincuente contra la vida o la propiedad, al incendiario, al testigo falso, al esclavo sorprendido en un robo y sobre todo al parricida.

La ley Pompeya llegó a disponer: que al parricida se lo meta en un saco junto con un perro, un mono, un gallo y una víbora! La estrangulación y el fuego eran los suplicios más usados en Roma.

Todos estos refinamientos pasaron a los germanos y los galos y demás pueblos dominados por Roma; siguiendo el abuso de la aplicación de la pena de muerte en todas las naciones, hasta alcanzar su mayor encumbración en la Edad Media. La Inquisición solamente produjo más de 8000 ejecuciones!

Felizmente y aún cuando no fue un movimiento general, en muchas naciones, en la edad moderna, se moderó y restringió el gran abuso que había llegado a hacerse de este castigo, el más grande que es dado a los hombres imponer.

Las doctrinas antiguas debían sin embargo modificarse, con el avance resuelto de la civilización de las naciones europeas en los últimos siglos, una vez que se formaron definitivamente y se organizaron las sociedades, sobre bases más racionales y científicas.

Fue pues un acontecimiento para los legisladores del siglo pasado la aparición de las doctrinas de Beccaria, que fueron el punto de partida y habían de conducir a la reforma de la legislación penal.

Es verdad que al principio la obra de este autor fue recibida con desdén pues los criminalistas eran refractarios a que se introdujeran reformas fundamentales en leyes ya arraigadas y sancionadas por el uso desde tiempo inmemorial. Pero pocos años después se levantó en Europa un clamor general contra los conjuntos de leyes penales en uso y contra las instituciones que les prestaban protección.

Los sentimientos humanitarios que consigna el Derecho Natural despertaron en el corazón de muchos legisladores, que iniciaron su propaganda de protesta contra castigos que inhumanamente violaban leyes elementales, con los tormentos inquisitoriales, las mutilaciones y suplicios, que so pretexto de agravar la pena de muerte, sólo conseguían dar espectáculos repugnantes sin mayor resultado para la humanidad.

Las ideas modernas sobre la penalidad se abrieron camino rápidamente y algunos países abolieron la pena de muerte de su legislación penal.

Los mismos romanos en una época la abolieron con la ley Porcia, en los prósperos tiempos de la República, y sólo la aparición de los Emperadores Sanguinarios la incorporó de nuevo a la legislación.

Isabel de Rusia, la Humanitaria, era adversa a la aplicación de la pena de muerte y puede decirse que durante su reinado se abolió.

¿De qué sirve un hombre muerto?, decía aquella soberana, aún con un criminal vivo algo puede hacerse, tengo horror a las ejecuciones. Mientras el culpable viva hay esperanza de enmendarlo, se le privará la libertad, y se le destinará a labores pesadas, y siempre puede conseguirse de él algo más que con la muerte.

En Francia fue donde la discusión llegó a apasionar a mayor número de jurisconsultos, extremándose el tema con la formación de dos escuelas opuestas.

La República de 1791 llegó a abolir la pena de muerte, pero Napoleón volvió a establecerla como uno de los principios conservadores de la antigua legislación.

Hace pocos años se reformó el Código Penal Francés y si no se ha abolido del todo, se ha conservado para aplicarla sólo en ciertos y determinados casos.

La innovación más fundamental que contiene la ley francesa es la organización y facultades dadas al Jurado que debe entender en una causa criminal; entre esas facultades entra la de buscar atenuantes que puedan rebajar o no la pena; es decir que está facultado en casa caso en particular para aplicar o no la pena capital.

Esta disposición tan fácilmente otorgada por Jurados ha sido duramente criticada en todas partes; y en indudable que hubiera sido preferible que el Código hubiera sido sancionado con una disposición más franca y categórica: o suprimirla o restablecerla.

Lo que se critica es la facultad tan amplia de que el Código otorga al Jurado, es decir a doce hombres, que tienen en sus manos la vida de otro, disponiendo libremente de la cuchilla del verdugo; y que lo más acertado hubiera sido fijar clara y terminantemente en el Código, cuáles son los casos en que corresponde la pena de muerte, con fijación también de los atenuantes que pudieran valer, para que la aplicación no pudiera llegar a ser caprichosa o abusiva.

He hecho esta observación porque se trata de la nación que indudablemente tiene una de las más sabias y avanzadas legislaciones modernas. Y si ella aún no la ha abolido y por el contrario hace apenas 4 ó 5 años la ha restablecido en un Código es porque parece que no ha llegado aún el momento de que este castigo desaparezca en absoluto y definitivamente de las leyes criminales.

