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Delito y sociedad

Print version ISSN 0328-0101On-line version ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.27 no.45 Santa Fé June 2018

 

ARTÍCULOS

Criminología del Sur*

Southern criminology

 

Kerry Carrington*, Russell Hogg** y Máximo Sozzo***

*Universidad de Tecnología de Queensland – Australia kerry.carrington@qut.edu.au
**Universidad de Tecnología de Queensland – Australia russell.hogg@qut.edu.au
***Universidad Nacional del Litoral – Argentina msozzo80@gmail.com

 

Recibido: 27/10/2017
Aceptado: 30/11/2017


Resumen

En el Sur Global abundan cuestiones vitales para la investigación criminológica y de relevancia política, con importantes implicancias para las relaciones Sur/Norte y para la segu ridad y la justicia globales. Contar con un marco teórico capaz de apreciar la importancia de esta dinámica global contribuirá para que la criminología pueda entender mejor los desafíos del presente y del futuro. Empleamos la teoría del Sur de una manera reflexiva para dilucidar las relaciones de poder enraizadas en la producción jerárquica de conocimiento criminológico que privilegia teorías, supuestos y métodos basados en las especificidades empíricas del Norte Global. Nuestro propósito no es desestimar los avances teóricos y empíricos realizados sino, en forma más productiva, descolonizar y democratizar la caja de herramientas criminológicas disponibles. Como una forma de ilustrar cómo la Criminología del Sur podría ser útil para contribuir a informar mejor las respuestas a la justicia y la seguridad globales, este artículo examina tres proyectos distintos que podrían ser desarrollados bajo esta rúbrica. Estos incluyen, en primer lugar, ciertas formas y patrones de delitos específicos de la periferia global; en segundo lugar, los patrones distintivos de género y delito en el Sur  Global; y, finalmente,  las  peculiaridades históricas y contemporáneas de la penalidad en el Sur Global y sus vínculos históricos con el coloni alismo y la construcción del imperio.

Palabras clave: Teoría del Sur, Criminología del Sur, modo de pensar metropolitano, teoría criminológica, periferia global, saber/poder.

Abstract

Issues of vital criminological  research and policy significance abound in the global South, with important implications for South/ North relations and for global security and jus tice. Having a theoretical framework capable of appreciating the significance of this global dynamic will contribute to criminology being able to better understand the challenges of the present and the future. We employ southern theory in a reflexive (and not a reductive) way to elucidate the power relations embedded in the hierarchal production of criminological knowledge that privileges theories, assumptions and methods based largely on empirical specificities of the global North. Our purpose is not to dismiss the conceptual and empirical advances in criminology, but to more usefully decolonize and democratize the toolbox of available criminological concepts, theories and methods.As a way of illustrating how southern criminology might usefully contribute to better informed responses to global justice and security, this article examines three distinct projects that could be developed under such a rubric. These include, firstly, certain forms and patterns of crime specific to the global periphery; secondly, the distinctive patterns of gender and crime in the global south shaped by diverse cultural, social, religious and political factors and lastly the distinctive historical and contemporary penalities of the global south and their historical links with colonialism and empire building.

Keywords: Southern theory, southern criminology, metropolitan thinking, criminological theory, the global periphery, knowledge/power.


 

Introducción

En Southern Theory Raewyn Connell (2007) analiza el impacto de la división global del poder político, económico, cultural y militar en la producción de conocimiento. En base a la experiencia de un pequeño número de países del Norte Global, argumenta que las ciencias sociales han sido exitosas en presentarse a ellas mismas y han sido ampliamente aceptadas como, universales, atemporales y desenraizadas. Connell estaba centralmente interesada en la sociología pero, como nosotros buscamos mostrar, su argumento puede aplicarse con la misma fuerza a la criminología. Sin embargo no nos interesa construir una argumentación demasiado reduccionista con respecto a este efecto de saber-poder. En consecuencia, delineamos el argumento a favor del desarrollo de una criminología trasnacional que sea inclusiva de las experiencias y perspectivas del Sur Global, que adopte métodos y conceptos que tiendan puentes entre las divisiones globales y que abrace la democratización de la producción de conocimiento como aspiración política. Es muy importante destacar, al presentar el argumento a favor de una Criminología del Sur que nuestro propósito no es simplemente agregar un nuevo candidato a la lista creciente de nuevas criminologías y con ello contribuir a lo que muchos consideran una creciente fragmentación del campo (Bosworth y Hoyle, 2011: 3). La Criminología del Sur es un proyecto político así como teórico y empírico como explicaremos a continuación.

La distinción Norte-Sur se refiere a la división entre los Estados metropolitanos de Europa Occidental y América del Norte, por un lado, y los países de América Latina, África, Asia y Oceanía, por otro. En la pirámide de la producción de conocimiento global, la periferia fue inicialmente puesta al servicio de la teoría metropolitana como «minas de datos», como ejemplos de sociedades «primitivas», «tribales» o «pre-modernas» (Connell, 2007: 66)1. De allí en más la tendencia dominante ha sido importar el conocimiento generado en el Norte Global a la periferia (Connell, 2015: 51), quedando su tarea esencial relegada a la de aplicar la teoría importada a los problemas sociales locales para producir hallazgos empíricos cuya relevancia generalmente se limita al plano local. Este proceso epistemológico refuerza la hegemonía de la teoría del Norte al mismo tiempo que ignora o excluye ideas y teorías enraizadas en la historia y la experiencia de las sociedades del Sur.

La categoría «Sur», por lo tanto, hace referencia no sólo a la división geográfica del mundo sino también constituye una metáfora de las relaciones de poder enraizadas en «las relaciones centro-periferia en la esfera del conocimiento» (Connell, 2007: viii). La suposición no declarada de la ciencia social metropolitana era que todas las sociedades estaban obligadas a seguir el ejemplo de las sociedades modernas del Norte Global si pretendían una modernización exitosa. De acuerdo con esta lógica los fenómenos sociales y criminológicos en el mundo periférico deben ser investigados -si lo sondesde el punto de vista de la realización (imperfecta) de las teorías y las leyes del desarrollo universales generadas en las «sociedades modernas» del Norte Global. Esta estrategia teórica, argumenta Connell, produce «lecturas desde el centro» que reclaman la producción de un conocimiento universal pero no reflejan su especificidad geo-política (Connell, 2007: 44). El problema, sugiere, no es la falta de ideas desde la periferia sino «un déficit de reconocimiento y circulación» (Connell, 2015: 52). Este tipo de teoría, que Connell llama pensamiento metropolitano, también fracasa en conceptualizar «el derramamiento de sangre», «la desestructuración de las relaciones sociales» y la «desposesión» «involucradas en la creación del mundo actual en el que vivimos» (Connell, 2007: 215) por ejemplo, la realidad histórica de la conquista y la colonización como constitutivas del capitalismo occidental moderno desde su emergencia.

