¿Sabina machista? Introducción y primeras hipótesis
En una entrevista realizada el 14 de febrero de 2017 a la musicóloga feminista Laura Viñuela en el medio asturiano La nueva España, la consultora de género realizó una declaración que desató una polémica mediática. Ante la pregunta sobre el reggaetón como una posible mala influencia para los jóvenes, Viñuela afirmó que había ejemplos más cercanos: “Tenemos a Joaquín Sabina, que le hacemos la ola cada vez que asoma por esta región. Pero tiene letras que son machistas y peligrosas, tanto o más, que el reggaetón” (Viñuela, 2017a, párr. 25). Viñuela sentenciaba que Sabina “construye un imaginario femenino muy negativo… pues es muy típico del cantautor progre que no reconozca su machismo, porque piensa que el machismo es retrógrado y de gente de derechas” (Viñuela, 2017b, párr. 3).
Luego de estas afirmaciones se instaló un debate en los medios de comunicación1 del cual surgieron opiniones a favor de Viñuela, opiniones en contra y posturas intermedias en las que se intentaba conciliar o matizar, de alguna manera, las sentencias de la musicóloga. Sabina respondió, ante esta contienda:
no empleo ni medio segundo de mi vida en responder a lo que digan en las redes sociales y esos foros, donde la libertad de opinión es legislada por quienes menos la toleran y el sentido del humor debe adecuarse a quienes más atrofiado lo tienen. Es absolutamente increíble, ya no puedes hacer una broma sin entrar al índice de chistes prohibidos. Por suerte para mí, vivo en un planeta totalmente distinto, no tengo redes sociales ni teléfono móvil, así que no me veo envuelto en toda esa cantidad de odios y tonterías. Seguiré haciendo las canciones que quiera, ni pienso en autocensurarme. Y seguiré haciendo bromas de todo tipo … Pero ahora que todo el mundo tiene un altavoz, a los idiotas los reconoces por su autoestima. Mientras más idiotas, mayor autoestima tienen. (Sabina, 2017b, párr. 39).
En esta respuesta Sabina desestima las acusaciones, poniendo sobre la mesa algunas de las características de su personaje de autor (Castilla del Pino, 1989): su vida sin teléfono y sin redes sociales, su defensa a la libertad de expresión, al sentido del humor y a la ironía, su posicionamiento ético y político. No obstante, en una entrevista en el año 2020 se vuelve sobre esta polémica, ante la cual el cantautor presenta otra actitud:
Desde luego no me libro de la educación católica, machista y franquista que tuve, como todos los españoles de mi generación. Imagino que algo habrá por ahí, pero yo lucho todos los días contra mí mismo por encontrar dónde está lo correcto y la verdad. Creo que ninguna de las mujeres que ha vivido conmigo diría que soy machista… Creo que hay un feminismo que se excede. Si por determinadas feministas fuera, nunca se habría publicado Lolita de Nabokov ni se hubieran hecho muchísimas de las películas que amamos. (Sabina, 2020, párr. 39).
Dos cosas resultan interesantes para destacar de esta contienda: la primera es que se puso bajo el foco en los medios de comunicación tanto al personaje de autor de Joaquín Sabina como al sujeto biográfico Joaquín Ramón Martínez Sabina, a quienes se los confunde con asiduidad debido a los procesos de autoficción que el cantautor ubetense ha efectuado desde los inicios de su proyecto autorial (Zapata, 2011)2. En este sentido, y tomando como referencia nuestros marcos de análisis -aquellos que persiguen a las autorías contemporáneas en su puesta en escena3- creemos que las declaraciones de Viñuela exhiben las trampas literarias de la autorreferencia, pues la persona civil se separa del personaje de autor en los laberintos identitarios que propone la autoficción como categoría teórica (Alberca, 2007; Scarano, 2015; Leuci, 2018, entre otros) puesta al servicio de la ambigüedad.
La segunda cuestión tiene que ver con las afirmaciones de Sabina sobre Lolita y el feminismo exacerbado: el académico y profesor José Martínez Rubio, en una nota titulada “El efecto Nabokov o el peligro de volvernos retrógrados” abría una pregunta mucho más interesante que la que refiere al machismo o no machismo de un sujeto particular. El catedrático se preguntaba “¿Qué hacemos con tantos autores de talento cuando sus textos se tornan retrógrados? Porque los textos cambian, como los tiempos. Y seguramente nosotros algún día” (Martínez Rubio, 2018, párr. 19).
No resulta pertinente, en este trabajo, responder a la pregunta sobre si el sujeto biográfico y/o el personaje de autor Joaquín Sabina son o no machistas, pues esto solo incluiría una opinión más a la contienda. No obstante -y desarrollaremos esto en los apartados siguientes- destacamos cómo la postura (Meizoz, 2007, 2009) de Joaquín Sabina es y ha sido, a todas luces, controversial, pues este autor se ha dedicado a lo largo de su proyecto autorial a construir una imagen polémica: la del adepto a los vicios y excesos, la diversión, la nocturnidad, las calles, las mujeres, los prostíbulos, el “teatro de la marginalidad” (Romano, 2007, p. 165), el rock and roll, la eterna juventud. Estas imágenes serán recuperadas a los efectos de contraponerlas con el posicionamiento de enunciación adoptado en Lo niego todo (2017) y en el libro autopoético Incluso la verdad (Sabina y Prado, 2017). En estas últimas producciones el personaje de autor enuncia desde una posición de vejez: imagen novedosa4 o, al menos, llamativa, pues desde este lugar expone a la senectud como un factor de otredad (De Beauvoir, 2012) y a la masculinidad en la vejez como un mandato signado por la imposibilidad (Iacub, 2014, 2015), el cual se manifiesta en la pérdida de potencia sexual, de poder, de jerarquía, entre otros factores. En este sentido, la última producción artística de Joaquín Sabina expone a la vejez como un factor de pérdida de masculinidad, pero también -si la entendemos en términos de una función del principio (Premat, 2016)- como un factor de potencia, de posibilidad de reconfiguración identitaria (Iacub, 2011). Así, la vejez opera en Lo niego todo y en Incluso la verdad como un insumo teórico que habilita una clausura y una apertura, pues expone las imposibilidades de la masculinidad en la senectud pero paradójicamente para ofrecer distintas maneras de zanjar y burlar los mandatos, para así finalmente cumplir el “sueño” sabinero de “envejecer sin dignidad” (Sabina, 2017b, párr. 8).
La persona, el personaje, la(s) autoría(s). Imágenes y posturas del proyecto autorial de Joaquín Sabina
Ricardo Iacub (2015) problematiza las masculinidades en la etapa de la vejez y recupera en su discurso a Judith Butler, quien considera que
las identidades son ficciones, no porque no sean reales, sino porque son relatos posibles que generan escenarios, prácticas y proyectos sociales que constituyen referentes o ideales regulatorios del sí mismo. ¿Qué significa esto? Cuando quiero saber qué significa ser varón o tener cierta edad, necesito basarme en relatos, en proyectos o prácticas sociales que me dicen y convalidan identidades ya constituidas. Es decir, si yo no doy con la figura esperada de varón, hasta qué punto puedo creer que lo soy. (Butler, en Iacub, 2015, p. 93).