He de sentar ahora, y después de exponer estos antecedentes, la proposición que a mi juicio envuelve la que más convendría adoptar respecto a la pena de muerte en nuestra legislación. Hela aquí:

La pena de muerte sólo puede ser autorizada por la necesidad absoluta o el derecho de propia conservación.

En las circunstancias actuales de nuestro país debe extenderse a los incorregibles solamente, pero si se aplica del modo que hoy se acostumbra es insuficiente y perjudicial.

Para llegar a la mejor demostración de la tesis precedente, he creído que lo mejor será exponer los argumentos que en contrario se han aducido, para refutarlos en cada caso, y llegar después a establecer las verdaderas razones en que se fundan las tres partes que contiene dicha tesis.

La razón fundamental que se da para aplicar la pena de muerte como hoy se hace todavía, es que el mismo derecho penal entre sus principios fundamentales tiene aquel de que la pena debe ser proporcionada al delito; que el asesinato o la pérdida de la vida de una persona por mano del criminal es el mayor de los crímenes y por lo tanto siempre le corresponderá la mayor de las penas: la de muerte.

Pero es Señores, que en más de una ocasión un individuo que ha muerto alevosamente a otro sin causas atenuantes, pues pongo el caso más desfavorable, no ha de resultar un criminal empedernido; la prisión perpetua, la reclusión, el recuerdo como castigo de su crimen pueden bastar para hacerle sufrir quizá más que con la muerte y el arrepentimiento tocar su corazón.

Hay muchos suicidas que se quitan la vida por no sufrir más, lo que quiere decir que la muerte no es siempre la mayor de las penas, y que también se puede sufrir mucho viviendo.

Otra razón que aducen los partidarios del mantenimiento de la pena de muerte es que con ella se llena el verdadero objetivo de la pena que es la expiación, y que sólo aquella es la que expía y satisface la conciencia pública, El pueblo, dicen, asiste a una ejecución teniendo la conciencia de que así se satisface la justicia y que el mismo reo convicto y confeso la acepta con la tranquilidad de que su obra queda purgada con el castigo que recibe, ante Dios y los hombres.

No carece seguramente de lógica el argumento y quizá pueda tener su razón y confirmación cuando se trata de criminales cuyos delitos hayan azotado de tal manera la sociedad que esta no puede permanecer y vivir tranquila mientras que aquel hombre viva y sea por ello absolutamente necesaria su desaparición del mundo de los vivos, pues indudablemente la conservación social y la propia conservación valen más en esos casos que la vida de un hombre que no puede anteponerse a la vida y tranquilidad de muchos otros. Pero de ahí a justificar la aplicación de tal castigo en todos los casos que las leyes vigentes señalan hay una gran diferencia; por eso he expresado claramente en mi proposición que sólo podría ser autorizada por la necesidad absoluta o el derecho de propia conservación; es decir en casos de excepción.

Daré enseguida otro de los muchos argumentos en que los sostenedores de la pena de muerte apoyan su doctrina, para que se vea cuánto interés ha despertado esta cuestión en los jurisconsultos criminalistas. Hablan de ellos en estos términos:

La intimidación a los demás es uno de los objetivos principales de la pena de muerte. Cuando un criminal es ejecutado todos ven en ello la aplicación de la mayor pena que puede aplicar la sociedad contra él: privarlo de su existencia; adquiere así la pena la mayor intensidad y previene por lo tanto nuevos crímenes como el castigado.
Es verdad que algunos criminales llegan al patíbulo con la mayor tranquilidad y sangre fría, no lo temen y hasta hacen alarde de su desprecio por la vida, pero en cambio hay otros que al llegarles la última hora se manifiestan arrepentidos y protestan de que si hubieran tenido presente el fin que les esperaba no se hubieran animado a cometer el crimen.

Quieren también los que sostienen la pena de muerte que ella se mantenga para que no se cometa la injusticia de castigar crímenes de diferente graduación con una misma pena. Así si no se ejecuta el asesino, se le condenará a cadena perpetua como al incendiario, al incestuoso, al bandolero; que el asesino que sabe esto no se detiene al momento de dar muerte a su semejante, y que ante la perspectiva de que todo su castigo será la pena perpetua, espera aún en esa situación vivir a su satisfacción, y hasta cometer otro asesinato en la prisión misma, puesto que habiéndose abolido la pena de muerte tampoco le alcanzaría esta vez; su crimen nuevo no podrá agravarle la pena.