La Criminología del Sur pretende rectificar estas omisiones incorporando perspectivas nuevas y diversas a las agendas de la investigación criminológica para volverlas más inclusivas y acordes con el mundo en que vivimos. Es importante señalar que no empleamos la concepción de la Teoría del Sur de Connell de manera acrítica. Suplantar simplemente la teoría metropolitana por la Teoría del Sur corre el riesgo devolverse un ejercicio reduccionista que esencialice y caricaturice al Norte, mientras romantice la producción de conocimiento en el Sur Global (McLennan, 2013: 1215). Mientras discutimos con las afirmaciones criminológicas del Norte, intentamos evitar el reduccionismo que caracteriza a algunas críticas radicales poscoloniales de las ciencias sociales articulando los fundamentos teóricos de la Criminología del Sur como un proyecto redentor. En este sentido, nuestro propósito se distingue del proyecto poscolonial de desobediencia e insurrección epistemológica y ontológica, donde la redención no es una posibilidad política ni conceptual (Mignolo, 2008). Más bien empleamos la Teoría del Sur para elucidar reflexivamente las relaciones de poder enraizadas en la jerarquía de producción del conocimiento criminológico que privilegia teorías, posicionamientos y métodos basados ampliamente en especificidades empíricas del Norte Global. Nuestro propósito no es descartar los avances conceptuales y empíricos que la criminología ha producido en el último siglo, basado mayormente en lecturas desde los centros metropolitanos del Norte, sino más bien de-colonizar y democratizar la caja de herramientas, los conceptos, teorías y métodos de que dispone la criminología.

Los fundamentos teóricos de la Criminología del Sur

En los contextos en que la criminología se ha establecido como un campo dentro de las ciencias sociales en el Sur Global, ha tendido a tomar prestado y adoptar los postulados metropolitanos (Carrington, 2015). En consecuencia, la criminología en el Sur Global se ha orientado hacia una integración vertical, aceptando su rol subordinado en la organización del conocimiento a nivel global, a expensas de la colaboración horizontal. Esto ha afectado el desarrollo y la vitalidad intelectual de la criminología tanto en el Sur como globalmente. También ha perpetuado un cierto descuido con respecto a problemas criminológicos acuciantes que afectan tanto al Norte como al Sur. En otras partes del Sur no se ha establecido como una disciplina. Si la Criminología del Sur va a florecer en toda su potencial diversidad, debe desafiar el dominio epistemológico del pensamiento metropolitano. La Criminología del Sur no ofrece una nueva forma de oposición sino una serie de proyectos de recuperación. Su propósito no es denunciar sino re-orientar, no es oponerse sino modificar, no es desplazar sino aumentar. Se preocupa principalmente por hacer un cuidadoso análisis de las redes e interacciones que vinculan Sur y Norte que han sido opacadas por la hegemonía metropolitana sobre el pensamiento criminológico. El pensamiento metropolitano es un concepto general que captura un conjunto de tendencias en lugar de un cuerpo de teoría distinto y uniforme. A continuación, nuestro propósito será ilustrar cómo el pensamiento metropolitano ha dado forma al enfoque de la criminología e instar a la reflexión crítica sobre la dinámica colonizadora y hegemónica dentro de la teoría criminológica. Lo más importante de los supuestos metropolitanos incluye lo que sigue.

Muchas de las investigaciones criminológicas dan por sentado que existe un alto nivel de paz interior dentro de lo que se asume como un sistema estable de Estados Nación. Esto ha dado lugar a la invisibilización del rol histórico de la violencia estatal en la construcción de la nación, la expansión del colonialismo alrededor del Sur Global y la desatención de fenómenos violentos contemporáneos como el conflicto armado, las guerras en torno a las drogas y la limpieza étnica, que son más comunes en el Sur Global (Hogg, 2002; Braithwaite, 2013; Braithwaite y Wardak, 2013 y Barbaret, 2014). Como un esfuerzo esencial en tiempos de paz, gran parte de la investigación criminológica se ha concentrado en la justicia como «un proyecto doméstico (nacional), confinado a los intereses locales o nacionales» (Barbaret, 2014: 16), pasando por alto las principales formas y tendencias históricas y contemporáneas en la práctica de la justicia penal fuera de los centros metropolitanos del hemisferio norte. Estos incluyen las prácticas penales coloniales (Brown, 2014) tales como el uso del transporte penal como un instrumento del poder imperial (Shaw, 1966; Forster, 1996), las experiencias del delito y la victimización en contextos pos-coloniales del Sur Global, lo que ha dado lugar a una excesivamente alta tasa de criminalización y encarcelamiento de la población indígena (Cunneen, 2001; Carrington, 2015) o la Islamización contemporánea de la justicia penal que está sucediendo en algunos lugares del Sur Global (Khan, 2004; Mir-Hosseini, 2011; Carrington, 2015). El énfasis en el Estado también ha dado lugar a que se desatiendan las formas alternativas de justicia, resolución de conflictos y castigo más allá del Estado, como las formas tradicionales de resolución de disputas o los movimientos de justicia transicional que existen en muchas partes del Sur Global (ver Braithwaite y Wardak, 2013; Braithwaite y Gohar, 2014).

Las teorías de la modernización en las ciencias sociales concibieron los males sociales, como el delito, como trastornos de los procesos de industrialización. Esto llevó a la criminología a asumir que el delito era un fenómeno principalmente urbano. Esta concepción pudo haber capturado el impacto de la industrialización del siglo XIX sobre las relaciones sociales en el Norte Global, pero pasa por alto el impacto del capitalismo industrial desde sus inicios en la reconstrucción del mundo rural global y margina la investigación sobre el carácter distintivo del delito en el ámbito rural (Hogg y Carrington, 2006; Barclay et al., 2007; Donnermeyer y DeKeseredy, 2013 y Harkness et al., 2015), punto al que volveremos a continuación.

El énfasis puesto por buena parte de la criminología en el Estado nacional ha llevado a desatender en cierta medidad, hasta hace muy poco, las implicaciones de los delitos trasnacionales y que atraviesan fronteras como los delitos ambientales, los delitos electrónicos y los ciber-delitos. Sin embargo existe un creciente tradición en la criminología verde que intenta corregir estas omisiones (Walters 2013; White 2013 y Brisman et al., 2015) y un nuevo interés por investigar los delitos del ciberespacio (Lee et al. 2013 y Crofts et al., 2015). A pesar de este creciente interés en el ciber-delito y los delitos contra el medio ambiente, la criminología como campo le dedica poca atención a los daños ambientales y corporativos globales cuya incidencia e impacto es mayor en el Sur Global, como aquellos asociados a la extracción de recursos, el cambio climático y la explotación económica (Carrington et al., 2011; Laslett, 2014). Cuando la globalización ha sido un foco de teorización criminológica simplemente se ha extendido las tendencias del Norte (como la idea de la penalidad neoliberal) hacia todo el mundo, sin hacer justicia a la diversidad global en las fuentes y trayectorias de las políticas económicas, sociales y penales (Connell y Dados, 2014; Sozzo in press b; 2015c). Más adelante avanzaremos sobre esta tendencia en la criminología en nuestro análisis sobre la falta de coincidencia entre la tesis de la penalidad neoliberal y las prácticas de castigo en América Latina. Entendemos que algunos enfoques criminológicos han intentado lidiar con la especificidad histórica, política, ideológica, económica, cultural y social -especialmente la criminología crítica y feminista. Si bien estos enfoques tienden a incluir la dinámica de la globalización y la colonización (Aas, 2012), incluso las perspectivas críticas han tendido a concentrarse en los problemas que el delito, la violencia y la criminalización implican para los centros metropolitanos del hemisferio norte. Con esto no queremos sugerir que estos análisis hayan fallado, simplemente decimos que han sido selectivos en privilegiar referentes empíricos y conceptos teóricos derivados de las especificidades geo-políticas de los centros metropolitanos del Norte Global.

