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Recial

On-line version ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.21 Córdoba Jan. 2022  Epub Sep 19, 2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37547 

Tema Libre

La atracción por lo indeseable. El joven H. G. Wells y la masificación de los futuros inquietantes

The attraction to the undesirable. The young H. G. Wells and the massification of disturbing futures

1 Universidad Nacional de la Plata, Argentina, franciscocaama@gmail.com

Resumen

El propósito de este artículo es analizar por qué el novelista británico H. G. Wells (1866-1946) puede ser considerado como el primer gran masificador contemporáneo de los futuros inquietantes. Para ello, en este trabajo se reconstruirá una genealogía histórica de dicho concepto dentro de la tradición anglosajona y europea, para finalmente examinar cómo aparece representada esta idea en las narraciones tempranas de Wells. A partir del estudio de diversos artefactos culturales, la finalidad de este escrito es revalorizar el uso de los instrumentos estéticos como posibles objetos de análisis para la disciplina histórica. Tratando de abrir un diálogo metodológico entre la historia, la literatura y los estudios culturales, se indagará, de manera simultánea, en la producción artística e intelectual del escritor inglés y en el contexto histórico más general del mundo occidental en el siglo xx.

Palabras clave: H. G. Wells; futuros inquietantes; imaginario apocalíptico; historia contemporánea; literatura

Abstract

The aim of this article is to analyze why the British novelist H. G. Wells (1866-1946) can be considered as the first great contemporary massifier of disturbing futures. To this end, this paper will reconstruct a historical genealogy of this concept within the Anglo-Saxon and European tradition, to finally examine how this idea is represented in Wells's early narratives. Based on the study of various cultural artifacts, the purpose of this writing is to revalue the use of aesthetic instruments as possible objects of analysis for the historical discipline. In an attempt to open a methodological dialogue between history, literature and cultural studies, we will simultaneously inquire into the artistic and intellectual production of the English writer and the more general historical context of the Western world in the 20th century.

Keywords: H. G. Wells; disturbing futures; apocalyptic imaginary; contemporary history; literature

“‘Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!´ Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas”

(Shelley, 1818).

La atracción por lo indeseable. El concepto de futuros inquietantes

Durante la primera parte del siglo xx, Herbert George Wells (1866-1946)1 fue considerado por la opinión pública como un ingenioso visionario del mundo contemporáneo (Parrinder, 1986, p. 6). Celebrado como un talentoso escritor y catalogado como un original intelectual de la era victoriana, a su imaginación le fue atribuida el cumplimiento de un sinnúmero de predicciones y profecías. Entre otras revelaciones, Wells fue responsabilizado de soñar por primera vez con los viajes en el tiempo, los encuentros interplanetarios y los holocaustos atómicos. Su fama llegaría a tal punto que dos reconocidos sociólogos de la época como Robert Burgess y Ernest Park lo presentarían como “our present major prophet” (1921, p. 496). Estos alegatos, innumerables como las páginas escritas por sus hábiles manos, exaltan y popularizan su esbelta silueta y confirman su producción literaria como una de las más llamativas y atrapantes del siglo xx2.

Aunque valiosos como medios para difundir su obra, la circulación de estos juicios ha tendido a robustecer una imagen estática y tendenciosa sobre su personalidad. Detenidos en los aspectos tal vez más sensacionalistas de sus escritos, estas representaciones ratifican el estereotipo clásico elaborado sobre el literato: Wells, el profeta moderno, el predicador del nuevo mundo. Nuestra intención aquí no es validar o desmentir el carácter de esas construcciones. Sin embargo, creemos necesario advertir sobre las salvedades de esas proyecciones que recaen en su figura. En algún punto, esas etiquetas pueden llegar a vulgarizar la esencia de su pensamiento, oscureciendo el perfil seguramente más notable y morfológicamente más genuino de su labor. Más que el descubrimiento aleatorio de algún acontecimiento futuro o el dibujo casi exacto de un instrumento innovador, el valor esencial de la obra de Wells radica en su auténtica capacidad de reflexionar, mediante un recurso estético y ficcionalmente admirable, sobre la contradictoria dinámica de la realidad contemporánea. Al parecer, su preocupación no residía exclusivamente en intentar internalizar en la conciencia colectiva de su generación los diagnósticos y la radiografía de la ciencia moderna. Sus narraciones carecían, en muchos casos, de la rigurosidad científica necesaria, ya que detallaban inventos futuristas cuya verosimilitud era, incluso para la actualidad, algo poco probable, cuando no imposible. Contrariamente, su verdadero interés radicaba en señalar los posibles efectos sociales y morales de la incorporación de las máquinas en la vida humana. Más que sobre ciertos detalles técnicos, su prosa escribía con temblor sobre el misterioso y agónico devenir de la humanidad. Sin dejar de compartir la admiración de sus coetáneos por los descubrimientos y los avances de la ciencia, Wells creía necesario notificar sobre los eventuales riesgos de la reificación de la estructura social. Aspirando siempre a materializar sus quimeras, sus ficciones nos advertían sobre la potencialidad trágica de caminar enceguecidos por el resplandeciente sendero del progreso material.

En el presente artículo, intentaremos explicar por qué H. G. Wells fue el primer gran masificador contemporáneo de los futuros inquietantes. Como la tensión experimentada al enfrentar un peligro inminente, los futuros inquietantes son imágenes perceptivas cuya evocación provocan una angustiosa sensación de vulnerabilidad. Este riesgo no es necesariamente inmediato: esa eventual desgracia puede encontrarse distante temporalmente, pero en un desconcertante estado de latencia. Ese recelo nos coloca en una posición expectante y de ambigua vigilancia frente al advenimiento de una presunta catástrofe. Maldecimos esa inseguridad, la encontramos indeseable y abominable, pero, llamativamente, disfrutamos del placer de imaginar y profetizar sobre las venideras causas de nuestro padecimiento. Algo similar pareció avizorar Jorge Luis Borges cuando catalogaba a Wells como un atractivo narrador de milagros atroces (Borges, 1990, p. 276). En ese sentido, los futuros inquietantes generan un goce del tipo estético, intrigante y que, infaliblemente, parece conformarse en un elemento ontológico de nuestra siniestra sensibilidad contemporánea.

La potencialidad de los futuros inquietantes posibilita cierto margen para rectificar el porvenir. Wells, quien ejerció simultáneamente la profesión de literato y pensador, de periodista y sociólogo, parecía compartir esa idea. Su literatura, atractiva y deleitable, pero también escéptica y desilusionada, buscaba advertir a sus lectores sobre los claroscuros de una etapa aparentemente generosa y perfectible. La suya era una literatura de impacto, de reflexión y profundamente crítica. La descripción de sus futuros inquietantes servía para simular distintas situaciones en las que la humanidad había perdido el control de sus propias acciones. Pero esos escenarios no eran completamente lapidarios, pues, para Wells, el futuro era una realidad tangible y mutable. Como detalló reiteradamente en escritos como Anticipations of the Reaction of Mechanical and Scientific Progress upon Human Life and Thought (1901) o A Modern Utopia, la humanidad podía utilizar las ciencias sociales para remendar un mundo cada vez más corrompido.

Nuestro coetáneo mercado cultural está inundado por estos futuros inquietantes. Este cuadro perceptivo es, en efecto, un claro fenómeno de masas. Incesantemente, los paisajes apocalípticos se han convertido en un escenario casi cotidiano de nuestro imaginario3. Cuando definimos a Wells como su primer gran difusor, creemos estar encontrando en su trayectoria el germen y la genealogía de esta singular rareza. Ello no significa que nuestro novelista fuera el primero en imaginar estos retratos sombríos y desesperanzadores. Las pesadillas futuristas son una especulación muy antigua en la tradición occidental y se pueden encontrar, salvando las distancias, algunas expresiones equivalentes en otras herencias culturales como las Admoniciones de Ipuwer en el Egipto antiguo. No obstante, desde el éxito literario de Wells, podemos dilucidar un fenómeno sin precedente en la historia. A partir de él, los ensayos sobre los futuros inquietantes se convirtieron en una creencia aceptada masivamente y, en esencia, devinieron en imaginarios en donde la actividad humana y la interferencia de la tecnología fueron consideradas las principales responsables de los desaventurados incidentes.

Para ilustrar este itinerario en el legado anglosajón, emplearemos como orientación las bases de una perspectiva histórica retrospectiva. Metodológicamente, iniciaremos nuestra descripción analizando el periodo histórico en donde los futuros inquietantes contemporáneos contaron con un mayor despliegue: las décadas de 1940 y 1950 en los Estados Unidos. Posteriormente, nos adentraremos en el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, hito en donde, creemos, se encuentran los pilares fundamentales para la consolidación de este espíritu de época. Finalmente, tras abordar brevemente los antecedentes precontemporáneos, analizaremos en profundidad esta problemática en la obra de Wells.