Es cierto Señores, que en algunos casos pueden presentarse las circunstancias que dejamos apuntadas, pero tampoco estas constituyen regla general; y si la intimidación es uno de los fines de la pena de muerte ¿cómo es que siempre y en todas las épocas, la repetición de este castigo no ha conseguido desterrar el crimen, y regenerar al hombre para que no haya más delito que merecen su aplicación?

No diré que con la aplicación de la pena de muerte haya aumentado el número de asesinos, pero sí diré que con ella no ha disminuido sensiblemente, sería muy difícil comprobarlo, ¿y las ventajas obtenidas tomando la ejecución como regla general producen más beneficios que restringiendo siempre su aplicación?

La graduación del castigo es por otra parte relativa; siempre que sea proporcional al daño que el delito haya producido.

Es más fácil que de cien asesinos condenados a prisión perpetua se arrepientan noventa y cinco y no dañen más a nadie que el peligro de que contemos con noventa y cinco personas que puedan en la segura y perpetua prisión ser aún un peligro para la sociedad.

No me detendré más a refutar argumentos extremos que los sostenedores de la pena de muerte hacen para afianzar sus doctrinas.

Diré sí que llevado del celo de sus convicciones, han echado mano de todo lo que puede justificar en algunos casos una ejecución, para pretender generalizar su uso en la criminalidad grave.

Voy a exponer esos argumentos al sólo efecto de que comparéis sus fundamentos con los que aducen los opositores a esta pena.

El Estado dicen, tiene el derecho de quitar la vida a un criminal, y este derecho no puede ser desconocido, puesto que se tiene el derecho de exponer la vida de sus soldados y exigirles su sacrificio por la salvación de la patria, tiene que retener también ese derecho para exigirle a un criminal la pérdida de su vida para salvar a la Sociedad intranquila y amenazada; interés tan grande como el otro.

El Estado además, debe tener ese derecho, porque si se le priva a él, los criminales de las naciones vecinas donde impera la pena de muerte, se lanzarán más seguros a sus crímenes en aquel, puesto que saben que allí no correrá peligro su vida si caen en manos de la justicia. Esto es ya un argumento extremo fundado tan sólo en posibilidades, puesto que el criminal, e asesino que está dispuesto a cometer el asesinato, no cejará por la consideración argumentada en su propósito.

Si ha de asesinar a una persona lo hará, sin que se piense que dejará en paz con esa para ir a buscar otra víctima en un país donde no exista la pena de muerte, a menos que hiciera viajar también a su víctima, en cuyo caso se tratará ya de una excepción, de un monstruo, cuya vida nadie la podría defender, y que entraría ciertamente en el caso de mi proposición.

Pero para no ser demasiado extremo, voy a detenerme en esta altura del examen de la doctrina sustentadora de la pena de muerte, porque por otra parte los enunciados son los argumentos fundamentales; y los demás se enuncian forzando un poco el agotamiento de la materia.

Véase ahora cuál es la opinión de los contrarios, fundada principalmente en la teoría moderna de Beccaria, de donde deducen sus principales argumentos, muy dignos por cierto de ser tenidos en cuenta no sólo por la autoridad jurídica de donde provienen sino por los fundamentos en que todos se apoyan.

La teoría contraria a la pena de muerte se basa en dos hechos principales cuyas comprobaciones pasaré a dar y son: que la pena de muerte es ilegítima y que no produce la utilidad que con ella se busca.

La ilegitimidad de la pena de muerte proviene, según los autores que la combaten, de que no guarda siempre conformidad con la naturaleza y el fin que propone la legislación criminal y de que tampoco satisface las condiciones que hacen que una pena sea admisible.

El legislador no puede usurpar el poder que sólo es dado ejercer a Dios; disponer de la vida de sus criaturas. Las Leyes pueden castigar al hombre, privarlo de su libertad porque abusó de ella, reprimirlo, sacarlo del medio social, pero no privarle la vida; esto es antinatural y contrario a la cultura y civilización de la sociedad.

Si un criminal enseguida de cometer un asesinato, vuelve a su serenidad y da pruebas inequívocas de su arrepentimiento ¿por qué matarlo? ¿Es ese el fin de la ley penal? No, pues la prisión y reclusión ya castigan a un hombre que no volverá a cometer su delito.