Este acercamiento a pensar la identidad como ficción, si bien es consecuencia de un enfoque narrativo como herramienta metodológica de análisis en ciencias humanas, en nuestro caso resulta sumamente pertinente porque trabajamos con una entidad que ya está atravesada y construida como una ficción: un personaje de autor. Esta categoría es definida por Castilla del Pino, para quien “se trata de sujetos que, en razón de su hacer… perfilan su identidad hasta el extremo de elevarse del más o menos ambiguo nivel en que sitúa la identidad de los demás, y adquieren categorías de personaje” (1989, p. 11). En este sentido, el teórico aborda, por un lado, “sujetos bien diferenciados por actuaciones sorprendentes, incluso extravagantes, para los cuales parece regir una aceptación peculiar” (Castilla del Pino, 1989, pp.11-12), y por otro lado “aquellos otros que, mediante una suerte de hipertrofia de un rasgo de su identidad, suficientemente proyectado, acaban constituidos en paradigma y símbolo ante un grupo social más o menos amplio, mediante la sustantivación de ese rasgo adjetivo” (Castilla del Pino, 1989, pp.11-12). Joaquín Sabina es, en sí mismo, una identidad ficcional, un sujeto que, en el diseño obsesivo de sí (Groys, 2014), genera una cierta personajeidad, “hiperidentidad que categoriza al personaje” (Castilla del Pino, 1989, p. 14).
Para pensar la distinción entre persona y personaje también podemos recurrir a los planteos de Guerrero (2019), quien realiza un repaso teórico desde Roland Barthes y el “grano de la voz”, Simon Frith, quien “ha esquematizado el uso de la voz (como instrumento, cuerpo, persona, personaje) en los cantantes de música popular” (2019, p. 70), y la distinción de Philip Auslander entre la “persona real” (el performer como ser humano), la “persona de la performance” (el performer como ser social) y el “personaje” (el performer como figura o protagonista de la canción) (p. 70). Guerrero aclara:
“persona real” se refiere a la identidad del músico en tanto individuo particular con su historicidad. La segunda corresponde a la representación de la “persona” que el oyente crea al oír al performer (esta puede estar manipulada -entre otros factores- por la mediación de la grabación). El tercer nivel remite al protagonista de la canción, el cual no tiene identidad fuera de ella. (2019, p. 70).
Esta distinción, si bien resulta sumamente operativa a la hora de analizar las autorías performáticas en su puesta en escena, no será puesta a funcionar en esta instancia donde abordamos exclusivamente un corpus de letras de canciones de Lo niego todo5 y una serie de declaraciones autopoéticas de Joaquín Sabina en los medios. En consonancia con la selección de nuestro objeto, la categoría de personaje de autor de Castilla del Pino se adecúa a nuestras intuiciones teóricas en esta oportunidad. Cabe destacar que, además, esta categoría es recuperada por Marcela Romano, quien acierta al afirmar que Sabina ha erigido, gracias a esa hiperidentidad, una “identidad hojaldrada” (2007, p. 161).
Romano se ha dedicado a indagar la identidad autorial de Joaquín Sabina, aquella que lo acompaña desde Inventario (1968) hasta Alivio de luto (2005) -última producción sabiniana en el momento del análisis de la autora-, y la caracteriza de la siguiente forma:
El juglar, con sus disfraces, sus pases de magia y su complicidad con el público; el clérigo poeta, que reclama, como el piadoso Berceo, el vaso de “bon vino”, y también el goliardo -en latín y en romance, como nuestro Juan Ruiz- de la taberna, el juego y los placeres del cuerpo: el Quevedo burlesco de mirada demoledora, que “purga su bilis” en diatribas e incertidumbres metafísicas; el romántico lunático de negros humores: el enfant terrible y canalla de fin de siglo, cultivador de todos los vicios; el afinado poeta “social” que, desde la sátira -con ritmo de rock e insolencia beatnik- se ensaña contra el poder. (2007, p. 163).
La construcción de autoría de Sabina se ha apoyado, de este modo, en una escenografía autorial6 (Díaz, 2009) que bucea en el fondo, en los márgenes, en los sujetos excluidos, en los personajes menos deseables, y se ha instalado allí no solo como observador y cronista sino también, muchas veces, como parte de ese mundo; instancia que le genera una identidad móvil que le permite trasladarse de la periferia -en sus representaciones bohemias- al centro -como reconocido personaje mediático-.
Esas escenografías autoriales a las que remitimos también han sido destacadas por Romano, cuando enuncia que Sabina ejerce una suerte de “reescritura de tipos o arquetipos de ‘autor’” (2007, p. 163), aquellos que
permiten la inserción de quien escribe y canta -o del personaje poético animado a través de su escritura- en una genealogía de seres “anómalos”, y, por lo mismo, bosquejados desde una perspectiva en definitiva romántica que encuentra en la representación obsesiva del “yo”, el desafío de los pactos sociales, la rebeldía, el insulto a todas las instituciones, su naturaleza insular. (Romano, 2007, pp. 163-164).
Este desafío a los pactos sociales, la rebeldía y el insulto a las instituciones, podemos entenderlos en términos de resistencia: un sujeto que resiste, desde la construcción de su postura -esto es, la solidificación de sus imágenes de autor como parte de una estrategia de posicionamiento en el campo (Meizoz, 2009)- a la norma, la convención. Joaquín Sabina selecciona y diseña su propia identidad desde una postura infantil7 -esto es, desde la forma infantil de adoptar un rol (Ruiz, 2022c)- la cual le permite ofrecer resistencia a las lógicas establecidas, las normativas, lo instaurado, y se manifiesta desde ese posicionamiento como un personaje más entre aquellos seres anómalos que no logran ubicarse en el mundo reglado: su postura es la de aquellos “desclasados”,
vagabundos, prostitutas, piratas, locos, donjuanes, “doñasjuanas” y Juanas “locas”, ladrones, Satanes, chulos de barrio, toreros, bandoleros, cantaores, bluseros noctámbulos y solitarios, desamparados a lo Dylan, tangueros, artistas mediocres, cocainómanos, perdedores, al fin, que en sus letras ganan el prestigio incuestionable de los héroes y que, complementariamente con aquella familia de “artistas”, contribuyen a la configuración de la propia imagen de autor, y a la invitación, en todo seductora, de dibujar una biografía posible para el mismo Sabina. (Romano, 2007, pp. 163-164).
El caso de Sabina es ejemplar para demostrar cómo una imagen de autor, aquella que es planteada por el artista (y, como explicaremos más adelante, en el caso de Lo niego todo, por un equipo de producción) en su poética y en sus declaraciones, requiere, para concretarse, de una serie de pactos y negociaciones con las instancias que lo rodean. Si recordamos la definición de imagen de autor, esta es concebida por Amossy (2009) como como una “figura imaginaria” de carácter “doble”, una “imagen discursiva que se elabora tanto en el texto como en sus alrededores” (2009, p. 67), y es pensada por Maingueneau como una “realidad inestable”, producto de “la interacción entre el autor y los diferentes públicos que producen discursos sobre el autor” (2015, p. 18).
En este sentido, la prensa ha aceptado, magnificado y distribuido la imagen que Sabina diseñó para sí, tanto en su obra poético-musical como en sus intervenciones públicas. Esa distribución y mediatización de la imagen se ha reproducido hasta el cansancio, hasta deformarla y convertir al personaje de autor en una caricatura8. A la vez, el público masivo como la instancia receptora final también ha aceptado y magnificado estas imágenes y las ha convertido en mito a través de la identificación colectiva (Favoretto, 2017) y del culto a la personalidad (Giner y Pérez Yruela, 1989).
La imagen de Sabina ha atravesado, a lo largo de su proyecto autorial -esto es, la sumatoria de imágenes y posturas en una trayectoria artística (Zapata, 2011)-, un proceso de mercantilización por el cual ha convertido su firma en una marca y los elementos cosméticos que lo decoran en su puesta en escena (el bombín, el whisky, el frac, entre otros) en productos de venta masiva. Laín Corona afirma que Sabina no es una marca comercial registrada pero “al percibirse como suyos productos textuales y musicales que no lo son -o, al menos, no completamente-, su nombre -que no es una persona real- funciona de una manera equivalente a una empresa -que no es una persona jurídica-” (2021, p. 23).