El desarrollo de una Criminología del Sur no cambiará repentinamente las relaciones de saber/poder que han dado forma a las ciencias sociales en general y a la criminología en particular, pero puede ser útil para modificarlas de una manera productiva. Por una cuestión de espacio no presentaremos el argumento detalladamente. En cambio, esbozaremos brevemente tres áreas de investigación que ilustran el potencial que tiene la Criminología del Sur para trascender los supuestos señalados anteriormente. Sin embargo, antes, es necesario analizar más en detalle la distinción Norte-Sur.

Norte y Sur Globales

Nuestro argumento es cauteloso con las categorizaciones dicotómicas y el pensamiento binario, aunque parezca implicar lo contrario. La división entre Norte y Sur tiene sus usos2, siempre que la empleemos como metáfora para iluminar tanto lo que oscurece como lo que revela. El Sur es también una metáfora del otro, lo invisible, lo subalterno, lo marginal y lo excluido. Esto es lo que nos proponemos cuando hablamos de lo que llamamos Criminología del Sur. La división del mundo contemporáneo en Norte y Sur se aproxima vagamente a formas más antiguas (aunque todavía comunes) de hablar sobre las divisiones y las relaciones sociales globales. Estos binarios familiares expresamente privilegian ideas de secuencia temporal: «desarrollado» y «en desarrollo», «industrial» e «industrializado», «primer mundo», «segundo» y «tercer mundo». En otras palabras, el Norte Global establece el punto de referencia normativo (el destino de la secuencia) al cual el resto del mundo debe aspirar naturalmente. Esto es sintomático, en general, del pensamiento metropolitano. Este asume el punto de vista lineal, panorámico, unificador y modernista del Norte Global, en el cual el espacio y las diferencias geo-políticas son borradas en una narrativa imperialista del tiempo. En esta visión del mundo el dominio global del Atlántico Norte no proviene de su conquista del resto del mundo sino de su precedencia histórica (Connell, 2007: 38).

El «Sur» puede hacer referencia vagamente a una región geográfica y por otra parte reflejar binarios familiares, pero el punto fundamental es que no existe un Norte Global que no sea también el producto de interacciones centenarias entre regiones y culturas a lo largo del globo (Sen, 2006). El mundo moderno dominado por los países del Atlántico Norte fue global desde el comienzo. Esto dependió, por ejemplo, de la globalización previa de las tecnologías (como la imprenta y la pólvora, ambas inventadas en China) y el conocimiento acumulado de diferentes culturas a lo largo de los siglos (por ejemplo en matemática y filosofía, en donde los avances asiáticos e islámicos tuvieron una importancia central), por no mencionar el acceso a la tierra, las materias primas, las técnicas de trabajo y manufactura (incluido el trabajo esclavo) en muchas partes del mundo no occidental (ver Beckert, 2014). La Criminología del Sur busca insertar nuevamente estos eventos y relaciones en la historia y el análisis contemporáneos.

El elemento que falta aquí es el Imperio. Por supuesto, el Imperio es reconocido como un hecho pero que invariablemente no juega ningún papel como principio organizador del análisis. A lo largo de muchos siglos, alcanzando su apogeo en el siglo XIX, los estados imperiales europeos colonizaron vastas extensiones de América, África, Medio Oriente, Asia y el Pacífico (Gregory, 2004; Beckert, 2014). En la cumbre del poder imperial occidental, controlaban el 90% de la extensión territorial global, estableciendo comunidades de colonos blancos en territorios extranjeros, superponiendo las fronteras coloniales con las fronteras étnicas, tribales y de otro tipo, extrayendo materias primas, explotando mano de obra y abriendo rutas comerciales hacia el Oeste. En la segunda mitad del siglo XX el Sur Global atravesó una ola de descolonización pero muchas de estas sociedades continúan luchando contra el legado del colonialismo y la intervención y el control occidental continuo. Los conflictos más violentos en el mundo hoy (en África, Medio Oriente, en el sur de Asia) forman parte de esta historia.

Otras sociedades del Sur —los países de América Latina, Australia, Nueva Zelanda e Israel— permanecen como estados atravesados por el «colonialismo de los colonos» en, al menos, un aspecto vital. Estas son sociedades poscoloniales cuyas pretensiones de soberanía e independencia nacionales se basan en la identidad cultural y política de las poblaciones colonizadoras europeas y no de sus poblaciones indígenas colonizadas. Hasta la transición a la democracia a principios de la década de 1990, Sudáfrica también podría haber sido incluida en esta lista. Como Sudáfrica estas sociedades coloniales tienen una larga historia de segregación y exclusión raciales (Perry, 1996). Los legados contemporáneos se reflejan en la difícil situación de la población indígena: niveles extremos de pobreza, comunidades y culturas fracturadas, altos niveles de violencia y conflicto, baja esperanza de vida y sobre representación masiva en el sistema de justicia penal (Banco Mundial, 2011). Para complejizar aún más este panorama, algunos países del Norte Global como Estados Unidos y Canadá también comparten estas características como sociedades atravesadas por el «colonialismo de los colonos». La economía de las plantaciones del sur de los Estados Unidos estaba basada en la esclavitud hasta la Guerra Civil y en una forma brutal de segregación racial durante un siglo luego de eso.

De ahí que la idea de «Sur» capture el hecho de que hay enclaves del Sur dentro del Norte y tensiones no resueltas entre Norte-Sur dentro de muchas sociedades. No es menos significativo el cambio de equilibrio reciente en el poder y el crecimiento de la economía global de Norte a Sur, hacia países como Rusia, Brasil, India, China y otros (los llamados BRICS), que está sacando a millones de personas de la pobreza y creando una creciente clase media en esos países (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2013), reduciendo así las desigualdades entre Norte y Sur. La brecha digital global se está cerrando aún más rápidamente, haciendo el mundo más, aumentando las oportunidades económicas e intensificando la escala y la velocidad con la que el capital, las ideas, los bienes, los servicios y las personas se mueven alrededor del mundo. La inmigración y la mobilidad globales también introducen al Sur en el Norte en una escala cada vez mayor (PNUD, 2013).

Sin embargo, en un nivel macro, todavía existen enormes disparidades entre el Norte y el Sur en lo que hace a bienestar, ingreso y acceso a la educación, atención de la salud, alimentación y vivienda adecuadas, instituciones políticas efectivas y entornos de vida seguros y protegidos (Datos de la Población Mundial, 2014), y las desigualdades dentro de muchas sociedades del Sur (así como del Norte) están creciendo. La pobreza extrema se concentra en el Sur, con 1.200 millones de personas que viven con $ 1.25 —o menos— por día (PNUD, 2014). Otros problemas graves —degradación ambiental, cambio climático, poblaciones desplazadas, conflictos de  recursos, trata de personas, crimen organizado, corrupción, terrorismo, crisis financiera— tienen un impacto que se refuerza mutuamente con la pobreza y los conflictos sociales en los países más pobres del mundo. Los efectos colaterales se sienten a lo largo y a lo ancho de un mundo conectado globalmente. En suma, en el Sur Global abundan problemas vitales para la investigación criminológica y de relevancia política, con implicancias importantes para las relaciones Norte-Sur y para las cuestiones de seguridad y justicia global. Estos temas también tienen importancia para las formas de teorización criminológica que pueden contribuir a una mejor comprensión de los desafíos del presente y el futuro. A continuación, consideraremos varios de estos temas con mayor profundidad.