La “Cultura Nuclear” y la masificación del imaginario apocalíptico

El 6 de mayo de 1950, el escritor norteamericano Ray Bradbury publicó en la revista Collier's un acotado y descorazonado cuento titulado “Vendrán lluvias suaves”. De forma taciturna, la narración detalla la solitaria existencia de una moderna y automatizada casa en la futura ciudad de Allendale, California. Solitaria porque, en efecto, ninguno de los miembros de la familia McClellan, residentes originales del hogar, parece estar presente en el edificio. Solitaria porque, además, la construcción -nos comenta Bradbury- se alzaba inamovible en una ciudad compuesta solo de “escombro y cenizas” (Bradbury, 2008, p. 254). En ese ambiente tan particular, el relato nos describe cómo la sofisticada casa organiza meticulosamente la vida cotidiana de sus ausentes dueños durante un cuatro de agosto del año dos mil veintiséis. De forma precisa y previamente pautada, el aparato tecnológico del hogar, compuesto por máquinas antropomorfas, da indicaciones, ofrece recomendaciones y mantiene la estructura de la morada funcionando, constantemente. Solo un hecho rompió con la monotonía de la residencia de los McClellan: a las diez de la noche, a causa de una llama interna de la cocina que fue avivada por el viento, la casa “empezó a morir” (Bradbury, 2008, p. 259). Consumida por el fuego, ninguno de los artilugios ejecutados por el edificio para salvarse logró impedir su final desintegración.

Pocos indicios enumera Bradbury para explicar las posibles causas de la trágica suerte de la urbe californiana. En lugar de otorgarnos algunos indicios explícitos, opta por emplear un recurso satírico. A las nueve y cinco de la noche, casi una hora previa al comienzo de su muerte, la vivienda recita para la señora McClellan el poema There Will Come Soft Rains, de Sara Teasdale, su autora favorita:

There will come soft rains and the smell of the ground,

And swallows circling with their shimmering sound;

And frogs in the pools singing at night,

And wild plum-trees in tremulous white;

Robins will wear their feathery fire

Whistling their whims on a low fence-wire;

And not one will know of the war, not one

Will care at last when it is done.

Not one would mind, neither bird nor tree

If mankind perished utterly;

And Spring herself, when she woke at dawn,

Would scarcely know that we were gone. (Teasdale, 1920, pp. 89-90).

El verso nos traslada a un posible escenario apocalíptico en donde, desde las ruinas de la sociedad humana, comienza a brotar y renacer el dominio de la naturaleza. Tanto en el poema de Teasdale como en el relato de Bradbury no queda ningún agente que dé cuenta de la existencia del género humano. Como en el poema, podemos suponer que las bombas, poderosa extensión de nuestra capacidad destructiva, fueron también la causa de la aniquilación de la ciudad de Allendale. Si consideramos el ambiente dentro del cual Bradbury recreó su futuro ficcional, esta suposición puede resultar totalmente admisible. A principios de la década de 1950, las fuerzas demoledoras de las bombas atómicas habían dado ya sobradas muestras de ser el arma más mortífera de la historia de la humanidad. El ataque sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, de agosto de 1945, generó un desconcertante número de muertos que ascendía a cientos de miles de personas e inmortalizó para siempre en el imaginario colectivo esa temible figura en forma de hongo. El acontecimiento catalizó inmediatamente una gran afluencia de críticas y acusaciones recíprocas, dando pie a numerosos debates morales y filosóficos sobre la responsabilidad concreta y ética del suceso. Pese a la voluntad del gobierno norteamericano de justificar la masacre como un medio para incitar a Japón a rendirse en el corto plazo y así evitar más muertes “innecesarias” (Franklin, 2010, p. 311), numerosos comentaristas aludieron a otras razones para entender los lanzamientos nucleares. Patrick Blackett, físico británico ​ganador del Premio Nobel en 1948, catalogó a esos proyectiles no como el último acto militar de la Segunda Guerra Mundial, sino como la primera gran operación norteamericana en su naciente guerra fría diplomática con Rusia (1948, p. 139).

Inevitablemente, el holocausto nuclear perpetrado sobre Hiroshima y Nagasaki desató una psicosis social generalizada, centralmente desarrollada en las sociedades occidentales. Este malestar fue un fenómeno singularmente notorio en los Estados Unidos. El evidente monopolio atómico detentado por el gobierno estadounidense instó poca tranquilidad en su población civil. La posibilidad latente de la universalización del esotérico conocimiento y la adquisición de esa arma por parte de un potencial enemigo fue un temor completamente genuino a lo largo de esos años. Depresión, paranoia y ansiedad fueron algunas de las sensaciones más profundamente impregnadas en el juicio colectivo. Sin otra alternativa posible, las futuras generaciones fueron condenadas a vivir bajo la amenaza constante del exterminio total.

A mediados del siglo xx, la difusión de novelas, películas y cómics y todo tipo de material de entretenimiento vinculado al problema de las armas nucleares cobró una oportuna relevancia en el mercado cultural norteamericano. Incluso los comerciantes de toda una amplia variedad de mercancías como televisores, cigarrillos o bebidas utilizaron el término atómico para robustecer el atractivo de su repertorio de ventas. La omnipresencia de esta impronta temática permitió a varios autores hablar de la existencia de una verdadera cultura nuclear entre los años 1945 y 1950 (Boyer, 1985, p. 18). Evidentemente, los tópicos y el estilo narrativo de Bradbury se forjaron en estrecha relación con este amenazador momento histórico. Cómo él, numerosos escritores y entusiastas se propusieron satisfacer esa latente preocupación de su comunidad en torno a la posible suerte de la experimentación nuclear. No solo buscaron problematizar sobre esa inquietud, que tanto ellos como su sociedad buscaban desesperadamente comprender, sino que, en el proceso, ayudaron consciente o inconscientemente a alimentar esos temores, sueños e imaginarios tan típicos de esa etapa.

La histeria colectiva se vio potenciada en el año 1949 cuando la Unión Soviética logró realizar su primer ensayo nuclear exitoso4. Este develamiento abrió un nuevo episodio en la naciente Guerra Fría entre soviéticos y norteamericanos, dando lugar a un aspecto conocido generalmente como la destrucción mutua asegurada (mutually assured destruction o, de forma abreviada, MAD). La lógica de esta doctrina militar operaba con un funcionamiento bastante sencillo: ambas naciones -y sus respectivos bloques de aliados- amenazaron con represalias nucleares completamente devastadoras para disuadir al enemigo de atacar primero.

La MAD fue una notable fuente de inspiración para las fantasías atómicas cuya persistencia se sostiene incluso hasta la actualidad. En el ámbito cinematográfico, la circunstancia fue representada bajo diferentes contornos5. El tono distendido y familiar de la clásica The Day the Earth Stood Still (1951) o el perfil irónico y burlesco del reconocido film de Stanley Kubrick, Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964), buscaban advertir sobre una situación profundamente funesta con un recurso didáctico ameno, cómico y poco repulsivo. Por su parte, Planet of the Apes (1968) refleja el problema con un criterio profundamente desconcertante. La película describe el aterrizaje accidentado de la expedición espacial comandada por el coronel George Taylor en un extraño planeta en donde los humanos son considerados entes inferiores y supeditados a una desarrollada sociedad de primates. Basados en la teoría de la relatividad de Albert Einstein, los viajeros estiman que su travesía de algunos meses a la velocidad de la luz en el cosmos significó, en la temporalidad terrestre, el transcurso de miles de años. Su capacidad de hablar trastorna a los sabios eruditos de la comunidad de simios, acostumbrados a vincularse con humanos mudos y sumisos. Frente a una circunstancia inédita, sus líderes utilizarán todos los medios a su alcance para garantizar el fundamento de su control: la afirmación de que, en su mundo, ellos son seres más “avanzados” en el proceso evolutivo y, por lo tanto, ellos “evolucionaron” del hombre. Para borrar toda la evidencia, los primates emplean métodos completamente autoritarios e inquisitoriales, llegando, incluso, a eliminar mediante la lobotomización la inteligencia de uno de los humanos tripulantes de la nave.

El film destaca insistentemente en la correspondencia existente entre la jerarquización social y la sacralización dogmática, haciendo énfasis en los difusos límites que un poder político puede llegar a construir entre ciencia y religión. Su escena final sea seguramente una de las más tétricas de la historia del cine. La cámara nos proyecta al coronel George Taylor arrodillado, irradiando lamentos desgarradores y sentidos insultos mientras en el horizonte se observa la imagen de la Estatua de la Libertad, semienterrada en la arena. En ese instante, el protagonista, como algún desatento espectador, descubre que aquel exótico planeta no era más que las ruinas sobrantes de su propio mundo. Desconsolado, y ante la mirada confusa de Nova -su nueva compañera en La Tierra-, nuestro héroe comprende cómo, en su larga ausencia de miles de años, la maniática humanidad aniquiló los cimientos de su propia especie merced del uso de las bombas, su propia creación.

Estas visiones y representaciones de paisajes sombríos, desolados y lúgubres, caracterizadas por la subsunción de la preeminencia humana por parte de una deificada realidad tecnológica o un vago recuerdo de las ilimitadas fuerzas de la naturaleza, fueron algunas de las imágenes más recurrentes de la historia cultural de la segunda mitad del siglo xx. El relato de Bradbury, difundido a comienzos de los años 50 en una revista de tirada masiva, expresa la democratización de estas pesadillas estéticas en un momento en donde se da una original convergencia entre la consolidación de un mercado cultural de masas y el afianzamiento en millones de personas de un sentido poco esperanzado sobre el futuro. No obstante, estas creencias fatalistas sobre el devenir histórico no eran una percepción novedosa en el mundo occidental. Llamativamente, Bradbury recurre al poema de Teasdale, pero omite categóricamente la mención de su subtítulo: “War Time”. El verso de la poetisa norteamericana, escrito en julio de 1918, retrata una posible proyección histórica imaginada por ella al advertir las consecuencias desintegradoras de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Esta apreciación nos permite establecer un parámetro histórico ligeramente más abarcador y, por sobre todo, un pretexto sustancialmente más relevante para esclarecer la edificación de estos futuros inquietantes.