Esta intervención de Laín Corona expone un factor relevante que no hay que perder de vista en el análisis de Lo niego todo, pues en este disco la composición de las canciones -en letra y música-, la grabación y la producción general son el resultado de un trabajo artístico colectivo. Con el poeta Benjamín Prado como cocompositor de la mayoría de las letras9, con Leiva como músico, arreglador y productor general y con los aportes de músicos como Rubén Pozo (“No tan deprisa”), Ariel Rot (“Posdata”), Jaime Asúa (“Leningrado”) y Pablo Milanés (“Canción de primavera”), este disco se presenta, paradójicamente, como “el más confesional que he hecho jamás” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 78). Esta sentencia vuelve sobre aquellas trampas de la autorreferencia que comentábamos al inicio de nuestras palabras, pues en este disco las imágenes autoriales de Joaquín Sabina no son propuestas únicamente por el cantautor, sino que son muchos los artistas que colaboran en la revisión y el sostenimiento de la postura del personaje de autor.
Acerca de los procesos identitarios que se juegan en Lo niego todo, García Candeira (2018) acertaba en detectar cómo la escritura colectiva de este álbum “descentraba” de alguna manera al personaje de autor y lo diseminaba, pues “el refuerzo del personaje ha corrido paralelo a un proceso de colectivización que afecta no solo a la esfera musical y de la producción… sino en el de la propia escritura de las letras” (2018, p. 17). García Candeira problematiza cómo “es llamativo que… se tilde a este disco como el ‘más confesional’ del cantante” (2018, p. 17).
Volvemos a Laín Corona y a aquellos productos textuales y musicales que no son únicamente propiedad intelectual de Sabina, para ver cómo
intencionalmente o no, las canciones llegan al público sin marcas claras de las distintas autorías. Al consumir la música en formato digital, el receptor no tiene los créditos de la carátula analógica y, aún en las ocasiones en que tenga acceso a esta información, es raro que se detenga a mirarla. Por tanto, la única marca de autoría evidente es el nombre de Sabina en letras grandes en la portada y/o los distintos cauces de transmisión de su obra. Así, el público puede dar por sentado que las canciones y, en particular, las letras son solo de Sabina. (2021, p. 23).
Resulta interesante destacar esta problemática, pues los nuevos medios de distribución en la industria de la música invisibilizan a los sujetos que trabajan en este sector y dotan de autoría a un solo sujeto individual, mediante una “ficción de autoría única”, herencia de la mitología romántica, que expone cómo el público percibe a un “cantautor individual” cuando las canciones “son fruto del trabajo de varias personas” (Laín Corona, 2021, p. 23).
En este sentido, todas las imágenes de autor de Joaquín Sabina convertidas en posturas -aquellas que recuperábamos de Romano (2007) y que se encuentran diseminadas en todo el proyecto autorial- encuentran, gracias al equipo de producción artístico de Lo niego todo, un ejercicio de revisión y de reconfiguración, pues con la llegada de la vejez se habilita un posicionamiento diferente, desde un nuevo espacio de enunciación. En ese nuevo espacio podemos pensar, junto a Edward Said, en la emergencia de un estilo tardío (2006) en la poética de Joaquín Sabina, estilo que requiere la complicidad de un grupo de trabajo y que efectúa un cambio de tono en la escritura de nuestro personaje de autor. Además de ese cambio -al cual referiremos más adelante-, en este nuevo lugar de enunciación que es la vejez, la masculinidad como factor indisociable de la identidad encuentra grietas y deja ver en sus fisuras el desmoronamiento pero también el sostenimiento de una identidad artística.
Vejez, otredad, infancia. Las funciones del final y la vejez como posicionamiento
Luego de la publicación de su ensayo Identidad y envejecimiento del año 2011, Ricardo Iacub se adentra en el terreno de las representaciones de género, puntualmente en las masculinidades en la vejez. Abordando siempre a la senectud desde los aportes teóricos de la gerontología narrativa, este autor indica que cuando hablamos de los relatos construidos socialmente sobre el género o la edad los entendemos como modos de guiar y dar significado a la vida (Iacub, 2014, p. 1) y que
es importante destacar cómo la sociedad construye el ser varón o el ser viejo generando espacios de posibilidad y prestigio, como en el lugar del “sabio”, pero también cómo ciertos relatos sobre la masculinidad excluyen la vejez, cuando las demandas de fuerza o potencia no admiten ciertos límites. Esto lleva a que los sujetos puedan incluirse, excluirse, empoderarse o desempoderarse ante dichos espacios simbólicos. (Iacub, 2014, p.1).
La exclusión de la vejez de los relatos sobre las masculinidades puede vincularse con los planteos de Simone de Beauvoir (2012), quien consideraba la vejez como una otredad, la cual está basada en la organización que la sociedad de consumo ha impuesto en la vida contemporánea: los jóvenes y adultos no se reconocen en los viejos y, en esa negación, aflora la imposibilidad de asumir la propia vejez que espera en el futuro. Por eso mismo “los mitos y estereotipos que el pensamiento burgués ha puesto en circulación tratan de mostrar que en el viejo hay otro” (2012, p. 9). Desde esta perspectiva, recordamos los aportes de Julio Premat, quien proponía pensar la infancia como una “otredad significativa” y como “un punto de observación privilegiado para identificar modos de explicar el devenir del ser humano” (2016, p. 69). En estas otredades que constituyen los dos extremos de la vida y de los relatos -origen y destino, principio y final- la infancia y la vejez son espacios teóricos y de enunciación que se cruzan, se encuentran, conviven. No son solamente etapas cronológicas de una vida sino que son espacios, puntos de observación, subjetividades, funciones del discurso (Premat, 2016, p. 13).
Volviendo a Simone de Beauvoir, la socióloga delimita dos imágenes de la vejez -las cuales Iacub recupera en su discurso- que circulan en nuestro imaginario como sociedad, ambas contrapuestas:
La imagen sublimada que se propone de ellos es la del Sabio aureolado de pelo blanco, rico en experiencia y venerable, que domina desde muy arriba la condición humana; si se apartan de ella, caen por debajo: la imagen que se opone a la primera es la del viejo loco que chochea, dice desatinos y es el hazmerreír de los niños. De todas maneras, por su virtud o por su abyección, se sitúan fuera de la humanidad. (2012, p. 10).
Las miradas teóricas, tanto de Simone de Beauvoir como de Ricardo Iacub, están pensadas desde una perspectiva narrativa, es decir, desde una focalización en los relatos históricos, sociales y culturales sobre la vejez. Estos aportes nos habilitan a recuperar el relato del viejo condenado como otredad para pensarlo desde otra arista, puntualmente desde la teoría de la literatura. Otredad significativa, decíamos junto a Premat, la infancia y la vejez serían entendidas no solo como etapas cronológicas de la vida (esto es, los niños y las niñas que transitan una edad temprana y los viejos y las viejas que atraviesan una edad tardía) sino, sobre todo, como un terreno fértil de posibilidades discursivas, espacio de imaginería y emergencias para crear literatura. La infancia y la vejez son, entonces, laboratorio de escritura, “espacio de definición de estilos, códigos de representación, invención de formas” (Premat, 2016, p. 77). Desde esta perspectiva la vejez, en la reconfiguración identitaria que implica, puede leerse como una función del discurso: función del final (Ruiz, 2022c) desde donde reinventar relatos de sí mismo. La senectud es un insumo teórico potente, una función discursiva que puede desestabilizar la otredad canonizada y ofrecer alternativas, formas otras de dibujar una identidad.