Delitos fuera de la Metrópolis: los muchos mundos de la violencia

Existe un contraste evidente entre los diferentes mundos de la violencia en el Norte y el Sur que subraya la miopía de mucha de la criminología metropolitana. Además de la pobreza y las múltiples privaciones, la violencia organizada en todas sus formas y manifestaciones también está ampliamente concentrada en el Sur Global. El Banco Mundial (2011: 2) estima que «una de cada cuatro personas en el planeta —más de 1.5 billones— vive en un Estado débil y afectado por conflictos o en países con altos niveles de violencia delictiva». Aún cuando desde los años ´90 haya declinado la incidencia tanto de las guerras inter-estatales como de las guerras civiles, otras formas de violencia delictiva a gran escala y los «ciclos de la violencia repetida» (guerras en torno a las drogas, violencia política y altos niveles de delitos violentos) han aumentado. Este estado de cosas no se ajusta cómodamente a los paradigmas de conflicto del siglo XX. Ya no puede ser descripto correctamente como uno estado de «paz» o uno de «guerra» (Banco Mundial, 2011: 2). Muchos países (incluidos Sudáfrica y las repúblicas de América Central) han progresado en relación a los conflictos políticos precedentes sólo para caer en altos niveles de violencia delictiva. Las tasas de homicidios de América Latina, por ejemplo, «son las más altas del mundo (una tasa de 27.5 cada 100.000 habitantes), más de tres veces superior a los de las región europea» (Briceno-León et al., 2008: 752).

La violencia y el delito organizado están íntimamente relacionados con otros problemas, de gobierno, pobreza y destrucción del medio ambiente. Las actividades delictivas lucrativas —como el tráfico de drogas— financian movimientos políticos y funcionarios públicos corruptos (como en México: ver Morris, 2012). Los países que experimentan tales violencias tienen mayores dificultades para abordar sus altos niveles de pobreza y desigualdad (Banco Mundial, 2010; 2011). Hoy, como en el pasado, muchos de esos problemas están condicionados no sólo por fuerzas internas (la idea de que el delito es local), sino también por patrones de relaciones más amplios en los que los países se integran. En un mundo globalmente interconectado los efectos colterales de la violencia fluyen también cada vez más atravesando las fronteras nacionales, extendiendo el conflicto y la inestabilidad hacia países vecinos y, cada vez más, países lejanos.

Las tradiciones dominantes en la criminología han desatendido en gran medida estas formas de violencia y conflicto. Desarrolladas sobre la base de la investigación social práctica, las ciencias médicas y las estadísticas morales del siglo XIX (Levin y Lindesmith, 1937), tanto las tradiciones del positivismo individualista como del sociológico toman el contexto urbano de las sociedades metropolitanas como el laboratorio natural de la investigación y la teoría criminológica (Hogg y Carrington, 2006: 1-18). La principal preocupación fueron los efectos disruptivos de la migración y la urbanización en los patrones tradicionales de control social de las sociedades predominantemente agrarias. Los movimientos masivos de personas (tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales) desde el mundo rural al mundo urbano fueron considerados como las principales fuentes de desorganización social, de comunidades fracturadas, de conflictos culturales y de una miríada de patologías asociadas a la vida urbana (bandas, guetos, delito organizado, ebriedad, promiscuidad sexual, suicidio y demás). Esto generaba la afirmación de la necesidad de ampliar los poderes de la justicia y las instituciones penales y desarrollar medidas tales como la filantropía organizada, el trabajo social y la regeneración urbana (Baldwin y Bottoms, 1976). En estas teorías y programas de investigación, el mundo rural «tradicional» era ampliamente considerado como un espacio vestigial, naturalmente cohesionado, el alter ego del centro de las ciudades atemorizantes, infectadas por el delito, aunque en la realidad de los países del Norte esto fue más bien dado por descontado que investigado (Bottoms, 1994: 648). El rol del patriarcado y el control social coactivo en el mantenimiento de las relaciones sociales cohesivas y jerárquicas en el campo fueron, en general, pasadas por alto (Alston, 1995; Carrington y Scott, 2008).

Estos supuestos del pensamiento metropolitano fueron ampliamente aceptados de manera acrítica, tanto en el Norte como en el Sur, en aquellos contextos en los que la criminología logró establecer sus raíces institucionales y académicas. Por lo tanto fue una criminología que presuponía la resolución del problema Hobbesiano de la guerra social conforme a la propia prescripción de Hobbes, de la institución de estados territoriales soberanos (con el agregado liberal posterior de los derechos civiles y políticos) (Hobbes, 1651: 1968). Dando por sentado un alto nivel de paz interior, como la condición misma de su existencia, la criminología rara vez indagó cómo esas condiciones se produjeron (o no) en los distintos escenarios históricos y geo-políticos. Cómo se formaron los Estados, cómo se ejerció el gobierno (a través de las instituciones de la justicia o de otra manera) y cómo se amplió su poder a nuevas áreas fue dejado sin examinar. Por el contrario, la criminología dedicó su atención a la delincuencia relativamente menor que generaba problemas a la paz interior de los estados liberales estables (sin representar una verdadera amenaza para los mismos), a la medición de esos problemas más eficientemente (estadísticas criminales, encuestas de victimización, etc.) y a perfeccionar los instrumentos para vigilar, controlar, castigar y tratar a los individuos y grupos transgresores (mayormente pobres, jóvenes y marginales) (Garland, 2001).

Desde el punto de vista del Sur, esto simplemente ignoraba el rol histórico del Estado y la dirección real del movimiento de personas, instituciones e ideas que fueron centrales para dar forma a las sociedades del Sur, en la medida en que eran absorbidas en la órbita del orden imperial europeo. En otras palabras, el Imperio estaba ausente del análisis. Esto pasaba por alto el hecho de que el capitalismo europeo estaba comprometido, desde su surgimiento, con la transformación del mundo rural global, en lo que constituyó un proceso mayormente violento (Beckert, 2014). Desde el punto de vista de la periferia colonial no fue el contexto urbano doméstico el centro de los cambios sociales trascendentales. La periferia, lejos de ser una arcadia rural vestigial, soportó las pesadas marcas de un «sistema crecientemente global» que en diferentes momentos y lugares implicó (entre otras cosas): el transporte de esclavos africanos (cerca de 8 millones entre 1500 y 1800) a las plantaciones del Caribe, de algunas partes de América Latina y de los Estados del sur de los Estados Unidos; la fuerte utilización de otros regímenes de trabajo forzado (incluidos el sistema de trabajo de los condenados y el sistema de trabajo no remunerado de los habitantes de las islas del Pacífico en las plantaciones del norte de Queensland); la expropiación de las tierras pertenecientes a los pueblos originarios; la supresión violenta y la criminalización de la resistencia; y la desindustrialización de la manufactura nacional y de su economía moral en el Sur para servir a las demandas del capitalismo metropolitano de materias primas y suministro masivo de mano de obra barata (Beckert, 2014). El avance del capitalismo industrial en la metrópolis en el siglo XIX se articuló con la extensión e intensificación de la «guerra capitalista» (Beckert, 2014) patrocinada por el Estado en la periferia. De la misma manera, hoy los mundos de la violencia están interconectados con el mercado de drogas y armas y la intervención política bajo nuevas formas. La letal guerra en torno a las drogas en América Latina, por ejemplo, persiste gracias a las demandas del Norte de drogas ilegales y el comercio de armas con los países sudamericanos (Grillo, 2014).

