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Delito y sociedad

Print version ISSN 0328-0101On-line version ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.26 no.43 Santa Fé June 2017

 

DOCUMENTOS

Tesis sobre la pena de muerte

Pronunciada y sostenida en la Universidad Nacional de Buenos Aires por José María Reybaud, 1934


 

Hay señores de ciertos delitos señores que por su misma trascendencia no pueden ser castigados con otra pena que les sea proporcional que con la de muerte. Del mismo moda hay ciertos delincuentes cuyos delitos aunque tomados separadamente tal vez no sean muy graves pero reunidos demuestran una gran corrupción y maldad.

En ambos casos la sociedad está interesada en destruir la existencia de aquel que intentó destruir la de ella.

Rotos entonces los vínculos que reunían la parte al todo y alteradas todas las relaciones no queda otro derecho que el del más fuerte, y es entonces que la sociedad lo pone en práctica, como lo pondría el criminal si su poder fuera como sus intenciones; lo ejecuta por medio de las penas. Los diferentes casos fijan la elección de estas y así cuando a la enormidad del delito se agregan pruebas de perversidad que puedan juzgarse incorregibles, la sociedad debe a la seguridad de sus miembros, al escarmiento y a la moral un gran ejemplo, un remedio radical interponiendo entre sí y el criminal la barrera de la muerte.

Sin duda el hombre no es naturalmente enemigo de lo bueno; es evidente que no nace con la inclinación a lo malo, como lo han pretendido algunos, pero la educación, el tiempo, las circunstancias, las pasiones, las convenciones sociales, etc. Todo conspira a alterar en el las impresiones primitivas.

Cuando por desgracia todas estas causas destructoras del germen de lo bueno obran combinadas la perversión es completa e incurable; el hombre verdadero desaparece, sólo se presentan las formas del hombre físico, destituido de toda su dignidad moral, el hombre degenerado de su especie, en quien los sentimientos perversos feroces han sustituido a la dulce moral de la naturaleza. ¿Qué otra es el bárbaro que sin sentirse agitado de alguna de esas pasiones impetuosas que obstruyeren al hombre clava a sangre fría un puñal en las entrañas de un amigo, de un pariente, de un bienhechor?

¿Qué otra cosa es que el violenta a una joven de seis años y acto continuo le corta la cabeza?

En estos casos y en otros semejantes nada hay de teórico: todo ha sucedido y algunas veces entre nosotros.

Estas consideraciones que como naturales se han presentado siempre al espíritu del hombre con toda la fuerza que les imprime su carácter, y los sangrientos sucesos que las arrancan han hecho consagrar el principio invariable de la necesidad de la pena de muerte. Es verdad que o la indignación que causan los grandes delitos o la confusión de las ideas de lo justo ¿o la ignorancia o la irreflexión han hecho que el hombre se extraviase tristemente en sus direcciones, prodigase una pena tan terrible y obrase así de un modo que alejaba enteramente los grandes objetos a que aspiraba.

Sin embargo, sus erradas y deplorables consecuencias no deben motivar la condenación del principio de que se creyeron deducidas y que ciertamente es fundamental en la organización de las sociedades.

Echemos una rápida ojeada sobre las opiniones de algunos escritores que nadie osará acusar de enemigos de la humanidad y veremos que todos han sentido la fuerza poderosa de aquel principio.

Platón quiere un libro de las leyes que en la confección de los códigos penales se proceda con la mayor circunspección, moderación y lenidad; pero no obstante ha tenido que declarar como digno de muerte a los que califica de incurables. Aunque esta idea que Rousseau adoptó después en su Contrato Social no fue explanada y aún es algo equívoca, importa la confesión de que en ciertos casos la muerte del culpable es útil a la sociedad.

Montesquieu opina que los crímenes que constituyen la cuarta especie, de las en que divide todos, esto es los que atacan a la seguridad de los ciudadanos deben castigarse con la privación de la vida.

Esta pena, dice, se funda en la naturaleza de las cosas, en la razón, y arranca del origen del bien y del mal. Merece morir el ciudadano que viola la seguridad hasta el extremo de quitar a otro la vida, o de esforzarse en quitarla. Tal pena es como el remedio de la sociedad enferma.

Filangieri, indignado y conmovido, al contemplar el espectáculo degradante y lastimoso que presentaba a la Europa, levantó una voz elocuente y poderosa que aún resuena y que resonará mientras las leyes políticas, económicas y criminales de una nación no sean juzgadas de los errores y abusos que le acarrearon. Filangieri establece los principios que fundan la necesidad de penar y deriva de aquí la de imponer la pena de muerte.

Constante comentando la obra inmortal de Filangieri asegura que

independientemente de las razones metafísicas de aquel concurren muchas consideraciones prácticas para animarnos a no desechar con demasiada precipitación y sin atender la naturaleza de los crímenes la pena de muerte contra la cual levanta el grito en el último siglo los filósofos más preciados.

Pero ¿son de extrañar las afirmaciones de estos escritores cuando otros no menos ilustrados y que miran la pena de muerte con un ojo de severidad y de reprobación, a su pesar tienen que confesar útil y necesaria en ciertos casos?