En este punto volvemos a Ricardo Iacub para reconocer cómo “las exigentes demandas que plantean los ideales hegemónicos masculinos en los varones adultos mayores, focalizando la importancia del trabajo, la fortaleza física y el erotismo en dichos relatos” (2014, p. 1) conllevan una crisis y la obligación de una reconfiguración identitaria por parte del sujeto anciano. Este debilitamiento de la masculinidad produce, según Iacub, una pérdida de poder, de prestigio y de autoestima, y ello lleva a un reacomodamiento angustioso de la propia identidad, lo que genera a la vez aquella otredad y marginación. Más que pensar en el debilitamiento, nos interesa detenernos en la definición que Iacub -siguiendo a Connell- realiza sobre la masculinidad: “una construcción social acerca de lo que significa ser varón en determinado tiempo y lugar” (Connell, en Iacub, 2014, p. 3). Desde esta perspectiva teórica, la masculinidad no sería un patrón estable, ni una identidad fija, ni una norma asignada, sino un concepto que se encuentra ligado a las fluctuaciones del tiempo y el espacio: una construcción cultural.
Para estudiarla desde esta coyuntura, Iacub indagará cómo la masculinidad
resulta de las posiciones que se adopten en las relaciones de género, de las prácticas que comprometen con esa posición de género, y de los efectos de dichas prácticas en la experiencia corporal, en la personalidad y en la cultura. (2014, p. 3).
Esta propuesta resulta sumamente interesante, porque permite salir del análisis de los rasgos determinados y cristalizados de la masculinidad, para pensar en términos de “posiciones”, “prácticas” y “efectos”. De los rasgos cristalizados, aquellos que Iacub caracteriza como “competitividad; poder físico, sexual y económico; desapego emocional; coraje y dominación, capacidad de protección y autonomía” (2014, p. 4), el personaje de autor de Joaquín Sabina no se enlistaría totalmente bajo ninguna de estas banderas, salvo en una10: la del poderío sexual, pero volveremos a esta problemática más adelante.
Entonces, en lugar de pensar la masculinidad en la vejez como un cúmulo de características que demostrarían la pérdida de fortaleza y potencia, podemos pensarla en términos de posiciones, prácticas y efectos: posiciones como estrategias del discurso y como un espacio desde el cual enunciar, prácticas como aquellos discursos o comportamientos a llevar a cabo y efectos en términos de revisión de la imagen de autor. Joaquín Sabina, al posicionarse siempre como sujeto ambiguo, ha adoptado una postura controversial -aquella que mencionábamos con anterioridad y que recuperábamos con Romano-, pues en su diseño de sí ha elegido producir “sospechas” para generar un “efecto de sinceridad” (Groys, 2014, p. 44), pues las malas imágenes de sí -como el cínico, el canalla, el vicioso- otorgan veracidad y sinceridad, y por consiguiente reciben mayor reconocimiento y fama, pues “decidir presentarse como éticamente cuestionable es tomar una decisión particularmente buena en términos de autodiseño” (Groys, 2014, p. 44). Con la llegada de la vejez, esa postura adopta un nuevo posicionamiento, pues frente a algunos factores que desestabilizan la identidad hasta el momento construida, el sujeto debe revisarse y reconfigurarse, para adoptar un nuevo posicionamiento. No obstante, la “nostalgia irónica”, la “paradoja” y el “contrasentido” -“marcas de la casa”, dirá Prado (Prado, en Sabina y Prado, 2017, p. 28)- siguen sosteniendo la identidad autorial, aquella que se afirma para negar y se niega para afirmar. En los factores que revisaremos como desestabilizadores de identidad -el retiro, la vergüenza, el erotismo- esas paradojas y contrasentidos seguirán siendo marca del personaje de autor.
Negarlo todo, incluso la vejez
Uno de los factores que Iacub presenta como desestabilizador de masculinidad en la vejez es la jubilación o el retiro, pues este cese en las actividades de producción lleva a los varones que envejecen a plantearse su utilidad como sujetos sociales y a transitar el duelo por la pérdida de su capacidad de trabajo.
Sabina, en sus constantes paradojas, planteaba en una entrevista con Menéndez Flores:
Creo que estoy deconstruyendo. Porque la única idea matriz, la única idea madre, como dicen los políticos, que he desarrollado en los últimos años es “estoy retirado”. Ya no estoy en los bares, ya no estoy en la calle, ya no voy con putas, ya no toco. Eso simplemente es verdad. (Sabina y Menéndez Flores, 2006, p. 122).
Luego de afirmar su supuesto retiro -y haciéndolo mediante la insistencia de la “verdad”, la cual luego negará en su disco de 2017-, en los años siguientes el cantautor ha realizado extensas giras con Joan Manuel Serrat Serrat -Dos pájaros de un tiro (2007), Dos pájaros contratacan (2012) y No hay dos sin tres (2020) -, la gira 500 noches para una crisis (2014) por España y Latinoamérica, la publicación de dos libros de pintura, Muy personal (2013) y Garagatos (2016) y los discos de estudio Vinagre y rosas (2009) y Lo niego todo (2017), entre otras actividades de presencia pública. En este sentido, Joaquín Sabina ha coqueteado con la idea del retiro, pero mostrándose siempre reacio al mismo. Esta es una de las maneras de seguir ubicándose en un espacio provocador, donde la vejez le otorgaría una supuesta clausura que nuestro personaje de autor no admite como tal.
Asimismo, podemos entender este retiro en términos literales -esto es, su jubilación como artista y personaje público- y también en su sentido figurado: retirarse de los bares, la calle y las prostitutas como un efecto de la vejez, aquella arrasadora que llega en el año 2000, luego del ictus. Sabina ha sabido estirar su “loca juventud hasta los 50 o 51” (Sabina, 2009b, párr. 8), y en ese proceso de desorden etario, en ese desacomodo cronológico, la vejez lo sorprende en un umbral, en el pasaje de su proyecto autorial que va de la consagración a la canonización, luego de la publicación en 1999 del disco 19 días y 500 noches.
Estiré mis años de loca juventud hasta los 50 o 51. Entonces vi que mi amor por la vida me iba a llevar a la muerte en vez de a una vida más larga. Con 60 años ni se escribe ni se debe escribir como con 20. Detesto la nostalgia, pero creo que los mejores materiales nacen de la memoria. Y con 60 se tiene pasado, presente y futuro. Cuando tienes 70 solo cuentas con un pretérito estupendo [risas]. A los 50 recibes la visita de tu pasado. Mi visita fue brutal. De un día para otro. Pasé de la euforia de sentirte vivo, por haber sobrevivido, a la depresión de tener que vivir con lo que me había pasado. (Sabina, 2009, párr. 8).
En la anterior cita vemos cómo las edades en Sabina impactan más por el posicionamiento que el sujeto adopta que por la cronología en sí misma: como vemos, la juventud puede durar hasta los 50, donde se pasa directamente a la vejez sin haber transitado la madurez; los 60 y los 20 son puntos de observación en los cuales la nostalgia es el factor constructivo11; y curiosamente en los 70 “solo cuentas con un pretérito estupendo [risas]”. Esas risas son la manera que el personaje de autor encuentra para burlarse de la vejez, la cual transita en la actualidad con sus 73 años cumplidos12. Ese puro pasado o la imposibilidad de un futuro operarían como una suerte de clausura, un testamento -a decir de Premat (2016) 13- que cancelaría posibilidades de reinvención. No obstante, en otra intervención periodística, Sabina nos dice:
Yo creo que siempre he soñado con ser más viejo para no tener ganas de subirme al escenario y así escribir de una vez el libro con el que sueño yo siempre escribir. Y que no es un libro de versos, sino una especie de loca autobiografía en la que se mezclan todos los géneros que a mí me gustan. Un libraco, vamos. Sí. Eso me gustaría hacer. Pero, para eso, tengo que bajarme del escenario y meterme en la casa de Rota. (Sabina, 2017c, párr. 59).