El cristianismo por otra parte, nos enseña que Dios no quiere la muerte del pecador sino su arrepentimiento y su corrección, y por eso la Iglesia, representante de Dios, perdona aún a los más grandes pecadores.

Si la pena de muerte, dicen también sus enemigos, fuera necesaria, podrá decirse que es legítima. Mas las penas más severas pueden ser reemplazadas por otras, y entonces no son necesarias.

El criminal que encerrado para siempre en una prisión, se arrepintió, y se concreta a hacer una vida de reclusión, trabajando, y sin que ofrezca peligro a la sociedad si volviera en libertad ¿por qué debía habérsele ejecutado?

Y sobre todo ¿se estuvo siempre en lo cierto cuando se ejecutó un reo? ¿Y si alguna vez se hizo morir a un inocente, no horroriza semejante atentado a la vida de un ser humano, que sólo Dios puede disponer de ella? Vale más el caso que indico, por su irreparable injusticia, que la dudosa legitimidad de la ejecución de cien verdaderos criminales. La historia nos presenta muchos de estos casos, a cuya narración sigue una viril protesta contra la pena de muerte.

Pero los argumentos sacados de la nulidad de la pena de muerte son mucho más terminantes. Alrededor de este concepto se ha discutido también mucho y han intervenido verdaderas autoridades en la materia.

El legislador en esta clase de asuntos, no podría guiarse para tomar una determinación y adoptar una penalidad, por la opinión de las muchedumbres muchas veces groseras e ignorantes que gozan con los espectáculos de mayores emociones, sino que debe pesar antes que todo la opinión de los hombres de virtud y de talento, que son adversos en su mayoría al mantenimiento de la pena capital.

Cada día es mayor el número de partidarios de la abolición, por considerarla de muy poca utilidad a esta pena; y cada ejecución, provoca comentarios encontrados después de los cuales ha engrosado más y más el grupo de los abolicionistas, al menos en los casos generales; y entre ellos muchos de los que pueden fundar una opinión jurídica y científica.

También dicen los que así piensan que se ha exagerado demasiado el poder de intimidación que se le atribuye a la pena capital, y el peligro que su supresión pueda perjudicar y exponer a la sociedad en su intranquilidad. Es evidente que la pena de muerte debe ejercer alguna intimidación al menos en ciertos espíritus, los menos seguramente; pero éstos no serán los suficientes para que la mayoría de los que son capaces de cometer un crimen se detengan porque hayan visto ejecutar a un asesino; el que es criminal por instinto no se detiene ni se arredra por eso; se cree bastante hábil o se ingeniará ilusionándose de que ha de burlar y escapar a la acción de justicia.

Sobre este particular, he leído hace poco tiempo una estadística de algunos países europeos, en que se ve que la supresión o abolición o no aplicación de la pena de muerte no ha traído como consecuencia un aumento de la criminalidad como sostienen algunos; y en cambio se observa también que en los países en que se aplica con frecuencia o no se ha suprimido del Código Criminal no se nota disminución del número de criminales.

He aquí las principales razones aducidas por los partidarios de la abolición:

Es indudable que ciertos atributos de la penalidad no se elevan con esta pena, por ejemplo, no fortifica sino más bien debilita la represión. Examinando algunos procesos célebres, y algunos entre nosotros mismos, se ha observado que muchas veces los jueces, jurados y testigos se inclinan más bien a no aplicar la pena de muerte, y en su afán de salvarlo, tienen forzosamente que exagerar su no culpabilidad, y si escapa de la pena, la eficacia de la defensa o de la deposición de los testigos puede influir para que la pena que resulta en definitiva sea menor que la que realmente le hubiera tocado si no existiendo la pena capital hubiera habido más soltura y libertad para juzgarlo. La represión pues no resulta con la eficacia que el Derecho Criminal persigue.

En otros casos, después de una ejecución queda conciencia de que la justicia no se ha llenado, y ha sido deficiente. Así cuando el criminal afirma su inocencia constante y repetidamente hasta el último momento conmoviendo al público, a los jueves y hasta a los mismos ejecutores, o cuando el arrepentimiento es tan vivo y el ardor con que lo manifiesta inclina al perdón y a la piedad, queda la duda y muy profunda de que ese hombre ha sido muerto y sin embargo vive otro a quien le alcanzó un indulto oportuno siendo un criminal convicto y confeso y tal vez no tan arrepentido.