Beccaria no es inferior a Filangieri ni en la exactitud de las ideas ni en la sanidad de sus sentimientos. El con motivo de un suceso que conmovió a la Europa (la muerte de Calas) consagra sus talentos al examen de las leyes penales; recorre y combate vigorosamente los errores de que está poblada, muchos de los cuales ciertamente pudieron ser introducidos sólo en la anarquía de las costumbres y de leyes; proscribe severamente la pena capital aglomerando reflexiones sin duda poderosas.

Mas repentinamente parece que las fuerzas del convencimiento le hace volver sobre sus principios y nos dice:

Sólo dos motivos pueden hacer reputar como necesaria la muerte de un ciudadano, En los momentos de agitación en que una nación aspira a liberarse; en los tiempos de amargura en que guardan silencio las leyes; las sustituye de desorden y la confusión; si algún ciudadano puede aunque esté privado de su libertad comprometer la seguridad de su patria por su crédito y relaciones, si su existencia puede acunar en el gobierno una revolución peligrosa, sin duda que es indispensable la pena de quitarle la vida.

Observad señores que Beccaria y Bentham, estos principales y acérrimos enemigos de la pena de muerte, han levantado en sus mismas aserciones una objeción formidable que echa por tierra sus principios; porque han olvidado que siempre que se sienta un principio general es forzoso acogerse a sus consecuencias naturales.

Prescindamos de la vaguedad de la voz “hostilidad” que puede aplicarse aquí con exactitud, por la misma razón podría aplicarse también a las penas, viniendo a ser indiferente que se denomine hostilidad o se denomine pena, pues lo que resulta de sólido y cierto es que en tales casos conviene que la sociedad prive de la vida a uno de sus miembros.

Después de todo esto me parece innegable la necesidad de la pena capital, yo debería pasar a aumentar el convencimiento con el examen de los inconvenientes que se le objetan. Lo haré. Pero antes permítaseme manifestar que no se debe admitir graduación de la pena capital a causa de que tanto se aplica al asesino de un extraño como al asesino de un hermano, de un hijo o de un padre; es éste el primer inconveniente que algunos objetan.

Esta aberración es sin duda exacta pero ese es un mal irreparable de los grandes estragos, si el justificara la abolición de la pena de muerte también justificaría la de cualquier otra que la reemplazara, y procediendo así de la mayor a la menor hasta la más leve habríamos de suprimirlas todas.

Imaginemos las penas que se quieran aunque se extinga la de muerte; la ley ha de fijar siempre su maximum y siempre podrá decirse también de la que la sustituya lo que se dice de la capital, porque ese maximum ha de aplicarse igualmente a los delitos más graves más que los otros, pues las circunstancias que los diferencian no pueden ser determinadas por el legislador como dependientes de mil combinaciones accidentales que escapan a la previsión humana.

También se objeta contra la pena de muerte el que no produce el escarmiento que se apetece porque regularmente tales espectáculos no son presenciados sino por un corto número de personas, cuyo móvil es más bien la novedad y la compasión y porque al fin dejan de causar impresión alguna en el común del público.

Mas yo creo que el verdadero que produce tal pena no consiste ni en el acto material de las ejecuciones ni en el aparato imponente con el que la sociedad las decora.

Consiste en la certeza, en el convencimiento que forma de que tal pena existe y de que se aplica.

Por lo demás ciertos espectáculos dejan de causar impresión cuando su repetición prepara la indiferencia porque en verdad está probado que las sensaciones fuertes embotan el entendimiento.

Evítese entonces en cuanto se puede en continuidad y entonces ese inconveniente habrá disminuido; disminuirla solamente, pues evitarlo del todo es imposible.

La ineficacia e la pena de muerte para evitar los crímenes a que se aplica comprobada por una experiencia diaria es uno de los grandes argumentos que se le dirigen.

Pero en esto se sienta un hecho de cuya veracidad no se presenta dato alguno, y se deducen consecuencias que nada tienen de naturales.

Si en todos los tiempos y en todas las sociedades se perpetran a despecho de tal penal, los crímenes que la merecen, esto sólo prueba que los estímulos del mal son las más veces y han sido los estímulos más poderosos que el temor de un castigo pobre, lejano e incierto.

¿Mas quién puede asegurar que ese temor no arrancó miles de veces el puñal de manos resueltas para clavarlo?

Nadie porque nadie está investido del poder sobrenatural de penetrar siempre en los secretos vergonzosos de un corazón corrompido.

La ineficacia de la pena de muerte para evitar los crímenes a que se aplica no puede pues probarse.

Ya veis señores como los principios de los que combaten la pena capital nos conducen necesariamente a resultados que por sí mismos los combaten; nos conducen a proscribir del mismo modo todo el Código Penal y a consagrar en principio la uniformidad de los delitos.

A fuerza de corregir los inconvenientes de esa pena han reducido a cero los castigos que pueden imponerse a los grandes crímenes porque es necesario repetirlo cuales quiera que sean han de tener los mismos y desde que los tengan deberemos desterrarlos y sustituirlos. ¿Cuáles? Ninguno, a no ser que sean los que se conocen por muy suaves, trastornando de este modo la importante proporción entre los delitos y las penas.

Ojalá señores que llegue el día en que la pena capital sea inútil, cesaría aplicarlo porque no lo requieran la magnitud de los delitos, pero hasta ese día creemos que debe sostenerla toda legislación.

He dicho.

josé maría reybaud

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