En estas declaraciones la vejez -el hecho de “ser más viejo”- es para Sabina una posibilidad de reinvención, de creación y fomento de nuevos códigos, un “sueño” que promete una futuridad diferente, una forma de potenciar otra de las facetas de su identidad de autor: la del escritor. Así, Sabina propone una fábula de futuro -la cual se contrapone a la clausura, a ese único “pretérito estupendo” de la entrevista de 2009- y abre la temporalidad y los géneros, pues escribir una “loca autobiografía” lo posicionaría en un espacio textual diferente de aquellos en los cuales se ha afincado: la canción, el poema, el soneto, la columna periodística. La posibilidad de escribir “un libraco” potencia su imagen de autor y genera una nueva arista para su adensada postura, una posibilidad de crecimiento y de expansión que solo le otorga el posicionamiento en la vejez.
Retomando la entrevista del 2009, en ese pasaje entre la euforia y la depresión que se produjo en la cincuentena del personaje de autor, encontramos a la enfermedad como síntoma de la vejez: desde el año 2001, Sabina ha sido tapa de diarios y revistas por diversos hechos vinculados con su “mala salud de hierro”14. De ese retiro literal de los escenarios vuelve con Alivio de luto (2005), disco desde el cual las colaboraciones en las letras de las canciones con sus amigos -los “jóvenes poetas líricos” o el llamado “Club de Rota” (Sierra Ballesteros, 2018, p. 47)- comienzan a proliferar15. Con ese disco y con el siguiente -Vinagre y rosas de 200916- se produce un cambio en su escritura y una modulación diferente en el tono de sus canciones. Sabina afirma en una ya citada entrevista que “en mis últimos discos, como andaba más con poetas que con músicos, había intelectualizado las canciones, con lo cual las alejé del público de la música popular” (Sabina, 2017b, párr. 14). Ese proceso intelectual de las canciones encuentra en la reseña de Manrique en El País una dura crítica:
En el mundo de la música, existe un rencor de orfandad respecto a Sabina. Ha preferido incrustarse en la high society literaria, en ese Club de los Poetas Líricos que -reitera Benjamín- se lo pasa tan guay, donde un agradecido Joaquín ejerce de bufón de su propia corte. Tratándose de un traficante de emociones cantadas, hay algo estéticamente suicida en ese distanciamiento de la música viva. Un pésimo canje: la posible grandeza de las canciones por las seguras risitas de columnista de Interviú. (Manrique, 2009, párr. 6).
Más allá de las opiniones periodísticas, interesa focalizar en ese cambio en el tono, en esa intelectualización que han sufrido las canciones, pues este proceso puede ser efecto de lo que Edward Said denomina estilo tardío, un nuevo lenguaje que surge de las prácticas poéticas de escritores y artistas en su vejez o acercamiento a la muerte. Lo tardío es entendido como un “factor de estilo”, aquel que “implica una tensión no serena y no armoniosa” (2006, pp.15-16): lo tardío como un efecto en la modulación, como una tensión, un cambio en las formas previas.
Si bien esta escritura de Sabina podría entenderse como estilo tardío, es preciso recordar cómo, en los últimos tres discos de estudio, las colaboraciones de sus amigos poetas en las letras son cada vez mayores, hasta el punto de generar ese efecto de “colectivización” que exhibía García Candeira, aquel que “descentra” al personaje de autor. Por este motivo, la cuestión del estilo tardío debería pensarse en Sabina, necesariamente, como un efecto de los dúos de escritura en particular y de la colectivización en general17.
Ante estas problemáticas, Sabina afirmaba en el volumen autopoético Incluso la verdad cómo “la obligación de un tipo que se dedica a escribir canciones y a vivir razonablemente bien de eso es hablar de lo que realmente le preocupa y le interesa” (Sabina, en Prado y Sabina, 2017, p. 75), pero “el problema viene cuando estás en un momento en el cual lo que te preocupa es el proceso de deterioro que se sufre al envejecer” (Sabina, en Prado y Sabina, 2017, p. 75). Esta obligación o compromiso que Joaquín Sabina adopta exhibe un tópico del que la gente huye: la vejez no es un tema pop, pues -si recordamos a de Beauvoir- los sujetos reaccionan ante ella convirtiéndola en otredad, negándola en su horizonte de vida. Por ese motivo, asumir el compromiso de hablar de un tópico incómodo genera aprehensión al propio autor, a quien le “pareció que tirar por ese camino me iba a poner ante un tour de force que no estaba convencido de poder afrontar, y esa es una de las razones de que no lo hiciera solo y buscase aliados” (Sabina, en Prado y Sabina, 2017, p. 75). La escritura conjunta y la producción colectiva de muchos artistas colaboradores es otra de las maneras de posicionarse frente a la vejez, pues a las dificultades que esta impone, el trabajo colectivo es una de las maneras de burlarla, de hablar de ella para crear canciones pop, y lograr “que un público en el que dudo que haya una sola persona con ganas de que le hablen de eso, las coree, las disfrute, se emocione con ellas” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 75).
No obstante este proceso de colectivización, la canción “Lágrimas de mármol” cuenta con letra exclusiva de Joaquín Sabina, y en ella se plantean algunos tópicos que tienen que ver con este retiro literal y figurado que hemos mencionado.
La canción inicia con los versos “El tren de ayer se aleja, el tiempo pasa, / la vida alrededor ya no es tan mía, / desde el observatorio de mi casa / la fiesta se resfría” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 80). La imagen del tren, aquella que nos recuerda los “sucios trenes que iban hacia el norte” (“Cuando era más joven”, Sabina, 2007, pp. 92-93) encuentra en este disco su camino de retorno, pues el Sur será una metáfora constante, un camino de regreso.
Este tren que parte es un tren temporal, pues es el “ayer” quien se aleja, acelerando el avance hacia un futuro del cual no se puede volver; como afirmaba en “Quién más, quién menos” (Sabina y Prado, 2017, p. 30): “pero yo fui más lejos” y “ni un paso atrás” (p. 30). La segunda parte del verso, “el tiempo pasa”, es una reafirmación de esta aceleración mediante la cual el personaje queda desubicado, sin tiempo ni espacio, pues “la vida alrededor ya no es tan mía” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 80): este verso también puede dialogar con otros de “Quién más, quién menos”, donde ese sujeto que fue más lejos termina confundiendo “el cuándo y el dónde”, con “un pie en la rumba y otro en el nunca más” o con “un pie en el mambo y otro en el más allá” (Sabina y Prado, 2017, p. 31). Esas confusiones o desorientaciones operan como posicionamientos de vejez: el sujeto es, en ambas canciones, alguien que transitó muchos periplos yendo siempre “más lejos” (como muchos otros sujetos, al decir “quién más, quién menos”, este también “tiró la casa por la ventana, / se tatuó en las sienes una diana, / probó un veneno” o “se ha tomado a sí mismo como rehén” y gracias a ello “tiene una conciencia todoterreno / del mal y el bien”) (Sabina y Prado, 2017, p. 30). Esa imagen del transgresor, del que fue más lejos -clara postura sabiniana-, encuentra en la metáfora del retiro su límite: “Acabaré como una puta vieja / hablando con mis gatos” (Sabina, en Sabina en Prado, 2017, p. 80). En ese “observatorio” que es su casa, en ese “mueble bar” que reemplazó por “las barras de los bares” (Sabina en Sabina y Prado, 2017, p. 155) -desde donde ve pasar a las gitanas adolescentes de “Churumbelas”-, en ese rincón del mundo el personaje de autor Joaquín Sabina encuentra el límite a su anterior vida de excesos y juventud. Allí, acompañado por sus seis gatos -con los cuales se fotografía en todas las entrevistas- surge una imagen de Sabina que sostiene su postura autorial, pero desde un nuevo posicionamiento: la imagen de la “puta vieja” que convive con gatos expone una figuración familiar y a la vez novedosa. Se remite al mundo de la prostitución como un factor caro a la poética sabiniana pero para configurarse él mismo en términos de “vieja”. Ese desplazamiento genérico puede ser entendido como un rasgo de masculinidad en declive, pero también como un planteo frente al retiro o la jubilación, pues la puta cuando envejece ¿sigue siendo puta? El artista cuando envejece ¿sigue siendo artista? La metáfora del retiro en este sentido habilita a la pregunta por la profesión más allá de la edad, por las maneras de posicionarse más allá del momento cronológico que se transite. En estos términos, la “puta vieja” podría entenderse como una figuración negativa, pero no obstante, en el estribillo nos encontramos con un “Superviviente, sí ¡maldita sea! / Nunca me cansaré de celebrarlo. / Antes de que destruya la marea / las huellas de mis lágrimas de mármol. / Si me tocó bailar con la más fea, / viví para cantarlo” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 80).