Buena parte de la criminología de la metrópolis se focaliza en el contexto urbano de los países industrializados del Norte, pero el problema principal en muchos de los países coloniales (Australia es un ejemplo clásico) no era cómo manejar la migración de personas desde el campo a las incipientes ciudades, sino cómo poblar el campo con colonos blancos y cómo lidiar con la resistencia de sus habitantes originarios ante la desposesión física y cultural (Reynolds, 1989; Goodall, 1996). Los conflictos y las resistencias resultantes están lejos de ser de mero interés histórico. El impacto de las expropiaciones del pasado, la violencia en las fronteras, la segregación y los controles administrativos autocráticos, bajo leyes supuestamente de «protección» y «bienestar», produjeron la aniquilación cultural (rompiendo familias y separando a los niños), llegando hasta el presente, impactando negativamente en la salud y el bienestar de los indígenas en una multiplicidad de maneras (Instituto Australiano de Salud y Bienestar [AIHW] 2014). Esto se refleja en el número de indígenas y comunidades, especialmente rurales y remotas en Australia, que viven con una pobreza arraigada, con niveles de extrema violencia en las familias y la comunidad y un masivo contacto diario con el sistema de justicia penal (Aboriginal & Torres Strait Islander Women’s Task Force on Violence, 2000; Cunneen, 2001 y Al-Yaman et al., 2006). Algunos investigadores han sugerido que la comparación con los «Estados fallidos» y las condiciones de vida del «Tercer Mundo» están lejos de ser descabelladas. Esta experiencia es un ejemplo más dentro de un patrón repetido en otras sociedades coloniales (Perry, 1996; Banco Mundial, 2010).

El problema también persiste debido al impacto de la economía global y el cambio social contemporáneos en la periferia rural y remota, afectando tanto a las poblaciones no indígenas como a las indígenas. Los pueblos originarios, como el sector más marginal de la población local, con los lazos más fuertes con el lugar tienden a sufrir los efectos más severos, pero muchas de las fuerzas en cuestión están impulsando un cambio demográfico que disminuye las oportunidades económicas y el acceso a la salud, la educación y otros servicios que afectan a todos en la periferia. La presencia blanca se ha vuelto aún más frágil. En muchos lugares también se observa el efecto amplificador de múltiples conflictos interrelacionados con respecto al título de propiedad de la tierra (reclamado por los pueblos originarios), el uso de la misma y la degradación del medio ambiente y los impactos del cambio climático (Cleary, 2014). Todos estos factores dieron forma a divisiones ya existentes (por ejemplo en base a la raza), trajo otras a la superficie (por ejemplo en base al género) e introdujo nuevas (por ejemplo entre campesinos, mineros y ambientalistas: White, 2013).

Un cuerpo creciente de investigaciones criminológicas viene desarrollando el estudio de las fuerzas históricas y contemporáneas que transformaron el mundo rural global. Revela tanto un volumen elevado de delitos (particularmente violentos), como diferentes respuestas frente a ello (Hogg y Carrington, 2006; Barclay et al., 2007 y Donnermeyer y DeKeseredy, 2013). En Australia las tasas de violencia son, en promedio, considerablemente más altas en las comunidades rurales que en las ciudades (Hogg y Carrington, 2006). La mayor parte es atribuida a los pueblos originarios, lo que incitó indignadas demandas de medidas severas de ley y orden. Los altos niveles de violencia en las comunidades indígenas son innegables, pero la descripción del problema como exclusivamente indígena oculta el hecho de que existen niveles de violencia desproporcionadamente altos en las poblaciones rurales blancas (Hogg y Carrington, 2006). La tentación por externalizar, o atribuir a un «otro», los problemas sociales para sostener una imagen idealizada de la cohesión rural, es una característica recurrente del discurso público sobre el delito en muchas comunidades rurales. Encubrir la violencia, especialmente la violencia sexual y la violencia doméstica, en una cultura de la negación, ampara esas imágenes a expensas del bienestar de las víctimas y sus derechos de vivir sin miedo y amenazas (Hogg y Carrington, 2006).

La selectiva mirada popular, oficial y criminológica que se posa sólo sobre los delitos de los excluidos socialmente, pasa por alto o normaliza la violencia y el daño en otros lugares. En el presente, el mundo rural global tanto del Norte como del Sur (incluyendo algunos de los países más pobres del mundo como Laos, Mozambique, Papúa Nueva Guinea, Perú y Sudán) está siendo transformado a manos de un sector económico global ansioso por acceder a los recursos naturales —carbón, minerales, petróleo, entre otros— para responder a la creciente demanda generada por la rápida industralización de China, India y otras naciones asiáticas (Bando Mundial, 2011). Los países y las regiones pobres y con múltiples conflictos del Sur Global con instituciones políticas débiles son particularmente vulnerables al poder de las corporaciones que buscan maximizar sus beneficios a corto plazo sin tener en cuenta las consecuencias a largo plazo. Corrupción, violencia, expropiación de la tierra a sus dueños, degradación ambiental y desviación de recursos públicos escasos constituyen un lugar común y se refuerzan mutuamente en sus efectos nocivos. En lugar de que los ricos recursos sean la base para la distribución de beneficios entre los ciudadanos, perpetúan y, a menudo exacerban, la pobreza, la mala salud, las condiciones de vida degradadas y el conflicto (Green y Ward, 2004 y Ruggiero y South, 2013: 13). Incluso Australia no ha podido escapar a algunos de los efectos destructivos ambientales, sociales y criminológicos del apetito de la industria global para explotar su rica base de recursos naturales (Carrington et al., 2010; 2011 y Cleary, 2014). Si los Estados estables, prósperos y democráticos no pueden eludir la corrupción, el amiguismo, las distorsiones económicas y otros síntomas de la «maldición de los recursos», sólo podemos ponderar la vulnerabilidad de los Estados frágiles enfrentando el poder de las corporaciones globales.

Delitos y victimización relacionados al género en el Sur Global

El desarrollo de la criminología feminista colocó al género como tema central de la teoría y la investigación criminológicas. Sin embargo las nociones de base de la criminología feminista tendieron a reproducir aquellas del campo disciplinar, jerarquizando y reproduciendo ciertas formas de pensamiento metropolitano (ver Carrington, 2015). Las formas particulares de la criminología feminista, que elevaron la diferencia sexual como categoría central y homogeneizante del análisis, llevaron a reducir el enfoque feminista a uno centrado en relaciones y estructuras de poder localizadas en torno al género, tales como el patriarcado. Frente a esto las teóricas feministas de color argumentaron que al posicionar a las mujeres como categoría universal, abstraída de la especificidad de las diversas experiencias de acuerdo al tiempo, la clase, el espacio, la historia, la religión, la economía, la cultura y la geopolítica, las mujeres que quedan por fuera de esas construcciones normativas feministas terminan siendo colonizadas (Mohanty, 1984: 335).

Como gran parte de la criminología las criminólogas feministas han tendido a limitar su enfoque crítico, principalmente respecto de asuntos domésticos del sistema de justicia penal, al menos hasta épocas muy recientes (Renzetti, 2013; Barbaret, 2014 y Carrington, 2015). Existen buenas razones para ello, dado que las teóricas feministas enfocaron su atención crítica en la invisibilización de las mujeres como víctimas y el tratamiento injusto que reciben por parte de los sistemas estatales y masculinistas de justicia (Gelsthorpe, 1989 y Naffine, 1997). Esto debe ser celebrado. Pero una teoría basada singularmente en el género siempre ha sido —y continúa siendo— insuficiente para explicar cómo las mujeres de color, las mujeres del mundo rural, las mujeres indígenas o las mujeres provenientes de entornos empobrecidos son especialmente susceptibles al policiamiento, la criminalización y el encarcelamiento (Carlen, 1983 y Potter, 2015). Muchas de estas mujeres están situadas fuera de la metrópolis.