La Gran Guerra y la formación de una nueva sensibilidad contemporánea

El año 1914 es una fecha significativa en muchos sentidos. La caracterización de la Primera Guerra Mundial como un acontecimiento disruptivo forma parte de los criterios elementales de cualquier especialista en historia contemporánea. Quizás un ejemplo poco elocuente y harto conocido sea la clásica periodización del investigador británico Eric Hobsbawm, quien en su Historia del siglo xx considera a la contienda bélica como el inicio del siglo xx corto, una etapa todo coherente que, según su planteo, se extiende temporalmente hasta el derrumbe de la Unión Soviética. Pero los criterios cronológicos se tornan algo superficiales para lograr elucidar la verdadera naturaleza de las transformaciones producidas por tal capital evento. La Gran Guerra marcó un quiebre en el escenario político internacional, pero también representó una incalculable sumatoria de tragedias individuales y colectivas. La conmoción ocasionada por una conflagración distinguida por la masificación y el anonimato de la muerte trastocó los cimientos básicos de la sensibilidad histórica de los sujetos contemporáneos. Súbitamente, en un cúmulo de pocos años, su percepción habitual sobre lo real y su ritmo natural de existencia les fueron sustraídas drásticamente.

La tradición y la experiencia del ciudadano europeo no estaban preparadas para discernir la masacre industrial de 1914-1918. El torrente de fuerzas desatado dificultó cualquier proceso de asimilación posible por parte de sus frágiles y finitos cuerpos. Frente a una situación novedosa y traumática, las costumbres y prácticas trasmitidas de forma comunitaria e inmemorial aparecían obsoletas y caducas como medios para dar sentido al acontecimiento. En un presente completamente dislocado, el pasado ya no representaba una fuente inagotable de conocimientos. En consecuencia, la capacidad sensorial e intelectual de procesar la realidad pareció desvanecerse tal como existía. Este movimiento fue particularmente notorio en la esfera cultural.

Según Walter Benjamin, el advenimiento de la guerra mundial da inicio al agotamiento de la experiencia trasmisible (Erfahrung). La figura del narrador y “el arte de narrar” como mecanismo artesanal, colectivo y oral de trasmitir e intercambiar experiencias comienza a desvanecerse en detrimento de la experiencia vivida e inmediata (Erlebnis) (Benjamin, 1986, pp. 189-190). Este contraste no deja de ser hoy en día revelador y sintomático de nuestro mundo actual. Desde su perspectiva, la experiencia trasmisible es una experiencia auténtica, práctica y utilitaria y, como tal, es sinónimo de una verdadera sabiduría. En cambio, la experiencia vivida contiene un aspecto efímero y fragmentario. En Benjamin, esta parece representar un mero sucedáneo de la experiencia transmisible. Su agente es un actor de las multitudes, el hombre-masa que recibe los constantes shocks de las grandes urbes pero que, paradójicamente, capta sus escarmientos de manera individual. Al reducirse al ámbito personal y privado, las vivencias tienen una dimensión subjetiva que no pueden ser compartidas y, por lo tanto, elaboradas socialmente. Quizás una imagen profética de esta figura sea El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe. Hacia 1840, el escritor estadounidense sugirió la existencia de un extraño anciano dependiente de la compañía de las masas. Desesperado, el errabundo hombre persigue a las muchedumbres londinenses como si su cercanía le garantizara una bocanada de aire fresco. El desapego social le genera un malestar notorio. Es un individuo engranaje, estándar, que se “niega a estar solo”. Sin embargo, el hombre de la multitud no puede mirar detenidamente a los ojos de las personas. Está incapacitado para interactuar con el otro, por lo que jamás será posible saber “de él ni de sus actos” (Poe, 2010, p. 271).

En nuestra actualidad, se puede percibir una proliferación de una pauta de entretenimiento y goce personal e introspectivo. Algo similar intuyó Benjamin sobre la dinámica del mundo moderno. La novela, artefacto cultural por excelencia del siglo xix, se escribe, se lee y se disfruta en soledad. Con el transcurso de las décadas, la sociedad decimonónica encontró medios más adecuados para perturbar los tiempos del narrador social. El sujeto moderno carece del momento, la conducta y la predisposición corporal para escuchar atentamente un relato de un par. Como detonante, la short story, el cuento, fue un paso significativo en la evolución hacia el desmembramiento de la tradición oral. Su difusión y circulación sintetizó una perfecta “estratificación de los relatos de muchas noches" (Benjamin, 1986, p. 197).

Como se supone con demasiada frecuencia, las guerras pueden llegar a resultar efectivos detonadores de las grandes transformaciones de la humanidad. Usualmente, su estallido logra cristalizar aquellos elementos que se encontraban latentes en la estructura social, pequeños brotes de cambio cuyo florecimiento solo era perceptible -dilatadamente- por un reducido número de personas. En la década de 1830, Alexis de Tocqueville ratificaba la modernización y la democratización como tendencias inevitables en el cercano devenir europeo. En La democracia en América, el autor comentaba:

Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentra, por decirlo así, ningún acontecimiento de importancia en los últimos setecientos años que no se haya orientado en provecho de la igualdad… Las cruzadas y las guerras de los ingleses diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de los municipios introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la imprenta ofrece iguales recursos a la inteligencia de ambos; el correo lleva la ilustración tanto al umbral de la cabaña del pobre como a la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que todos los hombres son capaces por igual de encontrar el camino del cielo. (Tocqueville, 1984, pp. 27-28).

Sin embargo, jamás consideró que este movimiento se desenvolvería mediante un conflicto bélico a escala continental y global. Su voluntad era reglamentar y direccionar la eminente revolución democrática (Tocqueville, 1984, p.26). Su temor, a saber, eran los sobresaltos, la incontrolable reacción de las enérgicas muchedumbres, cuya manifestación más abrupta había sido la Revolución francesa de 1789. Paradójicamente, en los albores del siglo xx, los sectores populares de Europa participaron subterráneamente en el fin de la sociedad estamental. Sin embargo, su praxis no se ejecutó bajo la defensa de los principios de la igualdad social y política, sino bajo el dionisíaco sonido de las extensas marchas militares que iban en amparo de la nación.

La defunción del mundo aristocrático también se manifestó en el campo de batalla, uno de sus escenarios más míticos y legendarios. La guerra de 1914 fue democrática por varias razones: por su volumen de combatientes, sus medios empleados y por la participación activa de millones de civiles en un asunto reservado, hasta entonces, para los militares profesionales (Furet, 1995, p. 60). Fue democrática porque masificó los procesos y mecanismos de matanza. El exterminio en serie, de hecho, inaugurará una nueva relación con la muerte. Si en los tiempos modernos se adoptaba una postura desinteresada y de normalidad ante el evento, con el devenir del siglo xx este acontecimiento será visto como un escándalo (Vincent, 1989, p. 208). Sin lugar a dudas, la Gran Guerra fue un episodio que moldeó algunos de los rasgos más esenciales del mundo contemporáneo. Para los fines de nuestra reconstrucción histórica, cabe destacar que su estallido resquebrajó el ethos intelectual europeo por el cual se creía en el progresivo avance de la humanidad hacia su constante perfeccionamiento. Destruido ese principio, su corpus ideológico quedó disponible para proyectar hacia su propio porvenir una amplia variedad de atmósferas desafortunadas y espeluznantes.

La secularización del futuro. ¿Sacralizar a Dios o fantasear con serlo?

Como se mencionó anteriormente, las representaciones futuristas sobre la destrucción de la humanidad no son impresiones particularmente recientes. Estas proposiciones resultan registradas desde etapas muy tempranas en la tradición judeo-cristiana. El Apocalipsis en el Nuevo Testamento es seguramente el motivo más axiomático de esta genealogía. Su concepto es estrictamente profético y augura la llegada del reino de Dios desde el cielo. Las anticipaciones de este descenso son manifestadas a Juan de Patmos, quien toma la obligación de registrar las revelaciones sagradas: “No temas: yo soy el Primero y el Último, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo. Escribe lo que has visto, lo que sucede ahora y lo que sucederá en el futuro” (Apocalipsis, 1: 17-19).

La llegada de la Ciudad de Dios requiere un ejercicio demoledor previo, una desintegración de los no creyentes y sus principales símbolos, como la ciudad de Babilonia. En Apocalipsis, Babilonia ya no encarna un poder militar conquistador como en otros pasajes de la Biblia. Más bien, personifica la civilización material y lujuriosa, la gran seductora, cuya aniquilación es necesaria para el arribo y triunfo de la nueva Jerusalén. La apertura sucesiva de los siete sellos por parte del Cordero -la representación de Cristo- libera sobre los pecadores todas las facultades exterminadoras de Dios: los cuatro jinetes del apocalipsis, terremotos, caída de los astros, truenos, relámpagos, langostas, etcétera. La aparición de Apolión, el ángel del Abismo, sintetiza casi alegóricamente la labor regenerativa6.