Estos versos, si bien podrían sonar machistas u ofensivos por referirse a una “puta vieja” o a “la más fea”, es preciso comprenderlos dentro de la propia poética sabiniana, donde las putas tienen un lugar de relevancia, pues en su cancionero adquieren ese rango de heroínas (a decir de Romano) y son figuras potentes, personajes exacerbados del teatro de la marginalidad. “La más fea” refiere, metafóricamente, a la depresión que lo acompañó cuando “Dejé de hacerle selfis a mi ombligo / cuando el ictus lanzó su globo sonda, / me duele más la muerte de un amigo / que la que a mí me ronda” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p.80). Esa manera de ser un superviviente de su pasado habilita una posibilidad de futuro; breve y nostálgica, pero posibilidad al fin, pues “con la imaginación, cuando se atreve, / sigo mordiendo manzanas amargas, / pero el futuro es cada vez más breve / y la resaca larga” (p. 81). Como decíamos, que el futuro sea breve hablaría de la vejez como una clausura, como un testamento cercano; no obstante, la posibilidad de seguir “mordiendo manzanas amargas” cuando la imaginación lo permite genera una proyección de la vejez, un espacio donde seguir creando. Esa imaginación reaparecerá en “Canción de primavera” y en “Churumbelas”, pero antes de pasar a ellas quisiéramos destacar otro factor que Iacub enumera como pérdida de masculinidad en la vejez, y es la noción de la vergüenza, porque
la dificultad de dar sentido a la propia vida ante una serie de cambios que alejan al sujeto de ideales masculinos hegemónicos tan potentes como la fortaleza, la capacidad de recuperación física y mental… independencia, eficacia, control afectivo y seguridad llevan a los varones viejos a vivencias de humillación y vergüenza de sí. (Iacub, 2014, p. 5).
Las depresiones que siguieron al ictus de 2001, el encierro y los ataques de pánico de Joaquín Sabina se han hecho noticia alrededor del mundo y han implicado no solo grandes crisis creativas sino, sobre todo, esa vergüenza que planteaba Iacub, la cual Sabina ha manifestado en múltiples ocasiones. Una de ellas ocurrió cuando, luego de quedarse sin voz en el medio de un concierto en el Winzik Center en 2018, antes de retirarse, pronunció al público: “Como sucede tan a menudo, cuando les cuenten que envejecer es una cosa fantástica porque la experiencia y la sabiduría... mienten como bellacos. Envejecer es una puta mierda” (Sabina, 2018, párr. 5).
En casi todas las entrevistas promocionales que ha realizado a lo largo de su gira de presentación de Lo niego todo, en algún momento la pregunta por la vejez aparece, y las respuestas ante la misma se repiten. Esta reiteración de sus propias sentencias en diversos medios habla a las claras de un discurso aprendido que sostiene la imagen autorial que se pretende construir. Si en cuatro entrevistas al azar el personaje de autor Joaquín Sabina afirma que su plan es “envejecer sin dignidad”18 esa sentencia se vuelve estribillo, pasa a formar parte de su ética y su poética, y refuerza la construcción de esa imagen autorial, la cual rápidamente se vuelve postura. “Somos una generación que nos planteamos envejecer sin dignidad, seguir siendo jóvenes aunque por dentro estuviéramos hechos mierda” (Sabina, 2017d, párr. 5) o “Estoy logrando lo que siempre quise: envejecer sin dignidad y ser un viejo verde” (Sabina, 2014a, párr. 11), o “es un modo de mirarse al espejo, verse algo decrépito y sacarse la lengua. Porque si hay alguna idea que atraviese al disco, es que yo sigo aprendiendo a envejecer sin dignidad” (Sabina, 2017b, párr. 8).
En la última declaración, vemos cómo envejecer sin dignidad está signado por el aprendizaje: para envejecer indignamente hay que aprender esa indignidad, no es algo que viene dado sino que es algo a construir con la experiencia. En este sentido, ese aprendizaje es el que genera una nueva imagen de autor -el sujeto que aprende cómo desea envejecer y pone en práctica ese aprendizaje- la cual se sumaría a su adensada postura. Esta idea de envejecer sin dignidad conserva, gracias a ese aprendizaje, una resistencia en la infancia, pues en un gesto absolutamente infantil, Sabina cuenta cómo se mira en el espejo y, a modo de burla, se saca la lengua: gesto irónico mediante el cual vemos un personaje de autor viejo, arrugado, retirado, pero con la misma resistencia en la infancia, la misma postura infantil de todo su proyecto autorial.
En este sentido, una de las sentencias más relevadoras para pensar esa resistencia se produce en el citado show en Winzik Center, donde afirmaba: “Mi plan no era envejecer sin dignidad. Mi plan era pasar de la adolescencia a la vejez, sin ser adulto. Es decir, llegar a los 69 años, que es el número más glorioso que puede conseguir un buen viejo verde” (Sabina, 2018, párr. 12). En esta sentencia reiteramos cómo la vejez indigna es un aprendizaje que nuestro personaje de autor realiza, pues -según esta declaración- ese no era su plan inicial, sino que hubo modificación. Ese “pasar de la adolescencia a la vejez, sin ser adulto” es algo que Sabina cumple perfectamente al estirar su “loca” juventud hasta los 50 o 51 y convertirse en viejo sin atravesar la madurez. El “buen viejo verde” es la figuración misma de una vejez aniñada, una vejez caracterizada por una postura infantil. Esa humillación o vergüenza que planteaba Iacub como resultado de la merma de masculinidad es convertida por Sabina en otra cosa: plan, aprendizaje, juego, posicionamiento. La vejez opera como un insumo teórico desde el cual posicionarse para llevar adelante la práctica poética y creativa, un insumo que puede ser desprovisto de esa vergüenza, de ese patetismo, y puede convertirse en un factor de orgullo:
Tal vez haya mucha gente que ya no crea que la obligación de un músico es morir joven y dejar un cadáver bonito, cosa que le pasó a muchos y entre ellos a algunos de los mejores19, sino ser capaz de llegar hasta el borde, mirar lo que hay abajo y vivir para contárselo a personas que, a menudo, lo pueden entender porque están en el mismo caso. (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p.77).