Sólo al incorporar un conjunto de interconexiones que incluya la posición social, la raza, la etnicidad, la ubicación geográfica y el género, será posible comenzar a comprender la crónica sobre-representación de grupos particulares de mujeres en los sistemas de justicia penal (Carlen, 1999). La interseccionalidad ha emergido como el antídoto teórico para el metropolitanismo del feminismo. De allí que una criminología feminista transnacional que adopta un enfoque interseccional constituye un avance significativo frente a los marcos teóricos feministas esencialistas que privilegian una concepción de género unificada, trans-histórica y mono-cultural (Henne y Troshynkski, 2013; Renzetti, 2013; Barbaret, 2014 y Potter, 2015). La interseccionalidad es, como plantean Henne y Troshynksi, un «concepto correctivo» (2013: 468). También advierten acerca del vaciamiento de su importancia pos-colonial y geopolítica. Mientras que la criminología feminista ha recorrido un largo camino, hay quienes afirman que aún necesita internacionalizarse y abrir su mirada más allá de las fronteras del Estado-Nación (Barbaret, 2014: 16), para examinar las desigualdades globales y las «experiencias de colonización atravesadas por el género» (Renzetti, 2013: 96) y «ampliar sus agendas de investigación para incluir los patrones atravesados por el género, distintivamente diferentes, del delito y la violencia a lo largo y lo ancho del mundo» (Carrington, 2015: 2).

Desde la década de 1960 la creciente internacionalización de la economía ha producido una masiva migración de las poblaciones de ex-colonias hacia Europa y Estados Unidos en busca de oportunidades económicas, siguiendo la demanda de mano de obra barata (Mohanty, 2003: 44). Las operaciones de la producción también se han relocalizado del Norte al Sur en busca de trabajo barato, a menudo en países con regímenes políticos inestables, bajos niveles de sindicalización, leyes laborales débiles y altas tasas de desempleo. El cambio demográfico global ha resultado en la incorporación masiva de las mujeres del Sur Global al trabajo doméstico, el procesamiento de productos de exportación y las industrias que implican un uso intenso del trabajo (Mohanty, 2000: 206-7). Este contexto geo-económico es en el que se da uno de los delitos (o serie de delitos) que, a pesar del paso del tiempo, sigue sin resolverse: los femicidios en años recientes (Arsenault, 2011). Juárez es una ciudad de alrededor de 2.5 millones de personas, ubicada en la frontera entre México y Estados Unidos. En la década de 1990 se abrieron miles de puestos de trabajo en las fábricas que se ubicaron allí luego de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA). Durante dos décadas el sistema de justicia mexicano falló en investigar adecuadamente los homicidios de las trabajadoras de las fábricas, muchas de ellas descendientes de las comunidades originarias que migraron desde las áreas rurales pobres de México en busca de trabajo (Livingston, 2004: 60). Sus viajes desde y hacia el trabajo (usualmente durante la noche), en una ciudad en la que los carteles del tráfico de drogas operaban con impunidad y con una corrupción extendida, las volvió objetivos altamente vulnerables para los agresores sexuales. Mientras que la globalización abrió oportunidades para estas mujeres rurales empobrecidas que les permitieron buscar, en cierta medida, su independencia económica (Thayer, 2010) también las expuso a la explotación y la violencia. Eran estigmatizadas como marginales, como mujeres públicas que bebían, trabajaban y socializaban como hombres y cargaban con el estigma de la prostitución (Wright, 2005: 289). Las víctimas eran culpadas de su propio destino, desviando la atención de los funcionarios de gobierno corruptos, de la negligencia policial, de los carteles de drogas y de la complicidad de los dueños de las fábricas (Wright, 2005).

Durante un largo período en otros lugares del Sur Global las mujeres experimentaban un patrón de violencia de género muy diferente. «Zina» ha sido definida por siglos en la antigua ley islámica como el sexo fuera del matrimonio (Mir-Hosseini, 2011). En los lugares en los que rige esta particular norma islámica, las sanciones pueden resultar en una sentencia a 100 latigazos o incluso la muerte por apedreamiento si involucra adulterio (Kahn, 2004: 660). Estas tradicionales ofensas emergieron en el mundo islámico alrededor del siglo VIII para regular la sexualidad, la promiscuidad y la prostitución, en un momento en el que el poder patriarcal sobre las mujeres y esclavos era una realidad social naturalizada (Mir-Hisseini, 2011). Con el paso de los siglos la esclavitud fue abolida y «las leyes sobre la Zina… se volvieron legalmente obsoletas en casi todos los países y comunidades islámicas» (Mir-Hosseini, 2011: 7). Eso cambió en la década de 1970. El fundamentalismo islámico retomó las leyes sobre la Zina en la mayor parte de los países islámicos como Libia, Sudán, Aceh en Indonesia, Palestina, Argelia, Somalia, Irán, Pakistán, Irak, parte de Siria, Yemen, Afganistán, Nigeria y Malasia (Mir-Hosseini, 2011: 7). Khan, quien llevó adelante una investigación acerca de las mujeres castigadas por ofensas a las leyes sobre la Zina en Pakistán, afirma que el resurgimiento de las mismas en el siglo XX es un asunto de importancia y preocupación significativa para el feminismo transnacional (Kahn, 2003: 68).

Una emergente corriente de estudios feministas en el contexto musulmán se ha ocupado de criticas las interpretaciones de la ley islámica utilizadas para justificar el resurgimiento de las ofensas a la ley sobre la Zina (Khan, 2004; Rahat, 2005 y Mir-Hosseini, 2011). Señalan que este resurgimiento está basado en interpretaciones patriarcales de la ley de la Sharia que «han llevado a políticas de género regresivas, con consecuencias devastadoras para las mujeres: códigos de vestimenta compulsorios, segregación por género y la reinstalación de anticuados modelos de relaciones sociales tribales y patriarcales» (Mir-Hosseini, 2011: 12). También afirman que las mujeres castigadas por las leyes sobre la Zina son invisibilizadas por cierto relativismo cultural que acepta estas prácticas como parte de usos o costumbres religiosas (Kahn, 2004 y Ibitissam, 2014). El fundamentalismo islámico (como otros fundamentalismos contemporáneos) es un fenómeno moderno, una reacción a condiciones modernas que de forma consciente y cuidadosa unifica selectivamente ciertos elementos de proyectos políticos pasados y presentes que están lejos de ser tradicionales (Ruthven, 2004: 17-8). Es por ello que las formas y los efectos específicos de la violencia y la discriminación sistemática experimentados por las mujeres, en los lugares donde rigen estas opresivas leyes islámicas que criminalizan el sexo adulto consensuado fuera del matrimonio, constituye un importante proyecto para una Criminología del Sur.