En la tradición anglosajona, el movimiento romántico constituye otro antecedente significativo para pensar el germen de esas trágicas atmósferas. El romanticismo, reacción decimonónica a los valores de la Ilustración, concebía a los inexorables triunfos de la modernidad como despiadados ataques contra todo aquello considerado estéticamente bello. Su itinerario apreciaba lo singular frente a lo universal, lo fantástico y lo sentimental frente a lo racional, lo original frente a lo estándar. La primacía de la individualidad y la autonomía era su criterio narrativo esencial. Esto aparecía reflejado en el enaltecimiento del héroe o genio, pasional y osado, quien eludía las dificultades y consumaba sus hazañas pese a luchar en un entorno enemigo de lo auténtico. El artista romántico poseía un desdén espontáneo por los frutos de la civilización. Por tanto, condenaba enérgicamente las aglomeraciones en las metrópolis y profesaba un amor único por la naturaleza. Era común, en su pensamiento, cierto sentimiento melancólico, una marcada nostalgia por los espacios rurales, las comunidades de antaño y los paraísos perdidos. Con esos principios, parece tangible comprender por qué el ideario romántico era tan endeble a imaginar escenarios apocalípticos. Mientras los modernistas celebraban los saltos tecnológicos, las innovaciones técnicas y la expansión de las fábricas, los románticos consideraban a estos cambios como los catalizadores de una sociedad completamente miserable y utilitaria7. Enfrentados a una Europa en plena transformación industrial, necesariamente debían encontrar en su medio cotidiano un paisaje vicioso y distópico8.

Dentro del movimiento romántico anglosajón, la pareja de Percy y Mary Shelley parecía particularmente interesada en la problemática de los escenarios apocalípticos, como bien prueba el poema “Ozymandias” que funciona como epígrafe de este escrito. De ellos dos, Mary fue quien abordó con mayor profundidad este tópico. Ya en 1818, cuando publica los manuscritos de su obra cumbre, Frankenstein o el moderno Prometeo, la novelista inglesa advertía de forma temprana sobre los potenciales peligros de la utilización indiscriminada de la ciencia y la técnica moderna. La deificación de Frankenstein, creador de un tenebroso monstruo de dimensiones colosales, manifiesta la necesidad de establecer ciertos límites éticos al libre albedrío experimental del ser humano. Motivado por el deseo fáustico de conocer las leyes de la naturaleza y gracias al empleo de los métodos galvánicos, Frankenstein logra dar vida al nuevo hombre. Pero, contrariamente a sus expectativas iniciales en torno a su experimento, su creación demuestra una tormentosa capacidad destructiva. La voluntad del “monstruo” de reproducirse lleva a Frankenstein a temer la expansión de una nueva especie a costa del derrotero humano. Como el aprendiz de brujo, su curiosidad y su falta de experiencia lo conducen a desatar un torbellino de fuerzas cuyos efectos no puede controlar.

Pese al valor consagratorio de Frankenstein, el verdadero ejercicio distópico llegaría algunos años más tarde, en 1826, con su ficción El último hombre. La trama consiste en el relato de las usanzas de Lionel Verney, el último sobreviviente de una funesta calamidad hacia finales del siglo xxi. El narrador describe sus impresiones personales sobre los últimos restos del mundo, azotado por la propagación de una plaga mortal. Al igual que en Frankenstein, el tono de la historia conserva un perfil gótico y un marcado escepticismo sobre el futuro devenir humano.

Aunque premonitorios, los escritos de Shelley todavía carecen de los rasgos vitales de los futuros inquietantes del siglo xx. Como gran parte de las expresiones precedentes al año 1914, su orientación no armoniza en su plenitud con la dinámica social propia de las pesadillas contemporáneas. Y es que, con el siglo xx, la percepción consternada sobre el porvenir adquiere una novedad de raíz histórica y sociológica. ¿Qué elementos definen a la visión actual sobre los futuros inquietantes? Contrariamente al pasado premoderno, en la conciencia contemporánea tiende a prevalecer una idea antropocéntrica del devenir histórico. El futuro ya no es un terreno definido exclusivamente por la actividad y designación celestial. Hoy en día, las premoniciones sobre el futuro se encuentran mayormente secularizadas y humanizadas. Las personas pueden considerar otras posibilidades extrareligiosas para imaginar lo que vendrá: las condiciones ambientales, las estructuras socio-económicas, el mero azar, etcétera. Pero, principalmente, el mundo coetáneo concibe al propio ser humano como agente y sujeto de su destino.

La relevancia de la tecnología es otro de los aspectos distintivos de la especulación contemporánea sobre los tempestuosos imaginarios futuristas. Aquello que aparecía embrionariamente alegado en las ficciones de Shelley resulta ser, hoy, un factor ordinario y corriente. Inevitablemente, nuestra organización moderna mantiene un lazo simbiótico con los artefactos tecnológicos. La dinámica funcional del sistema capitalista y la consolidación de una sociedad de consumo promueven una permanente revolución en el aparato productivo, con el objetivo de satisfacer la demanda insaciable por los nuevos y vibrantes artilugios del mercado. Este nexo, constitutivo de nuestro día a día, se revela en algunas metáforas frecuentes de nuestro campo cultural: por ejemplo, la certeza cada vez más notoria de la consolidación de una vida totalmente mecanizada o la idea de la próxima fusión en una sola entidad del ser humano y las máquinas. Difícilmente encontremos en la actualidad algún augurio futuro en el cual se descarte la existencia de insólitos aparatos o avanzados autómatas. Si trasladamos ese problema a la impronta de los futuros inquietantes, la tecnología siempre funciona como responsable protagónica o cómplice de las tragedias del porvenir.

Por último, un tercer elemento a destacar es la conversión de este imaginario en un atributo integral de la cultura popular contemporánea. Durante la Edad Media y la Edad Moderna, los sectores subalternos también tenían presentimientos verosímiles sobre el advenimiento del apocalipsis. Pero, en esencia, ese reflejo estaba asociado siempre a la idea de la coronación milenaria, es decir, a la noción de que la devastación divina era un paso imperioso para garantizar el retorno del paraíso perdido en la Tierra. En el siglo xx, los desastres del futuro mantienen como criterio explicativo la praxis secularizada y mecanizada. Cuando Shelley proyecta sus temores a comienzos del siglo xix, lo hace en un momento en donde el ambiente general no subscribía en su conjunto a esa preocupante tensión. Con Wells, en cambio, encontramos un escritor consagrado, sujetado y consumido por su peculiar creación de futuros inquietantes. Su obra como totalidad recrea y advierte sobre esos escenarios posibles, atendiendo a la exigencia apremiante de implementar medidas para desviarnos de ese temible camino. Como indica Tatyana Chernysheva (1977), el novelista británico fue el primero que “opened the doors to folktale in the genre that later came to be called science fiction…” (p. 35). Mientras Julio Verne veía en la fusión de la cultura popular y la ciencia ficción una tarea vulgar e inviable, Wells logró reconciliar en su sistema artístico el milagro de los cuentos populares y fantásticos con el intrigante y esotérico elemento científico.

En los confines del fin de siècle, la disponibilidad mental y psicológica para absorber y disfrutar de estas ficciones se encontraba posiblemente más arraigada en la población europea. La Primera Guerra Mundial facilitó enormemente la tarea de construir un público interesado y convencido de la decadencia de la humanidad y la sociedad occidental. Sin embargo, la gestación de esa mentalidad se encuentra prematuramente documentada en el éxito literario de las primeras novelas de Wells. Para afianzar este tipo de sensibilidad histórica se necesitó de una fuerte internalización subjetiva de la creciente intromisión de la tecnología en la vida social y, por sobre todo, del resquebrajamiento parcial de las ilusiones creadas por la idea del eterno progreso en Europa.

El joven H. G. Wells, escritor de futuros inquietantes

La expansión de los futuros inquietantes es un proceso sensitivo construido de modo epidérmico y dilatado. Su triunfo no implica la absorción de las energías constructivas o la muerte de toda esperanza. Más que un modelo maniqueo, su asentamiento permite la convivencia de emociones animosas y abatidas sobre el futuro. Cuando finalizó la Primera Guerra Mundial en 1918, los sueños utópicos no habían perecido de modo terminal. Contrariamente, sus principios se habían actualizado y revitalizado. La palingenesia de las quimeras sociales se manifestaba, a modo de ejemplo, en las expectativas provocadas por el estallido de la Revolución rusa a finales del año 1917. Pero, al margen de estas figuraciones, la contienda bélica mundial había inevitablemente desmantelado la confianza del ciudadano europeo en un constante progreso histórico. Si bien los principios fundantes de la filosofía optimista de la Ilustración persistieron -los socialistas europeos, ilegítimos hijos de las luces, pueden ser una demostración de ello-, su sostén principal comenzaba a derrumbarse incesantemente.

Como afirma Hobsbawm, un rasgo vital que imperó durante el periodo de entreguerras fue el creciente “hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal” (1995, p. 116). Estos valores implicaban:

El rechazo de la dictadura y del gobierno autoritario, el respeto del sistema constitucional con gobiernos libremente elegidos y asambleas representativas que garantizaban el imperio de la ley y un conjunto aceptado de derechos y libertades de los ciudadanos, como las libertades de expresión, de opinión y de reunión. Los valores que debían imperar en el estado y en la sociedad eran la razón, el debate público, la educación, la ciencia y el perfeccionamiento… de la condición humana. (Hobsbawm, 1995, p. 117).