Los partidarios de la supresión absoluta de la pena de muerte sostienen que en estos como en otros casos, puede aberrarse el sacrificio de la vida de un ser humano y que siempre la Justicia y las leyes hallarán penas que puedan suplir ventajosamente por su adaptación al ambiente y por su eficacia a la pena mayor posible.

He aquí Señores trazado el cuadro general que revela el estado actual de esta tan debatida cuestión.

Que la pena de muerte debe moderarse en su aplicación es algo que ha sido ya confirmado por la historia a través de los tiempos, desde la barbarie de los pueblos antiguos hasta la civilización de las actuales naciones. Si se recorre la historia de la criminalidad y de su represión en las diferentes épocas fácilmente se verá que la pena de muerte se aplica cada vez en menor número de casos; y si en algunos pueblos como los judíos, persas, indios y egipcios, la mayoría de los delitos graves civiles o religiosos eran castigados por la muerte del delincuente a medida que la cultura y la civilización progresaban, el número de los ajusticiados disminuía. Ha habido pues una tendencia universal a su moderación para aplicarla sino a su abolición absoluta.

¿Qué causas habrá por lo tanto que tan poderosamente se opongan a su absoluta eliminación de los Códigos Criminales?

Como quiera que se encare esta cuestión sólo surge una respuesta: La causa es principalmente la absoluta necesidad, cuando no puede pensarse en aplicar otra pena, y el instinto natural y humano de la defensa y de la conservación de la sociedad. He ahí las únicas causas primordiales que han existido en todas las naciones y en todas las épocas. La conservación y tranquilidad de la sociedad vale más que todo e instintivamente se impone la represión por más resistencia que esta pueda presentar.

Hay delitos, los menos quizás, pero ellos se pueden presentar, que no sólo violan las leyes civiles, y los derechos de un particular, sino que también conmueven profundamente a la sociedad, que máximamente se alza contra el delincuente; y si allí, en el orden social un crimen produce estragos mayores que lo que vale la vida de un criminal, la duda no puede subsistir: de los males se prefiere el menor, y el criminal debe desaparecer.

Después de la larga discusión que esta materia ha provocado, por espacio de más de cincuenta años, con la intervención de los más competentes jurisconsultos de todo el mundo, creo que podría ya sancionarse una reforma saludable de la legislación penal, estableciéndose en ella claramente cuáles son los casos en que positivamente corresponda y cuáles no. He apuntado las causas de la suprema necesidad y de la conservación social; no quedaría a mi juicio sino el caso del incorregible, reincidente, para el cual no habría que tentar otra pena que la de su desaparición del mundo.

Pero fuera de ellos, la legislación civil no puede ir más allá, so pena de levantar cada día mayores resistencias y las levantará cuánto más culta y civilizada sea la sociedad.

Pero la reforma de esas leyes es indispensable y urgente, pues en la forma que hoy se aplican sus resultados como hemos visto son insuficientes y perjudiciales.

La aplicación de una pena tan grave, la mayor en la escala de los castigos humanos, no puede dejarse al arbitrio o a la conciencia e ilustración, por grande que esta sea de los Señores Jueces o Jurados, que una vez pueden acertar en justicia, pero también pueden errar; es preferible que la misma ley, suficientemente madurada y discutida con calma, tomándose todo el tiempo necesario, señale e indique concretamente cuáles son los casos en que procede la aplicación de la pena de muerte, para que la ley se cumpla eficaz e inexorablemente.

Felizmente se han dado ya algunos pasos en el sentido de llegar a un fin humanitario. Por de pronto se han suprimido las penas de mutilación y muerte atroz, como eran las de arrojar al reo a las fieras, quemarlo vivo, enterrarlo vivo, etc (Ley 3. Tít.16. P. 2), restos que quedaban como una afrenta de la barbarie de otros tiempos; al menos ya no se descuartizan los cadáveres de los ajusticiados…

Creo Señores haber expuesto con toda sinceridad los hechos, que han determinado en mi espíritu, formarme un criterio de profundo convencimiento sobre la aplicación de la pena de muerte; y que las razones aducidas justifican plenamente las tres partes de la proposición que me propuse sostener, a saber:

1º Que sólo por una suprema necesidad o por el instinto de la conservación puede ser ella autorizada. 2º Que deberá aplicarse al criminal contumaz e incorregible puesto que para los demás la legislación puede disponer de otra clase de represión, y finalmente que procede la revisión y reforma de la ley que actualmente rige en la materia para establecerla de modo que ella sea eficaz, llene su misión, y no sea perjudicial como es la actual.

He dicho.

Marcos Paz

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