Además las feministas del Norte tienen mucho que aprender de las luchas por la justicia de las mujeres del Sur Global. Un ejemplo es la implementación de Comisarías de la Mujer como un método efectivo —aunque imperfecto— de combatir la violencia contra las mujeres (Hauztinger, 2010). Establecidas por primera vez en Brasil en 1985 (actualmente existen 475) las Comisarías de la Mujer se han extendido a lo largo de América Latina, incluyendo Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, Perú y Uruguay. Tienen a su cargo de forma exclusiva la atención de mujeres víctimas de violencia doméstica y sexual. Las evaluaciones realizadas señalan que estas medidas fortalecen la decisión de denunciar estos hechos, aumentan las posibilidades de que sean condenados y mejoran el acceso a un abanico de servicios tales como acompañamiento terapéutico, asistencia de la salud, apoyo legal y económico, entre otros (ONU Mujeres, 2011: 1). A pesar de que su efectividad dependa de una serie de factores locales (Hautzinger, 2010) el éxito general de esta iniciativa ha llevado a su implementación en otras partes del mundo incluyendo India, Filipinas, Sierra Leona, Sudráfrica y Uganda.

Penalidad, castigo y Criminología del Sur

Las trayectorias y dinámicas del desarrollo penal moderno han sido foco de un prolífico cuerpo de teoría criminológica desde la década de 1970, en buena medida por influencia del trabajo de Foucault y el resurgimiento y revisión del pensamiento sociológico clásico acerca del castigo (Garland, 1990). Al generalizar a partir de ciertas experiencias del centro —la aparición de la penitenciaría en el siglo XIX, la expansión contemporánea de las ideas penales neoliberales— este cuerpo teórico construye un patrón familiar (del Norte). Una omisión notable, aún más llamativa por el particular enfoque histórico de este trabajo, apunta a las conexiones entre el castigo y la colonización y su impacto en la comprensión contemporánea de la práctica penal. El Imperio vuelve a ser un importante hilo conductor para la relación entre las prácticas penales del Norte y el Sur. Mark Brown ha afirmado que las concepciones existentes en el campo penal necesitan ser ampliadas para poder dar cuenta de las prácticas penales coloniales (Brown, 2014: 192). Esta ampliación no es sólo geográfica en su naturaleza, sino que también involucra las complejas, cambiantes y contingentes formas en que la práctica penal se articuló con formas del derecho colonial, de acuerdo a circunstancias locales, en países como India, por ejemplo, lugar en el que Brown centra su trabajo.

Más allá de cómo el derecho colonial y la práctica penal se articulaban en los contextos coloniales, el castigo fue en sí mismo un instrumento para proyectar el poder y la cultura imperial a nivel global. La deportación penal y el desarrollo de colonias de convictos en el Sur Global fue un componente fundamental de la construcción del Estado por parte de los poderes imperiales modernos. Fue central para la penalidad doméstica y colonial de Inglaterra por más de tres siglos, hasta su cese a comienzos del siglo XX. La deportación a las colonias australianas fue el más significativo de estos proyectos penales, pero no fue el único. Otros Estados imperiales europeos también utilizaron la deportación como una medida penal, aunque no en la misma escala que Gran Bretaña (Christopher, 2010). La deportación ha recibido poca atención en la literatura criminológica sobre el modernismo penal (sin embargo, ver Rusche y Kirchheimer, 1939: 2003). Ignorar o excluirla sustancialmente de la historia del modernismo penal pasa por alto no sólo su rol en la conformación de las sociedades fundadas o desarrolladas como colonias penales, sino también su significativo impacto en los desarrollos penales metropolitanos. Además, separa la genealogía del castigo moderno de otras experiencias e historias que son constitutivas de la modernidad global: el colonialismo, el despojo y la desposesión, la migración y el trabajo forzado en sus múltiples formas.

En tiempos más recientes las ideas y prácticas de la justicia restaurativa han sido desarrolladas en el Sur a partir de formas particulares de resolución de conflictos provenientes del pueblo Maorí en Nueva Zelanda, entre otras comunidades originarias (Richards, 2009). En otras partes del Sur Global, incluyendo Sudáfrica, América Latina, Timor Leste, tradiciones similares (a menudo indígenas) han informado el desarrollo de nuevas instituciones y procesos de justicia —las Comisiones de Verdad y Reconciliación y otros mecanismos de justicia transicional— para sostener la transición de la dominación colonial o la dictadura militar a la democracia, para enfrentar violaciones masivas a los derechos humanos del pasado y para prevenir conflictos violentos a futuro (Tutu, 1999; Richards, 2009 y Braithwaite, 2013; 2015). Estas iniciativas, a menudo con sus raíces en la periferia de la periferia, sugieren formas completamente nuevas de mirar el mundo y de cómo sería posible llevar adelante la lucha por la justicia y la democracia. Trabajando sobre estos interrogantes en el contexto de Afganistán atravesado por la guerra, John Braithwaite ha identificado algunos signos esperanzadores para la construcción de la paz y la democracia en ciertas prácticas existentes de justicia tradicional y local. Afirma de modo general que «los criminólogos deben ser parte de un debate acerca del camino a la democracia que comienza en la periferia de la sociedad más que en el centro» (Braithwaite, 2013: 209). En otro lugar, señala que otras sociedades asiáticas, ubicadas en el Este, han sido generalmente exitosas en prevenir el delito (aún cuando enfrentan los legados de la colonización, los desafíos de la modernización y combaten la pobreza extendida), y pueden desde allí ofrecer lecciones relevantes para las sociedades del Norte que consiguen producir mucha teoría criminológica pero disfrutan de un éxito menor en lo que respecta a la prevención del delito (Braithwaite, 2015).

En años recientes la tesis de la penalidad neo-liberal (Lacey, 2013) ha sido ampliamente aceptada como una forma de pensar el giro punitivo en la justicia penal. Sin embargo esta tesis está basada en experiencias específicas del Norte Global —principalmente aquella de Estados Unidos a partir de la década de 1970. Esta narrativa describe el campo de la penalidad contemporánea como fuertemente colonizado por una tendencia al crecimiento de la punitividad, conducida por la emergencia del neoliberalismo— un proyecto político diseñado y desarrollado por una elite crecientemente transnacional, que ha transformado radicalmente el carácter del Estado en las esferas de la intervención social, económica y penal. Esta narrativa está enraizada con mayor fuerza en el trabajo de Wacquant (2009a; 2009b) quien afirma que lo que sucedió inicialmente en la justicia penal en Estados Unidos se extendió, así como también el proyecto político neo-liberal al que se encuentra conectada, alcanzando al resto del mundo. Presenta ejemplos del Norte Global, especialmente de Europa (Inglaterra y Francia) para apoyar su argumento, aunque reconociendo una mayor complejidad en este proceso en la versión más reciente de su trabajo (Wacquant, 2009b: 243-86). Sin embargo, esta tesis también se ha extendido a la penalidad de países en el Sur Global, particularmente en América Latina (en relación a Brasil, ver Wacquant, 2003; 2008; y, más generalmente, ver Iturralde 2010a; 2010b; Muller, 2012; Iturralde, 2012).