En las décadas que prosiguieron a la Gran Guerra, la debilidad y el derrumbe del liberalismo político catalizaron una crisis formidable. Con su caída, el ideal de progreso perdía a su principal y más poderoso quijote. Sin embargo, en el siglo XIX existieron pocos indicadores que presagiaran tal catástrofe. De hecho, tras la derrota napoleónica en 1815, Europa disfrutó, en general, de un periodo de relativa estabilidad y paz. En el marco de una economía capitalista ascendente y con la garantía del equilibrio entre las grandes potencias continentales, los mayores sobresaltos provenían de las barricadas urbanas erigidas por las clases desposeídas, cuyo caso más emblemático fue la comuna parisina de 1871. Las extensiones territoriales del continente se colmaban poco a poco de ciudades rebosantes, zonas industriales y fábricas automáticas decoradas con máquinas de vapor. El mundo metropolitano se encontraba inundado por periódicos, telegramas, telégrafos, teléfonos, anuncios publicitarios y productos exóticos de todos los rincones del planeta. Los síntomas de la Revolución Industrial excedían el ámbito urbano. Como en Lluvia, vapor y velocidad, la famosa pintura de William Turner, las encantadoras comarcas rurales también fueron invadidas por los monumentales ferrocarriles, símbolo indiscutible de estos nuevos paisajes mecanizados. Gracias al imperialismo moderno, Europa occidental comenzó a forjar una hegemonía a nivel global. La dominación de otros territorios y naciones acrecentó en su ánima el sentimiento de superioridad racial. El mundo colonial, definido como su alteridad radical, fue sometido a un proceso “civilizatorio” bajo la guía aplicada del hombre blanco, verdadero vector de la prosperidad humana (Traverso, 2009, p. 44). En dicho escenario, era sencillo comprender por qué la creencia en el progreso fue la pauta espiritual de la Europa decimonónica.

El progreso llegó a constituirse en la nueva doctrina de Europa. Pese a su desprecio por los dogmas religiosos, su creencia en la unicidad y el sentido teleológico de la historia hicieron de esa idea una versión secularizada de la religión cristiana. Su optimismo innato y su sacralización de la razón humana, dos de sus criterios más relevantes, fueron compartidos por la mayoría de las fuerzas políticas del continente. Pocos críticos desearon poner esto en duda y la mayoría de los reparos se orientaban a afirmar que el concepto de progreso no había sido dotado -aún- de una “justificación cognoscitiva adecuada” (Dawson, 1962, p. 55). La perfectibilidad del ser humano y de su sociedad, la armonización cultural y la venidera paz perpetua como resultado del avance social eran garantías poco cuestionadas por una cándida opinión pública. A pesar de la intensificación de las disputas coloniales, la conformación de distintos bloques de alianzas y el crecimiento de la carrera armamentística, el clima comunitario descreía mayormente de la posibilidad de una guerra de gran tamaño. En ese contexto, y como sugiere el historiador italiano Enzo Traverso, los presagios de la catástrofe no “provienen de las ciencias sociales sino de la literatura y de las artes, lugares privilegiados de la imaginación utópica” (Traverso, 2018, p. 158). En definitiva, el advenimiento de un conflicto con esas dimensiones era tan irreal que solo bajo el flexible y permisivo uso de la ficción literaria podía alguien coquetear con su virtual existencia. Durante la etapa de mayor esplendor de la Belle Époque, solo unos pocos aventurados como Herbert George Wells se animaron a predecir su oscuro ocaso9.

Todos los romances científicos de Wells están cargados de representaciones sobre verosímiles futuros inquietantes. Estas imágenes pueden estar más o menos presentes, pero su descripción es un habitué en sus relatos. En el final de La máquina del tiempo (1895), su primera gran obra, el viajero del tiempo utiliza su asombroso invento para trasladarse hacia los confines de los tiempos geológicos. Sin saber con qué realidad se podría encontrar, el héroe se enfrenta a un planeta apagado, sumido en las tinieblas y dominado por un inmenso Sol escarlata en proceso de extinción. El último rastro de vida orgánica lo conforma una vegetación de color verde intenso y unos pequeños y desagradables crustáceos marinos. La impresión generada en el lector es singularmente tétrica:

No puedo describir la sensación de abominable desolación que pesaba sobre el mundo. El cielo rojo al oriente, el norte entenebrecido, el salobre Mar Muerto, la playa cubierta de guijarros donde se arrastraban aquellos inmundos, lentos y excitados monstruos; el verde uniforme de aspecto venenoso de las plantas de liquen, aquel aire enrarecido que desgarraba los pulmones: todo contribuía a crear aquel aspecto aterrador. (Wells, 2016a, p. 131).

El enfriamiento del Sol fue un tópico bastante recurrente en los escritos tempranos de Wells. Para algunos críticos, el carácter inevitable de este fenómeno astrofísico lo obsesionaba profundamente (Tower Sargent, 1996, p. 3; Vernier, 1980, p. 27). En todo caso, en The Discovery of the Future (1902), ya parecía haber asumido positivamente el perecimiento del disco solar. En ese comentario decía: “Worlds may freeze and suns may perish, but I believe that there stirs something within us now that can never die again” (Wells, 1913, p. 56). La etapa terminal del astro fue un problema moderadamente abordado por otros escritores de ciencia ficción. Su secuencia también fue ficcionalizada por el intelectual socialista ruso Aleksander Bogdánov en 1912. En El ingeniero Menni, el protagonista, inducido por el consumo de un veneno mortífero, sufre de visiones entópticas en las cuales refleja este trágico final desde la perspectiva de la última generación de una comunidad de marcianos socialistas. Su desconsuelo también es palpable:

En ese caso, es el final de todas las cosas: la humanidad, la vida, ¡la lucha! Todo lo que había alumbrado el sol, todo cuanto había absorbido la energía de sus rayos. El fin del brillante intelecto humano, el fin de la voluntad, de la dicha y del amor… Millones de años de lucha, de avances… Millones de vidas, las terribles y las maravillosas, las insignificantes y las que habían conseguido cambiar algo… ¿Y qué importaba que fueran largas o cortas, mejores o peores, cuando ya no son nada ni tienen más heredero que el vacío e indiferente éter? (Bogdánov, 2016, p. 161).

Pero, al igual que su par inglés, en el relato impera el deseo de conservar el patrimonio de la humanidad. Incapacitados para evitar la muerte del Sol, los marcianos arrojan al espacio miles de proyectiles gigantes con una copia escrita del legado de su sociedad. Paradójicamente, la fuerza requerida para el lanzamiento provenía de la propia explosión inducida del planeta Marte.

A partir del reflejo de esta situación límite, Wells intentaba desmitificar la noción del ser humano como agente superior de la existencia universal y dominador de las fuerzas de la naturaleza. La incapacidad de controlar las amenazas naturales o los peligros exógenos ilustra la debilidad relativa de nuestro género. La apelación a esta condición imperfecta de la especie humana también fue un tema abordado en su libro La guerra de los mundos (1897). En ese libro, el autor recrea tempranamente una temática que posteriormente tendrá una fuerte impronta en el mercado cultural contemporáneo: las invasiones interplanetarias. Su trama relata una secuencia que hoy en día es proyectada con reiterada insistencia: la conquista de la Tierra por parte de una avanzada sociedad alienígena. Con ella, Wells edificó mordazmente una tajante y certera burla al antropocentrismo. Esa lectura se puede discernir desde sus primeras páginas. Según nos refiere, los conquistadores, autóctonos de Marte10, habían planificado meticulosamente el ataque. Mientras ellos dedicaron muchos años a estudiar y analizar nuestro mundo, la sociedad humana con “infinita complacencia” continuaba “su existencia en este globo ocupándose de sus pequeños asuntos, serenamente confiada en su superioridad sobre la materia” (Wells, 2016b, p. 9).

Desde un comienzo, el conflicto es profundamente desigual. Ninguna arma terrestre puede equipararse a los temibles trípodes marcianos, máquinas caminantes de reluciente metal y provistas de un formidable rayo de calor que desintegra todo a su paso. Ni siquiera las tropas militares británicas, con su poderosa armada naval, podían aspirar a dañar a las fuerzas invasoras. No casualmente, los episodios de la invasión son narrados desde el epicentro de la “civilización”: la cosmopolita ciudad de Londres y sus alrededores. Al describir los eventos desde la óptica de la ciudad más numerosamente poblada del fin de siècle, Wells otorga una imagen sutilmente drástica sobre la vulnerabilidad del género humano. Seguramente, su retrato de la colosal y esplendorosa urbe londinense hundida en el colapso total sea una representación más que sugerente. Con la ciudad al borde de la devastación, la población atemorizada emprende un descontrolado éxodo. La corriente de fuga, nucleada alrededor de las estaciones ferroviarias y los muelles del río Támesis, rápidamente se convierte en un caudal de personas gobernadas por la anomia. Azotados por una terrible ola de miedo, los refinados ciudadanos londinenses devienen en una horda humana enfurecida y anárquica. Los golpes, empujones e insultos son la regla. Las muertes por aplastamiento, apuñalamiento o heridas de bala también forman parte del caos. En el medio del desorden imperante, incluso “los agentes de policía que fueron enviados a dirigir el tránsito, exhaustivos y furiosos, comenzaron a golpear las cabezas de las personas a las que debían proteger” (Wells, 2016b, pp. 123-124).