Como ejemplo de este factor de orgullo que puede ser el posicionamiento en la vejez, volvemos a “Lágrimas de mármol”, pues el hecho de ser un superviviente es motivo de festejo perpetuo: “nunca me cansaré de celebrarlo” habla a las claras de una actitud a futuro que se repetirá infinitamente, pues “nunca” se cansará de cantarle a esa supervivencia producida por haber podido “bailar con la más fea” y vivir para cantarlo20 (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 80).
Este orgullo es también otra de las maneras de burlar la masculinidad en la vejez, orgullo que encuentra su epicentro en la anteriormente citada imagen del “buen viejo verde”. Esta figuración se vincula con el tercer factor que Iacub mencionaba como evidencia de la pérdida de masculinidad: el erotismo, tema central tanto en “Canción de primavera” como en “Churumbelas”.
Según el crítico, la pérdida de potencia sexual por un lado y el desempeño erótico menguante por otro pueden ser concebidos como parte de un proceso de desmasculinización, porque “los escenarios culturales prevalecientes estimulan a los hombres, desde sus primeras prácticas eróticas, a ver su sexualidad como un medio para reafirmar su identidad de rol masculino y su maduración hacia la adultez” (2014, p. 7).
La representación de la masculinidad a través de la conquista sexual tiene en el cancionero de Sabina una fuerte impronta; canciones enteras21 a lo largo de toda su trayectoria han buscado generar la imagen de seductor, aquel desfachatado de alma libre que escapa al compromiso pero que a la vez queda prendado de aquel amor del que huye, en un movimiento paradójico -o hasta histérico, si vamos a la interpretación psicoanalítica-. La imagen de donjuán en Lo niego todo se derrumba, para generar aquella novedosa que anteriormente referimos y es la del viejo verde.
En esta instancia recordemos cómo una imagen de autor se genera tanto en un texto como en los alrededores de ese texto, y cómo una postura se solidifica en la repetición de la misma imagen reproducida en múltiples textos y espacios. Con esta perspectiva, la imagen del viejo verde es una imagen nueva, pues es la primera vez en todo el proyecto autorial que Sabina la expone como parte de su diseño de sí, pero no es nuevo el sentido implícito que conlleva esta imagen. Si analizamos el sintagma, podemos ver cómo el sustantivo viejo -el cual es también un adjetivo- es el factor que introduce una novedad en la imagen de Sabina, pues recién en el año 2017 el cantautor se asume definitivamente como personaje anciano22. No obstante, el adjetivo verde -el que se acopla al sustantivo/adjetivo viejo para lograr su potencia de sentido- exhibe algunas características propias de la postura sostenida por el personaje de autor Joaquín Sabina. En la definición que la Real Academia Española (RAE) propone de la palabra verde, en la acepción “dicho de una persona” se define como “que conserva inclinaciones sexuales impropias de su edad o de su estado. Viejo verde” (2014, párr. 13). Esa inclinación sexual “impropia de su edad o su estado” es la que manifiesta la rebeldía -corazón de la poética sabinera- no en cuanto al deseo sexual -al menos, no exclusivamente-, sino a lo “impropio”. Ante eso que no es esperable y que es reprobable, Sabina planta su bandera y se erige como personaje provocador, conservando el gesto burlón, la postura infantil, la resistencia a los mandatos, a la adultez, a lo adecuado, lo normado, lo correcto. Sabina se figura como viejo verde para ejercer una resistencia y denunciar cómo los mandatos de masculinidad en la vejez no solo son imposibles, sino que son irrelevantes, pues desde su propio espacio de resistencia en la infancia conserva todavía algunas maneras de incomodar, de burlarse, de jugar.
En “Canción de primavera” se recurre a la metáfora temporal de las estaciones para narrar, desde una perspectiva erótica, el proceso de envejecimiento. La vejez en esta canción es tema y es posición de enunciación, pues el sujeto que narra está atravesando los “años otoñales” junto a una “novia mía” (Sabina, en Sabina y Prado 2017, p. 108), caracterizada por la belleza y la juventud. A modo de invocación, el sintagma anafórico que se sostiene en la canción “Buenas noches, primavera” (p. 108) indica no solo la nocturnidad que invita al erotismo y a la sexualidad, sino que refiere a la noche como el cierre del día, como la clausura: función del discurso que remite al testamento, a la muerte, al final.
No obstante, la canción es una bienvenida mediante la invitación nocturna: “Buenas noches, primavera, / bienvenida al mes de abril, / te esperaba en la escalera / del redil. / Nueve meses oxidada / en el fondo de un baúl, / si no estás enamorada / vente al sur” (p. 108). El mes de abril como metáfora recurrente del cancionero de Sabina23 se erotiza en esta canción, al ser convertida en “novia mía”, al pasar “nueve meses” en una referencia al calendario y a la gestación, y al pretender enamorarla con el paisaje de Andalucía. En este punto es preciso destacar cómo el regreso al sur opera no solo en esta canción sino también en “Churumbelas” como un factor identitario, como un reconocimiento a la patria de la infancia. En la autopoética Incluso la verdad, Sabina cuenta sobre esta canción cómo
aparte de un pueblo de la costa de Cádiz, para mí Rota es el mar, es Andalucía y también es la juventud, del modo que lo era para Rafael Alberti cuando evocaba desde el exilio su bahía de la infancia. … Según nos acercábamos en el coche, me pasó lo que nos ocurre a todos los amigos que veraneamos allí en cuanto le ponemos los ojos encima a ese cielo, esos colores, esa luz que si no la tuviera Cádiz no existiría. Es una sensación de vitalidad, de renacimiento… Si además eres andaluz, a lo que se ve se añade lo que se recuerda y la suma resulta muy emocionante. Los paraísos no existen, pero ese sí. (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 103).
De esta manera, la vuelta al sur implica una sensación de vitalidad y de renacimiento: imagen sumamente potente que se reactiva en consonancia con la del superviviente. Cádiz, Rota, Andalucía, juventud, infancia, cielo, colores, luz, vitalidad, renacimiento, lo que se ve, lo que se recuerda, emoción, paraíso. La serie que traza Sabina en este fragmento es la serie de una vida, aquella que es vista desde el posicionamiento en la vejez y que, a modo de testamento, se resignifica en forma de relato. No obstante, el “renacimiento” es una apertura, una fundación, pues ante esa serie propuesta como un testamento se abre la posibilidad de empezar, otra vez, de narrar nuevamente el principio, de recomenzar. El sur de España no es solamente un espacio geográfico sino una geografía poética, una cartografía sentimental desde donde el personaje de autor resiste, pues el sur es hogar, es patria, es infancia, es recuerdo, es emoción, es paraíso.
De acuerdo con esto, la primavera, que es invitada a visitar el sur para enamorarse, se convierte en “novia mía”, en metáfora del erotismo que persiste en la vejez, no como un rasgo de masculinidad hegemónica y de potencia sexual, sino en términos de sensualidad. A este erotismo que se sugiere “Si se te olvidan las bragas” se lo expresa desde la posición de vejez, “en mis últimos jardines”, con un matiz de ternura y romanticismo que podría remitirnos otra vez a la infancia, mediante el gesto infantil de regalar un ramo gigante de flores: “Te regalo una biznaga / de jazmines” (p. 109).