El neo-liberalismo fue promovido en América del Sur durante las décadas de 1970, 1980 y 1990 en diferentes momentos y contextos, por diferentes reformas gubernamentales económicas y sociales. Las reformas neo-liberales ocurrieron tanto bajo gobiernos democráticos como dictatoriales que siguieron las iniciativas impulsadas por agencias internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. De forma simultánea también se ha dado un giro punitivo, como es posible observar a partir de las tasas de encarcelamiento (un indicador imperfecto, pero el único disponible), en casos como Colombia y Brasil. Sin embargo, esto no significa que en esos ejemplos la relación entre la influencia del neoliberalismo y el giro punitivo puede ser considerada simple o automática, tal como ilustra el ejemplo de Argentina. A comienzos de la década de 1990 las reformas neoliberales del «menemismo» (alianza política construida en torno a la figura del presidente Carlos Menem, quien gobernó Argentina entre 1989 y 1999) se combinaron con el crecimiento moderado  de algunos indicadores de punitividad, así como también con la relativa estabilidad de otros indicadores. Esto cambió en la segunda mitad de la década de 1990 cuando el populismo penal emergió de una crisis de legitimidad en el contexto de una fuerte politización del delito (Sozzo, 2011: 24-43, 2016a). En el caso de Argentina, luego de una fuerte tendencia hacia el aumento de la punitividad desde mediados de los años ’90, la tasa de encarcelamiento continuó creciendo durante el proceso de cambio político posneoliberal, que comenzó en 2003, pero en un grado mucho menor (Sozzo, 2016a; 2016b; 2016 c). Más aún, existen otros casos nacionales en la región en que la presencia simultánea de reformas inspiradas por principios neo-liberales y un giro punitivo no son evidentes, al menos en términos de tasas de encarcelamiento como es el caso de Venezuela durante los años ‘90 o Bolivia entre mediados de la década de 1990 y mediados de los años 2000 (Sozzo, 2016b).

El uso de la tesis de la penalidad neo-liberal para describir y explicar el presente penal en esta región del Sur Global se ve obstaculizada además por otro elemento crucial. En numerosos contextos nacionales de finales de los ’90, el cambio político se tradujo en alianzas y programas que construyeron sus identidades como «pos-neoliberales», reflejando diferentes niveles de radicalidad y diversas conexiones con las tradiciones locales de izquierda: en Venezuela desde 1999, en Brasil y Argentina desde 2003, en Uruguay desde 2005, en Bolivia desde 2006 y en Ecuador desde 2007. Es evidente que existen diferencias entre estos procesos, pero en todos ellos existen importantes materializaciones como la expansión de políticas sociales, el fortalecimiento de la intervención estatal en el mercado, la negativa a alinearse con Estados Unidos en el marco de las relaciones internacionales y la nacionalización de servicios públicos antes privatizados. En algunos de estos países, sólo de forma más reciente, se ha dado un giro punitivo fuerte al menos en lo que es posible observar a partir del indicador de la tasa del encarcelamiento tal como en Bolivia o, incluso de forma más dramática, en Venezuela (Hernández y Grajales, 2016). En otros casos, la tendencia punitiva creciente que existía en el pasado reciente ha continuado incluso en proporciones más marcadas, como en el ejemplo de Brasil (Azevedo y Cifali, 2016). De esta manera resulta imposible asumir las tendencias recientes hacia el aumento de la punitividad en estos escenarios como la simple consecuencia del neo-liberalismo y tratarlas como partes integrales de un determinado proyecto político transnacional uniforme (Sozzo, 2016b). El vínculo entre estas experiencias de gobierno y la penalidad es más complejo. Estos ejemplos apuntan no sólo al rol de otros procesos y dinámicas que no pueden ser subsumidas bajo la rúbrica del neo-liberalismo, sino que también resaltan la necesidad de analizar más críticamente la noción de que el neo-liberalismo es un proyecto político transnacional de carácter uniforme (O’Malley, 2014).

Esta breve exploración de las tendencias penales en el Sur Global a través de los ejemplos anteriores provoca una revisión radical de los argumentos criminológicos basados en experiencias del Norte Global. La criminología del centro ha generalizado de forma muy rápida el impacto del neoliberalismo en sus sociedades al resto del mundo. La globalización a menudo es presentada como la occidentalización o la simple extensión del compromiso neo-liberal con el libre mercado, con el Estado mínimo y con un castigo severo en todo el mundo. Tal simplificación fracasa en explicar adecuadamente la diversidad global de las fuentes y trayectorias del neoliberalismo (Connell y Dados, 2014) y sus impactos en las políticas, prácticas y desarrollos penales.

Conclusión

Al proponer el argumento a favor de una Criminología del Sur no es nuestro propósito incrementar el creciente catálogo de nuevas criminologías. En lugar de fragmentar aún más el campo, vemos a la Criminología del Sur como un proyecto teórico, empírico y político animado por superar las divisiones globales y democratizar la epistemología, al nivelar los desbalances de poder que privilegian los saberes producidos en los centros metropolitanos del Norte Global, particularmente aquellos ubicados en el mundo anglo-parlante. En tanto proyecto empírico busca modificar el campo criminológico para tornarlo más inclusivo de patrones de delito, justicia y seguridad fuera de las fronteras del Norte Global (ver también Walklate, 2015). Elaboramos este argumento señalando brevemente muchos proyectos posibles para una Criminología del Sur. Nuestro objetivo es doble. En primer lugar, apuntar hacia ciertas formas y patrones de delito y tendencias en la práctica de la justicia penal propias del Sur Global, que sustancialmente son eludidas por la teoría criminológica que se generaliza a partir de las experiencias del Norte Global. En segundo lugar, mostrar que el Norte y el Sur están globalmente interconectados de formas y con efectos —tanto históricamente como en la contemporaneidad— que justifican su inclusión en las agendas de investigación teórica y de políticas públicas. La Criminología del Sur es también un proyecto teórico que busca ajustar las lentes teóricas de la interpretación y recuperar las historias enraizadas en el colonialismo para permitir el desarrollo de explicaciones más útiles acerca de los diferentes patrones de delito, violencia y justicia que se producen fuera del centro y sus efectos de poder en la vida cotidiana en el Sur Global.

 

Notas

*Publicado originalmente en ingles en el British Journal of Criminology, 2016, 56,1, pp. 1-20. Traduc ción al español de Natacha Guala y María Victoria Puyol (Universidad Nacional del Litoral, Argentina).

1 Como Durkheim cuando empleó un estudio etnográfico sobre los habitantes de Arrernte de Austra lia como una referencia empírica de los «más primitivos y simples» del mundo (Durkheim in Connell, 2007: 78).

2 Norte y Sur al menos tiene la ventaja de registrar el espacio a lo largo del tiempo, incluso si los hábitos de pensamiento subyacentes no son siempre cuestionados. En tanto categorías sueltas, ambiguas y controvertidas cómo se implementan depende a menudo del contexto en el que se utilizan. Asia, a excepción de Japón, generalmente se ha incluido en el Sur Global aunque esté geográficamente ubicada en el Norte. También muchos países asiáticos (los llamados «Tigres Asiáticos» como Singapur, Tai wan y Corea del Sur), en términos económicos, son parte del mundo rico. Antiguas colonias británicas como Australia y Nueva Zelanda están geográficamente en el Sur pero (como países de altos ingresos) suelen ser agrupados con los países del Norte Global. Los países de América Latina son generalmente considerados como parte del Sur Global, pero su variedad y su fortuna económica y política históricamente cambiante dan cuenta de que no todos pueden ser categorizados como tales tan fácilmente ya sea en el presente como en el pasado. En algún momento, por ejemplo, era común comparar Argen tina con Australia como países que experimentaban una trayectoria de desarrollo similar. Es decir, las diferencias entre los países ubicados en el Norte o en el Sur son tan grandes y salientes como las diferencias entre las dos categorías.

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