De forma espontánea, el argumento de La guerra de los mundos efectúa una doble operación de degradación para la civilización occidental. En el contraste Marte/Tierra, se puede reconocer una equiparación o asimilación metafórica de la sociedad europea con algunos seres considerados inferiores para sus propios estándares. Por un lado, el relator de la historia trata reiteradamente de animalizar al sujeto europeo. Esta abstracción es palpable en muchos momentos de la narración, como en la descripción de la desesperada huida de los residentes londinenses de la gran urbe. En otras ocasiones, la contienda entre terrestres y marcianos es igualada a la disputa efectuada entre seres humanos y animales. En ese plano, las acciones heroicas de los combatientes militares y civiles son completamente inútiles frente a trípodes marcianos: “Hombres contra hormigas. Las hormigas construyen sus ciudades, viven en ellas y tienen sus guerras y sus revoluciones, hasta que los hombres quieren quitarlas… y entonces desaparecen. Eso es lo que somos… Hormigas (Wells, 2016b, p. 205).

En segundo lugar, a lo largo de su novela, Wells efectúa un interesante ejercicio de perificación del centro metropolitano. El centro político, desmantelado de su autonomía y despojado de sus posesiones, ve mutar radicalmente su situación y comienza a posicionarse como la nueva periferia de una fuerza extraplanetaria. La población británica, prácticamente sometida frente al poderío marciano, se encuentra forzada a elegir entre la disyuntiva de escapar o devenir esclava. Aunque la invasión finalmente no logra asentarse de forma permanente, la voluntad de los marcianos de explotar a la nación subyugada es indudable. De hecho, ellos utilizan la sangre de los humanos como fuente de alimento. Momentáneamente, la gran potencia del imperialismo moderno, que llegó a ostentar el dominio de una quinta parte de la extensión territorial global en las primeras décadas del siglo xx, se transforma en una accesible y miserable tierra de conquista.

Naturalmente, el contenido del libro reafirmó el perfil antiimperialista de Wells, una de sus facetas más celebradas por el mundo académico actual11. En su consideración, el imperialismo nacionalista había sido la principal causa del estallido de la Primera Guerra Mundial y expresaba el rostro más detestable de la política exterior europea12. La influencia de la Modern Imperialist school, promotora de la idea de la superioridad racial europea, debía ser descartada de todos los ámbitos formativos de la cultura (Wells, 2017, p. 388)13. Su interés por desmantelar estos valores supremacistas del ámbito identitario inglés lo condujeron a criticar y despreciar -reiteradamente- la obra propagandística de Rudyard Kipling, poeta al servicio del imperialismo británico (Wells, 2009, p. 653). En todo caso, La guerra de los mundos representó un corpus estético alternativo a esa vulgar idealización occidental. En ese llamativo intercambio de roles y etiquetas, Wells indujo al lector a efectuar un heterogéneo ejercicio de empatía en una triple dirección: hacia los marcianos, hacia los ciudadanos británicos y hacia las colectividades coloniales. Las asimilaciones de marciano/europeo y europeo/sujeto colonial posicionan a cualquier agente sensible en una posición necesariamente crítica. La praxis destructora de la comunidad alienígena encuentra sus ecos en la carrera devastadora del imperialismo moderno:

Y antes de juzgarlos con demasiada dureza, debemos recordar la destrucción cruel y total que nuestra especie ha causado, no solo entre los animales, como con el bisonte o con el dodo… sino también… entre las razas inferiores. Los habitantes de Tasmania, a pesar de su apariencia humana, fueron exterminados por completo en una guerra de extinción llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante el lapso de unos cincuenta años. ¿Es que somos acaso los apóstoles de la misericordia para quejarnos si los marcianos guerrearan con el mismo espíritu belicoso? (Wells, 2016b, pp. 11-12)14.

En la culminación de la narración, el relator vuelve a sugerir las limitaciones del poderío humano. Las escalofriantes descripciones de la superioridad marciana banalizan todo el proceso “evolutivo” del Homo sapiens: “Las ciudades, las naciones, la civilización, el progreso…, todo eso ha terminado. Finalizó la partida. Estamos vencidos” (Wells, 2016b, p. 207). Fortuitamente, el curso de la batalla toma un revés inesperado. El éxito final sobre la invasión se obtiene gracias a las cualidades innatas del sistema inmunológico humano: los cuerpos foráneos de los marcianos terminan sucumbiendo al entrar en contacto con las bacterias terrestres. En todo caso, la fantasiosa incursión marciana en nuestro planeta no deja de funcionar como un eufemismo sobre la ciega pedantería del mundo occidental. Pese al éxtasis de la victoria, el conflicto interplanetario propone un cambio de perspectiva respecto al futuro de la sociedad. Seguramente, nos dice Wells, el hipotético acontecimiento resultó altamente beneficioso para “nosotros”. Su realización, irremediablemente, nos ha robado aquella “serena confianza en el futuro, que es la más segura fuente de decadencia” (Wells, 2016b, p. 237).

La guerra de los mundos personificó la primera novela en la que Wells se enfocó específicamente en el problema de la guerra. En los años sucesivos, la temática se volverá una tendencia repetitiva en sus manuscritos, demostrando que ella significó, sin lugar a dudas, uno de sus temores más profundos. Desde su juventud hasta las etapas precoces de su vejez, sus energías siempre estuvieron abocadas a desarrollar una trayectoria pedagógica que socave las ansias combativas de la sociedad occidental. Leal a la intelectualidad racional francesa del siglo xviii, su estrategia confiaba -no sin contradicciones- en la estimulación de la perfección humana a través de una precisa revolución educativa (West, 1993, p. 311). El joven Wells descansaba fielmente en su metodología para evitar el cumplimiento de sus más aterradoras profecías. Esa convicción la mantendrá durante gran parte de su vida adulta, llegando a afirmar en el año 1920 que la “historia humana se asemeja cada vez más a una carrera… entre la educación y la catástrofe” (Wells, 1925, p. 724). Solo tras varias décadas de arduo trabajo y rotundos fracasos, sus certezas sobre el futuro parecieron alienarse completamente con las facetas más desanimadas de sus tempranos pronósticos15.

Por la insistencia en el tópico, la forma fatalista de representarla y el trágico cumplimiento de su advenimiento a nivel mundial, es claro que la guerra fue el tema más interesante de sus tempranos futuros inquietantes. Años previos al desenvolvimiento de la Gran Guerra, el conflicto armado como temática volvió a ser mencionado en varias novelas, cuentos cortos, ensayos sociológicos y notas biográficas de su autoría. De todo ese amplio espectro, existieron tres trabajos en los cuales la dimensión bélica cobró una relevante primacía: el cuento “A Dream of Armageddon” (1901) y los libros The War in the Air (1908) y The World Set Free (1914).

El carácter premonitorio de estas ficciones, claros adelantos de los acontecimientos que se producirían entre 1914 y 1918, ha llevado a algunos críticos, como el escritor John Middleton Murry, a calificar a Wells como el “last prophet of bourgeois Europe” (1972, p. 327). Todas estas narraciones insinuaron la llegada de un nuevo tipo de guerra. La irracional exacerbación nacionalista, la instauración de una industria bélica y la mecanización -o deshumanización- de los campos de batalla son problemas claramente discernibles en las tramas de estas historias. Parte de estas especulaciones también habían sido apuntadas, aunque en un tono “científico”, en el tratado sociológico Anticipations… (1901). En ese volumen, Wells precisó que las transformaciones operadas en el campo de batalla serían completamente análogas a los cambios producidos en la substancia del edificio social. Como las instituciones civiles, la guerra sería contaminada por la mecanización y la burocratización del clima histórico, y su esencia se estaba sumergiendo en “the field of the exact sciences” (Wells, 1902, p. 204). Progresivamente, los soldados y los caballos serían reemplazados por las máquinas, los organismos internacionales garantizarían los derechos de la población civil, y el sacrificio heroico y voluntarioso por la patria sería el factor menos importante para garantizar la victoria. El movimiento general buscaba convertir al soldado en un experto tecnócrata y en un hombre educado e instruido. La guerra del futuro sería ganada por las naciones con mayor número de ingenieros, agricultores, doctores o intelectuales, es decir, por los países con mejores condiciones educativas para acabar con el irresponsable tejido “adiposo” del “músculo social” (Wells, 1902, p. 212).

Existen varias razones para descreer de la capacidad visionaria de Wells en su rol de analista social. Con el despliegue de las dos guerras mundiales, la mecanización de los artefactos bélicos no acabó con los ejércitos masivos, la incorporación de expertos no disminuyó el valor de los soldados comunes y las leyes internacionales no fueron ningún impedimento para utilizar a los civiles como objetivos militares. Llamativamente, fueron sus ficciones literarias, más que sus rigurosos estudios sociales, los documentos en los cuales Wells “predijo” con mayor exactitud la verdadera dinámica de la guerra contemporánea. Fue en el permisivo espacio de la producción estética, liberado de las formalidades y la rigurosidad de la tarea erudita, en donde más acabadamente logró expresar sus atributos analíticos para intuir la posible dirección del mundo moderno.