En esa invitación se le pide a la primavera, a la novia joven y bella, que detenga el paso del tiempo con su sensualidad y su erotismo: “Ven a reavivar la hoguera / cenicienta de mis días”, “Líbrame del sueño eterno, / da cuerda al despertador, / ponle cuernos al invierno, / por favor” (p. 109). En la visita que esta realiza cada nueve meses puede leerse también este erotismo en la vejez como un elemento que viene de tanto en tanto, un deseo esporádico que tiene que ver con lo sexual pero también con la ternura y el ansia de vivir. Toda la canción está compuesta desde el posicionamiento en la vejez como una manera de proyectarse en el tiempo, de ganar vida, de ponerle cuernos al invierno. Por ese motivo, la imagen del viejo verde opera como la imagen de un viejo deseante, aquel que sexualiza la primavera como metáfora de vida, de juventud, de belleza, de futuro: “Conseguí llegar a viejo / verde mendigando amor. / ¿Qué esperabas de un pendejo / como yo?” (p. 108). En estos versos vemos cómo “conseguí llegar” opera como un triunfo, una carrera ganada al tiempo. Además, consigue llegar del modo deseado: como un viejo verde. En ese aprendizaje que mencionábamos con anterioridad se cifra el éxito de esta imagen de autor, a la cual le basta aparecer en dos canciones y en las entrevistas para consolidarse como postura. El viejo verde, imagen nueva, se erige como postura autorial, pues en la necesidad de llevar la contraria y de oponerse a los convencionalismos, Sabina dibuja una imagen de vejez disruptiva, que molesta, que incomoda: el viejo verde es ese sujeto que perturba con su mirada, que hace a las mujeres jóvenes cruzarse de vereda para evitarlo, que genera aprehensión: imagen perfectamente diseñada, que acompaña ese deseo de envejecer indignamente.
El personaje de autor envejece con deseo: deseo erótico, deseo nocturno, deseo de vida. Esto no implica que el deseo se cumpla, sino que opera como pulsión, como movimiento, como fábula de apertura que no clausura la vida ni la posibilidad de narrarla. Aunque sus años vayan “otoñales” “por el río Guadalquivir” (p. 109), ese río maquilla el ceño huraño de la capital y le pone color a la urbe: el sur vuelve a ser ese espacio utópico, paradisíaco, donde se puede producir un renacimiento.
“Churumbelas” es otra canción que activa no solo la imagen del viejo verde sino sobre todo la referencia al sur de España como geografía real y como cartografía poética, pues en esta canción la rumba flamenca con todos sus aditamentos (las palmas, los coros, la guitarra, el taconeo) entra en escena para contar, en clave andaluza, la historia de un viejo voyeur que espía “el desfile maravilloso de gitanitas de unos quince años, las que ya tienen edad para el roneo y, en su mundo, casi para casarse, pero que de momento salen a husmear y a divertirse” en una “procesión digna de verse”; Esta “fascinación por la gitanería” que Sabina expresa en Incluso la verdad (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 156) ancla otra vez el espacio de la infancia desde el posicionamiento en la vejez, y en esos espacios creativos es donde dibuja la imagen del viejo verde como el sujeto que va a contrapelo de la norma y los convencionalismos. Quien observa a las gitanas “con unos tacones de caerse de espaldas, bien apretadas, con su buen escote, sus pendientes exagerados y su pelo impresionante” admite que “siempre me he quedado embobado con ellas” (p. 156) y, desde el balcón de su piso derrumba24 la imagen del donjuán, para construir la del viejo deseante. Mediante ese viejo erotizado Sabina encuentra otra de las formas de salirse de la lógica adulta y convencional, de rebelarse y de resistir desde el terreno de la infancia, desde la postura infantil que lo configura como un viejo-aniñado, un anciano que se divierte incomodando.
En este sentido, volvemos a vincular al viejo verde con la propuesta de envejecer sin dignidad, pues si recordamos la letra de la canción “Leningrado” vemos cómo “no dormir era más dulce que soñar / y envejecer con dignidad / una blasfemia” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 95). Esa promesa de juventud ha sido mantenida a lo largo de todo el proyecto autorial de Sabina, y con ella se ha afianzado la coherencia de su identidad como autor, identidad que manifiesta el deseo como una persistencia. “Y yo que espío desde mi ventana / cada mañana a las sultanas / de Lavapiés, / me estoy muriendo de ganas / de casarme con las tres” (Sabina, en Sabina y Prado, 2017, p. 161). Ese morirse de ganas manifiesta un deseo vivo que paradojalmente se figura con la muerte, y expone un erotismo que tiene mucho de sexualidad pero, como decíamos, también de ironía, de irreverencia, de infancia.
En la estrofa siguiente se utiliza un diminutivo sarcástico: “A la vera del Apolo cada tarde / las miro lucir palmito, / yo que vivo solo como buen cobarde / y puedo ser su abuelito” (p. 161). La imagen del “abuelito” en consonancia con el viejo verde, y en una clara alusión a la lengua infantil, establece un paralelismo en el cual irrumpe una pregunta de difícil respuesta ¿se puede desear siendo un viejo tierno? ¿se puede ser un abuelito y a la vez ser deseante? Decimos respuesta difícil, porque en la otredad que caracteriza a la vejez, el deseo es un factor que está vedado, más aún si el deseo persigue a la juventud. En ese gesto incorrecto, en ese posicionamiento en la vejez como un abuelito deseante, Sabina encuentra una nueva imagen para sumar a su postura, para seguir siendo, de nuevo, el sujeto infantil de siempre.
Del final al principio. Conclusiones. Aperturas
En una entrevista en el año 2005, ante la pregunta “Cuando usted compone ¿qué edad tiene?”, Joaquín Sabina contestaba: “Cien años o ninguno” (Sabina, 2005, párr. 22). Podemos concluir este trabajo afirmando que nuestro personaje de autor cuando compone se sitúa por fuera del mundo cronológicamente reglado, organizado por leyes y principios generales como las del tiempo y el espacio. Esta salida de la cronología para crear literatura lo constituye como sujeto sin edad, porque las canciones se encuentran en ese terreno imposible que podría ser tanto la infancia como la vejez, aquellas otredades significativas y puntos de observación privilegiados para narrar el devenir del ser humano.
En el año 2017, luego de cuarenta años de trayectoria y de construcción obsesiva de su personaje de autor, Joaquín Sabina presenta Lo niego todo, un ejercicio revisionista de su identidad autorial desde el posicionamiento de la vejez como un elemento disruptivo que, debido a la marginalidad y exclusión que provoca en los sujetos, obliga a reconfigurar la identidad. Esta imagen de autor nueva -la del viejo- se amalgama con imágenes previas y se compacta en la postura autorial, aquella que lo caracteriza como un personaje de autor irreverente, paradójico, sorpresivo, lúdico, rebelde, infantil.
Joaquín Sabina exhibe en Lo niego todo algunos mandatos de la masculinidad en la vejez pero para burlarse de ellos, para cumplir el plan en su proyecto de envejecer sin dignidad, para adoptar una postura infantil que le permita, desde el gesto irónico y la media sonrisa, burlarse de las formas dignas de ser varón en la vejez. De esta manera, y siguiendo la teoría psicológica de la gerontología, presentamos tres factores de pérdida de masculinidad, factores ante los cuales Sabina se enfrentará para burlarse de ellos: el retiro, ante el cual Sabina cede pero nunca del todo; la humillación o vergüenza, la que afronta con risas y hasta con orgullo; y el erotismo, ante el cual se presenta como un sujeto deseante. Mediante estos procedimientos, Sabina construye y configura una vejez indigna porque su forma de transitarla está atravesada por el desajuste de su temporalidad y por su postura autorial: la del personaje en resistencia infantil frente a los mandatos y convencionalismos.
No en vano el cantautor puede decirse, desde su ambigua manera, viejo y pendejo, anciano y niño, pues, en los espacios creativos que ofrecen estos laboratorios de escritura, Sabina puede desajustar la temporalidad para esconder, en su infinidad de proyecciones, su máscara final.