En esas ficciones, el literato parece comprender el carácter omnipresente y totalizador de las coetáneas conflagraciones. Con su desarrollo, ninguna persona, institución o ámbito de la sociedad puede escapar de sus efectos y consecuencias. En A Dream of Armageddon16, Wells describe el sueño de un anciano esquelético quien, durante muchos años, sufre con las visiones del futuro advenimiento de una brutal guerra internacional. En la pesadilla, el anciano personifica a un divinizado y reputado líder de los pueblos del Norte, quien abandona todas sus ocupaciones y ambiciones para vivir en la Isla de Capri (Italia) junto a su amada. Lamentablemente, Evesham, su sucesor en el poder, termina desatando la tremebunda confrontación bélica. Frente a esta situación, el soñador tiene la potestad de regresar a su tierra e impedir la batalla. No obstante, esa acción significaría separarse indefinidamente de su mujer, quien no podía ir al Norte. En su decisión descansa la suerte de toda la humanidad: ¿qué hacer? Definitivamente, la disyuntiva entre la satisfacción del placer individual y el cumplimiento del deber moral constituye un soliloquio personal que Wells hizo extensivo a toda su comunidad de lectores. El relato propone un ejercicio introspectivo en donde cada uno debe entender su relevancia en el desenvolvimiento del futuro. En el caso del anciano, este decide finalmente rechazar la responsabilidad de su posición política. Su elección, no compartida por su pareja, termina siendo completamente desacertada. No existe forma de evadir a la guerra: como Mefistófeles, todo lo corrompe y todo lo condena a decaer en las penumbras. En poco tiempo, el horror de la guerra llega a Capri, lugar de las delicias y la parsimonia. Incluso en aquel paraíso, las personas, antes amables y pacíficas, se vuelven ahora belicosas y violentas. En un último intento de escapar hacia Salerno, la pareja fugitiva muere por daños colaterales ocasionados por una sangrienta batalla.

La incorporación de la tecnología y los novedosos medios de transporte a la táctica militar es otro de los aspectos sugerentes del cuento. Como en Anticipations…, la ciencia se pone al servicio de los ejércitos para crear un casi automatizado infierno de dolor y muerte: “Había máquinas de todas clases, cada día más malignamente perfeccionadas; artefactos infernales, idiotas, satánicos, que nunca habían sido probados; cañones enormes, explosivos terribles, maquinarias complicadas” (Wells, 1938, p. 129). De todos los ingeniosos aparatos mencionados, la prosa de Wells destaca particularmente la aplicación de los aviones (flying war machines) como el arma preferente para desarticular al bando enemigo. Desde su pequeño paraíso, el protagonista, impactado, veía pasar a los potentes aeroplanos de guerra. La utilización del transporte aéreo como eje de las guerras venideras fue el tema transcendental de la novela The War in the Air. En ella, el pensador británico propone imaginar el asedio de una fabulosa flota de aviones y zepelines alemanes sobre la ciudad de Nueva York. La maniobra germana de arrasar con los barrios medulares de la gran metrópolis explicita una práctica que será usualmente aplicada posteriormente en la Guerra Civil española y, por sobre todo, en la Segunda Guerra Mundial: el desmantelamiento del adversario mediante el bombardeo aéreo de las localizaciones civiles estratégicas, con el fin de inhabilitar económicamente al enemigo. Al abolir el frente de batalla, la guerra aérea, tridimensional, nos quita la posibilidad de distinguir entre el civil y el combatiente.

En la antesala de la Gran Guerra, Wells imaginó un último gran escenario militar en The World Set Free17. Como en “A Dream of Armageddon” y The War in the Air, el reflejo de la devastación del mundo civil como estrategia bélica también se encuentra presente. Sin embargo, en esta ocasión, el grado de destrucción es hiperbólico. En este imaginario futuro, la comunidad científica internacional logró universalizar el aprovechamiento de la energía atómica a comienzos de la década de 1950. Paralelamente, las diferencias entre las naciones se agravan y sus gobiernos derrochan grandes cantidades de dinero en el abastecimiento armamentístico. Como complemento, las presiones y artimañas del capitalismo industrial forman también parte de la partida, gestionando las circunstancias a favor de su propio beneficio. Tras una escalada de las tensiones, la guerra finalmente comienza -de forma profética- con la invasión alemana del territorio francés a través de Bélgica.

Las peculiaridades de la contienda llevan a sus participantes a emplear todos sus recursos disponibles para asegurar su victoria. En ese marco, la obra introduce un artefacto bautizado como la “bomba atómica”, una genuina arma nuclear que transforma la materia en energía explosiva a partir de una reacción en cadena. Arrojadas desde aviones por los distintos contendientes, el dispositivo destruye ciudades enteras sumergiendo a la humanidad en una “monstrous phase of destruction” (Wells, 1914, p. 152). Tras las detonaciones, pocos rastros quedan de la especie humana: sobre las ruinas de la civilización, recorren los caminos hordas de desesperados sobrevivientes, algunos de ellos deformados por la actividad radioactiva. No obstante, las paradojas del pensamiento de Wells le impiden sentenciar completamente nuestro destino. De las cenizas del viejo mundo, como en una ceremonia de resurrección, renace y se eleva una flamante y esclarecida sociedad18. Para esta nueva fase, Wells reúne a las fuerzas globales en un organismo supranacional que tendrá una gran presencia en sus escritos políticos posteriores: la República Mundial, “supreme and indivisible” (1914, p. 170), en la cual la ciencia será “the new king of the world" (p. 178).

Palabras finales. La dominación del futuro o la agónica estabilidad de la posmodernidad

En cierto punto, Wells siempre decidió caminar a contrapelo de la historia. Cuando su generación, ahogada lujuriosamente por el néctar del progreso, deseaba venerar los logros de la civilización, él optó por guardar distancia y encender las alarmas de una poderosa locomotora que, veía, estaba a punto de caerse inevitablemente en el abismo. En cambio, cuando la Gran Guerra logró hacer añicos las ilusiones en los eternos avances y hundió a toda la estirpe europea en la más profunda apatía, el soñador británico asumió la responsabilidad de edificar las bases de una nueva sociedad que nunca excedería los márgenes de su pensamiento. Como el gigante Atlas, optó por sostener sobre sus hombros un vasto y gigantesco mundo, cuya pesada carga terminó por destruir su plena confianza en la potencialidad del ser humano.

Los años de entreguerras fueron los años del Wells maduro, del intelectual que incursionó en la elaboración de programas de cambio, pensamientos sistemáticos y estudios históricos. Su nuevo rostro le abrió un mar de oportunidades en múltiples circuitos políticos y culturales; pero también, por otro lado, su perfil optimista lo distanció hondamente de su clásico estilo narrativo, de su esencia literaria que tan famoso lo hizo alrededor del planeta (Priest, 1980, p. 17). Su incursión en el campo de la pedagogía y la sociología lo alejó de aquella fascinante y a la vez siniestra imaginación que nos regaló algunas de las más hermosas pesadillas contemporáneas. Tras toda una vida de fatigosa y frustrada lucha por consolidar una humanidad articulada y pacífica, no es casualidad que su defunción haya llegado apenas un año después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Carcomido por la vejez y la desilusión, vivió lo suficiente para ver cómo sus más tenebrosos augurios eran grotescamente representados por la realidad histórica. Con su propia muerte se cierra un ciclo histórico, el de la Era de las Catástrofes, del cual su propia biografía es, seguramente, una de las fuentes de estudio más valorables que puedan existir.

Con la intención de abrir un diálogo entre la historia, la literatura y los estudios culturales, este escrito aspiró a revalorizar el uso de los instrumentos estéticos como posibles objetos de análisis para la disciplina histórica. En ese sentido, la indagación en la vida temprana de Wells no fue un fin en sí mismo. Como superficialmente reconstruimos, él encarnó el primer gran masificador de los futuros inquietantes y los paisajes apocalípticos del mundo occidental actual. Hoy en día, aquellas embrionarias expresiones de finales del siglo xix constituyen la regla de nuestro peculiar universo cultural. Con el triunfo del relato liberal y la muerte de las alternativas al sistema económico capitalista, el futuro parece estar cargado de una pesada y lúgubre herencia diacrónica. Desde la década de los noventa, las alusiones al fin de la historia parecen consolidar su credibilidad mientras que las ansias de cambios se deterioran aún más con cada nuevo intento fallido. El discurso de la posmodernidad asegura el desenlace de las perturbaciones radicales y violentas. Las transformaciones, si las hubiera, se darán de manera paulatina y siempre dentro de los parámetros del propio sistema. Dentro de esta agónica estabilidad liberal se descree del éxito de cualquier esporádica alternativa al capitalismo. La mirada del sujeto crítico pierde vigor y vitalidad y se vuelve trágicamente melancólica; en su consideración, la historia se convierte en un frondoso cementerio de utopías. En las condiciones imperantes, la avalancha de futuros inquietantes de nuestro actual mercado cultural acompaña la creencia de la imposibilidad de cualquier ruptura estructural. Parafraseando a la sintomática idea de Fredric Jameson, hoy en día es más sencillo para nuestra sociedad imaginar el fin del mundo antes que el fin del capitalismo (2003, p. 76)19.

En su sexta tesis sobre el concepto de historia, Benjamin calificaba al “don de atizar para el pasado la chispa de la esperanza” como uno de los mayores atributos del verdadero historiador. Esta labor, nos dice, debía efectuarse con el convencimiento de que si las clases dominantes “triunfan, ni siquiera los muertos estarán seguros”. Si Benjamin se mostraba preocupado por mantener el pasado a salvo, podemos añadir que tampoco el futuro se encuentra completamente resguardado. Los integrantes de nuestra generación transitamos nuestras trayectorias individuales con el convencimiento de que el porvenir nos es un espacio completamente ajeno, adueñado sin ningún tipo de resistencia por una estructura social centenaria y poderosa. También en ese terreno, podríamos decir, el enemigo “no ha cesado de triunfar” (Benjamin, en Löwy, p. 75). Pero los fundamentos teleológicos no siempre han tendido a prevalecer. La colonización del futuro por parte del control liberal no necesariamente debe ser un hecho consumado. En ese sentido, el rescate de la ordinaria vida de un escritor como Wells nos puede servir para ilustrar los límites de esos absolutismos históricos que, como en 1914, tendieron indefinidamente a desaparecer; y para no olvidar que, incluso en el pasado, el futuro fue un ensueño en permanente construcción y, por sobre todas las cosas, un ávido terreno de disputa.

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1Aunque la bibliografía respecto a la vida y obra de Wells es muy extensa y diversa, se recomienda particularmente recurrir a Darko, S y Philmus, R. M. (1977). H. G. Wells and Modern Science Fiction. London: Associated University Presses; West, A. (1993). H. G. Wells: aspectos de una vida. Barcelona: Circe; y Playsted Wood, J. (1969). I Told You So! A Life of H. G. Wells. New York: Pantheon.

2Para un análisis detallado sobre el éxito, el impacto cultural y la recepción de los escritos de Wells, se sugiere la lectura de Parrinder, P y Partington, J. S. (2005). The Reception of H.G. Wells in Europe. London: Thoemmes Continuum.

3El hecho de que en los últimos años se haya clasificado a ciertos libros y películas como “apocalípticos” o “posapocalípticos” demuestra la proliferación de un género que no solo tiene un alto grado de circulación, sino que además ya cuenta con una denominación propia.

4Según la hipótesis de Howard Bruce Franklin, contrariamente a lo esperado, el triunfo soviético en el campo nuclear generó una decaída en la ansiedad de los norteamericanos en torno a la guerra nuclear. Por lo menos, esto se observa en las expresiones culturales de dicho país entre los años 1949 y 1957. En su consideración, las posibles razones de esta aparente contradicción se encuentran en el monumental arsenal propagandístico desplegado por el Gobierno para tranquilizar a su población, la banalización en los productos culturales de la época sobre los terroríficos efectos de las bombas nucleares y el conocimiento —validado científicamente— de la notable superioridad bélica de la bomba atómica y la bomba de hidrógeno norteamericana por sobre su par soviética (Franklin, 2010, pp. 363-365).

5Aunque su eje narrativo no se centra en el uso bélico de la energía atómica, las películas The War of the Worlds (1953) y The Time Machine (1960), producidas por George Pal, merecen una breve alusión. Ambos films son representaciones de las novelas homónimas escritas por H. G. Wells a finales del siglo xix, pero con la particularidad de que actualizan su trama e incluyen una referencia a las armas atómicas, aspecto que no figuraba en la versión literaria.

6Apolión —Abdón en hebreo—significa destructor en griego.

7La apelación poética contra la civilización y su materialismo fue un recurso temático fácilmente distinguible a lo largo del siglo xix. Autores como John Ruskin, Charles Dickens, William Morris, León Tolstoi y Fiódor Dostoyevski, indistintamente, denunciaron los riesgos del industrialismo en sus corpus literarios. El parasitismo social, la degeneración física derivada del hacinamiento urbano y el trabajo alienante, la destrucción de las formas de vida regional o la absorción de los oficios artesanales ante una cultura mecánica y estandarizada fueron algunos de los tópicos manifestados con recurrencia en el universo de las letras.

8Para un trabajo que especifique las principales características del movimiento romántico, ver el clásico Berlín, I. (2000). Las raíces del romanticismo. Madrid: Taurus.

9Por una cuestión de espacio, no nos dedicaremos aquí a abordar detalladamente la concepción de Wells sobre el progreso, el tiempo y la historia. Por ello, remitimos a un trabajo reciente que hace un estudio minucioso sobre esas problemáticas: Iachtechen, F. L. (2019). O argonauta de Cronos: estratos temporais em H. G. Wells historiador. Porto Alegre: Editora Fi.

10La existencia de vida orgánica en Marte era un supuesto abiertamente considerado tras la publicación de los libros Mars (1895), Mars and Its Canals (1906) y Mars As the Abode of Life (1908), de Percival Lowell. En dichos volúmenes, el astrónomo norteamericano sugiere que ciertas superficies observadas desde un telescopio podrían llegar a ser canales construidos por seres inteligentes para trasladar agua desde los polos al centro y así sobrevivir en el árido y seco ambiente del planeta rojo.

11Sobre la temática, ver Cantor, P y Hufnagel, P. (2006). The Empire of the Future: Imperialism and Modernism in H. G. Wells. Studies in the Novel, 38(1), 36-56.

12Como sostuvo frente a Vladimir Lenin en 1921, Wells consideraba que las guerras eran “hijas del imperialismo nacionalista y no de una organización capitalista de la sociedad” (Wells, 1973, p. 85).

13Es interesante aclarar el relativo silencio de Wells frente al florecimiento del imperialismo norteamericano. En general, el autor poseía una singular admiración por los Estados Unidos, tanto por su desarrollo económico e industrial como por la personalidad y las medidas políticas de muchos de sus presidentes —como Franklin D. Roosevelt—. En numerosas ocasiones, el pensador británico convocó explícitamente al país norteamericano a ejercer el liderazgo de tareas consideradas imprescindibles para la humanidad, como la organización de la Liga de Naciones (League of Nations) (Wells, 1934, pp. 656-662) o el auxilio en la reconstrucción de la Rusia soviética (Wells, 1973, p. 88). Esta devoción pudo inducir al propio Wells a minimizar el rol de Estados Unidos como una preocupante potencia imperialista. En su Esquema de la historia, Wells mencionó una serie de factores que permiten explicar por qué el imperialismo norteamericano fue menos violento que su par europeo (Wells, 1925, pp. 662-665).

14La terminología empleada en la presente cita nos obliga a aclarar la ambigüedad existente en el antiimperialismo de Wells. Para el autor, la palabra “razas inferiores” no contiene un valor analítico real. En su capítulo dedicado a la cuestión de la racialidad, de su libro A Modern Utopia, el oriundo de Bromley defiende el carácter obsoleto de establecer categorías raciales para diferenciar a los individuos. Incluso sostiene la importancia de incorporar a la conformación de un organismo mundial los aspectos específicos y las particularidades de cada una de las etnias existentes en el mundo (Wells, 2017, pp. 374-391). En el caso de la cita, el empleo del término se da en un sentido estrictamente coloquial. Sin embargo, cabe destacar que el antiimperialismo de Wells parece abocarse a la desestimación de los aspectos más controversiales del hecho —las matanzas, la dominación o la esclavitud—. En su indeterminación, Wells parece defender simultáneamente la autonomía y el valor de los pueblos coloniales como también promover su asimilación cultural y educativa a los fundamentos del mundo occidental.

15Con el paso de los años, Wells abandonó progresivamente su innato optimismo en la humanidad. Su cambio de orientación se observa particularmente en The Fate of Homo Sapiens, un libro tardío publicado en 1939.

16En la tradición cristiana, Armagedón es el lugar físico/simbólico en donde son congregadas las naciones y sus ejércitos durante el apocalipsis (Apocalipsis, 16: 16). El término también hace referencia a esta etapa de forma genérica: el Armagedón, el fin de los tiempos. Posteriormente, su uso se extendió para hablar de cualquier escenario terminal o catastrófico.

17La narración apareció por entregas entre diciembre de 1913 y mayo de 1914 en la English Review y fue finalmente publicado como libro en 1914, algunos meses antes del inicio de la Primera Guerra Mundial.

18La necesidad de crear un derrumbe preliminar como un acto fundacional de una nueva era fue una sugerencia y tentación constante en la obra de Wells. En The Shape of Things to Come (1933), el novelista llega a imaginar que solo tras el acontecimiento de una serie de desgracias, como una segunda gran guerra, la devastación de una plaga y el triunfo de una ambigua dictadura, el mundo lograría finalmente regenerarse y proceder a edificar un nuevo sistema social.

19La cita original versa: “it is easier to imagine the end of the world than to imagine the end of capitalism”. Sin embargo, la mención de esta afirmación se remonta a su libro The Seeds of Time, publicado en 1994. Allí comenta: “It seems to be easier for us today to imagine the thoroughgoing deterioration of the earth and of nature than the breakdown of late capitalism; perhaps that is due to some weakness in our imaginations” (Jameson, 1994, p. xii).

Recibido: 13 de Noviembre de 2021; Aprobado: 30 de Marzo de 2022

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